Joana Bonet
El ejercicio consiste en interponer una media distancia entre usted y los anuncios de turrones o embutidos igual que se hace con la lotería: sabemos que difícilmente nos tocará, pero compramos unos décimos porque “y si…”. Ya sabe, el condicional es la sal de la vida. Cuando en la tele anuncien perfumes prometiendo un irresistible atractivo, no desconfíe del todo, pues en Navidad la palabra inspiración se escribe con purpurina. Nos quejamos del derroche de cursilería y pensamos que nos tratan como a niños faltos de cariño, pero admitamos que ser adultos al cien por cien 24/7 resulta una auténtica tortura. Robarles un poco de ingenuidad a hijos, sobrinos o nietos es imprescindible a fin de digerir el azucarado menú.
Mientras las empresas del Ibex nos desean felicidad como si les importáramos más que un comino, pensamos lo mucho que nos ha costado madurar. Hemos atravesado estaciones de paso y atrapado vuelos de enlace con cierto gusto por la provisionalidad. Ese ir de aquí para allá, física y mentalmente, se reviste de una fuerza magnética gracias al modo condicional. ¿Y si hubiera algo mejor esperándonos? ¿Y si nuestros deseos estuvieran tatuados en una esquina del destino? Entonces, entre las cajas de mazapán y guirlache, emergerá el espíritu anti-Mozart, que nos dirá que no, que no hay nada verdadero, solo renglones torcidos de cinismo.
Mozart, a pesar de ser hijo de la pareja más bella de Salzburgo, salió escuálido, pero lo describen bondadoso y atento, un genio que se transformaba al piano. Busco información sobre la expresión anti-Mozart, que repite el protagonista de la recomendable serie Nada (Disney), y doy con un portentoso autor de vida azarosa: Alberto Laiseca, autor de Los Sorias, una monumental novela de 1.300 páginas. Ricardo Piglia la consideraba la mejor novela que se ha escrito en Argentina desde Los siete locos, de Roberto Arlt. Huérfano de madre, Laiseca confesaba que el maltrato de su padre lo empujó a los libros. El fantasma de la ópera le abrió el hambre y se puso a escribir “realismo delirante”. Borges se negó a leer uno de sus relatos, Matando enanos a garrotazos, por el mal gusto de elegir el gerundio.
Laiseca llevó durante trece años su manuscrito –que reescribió cuatro veces– en una bolsa de supermercado. En una ocasión, un ladronzuelo se la intentó robar, pero él forcejeó a tiempo y la salvó. Profesor de talleres literarios, una de sus perlas afirma: “Solo está vivo lo que es exagerado”. Fue un escritor de culto que dejó de serlo al aparecer en una serie televisiva de cuentos de terror. En el plató no se despegaba del cigarro bajo un ventilador de techo. Laiseca afirmaba combatir al anti-Mozart, siguiendo la idea de que Mozart es el bien absoluto, “pero el enemigo del bien no es el mal, sino el antibien”.
Indago a mi alrededor sobre los anti-Mozart, y mi amigo Ignacio me recuerda una anécdota revelada por Simon Leys en que se interroga acerca de la búsqueda de la fealdad, o del terror de la belleza. Contaba que en una cafetería, de repente, sonó el piano del compositor de Salzburgo y todo el mundo se mostró incómodo, paralizado. La gente dejó de hablar y un poso de disgusto planeaba sobre la barra y las mesas hasta que alguien cambió el dial. Enseguida regresó el ruido. Los presentes volvieron a ser los de antes, se relajaron y reanudaron sus conversaciones. En su acto evidenciaban que Mozart actuaba como una especie de agente distorsionador. Porque la belleza nos interpela y al tiempo nos aísla, pero lo fatal es perdérsela. Feliz Navidad.