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Escrito por

Basilio Baltasar

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor, editor y periodista. Preside el jurado del Prix Formentor y es director de la Fundación Formentor. Fue director de la Fundación Santillana desde donde inició la organización de las Conversaciones Literarias de Formentor. Ha sido editor fundador de la revista literaria Bitzoc; como director editorial de Seix Barral recuperó el Premio Biblioteca Breve. Entre 1989 y 1996 dirigió el programa de exposiciones dedicado al arte de las sociedades sin escritura (Culturas del Mundo. Arte y Antropología). Fue patrono de la fundación musical Área de Creación Acústica, director de la Fundación Bartolomé March, vicepresidente de la Fundación Jakober y dirigió el periódico El Día del Mundo. Miembro correspondiente de la Reial Acadèmia de Bones Lletres de Barcelona. Autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), de la novela Pastoral iraquí (Alfaguara, 2013) y del libro de ensayos El intelectual rampante (KRK, 2023). Su último libro es El Apocalipsis según San Goliat (KRK, 2023).

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Juan Marsé, fotografiado en su despacho en 2016 KIM MANRESA

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Marsé, la diatriba de los furiosos

 

No estábamos lejos de Xalapa cuando coincidimos en una fastuosa cena, a la luz de la luna, en unos jardines de frondosa y descuidada vegetación. ¿Cuánto hace que no nos veíamos? Sergio Pitol lo recordó al instante: “Desde el día que nos jodiste a todos”. No tenía yo conciencia de haber llevado a cabo una proeza semejante y preferí creer que Pitol se divertía con otra de sus fabulosas humoradas.

Años antes nos había reunido Luis ­Goytisolo en la sede de su fundación ­gaditana para hablar de la literatura memorialística. Los invitados compartimos reflexiones y juicios sobre la narración que hilvana el recuerdo y el olvido, el remordimiento y la jactancia, lo vivido y lo inventado. De ahí que propusiera yo una amarga revisión de los llamados diarios personales. Solo merecerán este nombre, dije entonces, los textos que han sido escritos para no ser publicados. Y a ser posible, los que se incineren con los restos mortales del propio autor.

Un diario es un lugar íntimo de confrontación y su valor procede de la radical privacidad de su escritura. Reproduce el diálogo oculto de la más extraña interioridad y transcribe lo que nunca será dicho. Si un diario auténtico llega a nuestras ­manos podemos considerarlo el reverso anímico del autor. La réplica solipsista de su voluntad estética y el reflejo veraz de un abismo desconocido. Solo en estos casos podrá un diario insinuar la existencia de un yo inédito y escondido. Todo lo demás se puede ir contando en las novelas o con la placentera egolatría de las autobiografías.

No creo que acudiera al encuentro organizado por Luis Goytisolo, pero en el diario que acaba de publicarse Juan Marsé deja constancia de su lucidez: “Esto es una pérdida de tiempo, no me pasa nada digno de mención, esto no tiene el menor interés, tengo serias dudas de que sirva para algo, es un empeño loco y banal”. El asunto acaba cuando Marsé confiesa su absoluta desgana por “bucear dentro de mí mismo”.

El autor reitera tantas veces su tedio que el lector de este falso diario personal no puede dejar de preguntarse ¿quién ­demonios está detrás de la publicación del libro? Temiendo por un momento que Marsé hubiera sido incitado a entregar en contra de su voluntad un manuscrito cuya pobre sustancia lamenta una y otra vez. A pesar de las apariencias, sin embargo, ­resulta que sí. El autor corrigió las galeradas con el celo que exige la prosa de sus novelas.

Leyendo las páginas de estas Notas para unas memorias que nunca escribiré se contagia el lector con la desidia de Marsé y concluye que el único interés de este libro perezoso y aburrido son los insultos, vituperios y agravios lanzados contra su conocido repertorio de bestias negras. Como si el autor fallecido quisiera ser recordado gracias al desprecio que sentía por todas ellas. Este es un charlatán, aquel un ­chorizo, el otro es un plasta, aquella tiene el culo de pera, la de más allá es feúcha, la otra está chiflada, aquel escritor es un ­camelo, el de acá es un personaje siniestro, o un tipo repugnante, o un trepa aberrante, o un ­risible zángano. Habría sido este el diario de un hombre arruinado si no fuera por el placer que en su enojada vejez destila Juan Marsé contra sus aborrecidos colegas.

Desde luego que no son estas las ­últimas voluntades que redacta en la hora postrera un escritor estimable. Como ­testamento uno habría esperado leer una de sus memorables piezas de orfebrería narrativa y ver flotar su figura en el limbo de sus entretenidas ficciones. Marsé nos ha legado en cambio un deslavazado libelo de improperios que nada añade a lo que fue saliendo de su boca y de su pluma en artículos, entrevistas y declaraciones hechas durante su larga trayectoria de cáustico polemista. No obstante, hay motivos para esperar que el libro póstumo reciba alguna distinción y sea reconocida su contribución a la formación del espíritu nacional. Al fin y al cabo, el diario servirá de manual a los que necesitan pulir la corrosiva inquina de sus manías y el verbo ardiente de sus fobias.

El diario de Juan Marsé será un libro de referencia para el tumultuoso club de los furiosos y en sus páginas aprenderán a afilar conceptos, alternar adjetivos, rebuscar en el diccionario de sinónimos y dar así a sus diatribas la frescura de quien desea liquidar a sus estúpidos congéneres. Dado que la presencia de los demás ha llegado a ser un estorbo insoportable, libros como este ayudarán a precipitar la anhelada ­extinción del prójimo. Aunque el lector deberá aportar su propio arsenal de convicciones, su fervor justiciero y un pendenciero afán de sinceridad, pues sin vocación no es posible sacar provecho a la enseñanza de este inesperado libro.

Han quedado atrás los tiempos en que la educación sentimental reprimía el instinto caníbal de nuestra especie y los manuales de urbanidad promovían entre los seres humanos la impostada gentileza de la hipocresía caballeresca. Finalmente se ha producido la gran liberación y se han derribado los ídolos que nos han oprimido durante siglos. Gracias al ejemplo moral del diario de Marsé sabremos des­hacernos de la agobiante contención del carácter y de la irritante paciencia de la templanza. Los que padecen con disgusto la oprimente restricción de su tendencia natural a la discordia agradecerán que al fin uno de los suyos se haya atrevido a ­publicar un libro como este.

Publicado en CULTURA/S de LA VANGUARDIA

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29 de mayo de 2021
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Elogio al libro de papel

La innovación disfruta de un prestigio inmerecido. Se nos pide que rindamos pleitesía a lo que aparece como novedad, pero nuestra obligación intelectual es hija del viejo escepticismo. Seamos críticos. Mejor recelar de todo aquello cuyas consecuencias no han sido calculadas.

El ebook (dejemos que en su esperada agonía lleve su nombre en inglés) constata la ingenuidad de una sociedad dispuesta a aplaudir la innovación como si los productos mercantiles de la tecnología pertenecieran a la redención del género humano.

Esta confusión (entre tecnología y cultura, novedad y progreso, invento y curación…) es el síntoma del fetichismo supersticioso que gobierna a una sociedad falsamente moderna.

El ebook irrumpió en el escenario entre anuncios, focos y aplausos.

Ya se sabe: las campañas de publicidad que seducen a los sentidos y excitan la candidez.

Afortunadamente, su efecto hipnótico se agota.

El declive del ebook procede de una más que evidente insatisfacción: una vez superado el ciclo del esnobismo –una epidemia de contagios imitativos-, los usuarios crédulos, finalmente comprenden. Y despiertan.

Súbitamente se dan cuenta y con la pantalla en la mano llega un día en que se preguntan “¿para qué quiero yo esto?”.

El ebook es un problema político. Si triunfara, destruiría la cadena de producción del libro de papel: sus artesanías, oficios e industrias. Incluyendo aquí al destinatario último de un invento humanista: el lector autónomo.

Resulta lamentable que no se hayan encendido las luces de alarma ante los peligros de la dependencia entre “usuarios” y “servidores”. ¿Los servidores? ¿Los servidores de quién?

Esta perversa designación ya debería habernos alertado.

Estamos obligados a preservar el grado de autonomía individual conquistado en la Galaxia Gutenberg y a recelar de las “innovaciones” que atrofian nuestro campo de decisión.

Además de ser una operación mercantil ruinosa (¿cuántas veces tendremos que pagar para leer los libros de “nuestra” biblioteca? Caducan los programas de nuestro ordenador, las aplicaciones, los terminales… hay que pagar constantemente la conexión a las operadoras telefónicas, a las eléctricas…); resulta que el acceso a “nuestro” libro, que nadie sabe dónde está, depende de llaves que no nos pertenecen.

Resulta absurdo creer que esta “innovación” mejora nuestra autonomía de ciudadanos libres.

Consentir que se hurgue en los hábitos de nuestra privacidad hasta el punto de que “alguien” sepa qué libros estamos leyendo y qué fragmentos estamos subrayando, me parece un error ridículo. Ser vigilado, computado, censado o rastreado por un algoritmo no es menos inofensivo que serlo por un inquisidor

El control de los hábitos lectores es una intromisión política en el territorio de la intimidad: nuestra obligación es preservarla con celo.

Y otra cosa a tener en cuenta: si triunfaran los deseos de los fabricantes del libro electrónico, cualquier libro impertinente o molesto podrá desaparecer de los “servidores” cuando sus propietarios así lo deseen.

Con una sola tecla, sin hogueras, humos y cenizas, pero con el mismo efecto.

La facilidad con que en el futuro podrá ejecutarse un índice de libros prohibidos es pasmosa.

El éxito político del ebook no ha sido su implantación, tan renqueante, sino la credulidad militante de los que han ensalzado la supremacía del artefacto. Estas redes de complicidad espontánea (no necesariamente interesadas) permiten a los emprendedores, siempre legitimados por el prestigio de la innovación, poner a la venta artificios tecnológicos que deterioran nuestra soberanía.

Admiro el ingenio de los emprendedores californianos, pero, francamente, nuestra obligación es preguntarnos si sus innovaciones nos convienen.

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8 de mayo de 2017
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El oscuro reverso del genio iluminado

   

Si el diccionario de la lengua española entiende que “genio” es esa “capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas”, y reserva para “ingenio” la acepción más corriente (ese talento para ver rápidamente el aspecto gracioso de las cosas), el título que mejor cuadra al libro de Grayling es el que eligió el mismo autor para su edición original, The Age of Genius, y no el que acarrea la edición española: La era del ingenio.

Anthony Clifford Grayling, director del New College of the Humanities de Londres, ensayista, profesor y divulgador, en afortunadas ocasiones publicado por Ariel, nos ilustra con su informada indagación en el origen y esplendor del pensamiento científico. 

Grayling nos habla de la guerra que devastó a la Europa del siglo XVII y de cómo arraigaron en ese incendiado siglo los fundamentos de la ciencia moderna. Galileo y Newton, Berkeley, Descartes y Spinoza, Hobbes y Locke, fueron los pioneros de una comunidad intelectual dispuesta a investigar sin restricciones ni prejuicios la naturaleza del mundo.

Las circunstancias que favorecieron la amplia adquisición de las reglas metodológicas, la prudencia escéptica de la razón y la curiosidad insobornable fueron, según Grayling, hábilmente aprovechadas por los geniales pensadores del siglo.

El activísimo servicio postal permitió que una extensa red de corresponsales escribiese, hiciera múltiples copias de las cartas que recibía y distribuyera los hallazgos que la comunidad europea de sabios compartía con inquieta generosidad intelectual.

Por otro lado, paradójicamente, el caos, la violencia, las masacres y las conspiraciones de la guerra, absorbían de tal modo la atención de los poderes de la época, que los responsables del control social se convirtieron en unas “autoridades distraídas”, incapaces de detener la aceleración histórica, la acumulación y la expansión del conocimiento.

Según el relato de Grayling, otro factor sorprendente contribuyó al desarrollo de la mente científica. Mientras se elaboraban los novedosos métodos analíticos de aquella revolución cultural, los genios todavía confiaban en encontrar los atajos místicos que les conducirían a los secretos del universo. La severidad de la joven ciencia no excluyó el prestigio que la tradición ocultista conservaba entre los precursores de la modernidad.

Leibniz consiguió los cuadernos en donde Descartes narraba los sueños que dieron origen a su penetrante filosofía. En su apología de la duda y en el rechazo de la credulidad, resonaba la huella que aquellas experiencias nocturnas habían dejado en su ánimo. Según Grayling, en estos sueños se encuentran interesantes similitudes con los libros del movimiento rosacruz que a principios del siglo XVII apareció en Europa para “restaurar todas las ciencias, transmutar los metales y apartar a los hombres del error y la muerte”.

Cuando John Maynard Keynes compró en 1936 los cuadernos de Newton, descubrió con estupor que el genio de la Ley de Gravitación Universal se dedicó durante muchos años al estudio de la alquimia y a interpretar el código que cifraba los secretos inscritos en la Biblia. Keynes elogió por ello a Newton como “al último de los babilonios y sumerios”.

Cierta flema irónica, siempre inevitable entre británicos, permite al lector de Grayling hacer compatible el ensalzamiento de la ciencia con la conjetura sutilmente deslizada a lo largo del libro: que quizá la comunidad científica necesite de una poderosa fuente de inspiración, una especie de perpetuum mobile espiritual, para seguir dando los grandes saltos cognitivos que la libren de las sucesivas ediciones de ignorancia, temor y superstición. 

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5 de mayo de 2017
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La angustia quiere acabar con todo de una vez


  La industria cinematográfica de los Estados Unidos es una cadena de producción que no descansa ni tiene fiestas que guardar. A su catálogo pertenecen las superproducciones que se estrenan simultáneamente en todo el planeta y las ficciones de serie B que inundan la programación televisiva del mundo libre. De ser una pausa para el reposo, la industria del entretenimiento ha pasado a ser la autoridad que guía el comportamiento de una población emocionalmente traumatizada e intelectualmente maltratada. Como sede de la nueva religión mundial no debe ser desdeñada. No en vano Hollywood (bosque sagrado) imita con sus fantasías las sentencias de las divinidades antiguas.

La mercancía narrativa de la meca del cine (formidable metáfora para la moderna religión del mercado) ha ido modelando la mentalidad contemporánea de un modo irreparable. Hará falta ser un antropólogo marciano para reconocer la eficacia con que los guionistas han organizado el imaginario universal. Su principal obsesión, la inminente destrucción del mundo, se desliza entre las banalidades de cualquier argumento cinematográfico y desde allí pronuncia su promesa de castigo y redención. La audiencia masiva, sometida a la ansiedad de la existencia, se siente intrigada por el desenlace profético del malestar.

La factoría de ficciones cinematográficas se ha puesto al servicio de un doble compromiso: por un lado, debe sosegar los síntomas de un conflicto patológico; aunque por otro, debe garantizar que siga siendo incurable. Las pulsiones que dominan el imaginario estadounidense, las que elabora con magistral destreza su industria del entretenimiento, se distinguen por esta doble condición: mientras exorcizan la angustia comunitaria, la excitan.

Para entenderlo hace falta adoptar una nueva perspectiva y sustraerse a la fascinación de las candilejas. La serie House of cards, por ejemplo, no debe leerse como una crítica al despiadado ejercicio del poder que ejercen los políticos en Washington, sino precisamente como su más depurada apología: su didáctica enseña a la audiencia de qué va el juego.

Las líneas maestras de la gran obsesión americana rigen la narrativa audiovisual del cine y la televisión: las armas de fuego como emblema heroico del pionero que ante el peligro se las arregla solo y por su cuenta; los automóviles, sistemáticamente destruidos una y otra vez, venga o no venga a cuento; la añoranza por el melancólico espíritu de las praderas en un Far West exento de indios; los zombis, los muertos vivientes como metáfora de la sospecha que atenaza el cuello de cada espectador: la de no estar vivo del todo; la morbosa recreación de todo cuanto asesino en serie, secuestrador, caníbal, violador o pederasta aparece en la crónica de sucesos; la inminencia de la catástrofe final, ya sea atómica, ambiental o cósmica, evocada con mecánica insistencia: desde el Planeta de los simios hasta la demolición de la Casa Blanca por los enemigos venidos del espacio estelar. Todo argumento gira alrededor de lo mismo: trasgresión, crimen, culpa y castigo. La pulsión dominante, la obsesión nacional recurrente, que alienta el deseo de acabar con todo de una vez.

Miles y miles de horas de programación televisiva, reproducen, emiten y esparcen las semillas de esta pulsión violenta y suicida. Un país que elabora, exporta y celebra estas obsesiones tóxicas como si fueran obras de arte es un país que, obviamente, tiene un problema. La causa habrá que buscarla en un extraño conflicto de identidad: los ciudadanos estadounidenses no saben quiénes son. ¿Qué se puede esperar del único país del mundo que no tiene nombre?

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11 de diciembre de 2016
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Cómo manejar las urnas

 

La conversación con George Steiner que publica Siruela, Un largo sábado, nos ayuda a recordar sus grandes tratados literarios y cómo ha vivido la pasión intelectual este venerable profesor de Cambridge. Mientras recapitula sus ejemplares ejercicios de reflexión crítica, Steiner se detiene en el más aleccionador consejo recibido de su padre. Cuando la turba grita por las calles de París "¡Muerte a los judíos! ¡Muerte a los judíos!", el señor Steiner levanta las persianas, hace que el joven George se asome al balcón y le dice: "Eso se llama historia y nunca debes tener miedo".

 

El origen de la política.

El filósofo James Mill lamentaba a principios del siglo XIX que los agitadores sociales inflamaran las mentes de las clases bajas (sic) haciéndoles creer que el gobierno podría ayudarlas. Intentaba demostrar que pertenece al orden de las cosas eximir al gobierno de su responsabilidad. En contra de esta tendencia, extrañamente rescatada del pasado, el Premio Nobel de economía Amartya Sen, profesor en Harvard, articula su Idea de la justicia (Taurus, 2010). Reconoce en la sociedad una resistencia natural a la injusticia y demuestra que ésta vocación brota tanto de la indignación como del argumento. Como la vida de tantas personas en este mundo sigue siendo "desagradable, brutal y breve" (Thomas Hobbes), hay que evaluar las realizaciones sociales, fijarse en lo que realmente sucede y confiar en el razonamiento público. La frustración y la ira, dice Amartya Sen, pueden motivarnos pero debemos apoyarnos en el razonado escrutinio. Ante la precariedad humana cabe desarrollar una triple habilidad: comprender, simpatizar, razonar.

Los que van por libre

En su ensayo sobre Nadine Gordimer, (Las manos de los maestros, Random House) Coetzee hace un interesante ejercicio de vidas paralelas entre la escritora sudafricana, Iván Turgéniev y su propia e ineludible literatura. Cita a Jean Paul Sartre –"el escritor puede ser leal a un grupo político pero nunca deja de criticarlo"- y a Isaiah Berlin cuando evalúa el drama de los liberales rusos: "sufrían formas complejas de culpa, porque simpatizaban con la izquierda, con una fe más humana que la gélida, burocrática y cruel derecha, aunque sólo fuera porque siempre es mejor estar con los perseguidos que con los perseguidores". Coetzee comprende la encrucijada de fuerzas que pueden destruir la libertad intelectual: "el artista tiene una vocación especial, un talento que le mataría si lo mantuviese oculto". Escribir, dice Coetzee, es un oficio solitario, pero escribir contra la comunidad en la que uno ha nacido es aún más solitario.

Cómo saber lo que nos concierne

Ya se ha dicho todo sobre la necesidad de consultar los programas electorales antes de decidir a quién se va a votar. El voto, cabe insistir en cada ocasión, refunda el contrato social contra la violencia y es el incumplimiento de las cláusulas el que desfigura el sentido de las instituciones (algo que la ley, por cierto, no penaliza). Como no parece que la precaución arraigue en los hábitos de una ciudadanía confiada a sus propias intuiciones, habrá que recomendar un ejercicio inteligente que sustituya a la credulidad. La revista Investigación y Ciencia (460) publicó los estudios de un grupo de neurocientíficos: la práctica de la meditación modifica procesos cognitivos y emocionales, incrementa el procesamiento de la atención, disminuye la influencia del miedo, mitiga la inflamación del estrés biológico y auspicia el conocimiento de la consciencia. La idea de que un ciudadano entrene su mente antes de elegir al depositario de su confianza parece un consejo razonable.

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20 de julio de 2016
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Ascetas y acróbatas versus paranoicos

   

Cuando analizamos los discursos de la reciente campaña electoral, nos consta que la destreza más influyente ha sido la difamación. Acentuar recelos, enfatizar acusaciones, consolidar prejuicios, fomentar la suspicacia como activismo cívico. A esto se reduce el nervio narrativo de los candidatos. Su logro consiste en imputar al adversario como reo de la gran murmuración. Es el último recurso de una política agotada por la inquina.

Dos

Somos lo que proclaman los demás. Así de frágil es nuestra condición social y así de quebradiza es nuestra identidad. La infamia taladra la conciencia del hombre contemporáneo y destruye la ficción de su autonomía personal. Esta inquietud psicótica es contagiosa. Sometidos a la desconfianza del prójimo, mendigamos su aprobación o negamos su existencia. La cultura política protege a los escamados y les anima a sospechar. Los otros serán lo que nosotros sabemos que son. ¿Qué importa lo que ellos digan? Debe ser obvio que esconden sus intenciones.

Tres

Esta presunción ha creado escuela. En lugar de responder a una objeción o refutar un argumento, el candidato improvisa un desmentido. Preferiblemente, una chanza. O un titular, que viene a ser lo mismo. Entre los tertulianos se han formado nuestros mejores oradores. A los más espabilados se les envía a la tertulia nacional y allí prosperan. Quién aprenda a destruir la credibilidad ajena: ése hará carrera. Su mandato le obliga a excitar la fogosidad terapéutica de los militantes. Se le ha encargado negar lo real y sustituirlo por la ficción corporativa. Las cosas no son lo que parecen: yo os diré qué hay detrás de todo esto.

Cuatro

La reforma de las deficiencias del sistema se enfrenta por ello a un obstáculo insalvable: el hastío. La ingenuidad de ayer es absuelta por la amnesia y la credulidad de hoy brota como convicción personal. En esta cinta de Moebius nadie permanece indemne. El sujeto de la política lo sabe y juega a hacerse querer. Pues sólo a veces se le reclama, se le halaga, se le regalan elogios, consideraciones, promesas. Una fiesta de besos y abrazos indiscriminados. Resulta agradable ser necesario para la gente importante que gobierna. Pero como espectador sólo puede aplaudir. Hoy en día la gente bien educada no abuchea en el teatro.

 

Cinco

El pensador alemán Peter Sloterdijk elabora en uno de sus últimos tratados (Has de cambiar tu vida, PreTextos) los requisitos educativos para el crecimiento vertical del hombre, una paideía que nos rescatará de la indigencia intelectual y de nuestros errores culturales. Dice Sloterdijk que una vida ejercitante propicia el crecimiento de la inteligencia y que debemos adiestrarnos en una doble práctica: ascetismo y acrobacia.

Seis

Aunque frente a la realidad, un bostezo se abre con amargo resentimiento. Dos reacciones se ofrecen entonces como alternativas: el falso abstencionismo, que recluye a los ciudadanos en la mansedumbre, esa credulidad orgullosa de su candor; y el impaciente enfado, que impulsa un furioso y desorientado nihilismo. Pues ha venido a ser éste el tiempo de los agotamientos: se van agotando las utopías (incluida la utopía más respetada: la de que las cosas tampoco van tan mal) y la conciencia ilustrada de la emancipación política.

Siete

Dará comienzo entonces la fase paranoica de la historia. Ese momento en que la política debe contribuir con su discurso al descrédito del mundo, la celebración del espejismo, la invención de los acontecimientos y el fomento de las ilusiones. Cualquier maniobra antes de encararse a la desnuda realidad de las cosas.

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13 de julio de 2016
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