Joana Bonet
¿Cuántos adolescentes sufren un malestar sin nombre? Una especie de vaciado que estimula la sensación de acercarse a la nada. Una mezcla de abatimiento, tristeza y desmotivación que apenas logran explicar, pues no han desarrollado la capacidad para enhebrar una historia y se limitan a recoger un puñado de anécdotas, la mayoría sacadas del móvil. Huérfanos de los grandes relatos que antaño explicaban la existencia, así como de aquellos modelos que nos ayudaron a proyectar nuestra propia identidad, apenas logran reflexionar sobre sí mismos, incapaces de descifrar el vapor de su intimidad.
Acumulamos hoy infinidad de textos e imágenes y nos infoxicamos con opiniones contundentes que a menudo se desvanecen al instante. En cambio, se elimina la filosofía, llave para abrir todo conocimiento, de los programas académicos. Los tutoriales y la autoayuda han sustituido a las enseñanzas de Marco Aurelio, Montaigne o Kant al tiempo que los porqués de la existencia se adormecen con vanas gratificaciones instantáneas. Pasatiempos insulsos que dejan una sensación de existencia desnutrida, pero enganchan.
Escribo estas líneas sumergida en la fascinante lectura de Sin relato. Atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad, de Lola López Mondéjar, el último premio Anagrama de ensayo. En sus páginas hallo claves precisas que explican ese malestar contemporáneo que va asociado a la renuncia al saber. La autora afirma que uno de los modelos actuales, mal que nos pese, es la ignorancia. “Donald Trump –afirma– sería el paradigma de este síntoma social, que bauticé hace algunos años como estultofilia”. López Mondéjar ahonda en la negación de atreverse a pensar y sostiene que no es propiamente la cultura digital la que impide a los jóvenes conectar con su yo, sino la superficialidad de lo virtual.
Y es que, a pesar de la actual sobredosis de autoficción, hemos entregado las claves de nuestro relato al big data, como si no fuéramos ya más que algoritmos en lugar de los restos de ¿la última civilización humana?