DESTINO
PRIMER CAPÍTULO
Años 70
La Transición como cultura
Los primeros Gobiernos democráticos recuperan las vanguardias del siglo xx, potencian a los creadores que habían mantenido la dignidad bajo el franquismo y apuestan por lo nuevo. El Premio Cervantes genera liderazgo en el ámbito hispánico. En Barcelona, contracultura y catalanismo.
La Constitución votada en diciembre de 1978 reconoció la importancia de la cultura. En su artículo 20 el texto defiende las libertades de creación y comunicación; en otros artículos apoya el pluralismo, la igualdad de oportunidades en el acceso y la necesidad de que los poderes públicos la impulsen, en la línea de la Declaración Universal de los Derechos Humanos adoptada por la ONU en 1948. La Constitución estipula también que, junto con el castellano, las demás lenguas españolas podrán ser oficiales en las comunidades autónomas de acuerdo con sus respectivos estatutos.
La cuestión cultural constituye, efectivamente, una de las claves de la restauración de la democracia en España. La política opositora al franquismo había hecho de ella un signo de identidad — a menudo vinculada al Partido Comunista—, y por otra parte desde principios de los años setenta un buen número de intelectuales del exilio generado por el final de la Guerra Civil habían ido retornando.
Tanto el Rey Juan Carlos I como el primer presidente democrático Adolfo Suárez asumen esa sensibilidad. Aunque en 1977 el monarca no entrega al gran poeta de la generación del 27 Jorge Guillén el primer Premio Cervantes que se concede, por hallarse de viaje oficial en Alemania, sí lo hará regularmente, a partir del año siguiente y en Alcalá de Henares, a los sucesivos ganadores. El «máximo reconocimiento a la labor creadora de escritores españoles e hispanoamericanos cuya obra haya contribuido a enriquecer de forma notable el patrimonio literario en lengua española», con presencia del jefe del Estado, rápidamente se convierte en un elemento de liderazgo cultural y alto prestigio en el ámbito de habla hispana.
Ese 1977, entre los senadores de designación real figuran intelectuales liberales significados como Martí de Riquer, Camilo José Cela y Julián Marías. Este último, junto con José Luis L. Aranguren, mantuvo en esa década una colaboración habitual en distintos medios, reclamando que la Transición democrática tuviera un significado ético y moral. Y el mismo año se crea el Ministerio de Cultura, que da la vuelta al rancio y negativamente connotado Ministerio de Información y Turismo. El político gallego del partido Unión de Centro Democrático, Pío Cabanillas, es su primer titular.
Un caso emblemático de acercamiento político a una figura simbólica tiene lugar con Joan Miró, cuya fundación barcelonesa, diseñada por Josep Lluís Sert, se ha inaugurado en 1975, un signo auroral. Cabanillas le visita varias veces; el Rey lo hace en Mallorca, y le impone la Gran Cruz de Isabel la Católica. El pintor ilustra una edición noble de la Constitución; en 1978 se le dedica una importante antológica en el Museo de Arte Contemporáneo.
«Veo la gran esperanza de España con su fuerza creadora. Yo no estoy a favor del separatismo. El mundo cerrado es algo obsoleto, es el mundo burgués. Quiero también subrayar mi admiración y respeto a la figura del rey don Juan Carlos», declarará el artista, cuyo izquierdismo y catalanismo no dejan lugar a dudas. Su figura se convierte «en uno de los símbolos de regeneracionismo cultural de la España postfranquista », según Giulia Quaggio.
Esta estudiosa, en su imprescindible ensayo La cultura en Transición, destaca que los Gobiernos españoles, durante estos años, «optaron por una política que exaltó las vanguardias del siglo xx, la contemporaneidad artística y todos aquellos autores que, durante el franquismo, a partir de la década de 1950 habían conseguido sintonizar con el resto de Europa, sin incurrir en posiciones extremas a nivel ideológico aunque oponiéndose con determinación a las limitaciones morales de la dictadura».
Y el contexto internacional lo abonó: en 1977 otro poeta de la generación del 27, Vicente Aleixandre, recibe el Premio Nobel de Literatura.
En similar línea el historiador Juan Pablo Fusi recuerda que ya «desde los años 1950-1960, la cultura española se había conquistado ciertos ámbitos y espacios de libertad: fue, si se quiere, una fuerza modernizadora, europeizadora». Gracias a nombres como los ensayistas e investigadores Ramón Carande, Julio Caro Baroja, Xavier Zubiri, Pedro Laín Entralgo, José Antonio Maravall, Jaume Vicens Vives o María Moliner; los novelistas Camilo José Cela, Miguel Delibes, Ana María Matute, Gonzalo Torrente Ballester, Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite, Luis Martín-Santos o Juan Benet; los artistas Antoni Tàpies, Jorge Oteiza, Eduardo Chillida, Antonio López, Amalia Avia, Maria Girona, Antonio Saura, Luis Gordillo o Eduardo Arroyo; los arquitectos Miguel Fisac, Alejandro de la Sota, José Antonio Coderch o los cineastas Elías Querejeta, Carlos Saura, José Luis Borau, Fernando Fernán Gómez o Josefina Molina, «España no había sido un desierto cultural». Muchos de ellos se encuentran en plena madurez creativa en el momento de morir Franco: son personajes que marcarán el periodo transicional.
Si sumamos la irrupción en la primera mitad de los setenta de los poetas «novísimos», que aportaban un aire fresco y europeo — Pere Gimferrer, Antonio Martínez Sarrión, Ana María Moix...—, y de pensadores jóvenes como los llamados «neonietzscheanos» — Eugenio Trías y Fernando Savater—, constatamos, de acuerdo con Fusi, que «la cultura española había recobrado, con las limitaciones y contradicciones que fueran, el pulso de la modernidad». En palabras de un historiador clave, José Carlos Mainer, se puede hablar «de una cultura de la Transición, pero también de una Transición vivida como cultura».
La joven oposición apuesta por ello: el PSOE le encargó su política cultural al crítico literario barcelonés Salvador Clotas, miembro del prestigiado grupo del editor y poeta Carlos Barral, quien también participó en algunas sesiones definitorias.
En 1977 desaparece la censura cinematográfica, y en 1978, con la entrada en vigor de la Constitución, cualquier régimen de censura vigente, lo que tiene consecuencias liberalizadoras inmediatas sobre todo en el campo de la expresión escrita y el cine. Novelas emblemáticas publicadas fuera de España (Señas de identidad, de Juan Goytisolo; Recuento, de Luis Goytisolo; Si te dicen que caí, de Juan Marsé) encuentran por fin a su público. Las editoriales establecidas miman a los autores de izquierdas: el comunista Manuel Vázquez Montalbán, el excomunista Jorge Semprún y el propio Marsé se alzan con el emblemático Premio Planeta, el mejor dotado económicamente y el más difundido del país (lo sigue siendo).
Otros sellos de Barcelona y Madrid como Anagrama, Tusquets, La Gaya Ciencia, Kairós o Akal despliegan unos catálogos de pensamiento alternativo que abarcan desde el marxismo clásico hasta las corrientes europeas y americanas post-68, el maoísmo, el anarquismo, la contracultura, el situacionismo o las derivaciones posfreudianas y postestructuralistas, y publicaciones como El Viejo Topo se hacen eco de la efervescencia ideológica que conllevan. Estas editoriales ejercerán una gran influencia sobre los medios intelectuales y los sectores más jóvenes y movilizados, al tiempo que sus responsables, editores como Jorge Herralde y Beatriz de Moura, devienen personalidades públicas de notable influencia. En la década siguiente, ya menos politizados, apostarán por el retorno de la narrativa.
Se ha insistido en que durante la Transición el mundo de la cultura hizo tabla rasa del pasado. Desde el punto de vista editorial, y más o menos hasta 1980, ocurrió exactamente lo contrario. La demanda del público lector por nuevas versiones de la historia vivida era inmensa, y los editores se volcaron en saciarla. La colección Espejo de España, de Planeta, lanza decenas de testimonios de protagonistas, desde el primo y asistente militar de Francisco Franco — el suyo, póstumo, es uno de los libros más vendidos del año 1976— hasta figuras del Régimen como Ramón Serrano Suñer, disidentes como Dionisio Ridruejo, opositores como Santiago Carrillo o republicanos exiliados históricos como Salvador de Madariaga, Claudio Sánchez-Albornoz, el comunista Manuel Tagüeña o el socialista Diego Abad de Santillán. Otros sellos como Grijalbo recuperan obras hasta entonces prohibidas de hispanistas como Hugh Thomas, Gabriel Jackson o Pierre Vilar. Abundaron los libros de investigación periodística sobre las caras ocultas del franquismo.
Se producen sin embargo retrocesos, como el proceso a Els Joglars por injurias al Ejército. La formación teatral catalana se ve en la picota y su líder Albert Boadella protagoniza una espectacular fuga del hospital Clínic. En los lustros siguientes seguirán incomodando: en 1982, con Operació Ubú, su objetivo será el nuevo presidente de la Generalitat, Jordi Pujol. También bochornoso es el secuestro — año y medio— de la película de Pilar Miró El crimen de Cuenca a instancias de la Guardia Civil, que se considera insultada.
Otro filme está en boca de todos: El desencanto, de Jaime Chávarri. Los tres hijos del laureado poeta Leopoldo Panero lanzan una carga de profundidad contra la institución familiar y contra una época de la literatura y la vida españolas. Una nueva generación entra en escena bajo el signo del escepticismo.
Pero la mirada crítica a ese franquismo que ya queda atrás admite también el humor, y el veterano Luis García Berlanga se lo administra con creces en La escopeta nacional. Las andanzas de un caricaturesco empresario catalán en la finca del marqués de Leguineche durante una cacería dan pie a una hilarante sátira fílmica sobre las corruptelas del periodo, donde participa lo más granado de la comedia patria: José Luis López Vázquez, José Sazatornil Saza, Mónica Randall, Amparo Soler Leal... Con la guinda de un aristócrata pata negra, el impagable director teatral Luis Escobar, interpretándose más o menos a sí mismo. Mientras que el director Manuel Gutiérrez Aragón revisa el finiquitado Régimen y sus esferas de resistencia y poder en clave mágico-simbólica con películas como El corazón del bosque, Demonios en el jardín y La mitad del cielo.
Nacen nuevos diarios. En Madrid, El País, de raigambre orteguiana, con una clara vocación de aglutinar el centro-izquierda y la izquierda política liberal, así como a la clase intelectual (su primer director y, junto con el prontamente incorporado empresario Jesús de Polanco, hombre clave del proyecto, Juan Luis Cebrián, llegará a definir El País como «intelectual colectivo»). El editorialista Javier Pradera, una redacción joven y combativa y firmas como Juan Cueto, Rosa Montero, Juan Cruz, Manuel Vicent, José-Miguel Ullán, Fernando Savater, Maruja Torres, Vicente Verdú o Eduardo Haro Tecglen darán el tono.
Desde el inicio firma un artículo diario Francisco Umbral y parecería que la Transición se estaba haciendo para que este vallisoletano la convierta en Nuevo Periodismo. En sus columnas y en obras como A la sombra de las muchachas rojas o Y Tierno Galván ascendió a los cielos, Umbral dejará retratados con trazo firme los años intensos y vibrantes del cambio de época en Madrid, deslizándose desde las fiestas populares del Partido Comunista hasta las selectas cenas de le gratin gratiné en el Palacio de Liria, pasando por los conciertos del cantante Ramoncín en Vallecas, el inesperado encuentro callejero con inquietantes grupos de jóvenes fascistas o las primeras «copas con el Rey» de los intelectuales en la Zarzuela.
El éxito empresarial de El País y su estrecha relación con la editorial de temas educativos Santillana, de Jesús de Polanco, dan pie a la consolidación del Grupo Prisa, al que se incorporarán otras editoriales literarias, como Alfaguara o Taurus, y distintos medios audiovisuales, construyendo así un emporio mediático de notable protagonismo en la democracia y la cultura española. Se desprenderá de algunos de estos activos en el segundo decenio del siglo xxi.
En Barcelona, y en lengua catalana, aparece el Avui. La libertad desata las fuerzas del catalanismo: la Diada de 1977 refleja el sentido de unidad que entonces impera en sus filas, lo que le permitirá desplegar en los años siguientes una política consensuada de recuperación de la lengua. En 1977 se celebra el Congrés de Cultura Catalana, con sus propuestas de máximos. El cine en catalán resurge con La ciutat cremada, de Antoni Ribas; Companys, procés a Catalunya, de Josep Maria Forn, o L´orgia, de Francesc Bellmunt.
Barcelona es también en estos años 70 la ciudad de la Contracultura: de revistas como Ajoblanco, El Rrollo Enmascarado o Star, de las Jornadas Libertarias del Parque Güell o del montaje teatral colectivo Don Juan en el Born. Con un mensaje comunitarista y antiautoritario, que postula la liberación sexual, el disfrute de la droga (en distintos grados) y una vida más natural y auténtica. La sed de libertad parece insaciable. Otra publicación, Vindicación feminista, promueve el debate sobre la situación de la mujer. Y el documental Ocaña, retrato intermitente, de Ventura Pons, queda como pionero testimonio de referencia de la afirmación gay, y de toda una época de vida agitada y animación callejera en torno a las Ramblas.
En el campo musical, figuras que se habían afianzado en la primera mitad de los setenta (Joan Manuel Serrat, Ana Belén, Víctor Manuel, Sisa) conviven con otras que despegan como Joaquín Sabina o Luz Casal, y con una voz que va a revolucionar el flamenco: Camarón de la Isla, quien en 1979 graba La leyenda del tiempo, sobre poemas de García Lorca. Camarón, con Paco de Lucía, la pareja Lole y Manuel y otros como Kiko Veneno, insuflan aire nuevo a la música del Sur, que pasa a ser parte destacada de la banda sonora de estos años.
En 1976 abre en el barrio barcelonés de Gràcia el Teatre Lliure, con vocación experimental y de proyecto compartido, y algunos guiños al Piccolo Teatro milanés de Giorgio Strehler, muy próximo a los fundadores. Un año más tarde Adolfo Marsillach, actor, director y escritor, gran innovador de la disciplina en el tardofranquismo, da en Madrid su primer empuje al Centro Dramático Nacional, en cuya dirección le seguirán José Luis Alonso, Núria Espert, José Luis Gómez o Lluís Pasqual.
A fines de los setenta el Museo Guggenheim de Nueva York envía a España a la crítica y comisaria Margit Rowell. Su encargo es organizar una exposición con figuras representativas del arte emergente en la todavía joven democracia. Rowell contacta enseguida con un galerista carismático, Fernando Vijande, copropietario de la sala Vandrés de Madrid, quien se ofrece de cicerone y la familiariza con las tendencias plásticas. El poder persuasor de Vijande es tal que, tras cerca de ochenta visitas a estudios en distintas ciudades españolas, de los nueve creadores que Rowell selecciona, seis trabajan con la galería Vandrés. Pero, entre que la lista se hace pública y la exposición se abre finalmente en el Guggenheim, el galerista se las arregla para fichar a los tres restantes, algo que no iba a gustar a la comisaria cuando se enteró. En el momento de la inauguración, todos los integrantes de la muy comentada muestra «New Visions of Spain» (1980) — Sergi Aguilar, Carmen Calvo, Teresa Gancedo, Antoni Muntadas / Germán Serrán Pagán, Miquel Navarro, Guillermo Pérez-Villalta, Jordi Teixidor, Darío Villalba y Albert Porta Zush— son suyos, lo que da cuenta de su influencia en aquel momento, hoy difícil de imaginar.
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