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Escrito por

Joana Bonet

Joana Bonet es periodista y filóloga, escribe en prensa desde los 18 años sobre literatura, moda, tendencias sociales, feminismo, política y paradojas contemporáneas. Especializada en la creación de nuevas cabeceras y formatos editoriales, ha impulsado a lo largo de su carrera diversos proyectos editoriales. En 2016, crea el suplemento mensual Fashion&Arts Magazine (La Vanguardia y Prensa Ibérica), que también dirige. Dos años antes diseñó el lanzamiento de la revista Icon para El País. Entre 1996 y 2012 dirigió la revista Marie Claire, y antes, en 1992, creó y dirigió la revista Woman (Grupo Z), que refrescó y actualizó el género de las revistas femeninas. Durante este tiempo ha colaborado también con medios escritos, radiofónicos y televisivos (de El País o Vogue París a Hoy por Hoy de la cadena SER y Julia en la onda de Onda Cero a El Club de TV3 o Humanos y Divinos de TVE) y publicado diversos ensayos, entre los que destacan Hombres, material sensible, Las metrosesenta, Generación paréntesis, Fabulosas y rebeldes y la biografía Chacón. La mujer que pudo gobernar. Desde 2006 ejerce de columnista de opinión en La Vanguardia.

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Damocles en la máquina del TAC

A pesar de que el tiempo es una noción que carece del orden que la humanidad le otorgó, la gramática previó el uso del presente continuo, esa acción atada al gerundio, que siempre he imaginado como una espiral redonda. A día de hoy no sé todavía si debo decir que “tuve”, “he tenido” o “puedo estar teniendo” cáncer. Resulta similar al lenguaje de los exalcohólicos, que nunca dejarán de serlo por mucho que permanezcan sobrios durante décadas.

Recordamos la espada de Damocles, cortesano adulador a quien Dionisio el viejo quiso escarmentar de manera original: intercambiaron roles por un día, permitiéndole éste ser monarca, pero Damocles salió huyendo cuando vio oscilar sobre su cabeza una espada sostenida por una sola crin. Y tanto caló la amenaza que todavía la utilizamos para definir el riesgo latente e inevitable.

Eso es lo que sentimos quienes nos hemos acabado familiarizando con una palabra que antes nos producía un helado respeto: oncología. Hoy la vemos escrita en la pantalla del centro médico y nos dirigimos hacia su puerta con dignidad –esa cualidad tan necesaria en la medicina clínica–, pero también con egotismo, porque la enfermedad es tan colonizadora que intenta apartarte del mundo, como si solo existiera el nubarrón negro que no escampa. Al acostarnos, la maldita espada se nos clava en la almohada.

A pesar de la luz de luna y de las risas en el patio, pensamos qué pasaría si en ese mismo instante la máquina de nuestro cuerpo fallara de nuevo y dejará escapar una célula egoísta, como las llama el profesor López Otín. O “un golpe de estado de tus propias células”, compara el oncólogo César Rodríguez. La metáfora es una forma de expresar la realidad a través de la sugerencia, que nuestra imaginación suele recibir con hospitalidad. Lo contaba Borges y elegía unos versos del poeta E. E. Cummings para resolver la ecuación sueño-vida: “Se parece a algo que no ha sucedido”.

La estadística afirma que sucede, ya que uno de cada dos hombres y una de cada tres mujeres tendrá cáncer a lo largo de su vida. Tras pasar por ello, se tiene la certeza palpable –no solo racional– de estar viviendo al tiempo de estar muriendo. La lejanía que un día representó la muerte se ha aproximado en un zoom radical. “Apura cada instante de la vida”, nos recomiendan a los que lo hemos superado, acaso olvidando que se ingresa en un protocolo en el que cada tres meses se debe pasar una selectividad vital.

Se trata del “trauma silencioso de la revisión” que a todas luces parece un mal menor, pero cuyo acerado filo provoca una sobredosis de ansiedad y temor. Avanzamos en nuestra relación de intimidad con las máquinas que practican las tomografías (TAC). Son imponentes, y su rugido atronador parece condición indispensable para hurgar en nuestros cuerpos, como si se batieran con el mismísmo diablo. Al día siguiente, entraremos en la aplicación para obtener el resultado. Nada.

Alternaremos rutinas y los compromisos y les diremos a los nuestros: “estoy en capilla”. Pero una no puede dejar de pensar en el nombre y el apellido de la nueva mancha. La aplicación sigue muda.Tendrían que pensar que nos faltan uñas para esa espera, y avivar la compasión por las miles de personas que cada día aguardan su resultado. Tras la insistencia, me mandan el mío: “benigno”, la palabra más optimista del diccionario. “Nos vemos dentro de tres meses”, me dicen con la alegría aprendida, y tú debes transformar ese sinvivir en una atracción de funambulista.

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10 de octubre de 2023
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Mi mundo es otro

“María, guapa”, le cantaban los flamencos mientras ella se venía arriba y tensionaba la espalda, desplegando un orgullo insólito que calaba en el ánimo gracias a su voz rajá, condición indispensable en el cante para contagiar la emoción. Corría 1978 y se acababa de aprobar la Constitución española; la letra de la canción Se acabó, escrita por el jerezano José Ruiz Venegas, nos sentaba de maravilla a niños y adultos, hasta el punto de que se convirtió en un desahogo nacional. La Jiménez, nacida pobre, trianera que se subió a los tablaos barceloneses y luego aprendió de La Paquera en Los Gallos, sacudía salvajemente su melena rubia, la boca entreabierta mostrando sus dientes apiñados con tanta sensualidad como determinación. Jesús Quintero, que la ayudó a despuntar, me contó que, paseando por la calle Sierpes, una gitana le alabó sus zapatos de marca. Ella se los quitó, se los regaló y siguió andando descalza. Ese desprendimiento se coló en su voz.

Faltaban tres años para que se legalizara el divorcio, pero Se acabó fue recibida como un himno polisémico que provocaba meneo y garbo. Un portazo. Una patada al aire. Y un adiós al amor romántico, con romanticismo: “Mi piel se quedó vacía y sola, desahuciada en el olvido”. El rubio salvaje de María Jiménez –que durante años se tiñó en casa: mañanas de boatiné y cigarrillos– cantaba al mal amor en el que tantas mujeres habían quedado atrapadas. Es nuestro I will survive, se ha dicho estos días en que se ha resignificado la canción. Pero en aquel tiempo la violencia machista aún no se reconocía y de todo tenía culpa la pasión. Dudo que en la configuración moral de Ruiz la voz de Jiménez, ahuecada desde las entrañas, sonara a fiesta empoderada avant la lettre.

El caso es que María Jiménez no pudo administrarse su propia medicina y vivió episodios de malos tratos que acabó denunciando. Unos años atrás, al despedirla, se hubiera dicho de ella que fue “una mujer de vida complicada”. De la misma forma que a María Teresa Campos se la hubiera coronado como periodista “del corazón” para rebajarla de su pedestal. Pero, afortunadamente, el estigma de lo femenino –superficial, frívolo, de segunda– ha descorrido su tupido velo, y el mundo ya se cuenta de otra manera.

Así ha ocurrido en el caso Rubiales, tras la exhibición de tan lamentable euforia rematada con gestos soeces, y la defensa de lo indefendible. La flecha del tiempo ha ido desarmando a los bravucones, demostrando que la masculinidad es plural y carece de un manual que cumplir. Mientras Jennifer Hermoso preparaba su demanda, empezó a viralizarse un hashtag lanzado por las futbo­listas: #SeAcabó. Dos periodistas contaron en las redes cómo habían sido acosadas por el mismo hombre, su jefe de sección, cua­renta y cinco años después de que María Jiménez desatara a España con su rumba liberadora.

El #MeToo, que no aterrizó en su día en España, desencadenaba una riada de confesiones en las que el cuerpo de la mujer se convertía en el blanco con la humillación como objetivo. Tantas palmadas en el culo, miradas repugnantes, chistes babosos, miembros viriles exhibidos como un trofeo sin haber sido invitados… Todo eso pervive, sí, como demostraron los aplausos de tantos lacayos de Rubiales, reacios a asumir el nuevo contrato sexual en el que la equidad y el respeto sustituyen al abuso y la grosería. Todavía no se acabó, pero nuestro mundo ya es otro.

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15 de septiembre de 2023
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La tontería del género

 

En 2007, un juez de familia de Murcia, Fernando Ferrín Calamita, retiró la custodia de sus hijas a una mujer por ser lesbiana, con unas argumentaciones a juego con su segundo apellido: “Es el ambiente homosexual el que perjudica a los menores y que aumenta sensiblemente el riesgo de que éstos también lo sean”. Tampoco había dejado adoptar a una niña por la pareja femenina de la madre.

Hacía dos años que en España se había legalizado el matrimonio homosexual. I will survive, de Gloria Gaynor se convirtió en la banda sonora del mismo país que, durante el franquismo los represalió. Hoy, dieciséis años después, Giorgia Meloni retrocede siguiendo la escuela Calamita con una medida que dejará a varios huérfanos civiles.

En los años ochenta surgió un nuevo arquetipo relacional: el mejor amigo gay, a quien se le suponía diversión, pluma y desparpajo. El estereotipo era muy rentable para los chistes y la fiesta, untado por esa pátina de Loco Mía que hiperbolizaba el amaneramiento. Las series de televisión se enriquecían con ese personaje de voz aguda y cantarina, que aconsejaba sobre el bolso perfecto. Pocas veces asomaban el dolor, las picaduras de la marginación e incluso de la violencia, que sí afloraba en el cine y la literatura. Los suyos seguían siendo espacios silenciados.

Y, a pesar de que el grueso de la sociedad reivindicara sus derechos, siguieron siendo expulsados de trabajos, recibiendo ofensas o palizas. No se trató la homosexualidad como una cuestión seria, estigmatizada en la sociedad aunque tolerada (en carne propia) por sus élites. “Estoy cansada de esconderme y de mentir por omisión”, declaraba la actriz Ellen Page, cuando hizo público que era lesbiana.

En Una homosexualidad propia (Destino), Inés Martín Rodrigo, una excelente periodista cultural y ganadora de un Nadal, confiesa que de niña no tuvo referentes. Nació en 1983, y en el colegio le llamaban marimacho. Según la RAE, se define así a “una mujer que en su corpulencia parece un hombre”. Esa palabra la golpeó durante años; le gustaban el balón y el Scalextrix, no tuvo Barbies, se refugió en la lectura. Y se encontró.

Recuerdo que almorcé hace un par de años con ella. Me habló de su pareja. Di por hecho que era un hombre. Actué como esos padres que, cuando se juntan con sus bebés, se dicen: a ver si son parejita de mayores. Ni por asomo piensan que pueden emparejar con alguien de su mismo sexo.

La madre de Inés murió de cáncer, cuando esta tenía catorce años: “Me pasé toda la juventud triste, hasta que fui capaz de recordarla con la misma alegría que su rostro siempre desprendía”. Admite que nunca pudo decirle: “mamá me gustan las mujeres”. Martín, una mujer discreta, dice que no es valiente, pero que en los momentos críticos hay que dar un paso al frente. “Sin miedo. Con orgullo”.

Desde el siglo XVIII, el concepto de progreso alumbró a la civilización, a derechas y a izquierdas. Hoy, el látigo populista hace ideología del cuñadismo, la que desafía el consenso y emponzoña la libertad. Especialmente, la sexual. Se arrancan banderas del arcoiris y los delitos de odio contra el colectivo se duplicaron el año pasado.

Algunos partidos anuncian el retroceso sin pestañear, dispuestos a enderezar el viejo orden del que no considera al diferente como igual. No solo es nostalgia falangista. En Polonia existen espacios libres de personas LGTBIQ. Y en Hungría pueden detenerte si pronuncias la palabra gay. La fobia se extiende y una apestosa nostalgia celebra esa moral arqueológica que persigue, como afirma Abascal: “La tontería del género”.

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10 de julio de 2023
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El perezoso asunto del sexo

 

No solo las series de televisión han matado al sexo. Desde hace cuatro décadas, la práctica de relaciones sexuales mengua en Occidente, cuyos habitantes, tan productivos como exhaustos, le han buscado placenteros sucedáneos. La relación más íntima suele ser con el móvil; tanto es así que cuando creemos haberlo perdido nos sentimos verdaderamente desamparados. La virtualidad colma expectativas en detrimento del contacto físico, hasta el extremo de extenderse (sobre todo entre los jóvenes) la pereza de interactuar más acá de la pantalla.

“Solo tengo tres horas para devolver llamadas pendientes: a las 8, a las 14 y a las 21”, me confesaba hace unos días un directivo del sector del automóvil, y yo me permití imaginar su intimidad: “Estoy reventado”, le diría a su mujer al llegar a casa desposeído de deseo, pero en cambio, a gusto por haber cumplido con el ideal de vida que se ha forjado.

Como él, gran parte de los profesionales multitasking han suprimido los planes improvisados. Cada vez resulta más difícil quedar con los amigos, porque la noción de ocio ha variado; y a la mínima agarramos con avaricia las sobras de tiempo que quedan para desmayarnos a nuestras anchas.

En la cultura de la transición hubo una avidez descomunal por descubrir los sabores del cuerpo. Aquella España pacata que demandaba programas de televisión sobre sexualidad se entregaba a Eros para superar la larga resaca de la represión. Enseguida espabiló el mercado, desde los sex shops hasta los clubs de swingers, y florecieron los paraísos sexuales.

El voyeurismo acabó triunfando. Cuerpos frescos, tangas y prótesis en las nalgas, el twerking y numeritos medio porno ocuparon la escena visual. Las películas de parejas francesas que discutían después del primer polvo qué tipo de relación les aguardaba, quedaron tan anticuadas como los desnudos en las revistas. Tinder, fast sex aparentemente divertido y drogas químicas para follar durante tres días seguidos. Sexo de usar y tirar. Nada importante. Pero la banalización del sexo no le desprendió la violencia, que ha pervivido culturalmente bajo la coartada del amour fou.

El progreso no ha logrado retener la hemorragia, por lo que en esas ciudades prósperas, donde las parejas espacian sus noches calientes y los jóvenes prefieren engancharse a una serie, se denuncia una violación cada tres horas. Aquella fórmula de “tener sexo con un desconocido”, que antaño se publicitara como excitante, hoy causa auténtico pavor. Los expertos afirman que el feminismo también ha impactado en nuestra actividad sexual, al concienciar acerca de lo que es una relación consentida, libre y recíproca.

En Retén el beso (Anagrama), Massimo Recalcati reflexiona sobre el sentido del amor, que puede ser duradero si declina hacia la ternura. Mientras que la pasión sexual fluctúa y termina por agotarse. Recalcati recurre a una cita de Sartre: “La alegría del amor consiste en ser esperado”. Pero, ¿disponemos del tiempo necesario para alimentar el deseo si no encontramos ni un momento para llamar a los amigos?

Las rutinas, un verdadero nido de telarañas, espesan la atracción. Y, mientras la inteligencia artificial sigue tratando de cuadrar el círculo, la gran mayoría de parejas advierte que se quieren más –y mejor– cuando salen de viaje, pues en la soledad del hotel encuentran el tiempo para poder reelaborar el ideal de su amor y hacerle un espacio al deseo. No, el teléfono no ha desbancado todavía los besos de reencuentro.

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16 de junio de 2023

MANE ESPINOSA

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La edad de saltar la valla

La humedad del parque invitaba a andar deprisa, pero aquel era un reencuentro sin tiempo. Hacía casi seis años que no veía a mi amiga Silvana y teníamos que comprobar cuánto habíamos cambiado tras la pandemia y la amenaza de una tercera guerra mundial. De la fuente del parque de Berlín brotaba un agua gris que reflejaba el cielo cambiante de mayo, y su luz dejaba a la intemperie nuestras patas de gallo, debidamente esculpidas.

Silvana me contó que ella sentía en Buenos Aires lo mismo que me ocurre a menudo a mí en Madrid al caer la tarde, cuando respiro un aire de fin de fiesta. Una extrañeza galopante frente a los perfiles del nuevo mundo ha amplificado la sensación de despedida de todo lo que vamos tocando.

Silvana y yo nacimos el mismo año y parimos por primera vez a los 31. Nos conocimos en la puerta de una escuela infantil; éramos un par de adictas al trabajo que cerraban los ojos al bailar soul. Entonces, quedarnos sin aliento ejerciendo de mujeres de siete cabezas era casi una voluntad, un dulce masoquismo. Tanto había por hacer que lamíamos la idea de futuro como una golosina. Huíamos hacia delante porque era la manera de avanzar sin remilgos. “¡Hazlo!”, nos habían dicho nuestras madres, maestras y santas literarias.

“Cuando te haces mayor quieres que te dejen en paz”, me había confesado unos días antes Alejandro Gándara. Hablábamos de su última novela, Primer amor (Alfaguara), en la que vuelca la historia de la construcción del deseo a los 18 años con una belleza tintineante. El escritor recordó que el actor Jean-Louis Trintignant decía que de los cincuenta a los sesenta años es cuando pasó más miedo. Acaso es una edad en la que crees que todo termina.

Silvana, argentina y descendiente de judíos ucranianos, y servidora, con veinte apellidos catalanes, nos sentimos más parecidas que nunca, atravesadas por los mismos sofocos del climaterio, idénticas culpas, y en duelo por haber extraviado ese talismán que –más que la juventud en sí misma– da el poder de surcar las olas con visión y audacia.

La llamada generación X entra al galope en la veteranía tarareando los temas más oscuros de The Cure. Todavía no somos viejos, pero nos han rebasado las brillantes mentes de nativos digitales que hablan otro idioma. Nos agotan las vocecitas melifluas de la autotuneada música contemporánea, la obsesión por los tatuajes, o que nuestros hijos repitan obvio o literal fuera de contexto. Han ido muriendo­ nuestros padres y madres artísticos, a los que creímos inmortales. Pero como criaturas que bebimos del cáliz posmoderno, detestamos el lamento. “Acaso somos el eslabón perdido”, me decía Silvana, a quien sus hijas le reprochan –como a mí– un feroz compromiso con su oficio que no ha mutado con los años.

Tantas horas derramadas para sembrar una flor y, ahora, esta querencia por una manta eléctrica que alivie nuestras articulaciones. El tiempo nos pasa por encima si bien logramos cabalgarlo entre el ímpetu y la flojera. El pasado verano leí Desde dentro (Anagrama), del recién desaparecido Martin Amis, autor que tanto significó para mi generación y el dandismo literario. En sus páginas cuenta un bloqueo creativo cuando atravesó la mediana edad, y de repente sintió que estaba acabado. Y se refiere a él como “un perverso período mental” y “un vertiginoso desmoronamiento de la confianza en mí mismo”, para acabar definiéndolo como antiinspiración. Eso es lo que para Trintignant era miedo. Habrá que saltar otra valla.

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1 de junio de 2023
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Réquiem por las cuatro estaciones

Las cuatro estaciones se han desprendido del orden fijado por la humanidad. Definitivamente nos han abandonado, pienso al doblar los jerséis gruesos que este año tampoco he necesitado. Voy guardando los abrigos en silencio y palpo esa clase de pena pequeña que nos conecta con la infancia. Otro invierno sin demasiado frío, una primavera desprovista de gabardinas y paraguas.

La narración estética del paisaje se ha interrumpido y siento como propia la orfandad de esas prendas que han salido y entrado de una bolsa sin ver el cielo. Su función se ha anulado; han dejado de participar en nuestro escenario, y no hemos podido contar con ellas a pesar de su corte impecable. No hemos paseado su belleza.

Buscamos velas que huelan a campo después de llover y recurrimos a los clásicos, a Vivaldi, o al pintor Cy Twombly para recordar las cuatro estaciones y percibir el contraste entre el frío, la humedad, el calor o la brisa, sensaciones cada vez más borradas de sutileza a causa de la catástrofe climática. En el cuadro de Twombly dedicado al invierno, las palabras –presentes en las otras esta­ciones– se evaporan bajo una niebla blanca y el escaso amarillo colgado de un verde oscuro nos hace temblar de un frío mortal.

El artista nacido en Virginia lo firmó a final del siglo XX, pero su atmósfera parece ancestral, tan irreal como la composición artística de su antecesor en el barroco, Nicolas Poussin. Este quiso reflejar el prodigioso poder de la naturaleza: “Benigna en primavera, rica en verano, sombría fecunda en otoño y cruel en invierno”.

Bajo el encargo del duque de Richelieu, concibió la obra a modo de reflexión filosófica sobre el orden natural a través de escenas del Antiguo Testamento. Al igual que Twombly, la pintó en Roma, y en sus biografías se anota que estaba aquejado de un temblor de manos. Ambos artistas se enfrentaron al colosal reto de definir los ciclos de la vida, y a buen seguro que nunca imaginaron que esa cosmología se agotaría.

El paisaje cambiante empezó a ser amenazado de muerte en los años ochenta. Lo explica muy bien Bruno Latour en Habitar la Tierra (Arcadia): lo relacionado con el clima había dejado de ser una ciencia deductiva, como afirmaban los viejos filósofos, todo lo contrario, se convirtió en una ciencia “hecha de física, química, de numerosos modelos y algoritmos, y a la vez dependen de boyas en el océano, satélites, muestras geológicas”.

Con toda esa información, se anunció que el incremento imparable del CO2 aumentaría la temperatura del planeta. Y a pesar de sus datos contrastados, nadie quiso creerlo y mucho menos la ambición del gran mundo. Los expertos en medio ambiente se quedaron patidifusos mientras se extendía un credo de exageración, incluso de fake news entre políticos y estadistas.

Surgieron voces de niños, acaso reivindicar en la edad de la inocencia podía ser más convincente. Greta Thunberg acabó siendo odiada por su vehemencia, ¡cuánto molestaban sus trayectos en trenes de largo recorrido por Europa, en una época en que la velocidad es la consigna!

Francisco Vera, un chico colombiano de trece años, ocupa estos días los platós de televisión a propósito de la desertización de Doñana. Afirma que tomó conciencia de la crisis climática cuando ardió la Amazonia, y nos invita a que todos seamos activistas por el clima.

Son jóvenes que no pierden la esperanza de que los adultos dejemos de robarles primaveras e inviernos; no quieren ser expropiados de las cuatro estaciones.

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16 de mayo de 2023
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Un nido con vistas

En TikTok nuestras chicas aparecen casi siempre con la cara tapada por las manos y el cabello, o bien un haz de luz abrasadora borra su identidad. Son más cautas que sus hermanas mayores, las millennials , pero no por ello dejan de interactuar. Conversan a través de la pantalla con una interfaz: un día toca deformarse igual que Alicia, otro, animalizarse, porque el juego de la identidad es infinito en el mundo virtual. La crisis les ha dado excusas para apresurarse despacio.

Creen más en las personas que en las empresas, defienden el real food y la mayoría de ellos, casi un 60%, sueña que un día será propietario de un vivienda. La opción más repetida es “una casa con terreno”, según revela un interesante estudio realizado por el Instituto Silestone. Y sorprende tamaña fe en el futuro cuando la inestabilidad económica ha sido el único clima que han conocido. Porque la crisis de la vivienda no ha mermado la ambición de quienes se imaginan propietarios de un hogar donde sentirse a salvo. Luz y espacio cotizan al alza, según el estudio, resignificados como el verdadero lujo. Y ocho de cada diez piden terraza o jardín. La percepción de la vivienda propia como refugio ha aumentado entre la generación Z.

Lejos de soñar en pequeño, la casa deseada por los jóvenes de entre 18 y 25 años es luminosa y confortable, decorada con estilo minimalista e hiperconectada. Regresa aquella habitación que marcaba clase en la España de la transición: el despacho, aunque entonces su uso era mayoritariamente masculino, y ellas debían de conformarse con un tocador. Porque quieren separar trabajo y vida, ponerlos en dos casillas, y pocos prevén la opción futura que auguran algunos expertos, la del coliving para adultos.

Con sus tatuajes, la transgresión en la lengua, son más conservadores de lo que parecen. Y comparten con sus padres un viejo sueño que muchos abandonaron: tener un chaletito con parcela. Un nido con vistas.

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26 de abril de 2023

National Cancer Institute

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Aterrizaje en el planeta cáncer

 

No suelo mirar casi nunca la pantalla del ecógrafo en las revisiones anuales, pero esta vez me encaré con el monitor, transgrediendo la aprensión. Y ahí estaba, engreída y ostentosa, una mancha. “¡Cuánto hacemos en la vida por no mancharnos!”, pensé mientras oía las palabras punción y aguja gorda como si llevara tapones en los oídos. Al salir a la calle, las aceras parecían nubes. Lo urgente se diluía ante la palabra mancha , que colonizaba todos los rincones del pensamiento.

La incertidumbre no solo desplegaba sus plumas negras, sino también las misteriosas, ese algo nuevo por vivir. “¿Cómo estás?”, me preguntó mi médico, dos días antes de tener los resultados. “Aterrizando en un nuevo planeta”, le respondí. El mundo seguía encendiendo las luces de sus escaparates, los jóvenes se sentaban en el parque, una anciana con collar de perlas compraba apio a mi lado.

Y ahí estábamos nosotras, casi 300.000 personas al año, andando con nuestro negro diagnóstico. Cómo vas a dejar de oír el rumor de la chiquillada en del patio de colegio, untado del aroma del puchero de las cocinas, después de saber que tienes un adenocarcinoma de mama. ¿Cuál será tu último café, mientras el sol te deslumbra y el día no promete igual para todos?

Esas ideas se plantan en quienes reciben como diagnóstico esa palabra alarmante, vecina de la muerte aunque ocurra en un 66% de los casos. Enseguida releí a Anatole Broyard, Ebrio de enfermedad, uno de los mis libros preferidos –que me recomendó Juanjo Millás–. En su prólogo, Oliver Sacks subraya que el ser humano, cuando enferma, necesita convertirse en narrador, fraguar un relato de su enfermedad. Porque dentro de cada paciente hay un poeta que intenta salir. Y para ello necesitas un médico que sepa llegar a tu carácter.

En el planeta cáncer, cada pequeña noticia que desmiente un mal mayor es una victoria. Así me lo advirtió Miquel H. Bronchud. No comprendía cómo podían felicitarme tanto: “Qué maravilla de anatomía patológica”. “Luminal A, de los más curables”. El lenguaje cambiaba de bando, y amortiguaba un campo semántico grave con palabras felices.

Una de las mejores medicinas me la administró Antonio de Lacy, mientras aguardaba los resultados del PET-TAC Full Body, una prueba de terror para descartar metástasis. Lacy cogió un folio blanco y escribió en mayúsculas la palabra NO. Me agarré al papel junto a la medalla de la Milagrosa, y me puse a observar detenidamente los lugares por donde respira el dolor. Lo olí muy de cerca en las salas de espera oncológicas; allí nadie habla. Miradas bajas, calvicies brillantes, pañuelos incómodos cubriendo la cicatriz de la química. En los boxes, donde te preparan para las pruebas nucleares, no se puede leer ni mirar el teléfono. ¡Si al menos sonara Bach!

“Me fui del Vall d’Hebron porque dejé de coger las manos de los pacientes. Un día, una mujer ingresada quería verme. Estaba muy malita, pero yo tenía un zoom. Al día siguiente murió. No me lo perdoné. Había perdido la esencia de la medicina. Se premia al que publica y se olvida al buen médico”, me confiesa mi oncólogo Javier Cortés, que me coge la mano con su piel áspera, pues la psoriasis ha sido su manera inconsciente de procesar el dolor.

Son legión quienes luchan para humanizar la medicina y quitarle el estigma al cáncer. Pero urgen creatividad y medios. Porque una vez sales del planeta, la vida cambia de relieve, incluso de tamaño. Has sentido el aliento de lo finito, y ello te hace imparable.

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23 de marzo de 2023

Escena de 'Al descubierto'

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¿Por qué las mujeres firman menos?

 

Fue en un avión, rumbo a Nueva York, recién estrenada como articulista en La Vanguardia, cuando me crucé con un veterano periodista que tiró de su desdeñoso sarcasmo: “Vaya, ahora en nuestro periódico opinan las estilistas de Marie Claire. ¡A dónde iremos a parar!”. No le respondí porque siempre he tenido en gran estima a las estilistas, aunque al instante fui consciente del prejuicio que oscurecía el resto de mi currículum, así como mi encasillamiento en la frivolidad.

Empecé a firmar noticias desde pardilla, en sociedad y cultura; alternaba la mesa de redacción con la facultad. Y a pesar de las resacas y los desamores, nunca dejé de escribir la nota del día siguiente, empujada por una mezcla de vocación y mandato. Hasta que hallé en la moda una ventana olvidada, sin apenas competencia para asomarse.

Nadie quería escribir de moda. Era algo bonito pero insignificante, aunque no lo vieron así Proust, Wilde, Mallarmé o Balzac, me decía yo. Y además, a finales de los 80, la moda formaba parte de la fiesta que invocaba el espíritu de Rimbaud subido a unas plataformas.

Entonces en las redacciones todavía había pocas jefas; yo tenía entre mis ídolos a Patrícia Gabancho y a Margarita Rivière, que ya había explorado la dimensión sociocultural de la estética. Desde París, las crónicas de Laurence Benaïm en Le Monde entraban y salían de la pasarela para conectarla con un magma artístico que ordenaba el caos. Ellas fueron espejos para que la moda se convirtiera en mi coartada, un salvoconducto para seguir firmando.

A lo largo de estos años he perdido la pista a muchas colegas valiosas en los medios. Algunas fueron apartadas injustamente, otras renunciaron. También las hubo paralizadas por el síndrome de la impostora. Lo veo reflejado en el informe “Mujeres sin nombre”, realizado por LLYC y coordinado por Luisa García, sobre la presencia y el tratamiento de la mujer en los medios de comunicación.

El equipo de Deep Digital Business de la consultora ha analizado catorce millones de noticias publicadas durante el último año con mención explícita al género –de España a EE.UU.– ¿El resultado? Las mujeres firmamos un 50% menos que los hombres.

En las noticias, ellas también las ocupan en menor medida, pero el estudio arroja un dato paradójico: en uno de cada quince mensajes sobre mujeres se menciona explícitamente “mujer” o “femenino”, más del doble de lo que aparece “hombre” o “masculino” en las informaciones sobre ellos. Es decir, se subraya el género por excepcional, como anomalía. Aparecen constantemente, sí, tan presentes en el debate social, pero sin nombre. ¿Quiénes están detrás de un sujeto genérico que se refiere a la mitad de la población?

Deberíamos ir concretando, porque, a pesar del empalagoso término empoderamiento, la mayor parte de las vidas femeninas siguen siendo anónimas, y hay que contarlas. El feminismo debe bajar a pie de obra para convencer a los editores –y a las propias mujeres– sobre la inconveniencia de ese pobre porcentaje global de autoras o articulistas –una por cada dos hombres– que enhebran el relato del mundo.

La paridad en los medios resulta un acelerador real de la igualdad por su capacidad de influencia. Por ello hay que promocionar a las que ya no necesitan coartada para despuntar en las secciones de economía, política o tecnología, libres de sesgo. No se precisa que sean excepcionales, basta con que respondan a la media, tan normalitas o tan brillantes como ellos.

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9 de marzo de 2023
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El cortisol y los objetos perdidos

El taxi me deja frente al hospital donde por la tarde operarán a un familiar. La mañana trae brisa pero apenas me he permitido sentir el bamboleo del sol de invierno al salir del aeropuerto: voy hablando por teléfono. Recibo instrucciones y palpo la intemperie de tantos asuntos por resolver. Tanto es así, que el taxista se despide con mi equipaje y mi ordenador en su maletero.

Iba concentrado durante la carrera, acaso ascendiendo mentalmente por su maraña de asuntos pendientes, mientras yo me abstraía en mi falsa urgencia. Ambos nos hemos separado de la realidad física activando el piloto automático. Pienso en las subidas de cortisol a las que apela en sus teds triunfantes Miriam Rojas Estapé y, sumergida en la hormona del estrés, estrujo el tiquet y marco el número de Objectos Perdidos.

Los operadores parecen en cambio sumergidos en oxitocina, y lejos de dejar escapar un suspiro desganado se ponen en mi piel. La recuperación de un objeto perdido consiste en un triunfo de la proximidad de los otros.

Cuarenta horas después, una cadena de nuevos sucesos ha enterrado aquel lapsus de desesperación, que ya es pasado. En el avión de regreso a Madrid, se ablanda mi instinto de alerta. El paisaje de nubes invita a adormecerse; es el fuego de chimenea de nuestros tiempos nómadas. Al despertar, una serie de pasos automáticos me llevan a casa.

Hasta que vuelve a subir el cortisol: ¡he olvidado de nuevo el portátil! Telefoneo al conductor a través de la app y veinte veces me cancela la llamada. Reclamo a la compañía, pero del otro lado me contesta un robot que dice “comprender” mi malestar aunque se lava las manos. La suya no es una empatía humana, como las personas de objetos perdidos. ¿Y si lo dejé en el avión? ¿o en el finger? Reproduzco todos los gestos que la memoria me devuelve ante mi apelación angustiada.

Me recomiendan que acuda a la sala 10 de la T4, su oficina de objetos perdidos. Tras recorrer cinco kilómetros –según mi contador de pasos– por la terminal compruebo que no está allí. “Ponga una denuncia”. Es domingo por la tarde, también en la comisaría. La amabilidad actúa como un valor añadido para aliviar el aturdimiento.

Activan el Gran Hermano de la T4 que controla las siete mil cámaras que nos miran. “¿A qué hora saliste, cómo ibas vestida, dónde cogiste el coche?”. Al cabo de diez minutos, Elena, policía nacional, me dice: “¡Te veo! Te enrollas un fulard de color crema al cuello, te diriges al parking y colocas el ordenador en el asiento del coche… Lo tiene él. Lo tenemos!”

La comisaría de Barajas asiste al 80% de personas que piden asilo en nuestro país. También detectan la entrada de drogas. Cuenta con agentes que advierten el microgesto del delito, la maleta demasiado nueva, los zapatos todavía con la etiqueta en la suela. Allí fue donde asistieron a una periodista atribulada, huérfana de su teclado, un caso calamitoso que atendieron con cercanía.

Mi doble fortuna resultó una demostración de aquella idea del pensador Josep María Esquirol con la que ilustra su filosofía de la proximidad: “la piel y el corazón son los mayores símbolos que reflejan la hondura de la experiencia humana”. Guardé el ordenador pensando en cómo tropezamos con el presente, al tiempo que nos sobreexplotamos atendiendo a cientos de exigencias fatuas que nos conducen a perder la cabeza. O a pasar una tarde de domingo en la comisaría.

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9 de febrero de 2023
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