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LOS DE MIAMI

Al principio de la enfermedad que apartó a Fidel Castro del poder, el sitio cubano La Jiribilla publicó una obra muy ambigua del dibujante Falco. Se trataba de una isla de Cuba transformada en una charretera del comandante en jefe. La charretera de Fidel es invención suya: robó la única estrella de la bandera cubana y la puso sobre un diamante negro y rojo rodeado de laureles para tener algo inalcanzable para cualquier oficial de las fuerzas armadas revolucionarias. La representación de Falco era excelente aunque unos remolinos daban la idea de un movimiento, la idea de que se va el Comandante. Se va el Comandante no para Barranquilla, como el caimán de la famosa canción, sino para salir del mundo de los vivos.

El dibujo era un obvio sacrilegio para cualquier persona que no conoce La Jiribilla, su castrismo ciego, sus maneras tan pesadas de hacer humor y su odio crónico (mezclado con celos) por los exiliados cubanos que triunfan afuera. No hay nada que creer cuando La Jiribilla pinta el exilio, uno de los blancos de su odio, como un grupo de personas que se mueve por odio. La opinión de los cubanos de los condados de Miami y de Broward, tal como aparece en un estudio de la firma de marketing Bendixen and Associates es todo lo contrario.

Es cierto: la mayoría de estos exiliados votan por el partido republicano, la inmensa mayoría de ellos creen que Fidel nunca volverá al poder, pero son optimistas sobre el futuro de la isla. Creen que algo viene para Cuba, algo que se llamará democracia, y apuestan por un plazo de cuatro años nada más, antes de conseguirlo. Todo la encuesta es apasionante, pues se ve un grupo humano que pide una transición sin violencia y anima al gobierno de EE. UU. a negociar con Cuba si las autoridades de La Habana se meten de verdad en el camino del cambio. La política del embargo recibe una mayoría de apoyo, pero por muy poco (53% en contra de 62% el año pasado). Al contrario de lo que quiere Washington, los entrevistados por Bendixen opinan que los cubanos del exilio deben viajar a la isla y, last but not least, opinan que el exilio no tendría que pedir la recuperación de sus casas, en caso de volver a Cuba después de la transición.

¿Qué vemos? Personas mucho más apacibles de lo que pinta la prensa de Miami. Como en todo, el caso cubano es retórica por una parte y realidad por otra. La realidad tiene un dato definitivo: solo el 13% de los exiliados tiene planes de volver a Cuba. No es el comandante el que se va, es su exilio el que se fue para siempre.

(Otra cosa: vale la pena leer en el sitio de La Jiribilla la entrevista de Antón Arrufat. El ensayista y sobre todo autor de teatro cubano habla de su último libro diciendo que ha tenido ya cinco críticas literarias en la prensa de la isla. «Me ha producido un verdadero asombro», explica, pues es normal para un libro no recibir más de dos críticas. Otro asombro: en este mismo sitio hay un libro que ya tiene nueve críticas, todas positivas: Cien horas con Fidel, de Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique).

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17 de octubre de 2006
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Otro clásico

En junio de 1941 el ejército alemán comienza la invasión de la Unión Soviética y sus carros blindados avanzan a velocidad vertiginosa. Stalin no acepta las noticias que van llegando y como un personaje de ópera de Moussorgsky se encierra en los salones del Kremlin, no contesta llamadas y se sumerge en un estado semi catatónico.

Como un zar loco, pasan los días, vuelan los soldados alemanes, pero el sátrapa, con los ojos abiertos como platos, se acurruca en un rincón de las inmensas estancias y balbucea a solas. Los subalternos, con Beria a la cabeza, no se atreven a informarle de que en Kiev han perdido medio millón de hombres.

En octubre los alemanes están a ciento veinte kilómetros de Moscú y en la capital cunde el pánico. El 14 de octubre se dio aviso a las embajadas para que abandonaran la ciudad, ante la inminencia de la invasión. No obstante, esa estación moscovita, entre el otoño y el invierno, es traicionera. A días cálidos y veraniegos pueden suceder otros de lluvias primaverales y luego una súbita congelación invernal. De hecho, eso es lo que sucede.

Los ejércitos alemanes, la 10ª Panzerdivission y la SS Das Reich que estaban preparando el asalto desde Kalinin, se habían detenido en el mismo lugar en donde Napoleón dio la batalla que él creyó decisiva, Borodino. A partir de ese momento, la historia se repite con toda exactitud. El 15 de octubre la ofensiva choca contra el general Georgi Yukov. En el sur, en Rostov, junto al mar de Azov, el mariscal Von Kleist comienza a retroceder. Es que ya ha comenzado su trabajo el General Invierno.

A los días de deshielo siguieron otros de intensa lluvia que provocaba barrizales espesos y profundos en los que los tanques quedaban presos. A continuación se serenaba el cielo y caía como una plaga la congelación. Para cuando comenzó diciembre, los alemanes tenían que encender hogueras bajo los tanques para poder arrancar los motores. En ese momento ya habían perdido la guerra. Era la repetición casi exacta de la derrota de la Grande Armée.

La confianza en el poder aplastante de la técnica, una vez más, había contribuido al desastre estratégico. Lillian Hellman, que trabajaba por entonces de corresponsal en el lado soviético, cuenta que un general la llevó en jeep hasta una de las llanuras donde había tenido lugar la batalla decisiva. El campo estaba cubierto de cadáveres congelados. “¿Qué ve usted?”, le preguntó el general. “Veo alemanes muertos”. “No, no. Fíjese bien”, insistió el ruso. Y como ella no adivinara, el general, con gesto impaciente, estiró de una de las perneras de un cadáver, un trozo de tela rígida como cartón. “¿No lo entiende? ¡Es el uniforme de verano!”. La confianza de Hitler en una victoria relámpago había acabado con su ejército.

De esta campaña no hay mejor narración que la de David Grossman, el insoslayable novelista de Vida y Destino, en los cuadernos de notas recogidos por Antony Beevor (Un escritor en guerra, Editorial Crítica). Él estaba allí, en primera línea. Durante la retirada y ante el silencio del Kremlin, incapaz de aceptar lo que estaba pasando, los periódicos decían cosas singulares. Grossman pone dos ejemplos:

“Cuando comenzaron las llamadas telefónicas desde la frontera a los cuarteles generales informando de que había comenzado la guerra, algunos de ellos recibieron la siguiente respuesta: “No caigan en provocaciones””.

Y cuando ya no podían ocultar más tiempo lo que estaba sucediendo, este espléndido titular: “El enemigo, muy dañado, prosiguió su cobarde avance”.

Parece prensa española actual.

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17 de octubre de 2006
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Literatura y vida

John Richter vio cosas terribles, pero no perdió su fe en la luminosidad del espíritu humano. Trabaja desde hace 33 años con prisioneros del sistema penitenciario de Orlando, Florida. En 1992 lo asignaron al programa Youthful Offender de la cárcel de Orange County, donde van a parar los adolescentes de 14 a 17, muchos de los cuales cometieron crímenes terribles y son, en consecuencia, juzgados como adultos. Según contó a The New York Times, cuando llegó a ese lugar los incidentes violentos dentro de la cárcel juvenil eran numerosos. A mediados de los 90 se le ocurrió impulsar a los internos a leer. El primer libro que les proporcionó fue Devil In A Blue Dress, de Walter Mosley, la más famosa de las novelas del detective Easy Rawlings. “Era fácil de leer y había personajes negros”, dice Richter. La mayoría de los detenidos también son negros. El éxito de la experiencia impulsó a Richter a enviar a distintos autores tanto copias de los informes que redactaban los muchachos como fotografías de las clases. El primero en aceptar concurrir a la cárcel fue Ernest J. Gaines, el autor de A Lesson Before Dying, que habla de un joven negro sentenciado a muerte. A partir de entonces han sido numerosos los escritores que aceptaron la invitación de Richter, dentro de un programa que ya tiene nombre propio: Literature n’ Living. Es decir, Literatura y Vida. Todo un programa de acción, cuyo nombre liga dos elementos que nunca deberían estar separados.

El último escritor en acudir a la cárcel fue Dennis Lehane, el notable autor de Mystic River. Lehane está presentando una colección de historias llamada Coronado, cuyos protagonistas también son jóvenes, violentos e indefensos como una hoja al viento, ante un mundo demasiado complejo para sus recursos de acción. Richter recuerda que cuando llegó a la cárcel, muchos de los muchachos ni siquiera sabían leer: estaban avergonzados, “la escuela era su némesis, el símbolo de todos sus fracasos”. Quizás el mérito mayor de Richter haya sido su sagacidad al elegir los textos que presentar a los internos. Como se ve hay muchas historias relacionadas con sus propias vidas, como las escritas por Gaines y Lehane, pero Richter también les inoculó el gusto por una serie fantástica llamada Redwall, en la cual se habla de ratones que combaten a ratas y a otros predadores. “Al principio me preguntaban por qué tenían que leer sobre ratones”, declaró Richter al Times. “Yo les decía, cierren la boca y lean. Ahora les encanta”.

En todo caso, esa sagacidad es la misma que deberían tener todos los maestros de literatura, como condición sine qua non. A todos los que colaboramos con este blog –aunque más no sea leyéndolo- nos consta que la literatura es un universo maravilloso, que ha hecho de nuestras vidas algo infinitamente mejor de lo que habrían sido sin su luz. Esta magia es democrática en su origen, porque puede afectar a todos por igual. Lo que precisa de forma inexorable es al menos un mago, una figura merlinesca que nos proporcione la llave de acceso a ese universo. En muchos casos es una madre o un padre, un amigo o un hermano mayor, y hasta un profesor. La llave tiene la forma simplísima de la historia adecuada. Todo se reduce a que el chico encuentre el relato que lo seduzca. Y a esta altura de la historia de la literatura, está claro que existen relatos para cada medida y para cada paladar. La cuestión es tomarse el trabajo de buscarlos primero, y de hacérselos llegar a sus destinatarios en tiempo y forma. Richter, que evidentemente no es ningún ingenuo, incentiva a sus lectores prometiéndoles recompensas a las que no suelen acceder durante su estancia en la cárcel: visitas familiares, cuando la mayor parte de las veces solo pueden comunicarse a través de cámaras de video, y lo que ellos consideran una comida de verdad –pollo frito, pizza, sandwiches de esos a los que llaman submarino. La llave adecuada y el incentivo adecuado: he ahí el quid de la cuestión. Desde que el programa está en marcha las peleas en el pabellón se redujeron notablemente.

Me conmueve Richter tanto como me fastidian los escritores que parecen fascinados con el actual proceso de elitización de la literatura. Me cruzo con muchos que se manifiestan felices por el hecho de que cada vez se lea menos. Son pobre gente que vive su fantasía de pertenecer a un grupo selecto, conscientes de que solo pueden brillar dentro de una tribu mínima; por algo se cuidan de hacer saber a sus acólitos que son incapaces de escribir libros como los que se escribían en los tiempos en que Dickens conmovía a Londres, desde sus mansiones hasta sus barrios bajos. No es casual que se trate de escritores que me aburren hasta ponerme al borde del derrame cerebral. Ni tampoco que se trate de escritores cuya literatura resulte alejada por completo de todo lo que yo entiendo por vida. Por eso me parece tan adecuado el título del programa de Richter, porque subraya a los internos algo que en otra época era obvio, pero que ahora es preciso recalcar: que la literatura no es tan solo un pretensioso juego intelectual ni un saber masturbatorio, sino además un universo paralelo que nos espeja, permitiéndonos reflexionar sobre nuestra existencia; que la literatura es imaginación, y que la imaginación es el perfecto opuesto de la violencia.

Privar a un niño de la magia de la literatura es un crimen que está apenas por debajo del privarlo de alimentos y del cuidado elemental. Por eso brindo por los Richter de este mundo, y por todos aquellos que consideramos que literatura y vida es una ecuación perfecta, dado que no podríamos prescindir de ninguno de sus términos.

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17 de octubre de 2006
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LA POLÍTICA DE LA FEALDAD

Puede considerarse una bendición que Bono haya sostenido el “no”. La mayor parte de las decisiones más notorias de este gobierno han adquirido  la condición de chapuzas. No “chapuza” en sentido rigurosamente conceptual sino chapuzas en su visible componente  formal.

Sin que exista explicación fácil la estética no parece haber penetrado todavía aquí en la ya crecida política del espectáculo.

Ni en la horrenda escenografía de los mítines, ni en los acartonados ademanes de los candidatos. Tampoco en la posible toma de decisiones importantes ni en el mismo estilo del talante declamatorio.

Varios de los más altos representantes del Gobierno o de la oposición prolongan los portes convencionales de otro tiempo o, sencillamente, no dan valor a las formas.

Desde las negociaciones con ETA a la accidentada reforma del Estatut, desde los no pactos sobre emigración a los términos de la ley de Memoria Histórica, este gobierno ha ido sembrando su mandato de tropezones, resbalones, rectificaciones y adefesios.

La designación de Bono a contrapelo de su voluntad y mostrando las vísceras de intereses intrapartidistidas ha entregado el último episodio de la continuada política de la fealdad. Con el rastro de la experiencia vivida  queda la desagradable impresión de haber observado la consideración de un militante político como si se tratara de un soldado de Dios o un sicario del Jefe. La afirmación en su negativa se ha estimado tan insólita dentro del partido que las consecuencias desbordan cualquier manual de previsión.

Lo común, normal, lo lógico en lo partidario sería obedecer soviéticamente al mando puesto que, como se ha repetido estos días pasados, el militante se encuentra “a disposición del partido”. Dispuesto para lo que el partido guste ordenar continuando así la tradición de las órdenes monacales o las secuencias de la jerarquía militar.

“Lo que Rafa y yo” decidamos, decía Zapatero aludiendo a Simancas. El militante deja de ser algo personalmente y sólo en determinados casos en que el militante se desencarna como tal, escarnece al jefe, se reencarna en padre de familia, se da de baja y, en consecuencia, muere como milicio, cabe en el capítulo de excepción.

Excepción que conlleva, consecuentemente, la expulsión, la purga o la marginación. Bono ha terminado pues para el socialismo de Zapatero. Deberá esperar, si sigue anhelando participar en la política, a una reencarnación distinta puesto que en el organismo establecido actualmente se ha comportado como una piedra, un cálculo, un elemento extraño que conviene expulsar o disolver.

Los partidos, dicen sus militantes, son “máquinas de picar”. Hamburgueserías que traducen las piezas enteras en picadillos, las identidades diferenciales en una masa maleable y presta  para hacer  alcaldes de Madrid, presidentes canarios o ministros de industria, sin importar la voz de esa carne ni tampoco su sabor (su saber). Se hacen voluntariamente carnaza para ser del partido y de ahí, finalmente, el feo aspecto que presentan cuando hechos pedazos emergen a la luz pública y dicen sí queriendo decir no. O dicen sí para, tazados, no pudrirse en el cantón.

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17 de octubre de 2006
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SILVIA INTXAURRONDO Y EL PEINADO

A Silvia Intxaurrondo, la cara más original y atractiva de la televisión española, no la peinan bien. Habrá asuntos más importantes que tratar pero no mucho más urgentes.

Está bien que “La Cuatro” trate de ganar audiencia con la seriedad informativa pero en este mismo ámbito, el porte de Silvia Intxaurrodondo es un tema capital. De un lado aparece Iñaki Gabilondo que, no pudiendo ser plenamente elegante, supera la deficiencia con su sobrecarga de prestigio histórico. Pero no es esto todo.

La Intxaurrondo fue hasta ahora mismo una completa desconocida pero ¿quién puede dudar nada más verla que su imagen perdurará, se introducirá en nuestra memoria colectiva, acabará decidiendo en infinidad de casas la sintonía del canal?

Si Gabilondo representa el peso pesado, la Intxaurrondo es la acuidad. Para redondear a Gabilondo se han hecho esfuerzos con su vestuario pero hace falta todavía un armario de mayor imaginación y entidad, algo que denote inmediatamente que el paño de la chaqueta es de primera calidad y que el corte está firmado por un sastre con mundo.

Si la contemplación de Gabilondo remite principalmente a la mente de la noticia, su indumentaria debería rematar la sensación. No se gana credibilidad únicamente por los contenidos sino también por el ambiente. No  basta la ascendencia histórica de Gabilondo para trasmitir la verdad en su grado máximo, es necesario que las ropas, a su vez, muestren el efecto de la lana o del algodón puros.
 
Pero aún asentado este pilar Gabilondo, todavía en fase de construcción, el caso de Intxaurrondo constituye el problema arquitectónico de mayor entidad. Al contrario del presentador, ella va siempre bien vestida y bien maquillada.  Entonada la ropa y el maquillaje de modo que  el aire de su cutis se aviene con el aire del diseño.

Pero ella es elegantísima y denodadamente inteligente. Una pieza de este exquisito valor no puede perjudicarse porque los peluqueros no den pie con bola.  En este sentido fue novedoso el recurso, ya desechado, al efecto mojado que le proporcionó durante unos días una suerte de impensable  tocado. A nadie habíamos visto nunca así puesto que el efecto mojado llevado a su extremo con  Elena Resano pecó de artificioso y repetido.  Esas mechas aparatosamente disparadas parecían descreer del tirón mismo de la Resano cuando ella, con sus ojos y su apostura,  la limpieza de su voz y su bonito aplomo, tenía más que  bastante para captarnos. Nunca la vistieron bien, nunca acertaron con la escala de su cuerpo ni emplearon  demasiado presupuesto ni inventiva.

Pero Silvia Intxaurrondo da enormes facilidades para lograr casi cualquier perfección y las carencias son aún más lamentables. Cierto que posee más piezas dentales que la media pero aún así es, sin vacilación, la número uno  de las presentadoras de informativos, hoy por hoy. ¿Por qué la peinan entonces tan mal? Es tentador apostar por que los peluqueros que la arreglan son de una mediocre escuela o que, inseguros ante el encargo, dan manotazos todavía. Por ejemplo, en estos últimos días la peinan como a Ana Duato en Cuéntame, con una laca tan amazacotada que obliga a retocar en los intervalos que no se la ve. Secuencia tras secuencia,  Intxaurrondo puede aparecer durante un mismo telediario con tres o cuatro rectificaciones del pegajoso pelo. Puede suponerse que los responsables profesionales  sufren más que los espectadores pero, en cuanto el receptor cae en la cuenta del desaguisado, no está claro quién llega a irritarse más. Nadie, nunca, en ningún lugar, desde Rosa María Mateo apareció una profesional de telediario tan importante como la Intxaurrondo de  La Cuatro. ¿La desperdiciarán? ¿Seguirán dañándola con gestos de incompetencia cuando ella, en un despliegue de delicadeza, presta el supremo brillo al tiempo de información y a la cadena, en general? Aunque tanto esplendor, que la dirección aturdida le concede por el momento un protagonismo  racionado.  ¿Temen acaso que acabemos más pendientes de ella que de él? Claro que no deben atorarse con tales mezquindades pero, para terminar, ¿cómo no corresponder generosamente, en tiempo, en coiffure y en sueldo todo lo mucho que la Intxaurrondo regala?

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16 de octubre de 2006
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CHILE

Lectura en línea de La tercera, el diario chileno, en su edición del domingo. Hay un dispositivo un poco complejo que ofrece el diario de papel con una extraña herramienta: una lupa que uno desplaza en la página. Es incómodo pero, bueno, algo es algo, y leo el recorrido de la presidenta chilena Michelle Bachelet por Villa Grimaldi. Era un centro de detención y de torturas del régimen militar. 229 personas a quienes se vio con vida en el lugar figuran hoy en la lista de los desaparecidos. El gobierno intenta transformar el lugar y su nombre en «Parque de la paz Villa Grimaldi». Toda una hazaña pues Bachelet confirmó en su visita que quiere modificar la ley de amnistía. Es decir: abrir la caja de Pandora del pasado, que no siempre está lleno de paz.

El debate sobre si se debe o no se debe «olvidar» es propio de cada fin de dictadura. ¿Mirar hacia el pasado, para conseguir la paz interna, o mirar hacia el futuro, para ubicarse en lo fundamental? Bachelet tiene tres veces el derecho de opinar sobre el tema: fue torturada, como su madre, en Villa Grimaldi; es presidenta de un país que hoy suscribe la filosofía del derecho internacional desde el proceso de Nuremberg; y, además, cita un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que afirma la no-validez de la ley chilena de amnistía: en otras palabras, todo queda por hacer para su gobierno, empezando por la ley.

No es esa mi opinión. Creo que lo que queda por hacer a largo plazo no corresponde a la presidenta chilena. Lo que cambiaría Chile de verdad sería tener una derecha democrática y moderna que se sienta cómoda con su pasado. Joaquin Lavin, candidato fracasado a la presidencia chilena por la derecha, y que tiene como futuro jubilarse siendo todavía una gran promesa política, publicó la semana pasada un texto llamando a la renovación de la derecha. Se trata, escribía, de tener una derecha «de vocación mayoritaria». Falta mucho en su texto; falta ambición y falta despojarse de una culpabilidad/contrición muy católica. Pero otra vez, algo es algo. Es un primer paso en la buena dirección y lo nota, en una tribuna incluida en la misma edición de La Tercera, José Miguel Insulza.

El secretario general de la OEA que fue, como ministro del Interior, una bestia de adversario para Lavin, tiene toda la razón al decir que la derecha chilena se reorganizó después del régimen militar «en torno al pinochetismo». La justicia (y en esto tiene también razón Bachelet) ayudó mucho a cambiar las conciencias, al demostrar que el dictador, más allá de sus violaciones de los derechos humanos, era un miserable traficante de influencias en busca de dinero para sus cuentas secretas en bancos extranjeros. Está bien, con la figura ya destrozada de Pinochet, la derecha chilena tiene que renovarse, hasta llegar a producir figuras como Angela Merkel o Nicolás Sarkozy en Europa. !Qué lenta es la historia!

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16 de octubre de 2006
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Narrar para vivir

Ayer domingo me quedé enganchado con dos fotos, que reproducían tanto Página 12 como Clarín. Se trataba de fotografías tomadas por Helen Zout, que desde 1999 viene realizando un trabajo llamado Huellas de desaparecidos durante la última dictadura militar que le valió en la ocasión una beca Guggenheim, y que está en exhibición en Buenos Aires hasta el 28 de octubre. La intención de Zout fue “mostrar las terribles secuelas que dejó en cada uno de los retratados el exterminio que se llevó a cabo” en los años del gobierno de facto. Entre esas fotos, por ejemplo, hay algunas protagonizadas por las muñecas que Chicha Mariani fue comprando por el mundo entero para su nieta Clara Anahí, que le fue secuestrada a los tres meses de edad y a quien hasta el momento no ha vuelto a encontrar. Zout dice que empezó a utilizar la cámara durante la época del terrorismo de Estado, “cuando fui privada de la palabra, porque estaba escondida… Tenía necesidad de sobrevivir y a la vez de no enloquecer… (Y por ello sentía) la necesidad de expresarme a través de otro medio que no fuese la palabra”.

Las dos fotos de las que hablo tienen por protagonista a Jorge Julio López, el albañil que lleva casi un mes desaparecido, después de haber declarado contra el genocida Miguel Etchecolatz. La primera foto es un retrato de López. Zout lo muestra con los ojos cerrados, pero no se trata de la cerrazón del que duerme, o del que está en paz con su alma, sino de los ojos apretados de aquel que lucha para aguantar el dolor, o bien del que busca dentro de su memoria un recuerdo quemante pero imprescindible.

La segunda foto reproduce un dibujo hecho por López. Con una letra grandota y torpe, que uno asocia a la infancia pero que en López debe tener que ver con la elementalidad de su educación formal, el albañil titula la escena: mujer gorda de V. Eliza, refiriéndose a la localidad de Villa Elisa. La mujer en cuestión está dibujada como una persona ancha, en efecto: sentada sobre el suelo, desnuda, las manos en lo alto y encadenadas a un poste de mediana altura. De sus pechos y del garabato de su vello púbico surjen líneas que no pueden ser otra cosa que cables. Los cables están conectados a una caja que sugiere una suerte de batería, usada para producir la electricidad necesaria para la tortura. La tortura está siendo practicada por dos hombres de uniforme, a los que López describe como grupo de t, por grupo de tareas. Pero existe un cuarto personaje en el dibujo, que domina el ángulo superior derecho de la escena. Su figura es notablemente más grande que las otras, y su uniforme tiene botones y correajes más vistosos. Está sentado en una suerte de trono, que tiene más de trono celestial que de dominio terreno: no tortura, pero supervisa los hechos. A sus pies dice jefe.

La cara de la mujer es una cara normal. En cambio los rostros de los otros tres son negros y ominosos, con ojos desorbitados. Quizás López haya querido decir que llevaban capuchas; o tal vez subrayaba que seguía viéndolos como demonios. Tres hombres uniformados que torturan a una mujer desnuda no pueden ser, eso está claro, ninguna otra cosa.

Lo de López me recordó los dibujos que hacían los niños palestinos bajo tratamiento psicológico, y que vi en Belén, al visitar las oficinas del doctor Elia Awwad, a cargo del departamento de Salud Mental de la Cruz Roja Palestina. Los niños dibujaban tanques, cielos plagados de bombarderos, llamaradas de fuego, la destrucción de sus hogares, soldados que les ponían esposas y los desnudaban. En la simpleza de sus líneas, una simpleza que el trazo de López comparte, no hacían otra cosa que subrayar el dramatismo de la escena: uno ve esos garabatos y comprende de inmediato que están describiendo una escena tan terrible como la de los fusilamientos de Goya.

Tanto como el dibujo y la foto, me impresionó la comprobación de que López necesitaba expresarse (de hecho escribió una suerte de diario durante años) para poder lograr lo mismo que Zout ansiaba: sobrevivir, y a la vez no enloquecer. Situaciones terminales como las que vivió esta gente evidencian la importancia que tiene para nuestra especie la posibilidad de expresarnos -¿o debería decir, para ser más preciso, la posibilidad de narrar?

“Ese es el motivo por el que escribo este libro”, dice el narrador de Norwegian Wood, la novela de Haruki Murakami. “Para pensar. Para entender. Es la forma en que estoy hecho. Tengo que escribir las cosas para poder entenderlas del todo”. Yo creo que esa es la forma en la que todos estamos hechos, el cableado que llevamos dentro de la cabeza: contamos lo que nos ocurrió, recordamos, pensamos en voz alta, escribimos diarios (¡o blogs!), narramos de una y mil maneras, apelando a mil y un géneros, a mil y una disciplinas (podemos hacerlo sólo con imágenes, como Zout) para sobrevivir, para no enloquecer; y en el proceso damos testimonio de lo ocurrido, para que nadie olvide lo que pasó, para que todos puedan entender lo que ocurre cuando la violencia sustituye a la imaginación, para que con el tiempo nuestro cableado se modifique y la especie venga ya de fábrica vacunada contra la intemperancia.

Como todos los días desde hace un mes, rezo por la aparición con vida de López. La foto de su rostro nos interpela a todos desde cada ómnibus, desde la vidriera de cada negocio, desde los afiches de cada calle, como un mudo pedido de justicia.

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16 de octubre de 2006
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Beethoven para niños

Un Beethoven excéntrico, insoportable y grandilocuente que se divierte atormentando a la poca gente que lo aprecia, un explosivo genio de la música, un director de orquesta sordo, un personaje que ya encarnó Gary Oldman. ¿Qué más puede desear Ed Harris? ¿Qué papel le sienta mejor al actor que fue Jackson Pollock y el poeta con SIDA de Las horas? Si hasta parece que Beethoven hubiese existido sólo para que Harris pudiese conseguir el papel.

Pero por si Harris no destacaba lo suficiente, la directora de la nueva película sobre el músico, Copying Beethoven, se aseguró de ponerle al lado a una Diane Kruger etérea, casi diría uno que sosita, para que no le haga sombra durante sus exabruptos y sus pedos. Es inevitable pensar en Amadeus cuando uno ve esta película, y comparar el punto de vista del narrador: en la película de Milos Forman, la historia está contada por un Salieri viejo, envidioso y enfermo que habla del niño impertinente, escandaloso y peliparado que es Mozart. Los celos, la humillación, la certeza del fracaso, destilan su veneno por la historia y la revisten de una atractiva malicia. En cambio, la lamentablemente casta discípula de esta película se limita a admirar a Beethoven durante dos horas con toda la gracia y la sensualidad de una monja de clausura, sin siquiera regalarnos un asomo de tensión sexual.

Eso le da un aire innecesariamente sacerdotal a un Beethoven, por lo demás, despojado de más atributos que el de genio loco. Y mira que había material para explotar: el hombre era un borracho, no tenía un céntimo, nadie creía en él, estaba decepcionado de la revolución francesa, estaba pasado de moda, llevaba una vida sexual desordenada –con todas sus discípulas menos ésta, por lo visto-; la verdad, daba para un poco más de lo que le sacan.

Pero no nos amarguemos. Copying Beethoven cuenta con una admirable puesta en escena de época: el vestuario y las locaciones son impecables. La banda sonora, por supuesto, inmejorable y algunas escenas, memorables. Hay una arriesgada secuencia de doce minutos que narra el estreno de la novena sinfonía de un modo totalmente inverosímil –y según parece falso- pero visualmente impactante. Y hay una chica rubia, que nunca usa un escote pero tiene unos ojos bonitos.

Lo que no hay es una película. En Copying Beethoven asistimos sólo a un largo homenaje sin verdaderos conflictos, ya que la adoración de la discípula es tan férrea que no deja lugar a dudas o puntos de giro. Así que, en vez de contemplar un interesante fresco de comienzos del XIX encarnado en una personalidad atormentada, nos topamos con un falso documental perfecto para que algún profesor de música lleve a sus alumnos: un cuento didáctico con un regodeo de Ed Harris que, al salir del cine, nos dejará la certeza de que ya sabemos al menos distinguir la novena sinfonía y un par de sonsonetes más, para cuando sus versiones muzak suenen en los supermercados.

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16 de octubre de 2006
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La próxima vez…

¿Es posible leer un reportaje del año 1880 como si relatara un suceso contemporáneo? Pues eso es lo que me ha sucedido con las sesenta apasionantes páginas de Los ingleses en Egipto, conjunto de crónicas que Eça de Queirós envió al diario brasileño Gazeta de Notícias en 1882, mientras ejercía de cónsul en Bristol (Cartas de Inglaterra, Editorial Acantilado).

Con una prosa incisiva (no en vano sus novelas son las mejores de la península en el ochocientos, por encima de las de Galdós diría yo), da cuenta de la operación militar británica que supuso el cambio violento del colonialismo europeo hacia el imperialismo agresivo: la destrucción de Alejandría y la conversión de Egipto en un protectorado.

Todo el proceso, fascinante, es un prototipo de las dos guerras de Irak, como si los estrategas de ambos Bush, padre e hijo, hubieran dejado el diseño de la campaña en manos de los servicios de inteligencia británicos, los cuales, unos haraganes redomados como siempre los ha descrito Graham Greene, se limitaron a copiar el programa que había aplicado Gladstone a una situación similar cien años antes.

Hay coincidencias incluso en la acusación de ocultar “armas de destrucción masiva”. Entonces eran “fortines secretos” que amenazaban el libre paso de la armada de Su Majestad. Una patraña tan estúpida como la nuestra, ya que era facilísimo comprobar su falsedad. El funcionariado se renueva, pero sigue siendo incompetente.

Cuando el almirante Beauchamp Seymour comienza a bombardear Alejandría sólo consigue que los ejércitos de Arabi Pachá se retiren al desierto, desde donde no cesarán de hostigar a los cuerpos expedicionarios británicos, y que una población enfurecida arrase la ciudad de Alejandría, la perla comercial inglesa del Mediterráneo.

El comentario de Eça es contundente: “Las bombas del almirante quizás no destruyeran más que algunas casuchas árabes, pero a la falta de previsión del Gobierno (inglés) se debe la ruina de Alejandría”. Véase que el problema moral ni se plantea. El problema de la estupidez es previo.

Allí sonó por vez primera la amenaza de una yihad, un alzamiento en masa del mundo musulmán contra Inglaterra. De antiguo le viene, la animadversión musulmana contra los anglosajones.

Naturalmente, el ataque encubría la dependencia estratégica de los navíos británicos: era imprescindible que dominaran el canal de Suez si querían mantener abierta la ruta de la India. Exactamente como nosotros necesitamos el petróleo si no queremos cerrar todas las rutas. El único modo de evitar guerras en Oriente Medio sería eliminar ese capricho que es el automóvil privado, entre otras cosas. La protesta moral es secundaria.

De modo que un prosista de altura, como Eça, es capaz de mantener con vida un episodio bélico remoto y recordarnos que todo se repite. La famosa frasecita de Marx según la cual la primera vez es un drama y la segunda una comedia, peca de optimista como todo lo suyo. La primera, la segunda, la tercera y seguramente también la undécima, es un drama. Para que se convierta en comedia hay que esperar varios siglos.

Entre los sucesos de 1882 y los de 2002 hay otro elemento común y duradero: la inmensa chapuza de aquellos que sólo confían en el aplastante poder de la técnica. Sin hombres que tomen el territorio y reconstruyan la administración, las invasiones se convierten en una pura carnicería. Sorprendentemente, los seres humanos aún tienen cierta importancia.

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16 de octubre de 2006
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ESPERANDO EL NOBEL

Estaban mis candidatos preferidos al Premio Nobel de Literatura en Nueva York. Cada año, como cuando de adolescente jugaba a intentar adivinar quién ganaría el Festival de Eurovisión, juego a la adivinanza de quién será el Nobel. Admito apuestas, aunque generalmente juego conmigo mismo y pierdo. Soy un experto en perder premios Nobel. En los últimos 15 años solo he ganado tres o cuatro. Aunque solamente con la victoria de Coetzee merecieron la pena las derrotas de Darío Fo, Elfriede Jelinek, entre otras. También he perdido este año, aunque por muy poco. El escritor turco Orhan Pamuk -¡un Nobel de mi generación, de mi año!- era mi segunda opción. El primero, mi particular gran perdedor desde hace ya una década, es mi admirado, querido y cercano Mario Vargas Llosa. Al menos diez años llevo diciendo de este año no pasa. Y pasa. Se olvidan de Vargas Llosa. Menos mal que él no se olvida de nosotros, no se olvida de la literatura y cada año que pasa sin el Premio Nobel nos hace disfrutarlo con algunas de sus obras. Con algunas de las mejores de su ya larga historia que han sido escritas en estos diez años de mis derrotas, La fiesta del chivo, por ejemplo; o con otras que siempre es un placer poder leer. Es como Woody Allen, cada año una película. Unas serán mejores que otras, pero casi todas están por encima de la media de sus contemporáneos. Apuesto una cena que el próximo año será el año de Vargas Llosa. Por las mismas razones que han concedido el Nobel a Pamuk -que casi podría ser su hijo biológico- se lo podrían haber concedido a Vargas Llosa. Ya sabemos que el Nobel también tiene un componente de oportunidad, política, corrección o incorrección que hace que los vientos nos traigan sorpresas.

Demasiados años sin premiar al idioma español. Ya nos toca. Que tomen nota. Y dicho esto, mostrar mi alegría por el premiado. Desde que leí El libro negro, es Orhan Pamuk uno de mis escritores preferidos. Es el novelista que uno hubiera querido para que se escribiera Madrid. Mi ciudad, como todas las grandes ciudades también está construida sobre las ruinas de otras ciudades que estaban en su subsuelo, sobre otras culturas, sobre otros mitos y otros ritos. No hemos tenido la suerte de tener un escritor, un novelista, que sepa penetrar en las contradicciones, la belleza y la fealdad, de este caos que llamamos Madrid.  Cuando me acerco por las obras de Pamuk a ese personaje que es la ciudad de Estambul, siento que no sea madrileño. Me encantaría que un escritor, con su fuerza, su vigor, su pasión por la ciudad que quiere -y a veces odia- se pusiera a escribir de la misma manera sobre ese contenedor de nuestras pasiones, de nuestro pasado y nuestro presente que llamamos Madrid. Estoy contento, casi gano el Premio Nobel. Del año que viene no pasa.

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13 de octubre de 2006
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El Boomeran(g)
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