Un buen amigo nos contó hace poco lo que había dicho su madre después de visitar en Brasil a uno de sus hijos:
—¿Qué tal fue el viaje, madre?
—¿Viaje? ¿Qué viaje? Eso no es viajar, eso es cambiar de sitio.
La lúcida sentencia nos ayuda a entender la diferencia entre viajar y eso otro que hacemos todos con tanta frecuencia: ir de un lado a otro, cambiando de sitio.
A tales efectos será bueno recordar que la obra fundacional de nuestra historia literaria es el relato de un viaje. Y que las peripecias de Ulises son las que nos ayudan a entender la diferencia entre viajar y cambiar de sitio.
La condición que afronta el viajero que emprende al modo antiguo su camino es una inconfundible sensación de peligro: la sombra de una incómoda incertidumbre. El viajero se sabe sometido al capricho del azar. Como bien nos cuenta la Odisea cualquier cosa puede ocurrir. Las sirenas, las brujas que nos convierten en cerdos, los ogros caníbales de un solo ojo… En la conciencia del que se ha embarcado a merced de lo imprevisible se incuba una inquietante sospecha: la de no llegar nunca a su destino.
El curso de los caminos no señalados en el mapa y la posibilidad de perderse conforman el encanto de los viajes peligrosos, el derrotero de los viajeros zarandeados por los vientos adversos, amenazados por la imprevisible hostilidad de un mundo sin explorar.
Azar, peligro y amnesia, como nos contó Homero, son los ineludibles peligros del viaje. De ahí que se recomiende llevar en el bolsillo un breve manual de instrucciones: los consejos que lo mantendrán alerta y en estado de vigilia.
Dice así: estate atento, recuerda quién eres y sé agradecido.
Vivazmente atento a las señales que te orientarán, sin perder de vista quién eres y lo que buscas, sin sucumbir a la amnesia que te dejará prisionero en el laberinto del mundo, y siempre dispuesto a agradecer la ayuda de los desconocidos que aparecen en tu camino.
Obviamente, el viaje del que estamos hablando es también la metáfora del verdadero viaje: el viaje de la vida. Y lo que vale para una cosa vale también para la otra.
Uno de los libros dedicados a glosar el gran género de la literatura de viajes se publicó en 1935. Fue elogiado como un ejercicio de virtuosismo, una novela hecha de sensualidad, ironía, lucidez y misterio. Escrito con pasión y con furia para llevarnos a las vastas y misteriosas regiones de Asia.
Estamos hablando de Frederic Prokosch y de su primera novela Los asiáticos. La historia de un viajero dispuesto a cumplir la más descarnada exigencia impuesta por el género: «dejarse llevar».
No se sabe cómo el autor ha llegado a Beirut pero allí comienza el viaje que le lleva a Siria, Armenia, Rusia, Teherán, Afganistán, Tíbet, India, Tailandia y la Indochina francesa. Se detiene en las ciudades que han decorado la imaginación de la literatura universal. Esmirna, Damasco, Teherán, Lahore, Delhi, Agra, Benarés, Calcuta, Rangún, Mandalay, Bangkok, Hanoi…
Su itinerario empieza con mal pie y apenas poco después de emprender la ruta que le llevará a través de Asia, es encarcelado y acusado de ser un espía ruso. El lector descubrirá que el azar que lo ha encerrado es el mismo que le permitirá escapar.
En las peripecias que llevan al joven Prokosch de un lado a otro del inmenso continente aparecen nobles campesinos persas, bandidos armenios, estafadores turcos, contrabandistas libaneses, fanáticos obcecados, ladrones y guerrilleros enzarzados en las guerras que, hoy como ayer, asolaban el inmenso territorio asiático.
La prosa de Prokosch pone en escena las más vívidas impresiones de una penetrante sensibilidad. Nada pasa desapercibido para el escritor, nada ha sido inadvertido. El libro compone un fresco de extraña belleza. No es la postal de un paisaje, sino una sinfonía de momentos redimidos por la enigmática conjunción entre el mundo y el alma, las cosas y la emoción, los lugares y su espíritu tutelar, las gentes y su indescifrable destino.
Otra de las recomendaciones escritas en el manual de consejos ambulantes para el que desee emprender la ruta de los hombres osados es viajar ligero de equipaje. Prokosch lo hace con las manos en el bolsillo. En un bolsillo prácticamente agujereado. Despreocupadamente, confiando, como suele decirse, que Dios proveerá. Este gesto de confianza contribuye a compensar la incertidumbre. Y a dejarse llevar según sopla el viento del azar.
Un pasajero encontrado en el autocar que les conduce a Damasco le dice:
«Mañana marcho a Turquía. ¿Le gustaría acompañarme?»
Aquí empieza el fascinante juego de carambolas que mantendrá en vilo al lector. Sorprendiéndole a cada paso con una formidable dramatización de situaciones insólitas. Personajes cuya personalidad confirman las dimensiones más espléndidas de la condición humana y sujetos cuya maldad no seríamos capaces de imaginar aparecen ante el viajero como fantasmas de un mundo siempre a punto de estallar.
No debe creer el lector que la hostilidad procede siempre del mundo exterior. También le convendrá prestar atención a ese otro aspecto que tan decisivamente puede alterar el rumbo del viaje.
«Sutiles y despreciables pensamientos entraban y salían de repente de mi imaginación; destellos de irritabilidad, astillas de suspicacia, de envidia, de aborrecimiento, de soledad, de comprensión maligna… me juré a mi mismo esquivarlos a todos. No los dejes jugar contigo, no los dejes entrar con argucias. Aíslate. Sé fuerte. Sé altivo».
En este momento de la narración el lector comprende que el viaje emprendido a través del mundo no pretende sólo desvelar los confines de la tierra, sino conocer el más profundo y desconocido centro de uno mismo. Ese otro yo que permanece indómito y reacio, oscuro y reticente, ese yo que llevamos dentro sin saber quién es.
En su encuentro con el Príncipe de Ghuraguzlu, en la Ciudad Santa de Meshed, en el viejo Irán, hospedado en su palacio, Prokosch descubre uno de los secretos que esconde Asia en su alambicada memoria:
«Un asiático auténtico nunca es feliz. Porque no desea nada de lo que puede ver o tocar. No apetece nada de esta vida. Asia desde hace largos siglos está buscando algo, algo que no encuentra; un pueblo que no está poseído de certeza, que se sume más y más en la abstracción y que empieza a olvidar lo que está buscando…»
Al llegar a este capítulo el lector se detiene a meditar y se hace la pregunta que le acompañará a lo largo del libro: ¿no seré yo mismo uno de esos asiáticos que no saben lo que buscan?
Si el lector de Prokosch pone en práctica los consejos que se dan al viajero y se deja llevar a través del hipnótico relato, destila con lentitud la musical ensoñación del texto, contempla con asombro las deslumbrantes evocaciones, revive en su imaginación las convulsas impresiones del viaje, podrá decir sin reservas que ha podido hacer suyas las recomendaciones del autor y entender cómo puede uno emprender de nuevo el gran viaje:
«Sé frágil, sé tierno, humíllate y deja que se te acerque el sueño empalidecido. Hazlo así y, por raro que te parezca, te conservarás sano; perdurarás siendo tu mismo, descubrirás la mejor manera de vivir en este mundo…»
Podemos concluir recordando las últimas palabras del libro. Las pronuncia un viejo campesino chino, el que acogió al autor en su sencilla cabaña. Mientras pescaba sentado en una roca, con la caña en la mano, exclamó: «No tengáis miedo», «No tengáis miedo».
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Ah, algo más: una nota a pie de página: Frederic Prokosch falleció en Francia en 1989, pero escribió Los asiáticos a principios de la década de los años treinta sin haber salido de Madison, Wisconsin, la ciudad donde nació.