Víctor Gómez Pin
La ONU denuncia cíclicamente los problemas de insalubridad que afectarían al cuarenta por ciento de la población mundial. Dos mil quinientos millones de personas vivirían en carencia de las instalaciones sanitarias más básicas. Ya en 2013, la organización internacional llamó a centrarse en el problema con motivo del día mundial del agua. Unos meses atrás la cadena franco-alemana ARTE, apelaba directamente a un “día internacional de los sanitarios”, ilustrando su llamada con las estremecedoras imágenes a las que hago referencia.
Lo tremendo es que, dada la relación de fuerzas que determina las condiciones de vida y educación de la humanidad, la causa de la salubridad parece, sino perdida, cuando menos diferida. Y siendo poco discutible la tesis de que la decencia del entorno es un requisito mínimo para que el humano despliegue sus capacidades, cabe decir que el objetivo de generalización de la vida propia a los seres de razón, el objetivo espiritual de actualizar la riqueza potencial del lenguaje, queda asimismo aplazado; el hecho mismo de mencionarlo puede incluso sonar a sarcasmo, mientras el objetivo de generalización de la elemental salubridad sea relegado.
La insalubridad en la organización de una aldea, villa o ciudad equivale al abandono por una persona de la dignidad a la hora del control de sus esfínteres. El criterio de la medida del problema reside en hasta qué punto se considera que una de las cosas que separan al animal humano del resto de especies animales es precisamente el control de sus excrementos y desperdicios. La inevitable generación de residuos en todo organismo activo forma parte de los principios de la termodinámica, pero el ser humano es el único que se escandaliza de tal hecho, lucha contra ese desorden y expresión del grado de éxito en tal lucha es el nivel de ordenación del entorno. Vivir entre desperdicios es aceptar que el desorden triunfe, es de alguna manera renunciar a actualizar la propia dignidad.