Joana Bonet
Mi abuela actuó con lucidez al cruzarse con quien sería mi abuelo en un pueblo en fiestas. Siguió andando erguida junto a sus amigas, pero dejó caer la peineta al suelo con gracioso disimulo. En el baile, él se le acercó galante: “Creo que esto es tuyo”. Y empezaron a bailar. Sin saberlo, fueron unos adelantados de la mirada furtiva del crossing.
A las parejas que todavía permanecen en estado de encantamiento, les gusta contar dónde se conocieron. Y acostumbran a vestir sus escenas con atardeceres rojos, clubs en penumbra o viajes en tren. Desde que la noche perdió prestigio, rebajando la calidad de los ligues, emergió el gran escaparate de Tinder, una aplicación de encuentros que hoy vive sus horas más bajas ya que la transición de la pantalla a la realidad a menudo reporta asombro y espanto.
La pandemia provocó que lo doméstico y cotidiano se infiltrara en nuestro imaginario, haciendo que muchos aprendiéramos a lavar las toallas con bicarbonato. Pero los hubo que tras un match virtual, se citaron en uno de los pocos espacios que permanecían abiertos: los supermercados. Ahora, esas grandes superficies que desprenden desde algún lugar invisible un aroma fétido han acabado por convertirse en santuarios del ligue. Lo ordinario se ha convertido en excepcional, al tiempo que la viralidad del fenómeno confirma una vez más la defunción del romanticismo. Se trata de poner humor y restar misterio a la atracción. ¿O no desprende intimidad el contenido de nuestro carro?
Durante un año la Nobel Annie Ernaux escribió un diario sobre sus visitas al Alcampo. En Mira las luces, amor mío, subraya esa fiesta de la abundancia y los brillos, a diferencia de quedarse frente a la pantalla. Y reivindica la dignidad literaria del súper porque “aquí nos constituimos en una comunidad de deseos”. ¿Quién va a conformarse con una compra telemática? Acuérdense, eso sí, de las cámaras.