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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

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El segundo apellido

 

En el 2000, tras 150 años de Registro Civil en España, una ley modificó el privilegio de imponer el apellido paterno al materno en pos de la igualdad. Parece que no ha habido demasiado interés en alterar la tradición, pues hoy se estima que solo un 17% de las parejas han inscrito a sus hijos con el apellido de la madre primero.

A algunos les parece justo que se anteponga el de ella, la que “da a luz”, pero la mayoría aducen razones de sonoridad o el socorrido peligro de extinción de un patronímico, y luego está lo enojoso que puede resultar para la criatura ser llamado en clase Caldito o Porquet. Cierto es que los apellidos acaban vaciando su significado, y los Calvo o Gordo neutralizan su semántica porque se asocian a la persona que se adueña del nombre, no al revés.

Mis abuelas se llamaban Mercè Pujol y Joana Arqué. Perdí sus apellidos aunque permanezcan sus genes, sus mimos, sus cacahuetes o sus preguntas siempre chocantes. Hemos naturalizado este extravío, que la huella patronímica de tantas mujeres se haya borrado para siempre, a no ser que seas aristócrata y encadenes apellidos como perlas de un collar. A pesar de la libertad actual para apellidar, a muchos les sigue pareciendo una afrenta invertirlos: un asunto beligerante que para algunos cuestiona la paternidad. Y es que cuesta ganar privilegios, pero mucho más perderlos.

Otra cosa es el Camprubí del abuelo inscrito en mi DNI, y que mis hijas ya no han heredado. Una vez, un agente de fotógrafos enojado porque no estaba de acuerdo con el presupuesto, me espetó: “Porque te llames Bonet Camprubí no te creas que eres alguien”. Frené la risa sin entretenerme en explicarle mis modestos orígenes, aunque uno de mis primos está convencido de que emparentamos con Zenobia.

El caso es que, por la rama materna, en pocos años hemos perdido a dos Camprubís, mientras mi adorada tía Mari Carmen ha sido engullida por el silencio del alzheimer. Aunque de los cinco hermanos que fueron, queden tres –mi madre, ella y el tío Martín–, siento que se desdibujan los márgenes físicos del segundo apellido, esa familia que tuve de chica cuando aquellos jóvenes Camprubí llegaban al pueblo en sus coches lustrosos desde Galicia, Almería o Madrid junto a sus novias (Justi, Maica y Lola), que fumaban cruzando las piernas con sus medias blancas o de cristal.

Trajeron acentos diversos, costumbres modernas. Sí, ya se me escapan los ángulos iluminados de aquellas mesas regadas de champán en las que siempre se rompía alguna copa y mi abuela se santiguaba y los niños deseábamos recitar nuestro poema. En esa florida idealización de la infancia, pensaba que todos envidiaban a una familia como la mía de ingenieros, maestras y músicos siempre chistosos.

En una feria del libro, el tío Ramón vino a verme a la caseta, y posó ufano en la foto con el pulgar levantado: “Lo he hecho, porque así parece que la cosa va bien de ventas”, me dijo cómplice. Y cuando el tío Juan me llevó a comer pulpo a feira por última vez, pensé lo arduo que habría­ sido para él hacer apellido en A Coruña, las veces que tendría que deletrearlo. O el primer día en que les dijo a sus hijos: campo de rubí, eso es lo que significa.

Mi madre todavía no ha advertido –o ha hecho mutis– que servidora ha recuperado su segundo apellido en la firma de todo aquello que escribe. Hace tiempo que la abrevié por economizar palabras, aburrir menos. Hoy me interpela: tantos años leyendo y escribiendo sobre feminismo y yo, a mis limones, contando sílabas.

No es tarde para que, mientras mi madre me siga leyendo, vea la rúbrica completa, la parte simbólica de mi hijidad, aunque nunca le haya importado.

“Escribir un deseo es un acto de confirmación”, dice Camila Sosa en El viaje inútil (Tusquets). De ahí el impulso de esbozar estas letras respondiendo al deseo de asir fuerte esa ráfaga de los Camprubí, la fosforescencia de su espíritu, disfrazados de Don Juan Tenorio o cantando boleros y tangos, el abuelo al piano, como si la vida no tuviera fin.

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27 de junio de 2025

(LV)

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Van Morrison, solo para adultos

Y allá que fuimos, a las Noches del Botánico en procesión religiosa, cuatro mil veteranos con nervios de adolescente dispuestos a regresar a la belleza salvaje con sir Van Morrison. Seis minutos antes de la hora prevista, en el escenario de la Complutense apareció ese tirano adorable, malhumorado y lacónico; el mito que detesta el espectáculo pero que nos redime de la vulgaridad.

A punto de cumplir los ochenta, y en el extremo opuesto a la onda de corazoncitos digitales, Van Morrison no mostró simpatía alguna. ¿Y empatía? Palabreja absurda para el León de Belfast que solo viene a cantar y a tocar. Comparte su don y se larga al hotel. “La música es mi empleo. El resto es pura mierda. El tipo de mierda que la fama atrae es muy oscura. Me gusta la música, eso es todo”, declaraba cuando aún concedía alguna entrevista.

Van Morrison nos levantó de la nadería a puños, con su voz arrolladora, capaz de retar la edad, derrochando amor y furia en 90 minutos. A ratos melancólico, místico sin ínfulas, sacudido por ese latido negro que mamó en los discos que su padre –un electricista melómano– se trajo de Detroit: Solomon Burke, Ray Charles, Muddy Waters. En el Botánico, nos enseñó que las enormes pantallas digitales solo sirven para lucir su firma en letra inclinada. Ni un zoom, ni un acercamiento a su saxo, pero tampoco ni un solo logo de patrocinador. Van no pertenece a nadie, ni siquiera a su público. Lo suyo es otra cosa, ajena a toda complacencia, casi como un dispensador de felicidad que tolera mal que le den las gracias.

“Es el único festival musical organizado por una universidad”, me recordaba unas horas antes el responsable de prensa de las Noches del Botánico. Se nota en las colas educadas sin avalanchas ni pisotones, o en el detalle de servir en las barras un vino digno, no aguarrás. También me contó que vería hamacas entre los arces y castaños viejos para tumbarse después del concierto. Pero el culto a Morrison, en directo, te lava con filosofía y te manda de vuelta a casa. A vibrar. Con su banda alcanza un virtuosismo musical que los puretas reconocemos como la única droga que sienta bien. No hay química que logre estimular el amor como sus baladas ni soplarle a la tristeza como sus rhythm’n’blues. Van repite la letra, la ondula y la conduce hasta lo más profundo de su eco, ah la eterna levedad.

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16 de junio de 2025

Unsplash

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El mundo en un vinilo

Sin compararnos con los preparacionistas y sus kits de supervivencia para encarar la llegada del apocalipsis, los conspiranoicos que en todo atisban manos negras o los desconfiados de que cualquier tiempo futuro sea mejor, lo cierto es que nos embarga una sensación de colapso. Parece que nuestra cabeza, e incluso nuestro mundo, estén abarrotados como el buzón del correo, a punto de bloquearse. “No más acontecimientos históricos”, suplican algunos ciudadanos que sienten un pavor inclasificable. Cuanto más exaltamos los placeres sencillos, más sofisticada se pone la inteligencia, de forma que lo artificial parece poder superar gran parte de las limitaciones humanas, excepto la estupidez.

Tantos debates estériles sobre energía, seguridad o aranceles nos distraen de un vacío que se agiganta. Entre mis amigos ha regresado la fantasía del pueblo, el huerto y las gallinas, una tendencia que siempre inspira más a los urbanitas que a los nativos rurales. Porque esa idealización del pan recién horneado y las sombras frescas en los empedrados esconde los hedores porcinos y la visión inclemente del campo yermo.

Desde hace algunos días he encontrado una chispa de alegría en los vídeos de una tienda de vinilos del Mercado de las Pulgas de París. Las paredes, cubiertas de portadas que nos recuerdan lo jóvenes que fuimos, acogen a sus visitantes que eligen viejos elepés mientras se mueven al ritmo de Lisa Stansfield o Womack & Womack. Por un instante, se borra toda marca de los pequeños dolores que se inscriben en el ánimo y ese cuchitril se convierte en un santuario de felicidad.

No hay un gesto de dimisión en el acto de comprar una radio de pilas –glorificadas por el apagón–, un tocadiscos o una máquina de escribir sino de autosuficiencia. Nos hemos hecho dependientes de una comodidad incómoda, y hasta pretendemos que el mando a distancia gradúe la intensidad de nuestras vidas como un medicamento regula la serotonina cada vez más insatisfecha.

Yo había olvidado cuánta dicha cabe en un vinilo mientras la aguja surca el disco negro y de repente tropieza con esa raya que nos hace recordar cuán imperfectos somos. Fluir es un verbo de moda que anula el compromiso. Girar, en cambio, es un desafío constante que abraza los temblores del alma y del cuerpo. Deja que suene la música.

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15 de mayo de 2025

EFE/Torben Christensen

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Kravitz y el rock de las chicas

 

Nos llamaban rockeras, y nos complacía. Todavía cortas de identidad, sentíamos la cadera suelta, desplazada por el ritmo sincopado, los riffs de guitarra y las voces rotas. Nos interesaba más la estética del rock que los acordes de quinta rompiendo la barrera del sonido. A veces bastaba una chaqueta de cuero y la melena despeinada para creerse bendecida por la ruptura de los ideales burgueses.

Cuando Burning entonaba “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?” y Nacha Pop recordaba a la Chica de ayer jugando con las flores de su jardín, nos sentíamos interpeladas. ¡Éramos nosotras! Pero también soportábamos que Lennon en Run of life cantara que prefería ver a la mujer de sus sueños muerta que con otro hombre. Hoy, en cambio, criticamos las letras de los hits que escuchan nuestras hijas, del rap al trap, pasando por el reguetón, sin recordar aquel rock misógino y abusón que tanto nos fascinaba. Con él practicábamos una especie de vaciado de contenido, agarrándonos a sus formas, a su actitud, a la chulería sexy.

Asistí al concierto de Lenny Kravitz en Madrid, y me resultó asombroso que saludara encomendándose a la palabra amor, la más repetida durante su actuación. Con su look icónico, dejaba asomar un breve top metalizado al estilo Rabanne, Lenny empezó a rezar cantándole a Dios I belong to you. Sin estupor, ese temazo que siempre sonó romántico se convertía en una oración ante un público devoto. El músico explicó en The Guardian que halló refugio en la espiritualidad tras descubrir en terapia que no quería ser como su padre; él rompería con “la maldición de la infidelidad” familiar. Tan en serio se lo ha tomado que suma nueve años de celibato.

Es curioso que el prestigio moral de las estrellas del rock se haya medido más por la transgresión y el escándalo que por la excelencia y el compromiso, enredados en el cliché de los malotes melenudos de negro riguroso.

En el concierto de Lenny, el factor femenino se deslizó por el escenario entre todos los músicos: en su ropa, en sus sombreros, en sus cinturas. Una sensualidad encantada impregnaba el antiguo Palacio de los Deportes, sin ingenuidad, con curvas. En el minuto 3.44 de I belong to you, en su estribillo, sentí que la segunda voz me conducía a lo que todavía quiero ser en la vida. Esa levedad profunda. Ese eco. Ese rock.

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24 de abril de 2025

Las cosas humanas de Katherine Tuil (Adriana Hidalgo Ed.)

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¿Qué se puede hacer con este dolor?

 

Hace diez años un chico modélico, un rubio nadador llamado Brock Turner, violó a una chica que había bebido demasiado en el campus de la Universidad de Stanford. En el juicio, Brock atribuyó su acción a la influencia de “la cultura de fiesta y las conductas de riesgo”, lo que hoy se denomina “cultura de la violación”. El juez se mostró piadoso con un muchacho que tan solo fue condenado a seis meses –cumplió la mitad–. El estupor de Biden o Harris, entonces fiscal general, resultó estéril. Mientras que la coca, el alcohol y las bragas que los chavales deben alzar como un trofeo –previa caza de sus portadoras– siguen prodigándose entre estudiantes de élite.

El libro Las cosas humanas de Katherine Tuil (Adriana Hidalgo/Amsterdam) se inspira en este caso para activar el entramado de voces subjetivas que entonan su verdad. La contundencia del agresor choca con la incomodidad de la agredida. “¿Usted se masturba?”, “¿Tenía novio?”, “¿Por qué no pidió auxilio?”, “¿Sintió placer?”, le preguntan abogados y jueces que, más allá de los hechos, enjuician la vida sexual de la demandante. Las feministas francesas de los setenta reclamaban que estos procesos tuvieran alcance público –así lo quiso Gisèle Pelicot– a fin de destapar el calvario que mortifica a todas aquellas que no encajan con el perfil de la buena víctima.

Que solo un 8% de las españolas denuncie una agresión sexual demuestra la poca confianza en la justicia y la falta de red. Vergüenza, estigma y el miedo a que su palabra no valga. Lo repitió la denunciante de Alves al inicio del proceso: “No me creerán”. A pesar de la infradenuncia, cada día se notifican 14 violaciones y 55 agresiones sexuales. Una de cada cuatro solo se lo cuenta a la policía. El secreto ensordecedor es el refugio de las mujeres heladas, conscientes de que serán señaladas por haberse metido en la boca del lobo. Se acercaron demasiado, bailaron con su agresor –como en el caso Alves– cuya denunciante incluso entró en el baño con él, y perdió “fiabilidad” y brillo.

Así lo afirman los jueces del TSJC que echaron de menos un vídeo, mira por dónde, demostrando que la sexualidad sigue siendo un terreno resbaladizo, embarrado por los mitos de toros salvajes y mantis religiosas. El nuevo paradigma de la igualdad no ha conseguido terminar con el bucle de revictimización de una mujer violada. Y ¿qué se puede hacer con este dolor?

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3 de abril de 2025

'Vivir en zapatillas' de Pascal Bruckner (Siruela, 2024)

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La vida en zapatillas

 

La relación entre enfermedad y literatura o entre la inmovilidad y el arte es tan prolija como fecunda. Jorge Herralde me contó en una ocasión que gracias a la tuberculosis pasó un año leyendo a Sartre, y esa lectura le ayudó a articular el malestar que sentía ante una sociedad frente a la que tenía muchas cosas en contra. El editor cortó con los amigos de entonces y emprendió una nueva senda: “Me adecué a la parte más levantisca de mi tiempo, versus la parte más convencional, burguesa o directamente facha”.

Mucho me ha intrigado el efecto desatascador que produce la convalecencia. De pequeña, idealizaba esos balnearios donde se refugiaban autores como Màrius Torres, Salvat-Papasseit, Katherine Mansfield, Chéjov o Gesualdo Bufalino para calmar sus crisis con toses ensangrentadas. Desde el asma de Marcel Proust hasta la columna quebrada de Frida Kahlo, quedarse postrados en un lecho, expulsados de la vida activa –también de todas sus servidumbres–, entraña el paradójico acceso a una lucidez que se antoja incompatible con la vida frenética y competitiva.

En una reunión de amigas, todas ellas muy exitosas, les conté que empezaba a identificarme con el título del último ensayo de Pascal Bruckner, Vivir en zapatillas (Siruela), que analiza la tentación –y el peligro– de renunciar al mundo actual y achicarse. Todas me miraron raro, y ya no me atreví a confesarles que, desde hace un par de navidades, mi lista de regalos deseados ha sido colonizada por sábanas blancas de 300 hilos, calcetines de cachemir o zapatillas forradas con pelo de borrego. Toda una declaración de intenciones y certidumbres: ¿cómo concebir una ráfaga de felicidad sin el placer de sentirse a salvo con un libro y los pies ca­lientes?

La democracia liberal sigue en shock ante la acometida de un trumpismo desatado y sin complejos, que hace apología de la ignorancia y la grosería. Sin olvidar la vileza. Cierto es que, mientras unas deseamos andar en zapatillas por la vida, sin necesidad de pasar por un sanatorio, otros se calzan botas de escalar para dominar el vértigo en las escarpadas pendientes. La tentación de alejarse del debate público es recurrente, pero ¿quiénes adiestrarán a la generación que posee la llave de un futuro que ahora mismo es aún más fungible que el presente?

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18 de marzo de 2025

Eric Yerno

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Nada es para tanto

 

Pueden tenerse deseos cuando se está a punto de morir; el primero: “Vamos a desdramatizar la muerte”. Pueden dictarse caprichos postrado ya en el lecho –un mes sin poder comer sólido–, como pedir ese licor amargo que a uno le daban como premio de niño, el Aperol. O una mousse de chocolate y el suflé de queso que le preparaba su madre, Mimí. Se puede decir: “Para mí ahora cada día es Navidad”. Así lo hizo Eric Yerno, un viejo amigo que murió en viernes 13, el pasado mes de diciembre.

Francés de padre granadino y audaz comunicador, moldeó la escena de la moda en España junto a Kenzo o Albert Elbaz. No en vano, era nieto de una maniquí de atelier nacida en Orán. Lo que ocurrió con Eric fue que, sin ánimo de ejemplaridad, nos regaló a familia y amigos una clase magistral de saber irse. Abrigado por su sarcasmo, exhibiendo su humor negro hasta el final –“preferiría no reencarnarme, por si me toca ser hormiga”–, no escatimó en dulzura. Es más, la paladeaba como el caviar al pronunciar “es adorable”. No quiso cortejo fúnebre. Su madre y su hermana llevan unas perlas con sus cenizas dentro, acaso un acto de belleza final.

En nuestra cultura quejumbrosa y trágica, pero absorta al tiempo en las despampanantes luces de la felicidad, poco hemos sabido convivir con la muerte. En el cementerio de Praga, sobre las tumbas, se levantan estatuas de parejas que regurgitan una luz melodiosa, inclinados uno sobre el otro, como en un poema de Emily Dickinson. Saber vivir entraña saber morir. De ahí que, hoy, cuando la enfermedad es mucho más que una metáfora, florezcan los libros que abordan el duelo y la muerte, los mismos que hace diez años hubieran sido expulsados de cualquier estantería. Ese tabú, ese mal fario. Ese algo que ya no está allí pero estuvo.

A Eric le llevé uno de esos libros, el de Delphine Horvilleur: Vivir con nuestros muertos (Asteroide). Una semana después me contó que lo había ojeado tan solo para comprobar la traducción. En su lugar, prefirió las páginas de Le barman du Ritz, de Philippe Collin, una historia de la Francia ocupada con dry martinis. Llegó hasta la página 314, justo cuando el barman cumplía su misma edad, sesenta años, y brindaba con Cocteau, Jünger y Florence Gould. Sí, Eric, nada es para tanto.

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27 de febrero de 2025
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La caprichosa rueda de la fama

 

Cuando un personaje alcanza la fama, un escuadrón de publicistas levanta a su alrededor un muro para protegerlo de aquello que precisamente perseguía: el éxito. Todos los artefactos del capita­lismo de la vigilancia caerán sobre él como una maldición. Perderá los privilegios de la gente anónima –que son innumerables– y precisará incluso de protección física.

Los más sensatos se dirán que no merece la pena, que esa clase de admiración es una circunstancia que poco tiene que ver con uno mismo, pero una mayoría será feliz dentro del traje, dejándose conducir en el asiento mullido de un coche oscuro. Si una celebrity no cuenta con seis empleados provistos de pinganillos que correteen inquietos a su alrededor, como si aguardaran una ambulancia, no pasa de famosillo. Bien lo saben esos mánagers cuyo papel consiste en multiplicar el atractivo de su representado mediante un relato que lo convierta en personaje, vaciando a la persona.

Los periodistas estamos acostumbrados a las entrevistas “de promoción” con estrellas que solo se pliegan a ellas por exigencias del contrato, pautando minutos y preguntas. “No se habla de la vida personal”, recuerda el agente de turno, escoltado por dos asistentes enfadados. Incluso insisten en traducir personalmente una frase para modificarla, y sus semblantes acaban por inhibir la ambición de quien pregunta tratando de huir de lugares comunes para hallar un latido de significación entre tanta palabra hueca. “Last one”, avisa con desdén la guar­diana, si se agota el tiempo concedido.

Me pregunto cuál es el secreto para que la imagen de unos se mantenga firme y la de otros se disipe. Juguetes rotos, llamamos a aquellos que alcanzaron la cumbre y acabaron reventados. La fama es una compleja maquinaria que deglute y clona, encumbra y aniquila. Porque esos personajes públicos que imitamos o ridiculizamos, cuyos nombres utilizamos para una mascota o como una broma entre amigos, son un espejo de aquello que nos atrae y, a la vez, nos repugna. Por lo demás, la fama siempre ha sido un envase al vacío.

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23 de enero de 2025

Libros de Asteroide, 2024

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Reivindicación de la dulzura

 

El Caribe es un estado mental, más allá de su mar turquesa o esmeralda, un mar cambiante de azules donde la luz despliega toda su verdad. “Dios está en el paisaje”, leo en Las propiedades de la sed de Marianne Wiggins (Libros del Asteroide). Basta con alzar los ojos del libro para cubrirse de asombro ante las filigranas del atardecer. Pasé los últimos días del año admirando la hospitalidad de los isleños que pintan sus casas de amarillo limón y verde jade, o de azul y rosa pastel, acaso como un acto de resistencia a una vida gris. Y pude reflexionar sobre una cualidad que apenas nombramos, tan ocupados en la resiliencia o la empatía. Me refiero a la dulzura, de la que Aristóteles aseguró que era “un medio entre el arrebato, que conduce siempre a la cólera, y la impasibilidad que no puede nunca llegar a sentirla”.

Adulterada por lo cursi y naif, no ha sido explorada en nuestra cultura. Porque la verdadera dulzura no es azucarada, ni blanda, ni boba, ni aduladora, y nada tiene que ver con los manuales de autoayuda. Se trata de una inclinación consciente de no extraviar el cuidado ni la belleza de cada momento. Dulzura es tener en cuenta lo fácil que resulta lastimar al otro, dejarle un rasguño encima de las heridas que ya acumula, y evitar sumar amarguras. Considerada como la inteligencia de la sensibilidad o la elegancia del espíritu, la dulzura no solo es ternura o indulgencia; también es compromiso.

Una de las filósofas que más ahondaron en ella fue Anne Dufourmantelle, en su Potencia de la dulzura (Nocturna). Para esta especialista en Jacques Derrida –con quien escribió La hospitalidad–, la dulzura es un enigma: “Puede darle la vuelta al mal y deshacerlo mejor que ninguna otra respuesta”. La pensadora insistía en humanizar el miedo y la angustia, y en aplicar una ondulación del ánimo para acoger lo inesperado. Ese instante en que la vida cambia por completo y hay que convertir la vulnerabilidad en confianza.

Anne murió en la playa de Ramatuelle en julio del 2017. Se lanzó al mar para salvar a unos chicos que custodiaba, y las olas la tumbaron. Al llegar a la orilla, poco antes de morir, preguntó a los socorristas: “¿Cómo están los chavales?”. Su reivindicación de la dulzura debería calar algún año nuevo en esta durísima costra terrestre.

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9 de enero de 2025

'Sin relato' de Lola López Mondéjar (Anagrama, 2024)

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Síndrome del pensamiento cero

 

¿Cuántos adolescentes sufren un malestar sin nombre? Una especie de vaciado que estimula la sensación de acercarse a la nada. Una mezcla de abatimiento, tristeza y desmotivación que apenas logran explicar, pues no han desarrollado la capacidad para enhebrar una historia y se limitan a recoger un puñado de anécdotas, la mayoría sacadas del móvil. Huérfanos de los grandes relatos que antaño explicaban la existencia, así como de aquellos modelos que nos ayudaron a proyectar nuestra propia identidad, apenas logran refle­xionar sobre sí mismos, inca­pa­ces ­­de descifrar el vapor de su intimidad.

Acumulamos hoy infinidad de textos e imágenes y nos infoxicamos con opiniones contundentes que a menudo se desvanecen al instante. En cambio, se elimina la filosofía, llave para abrir todo conocimiento, de los programas académicos. Los tutoriales y la autoayuda han sustituido a las enseñanzas de Marco Aurelio, Montaigne o Kant al tiempo que los porqués de la existencia se adormecen con vanas gratificaciones instantáneas. Pasatiempos insulsos que dejan una sensación de existencia desnutrida, pero enganchan.

Escribo estas líneas sumergida en la fascinante lectura de Sin relato. Atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad, de Lola López Mondéjar, el último premio Anagrama de ensayo. En sus páginas hallo claves precisas que explican ese malestar contemporáneo que va asociado a la renuncia al saber. La autora afirma que uno de los modelos actuales, mal que nos pese, es la ignorancia. “Donald Trump –afirma– sería el paradigma de este síntoma social, que bauticé hace algunos años como estultofilia”. López Mondéjar ahonda en la negación de atreverse a pensar y sostiene que no es propiamente la cultura digital la que impide a los jóvenes conectar con su yo, sino la superficialidad de lo virtual.

Y es que, a pesar de la actual sobredosis de autoficción, hemos entregado las claves de nuestro relato al big data, como si no fuéramos ya más que algoritmos en lugar de los restos de ¿la última civilización humana?­

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15 de noviembre de 2024
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