Joana Bonet
El Caribe es un estado mental, más allá de su mar turquesa o esmeralda, un mar cambiante de azules donde la luz despliega toda su verdad. “Dios está en el paisaje”, leo en Las propiedades de la sed de Marianne Wiggins (Libros del Asteroide). Basta con alzar los ojos del libro para cubrirse de asombro ante las filigranas del atardecer. Pasé los últimos días del año admirando la hospitalidad de los isleños que pintan sus casas de amarillo limón y verde jade, o de azul y rosa pastel, acaso como un acto de resistencia a una vida gris. Y pude reflexionar sobre una cualidad que apenas nombramos, tan ocupados en la resiliencia o la empatía. Me refiero a la dulzura, de la que Aristóteles aseguró que era “un medio entre el arrebato, que conduce siempre a la cólera, y la impasibilidad que no puede nunca llegar a sentirla”.
Adulterada por lo cursi y naif, no ha sido explorada en nuestra cultura. Porque la verdadera dulzura no es azucarada, ni blanda, ni boba, ni aduladora, y nada tiene que ver con los manuales de autoayuda. Se trata de una inclinación consciente de no extraviar el cuidado ni la belleza de cada momento. Dulzura es tener en cuenta lo fácil que resulta lastimar al otro, dejarle un rasguño encima de las heridas que ya acumula, y evitar sumar amarguras. Considerada como la inteligencia de la sensibilidad o la elegancia del espíritu, la dulzura no solo es ternura o indulgencia; también es compromiso.
Una de las filósofas que más ahondaron en ella fue Anne Dufourmantelle, en su Potencia de la dulzura (Nocturna). Para esta especialista en Jacques Derrida –con quien escribió La hospitalidad–, la dulzura es un enigma: “Puede darle la vuelta al mal y deshacerlo mejor que ninguna otra respuesta”. La pensadora insistía en humanizar el miedo y la angustia, y en aplicar una ondulación del ánimo para acoger lo inesperado. Ese instante en que la vida cambia por completo y hay que convertir la vulnerabilidad en confianza.
Anne murió en la playa de Ramatuelle en julio del 2017. Se lanzó al mar para salvar a unos chicos que custodiaba, y las olas la tumbaron. Al llegar a la orilla, poco antes de morir, preguntó a los socorristas: “¿Cómo están los chavales?”. Su reivindicación de la dulzura debería calar algún año nuevo en esta durísima costra terrestre.