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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 ejerce de columnista de opinión en La Vanguardia.

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¿Para qué se escribe?

Me hice periodista sin saberlo. Durante la infancia me impuse encubrir mi timidez, de forma que aparentaba ser una niña decidida que preguntaba demasiado. No sé cuándo empezó a crecer mi amor por la noticia ni cuándo aprendí a distinguirla del rumor. Probablemente tuvo que ver cuando la chiquillada se reía de una anciana que se sentaba en el suelo, al sol, ro­deada de gatos; los niños decían que no llevaba bragas y se le veían “los pelos”, y ella, a pesar de los insultos, permanecía impasible.

Coincidió con que mi madre me animaba a presentarme a concursos literarios infantiles, como ella misma hizo de joven. Y al ganar el primero me sentí obligada a continuar, por lo que sin pretenderlo encontré una manera de perfilar mi realidad. Aquella era una tarea que me apartaba de los juegos, sí, pero también me ofrecía la posibilidad de ajustar la palabra a la imagen, de batirme en ese misterio. Poco duró mi idilio con la fantasía y los cuentos de amores desgraciados que me inspiraban las canciones de la gran Mari Trini porque una secuencia de muertes volcó mi mirada hacia la realidad. En un paso a nivel ubicado en una curva y con escasa visibilidad, los trenes habían arrollado a vecinos despistados o temerarios. Los agricultores encontraban restos de sangre en sus huertos, y el pueblo entero suplicaba que se cancelase aquel peligro que tenían a tocar de casa. Para colaborar en la causa, le pedí al farmacéutico del pueblo, Abel Boldú, un personaje literario, que me ayudara a contactar con el diario Segre –él había participado en su creación–. Y de aquella manera, informando sobre el maldito paso de la muerte, me convertí ocasionalmente en corresponsal de provincias. Tres años después ocupaba la silla de becaria en la redacción del Diari de Lleida.

El periodismo estaba hecho para impacientes y volubles, inagotables como las noticias: lo que escribías moría al terminar el día. Desde entonces el teclado se convirtió en desierto y paraíso. Leo Zona de obras, un libro que me obliga a dar estas respuestas. Porque en sus páginas asegura que ella se convirtió en yonqui de las siguientes preguntas: “¿Para qué se escribe, por qué se escribe, cómo se escribe?”. Guerriero lo hace con metal de cristal. Parece conocer los secretos de la maquinaria de antiguos relojes que dan la hora según el grado de dolor o de belleza. Y siempre consigue que el lector termine sus textos, desde el hueco que ella abre con cuchara de plata. Creo que para eso se escribe.

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23 de agosto de 2022
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Madres que se van

El mito de la mala madre sigue muy presente en la puerta de cualquier colegio donde una chiquilla aparece en chándal el día de la foto de fin de curso o un niño va de carnaval con un fallido disfraz de robot en papel de aluminio arrugado. Y todavía peor, pende sobre aquella criatura a quien nadie espera a pie de autobús cuando llega de excursión. No nos ponemos en la piel de esa mujer –que podríamos ser nosotras– ni pensamos en una causa grave, sino que la juzgamos por dimitir del (aparente) cuidado de sus hijos, que serán objeto de mofa por parte del grupo. Pero, ¿por qué solo concebimos la negligencia o el desinterés en la madre? La inabarcable cultura del padre ausente sigue siendo tolerada, mientras ella, en cambio, será siempre la responsable porque “una madre es para siempre”.

Begoña Gómez Urzaiz ha escrito un magnífico ensayo titulado Las abandonadoras (Destino), donde perfila a algunas mujeres célebres que dejaron de lado a sus hijos por amor, o por no caer en el alcoholismo –como admitía Doris Lessing–. Se trata también de una historia sobre niñas y niños que fueron arrancados del vínculo maternal. Y lo más valioso es que sus páginas están escritas por la misma mujer que alterna las voces de una periodista autónoma, madre de dos pequeños, que se escapa jornadas enteras de casa para poder escribir, y la de aquella niña que fue, la misma que con una madurez impropia de su edad, se preguntaba dónde estarían los padres de Pippi Calzaslargas. Esa perspectiva moral domina el relato. Por ello, Gómez Urzaiz se pregunta por su malestar ante el egoísmo de Carol –la protagonista de la novela homónima de Patricia Highsmith– y reflexiona por qué le horrorizan tanto los internados. Y se detiene con esmero en “las víctimas”, las que no tenían a nadie que les hiciera una tortilla para cenar. Ahí están Pia Lindström, la hija que Ingrid Bergman abandonó por Rossellini; o Jordi Gurguí, el hijo de Mercè Rodoreda, de quien casi nunca se hizo referencia a su maternidad; o Robin, al que Muriel Spark dejó con cuatro años al cuidado de las monjas de un convento de Rodesia. También topamos con la trágica tristeza de Célile Éluard, que acude a abrazar a Gala, su madre, en el lecho de muerte de Púbol y esta no se lo permite. A través de sus historias, en las que se quiere despegar la culpa inmanente de la mala madre, reflexionamos sobre la cicatriz que permanece imborrable en las dos partes. Y es que Las abandonadoras es la lenta observación de un cortocircuito contra natura.

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26 de julio de 2022
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El riñón del hogar

Son como los riñones de los hogares que no solo filtran los deshechos, sino que recogen las sobras de nuestra ansiedad. Actúan de forma parecida a la red de un trapecio en la que nos dejamos caer para que doten de armonía nuestras casas o atiendan a los nuestros, menores y mayores, porque estamos urgente y terriblemente ocupados en proveer. La condición de extranjeras de muchas de ellas ha fijado en su posición corporal, cargada de espaldas, mientras que sus manos ejercen el milagro cotidiano de quitar la pelusa, la grasa de las ollas, los mocos de los niños. Después de llevarlos al parque y bañarlos, hablan por Skype con los suyos, que enseguida se aburren: “Los hijos pierden el amor de uno”, le cuenta Deybi Vanesa a Cristina Sánchez-Andrade en Fámulas (Anagrama): “Un libro hecho de silencios”.

Se les buscó eufemismos menos clasistas que el de criada o chacha, pero su suerte quedaba a merced de sus empleadores, muchos con tendencia a la explotación. Lo suyo nunca ha sido un hobby, sino un trabajo intenso y reparador ­­–bien lo saben las amas de casa, doctas en economía sumergida–. A las empleadas domésticas se les exige paciencia y humildad, así como validar constantemente la confianza y soportar las inquinas que pueden caer sobre quien administra el orden en un espacio privado: que si roban, mienten, que si te odian como las famosas hermanas Papin, que asesinaron a su patrona y su hija, e inspiraron a Genet: “Nada teníamos contra ellas. Hace demasiado tiempo que somos criadas, eso es todo”, dijo Christine Papin.

El Congreso ha aprobado por mayoría el convenio de la OIT que las protege igual que a cualquier otra persona trabajadora. La homologación de sus derechos repara una grave anomalía: el reconocimiento a lo que estaba sobreentendido como un trabajo miserable, sin derecho al subsidio, aunque consista en solucionarnos la vida mientras nos realizamos.

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1 de julio de 2022
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Un país en obras

Escribo en un lapso silencioso que debo aprovechar con diligencia. Los albañiles han parado para comerse el bocadillo de las diez, aquietando su grúa, la hormigonera y los martillos hidráulicos. Llevamos más de año y medio de forzosa convivencia, frente a frente, y sé que cada mañana a las siete y media, cuando abren la verja metálica, se acuerdan de mí desde que les rogué que lo hicieran con algo más de suavidad –una especie de sexo con amor–. Al día siguiente les llevé unos cruasancitos.

Ahora el silencio se incrusta en el aire todavía limpio y fresco, y puedo oír los ligeros bamboleos de la brisa que mece los árboles. Durante algo más de media hora dispondré de una calma cada vez más rara, y podré articular palabras sin que las chispas de la radial caigan encima del teclado. Vivo en una zona falsamente tranquila. Cuando los taxistas me dejan en la puerta de casa me dicen: “Aquí no hay atascos, ¿eh?”, y a menudo añaden: “¡Cuánto verde!”. No quiero desengañarlos. Mis vecinos son jardineros avezados que utilizan cada día una herramienta distinta (con especial querencia por la sopladora de hojas, que manejan como si fuera una extensión de su virilidad, colocada entre las piernas). Y al estruendo de las máquinas podadoras se le suma el lamento de la radial, un quejido monótono que se cuela en las meninges como la maldita canción del verano.

¡Cuántas veces he creído que las obras me persiguen! Allí donde voy se abre una zanja o demuelen trozos de vida anticuada. Y es que tirar un tabique o cambiar el suelo se ha convertido en un ritual muy español. Tendría que tener un nombre la adicción a las obras con afán de renovar, incluso cuando no es necesario. Tan es así que nuestras ciudades están saturadas de socavones y contenedores de escombros. Durante el 2021 se destinaron 58.001 millones de euros a la ejecución de 51.400 obras, un 78% más que en el 2020 y hasta casi un 40% más que en el momento prepandémico. Pero sospecho que en ese continuo construir y reformar se esconde un malestar: ¿son las grietas de la pared o las nuestras las que queremos arreglar con estridencia?

Cézanne afirmaba que la verdadera tarea del pintor era “hacer el silencio”, y ansiaba convertirse en eco perfecto del paisaje. Porque el ruido contamina y enferma, aunque sobre todo contribuye a que casi nadie esté dispuesto a escuchar. Hacer el silencio también supone la retirada del propio yo. Los operarios han regresado al tajo con sus soldadores, y yo seguiré llevándoles cruasanes para que no me despierten con tanto frenesí.

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8 de junio de 2022
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Putin y la Mona Lisa

 

Para el día de la Victoria, Vladímir Putin se maquilló a la manera de Sarkozy –que contaba con un make up artist en nómina–, aunque no fue suficiente para disimular la hinchazón de su rostro. “Cortisona”, supusieron algunos; “parkinson”, “visitas al oncólogo”, los más osados. Pero ¿por qué diablos un tiparro como él, que pesca truchas con el torso desnudo, luchador de sambo y experto tirador que ha descerrajado la paz en Europa, se sienta con una mantita sobre las piernas? Frente a los féretros de quienes murieron por su capricho, el zar posmarxista, que al estilo de los señores de la guerra camina con los puños apretados, mostró sin pudor un amago de vulnerabilidad. Parecía tener frío, a diferencia de los ancianos excombatientes sentados a su lado. Y todos nos preguntamos qué escondía bajo su manta cuando, a sabiendas de que era observado con lupa, quebró su seriedad concentrada y esbozó una sonrisa al despedirse de su entregado público.

Ante las comisuras de Putin ocurre igual que con la Mona Lisa: la primera vez que la observas, atinas a ver una sonrisa; a la segunda, dudas, y a la tercera crees que su rictus esconde una amarga melancolía. La mirada del dictador es afilada, pero sus labios insisten en estirarse reproduciendo ese gesto universal que dulcifica la gravedad de la existencia. Son esos instantes en que, como precisaba Simone Weil en La gravedad y la gracia, se produce un breve destello que hace olvidar la carga, y la sonrisa se convierte en un feliz sobresalto.

“Cuando ante una cámara se nos pide que sonriamos, actuamos de manera valiente. Pero si el proceso se demora, basta una fracción de segundo para que nuestras sonrisas se conviertan en muecas incómodas. (...) Una sonrisa es como un sonrojo: una respuesta, no una expresión en sí misma”, escribe Nicholas Jeeves en su ensayo La sonrisa en el retrato . El profesor de arte de Cambridge explica por qué los personajes no sonríen en los cuadros hasta el Renacimiento, cuando se empezaron a mostrar los dientes, pues antes era una muestra de vulgaridad y mal gusto –solían ser negros–. Solo a los borrachos, los miserables, lascivos y, por supuesto, a los inocentes les estaba permitido reír en las obras de arte.

Hoy, al retirarnos las mascarillas, volvemos a topar con las sonrisas. Las falsas y las auténticas. Fue el neurólogo francés Guillaume Duchenne quien dio con la verdadera, la que se produce debido a la contracción de los músculos cigomáticos, que arquean nuestros labios al tiempo que el músculo orbicular eleva las mejillas, formando esas reconocibles arrugas de felicidad alrededor de los ojos que delatan su sinceridad. Pero la sonrisa de Duchenne escasea en nuestro teatro social por mucho que la publicidad, con su promesa constante de paraíso, certificara su hegemonía. Tanto fue así que se prodigó un nuevo género: la sonrisa envenenada como la de Putin, que amaga incomodidad y desprecio.

En su cuadro Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte, el puntillista George Seurat pinta ocho barcos, tres perros y unos cincuenta parisinos que no resplandecen con la misma efervescencia que el paisaje. Parecen estatuas. Nadie sonríe. Acaso la respuesta la tenga el fotógrafo Peter Lindbergh, afinado esteta contemporáneo, que afirmaba que ante el retrato de alguien risueño solo se ve la sonrisa mientras que en el que no sonríe, se acierta a ver todo lo demás. Casi toda sonrisa encierra siempre cierta melancolía por su evanescencia, pero en el caso de Putin su mueca intolerable roza la pornografía.

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21 de mayo de 2022
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Espiar, un estilo de vida

Hay una frase que vincula íntimamente el mundo de la inteligencia con el del glamur. Los redactores de la web del CNI titulan así su oferta laboral: “Más que un trabajo, un estilo de vida”. No dicen ni modo ni forma. Tras varios vistos buenos, supongo, optaron por estilo, que sigue sonando increíblemente bien a pesar del uso banal de la palabra que figura en el rótulo de los puestos de manicura, en la espuma para el cabello o en los anuncios inmobiliarios. Pero es efectiva, promete un mundo.

El caso es que, si te motiva el futuro de España y te atrae el servicio público, puedes animarte a probar fortuna en el CNI. Por su parte, piden lealtad, discreción y espíritu de sacrificio, y, a cambio, una esperaría que le ofrecieran viajes y acción; sin embargo, lo máximo que garantizan es estar en “primera línea de la seguridad nacional”. Con un título universitario y la nacionalidad española se puede aspirar a una de las profesiones con mayor aura cinematográfica. Pienso en la atracción fatal que sienten muchos adolescentes por la criminología, aunque se les acabe pasando, como el color rosa y los cromos de Pokémon.

De los espías de opereta decimonónicos a los actuales sistemas de inteligencia artificial ha pasado algo más de un siglo, pero la tecnología ha abierto una realidad que no solo cambia radicalmente el desempeño del oficio, sino que nos obliga a repensar el concepto de intimidad. Hoy, los agentes se dedican sobre todo a acceder a la información que suministramos en perfiles y cuentas en redes, filtrarla e interpretarla según sus intereses. Cuántas veces nos ha sorprendido la precisión del algoritmo en su intrusión en nuestros propios móviles. Y eso que no están –creemos– infectados con Pegasus.

Vivimos inmersos en un capitalismo de la vigilancia que monitoriza nuestras vidas y sabe a quién llamamos, o enviamos un mensaje, y qué le decimos, qué compramos, cuánto dormimos, los pasos que damos al día y las calorías que ingerimos. El filósofo Éric Sadin anuncia en La era del individuo tirano, el fin de un mundo común, describiendo a un ser hiperconectado y, al tiempo, desvinculado de lo colectivo. Imbuido de esa falsa sensación de poder que proporciona el tecnoliberalismo, que nos hace sentir autosuficientes a cambio de robarnos el alma. Como escribió el gran Le Carré, espía reconvertido en novelista de éxito, “el espionaje tiene una sola ley moral: se justifica por los resultados”. Y, si no, que se lo pregunten a la ya exjefa de los espías, Paz Esteban.

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12 de mayo de 2022

Foto: Dani Duch

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El mundo que cabe en una vida

 

La representación infinita del mundo se rompe ante la amenaza a los ecosistemas que nos daban cobijo. Se ha detenido la conquista de un mundo nuevo porque la sensación postapocalíptica nos instiga a conservar el que todavía sentimos como propio. Afectados por las heladas de abril, los árboles han interrumpido su floración y el asombro deviene lugar común, un subterfugio ante la confusión extrema: “El mundo ha enloquecido”, decimos. En invierno tomábamos el sol conjurando la sexta ola del virus, y recuperamos los guantes polares en esta primavera teñida con la sangre de millares de hombres caídos sobre la nieve de Ucrania, algunos imberbes.

El mundo de ayer, urdido por prósperos hombres blancos, no nos sirve. Todos los fundamentos que lo dotaban de solidez y estabilidad se revelan insuficientes, excluyentes, violentos. Según algunos pensadores, hemos entrado de lleno en el posfundacionalismo que ya anunció Oliver Marchart en el 2007, y que establecía la diferencia entre la política y lo político. Porque, hoy, como asegura la profesora Laura Llevadot, a la cabeza de los filósofos de la Universitat de Barcelona que cuestionan y critican el orden establecido, “lo que politiza es que dentro de este pretendido orden no hay ningún fundamento inmovilista. Y para ello es necesario atravesar un vacío”. Hemos de aprender a vivir sin tener nada en común, asumiendo la falta de fundamentos o, a lo sumo, su carácter contingente, abierto y revisable. Cualquier noble causa emancipadora se vuelve sospechosa si apela a una totalidad de lo humano exento de diferencias, por ello los activismos se han multiplicado aunque en demasiadas ocasiones el propio turbocapitalismo los favorezca. Nuestro cuerpo es un terreno político, como lo es una etiqueta made in Spain en lugar de made in Bangladesh, cerrar el grifo a mitad de la ducha o evitar los plásticos. Son actos individuales con los que nos posicionamos políticamente, lejos de la política clásica, pero también son una forma de simplificar la complejidad del mundo.

“Rompemos el mundo para entenderlo”, afirma Anna Caballé en el adictivo ensayo que le ha valido el premio Jovellanos, El saber biográfico (Nobel), que profundiza en cómo se reconstruye una vida a través de la escritura. Respecto a la contemporaneidad yuxtapuesta, Caballé la considera “una realidad tan abrumadora que no le da otra posibilidad al ser humano más que huir de ella para huir de lo intolerable que resulta pensarlo. De modo que lo que hacemos es romper la complejidad del mundo adaptándola a nuestras limitaciones cognitivas”. Nos explicamos –desde las especies hasta las emociones– clasificando para sentirnos cómodos. La autora confiesa que ella lo hace para recomponer historias de vidas y el mundo que ha cabido en ellas. Sumando­ todas las dimensiones del individuo –aunque vividas en casillas independientes– se establece su relato diacrónico y solo un trabajo a fondo permitirá entender el doble forro de una vida.

Todos los habitantes del globo a lo largo de la historia pensaron que su mundo enloquecía cuando escapaba a su comprensión, y por tanto se dedicaron a pensarlo, o a entretenerse. Hoy ya no padecemos histeria y neurosis como en el siglo XIX, aunque nos mata el azúcar y sufrimos de estrés, ansiedad, depresión. Y a pesar de la progresiva infantilización que nos atonta, en nuestro fuero interno sabemos que ha sido necesaria una pandemia para tomar conciencia de la vulnerabilidad humana. Porque entendíamos fatalmente la vida como un juego entre fuertes y débiles.

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19 de abril de 2022

Matthias Schröder. Unsplash

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La hora de Berlín

 

Hubo un tiempo en que España quiso regirse por los horarios alemanes como una manera de estar en el mundo a lo grande. La leyenda cuenta que Franco quería cenar a la misma hora que Hitler, y por ello sincronizó las agujas con el Tercer Reich (GMT+1:00). Hasta entonces nuestro país seguía el huso horario del Meridiano de Greenwich, igual que Reino Unido o Portugal, aunque, en verdad, ese alinearse con Alemania fue idea del ejecutivo de la zona republicana de 1938, de forma que cada bando tuvo su hora oficial. Y así, durante un año, media España vivió con el horario de invierno y la otra con el de verano, el que estrenamos el domingo con la amarga sensación de perder una hora de sueño y de vida. De despertar en la oscuridad primaveral, el único trino que podemos escuchar es de la alarma del teléfono.

Más allá del enfervorizado debate que siempre ha rodeado a esta cuestión, y de los intereses comerciales implícitos, de nuevo nos colocamos frente a la envanecida superioridad humana que pretende luchar contra el tiempo. Y, en cambio, no somos avaros con nuestras horas y nos conformamos con aprovechar las migas que nos quedan, como una forma de enfrentarnos a la vida con un solo ojo. “Cezanne es el primer artista que pintó usando ambos ojos” dijo de él Hockney, porque empezó a pintar un objeto desde dos ángulos, de lado y de frente, sin aplanar la imagen.

Las horas caen en saco roto. Y el mandato de la productividad acorta la mirada. El horario de verano es veneno para la salud, dicen algunos científicos. Nos altera los ritmos circadianos y empobrece la calidad del sueño, mientras que las noches con luz de día potencian nuestra mediterraneidad disoluta. Pero no es solo la hora fantasma lo que criticamos, también la imposición de un horario que no se rige por el sol, dictado por un espejismo de omnipotencia que, desprovisto de mirada lateral, tan solo enfoca de frente, desperdiciando tanta belleza.

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31 de marzo de 2022

John Jennings. Unsplash

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Escribir como quien da un paseo

Hubo un tiempo en que se debatía si era más fecundo escribir enamorada o, todo lo contrario, acomodarse en los grises para evitar una prosa con exceso de brincos. Kingsley Amis apreciaba mucho el estado de resaca, pues aseguraba que dicho malestar le aportaba cierta lucidez metafísica. Y la historia, por su parte, demuestra que se ha escrito no solo en todo trance, sino también en las circunstancias más extremas. Ahí están los cuadernos de Wittgenstein rasgados en las trincheras, los versos de Verlaine desde la cárcel de Mons o las líneas que Agota Kristof anotaba mentalmente en la fábrica de relojes suiza donde trabajó. No fue la única: Jacques Rancière habla en El espectador emancipado de aquellos obreros que, al salir de la cadena de montaje, escribían poemas y se desalineaban.

Cuesta imaginar, cuando todo es incierto y volátil, a quienes se entregan al folio como manera de resistir, o desaparecer. Un acto de fuga y a la vez de búsqueda, como necesidad de encuentro y acuerdo. Ahora llegan las obras concebidas durante los dos años de pandemia, un tiempo ralentizado en el que la muerte comía y cenaba con nosotros. Pienso en el pequeño acto de rebeldía que supuso para sus autores dejar de ser ellos en ese contexto enajenado, o acaso existir a través de las vidas de otros. “Es escritor el que persiste en su propia estupidez”, le escuché decir en una ocasión a Pablo d’Ors, capaz de resumir el verdadero sentido de la escritura, alejado de la vanidad que implica publicar.

La fina artesanía practicada por quienes arman una historia fatiga las manos a una de­terminada edad, pero las ideas disparan los dedos, que olvidan los dolores del cuerpo, reencarnado en los de sus personajes. Dos ejemplos: en La Loca (Ediciones B), Cristina Fallarás presenta una voz muy distinta de Juana I de Castilla, una mujer calumniada y encerrada durante 46 años en una sola estancia del monasterio de Tordesillas; con su prosa hipnótica, una cuchilla sobre hielo, desmonta la falacia histórica que estereotipó el personaje durante siglos. Y Ana Merino ha accedido al archivo personal de Joaquín Amigo, compadre de Lorca, para dar forma a Amigo (Destino), una apasionante novela de campus que se entreteje con una investigación poética e histórica.

Narrar sigue siendo la mayoría de las veces un acto improductivo –excepto para los best sellers–, aunque no conozco a nadie que pretenda hacerse rico con un libro. Para eso están los bitcoin, las start-ups, el arte NFT o la creciente industria de la marihuana legal. “Escribir es un lujo y un despilfarro”, sentencia Juan Evaristo Valls en su Metafísica de la pereza (Ned Ediciones), un formidable ensayo que dispara las sospechas en torno al llamado “mal del ímpetu” y desarrolla su contrario: la ética de la inoperancia. “El único gesto rebelde hoy es el de no hacer nada”, escribe. Y anima a dejar de producir, de conectar alarmas, responder correos, atravesar ciudades que son selvas.

Ya basta de ser infelices, de tragar ansiolíticos, abandonando la creatividad en el amor, en la mesa, en el punto de vista. “¡Parad! O de lo contrario el triunfo más grandilocuente se cernirá sobre vosotros y os aplastará con la tremenda furia de sus promesas”, insiste el autor.

Hoy, la sociedad del rendimiento da paso a otra más perezosa, que pugna por ampliar el tiempo de ocio, además de pensarse desde el cansancio. Y que, rubrica Valls Boix, entiende –y necesita– la escritura como “una larga espera en la que nunca sucede nada, y, por ello mismo, puede cambiar algo”.

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21 de marzo de 2022

Jorge Franganillo / Wikimedia

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El viento en Chernóbil

 

“La admiración de la tristeza”, así titula la premio Nobel Svetlana Alexiévich la tercera parte de su célebre libro Voces de Chernóbil, que abro de nuevo tras contemplar las imágenes de los soldados ucranianos pisando el suelo radiactivo de aquella tierra vetada para la vida humana, que se ha convertido en una reserva natural. Muchas casas permanecen abiertas en pueblos fantasma cuyas calles forman parte del bosque. Sus habitantes salieron corriendo cuando era ya demasiado tarde, con la piel a tiras o los pulmones reventados. Recuerdo bien un detalle: para no levantar sospechas de la peor catástrofe nuclear de la historia, el gobierno obligó a desfilar el Primero de Mayo a un grupo de niños en edad escolar mientras el viento, arremolinado de veneno, lamía sus mejillas. Ahora que el invasor ruso ha tomado la antigua central y domina su sarcófago, los soldados ucranianos deben defender su tierra, aunque esté contaminada. “De algo moriremos”, se decían.

El umbral del dolor de los rusos es más elevado que el del resto, afirmó Alexiévich, que tiene mucho de filósofa fatalista. La eterna contienda en aquella “región fronteriza” –significado literal de Ucrania– sigue centrándose en un imperialismo que busca, escapando al espíritu de los tiempos, el dominio de territorios estratégicos. ¿No decían que las guerras serían en adelante cibernéticas y diplomáticas, pura inteligencia? Y en el año del metaverso vuelven los tanques y los bombardeos, las familias refugiadas en el metro y un éxodo desamparado cuyo primer destino es la nada.

Los ojos de Putin parecen inyectados en una especie de inmor­talidad reactiva. Mira parapetado en unas enormes placas de hielo desde las que parece ver claro. Reactivar los reactores de Chernóbil –que no terminarán de desmantelarse hasta el 2064– también está en su mano. O ¿acaso no pretende que el mundo admire la tristeza que es capaz de derramar con tan solo mover las pupilas?

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3 de marzo de 2022
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