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Escrito por

Basilio Baltasar

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor y editor. Autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), Críticas ejemplares (BB ed; Bitzoc), Pastoral iraquí (Alfaguara), El intelectual rampante (KRK), El Apocalipsis según San Goliat (KRK) y Crítica de la razón maquinal (KRK). Ha sido director editorial de Bitzoc y de Seix Barral. Fue director del periódico El día del Mundo, de la Fundación Bartolomé March y de la Fundación Santillana. Dirigió el programa de exposiciones de arte y antropología Culturas del mundo (1989-1996). Colabora con La Vanguardia y con Jot Down. Preside el jurado del Prix Formentor y es director de la Fundación Formentor.

Revista Jot Down No. 46

El quiosco

Globosfera: la escisión del mundo y el manicomio universal

REVISTA JOT DOWN Nº 46 (abril de 2024)

 

Cuando llegue la hora de hacer el diagnóstico de nuestros males, cuando se quiera saber en qué momento estalló en mil pedazos la bella imagen de la Europa ilustrada, cuando se haga urgente comprender el origen del disturbio contemporáneo, la causa de los desmanes que deshacen la ilusión del progreso, no será necesario consultar a los historiadores, sociólogos, economistas o politólogos. Más pertinente será entonces encargar un dictamen al psiquiatra de guardia...



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16 de abril de 2024
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Globosfera: la escisión del mundo y el manicomio universal

 

Cuando llegue la hora de hacer el diagnóstico de nuestros males, cuando se quiera saber en qué momento estalló en mil pedazos la bella imagen de la Europa ilustrada, cuando se haga urgente comprender el origen del disturbio contemporáneo, la causa de los desmanes que deshacen la ilusión del progreso, no será necesario consultar a los historiadores, sociólogos, economistas o politólogos. Más pertinente será entonces encargar un dictamen al psiquiatra de guardia.

La línea quebrada que dibuja el borde entre el antes y el ahora, la linde que separa la ordenada evolución de las sociedades dueñas de su destino, administradas por la conciencia política de la razón, aleccionadas por el escarmiento de la Segunda Guerra Mundial y advertidas por la tenebrosa Guerra Fría, la frontera entre el articulado control de las circunstancias y la desesperada impotencia de nuestros días, que es la marca de la escisión contemporánea, aparecerá grabada en el lóbulo cerebral del ciudadano que deambula hipnotizado por las calles de la ciudad.

La impetuosa innovación tecnológica asistida por los oligarcas californianos y excitada por el Partido Comunista de China —en feroz competencia bipolar—, el acelerado desarrollo de la digitalización social, el entusiasmo de los Gobiernos europeos difundiendo los productos de la factoría tecnológica, la compra y el alquiler público de los servicios prestados por los proveedores, el ejemplo pautado por las instituciones, las declaraciones optimistas de los ministros, catedráticos y profesores, el esnobismo de los líderes de opinión han consolidado en Europa, en estos últimos diez años, la conexión de la ciudadanía al cerebro electrónico que emite los estímulos programados por la inteligencia industrial.

Dada la masiva y sumisa complicidad con los dictados de la innovación, la invención, el avance que procura la ingeniería, se han cumplido los primeros objetivos: la población europea responde puntualmente a lo incitado por las pantallas. Gracias a la prótesis electrónica que lleva el usuario en su bolsillo, se ha instalado por doquier una refulgente mampara de plasma: a fin de mediatizar la relación del individuo con la realidad, interponer entre el ser humano y su entorno la proyección de un simulacro, levantar la ilusoria figura de una fantasía, la confusa fantasmada de un fingimiento. De tal modo que se vaya escindiendo la relación del ser humano con el mundo real y con su propia conciencia.

El exhibicionismo narcisista de los influencers, los vídeos de gatitos, los accidentes de tráfico, las palizas callejeras, la bofetadas, el porno, los videojuegos, las series de las plataformas, las peliculitas, que engendran insomnio y aburrimiento existencial, la propaganda sectaria, la retórica de los publicistas encubiertos, las instrucciones ideológicas camufladas y toda cuanta mercancía averiada se cuelga en la globosfera se acumula a ritmo frenético en la cabeza del espectador, en el estercolero de su polucionada imaginación. Lo singular de este gran canal de distribución masiva, millones de pantallazos en constante ebullición, no es el trivial argumento de sus estúpidos contenidos, sino el gancho hipnótico y adictivo que ensarta al usuario: a fin de succionar y exprimir sus jugos hormonales. El entramado de la cañería tecnológica ha impuesto con su programa conductista una traumática crisis cultural y moral: ha conseguido suprimir de la vida cotidiana la posibilidad del silencio, la soberanía moral, el momento del diálogo interior, el ensimismamiento que sustenta la salud mental de los seres humanos.

El individuo que padece brotes psicóticos, los conflictos cognitivos de su insondable dolor, la corrosión de su conciencia y la demoledora angustia vital, proporciona el modelo clínico que diagnosticará la actual escisión cultural. El tenaz sufrimiento del perturbado, el relato de sus delirios obsesivos, el curso de la alucinación que ha destruido su personalidad y alterado su conducta, servirá para entender la dramática perturbación contemporánea.

Según los informes que periódicamente van publicando las entidades expertas en la materia, casi un 40 % de los jóvenes declara «sentir estrés de forma regular, problemas de sueño, poco interés en hacer las cosas, bajo estado de ánimo, tristeza o decaimiento, nerviosismo, ansiedad o miedo, problemas para concentrarse, aislamiento…». En otras franjas de edad manifiestan en mayor proporción haber sufrido problemas de salud mental: depresión (56,2 %) y ansiedad prolongada (56,5 %). Los más jóvenes refieren tendencias suicidas (31,8 %) y autolesiones (30,7 %). El informe citado añade: «algo que según el personal sanitario resulta cada vez más frecuente en los servicios de urgencia de la salud mental».

No es extraño que las estadísticas registren el temblor mórbido de los vicios injertados en la población. La ciudadanía enchufada al ingenio artificial se ve apresada por la obsesiva fijación al caudaloso destello metálico: disminución de la concentración, aislamiento, privación del tacto, falta de motivación y creatividad, aumento del estrés, irritabilidad, insomnio, frustración… y la retahíla de efectos colaterales que todo ello ocasiona al cerebro humano. Justamente son estos los mismos síntomas que permiten a los médicos detectar la inminencia del colapso que amenaza a los enfermos mentales: tristeza, falta de concentración, pensamientos confusos, miedo, sentimientos de culpa, cansancio, insomnio…

Ángel Martín es un cómico, un locutor de televisión, un tipo simpático que amenizaba los programas en los que intervenía con alegre desparpajo. Hasta que un día se rompió: «Tuvieron que atarme a la cama de un hospital para evitar que pudiera hacerme daño».

Años después y mientras se prolongaba su tratamiento psiquiátrico, Ángel Martín escribió el descarnado relato de la locura que estalló en el centro de su cabeza. La convulsión de su brote psicótico, el espasmo de su angustia, el estremecimiento de su delirante ansiedad, quedó registrado en un libro revelador: Por si las voces vuelven (Planeta, 2021). El testimonio personal de la más perturbadora aflicción que puede sufrir un ser humano.

Lo que permite citar su libro como la pista que lleva al centro de la cuestión es el impacto que ha causado su publicación: más de quinientos mil lectores, más de veinte ediciones consecutivas, incesantemente renovadas en las librerías. Los actos de presentación de su libro se celebran sin parar dos años después de ser publicado y convocan en cada ciudad a centenares de personas, lectores que soportan largas horas de espera para conseguir la firma del autor. En estos breves encuentros con Ángel Martín, en la fugaz conversación que comparten, los lectores expresan un conmovedor agradecimiento por haber sacado a flote el dolor y el pánico que no se atrevían a confesar.

La ruptura padecida por Ángel Martín, la quiebra entre el yo que ayer vivía inconscientemente y el yo que hoy se duele tan consciente, la escisión que conocen los ciudadanos avergonzados por el estigma de la enfermedad mental, atemorizados por las voces que suenan en su cabeza, ha sido descrita por los estudios que exploran el laberinto del alma humana.

La escisión de la psique, el cisma declarado contra sí misma, la discordia dolosamente aceptada, la rivalidad entre la insoportable exigencia de la razón y el insufrible capricho de la emoción, conduce de repente al abrupto trauma del colapso mental. Desencadenados los demonios, liberados los fantasmas, convocados los espectros que camparán a sus anchas por la conciencia, el individuo se ve obligado a reconocer que no es el único habitante de su cuerpo.

La quiebra psicótica fragmentará al individuo y a la sociedad en la que vive: desatadas las fuerzas irracionales de la destrucción, estas no se detienen en la cápsula del cerebro y afectan por igual al organismo colectivo. El síndrome azuzará la enemistad sectaria que desbarata a la sociedad y le impide gobernarse, conducirse y comportarse con la sensatez de un equilibrio saludable. La escisión es contagiosa y epidémica.

Uno de los síntomas que delatan la irreparable inminencia de la crisis mental es la incapacidad del sujeto, o de la sociedad, de percibir el verdadero peligro, entender las acuciantes amenazas latentes. Su delirante enajenación le exige sustituir la realidad por fantasías paranoicas y riesgos imaginarios. Bajo su influencia tendrá lugar el amedrentamiento de la voluntad, la intimidación de la conciencia, la atrofia cognitiva de una inteligencia lesionada por su enloquecido trastorno.

La prensa nos ayuda a encontrar ejemplos que ilustran la magnitud del estropicio contemporáneo y la declinante deriva de la inteligencia colectiva. Aun pareciendo volanderas y fragmentarias, y dado el gran empeño que invierten las instituciones por hablar a la menguante opinión pública, las declaraciones vertidas en los medios de comunicación adquieren un doble valor: mientras confirman la instrucción de lo que se quiere difundir, delatan la necesidad de repetir lo que no todo el mundo acaba de entender.

La ministra de Educación de Letonia, Kristina Kallas, declara en su entrevista que para usar la inteligencia artificial en la educación es necesario introducir una enorme cantidad de datos personales del alumno en la máquina «y que, por lo tanto, el proceso de aprendizaje del niño es básicamente propiedad de la máquina». La ministra se pregunta sagazmente «¿quién poseerá finalmente estos datos?». Sin resolver el enigma, la ministra prosigue. A pesar de mostrarse consciente de los llamados «riesgos de la IA», la ministra no se arredra y declara: «perseguir la IA es inútil. Si comenzáramos con la regulación, mataríamos la innovación desde el principio». La ministra parece más interesada en la prosperidad de la industria tecnológica que en la salud de los alumnos puestos bajo su custodia, pero no por ello renuncia a confesar las tareas pendientes: «la digitalización del sistema educativo no puede basarse solo en la creencia ideológica de que es buena, debe hacerse con la participación de científicos, psicólogos, neurólogos, expertos en tecnología y desarrollo del cerebro (sic)». Mientras tanto, da a entender la ministra, tendremos que conformarnos con «la creencia ideológica de que la IA es buena». Nadie hasta ahora lo había declarado con tanta elocuencia. ¡La IA es una creencia ideológica!

Más adelante, y ya liberada su franqueza, la ministra letona reconoce que es un riesgo innegable el hecho de que la máquina «se convierta en guía del aprendizaje». En efecto, admite, «la máquina guiará el proceso de aprendizaje, pero será todavía parcial…». Todavía. La cursiva es nuestra.

Pocos días después se publican en la prensa las declaraciones de Mar España, directora de la Agencia Española de Protección de Datos. Afirma el autor de la entrevista que desde 2015 la directora se ha volcado en la protección de los menores en Internet y que ha convencido (sic) a las principales tecnológicas para que colaboren retirando los contenidos violentos o sexuales. La directora de la Agencia Española de Protección de Datos afirma que desde 2019 ha tramitado más de ciento treinta retiradas de contenidos homófobos, racistas, violentos, etc.

Sin aclarar cuántos de los ciento treinta «trámites» han sido ejecutados (aunque se han «sancionado tres webs porno con multas de quinientos veinticinco mil euros»), la directora declara que se debe «ser firme con la industria tecnológica». Cita entonces los datos que revelan la delirante dinámica del adictivo enganche anclado entre los jóvenes por Internet: «El 75 % de los adolescentes consume pornografía dura y eso está teniendo consecuencias graves en el desarrollo de la empatía. El 86 % del contenido pornográfico supone violencia física y agresión sexual. El porno es el 30 % del volumen de navegación en Internet».

La directora, que multa pero no cierra las webs del mercadeo pornográfico, anuncia también el nuevo proyecto de la Agencia: encargar a un grupo de médicos, psicólogos y pedagogos el plan de prevención de la «salud digital». Y pone un ejemplo: «cuando el bebé va al pediatra, no se le pregunta solo qué tal come, sino cuál es su comida digital».

A ver si lo entendemos: un bebé (se supone que en brazos de su madre), interrogado por el médico…, ¿tendrá acceso a una dieta digital en la nueva ley de protección integral del menor?

La directora se muestra partidaria de regular los cinco neuroderechos que difunde la Neurorights Foundation de la Universidad de Columbia (financiada por la Fundación Alfred P. Sloan). Un reglamento dispuesto a garantizar la identidad personal («prohibir a la tecnología que altere el sentido de uno mismo»), el libre albedrío («no ser manipulado por las tecnológicas»), la privacidad mental («protegerlas del uso de los datos recogidos durante la medición de su actividad»), acceso equitativo y protección de los sesgos («para evitar cualquier discriminación»).

El protocolo filantrópico que quiere aplicar la directora de la Agencia puede leerse también a la inversa: todos los ciudadanos son igualados por la tabla rasa de Internet, todos son medidos a todas horas y de todos son extraídos sus datos personales, a fin de saber a ciencia cierta en qué momento alguno de ellos pierde «el sentido de sí mismo». La polisemia conceptual que se repuja en estas instrucciones es algo habitual en la retórica de las instituciones y cargos públicos encargados de decir una cosa y hacer la contraria, hablar con firmeza ante las tecnológicas y no incurrir en el tabú de «frenar la innovación», expresar las reticencias que legitiman al aparato y proclamar los derechos del ciudadano sin estorbar por ello la estratégica expansión del producto digital.

La globosfera no solo instala en la rutina del usuario la prótesis que corroe su salud mental. También ha conseguido organizar la infantilización masiva de sus abonados. Su mecanismo viral, virtual y vírico va desactivando los recursos psicológicos de la edad adulta y conduciendo la dócil credulidad de un doncel. El usuario abducido por el destello de la pantalla se verá sometido a una convulsa regresión, empujado a una adulterada minoría de edad. Atraído por el guiño cómplice de los eslóganes publicitarios, extasiado por la meliflua y colorista imagen del diseño, seducido por la ilusa celebración de los dispositivos, por la facilidad con que la pantalla responde a su clic, por la comunidad de amigos cariñosos que consigue con una foto, por el perfil que solventa su ansia de identidad, por la destreza con que mueve los dedos en el teclado y en el tinglado digital… ¿Acaso no es esta globosfera una casita de chocolate repleta de juguetes? El ciudadano modélico de la globosfera es un infante incauto e ingenuo, impotente y recompensado con cebos y placebos, hipnóticos y adictivos. Y, al mismo tiempo, es el adulto sufriente que carga con el tormento de su transgresión, con el martirio del olvido de sí: depresión, obsesión, amargura, delirio, caos mental, tendencias suicidas y corrosiva angustia emocional. Y el miedo, claro, el miedo cerval a las voces que no dejan de sonar, dentro y fuera de la cabeza, dando órdenes y reproches, tentando y amonestando, incitando y advirtiendo. Las voces oscuras, terribles y blasfemas.

El ciudadano de la globosfera fue tiempo atrás un ser humano y ahora es un muñeco. Pobre desgraciado.

Este texto está publicado en Jot Down nº 46 «Rupturas»



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15 de abril de 2024

Revista El Ciervo No. 804 (marzo/abril de 2024)

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La inesperada cancelación del complejo español

 

Con el propósito de asustar a nuestros contemporáneos publicamos hace años en las páginas de opinión de El País (21 julio 2009) una nota dedicada a glosar las causas del malestar español. Nos preguntábamos entonces acerca de los motivos que explican la obstinada singularidad ibérica y el mendicante lastre que acarreamos a través de las décadas. El lamento por la tenacidad de nuestro ensañamiento cultural, su rivalidad homicida, la paralitica endogamia universitaria, el enconado recelo con que vagamos por las brumas de la modernidad, sonaba como una enmienda a nuestra impotencia. Dijimos entonces que cabía atribuir nuestras carencias a la excepción que nos alejó de la Europa ilustrada: haber desterrado a los españoles de religión judía. La desgraciada idea de la expulsión, anotábamos entonces, nos privó de una fuerza que se revelaría decisiva en la construcción de la modernidad. Mencionábamos el legado que la comunidad judía no había podido depositar en la memoria del patrimonio cultural español: su radical veneración por el libro, la letra y la palabra, su vehemente inclinación a la polémica, la caudalosa genealogía de sus saberes, la tenacidad de sus infatigables discusiones y la deslumbrante oleada de herejías y disidencias que esparcía por doquier. Y la incorporación de tantos de ellos al espíritu de la Revolución Francesa, abandonando sus creencias seculares para enriquecer el cosmopolitismo laico de los gentiles. ¡Ojalá -se subrayó entre interjecciones- hubiéramos conservado entre nosotros al Spinoza que los sefarditas de Ámsterdam expulsaron de la sinagoga con furiosos anatemas! La huella del traumático exilio ha sido duradera: la obsesión por extirpar de España cualquier atisbo de influencia judía dio a la Inquisición siglos de potestad para modelar a su antojo el alma macilenta de un país atemorizado por la epidemia emocional de las delaciones. En algún pliegue de nuestra hélice genética debe estar inscrita la lección acuñada a lo largo del sostenido vilipendio. Un escarmiento dolorido que, ciertamente, sólo aparece en forma de resentimiento: esa fuerza rencorosa que impide al individuo consumar su razón de ser. El hábito de cercar al prójimo con la sospecha que lo incrimina, el recelo que le reprocha ser lo que es, la disposición a suprimir su entidad, brota instintivamente y arruina las potencias liberadas por la Modernidad.

El artículo mereció tiempo después un desmentido a pie de página en el libro de Elvira Roca Barea (Imperiofobia y leyenda negra). Me reprochaba la autora haber omitido que todos los países europeos habían expulsado a su población judía. Claro está, digo ahora, sin duda. Más lo que se reseña en el texto como rasgo distintivo de nuestra singularidad es que fuera precisamente España el único país al que no regresaron.

Si nos atenemos al marco histórico de nuestra generación y recapitulamos uno de sus episodios más recientes señalaremos la lenta agonía del régimen franquista, su envejecida autarquía, sus fusilamientos... El anhelo por ingresar en la normativa de la democracia europea, la urgencia por liberar las fuerzas creativas del talento civil, liquidar la mediocridad legislativa, restaurar la legitimidad de las instituciones … alentó en el imaginario colectivo una imagen luminosa, un inminente cambio de rumbo, un súbito reencuentro con la oportunidad tantas veces postergada: la instalación de España en la Modernidad.

Tras el zigzagueante tránsito, España esperaba ensamblarse en la Europa políticamente concertada. Pertenecer de pleno derecho a sus logros históricos, asumir sus dilemas, integrar sus contradicciones, resolver sus retos y liquidar de una vez el protocolo de las deudas pendientes.

Entre la muerte de Franco (1975) y el fracaso del golpe de Tejero (1981) se alienta un ilusionado desplazamiento hacia la normativa política europea. Sin embargo, mientras giraba lentamente la oxidada bisagra del tiempo, sucedió algo inesperado y decepcionante.

Pocos meses después de celebrado el referéndum de la Constitución (6 diciembre 1978), el plebiscito de la ciudadanía, el gesto simbólico que restauraba la legitimidad secuestrada, se publicaba en Francia el acta de defunción de lo arduamente deseado, enérgicamente esperado, gravemente conjurado. Resultó que la Modernidad anhelada durante tanto tiempo por los ilustrados españoles padecía un apresurado proceso de defunción.

Con La condición postmoderna, Jean-François Lyotard sentenciaba en 1979 el derrumbamiento de la cultura ilustrada, el fracaso de los ideales de la Modernidad, el ocaso de las grandes narrativas, la crisis del relato que había dominado la conciencia histórica de Europa. Según el filósofo francés, la incredulidad creciente hacia las metanarrativas hacía insostenible el discurso abarcador de las ideologías. La postmodernidad inauguraba así un proceso de desmembración, un sumario de disgregaciones relativistas, la dispersión errática de las interpretaciones, la fragmentación ecléctica de las intenciones.

De un modo sorprendente se producía de nuevo la discordancia psicológica, histórica y cultural entre España y su entorno europeo. ¿Cómo digerir semejante perplejidad? ¿Cómo integrar en la conciencia colectiva la caducidad de unos valores anunciados y nunca consumados? ¿Cómo se debía pensar la contemporaneidad?

En la década de los ochenta y prolongando las indagaciones de Lyotard, el pensador italiano Gianni Vattimo percibió las impetuosas mutaciones europeas y acuñó su célebre dictamen sobre el pensamiento débil. Aquella reflexión, opuesta a la “lógica férrea” de las grandes presunciones, debía librarse del rumbo monolítico previsto por las sentencias dogmáticas.

Si acaso no hubiera sido suficiente el desconcierto sufrido en España ante los cambios del paradigma europeo, la década de los 90 acogió una nueva impugnación filosófica, una refutación de la Modernidad enquistada en la inercia institucional. El pensador polaco Zygmunt Bauman describió el estado volátil y fluido de la sociedad líquida. Un mundo sin armazón, ni catálogo de ideas fijas, ni convicciones éticas, ni pautas estables que permitieran la enérgica vitalidad del pensamiento. Bauman dio por aniquilados los ideales humanistas que la España de la Transición esperaba recuperar.

La condición posmoderna, el pensamiento débil y la sociedad líquida sobrevenida aturdió a los pensadores, deshizo su retórica y desbarató la plena ordenación de España en la cultura europeísta. Nos llegó a destiempo la ocasión de contribuir a sus desafíos. Llegamos tarde. Otra vez. Mientras se confiaba en articular las ideas fuertes que cohesionaran a la sociedad civil en un proyecto común, se había producido el derramamiento y ofuscación de los viejos ideales europeos.

A tan singular herencia –las heridas mal cicatrizadas por el paso del tiempo, la discordancia histórica y nuestra ausencia en los grandes debates intelectuales que rigen el curso del pensamiento europeo-, cabrá añadir un síntoma neurálgico, un decisivo rasgo de carácter, el indicio de un trastorno difuso, injertado en las profundidades de la psique colectiva y omitido de las actas que diagnostican las causas del malestar español. Puede atribuirse la anomalía que empaña la vida cultural española a un innombrable y arraigado complejo de inferioridad. Una subordinación no pensada, un acatamiento no formulado, un servilismo no admitido, embrollado por la confusión heredada y alimentado por su poderosa fuerza complementaria: el complejo de superioridad cultivado por la Europa calvinista. Ese arrogante y despectivo desprecio que tanto celebran los nacionalismos periféricos de la península. Es bien sabido: el complejo de superioridad se ostenta con orgullo; el complejo de inferioridad se niega con vergüenza.

Ejemplos de semejante complejo pueden divisarse a diario en los medios de comunicación, en los indicadores de la industria cultural, en las consignas encaramadas al prestigio del más depurado esnobismo, en las producciones cinematográficas que emiten las plataformas, en los rótulos publicitarios que anuncian en inglés lo que el consumidor no entiende, la crédula adquisición de los productos envasados como creación cultural, en la admiración paleta por todo lo que se traduce, la ansiedad por ser traducido, en la atención que se presta a todo autor anglosajón, el beneplácito con las impetuosas tendencias globales, la veneración por la autorizada crítica literaria anglosajona, la renuncia a cuestionar la veracidad intelectual de todo producto importado… Hábitos culturales, en suma, que delatan una subordinación meliflua a una escurridizas instrucciones.

Dada la indolente rutina con que se asume lo dado, lo impuesto y lo aceptado, una vez descartada la crítica frontal a las fuerzas que gobiernan la jerarquía de los valores dominantes, es probable que el último consuelo al que podamos aspirar se nos conceda una vez homologado globalmente un común estado de distrofia intelectual.

El momento de confluencia y reconciliación entre nuestras carencias históricas y las presunciones ajenas, tan petulantes, ha llegado de golpe, aunque no como lo esperábamos. La innovación nos ha cogido desprevenidos con las dimensiones cómicas de una pasmada hilaridad. Valga como indicio el entusiasmo con que se celebra el éxito masivo de una bailarina estadounidense cuyas cancioncillas la han hecho multimillonaria. Dado que el triunfo en los escenarios de la industria del entretenimiento no consolida la influencia atribuida a la vedette, unas reputadas instituciones anglosajonas se han apresurado a dedicar cátedras, cursos y seminarios a su magna obra. Lo ha hecho a bombo y platillo la universidad de Nueva York, la de Texas, la de Misuri, la de Harvard y la de Arizona. La universidad de Melbourne, por su parte, ha convocado el primer simposio académico dedicado a Taylor Swift, al que acudirán 400 “expertos” de 78 instituciones de todo el mundo pertenecientes a 60 disciplinas distintas (El País, 7 enero 2024). Según estos estudiosos, la joven letrista, considerada por Washington una admirable fuente de ingresos, puede compararse al genio de Shakespeare, Silvia Plath, John Keats y otros ilustres autores de la tradición literaria.

Cualquier lector podrá consultar las estrofas que han conmovido el cerebro de los catedráticos estadounidenses. Por ello, gracias a la supremacía de su liderazgo, al fin estamos a la altura del mundo que nos miraba por encima del hombro y podemos celebrar nuestra plena integración en las corrientes evolutivas del presente. El pensamiento licuado se ha encharcado en los centros del saber, ha ungido con su papilla los birretes académicos y proclamado el más reciente logro de la posmodernidad: un tributo unánime a la ridícula, banal y vulgar estupidez.



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18 de marzo de 2024

Revista El Ciervo No. 804 (marzo/abril de 2024)

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La inesperada cancelación del complejo español

Revista El Ciervo No. 804 (marzo/abril de 2024)

 

Con el propósito de asustar a nuestros contemporáneos publicamos hace años en las páginas de opinión de El País (21 julio 2009) una nota dedicada a glosar las causas del malestar español. Nos preguntábamos entonces acerca de los motivos que explican la obstinada singularidad ibérica y el mendicante lastre que acarreamos a través de las décadas. El lamento por la tenacidad de nuestro ensañamiento cultural, su rivalidad homicida, la paralítica endogamia universitaria, el enconado recelo con que vagamos por las brumas de la modernidad, sonaba como una enmienda a nuestra impotencia.



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18 de marzo de 2024
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Historia de las disputas de Barcelona

La historia de las ciudades podría escribirse con la relación de las controversias que han albergado. El inventario de las querellas entabladas en sus foros intelectuales nos ayudaría a comprender la atracción que ejerció la ciudad. Y conociendo el motivo de aquellas discusiones, y la personalidad de sus polemistas, sabríamos cómo han nacido las ideas y en qué calles y plazas se ha elaborado su influencia.

En Estudios de la cábala en Cataluña, publicado por Alpha Decay, Moshe Idel describe a la Barcelona del siglo XIII como el escenario crucial de una intensa vida cultural protagonizada por franciscanos, cátaros y cabalistas. Imbuidos en una vivaz indagación y en los complejos procesos de adquirir, adaptar o rechazar el conocimiento que llevaban a la ciudad. La sofisticación con que interpretaban las incógnitas de la teología, la filosofía y la mística dieron forma a una peculiar manera de entender las artes del pensamiento esotérico.

Moshe Idel, titular de la Cátedra Max Cooper de Pensamiento Judío, especialista en la Cábala y “heredero” de Gershom Sholem, se extiende en este volumen contando la fascinante historia de la disputa que mantuvieron en Barcelona dos obstinados círculos de intelectuales judíos. Los discípulos de Najmánides y los seguidores de Abulafia.

Para calibrar la delicadeza de sus discusiones eruditas y la violencia verbal con que condenaban las proposiciones adversas, hay que considerar la sutileza, a veces inaprensible, de sus investigaciones místicas. Los cabalistas de la Provenza habían enseñado a los cabalistas de Girona y éstos a los de Barcelona a cartografiar la estructura del reino divino. En sus tratados se aventuraba la topografía del reverso del mundo, del otro lado o del más allá. Y no había trazo que no fuera fruto de una inteligente conjetura.

Los partidarios de Najmánides, seguidores de la llamada cábala teosófica, se sujetaban a los dictados de la tradición inaugurada por los redactores del Pentateuco. Los discípulos de Abulafia incorporaron a sus estudios las revelaciones de una innovadora cábala lingüística, una ciencia de la combinación de las letras.

En sus respectivas interpretaciones cada círculo encontraba motivos para una incansable y mutua impugnación. Pero según cuenta Idel, la causa central de su enemistad se encuentra en el modo con que ambas escuelas concebían los límites pedagógicos del secreto. Najmánides era un discretísimo guardián del legado bíblico y consideraba peligrosa la tentación de compartir el conocimiento susurrado por Moisés. Abulafia era el portador de una innovadora cábala y partidario de enseñar a descifrar los misterios heredados.

De este modo, en la disputa de Barcelona se confrontaban dos ilustres cabalistas y dos maneras de entender la dimensión aristocrática del saber. Desde la perspectiva profética y mesiánica de Abulafia urgía diseminar el conocimiento por el mundo. Para el conservador Najmánides, es mejor respetar la pausa de la tradición y reservar la enseñanza a unos pocos discípulos elegidos.

Aunque las dos escuelas comparten el triple aspecto del secreto —el presentimiento sublime de lo incognoscible, aquello que puede saberse pero no contarse, y el que se transmite sólo bajo juramento de discreción—, su disputa fue trascendente. Todo en la cábala había sido pensado bajo la tensión del decir y mostrar, hablar y callar, enseñar o negar, ocultar o desvelar, y la conciencia de esta doble obligación explica la convulsión intelectual y moral provocada en Barcelona cuando el zaragozano Abraham Abulafia regresó con su revelación de un largo viaje por oriente.

Publicado en El País, 5 de marzo de 2017

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5 de marzo de 2024

Jot Down Nº 45

El quiosco

Recuerdos de un viaje a la vieja Irlanda

REVISTA JOT DOWN Nº 45 (enero de 2024)

 

Poco antes de ser recluido por orden del juez, en el manicomio en donde pasó los últimos años de su vida, Antonin Artaud, el dramaturgo, poeta y profeta de la infernal revelación, viajó a Irlanda y se presentó ante san Patricio. El santo patrón de la verde Irlanda, ni corto ni perezoso, bajó de la hornacina y le partió la crisma con su báculo dorado. No es de extrañar que al venerable Patricio le pareciera horrenda la mística de la crueldad puesta en escena por el teatro de Artaud. Empeñado en remover, confundir y herir al espectador, dispuesto a despertar sus fuerzas dormidas, sus temibles pesadillas, ¡sus demonios familiares!, con su apóstrofe del hombre enfermo, del hombre hechizado, con la brujería que deseaba conjurar y al mismo tiempo curar, alentaba la descarnada aniquilación del yo, de la razón, del embuste artístico, de la patraña cultural. Artaud, peregrino y mendicante, no consiguió del santo irlandés las indulgencias plenarias que esperaba recibir...



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18 de enero de 2024
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Recuerdos de un viaje a la vieja Irlanda

 

Poco antes de ser recluido por orden del juez, en el manicomio en donde pasó los últimos años de su vida, Antonin Artaud, el dramaturgo, poeta y profeta de la infernal revelación, viajó a Irlanda y se presentó ante san Patricio. El santo patrón de la verde Irlanda, ni corto ni perezoso, bajó de la hornacina y le partió la crisma con su báculo dorado. No es de extrañar que al venerable Patricio le pareciera horrenda la mística de la crueldad puesta en escena por el teatro de Artaud. Empeñado en remover, confundir y herir al espectador, dispuesto a despertar sus fuerzas dormidas, sus temibles pesadillas, ¡sus demonios familiares!, con su apóstrofe del hombre enfermo, del hombre hechizado, con la brujería que deseaba conjurar y al mismo tiempo curar, alentaba la descarnada aniquilación del yo, de la razón, del embuste artístico, de la patraña cultural. Artaud, peregrino y mendicante, no consiguió del santo irlandés las indulgencias plenarias que esperaba recibir.

En las tabernas irlandesas que conocí —afortunadamente a salvo del interiorismo que ha trastornado a medio mundo con la adulteración de los falsos decorados—, pisando las colillas arrojadas al suelo, con el aire perfumado por el tabaco de los fumadores empedernidos, se encontraban los amigos y vecinos para beber, charlar y hacer música. Sin el estorbo de los intrusos, resultaba alentador ver a los músicos impertérritos, que no actúan, no representan ningún papel, ni esperan oír sonar el molesto aplauso de los extraños. En aquel tiempo, en aquel lugar, no existía eso que hoy todos quieren aglutinar, no había ni rastro ni huella del público ocioso, aburrido y desesperado. Las piezas se cantaban con las voces melancólicas de un ritual evocador, una liturgia coreada por la nostalgia, entonada por la ensoñación de los muertos, los muertos encantados por la melodía de los siglos.

En alguna de las paredes deslucidas y desconchadas de las tabernas uno llega a ver a través de la penumbra la rancia orla de las letras irlandesas. El rostro solemne y adusto de los venerables escritores del país. El imperturbable retrato, la mayestática arrogancia de los escritores sagrados. Una figura que se ha ido depositando en la imaginación con el aura legendaria de los poetas fermentados por la tierra y el tiempo.

Jonathan Swift, Oscar Wilde, George B. Shaw, William B. Yeats, James Joyce, Samuel Beckett… —en aquella remota época Iris Murdoch estaba vivita y coleando y nadie parecía dispuesto a matarla a cambio de colgar su retrato en el insólito panteón—. En ningún otro lugar de Europa se rinde culto popular a los escritores que han sacramentado el arte literario, escriturado el legado del alma, atrapado el espíritu que aletea sobre el camposanto de los libros. Es la piedad que intriga al recién llegado, pasmado ante el retablo, ante el rostro inmortal de los bardos ensalzados en la taberna irlandesa.

La virtud nutritiva de la cerveza, la Guinness, que sirven como si fuera un bistec licuado, permite al viajero pernoctar, embriagarse y pasar desapercibido entre los resistentes bebedores del país celta. Incapaz de entender el valor y el fraccionamiento de las monedas de uso legal —antes del desembarco del euro—, el transeúnte las ordena sobre la mesa como en las casillas de un tablero de ajedrez. La pieza de medio centavo lleva acuñada la figura de una cerda. La de tres peniques, una liebre. La de un chelín, un buey. La de seis peniques, un perro lobo irlandés. La de veinte peniques, un caballo, y la de una libra, un ciervo de regias astas. El bestiario de la mitología irlandesa grabada en las monedas lleva en su reverso el sello de su tradición poética y druídica, el arpa. Un símbolo muy pertinente en este país de cantores tabernarios. La calderilla que el asalariado lleva en el bolsillo evoca el relato de las viejas narraciones orales y el cántico consagrado por la música popular. No habrá soporte más duradero pasando de una mano a otra, ni imagen que vaya a verificarse tantas veces a lo largo del día. Cuando el tacaño o el pobre cuenta sus monedas puede al mismo tiempo recitar la odisea de Cú Chulainn, el perro que andaba tras los ciervos, los cerdos y las liebres de la epopeya nacional.

La desvaída expresión de los bardos venerados en la cantina irlandesa, afectada por la humedad, los hongos y el polvo, sostiene pese a las inclemencias del tiempo la gloriosa majestad de sus libros. De hecho, el viajero, hipnotizado por la inspiración católica y el murmullo pagano de los feligreses, espiritado por los destilados vapores del agua de vida, rememora las proezas de los viejos poetas y remeda la euforia de los antros tabernarios.

Si por casualidad al pasajero le tentara seguir los pasos de Artaud y se atreviera a visitar al deán de la catedral de San Patricio, le convendrá ir con cuidado. Quién sabe lo que es capaz de hacer Jonathan Swift. Si san Patricio puede romperte la espalda de un solo garrotazo, no te digo lo que hará el feroz satírico irlandés. Quizá te meta en el asilo filantrópico que ideó para los necesitados de la nación. Preocupado por los desórdenes que eluden el poder de la medicina, Swift pensó que sería provechoso recluir a la heterogénea multitud de incurables que deambulan por el país: los escritores de baladas, traductores, fabricantes de odas, autores de entremeses, traficantes de óperas, biógrafos, panfletistas y periodistas. No parece aconsejable presentarse ante Swift con la credencial de escritorzuelo incurable.

Sutilmente extasiado, probablemente bajo los primeros efectos de la cerveza negra, el viajero que esparce sobre la barra de la taberna las pocas monedas que le quedan, cree oír los versos de William Butler Yeats y los pronuncia en voz baja como si leyera la letra de sus propios pensamientos. Se pregunta qué extrañas cosas dijo Dios a los corazones de los muertos antiguos y cuándo el mismo Dios incendiará el mundo con un beso. A su bella amada le dice que en la tumba serán todos renovados. Asegura el viejo poeta que es mejor darse por vencido: los mejores carecen de convicción y los peores están llenos de intensa pasión. Confiesa que hizo las paces con las eruditas cosas italianas y las altivas piedras griegas y todas aquellas otras que hacen del hombre un sobrehumano sueño frente a un espejo. Sabiendo junto a quién ha sido inmortalizado, Yeats recita el epitafio que dedicó a uno de sus antepasados, ahora camarada en la misma posteridad: Swift navegó hacia el descanso, donde la indignación feroz no lacera su pecho. Y ya para acabar, el ebrio viajero de la barra tabernaria recitará el verso de Yeats que no ha podido olvidar: «el olor de la sangre, cuando a Cristo mataron, inútil hizo toda la tolerancia platónica».

Los escritores aupados al santuario laico de las tabernas irlandesas proceden de la estirpe que compuso las viejas leyendas del país, el largo relato de las gestas que se copiaban a mano en el scriptorium de los monasterios. La caligrafía de los monjes, de recio pulso e impecable trazo, es el compost, la materia oscura, ¡el opus nigrum!, que al pudrirse fermenta, hace brotar los tallos verdes de la literatura y resuena en el cancionero tradicional. Aunque para leer los manuscritos iluminados uno debería haber ido a la biblioteca y no a este tugurio nocturno de alegres bebedores. Un lugar en donde probablemente se puede oír con la mejor nitidez la voz de Leopold Bloom.

El señor Leopold Bloom es víctima de epilepsia hereditaria, consecuencia de una desenfrenada lujuria. Ha escapado de un asilo para caballeros dementes y presenta marcados síntomas de exhibicionismo crónico. Aunque a veces, todo hay que decirlo, está en sus cabales y repugnantemente sobrio. Según el diagnóstico que el Dr. Mulligan confió a Joyce.

Al Sr. Bloom se le recuerda por su odisea en la ciudad de Dublín y por el repertorio de los saberes derretidos en su interminable charla con personajes de diversa calaña. En cierta ocasión disertó sobre el metabolismo de un camello muy apreciado: destila el jugo de las uvas en su giba y las convierte en whiskey. Bloom se considera endurecido por una tenaz resistencia heterodoxa y admite de buen grado la estimulante y embotadora influencia del magnetismo heterosexual.

La extravagancia de Bloom no podía pasar desapercibida a la aguileña mirada de Samuel Beckett y eso intriga enormemente a los detectives literarios, imbuidos por la perpetua insatisfacción de un pasajero estado de gracia. ¿Cuáles son los demonios de Joyce que reverberan en la ausencia de Godot?

A saber de lo que hablan las efigies de Beckett y Joyce, hoy embalsamados en el mausoleo de las tabernas irlandesas. Aunque durante sus famosos paseos por la orilla del Sena compartían un intenso repertorio de silencios, expresivos y reveladores, sazonados con el humor negro que se atribuye a los irlandeses. La sardónica sonrisa podrá percibirla el viajero tras el velo de la humareda que van espesando los fumadores convocados al Bloomsday perpetuo que celebra la congregación tabernaria.

Al que aprendió a beber a tierna edad le llega antes el fervor que la somnolencia. No es el caso de los aficionados que menguan en la modorra sin gozar el más alto grado de la embriaguez. Con la vista nublada, el viajero apenas tiene tiempo de oír al más elegante y vivaz maestro de las letras irlandesas. Y sonríe, bizco como está, con sus flagrantes quiebros de inteligencia y perspicacia. Literalmente, y literariamente, Oscar Wilde no dejó títere con cabeza. Arremetió contra todo bicho viviente. Ya entonces dijo que el periodismo es ilegible y que los libros no los lee nadie. Y que cualquiera puede escribir una novela en tres volúmenes: solo necesita una ignorancia absoluta de lo que es la vida y la literatura. Ni su sarcástica petulancia habría merecido la desgraciada condena de soledad, enfermedad y agonía que padeció en el presidio. ¡Brindemos por Wilde! Y que su ironía redima a los empecinados esclavos de la máquina mundial. ¡Que así sea!

¿Y qué se hizo de George Bernard Shaw? ¿No piensas decir nada del dramaturgo fabiano, del novelista zetético? Al fin y al cabo, también está ahí, ¿o no?, enmarcado en el cenobio. «Claro, claro, desde luego», se dice uno a sí mismo, lamentando el descuido de su memoria encharcada. Aunque para seguir el cimbreante rumbo de sus andanadas, francamente, no estoy de humor. Mejor otro día.

Bajo el influjo de los bardos tabernarios y poniéndose a merced del oráculo manual de la suerte, el viajero lanza al aire su última moneda. «Si sale arpa, pediré otra pinta». Curiosamente, la moneda —¡oh, prodigio de la verde Irlanda!— no cae en su mano, ¡no vuelve! El tipo se queda muy sorprendido, mirando al techo, como si la pieza de veinte peniques fuera a regresar en algún momento y él pudiera beberse a gusto la última cerveza de la noche.

Aparecido en la revista Jot Down Nº 45

 



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18 de enero de 2024

Especial 45º aniversario de Prensa Ibérica 

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Una inesperada contrariedad

La lenta agonía del régimen franquista fue alentando al entusiasta genio de la insurrección: acabar con la envejecida autarquía, con los fusilamientos, con la pena de muerte, con la tristeza de la vida humillada, y abolir de una vez la excepción ibérica. El anhelo por la vida cotidiana de la democracia europea, la ansiedad por ingresar en la normativa del tiempo presente, la urgencia por liberar las fuerzas creativas del talento civil, liquidar la mediocridad legislativa, restaurar la legitimidad de las instituciones y apartar para siempre a los usurpadores… alentó en el imaginario colectivo una imagen luminosa, la sensación de un inminente cambio de rumbo, un súbito reencuentro con la oportunidad tantas veces postergada: la instalación de España en la Modernidad.

La élite intelectual y política auspiciaba una transformación pragmática y factible. Una evolución en el que tan decisivo sería el papel de la prensa y de grupos de comunicación como el de Prensa Ibérica cuyo 45 aniversario celebramos estos días. En el estado de ánimo de la población, tan atenta, se dibujaba la paradójica conciencia de la sabiduría popular: una escéptica memoria escarmentada y la expectación por ver cumplidas las más espléndidas y merecidas recompensas.

Tras el zigzagueante tránsito, España esperaba ensamblarse en la Europa políticamente concertada e instalarse así en los escenarios de la Modernidad. Pertenecer de pleno derecho a sus logros históricos, asumir sus dilemas, integrar sus contradicciones, resolver sus retos y deshacerse del desubicado complejo español. Un propósito compartido por todos salvo por los empecinados círculos de la reacción: el clan de los franquistas y el cartel del sicariato etarra.

Podemos fechar el tránsito entre los dos estrepitosos momentos de un gran alivio colectivo: entre la muerte de Franco y el fracaso del golpe de Tejero transcurren cinco años (63 meses). Tiempo suficiente para que se derritieran las más ingenuas certezas y se gestara una abrumada resignación.

Pocos meses después de celebrado el referéndum de la Constitución (6 diciembre 1978), el plebiscito de la ciudadanía, el gesto simbólico que restauraba la legitimidad secuestrada cuarenta años antes, se publicaba en Francia el acta de defunción de lo arduamente deseado, enérgicamente esperado, gravemente conjurado. La Modernidad que los ilustrados españoles habían anhelado durante tanto tiempo padecía un exangüe proceso de defunción.

Con La condición postmoderna, Jean-François Lyotard sentenciaba en 1979 el derrumbamiento de la cultura ilustrada, el fracaso de los ideales de la Modernidad, el ocaso de las grandes narrativas, la crisis del relato que había dominado la conciencia histórica de Europa. Según el filósofo francés, la incredulidad creciente hacia las metanarrativas hacía insostenible el discurso abarcador de las ideologías. La postmodernidad inauguraba así un proceso de desmembración, un sumario de disgregaciones relativistas, la dispersión errática de las interpretaciones, la fragmentación ecléctica de las intenciones.

De un modo sorprendente se producía de nuevo la discordancia psicológica, histórica y cultural entre España y su entorno europeo. ¿Cómo digerir semejante perplejidad? ¿Cómo integrar en la conciencia colectiva la caducidad de unos valores deseados, anunciados y nunca consumados? ¿Cómo pensar la contemporaneidad?

En la década de los ochenta y prolongando las indagaciones de Lyotard, el pensador italiano Gianni Vattimo percibió las impetuosas mutaciones europeas y acuñó su célebre dictamen sobre el pensamiento débil. Aquella reflexión, opuesta a la «lógica férrea» de las grandes presunciones, debía librarse del rumbo monolítico previsto por las sentencias dogmáticas.

Si acaso no hubiera sido suficiente la consternación producida en España por los súbitos cambios del paradigma histórico, la década de los 90 acogió una nueva impugnación filosófica, una refutación de la Modernidad enquistada en la inercia institucional. El pensador polaco Zygmunt Bauman describió el estado volátil y fluido de la sociedad líquida. Un mundo sin armazón, ni catálogo de ideas fijas, ni convicciones éticas, ni pautas estables que permitieran el asentamiento, reposo o placidez del pensamiento. Bauman da por aniquilados los ideales humanistas que la España transitoria esperaba recuperar.

La condición posmoderna, el pensamiento débil y la sociedad líquida sobrevenida aturdió a los enérgicos oradores, deshizo su retórica y desbarató la plena ordenación de España en la cultura europeísta. Llegó a destiempo la ocasión de contribuir a sus desafíos. Mientras se intentaba articular las ideas fuertes que cohesionaran a la sociedad civil en un proyecto común, se produjo el simultáneo derramamiento y ofuscación de los viejos ideales europeos. Quizá resida en esta contrariedad el malestar de un país que no consigue encontrarse a sí mismo.

 

Publicado en el 45º aniversario de Prensa Ibérica 12/12/2023

 

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11 de diciembre de 2023
El quiosco

Entrevista a Basilio Baltasar

REVISTA QUIMERA 

Revista No. 479  noviembre 2023

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor, editor y periodista. En la actualidad, es presidente del jurado del Prix Formentor y dirige la Fundación Formentor. En su labor como director editorial de Seix Barral, fue el encargado de recuperar el Premio Biblioteca Breve. Es autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), de la novela Pastoral iraquí (Alfaguara, 2013) y del libro de ensayos El intelectual rampante (KRK, 2023). Es miembro correspondiente de la Reial Acadèmia de Bones Lletres de Barcelona.

 



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1 de diciembre de 2023

'L'Eve future', de Auguste Villiers de L'Isle-Adam

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La siniestra invención del futuro

En 1886 se publican tres libros memorables y un libro del que pocos han oído hablar: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson, las Iluminaciones de Rimbaud, La muerte de Ivan Illich, de Tolstoi.

Al mismo tiempo, se publica una desconcertante y extrañamente poco conocida novela La Eva futura, de Auguste Villiers de L'Isle-Adam.

Por aquél entonces pudo parecer una especulativa invención del futuro, un alarde de imaginación literaria, un ejercicio de fantasía desbocada, que combinaba caprichosamente el mundo de los fantasmas con los recientes inventos de la técnica.

Sin embargo, La Eva futura aborda con aguda perspicacia psicológica lo que sólo ahora podemos comprender en toda su magnitud: la transformación tecnológica del paradigma humano. Anticipándose a los dilemas éticos más urgentes de nuestro siglo, la novela da forma a una inquietante novedad y pone en escena la más innovadora y terrible de las amenazas.

Auguste Villiers fue poeta, autor teatral y novelista. En Paris frecuentó los cafés de artistas y los salones literarios (que es de donde vienen estas Conversaciones) y cultivó la amistad y las afinidades estéticas con tipos como Baudelaire o Mallarmé. Aunque La Eva futura no sea una pieza literaria ajustada a los principios estéticos del movimiento simbolista, nuestro autor se integró en esta corriente de radicales negaciones. Contra el clasicismo, contra el envejecido Romanticismo, contra la banalidad del naturalismo narrativo. Con menos furia que la aireada luego por el surrealismo, no dejó de pronunciar su enérgica enmienda a la insulsa y decadente literatura académica.

Para Ramón Gómez de la Serna, Villiers era una mezcla de Don Quijote y de Hamlet, y así lo consagró en España: como una figura de ficción en el árbol genealógico de los grandes personajes literarios.

En el prólogo a La Eva futura Serna tuvo el acierto de atribuir el abrupto desenlace de la novela al tortuoso remordimiento que Villiers sentía por haber escrito una tenebrosa fábula sacrílega.

El protagonista principal de La Eva futura es el joven aristócrata inglés lord Ewan, enamorado de una hermosa mujer, Alicia, fastuosa y deslumbrante, tan bella como superficial, admirable pero insoportablemente ignorante, con pretensiones de actriz y bailarina; tan agraciada que lleva a lord Ewan por el camino de la amargura.

Lord Ewan es el protagonista principal de la novela pero el personaje central es Thomas Alva Edison, ingeniero e inventor que en aquellos años no dejaba de registrar patentes sobre los más innovadores aparatos de la incipiente tecnología: el fonógrafo en 1877, la bombilla eléctrica en 1879, la central eléctrica en 1882, el kinetoscopio y el kinetógrafo en 1891…

Es a Edison al que le corresponde dar voz al poderoso alarde desplegado en la novela: el derecho de la ciencia a obedecer el mandato de la invención, el deber de seguir el pulso febril de los descubrimientos, la obligación de someterse a la exigencia del ingenio y no dar tregua a su inventiva, no admitir freno alguno ni obstáculos de ningún tipo, no admitir cláusulas de conciencia, ni prejuicios morales, reticencias éticas o mandamientos religiosos que ponen en duda y en cuestión la idea que hoy ha triunfado, la consigna que ha penetrado en todas las cabecitas, la que preside todas las academias: en nombre del progreso las ciencias deben hacer lo que dicta su mecánica predisposición. Sean cuales sean las consecuencias y sus trastornos.

Lord Ewan visita a Edison y le confía su angustiada decepción, su turbulento estado de ánimo, la tristeza de su corazón dolido, tan sensible, tan entrañable. Lord Ewan se considera predestinado a ir por el mundo en compañía de la más bella de las mujeres, tal y como corresponde a su título nobiliario y a su fortuna, pero resulta que la hermosa dama conquistada, no tiene el más mínimo interés por los museos ni por la literatura. Para colmo resulta que la voz de la muchacha suena de un modo horrendo: desafinada, afónica y destemplada.

“Las líneas de su divina belleza, dice Lord Ewan, parecen serle ajenas: sus palabras surgen torpes y extrañas. Su ser íntimo está en contradicción con su cuerpo. Es petulante, presumida, ambiciosa, boba. Lo que más me sorprende es que su sobrehumana belleza encubra un carácter ramplón, un espíritu vulgar…”

Edison se apiada de la pesadumbre del joven caballero y sintiéndose en la obligación de prestarle ayuda, le invita a entrar en su laboratorio y le muestra la criatura que lleva tiempo perfeccionando.

Edison asegura a su joven amigo que su destreza técnica le permite remediar los defectos y las imperfecciones de las personas de carne y hueso. Que su ciencia podrá corregir, enmendar y perfeccionar lo que la naturaleza ha estropeado y no sabe resolver.

“Puedo, dice Edison, ofrecerle el cuerpo y el alma perfectos y hacerlos a su medida. Deme tres semanas, no necesito más”.

A lo largo de la novela, Villiers mete en la trama narrativa su propia voz de bohemio francés y aprovecha la ocasión para ajustar cuentas, una de esas cuentas pendientes que en el mundo de las letras siempre vienen a cuento.

Dice a Edison que vio en el teatro “no sé qué melodrama salido de la pluma de esos falsarios de la palabra, salteadores de las letras, que con su jerigonza de adocenados, sus estupideces de trama y sus mojigangas de payaso, atrofian con impunidad triunfal y lucrativa el sentido de elevación de las muchedumbres”.

Villiers regresa enseguida al asunto central de la novela, a la deslumbrante intuición de su mente visionaria, y deja que Edison reanude el discurso de la ciencia mecanicista: la ingeniería tecnológica tiene el derecho y está obligada a realizar todas sus ocurrencias.

Edison pone al servicio del joven Lord el más formidable de los seres que un hombre cultivado puede desear y el autómata que un ingeniero puede fabricar.

“Voy a demostraros como con los formidables recursos de la ciencia mi criatura tomará la gracia de su ademán, las morbideces de su cuerpo, la fragancia de su carne, el timbre de su voz, la flexibilidad de su talle, la luz de sus ojos, el carácter de sus movimientos, la personalidad de su mirar, de sus rasgos, de su sombra, su inconfundible aspecto, el reflejo de su identidad. En lugar de soportar el alma vulgar que os hastía en la mujer viviente, le infiltraré un alma, bella, noble… encenderé el alma de la nueva criatura… Será un ser hecho a imagen nuestra, que será para nosotros lo que nosotros somos para Dios”.

Lord Ewan contempla con asombro y admiración la perfecta criatura mecánica que Edison pone a su servicio, pero al mismo tiempo se siente conmovido por un desagradable estremecimiento. En su ánimo se entremezcla la promesa de la posesión amorosa -una amante dispuesta siempre a su capricho y deseo- y un oscuro presentimiento.

Llegado el momento, lord Ewan mete a la criatura de Edison en un baúl y atraviesa el Atlántico para retirarse a vivir con su deseable dama artificial en un castillo de la campiña inglesa.

Cerca ya de Inglaterra, Villiers, el autor omnipotente, provoca en el navío que los transporta un incendio y  el naufragio se lleva a pique a la bella autómata de Edison.

Es probable, como nos dice con ironía Gómez de la Serna, que Villiers se negara a ser parte del sacrilegio que tan pérfidamente ha contado en su inteligente y turbadora novela.

Una novela que da cuenta de la potestad arrogada por el hombre rebelado, el Prometeo moderno, levantado contra toda restricción, contra toda noción de límite que pueda restringir el derecho de la ciencia a perfeccionar sus dominios.

Después de siglos de humillación, después de milenios de mandato del hombre sobre el hombre, del hombre sobre la mujer, de los hombres sobre la naturaleza y los animales, el ingeniero Edison ha concluido que para perfeccionar al ser humano no sirve de nada la educación, la cultura y la religión: la respuesta al fracaso de la Historia y del ser humano, tan imperfecto y defectuoso, será darlo todo por perdido y construir en su lugar androides artificiales y perfectos.

La Eva futura esboza las cautelas éticas y morales que deberá afrontar nuestra época y anticipa los principios rectores de la mentalidad tecnológica que lleva hoy la voz cantante.

Sin embargo, poco a poco, a lo largo de la serpentina narración, el lector va descubriendo el sordo rumor que estremece a Lord Ewan y llega a compartir con él una oscura premonición, un presentimiento que agita la conciencia y excita un inquietante remordimiento.

En 1919, 33 años después de publicada La Eva futura…

Sigmund Freud propone ocuparse de un dominio de la estética poco tratado por las humanidades: habla de esa sensación o estado de ánimo designado como lo siniestro y emprende una amplia indagación para verificar lo que ha sido forjado por la propia evolución de la lengua alemana. Freud analiza los vínculos etimológicos de lo siniestro con lo inquietante, lo lúgubre y lo trágico.

Busca también en otras lenguas la connotación que da cuenta de esta vacilación y de sus derivas. En árabe y hebreo siniestro coincide con demoníaco, espeluznante.

La sentencia permitió a Freud aclarar la causa de la perturbada emoción: se produce una corrosiva e inquietante duda cuando un objeto sin vida, -un autómata, un androide- aparece animado y adopta la apariencia de un ser viviente.

Los tecnólogos de la escuela conductista afirman que una entidad mecánica con aspecto humano provoca emociones espeluznantes y sentimientos de repulsión. Las anomalías visuales de los androides provocan reacciones de alarma y repugnancia.

Esta es la causa de la confusa inquietud que perturbaba a Lord Ewan y también el motivo por el cual la industria del entretenimiento, esas peliculitas con artefactos simpáticos, con sentimientos, gracejo y emoción, ha inundado las ociosas fantasías del celuloide con muñecos que actúan en la pantalla como si fueran androides y humanoides: para alentar la promesa de bellas muñecas, adorables y funcionales, y para familiarizar a los espectadores con la presencia de lo siniestro: para que olviden su origen y sepulten en el subconsciente su vínculo con lo demoníaco. Para que acepten como logros de la tecnología lo que sólo es una nueva manifestación del más temible de los adversarios.

Leído en Canfranc, Conversaciones Literarias de Formentor, septiembre de 2023

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22 de noviembre de 2023
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