Ana Sainz (Anapurna)
Ya nos alerta su autora en la justa introducción -apenas cinco páginas en tamaño cuartilla- de la polisemia de la palabra memoria: su uso en el libro responde mayoritariamente al modo benjaminiano, es decir, que funciona como el grito de la resistencia, la palabra de los perdedores, la voz de las minorías aplastadas en un conflicto del pasado. En este delicadísimo (y utilizo precisamente el superlativo por todas las ampollas levantadas, las ya reventadas, y las que siguen formándose a día de hoy, llenitas de agua y tejido lesionado) y aún fiero ensayo, Esther López Barceló se dirige a su público como una arqueóloga de la palabra, respetando sus pesos, sus artistas y redondeces, quitándoles la tierra y el polvo de los años con la caricia de un pincel; perfectamente documentada y sin dejar que la rigurosidad le coma el terreno a la poesía, su voz se cuela entre datos, fechas, notas al pie y testimonios: su impotencia, su deseo, su esperanza, su rabia y su experiencia. Para ella, como para Ernaux, la memoria es la ausencia.
Barceló estructura el cuerpo narrativo en seis capítulos como seis formas distintas de hacer, ensamblar, reconstruir y blindar el recuerdo colectivo: a través de sus experiencias exhumando fosas como voluntaria e intercalando su propia investigación realiza un análisis que, aunque lleno de subjetividad -¿como podría hacerse de otra forma?- es esclarecedor y desgarrador en sus certezas, pruebas y registros. Los muros carcelarios como testigos, grabados con las voces de los presos, con esos epitafios de urgencia, funcionan de la misma manera en la que funcionan los objetos de los que ya no están; Barceló nos habla de las posesiones materiales de las difuntas como si éstas fueran capaces de transformar su propia materialidad: pasan de ser ‘cosas’ a ser ‘cuerpos’; “su observación, a menudo, invoca en el espectador la memoria de una forma vívida, tanto para quienes conocieron al difunto, como para quienes nunca antes oyeron hablar de él’(…) ese objeto no sólo evoca la memoria de un ser extinto, si no que es también capaz de invocar la de otros».
En la modernidad, a parte de las antiguas pertenencias de los muertos -¡las vajillas!¡los libros!¡las trenzas!- contamos con otros artilugios para el debido reencuentro con quien nos falta: pudiendo ser tanto obra de arte como basura – y paradójicamente saturando la memoria de nuestros dispositivos- algunos dispositivos efectivos en la conservación viva de las ausencias son, efectivamente, la fotografía y el video. Sin embargo, se diferencian sustancialmente en la puesta en marcha y el consiguiente desarrollo del dispositivo rememorador: en una fotografía, aún sin poder cambiar lo que ves, la interpretación es múltiple y abierta. Mucho más libre, pero también de una intensidad más concentrada, menos diluida; dice Ryoko Sekiguchi en su reciente ensayo La voz sombra: «Sucede que mucho tiempo después de que alguien haya muerto, nos impacta su mirada captada en una fotografía. Es el presente que surge durante un instante». Al igual que ocurre con las miradas congeladas en papel o pantalla, las palabras grabadas en la piedra o la madera, la pulsión autobiográfica del graffiti -que responde a un acto visceral y común ante la privación de libertad y la certeza de que ese espacio es el final del camino-, actúan como máquinas del tiempo, mecanismos para traer la historia al presente. A mi aún me paraliza un escalofrío al recordar la sensación de recorrer con mis dedos las marcas grabadas en las paredes del vagón de un tren del Deutsches Techknikmuseum al que entré durante unos segundos: palabras y nombres escritos con arañazos, astillas de queratina, testigos mudos de la barbarie.
Barceló nos recuerda, afilada, cómo funciona la retórica de los vencedores y los vencidos: la gloria de las exhumaciones traducidas a beatificaciones, canonizaciones, nombres en calles y esculturas, o la ley de Amnistía del 77 frente a la desprotección institucional de muchas familias hasta el año 2007. Cita leyes, números, bibliografía y casos reales de comunidades con las que trabajó codo con codo en las exhumaciones. El hecho de recolectar huesos sin agencia, arrebatados, negados ante la posibilidad de recibir una sepultura digna se configura como un acto de amor, como una puesta en práctica de los cuidados y como un proceso comunitario necesario para la restauración de la dignidad humana.
Como estamos viendo ahora con el desastre climatológico, político y humano acontecido en Valencia, el colectivismo se revela parte fundamental del sentimiento de pertenencia, tan contagioso y unificador, indispensable en la recuperación de la historia y en la lucha contra la ocultación, el engaño, el populismo y la impunidad: textualmente, «Cuando el pasado altera la realidad, la memoria se escribe en presente de indicativo.»
Comparto con Esther el deseo de tocar la muerte con las manos y la creencia en el imperativo de registrar los recuerdos para, de este modo, convertirlos en lo que llamamos memoria; por eso soy artista. Ya sea en forma de diario, de álbum, de collage, pintura, escultura, performance, dibujo o bordado, el arte trabaja al igual que funcionan las tarjetas SD: códigos cifrados que preservan documentación a veces intangible, reservada su traducción a ciertas mentes o ciertos artefactos. Barceló nos presenta la obra de cinco moldeadoras de la posmemoria, cediéndoles la palabra y el espacio, reivindicando su corpus como otra de las múltiples formas de dramatización y recreación conmemorativas.
(Curiosamente, al igual que para la artista María Rosa Aránega, el dibujo y el lápiz son mi práctica y mi medio favorito; como estudiante de Bellas Artes sentí la presión sorda que el arte con mayúsculas ejercía sobre las dibujantes, siempre pequeñas, menores. Resulta que el lápiz resiste mejor las inclemencias del tiempo que la tinta: en los campos de concentración se escribía todo en lápiz sobre papel).
Para esta arqueóloga/antropóloga, el arte de invocar la memoria consiste en volver a casa, regresar a un tiempo. En sus propias palabras: «Yo lo hago cuando escucho a Franco Battiato buscar el centro de gravedad permanente (…) Y se me llenan de agua los ojos cerrados al sentir la voz de mi padre cantar en un italiano macarrónico por encima de la de Battiato.»
Esther, desde mi retorno al hogar primigenio y escuchando el tono desafinado de mi padre, también ausente, dando berridos en un italiano aún más macarrónico si cabe y desbordada por el agua, te saludo de vuelta.