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Tecnologías

Cambiaron la semana pasada los cinco contenedores de basura (Envases, Vidrio, Papel, Orgánico y Resto), de los que sólo uno, Orgánico, se abría con tarjeta, por cinco contenedores más modernos que se abren por reconocimiento de voz y respuesta a preguntas de cultura general. Esta mañana he ido a echar siete botellas de vidrio vacías de anís Castellana y el contenedor me ha preguntado por la fecha de la muerte del emperador Diocleciano. La verdad es que en ese momento no la recordaba y, con rapidez, he ido a consultar en mi iPhone 16 Pro, pero con los nervios se me ha pasado el tiempo de respuesta, las botellas se han salido de la bolsa de plástico degradable y han rodado por la acera para finalmente invadir la calzada justo en el momento en que Juanito Obregón Lasaña salía del garaje conduciendo su flamante Tesla Model Y. De inmediato se han reventado las dos ruedas delanteras y parece ser que por ahorrarse unos pocos euros Juanito no concertó un seguro que cubriera este tipo de siniestros.

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8 de julio de 2025

'La aldea escondida' de Susanna Harutyunyán Ed. Armaenia

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Susanna Harutyunyán y el terrible drama armenio: un lugar fuera de la historia para curar la memoria

 

Una aldea armenia apartada del mundo y del tiempo, cerca de uno de los lagos a mayor altitud del globo, casi un pequeño mar, de la que nadie conoce cómo acceder a ella, ni siquiera de su existencia. Más que una aldea, es un arca de la salvación, un lugar de fuga y curación. Allí, sobre las ruinas de un asentamiento árabe, habitan supervivientes de las tragedias que han asolado a esta nación del Cáucaso Sur.

La aldea sin nombre es como un archivo viviente de la memoria armenia: cada persona carga con lo sufrido. Susanna Harutyunyán (Karchaghbyur, 1963) invoca en esta novela de tono bíblico la genealogía del trauma armenio, desde las masacres perpetradas por el sultán Abdülhamid II para reprimir a los cristianos armenios del Imperio Otomano, precedentes del genocidio de 1915, hasta la Segunda Guerra Mundial y la imposición soviética, vivida como una segunda forma de sometimiento.

Fue un tal Perch, alguien que logró escapar de las matanzas hamidianas, quien la fundó. Sólo él sabía salir y volver a la aldea, único contacto con el mundo exterior. Y después de él, hace lo propio Harut, su discípulo. Solo él sabe qué ocurre más allá de las lindes, que se guarda para sí. Y no regresa solo: "La aldea no crecía por el número de nacimientos, sino por el número de veces al año en que Harut entraba en contacto con el mundo exterior. En esas ocasiones, siempre descubría a alguien que se hallaba en una situación sin salida o que huía de la ley, de los turcos, de sí mismo...".

Con este tipo de premisa -una comunidad cerrada que permanece aislada del devenir histórico- esperamos que en algún momento u otro se romperá la salvaguarda. Porque los habitantes hacen sus vidas, custodios de las tradiciones y la memoria cultural armenia, "pero el terror no [los abandonaba]. Se agazapaba a su lado como un perro fiel, les lamía la mano, se frotaba en sus pies y, aunque las puertas se cerraran, tampoco se alejaba".

La autora encuentra en la joven Najshún o, mejor dicho, en su vientre, el caballo de Troya. La novela arranca con un parto, el de esta mujer violada por soldados turcos que ha sido acogida por Harut. Es un ser tan inocente que ni siquiera pensó en frotarse la piel con piedras y arena para hacerse pasar por leprosa ante los turcos o mentir diciendo que habían asesinado al padre armenio. "¿Quién iba a verificar el origen de las huérfanas?", se pregunta Harut, ante tantas pérdidas. Y aunque se le ha encomendado a la partera dar muerte al recién nacido, el nacimiento de una pareja de gemelas lo cambia todo. Esas nuevas vidas -apodadas con desprecio "las turcas"- son un recordatorio de la muerte, semillas de división en la comunidad de la aldea.

El principal cometido de Harutyunyán es urdir un tejido narrativo en el que todos estos capítulos convivan en una suerte de presente eterno. Y si las gemelas son una fuente de recelo, el principio del fin vendrá por un hecho más fortuito, de mano de policías y soldados soviéticos siguiendo unas huellas.

Por una parte, esto supondrá la continuación de una historia de represión -la diferencia entre el destierro ruso y el turco es que en el primero los desiertos son de hielo, se dice-; por otra, la huida de una de las gemelas con un prisionero alemán que levantaba un puente (reconstruido más de una vez), la posibilidad de reconstruir vidas tras la devastación, la búsqueda de la esperanza y de algún tipo de redención o ruptura con el pasado. Un intento de escapar de los prejuicios y las limitaciones que, aunque con un buen fin, acaban condenando la aldea.

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8 de julio de 2025
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Alejados de la naturaleza… aspiramos a abrazarla

Es esta una de las contradicciones en las que se refleja el esencial desarraigo de nuestra época. Aspiramos a fundirnos con el entorno natural, pero estamos quizás más lejos que nunca del mismo. Punzante nostalgia de aquello mismo de lo que la marcha de nuestras culturas nos aleja.

Esas personas que pasean en cochecito a un cachorro de perro, comparten sus momentos de ocio con el mismo como si fuera un niño, lo acogen en sus brazos e incluso lo mecen como lo harían con su bebé, literalmente están negando la realidad natural, y en la medida en que subjetivamente han divinizado la naturaleza, aunque lo ignoren, están de alguna manera negando sus leyes. Y la naturaleza no dejará de reivindicarse utilizando esos mismos representantes de otras especies que al ser confundidos con la propia progenitura son negados en su naturaleza específica. Pues en caso de hambruna, los cachorros no dudarán en alejarse de esos falsos progenitores, ya impotentes a ampararlos, e incluso, como el ejemplo del oso muestra, se rebelarán contra los mismos devorándolos.

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4 de julio de 2025

El violín de Wallace Hartley, uno de los músicos del Titanic.

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Retrato de bisabuelo con violín

 

Un niño descalzo toca su violín en la penumbra del atardecer en la nave de la iglesia del caserío de Las Maderas, sobrevolada por los murciélagos. Tiene ocho años. Por la puerta mayor entra a ráfagas el viento de los llanos arrastrando briznas secas que vuelan como alfileres de oro hasta el altar apenas alumbrado por los pabilos de cera de Castilla. Una tropa de músicos forasteros llega a trote lento hasta la plaza donde sólo crece el monte en matojos, y subyugados por aquel violín solitario van apeándose de sus humildes cabalgaduras para entrar uno a uno a la iglesia.

Vienen de tocar en las fiestas patronales del Cristo Negro que se celebran cada 15 de enero en el poblado de Esquipulas, en las últimas estribaciones de la cordillera Isabelia, y si se resguardan en Las Maderas para pasar la noche es porque en los caminos merodean gavillas de desertores que viven del pillaje.

Deben seguir al alba siguiente su viaje hasta Masaya, con muchas leguas todavía por delante. Sus cabalgaduras son mezquinas, con el costillar a flor de piel, de alzada tan corta que los faldones de las albardas de cuero crudo cuelgan hasta los codillos de las bestias, y montan tiesos, como santos de palo, las piernas abiertas, llevando los estuches de los instrumentos por delante, y en las alforjas una muda de camisa, prendas interiores, y magras provisiones de boca.

El país rural y oscuro se desangra en la anarquía, mientras se prolonga la guerra civil entre el partido legitimista, los conservadores de la ciudad de Granada, llamados timbucos; y el partido democrático, los liberales de la ciudad de León, llamados calandracas.

El niño que toca el violín se llama Alejandro, nacido en 1841. Su padre se llama Serapio Ramírez, nacido por el año 1811. Ejerce de sacristán en esa iglesia donde no hay cura titular y que no tiene campanario. La campana cuelga de una armazón que parece más bien una horca. Y, acosado por la pobreza, o porque quiere dedicar al niño al oficio de músico, tras un breve parlamento conviene en cedérselos a los forasteros, y se lo llevan en ancas al amanecer, el violín envuelto en su cobija por única pertenencia.

El caserío de Las Maderas, aislado en el páramo de tierra pedregosa, hostil a los siembros, está allí todavía, a la vera de la carretera panamericana que transitan los furgones de carga, atravesado por un río escuálido que se encharca entre las piedras calizas. Tierras arcillosas de tinte rojizo, que llaman sonsocuite, malas para los cultivos, pero no tanto para la ganadería, porque en toda la llanura, hasta el lago de Managua, crecen pastos cerriles.

Los músicos andariegos confiaron al niño bajo la protección del doctor Rosalío Cortés, jurista y político del bando legitimista. Mi bisabuelo llamaba padrino a su benefactor, y fue él quien lo dedicó a aprender solfeo y composición, y a cantar salmos y motetes, con los que pronto se estrenó en las iglesias, aún adolescente.

En Masaya las orquestas vivían en guerra. Se disputaban los toques de los oficios religiosos, los bailes de gala y las retretas municipales; enemistados a muerte, los músicos no se dirigían la palabra y más de una vez llegaban a las manos en bochinches que se escenificaban a media misa, o en las procesiones. En las barreras de toros se ofendían con sones en cuyos aires festivos se adivinaba la injuria por la elevación burlona del agudo juguetón del clarinete, o el resoplido de la bombarda que fingía el gruñido ronco de una chancha en brama.

Mi bisabuelo entró en la guerra musical a los dieciocho años, cuando fundó su orquesta Luces de Masaya, y empezó a usar las reglas de tonalidad, intervalo, fuga, y contrapunto, descritas en los métodos del padre Miguel Hilarión Eslava, que el doctor Cortés había hecho pedir a Barcelona. Sus adversarios se mofaban de aquellas innovaciones atrevidas, que calificaba de disparates.

Un viejo folleto, Músicos nicaragüenses de ayer, dice que “las espinas que le clavaron las apartó con paciencia, jamás tuvo una queja amarga para nadie ni supo el adjetivo para contestar un insulto”. Pero yo lo veo metido de cabeza en las riñas musicales, burlándose de sus enemigos artistas, maquinador entre bambalinas, e imponiendo, entre sarcasmos, las ideas reformadoras que aplicaba a sus propias composiciones, misas de gloria y de réquiem, responsos y marchas fúnebres, y a sus contradanzas, habaneras, barcarolas, mazurcas y valses.

En 1871 se casó en Masaya con María de Jesús Velásquez, una adolescente a la que doblaba en edad, y de aquel matrimonio, celebrado en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción con el acompañamiento musical de su propia orquesta, nacieron tres hijos, el primero mi abuelo Lisandro, en 1873, en un caserón de adobe al oeste de la iglesia de San Jerónimo, propiedad de un usurero que había estudiado para cura, pero ahora recibía joyas en empeño.

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2 de julio de 2025
James Joyce Division
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Veinte libros para el verano (que aún no has leído)

 

Durante muchos años fui fiel a varios semanarios de información general para no perderme los artículos de algunos de sus colaboradores. Entre otros, Jean-François Revel (Le Point), Bernard Frank (Le Nouvel Observateur) o  George Steiner (The Observer)… En L’Espresso, La bustina di Minerva, de Umberto Eco, pocas veces defraudaba.

  Eco inventó, junto con sus amigos semiólogos, traductores y el músico Luciano Berio el juego del ircocervo, animal híbrido (hircus, macho cabrío, y cervus, ciervo) con una larga tradición en el debate filosófico desde Diosdoro a Borges, pasando por Ockham, Wittgenstein, Quine o Carnap, sobre seres imposibles que sirven para definir los límites del lenguaje y la posibilidad, lo pensable y lo empírico. O no tan imposible, porque Benedetto Croce sostenía como una verdad irrebatible que el liberalsocialismo era un ircocervo. 

El juego de Eco consistía en fusionar los nombres de dos personajes conocidos, de modo que al nuevo se le asignara una obra inédita que, sin embargo, recordara algunas características de los dos personajes originales, y aún mejor si contenía alguna otra referencia ambigua. Por ejemplo, Aldous Joyce, autor de Brave new word. O imaginar obras de Klimt Eastwood, Clark Kant, Tagore Vidal, Arthur Rambo o Mohamed Dalí.

Los juegos literarios no suelen ser inocentes y pueden estar escritos con la pluma envenenada de Marcial o de los epitafios cubanos, como la injustísima lápida al gran Lezama:

Jamás viajó ni a Nueva York ni a Roma,

José Lezama Lima, vida vana,

entre nosotros, en su vieja Habana,

se dedicó a escribir, mató el idioma

o el dedicado al pobre Virgilio Piñera:

Yace Virgilio bajo esta losa fría;

ya no podrá contarnos sus dolores,

sus teatrales delirios y agonías.

(Por fin descansan él y sus lectores)

Hay juegos que son humorísticos y cariñosos, como el mote que vistió un tiempo el escritor maño Ignacio Abríguez de Visón, amigo de los palíndromos («amar da drama»), como lo fue Cortázar. Cortázar no haría ircocervos: uniría unicornios con cronopios y jugaría al unicronio. Con ese mismo espíritu, continúo el juego y planteo veinte libros para el verano (que nadie escribirá) y después malicio qué reproches harían hoy cinco personajes a sus creadores,  parodio  informes de lectura de influencers para necios y, por último, imagino querellas y diálogos imposibles entre autores. 

Se admiten sugerencias.

  1. Italo Calvin Klein: Seis propuestas para el milenio otoño-invierno
  2. Elon Easton Ellis:  American Ego
  3. James Joyce Division: Ulysses will tear us apart
  4. Satie Smith:  Martha y Hanwell en el Gym Nº 1
  5. Clarice Lispector Gadget:  La pasión según GPS
  6. J. K. Ballard: Harry Potter y el crash de lo real 
  7. Philip K. Dickinson: ¿Sueñan los androides con Emily? 
  8. Truman Cipote:  Otras voces, otros gemidos
  9. Jonathan Franzenstein:  Las correcciones del ser artificial
  10. Chimamanda NGoogly Adichie: Todos deberíamos ser subvencionados
  11. Jorge Luis Bourgeois:  El útero de Ariadna
  12. John Lenin: El LSD, fase superior del despertar colectivo
  13. David Lunch: Macallan dry
  14. Billy Holiday Inn: Strange suite
  15. Umberto Ecofriendly: Apocalípticos y reciclaje
  16. Meryl Streep Tease: El diablo se desviste en Prada
  17. Stephen Queen: Carrie: I want to kill free
  18. Immanuel Cunt: Coito, ergo sum.
  19. Shakira Kurosawa: Los samurais no lloran
  20. ICloud Debussy:Prélude à l'après-midi d'un GigaByte

5 personajes contra el autor 

Ofelia

Sí, claro, mueres, y el texto sigue. Yo, eco decorativo escrito por un hombre. Hamlet duda, y eso es filosofía. Yo sufro, y eso es patología. Él tenía que decir Nymph, in thy orisons be all my sins remember’d y el público aplaudir la frase, mientras yo flotaba entre los restos de una locura que no era mía.

Molly Bloom

Porque yo no hablé así, James, sin signos de puntuación, ni pausas, sin interrumpir el texto. Yo respiraba, James. Respiraba como respiran las mujeres de verdad y me hiciste desvestirme frente a los cuatro intelectuales que te leen, sólo para cerrar tu novela con un orgasmo metaliterario. Escúchame bien, James, la próxima vez que noveles a una mujer, déjala sentarse a la mesa antes de llevarla a la cama.

Moby Dick

A él llámale Ismael o como quieras. A mí, ¿sabes lo que es ser perseguido por la obsesión de miles de profesores que nunca han nadado libres en el océano, una plaga,  un ejército en busca de créditos universitarios? Ahab al menos me miró. Tú, Herman, me escribiste con los ojos llenos de culpa y de Biblia.

Madame Bovary

¿Cómo te atreves a decir que eres yo? ¿Condenarme a no tener un deseo sin castigo, para que tú puedas quedar incólume?

Anna Karenina

Reservas la redención a los hombres que se arrepienten y a las mujeres ¿sólo nos queda el tren?

Informes de lectura de un influencer de necios

Naomi Klein. Logo

El narcisismo hecho marca

Thomas Bernhard. Extinción

¿Hay algo que le guste al autor?

J.M. Coetzee. Disgrace

No necesitamos otra novela sobre un hombre blanco problemático en Sudáfrica.

Samuel Beckett. Molloy, Malone, El innombrable…

Dice que no puede seguir escribiendo... pero sigue y sigue. Página tras página, página tras página.

Juan José Saer. El entenado

Una novela de caníbales sin sangre.

Laszlo Krasznahorkai. Melancolía de la resistencia

Otra distopía húngara sin párrafos.

León Tolstói. Anna Karenina

Demasiados personajes con nombres similares. Subtrama agrícola sin interés para el lector actual.

Honoré de Balzac. Papá Goriot

Descripciones exhaustivas de muebles, vestidos y calles.

Hélène Cixous. La risa de la Medusa

¿Podríamos pedirle que escriba algo más narrativo? Algo con protagonista, por ejemplo.

Maurice Blanchot. El instante de mi muerte

La historia no empieza, ni acaba, ni existe. ¿Está terminado el texto? ¿Está vivo el autor?

Franz Kafka. El proceso

La burocracia no es un género literario.

Dante. La Divina comedia.

Escenas de impacto, canibalismo, incestos, satanismo, psicodelia, pero su infierno es poco inclusivo. Demasiados personajes para llevarla al cine. Ofrecerle un podcast.

Querellas y elogios

Dostoyevski a Tarantino

Confundes el abismo con los charcos de sangre.

Catulo a Gil de Biedma

Llamas amor a la melancolía cuando ya te ha dejado

Descartes a Bruno Latour

Si todo es red, nadie piensa.

Jean Rhys a Anne Carson

Qué pena que hagas arqueología emocional con bisturí filológico.

Janis Joplin a Amy Winehouse

Te esperaba. Tienes la voz y la sombra.

Wilde a Borges

Tus laberintos son tan impecables que nadie vive en ellos.

Duchamp a Nancy Cunard

Fuiste arte sin museo.

Pizarnik, Camus, Artaud, Bolaños

—Yo solo quería callarme. Pero las palabras me seguían como perros.

—Aquí todos fuimos mártires de algo.

—Yo, de mí mismo.

—Yo, de las palabras que no osé terminar

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30 de junio de 2025
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De nuevo el alguacilillo

Llevaba sin verlo (llevábamos sin vernos) más de setenta años. Patrullaban los alguacilillos los cristales de aquella inmensa habitación de la casa familiar barcelonesa de la Avenida José Antonio, aquella habitación que daba a la calle Gerona y también a un solar no edificado en altura; alguacilillos que aparecían con el buen tiempo, no muchos ejemplares, dos, como mucho tres, dado su carácter territorial, a la caza de moscas y otros pequeños insectos voladores atrapados en las cristaleras. Porque el alguacilillo es una especie de araña, también llamada alguacil de moscas, de unos seis milímetros de largo, de patas cortas y vibradores quelíceros, que caza, a la carrera y al salto, sobre superficies lisas preferentemente verticales. Un pequeño artrópodo, compañero de mi infancia en aquellas largas horas de aprendizaje de la vida en la soledad de la vivienda hoy perdida, que ahora regresa a despedirse gracias a unas temperaturas insólitas que, como a las salamanquesas, le permiten colonizar nuevos territorios antes fríos, inapropiados para ellos, pero que han sido los míos durante muchos, quizá demasiados años, y que ahora abandono.

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28 de junio de 2025
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El segundo apellido

 

En el 2000, tras 150 años de Registro Civil en España, una ley modificó el privilegio de imponer el apellido paterno al materno en pos de la igualdad. Parece que no ha habido demasiado interés en alterar la tradición, pues hoy se estima que solo un 17% de las parejas han inscrito a sus hijos con el apellido de la madre primero.

A algunos les parece justo que se anteponga el de ella, la que “da a luz”, pero la mayoría aducen razones de sonoridad o el socorrido peligro de extinción de un patronímico, y luego está lo enojoso que puede resultar para la criatura ser llamado en clase Caldito o Porquet. Cierto es que los apellidos acaban vaciando su significado, y los Calvo o Gordo neutralizan su semántica porque se asocian a la persona que se adueña del nombre, no al revés.

Mis abuelas se llamaban Mercè Pujol y Joana Arqué. Perdí sus apellidos aunque permanezcan sus genes, sus mimos, sus cacahuetes o sus preguntas siempre chocantes. Hemos naturalizado este extravío, que la huella patronímica de tantas mujeres se haya borrado para siempre, a no ser que seas aristócrata y encadenes apellidos como perlas de un collar. A pesar de la libertad actual para apellidar, a muchos les sigue pareciendo una afrenta invertirlos: un asunto beligerante que para algunos cuestiona la paternidad. Y es que cuesta ganar privilegios, pero mucho más perderlos.

Otra cosa es el Camprubí del abuelo inscrito en mi DNI, y que mis hijas ya no han heredado. Una vez, un agente de fotógrafos enojado porque no estaba de acuerdo con el presupuesto, me espetó: “Porque te llames Bonet Camprubí no te creas que eres alguien”. Frené la risa sin entretenerme en explicarle mis modestos orígenes, aunque uno de mis primos está convencido de que emparentamos con Zenobia.

El caso es que, por la rama materna, en pocos años hemos perdido a dos Camprubís, mientras mi adorada tía Mari Carmen ha sido engullida por el silencio del alzheimer. Aunque de los cinco hermanos que fueron, queden tres –mi madre, ella y el tío Martín–, siento que se desdibujan los márgenes físicos del segundo apellido, esa familia que tuve de chica cuando aquellos jóvenes Camprubí llegaban al pueblo en sus coches lustrosos desde Galicia, Almería o Madrid junto a sus novias (Justi, Maica y Lola), que fumaban cruzando las piernas con sus medias blancas o de cristal.

Trajeron acentos diversos, costumbres modernas. Sí, ya se me escapan los ángulos iluminados de aquellas mesas regadas de champán en las que siempre se rompía alguna copa y mi abuela se santiguaba y los niños deseábamos recitar nuestro poema. En esa florida idealización de la infancia, pensaba que todos envidiaban a una familia como la mía de ingenieros, maestras y músicos siempre chistosos.

En una feria del libro, el tío Ramón vino a verme a la caseta, y posó ufano en la foto con el pulgar levantado: “Lo he hecho, porque así parece que la cosa va bien de ventas”, me dijo cómplice. Y cuando el tío Juan me llevó a comer pulpo a feira por última vez, pensé lo arduo que habría­ sido para él hacer apellido en A Coruña, las veces que tendría que deletrearlo. O el primer día en que les dijo a sus hijos: campo de rubí, eso es lo que significa.

Mi madre todavía no ha advertido –o ha hecho mutis– que servidora ha recuperado su segundo apellido en la firma de todo aquello que escribe. Hace tiempo que la abrevié por economizar palabras, aburrir menos. Hoy me interpela: tantos años leyendo y escribiendo sobre feminismo y yo, a mis limones, contando sílabas.

No es tarde para que, mientras mi madre me siga leyendo, vea la rúbrica completa, la parte simbólica de mi hijidad, aunque nunca le haya importado.

“Escribir un deseo es un acto de confirmación”, dice Camila Sosa en El viaje inútil (Tusquets). De ahí el impulso de esbozar estas letras respondiendo al deseo de asir fuerte esa ráfaga de los Camprubí, la fosforescencia de su espíritu, disfrazados de Don Juan Tenorio o cantando boleros y tangos, el abuelo al piano, como si la vida no tuviera fin.

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27 de junio de 2025

'Lluvia pequeña' de Garth Greenwell

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Garth Greenwell: leves fogonazos de poesía en la cruda enfermedad

 

Aunque toda la acción de Lluvia pequeña ocurre dentro de un hospital, en boxes de urgencias, camas de la UCI o salas de imagen médica, en el periplo del protagonista, atendido por un insoportable dolor abdominal, un poeta y profesor de mediana edad afincado en Iowa con su pareja granadina (el solícito y comprensivo L.), reconocemos algo de la tradición clásica del viaje del héroe, aquel que abandona el mundo conocido (el de los sanos), atraviesa pruebas (médicas), se enfrenta a lo desconocido y regresa transformado.

Garth Greenwell (Louisville, 1978) escribe una versión contemporánea y trágica de un itinerario que explora tanto el cuerpo enfermo como el cuerpo social, zarandeado por la pandemia. Un viaje interior a un territorio que no es mágico ni épico, sino corporal y frágil, acosado por enemigos invisibles: la debilidad, la culpa, la vulnerabilidad, el pudor o la dependencia.

Esta novela es ante todo una respuesta a un determinado espacio el de los hospitales donde operan un tiempo, unas pautas y un idioma propios. Con esfuerzo documental, no ahorra en detalles de cada uno de los procedimientos para adivinar qué le ocurre al poeta, convertido en caso de estudio: su diagnóstico, un evento vascular de pronóstico letal, no es propio de alguien tan joven.

Así, mientras su cuerpo, conectado a las máquinas y los goteros, tratado con antibióticos de alto espectro ("bombardeo de saturación", según la jerga), auscultado por especialistas, enfermeras y estudiantes de medicina, produce datos, imágenes y gráficas a la espera de una explicación (¿el origen sería una sífilis mal tratada en Bulgaria?), el poeta se entrega, postrado, a la única "máquina" de la que dispone: el lenguaje y sus limitaciones.

Lluvia pequeña es el flujo de conciencia de un individuo obligado a enfrentarse, en un lugar hostil y en momento de crisis global, a sus errores, su pasado (el cuerpo no deja de ser un archivo sintiente de lo vivido), sus expectativas y todo lo que debería haberse tomado más en serio. Que no es sino ese punto medio que describió Schopenhauer entre el cuidado que prestamos al presente y el que dedicamos al futuro. Y en ambos casos, se encuentra L., sinónimo de hogar, amor y conexión.

Por supuesto, siendo el enfermo un poeta, en este ad interim alienante el autor nos regala momentos luminosos. Pequeños gestos de humanidad irrumpen a contrapelo de la inercia burocrática, así como la comprensión profunda del arte como medio de revelación. "Tal vez sea el valor de la poesía", reflexiona, "hay aspectos del mundo que solo resultan visibles a la frecuencia de ciertos poemas".

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26 de junio de 2025
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El ruedo ibérico

El llamado Siglo de Oro de la literatura española consagró un género único, la novela picaresca. Desde mediados del siglo XVI hasta cerca del XVIII, por las páginas de las más satíricas, moralizadoras y pesimistas narraciones desfilaron personajes propios de aquella sociedad hispánica dominada por los aires de la grandeza imperial y el clero dado a inquisiciones. Del Lazarillo de Tormes al Guzmán de Alfarache, el Buscón quevedesco, Estebanillo o el sutil Urdemalas tan famoso en América junto a los espabilados Rinconetey Cortadillo, los protagonistas de nuestra literatura han universalizado la pillería y el sarcasmo. Pero no solo es una tradición española por más que aquí es donde fecundara. Los antropólogos cuentan de folklores en otras culturas, como los que describió Lévi-Strauss a cuenta de los indígenas dedicados a la burla en algunas sociedades precolombinas, en especial en el área amazónica.

Parece evidente, no obstante, que frente al reformismo luterano y su idea de la rectitud moral cercana a un ascetismo tan aburrido como frígido y poco dúctil, la Contrarreforma nos trajo un universo de haraganería y escepticismo, más humano pero desigual en lo tocante al desarrollo de los negocios y la emancipación individual, padres del parlamentarismo moderno. No se puede tener de todo. Chi non lavora non fa l’amore, cantaba Adriano Celentano en San Remo al comienzo de los 70.

Para cuando llegó la democracia europea tardía en España nos habíamos olvidado de tales caracteres históricos como pueblo, asfixiados por el control temático del franquismo, sus tribunales de orden público y leyes de peligrosidad social. Tocó entonces rehabilitar a la Guardia Civil, a la Sexta flota y a la OTAN. En el principio fueron flores, hasta el 23 F y los juicios del cuartel de Campamento. A partir de ahí, los malos humores no han tenido buena cura en el país. Empezaron con la financiación petrolífera al Rey emérito, el pobre, que volvió a España con una mano detrás y otra delante, lo mismo que su elegante y melómana consorte. Siguió con líos el duque de Suárez y se alcanzó un primer punto álgido con la guerra sucia de los Gal asumida por José Barrionuevo y la aparición del hermanísimo de Alfonso Guerra.

En aquellos años 90 se extendió la idea de que el socialismo del sur era sinónimo de corrupción. Bettino Craxi había huido a Túnez desde Italia mientras en Grecia se cuestionaba la honradez de Andreas Papandreu. El nuevo socialismo, en realidad, buscaba dinero debajo de las piedras para enfrentarse a los llamados poderes fácticos. Nada superó a aquel personaje medio calvo, Luis Roldán, director de la Benemérita, al que le cayeron 31 años de cárcel, tan formidables fueron sus trapacerías. Mereció incluso una película espléndida, El hombre de las mil caras, con José Coronado y Eduard Fernández.

Hubo, no obstante, secundarios importantes en el patio de Monipodio de entonces como Francisco Paesa, Lluís Prenafeta o Javier de la Rosa. Comienza a fraguarse también otra historia paralela, narrada en El hijo del chófer, un libro sobre las corruptelas catalanas en la histórica Marca que –todavía– no ha llegado a telefilm, aunque cuenta con materia en abundancia para ello. Aún no sabíamos nada de las cloacas, de un tal Villarejo y mucho menos de eso que llaman lawfare por más que Baltasar Garzón puso de moda en los medios a los superjueces metajusticieros.

A pesar de las promesas de regeneración de unos y otros, cuando llegó el turno de los conservadores para el mando se «agudizaron las contradicciones del sistema» en lenguaje marxista de la época. Lo que había eran unas ganas irrefrenables de pillar. Estalló el caso de Rosendo Naseiro, coleccionista de bodegones barrocos, luego se transcribieron las conversaciones sobre coches de 16 válvulas de Eduardo Zaplana, quien junto a su arlequín Juan Francisco García desplumaría al «sistema». La alcaldesa Rita Barberá tuvo que cesar al caradura que dirigía la Mostra de cine por autofinanciarse gastos, y su mano derecha le salía rana con trapacerías y pitufeos. A Francisco Camps le arrasó el campo gótico de gules un asunto de trajes de confección mientras el Bigotes y Francisco Correadejaban al Partido Popular con el culo al aire. Recordemos que fue un diputado del PSPV el que inició las denuncias de Orange Market, la empresa tapadera. Hoy se vuelven las tornas.

A Valencia tuvo que acudir Esteban González Pons a dar por terminada la fiesta, pero los tentáculos de la Gürtel llevaron a la cárcel al tesorero Luis Bárcenas y noquearon finalmente al propio Mariano Rajoy, al que no permitieron ni designar una sucesora moderada y tecnócrata, Soraya Sáenz de Santamaría, superados ambos por la insurrección independentista en las escaleras del Parlament del Parque de la Ciutadela. Allí mismo, tiempo atrás, Pasqual Maragall dejó atónitos a los catalanes, y a los charnegos, al mentar «el tres per cent», lo que propició el principio del fin del clan Pujol. Se ha llegado a publicar un pufo cercano a los 3.000 millones en el entorno de los CiU, incluyendo la colección de coches deportivos de uno de los hijos del ex Molt Honorable.

Los casos populares se cebaron en tierras valencianas y alcanzaron su cénit con otro fenómeno de película, el Yonqui del dinero. El film, sin embargo, lo rodaría el madrileño Rodrigo Sorogoyen, y ganaría un Goya: El reino, un despiadado retrato de la política española y sus reiterativas corruptelas. En paralelo, un genio que se hace el tonto, Santiago Segura, descubierto por el festival Cinema Jove, inauguraba su serial fílmico dedicado a Torrente –lleva cinco entregas y anuncia la sexta para el año próximo–, un personaje que retoma la neopicaresca de Valle Inclán y de Pérez Galdós, cuyas descripciones sobre la miseria moral patria superan a las del Siglo de Oro. Le sigue los pasos, el serial televisivo Vota a Juan, con Javier Cámara de brutal protagonista.

Sin embargo, ni la anterior realidad descrita ni ninguno de los títulos de ficción reseñados apunta a superar las aventuras de otro valenciano de lustre aventurero en la política real, José Luis Ábalos, cuya carrera pública comenzó concediéndole un estanco a su familiar más cercana. Era cuestión de tiempo que encontrara buenos compañeros de andanzas. Los encontró en Pamplona, tal vez en una resaca sanferminera, un tal Koldo G. Izaguirre, portero di notte, a cuyo lado Roldán parece un catedrático por Harvard. Lo cual da idea de la pendiente hacia la molicie final de la dirigencia española.

Hora es de hacérselo mirar. Y si quieren, pueden. No es tan difícil que los grandes partidos acuerden leyes y procedimientos para que se acabe este frenesí mangante. Al menos, que se aminore y no se avergüence al personal. Ad calendas grecas, tal vez, aunque ya da para un ciclo en la Filmoteca.

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22 de junio de 2025
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Pistas

''La pasión tiene ante sí dos senderos, sendero de la derecha y sendero de la izquierda. El primero, conduce al paraíso. El segundo, al infierno. Nada ni nadie es responsable del camino que se elige (la elección es inocentemente culpable). Por el primer camino avanzan los elegidos. Es el camino áspero, encrespado, ascendiente de la virtud. Por el segundo camino descienden los reos, los delincuentes, los reprobados. No es camino sino atajo que baja por la pendiente hasta desembocar en el abismo. El primer camino conduce a la felicidad, a una felicidad duramente conquistada cada día a través de la vida en común, a través de la creación duradera de vínculos estables, a través de la organización de un universo fundacional de familia, tribu, municipio. El segundo camino conduce a la perdición. Andan por él los incendiarios, los saqueadores, los usurpadores, los intrusos, los ladrones, los criminales. Por donde caminan estos individuos no vuelve a crecer la hierba. Se trata de una doble estirpe pasional, la estirpe adamita prolongada por el justo y desventurado Abel y reconquistada por la sucesión de patriarcas elegidos. La estirpe cainita que esparce la semilla del mal por la faz de la tierra. No hay moral que permita juzgar una estirpe como jerárquicamente superior a la antagónica: desde el criterio, desde la pauta de la pasión —criterio y pauta que mide verdad por intensidad, poder, puissance— ambas estirpes son necesarias y en ambas aparecen, desaparecen y reaparecen figuras de alta temperatura pasional. El suelo de la estirpe elegida es la tierra prometida, el vergel, la casa pairal, la promesa de una fecunda descendencia, tan innumerable como las estrellas del cielo. La segunda estirpe padece insomnio: nace del incendio y del saqueo de ese sueño de felicidad.''

Tenía un punto de libro atrapado en este fragmento de Tratado de la pasión, escrito por Eugenio Trías. Ambas fuerzas —aunque opuestas en sus efectos— son necesarias y conviven en la historia humana. La pasión es el reverso necesario del sujeto. No hay un "yo" sin pasiones que lo atraviesen, lo cuestionen y hasta lo desborden. Ni siquiera como una emoción intensa, sino como una fuerza irracional, tan irracional que arrastra.

Me gusta pensar que los problemas que persigo, en realidad, son equilibristas sobreviviendo a una cuerda que tiembla. La tensión entre esos dos sectores sólo embellece a través de incendios morales. ¿Cómo puede asustarme tanto dejar un paisaje estéril a mi paso? De esa puissance —potencia o fuerza—, me da miedo el resultado, lo irreparable que pueda llegar a ser. Me apego a las cosas. Las sigo incluso cuando el tiempo y los cambios las transforman. No puedo soltarlas. No hay nada que me dé más miedo que cargar con el peso del arrepentimiento. Las veces que he soltado han sido en contra de mi voluntad; supongo que de ahí vendrá el insomnio perpetuo, esa manía de rodear el abismo.

¿Dónde encontrar la paciencia con nuestras propias faltas? Sufro de ensimismamientos. No pocas veces me llegan las palabras del mundo como quien se despierta de madrugada con una lucidez insoportable. ¿Serán pistas? Ojalá así sea. Ni siquiera vienen a mí para entenderlas, sino para esconderlas en la cabeza, maniatarlas, dejarlas ahí hasta que se pudran. Y entonces, un día cualquiera, sin aviso, vuelven solas. Repican como campanas. Vienen y van. Sin ir más lejos, últimamente me viene a la cabeza el título de un libro que me gustó mucho: Cada día es un árbol que cae, y lo repito varias veces. Cada día es una huella que construye o destruye.

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18 de junio de 2025
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El Boomeran(g)
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