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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 tiene una columna de opinión en La Vanguardia. 

'Vivir en zapatillas' de Pascal Bruckner (Siruela, 2024)

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La vida en zapatillas

 

La relación entre enfermedad y literatura o entre la inmovilidad y el arte es tan prolija como fecunda. Jorge Herralde me contó en una ocasión que gracias a la tuberculosis pasó un año leyendo a Sartre, y esa lectura le ayudó a articular el malestar que sentía ante una sociedad frente a la que tenía muchas cosas en contra. El editor cortó con los amigos de entonces y emprendió una nueva senda: “Me adecué a la parte más levantisca de mi tiempo, versus la parte más convencional, burguesa o directamente facha”.

Mucho me ha intrigado el efecto desatascador que produce la convalecencia. De pequeña, idealizaba esos balnearios donde se refugiaban autores como Màrius Torres, Salvat-Papasseit, Katherine Mansfield, Chéjov o Gesualdo Bufalino para calmar sus crisis con toses ensangrentadas. Desde el asma de Marcel Proust hasta la columna quebrada de Frida Kahlo, quedarse postrados en un lecho, expulsados de la vida activa –también de todas sus servidumbres–, entraña el paradójico acceso a una lucidez que se antoja incompatible con la vida frenética y competitiva.

En una reunión de amigas, todas ellas muy exitosas, les conté que empezaba a identificarme con el título del último ensayo de Pascal Bruckner, Vivir en zapatillas (Siruela), que analiza la tentación –y el peligro– de renunciar al mundo actual y achicarse. Todas me miraron raro, y ya no me atreví a confesarles que, desde hace un par de navidades, mi lista de regalos deseados ha sido colonizada por sábanas blancas de 300 hilos, calcetines de cachemir o zapatillas forradas con pelo de borrego. Toda una declaración de intenciones y certidumbres: ¿cómo concebir una ráfaga de felicidad sin el placer de sentirse a salvo con un libro y los pies ca­lientes?

La democracia liberal sigue en shock ante la acometida de un trumpismo desatado y sin complejos, que hace apología de la ignorancia y la grosería. Sin olvidar la vileza. Cierto es que, mientras unas deseamos andar en zapatillas por la vida, sin necesidad de pasar por un sanatorio, otros se calzan botas de escalar para dominar el vértigo en las escarpadas pendientes. La tentación de alejarse del debate público es recurrente, pero ¿quiénes adiestrarán a la generación que posee la llave de un futuro que ahora mismo es aún más fungible que el presente?

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18 de marzo de 2025

Eric Yerno

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Nada es para tanto

 

Pueden tenerse deseos cuando se está a punto de morir; el primero: “Vamos a desdramatizar la muerte”. Pueden dictarse caprichos postrado ya en el lecho –un mes sin poder comer sólido–, como pedir ese licor amargo que a uno le daban como premio de niño, el Aperol. O una mousse de chocolate y el suflé de queso que le preparaba su madre, Mimí. Se puede decir: “Para mí ahora cada día es Navidad”. Así lo hizo Eric Yerno, un viejo amigo que murió en viernes 13, el pasado mes de diciembre.

Francés de padre granadino y audaz comunicador, moldeó la escena de la moda en España junto a Kenzo o Albert Elbaz. No en vano, era nieto de una maniquí de atelier nacida en Orán. Lo que ocurrió con Eric fue que, sin ánimo de ejemplaridad, nos regaló a familia y amigos una clase magistral de saber irse. Abrigado por su sarcasmo, exhibiendo su humor negro hasta el final –“preferiría no reencarnarme, por si me toca ser hormiga”–, no escatimó en dulzura. Es más, la paladeaba como el caviar al pronunciar “es adorable”. No quiso cortejo fúnebre. Su madre y su hermana llevan unas perlas con sus cenizas dentro, acaso un acto de belleza final.

En nuestra cultura quejumbrosa y trágica, pero absorta al tiempo en las despampanantes luces de la felicidad, poco hemos sabido convivir con la muerte. En el cementerio de Praga, sobre las tumbas, se levantan estatuas de parejas que regurgitan una luz melodiosa, inclinados uno sobre el otro, como en un poema de Emily Dickinson. Saber vivir entraña saber morir. De ahí que, hoy, cuando la enfermedad es mucho más que una metáfora, florezcan los libros que abordan el duelo y la muerte, los mismos que hace diez años hubieran sido expulsados de cualquier estantería. Ese tabú, ese mal fario. Ese algo que ya no está allí pero estuvo.

A Eric le llevé uno de esos libros, el de Delphine Horvilleur: Vivir con nuestros muertos (Asteroide). Una semana después me contó que lo había ojeado tan solo para comprobar la traducción. En su lugar, prefirió las páginas de Le barman du Ritz, de Philippe Collin, una historia de la Francia ocupada con dry martinis. Llegó hasta la página 314, justo cuando el barman cumplía su misma edad, sesenta años, y brindaba con Cocteau, Jünger y Florence Gould. Sí, Eric, nada es para tanto.

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27 de febrero de 2025
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La caprichosa rueda de la fama

 

Cuando un personaje alcanza la fama, un escuadrón de publicistas levanta a su alrededor un muro para protegerlo de aquello que precisamente perseguía: el éxito. Todos los artefactos del capita­lismo de la vigilancia caerán sobre él como una maldición. Perderá los privilegios de la gente anónima –que son innumerables– y precisará incluso de protección física.

Los más sensatos se dirán que no merece la pena, que esa clase de admiración es una circunstancia que poco tiene que ver con uno mismo, pero una mayoría será feliz dentro del traje, dejándose conducir en el asiento mullido de un coche oscuro. Si una celebrity no cuenta con seis empleados provistos de pinganillos que correteen inquietos a su alrededor, como si aguardaran una ambulancia, no pasa de famosillo. Bien lo saben esos mánagers cuyo papel consiste en multiplicar el atractivo de su representado mediante un relato que lo convierta en personaje, vaciando a la persona.

Los periodistas estamos acostumbrados a las entrevistas “de promoción” con estrellas que solo se pliegan a ellas por exigencias del contrato, pautando minutos y preguntas. “No se habla de la vida personal”, recuerda el agente de turno, escoltado por dos asistentes enfadados. Incluso insisten en traducir personalmente una frase para modificarla, y sus semblantes acaban por inhibir la ambición de quien pregunta tratando de huir de lugares comunes para hallar un latido de significación entre tanta palabra hueca. “Last one”, avisa con desdén la guar­diana, si se agota el tiempo concedido.

Me pregunto cuál es el secreto para que la imagen de unos se mantenga firme y la de otros se disipe. Juguetes rotos, llamamos a aquellos que alcanzaron la cumbre y acabaron reventados. La fama es una compleja maquinaria que deglute y clona, encumbra y aniquila. Porque esos personajes públicos que imitamos o ridiculizamos, cuyos nombres utilizamos para una mascota o como una broma entre amigos, son un espejo de aquello que nos atrae y, a la vez, nos repugna. Por lo demás, la fama siempre ha sido un envase al vacío.

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23 de enero de 2025

Libros de Asteroide, 2024

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Reivindicación de la dulzura

 

El Caribe es un estado mental, más allá de su mar turquesa o esmeralda, un mar cambiante de azules donde la luz despliega toda su verdad. “Dios está en el paisaje”, leo en Las propiedades de la sed de Marianne Wiggins (Libros del Asteroide). Basta con alzar los ojos del libro para cubrirse de asombro ante las filigranas del atardecer. Pasé los últimos días del año admirando la hospitalidad de los isleños que pintan sus casas de amarillo limón y verde jade, o de azul y rosa pastel, acaso como un acto de resistencia a una vida gris. Y pude reflexionar sobre una cualidad que apenas nombramos, tan ocupados en la resiliencia o la empatía. Me refiero a la dulzura, de la que Aristóteles aseguró que era “un medio entre el arrebato, que conduce siempre a la cólera, y la impasibilidad que no puede nunca llegar a sentirla”.

Adulterada por lo cursi y naif, no ha sido explorada en nuestra cultura. Porque la verdadera dulzura no es azucarada, ni blanda, ni boba, ni aduladora, y nada tiene que ver con los manuales de autoayuda. Se trata de una inclinación consciente de no extraviar el cuidado ni la belleza de cada momento. Dulzura es tener en cuenta lo fácil que resulta lastimar al otro, dejarle un rasguño encima de las heridas que ya acumula, y evitar sumar amarguras. Considerada como la inteligencia de la sensibilidad o la elegancia del espíritu, la dulzura no solo es ternura o indulgencia; también es compromiso.

Una de las filósofas que más ahondaron en ella fue Anne Dufourmantelle, en su Potencia de la dulzura (Nocturna). Para esta especialista en Jacques Derrida –con quien escribió La hospitalidad–, la dulzura es un enigma: “Puede darle la vuelta al mal y deshacerlo mejor que ninguna otra respuesta”. La pensadora insistía en humanizar el miedo y la angustia, y en aplicar una ondulación del ánimo para acoger lo inesperado. Ese instante en que la vida cambia por completo y hay que convertir la vulnerabilidad en confianza.

Anne murió en la playa de Ramatuelle en julio del 2017. Se lanzó al mar para salvar a unos chicos que custodiaba, y las olas la tumbaron. Al llegar a la orilla, poco antes de morir, preguntó a los socorristas: “¿Cómo están los chavales?”. Su reivindicación de la dulzura debería calar algún año nuevo en esta durísima costra terrestre.

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9 de enero de 2025

'Sin relato' de Lola López Mondéjar (Anagrama, 2024)

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Síndrome del pensamiento cero

 

¿Cuántos adolescentes sufren un malestar sin nombre? Una especie de vaciado que estimula la sensación de acercarse a la nada. Una mezcla de abatimiento, tristeza y desmotivación que apenas logran explicar, pues no han desarrollado la capacidad para enhebrar una historia y se limitan a recoger un puñado de anécdotas, la mayoría sacadas del móvil. Huérfanos de los grandes relatos que antaño explicaban la existencia, así como de aquellos modelos que nos ayudaron a proyectar nuestra propia identidad, apenas logran refle­xionar sobre sí mismos, inca­pa­ces ­­de descifrar el vapor de su intimidad.

Acumulamos hoy infinidad de textos e imágenes y nos infoxicamos con opiniones contundentes que a menudo se desvanecen al instante. En cambio, se elimina la filosofía, llave para abrir todo conocimiento, de los programas académicos. Los tutoriales y la autoayuda han sustituido a las enseñanzas de Marco Aurelio, Montaigne o Kant al tiempo que los porqués de la existencia se adormecen con vanas gratificaciones instantáneas. Pasatiempos insulsos que dejan una sensación de existencia desnutrida, pero enganchan.

Escribo estas líneas sumergida en la fascinante lectura de Sin relato. Atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad, de Lola López Mondéjar, el último premio Anagrama de ensayo. En sus páginas hallo claves precisas que explican ese malestar contemporáneo que va asociado a la renuncia al saber. La autora afirma que uno de los modelos actuales, mal que nos pese, es la ignorancia. “Donald Trump –afirma– sería el paradigma de este síntoma social, que bauticé hace algunos años como estultofilia”. López Mondéjar ahonda en la negación de atreverse a pensar y sostiene que no es propiamente la cultura digital la que impide a los jóvenes conectar con su yo, sino la superficialidad de lo virtual.

Y es que, a pesar de la actual sobredosis de autoficción, hemos entregado las claves de nuestro relato al big data, como si no fuéramos ya más que algoritmos en lugar de los restos de ¿la última civilización humana?­

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15 de noviembre de 2024

'Cuál es tu tormento' de Sigrid Nunez (Anagrama)

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Por qué nos atormentamos los domingos por la tarde

 

El domingo es un día bicéfalo que arranca con una promesa de libertad entre las sábanas. Al despertar, nos sentimos ricos en horas, desprovistos del malhumor que concita la urgencia. Un aire atlético se apropia de nuestro ánimo, y todavía en la cama fantaseamos con todo lo que podríamos ser capaces de hacer. Aunque llueva, la luz lleva el tiempo dentro, al decir de Juan Ramón, y ponemos música, idealizamos el desayuno, damos un paseo junto a terrazas con vermús y berberechos, entramos en algún templo, también valen los museos o los auditorios. Es difícil que nos arrebaten la placidez que en nuestra infancia se le asignó a los domingos por la mañana, dignos de estrenar zapatos, comer arroz con marisco o celebrar aniversarios. Incluso las noticias se comentan con mayor optimismo, como las retiradas de los deportistas, que invocan esa admiración nostálgica del saber irse.

Pero cuando la tarde se escancia, la jornada va mutando su piel dorada y todo parece que termina antes de haberse iniciado. Un blues cae en las habitaciones iluminadas del mundo, no importa dónde estés porque todos los domingos por la tarde se parecen, en Soria o Ca­daqués, Luxemburgo o Chicago. Aunque estemos acompañados, pro­bablemente nos sintamos solos dejando campar a sus anchas al interpretador que llevamos dentro y que nos hace sentir incompletos sin saber muy bien qué responder a la pregunta de Simone Weil que titula el libro de Sigrid Nunez: Cuál es tu tormento .

El tedio irá sustituyendo los deseos, y repetiremos con desgana: “me da igual”, haciéndonos un ovillo y perdonando la tontuna de perder la fe en el futuro. Sin duda es una clase de inapetencia que puede ser reparada con una copa de vino o incluso una clase de yoga somático. Entonces la noche del domingo recobrará su brillo, todas las habitaciones del mundo se parecerán a Nueva York y sonará una elegante música de saxo que nos conducirá a saborear los restos de un día que nace cargado de razón y optimismo, sin embargo al atardecer se des­hilacha logrando hacernos sentir miserables.

Cuando sale la luna, el domingo vuelve a tomar impulso liberándonos de cualquier tormento. Para eso ya están los lunes.

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29 de octubre de 2024

Anagrama, 2024

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Racismo vip

Una repeinada pareja se detiene frente al vagón de un tren con cinco bolsas de shop­ping, ocho maletas y una anciana cogida de la mano. La cola aguarda a que la paquetería de lujo sea introducida en el tren hasta que una señora en silla de ruedas protesta. “Nuestra mamá tiene más de 80 años”, rechistan ellos. No es excusa para tanto tapón y otra voz se lamenta: “Vienen aquí y se hacen los dueños”. El hombre, limpio de complejos, sentencia con acento latino: “Aquí venimos a dejar mucho dinero”. Nos fastidia su pavoneo, que se muestren superiores en lugar de por debajo de nosotros como un bangladesí. ¿Es envidia social o racismo? ¿Plutofobia o escrúpulo moral?

Los miramos con mentalidad de propietarios, como si las cuadras que compran fueran nuestras. En cualquier parte se está a gusto con dinero. Mucho dinero. No hay piel ni etnia que una cartera bien abultada no difumine; por mucho que esta acabe expulsando a los ve­cinos de toda la vida. ¡Welcome latin money! A la Comunidad de Madrid le gusta como suena lo de Li­tt­le Caracas, mucho peor sería Little Habana. En cambio, los fran­ceses encaprichados con el Poblenou barcelonés disimulan su poderío con mayor finura. Ningún Maduro les persigue, ni peligran sus cuentas bancarias. Tampoco son oligarcas, pero deciden desplazarse en busca de terra incognita, nómadas digitales que se resisten a aletargarse.

En Estar en su lugar. Habitar la vida, habitar el cuerpo (Anagrama), Claire Marin reflexiona sobre el deseo nostálgico de tener un lugar propio, en verdad soñado. Todos lo buscamos, desde el subsahariano que cruza el Estrecho, la chilena que coleccionista Boteros hasta los menores no acompañados que se resisten a ocupar un lugar de mierda. Pero, como señala Marin, “un lugar se caracteriza precisamente porque no deja nunca de desplazase, de ser desplazado o desplazar a quien creía que podía instalarse en él”.

Traslademos el malestar ante los caraqueños del tren hasta allí donde explota la pólvora. La mayoría de las guerras estallan por defender un lugar. Es tan fácil olvidar que todos somos extranjeros en alguna parte.

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11 de octubre de 2024

'Mira las luces, amor mío' de Annie Ernaux (Cabaret Voltaire, 2021)

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Piña arriba, plátano abajo

 

Mi abuela actuó con lucidez al cruzarse con quien sería mi abuelo en un pueblo en fiestas. Siguió andando erguida junto a sus amigas, pero dejó caer la peineta al suelo con gracioso disimulo. En el baile, él se le acercó galante: “Creo que esto es tuyo”. Y empezaron a bailar. Sin saberlo, fueron unos adelantados de la mirada furtiva del crossing.

A las parejas que todavía permanecen en estado de encantamiento, les gusta contar dónde se conocieron. Y acostumbran a vestir sus escenas con atardeceres rojos, clubs en penumbra o viajes en tren. Desde que la noche perdió prestigio, rebajando la calidad de los ligues, emergió el gran escaparate de Tinder, una aplicación de encuentros que hoy vive sus horas más bajas ya que la transición de la pantalla a la realidad a menudo reporta asombro y espanto.

La pandemia provocó que lo doméstico y cotidiano se infiltrara en nuestro imaginario, haciendo que muchos aprendiéramos a lavar las toallas con bicarbonato. Pero los hubo que tras un match virtual, se citaron en uno de los pocos espacios que permanecían abiertos: los supermercados. Ahora, esas grandes superficies que desprenden desde algún lugar invisible un aroma fétido han acabado por convertirse en santuarios del ligue. Lo ordinario se ha convertido en excepcional, al tiempo que la viralidad del fenómeno confirma una vez más la defunción del romanticismo. Se trata de poner humor y restar misterio a la atracción. ¿O no desprende intimidad el contenido de nuestro carro?

Durante un año la Nobel Annie Ernaux escribió un diario sobre sus visitas al Alcampo. En Mira las luces, amor mío, subraya esa fiesta de la abundancia y los brillos, a diferencia de quedarse frente a la pantalla. Y reivindica la dignidad literaria del súper porque “aquí nos constituimos en una comunidad de deseos”. ¿Quién va a conformarse con una compra telemática? Acuérdense, eso sí, de las cámaras.

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18 de septiembre de 2024

'Dentro' (Malpaso), de Esmeralda Berbel

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La literatura como ansiolítico

De padre inmigrante pakistaní y madre inglesa, el escritor Hanif Kureishi acumuló en su juventud años de calle tratando a estafadores de poca monta y gigolós antes que a editores. Formado tanto en la escuela de Bromley como en el King’s College, emergió gracias a guiones como Mi hermosa lavandería y novelas como El Buda de los suburbios. Hace año y medio, tras una mala caída en Roma, quedó paralizado, atado a una cama y una sonda durante meses. Incapacitado para levantarse y andar, e incluso para sentarse y escribir. Su lucidez, en cambio, sigue intacta, y está volcado en recuperar alguna parte de su cuerpo vencido. Lo entrevisté poco antes de su accidente y su sarcástica frescura hizo mella en mí. De hecho, nada más conectarnos por Zoom exclamó: “¡Pero cuánta gente hay aquí, esto parece una conferencia en lugar de una entrevista!”. Una frase que ahora me acompaña a llá donde voy con mi hoja de preguntas. Hace unos meses se publicaron en inglés sus crónicas, entradas en un blog que, según asegura, le ayudaron a seguir vivo.

Una vez más, la escritura como terapia emerge a la superficie, y me pregunto cómo el acto de juntar palabras atendiendo “solamente a lo que brilla” –según Sara Torres– puede no solo colmar, sino también curar. El escritor Eloy Fernández Porta reconoce que la escritura íntima sobre su ansiedad fue la única manera de confrontarla. “A veces me pregunto cómo se las arreglan los que no escriben, los que no componen música o pintan, para escapar de la locura, de la melancolía, del terror y pánico inherente a la condición humana”, se plantea el autor de Los brotes negros.

No hace falta volcar demonios sobre la hoja para agarrarse a la vida. La escritura es un gran ansiolítico, pues, mientras estás frente a la línea incipiente, nada malo puede sucederte. Como mucho, abusar de los adjetivos y pecar de lugares comunes. Quizá por eso hoy mucha gente escribe, aunque sea regular, porque el lápiz de la imaginación les ronda. Firmemente instalados en una literatura del yo, nunca habíamos presenciado tal derrame de tragedias familiares y búsquedas personales. La autorreferencia es el sello de un tiempo que ha enaltecido el realismo, eso sí, en historias protagonizadas por uno mismo.

Las de Delphine de Vigan, de Nada se opone a la noche –en la que trata el suicidio de su madre– a Días sin hambre –una crónica personal de la anorexia–, revelan verdades incómodas desvelando el misterio tras la ventana iluminada del edificio de enfrente. Ahora, en Despojos: sobre el matrimonio y la separación (Libros del Asteroide), de Rachel Cusk, o en la brillante La mala costumbre (Seix Barral), de Alana Portero, que cuenta la transición genérica con sangre en la boca, entramos en la alcoba de quienes logran sacar fuera la voz de dentro. Neige Sinno en Triste tigre (Anagrama), ganador del premio Femina, muestra como en una placa radiográfica las heridas que le dejaron las violaciones continuadas de su padrastro. Y lo resume con unos versos de Alejandra Pizarnik: “Recuerdo mi niñez/ cuando yo era una anciana”.

Leo estos días Dentro (Malpaso), de Esmeralda Berbel, donde reflexiona sobre cómo ha aprendido a escribir gracias a llevar diarios desde joven, y siento el pulso tenaz de su mano, la voluntad necesaria para buscar la forma de decirlo, incluso en un día difícil. Berbel se pregunta sobre el lugar del que nace la escritura, ese misterio, y nos contagia su vocación de ser notarios para registrar la ondulación del tiempo, con sus cielos azules, sus hojas caídas, el mar en verano.

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23 de agosto de 2024
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Ítaca es hoy un spa

Vivimos en transición constante a pesar de habitar nuestro microcosmos, bien agarrados a su dibujo para no perdernos; una mónada de las que hablaba el filósofo Leibniz, la guarida mental donde nos definimos y reafirmamos. Miro la llave de madera que me han entregado en el hotel, una delgada lámina con su código invisible, y pienso cómo era yo cuando sostenía las llaves de acero enlazadas a un cordón con una borla granate. Las mismas que se devolvían en recepción y ocupaban pequeños casilleros en una fácil metáfora visual de las habitaciones, produciendo en nosotros diferentes matices como el olor a óxido que nos quedaba en las manos. Vamos cambiando sin percibirlo: nuestros dedos no sienten lo mismo al leer el periódico en papel que posando las yemas sobre la pantalla. Los mostradores, por ejemplo, son hoy más etéreos, menos parapetados. Y BlaBlaCar asciende como la app que más ha crecido este año: muchos jóvenes no quieren ya tener coche propio, pues prefieren los viajes colectivos y más sostenibles. También se sienten más cómodos en una habitación doméstica que en la de un hotel, y no se trata solo de una cuestión económica.

La continua fluctuación nos fascina tanto como nos apabulla, pero no hay otra opción que la de embarcarnos en la nave del tiempo, sin trasnochada melancolía. Urge abrir nuestra mónada y compartir el vaivén de preferencias, o tendencias, que varían nuestra relación con los objetos, incluida la nevera. Piensen si no en aquellos que nos acostumbramos a la leche de avena, e incluso nos entregamos a la religión vegetal de los jugos de arroz o quinoa, y ahora somos alertados de la resurrección de la leche de vaca. “La vamos incorporando a poquito, para que no siente mal”, me recomienda un nutricionista. Igual que un antidepresivo, pienso mentalmente sopesando sus beneficios –“vemos huesos de cristal porque nadie toma leche”– y recordando indigestos malestares. Cuando afirmo, cuál exalcohólica, que no quiero volver atrás, el nutricionista me alerta de que la avena “tiene antinutrientes” y me recomienda que, en todo caso, la tome de almendras. Me apesadumbra tanta indiferencia hacia mi paladar, hecho de costumbres y poco amante de los sobresaltos.

La ideología del bienestar sigue tratando de reparar las grietas que produce la voraz cadena de producción. De ahí al boom de los coachs­ que introducen una dosis de pensamiento mágico en las rutinas cotidianas. Hoy todo es holístico, aunque poco tenga que ver con el pensamiento holista. La pretenciosidad envuelve la sencillez para asombrarnos, y nos ofertan amplios surtidos de sales y panes, tan mal considerados en la dieta saludable. Hace años los huevos tenían que comerse con moderación, y hoy, en cambio, disponemos de barra libre. Entonces, en los gimnasios recomendaban tablas aeróbicas mientras que ahora exaltan las pesas. Entrenamiento-fuerza, te recomendarán si tienes más de cuarenta años, además de stretching o pilates, sin olvidar la meditación con ocho ciclos de respiración profunda. No será nadie si no toma diversos complejos vitamínicos, bayas de Goji, cúrcuma, kale y otras nuevas estrellas del herbolario. Y cuando por fin seamos devotos feligreses de lo saludable, probablemente nos cambien la pauta al cabo de un año, porque habrán descubierto que aquellos hidratos prohibidos ayer son el nutriente principal de nuestro cerebro. Y es que Ítaca, el prometedor destino del poema de Kavafis, no será ya sabiduría y experiencia, sino el nombre de un spa en el que desmayarnos.

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18 de julio de 2024
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