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Escrito por

Ana Sainz (Anapurna)

Ana Sainz.  Anapurna es el alter ego de Ana Sainz Quesada. Licenciada en Bellas Artes por la Universidad de Barcelona se especializó en ilustración en el IED Madrid. Trabaja diferentes disciplinas artísticas, pinta paredes en espacios rurales y urbanos y trabaja la narrativa gráfica sobre cualquier soporte que se lo permita. Es sobretodo amante de leer y dibujar cómics. En 2015 recibió el premio Fnac- Salamandra Graphic por su primera novela gráfica, Chucrut. En 2017, el premio Art Jove de Ilustración (Palma). Sus historias se han publicado en revistas como Larva (Colombia), Kiblind magazine (Francia) o Jot Down (España). También ha publicado en Alemania con la editorial Wagenbach y en Estados Unidos con Anthology Editions y Fantagrafics, con el proyecto ‘Illustrating Spain in the U.S.’, un recorrido gráfico y narrativo por la influencia de España en el continente. Expuso su serie de grabados Intimidades en la Staatliche der Bildende Kunste en Karlsruhe (2015, Alemania) y su proyecto colectivo Junglepussy –junto al artista visual Grip Face- en la galería Miscelánea (2017, Barcelona). Ha participado en diversas exposiciones colectivas, entre ellas WALLBETWEEN, en la SC Gallery de Bilbao. ‘Insolubilia’ fue su primera exposición individual (2019, La Causa, Madrid). Ha publicado recientemente Rebel.lió. La vaga de lloguers de 1931, en colaboración con el Ayuntamiento de Barcelona y guion de Francisco Sánchez. Su última novela gráfica, Norbu, se ha editado en Francia de la mano de la editorial Çà et Là.

El arte de invocar la memoria, de Esther López Barceló

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Frente al salvajismo la memoria

Ya nos alerta su autora en la justa introducción -apenas cinco páginas en tamaño cuartilla- de la polisemia de la palabra memoria: su uso en el libro responde mayoritariamente al modo benjaminiano, es decir, que funciona como el grito de la resistencia, la palabra de los perdedores, la voz de las minorías aplastadas en un conflicto del pasado. En este delicadísimo (y utilizo precisamente el superlativo por todas las ampollas levantadas, las ya reventadas, y las que siguen formándose a día de hoy, llenitas de agua y tejido lesionado) y aún fiero ensayo, Esther López Barceló se dirige a su público como una arqueóloga de la palabra, respetando sus pesos, sus artistas y redondeces, quitándoles la tierra y el polvo de los años con la caricia de un pincel; perfectamente documentada y sin dejar que la rigurosidad le coma el terreno a la poesía, su voz se cuela entre datos, fechas, notas al pie y testimonios: su impotencia, su deseo, su esperanza, su rabia y su experiencia. Para ella, como para Ernaux, la memoria es la ausencia.

Barceló estructura el cuerpo narrativo en seis capítulos como seis formas distintas de hacer, ensamblar, reconstruir y blindar el recuerdo colectivo: a través de sus experiencias exhumando fosas como voluntaria e intercalando su propia investigación realiza un análisis que, aunque lleno de subjetividad -¿como podría hacerse de otra forma?- es esclarecedor y desgarrador en sus certezas, pruebas y registros. Los muros carcelarios como testigos, grabados con las voces de los presos, con esos epitafios de urgencia, funcionan de la misma manera en la que funcionan los objetos de los que ya no están; Barceló nos habla de las posesiones materiales de las difuntas como si éstas fueran capaces de transformar su propia materialidad: pasan de ser ‘cosas’ a ser ‘cuerpos’; “su observación, a menudo, invoca en el espectador la memoria de una forma vívida, tanto para quienes conocieron al difunto, como para quienes nunca antes oyeron hablar de él’(...) ese objeto no sólo evoca la memoria de un ser extinto, si no que es también capaz de invocar la de otros".
En la modernidad, a parte de las antiguas pertenencias de los muertos -¡las vajillas!¡los libros!¡las trenzas!- contamos con otros artilugios para el debido reencuentro con quien nos falta: pudiendo  ser tanto obra de arte como basura - y paradójicamente saturando la memoria de nuestros dispositivos- algunos dispositivos efectivos en la conservación viva de las ausencias son, efectivamente, la fotografía y el video. Sin embargo, se diferencian sustancialmente en la puesta en marcha y el consiguiente desarrollo del dispositivo rememorador: en una fotografía, aún sin poder cambiar lo que ves, la interpretación es múltiple y abierta. Mucho más libre, pero también de una intensidad más concentrada, menos diluida; dice Ryoko Sekiguchi en su reciente ensayo La voz sombra: "Sucede que mucho tiempo después de que alguien haya muerto, nos impacta su mirada captada en una fotografía. Es el presente que surge durante un instante". Al igual que ocurre con las miradas congeladas en papel o pantalla, las palabras grabadas en la piedra o la madera, la pulsión autobiográfica del graffiti -que responde a un acto visceral y común ante la privación de libertad y la certeza de que ese espacio es el final del camino-, actúan como máquinas del tiempo, mecanismos para traer la historia al presente. A mi aún me paraliza un escalofrío al recordar la sensación de recorrer con mis dedos las marcas grabadas en las paredes del vagón de un tren del Deutsches Techknikmuseum al que entré durante unos segundos: palabras y nombres escritos con arañazos, astillas de queratina, testigos mudos de la barbarie.

Barceló nos recuerda, afilada, cómo funciona la retórica de los vencedores y los vencidos: la gloria de las exhumaciones traducidas a beatificaciones, canonizaciones, nombres en calles y esculturas, o la ley de Amnistía del 77 frente a la desprotección institucional de muchas familias hasta el año 2007. Cita leyes, números, bibliografía y casos reales de comunidades con las que trabajó codo con codo en las exhumaciones. El hecho de recolectar huesos sin agencia, arrebatados, negados ante la posibilidad de recibir una sepultura digna se configura como un acto de amor, como una puesta en práctica de los cuidados y como un proceso comunitario necesario para la restauración de la dignidad humana.
Como estamos viendo ahora con el desastre climatológico, político y humano acontecido en Valencia, el colectivismo se revela parte fundamental del sentimiento de pertenencia, tan contagioso y unificador, indispensable en la recuperación de la historia y en la lucha contra la ocultación, el engaño, el populismo y la impunidad: textualmente, "Cuando el pasado altera la realidad, la memoria se escribe en presente de indicativo."

Comparto con Esther el deseo de tocar la muerte con las manos y la creencia en el imperativo de registrar los recuerdos para, de este modo, convertirlos en lo que llamamos memoria; por eso soy artista. Ya sea en forma de diario, de álbum, de collage, pintura, escultura, performance, dibujo o bordado, el arte trabaja al igual que funcionan las tarjetas SD: códigos cifrados que preservan documentación a veces intangible, reservada su traducción a ciertas mentes o ciertos artefactos. Barceló nos presenta la obra de cinco moldeadoras de la posmemoria, cediéndoles la palabra y el espacio, reivindicando su corpus como otra de las múltiples formas de dramatización y recreación conmemorativas.

(Curiosamente, al igual que para la artista María Rosa Aránega, el dibujo y el lápiz son mi práctica y mi medio favorito; como estudiante de Bellas Artes sentí la presión sorda que el arte con mayúsculas ejercía sobre las dibujantes, siempre pequeñas, menores. Resulta que el lápiz resiste mejor las inclemencias del tiempo que la tinta: en los campos de concentración se escribía todo en lápiz sobre papel).

Para esta arqueóloga/antropóloga, el arte de invocar la memoria consiste en volver a casa, regresar a un tiempo. En sus propias palabras: "Yo lo hago cuando escucho a Franco Battiato buscar el centro de gravedad permanente (...) Y se me llenan de agua los ojos cerrados al sentir la voz de mi padre cantar en un italiano macarrónico por encima de la de Battiato."

Esther, desde mi retorno al hogar primigenio y escuchando el tono desafinado de mi padre, también ausente, dando berridos en un italiano aún más macarrónico si cabe y desbordada por el agua, te saludo de vuelta.

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10 de noviembre de 2024

'Ocàs i fascinació' de Eva Baltasar (Club Editor, 2024)

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Arruinarse la vida en un parpadeo

Sección visual de Kinds of Kindness - FilmAffinity

Escribo constantemente sobre las ocasiones en las que me doy de bruces con la suerte de presenciar la transmigración de un alma genuina, contenedora de una idea penetrante, a un cuerpo narrativo distinto al suyo. Pero es que cuando ocurre -esto significa: leer y trasladarse a una película, a una representación, a una pintura, o viceversa, sin que tengan nada que ver, sin que se hayan conocido nunca- es como estar en una fiesta; una fiesta en la que, sin previo aviso y después de soportar varias horas de música anodina, se pusiera a los platos mi pinchadiscos favorita.

Algo que resulta tan común, tan prosaico, tan de cada fin de semana, se transmuta en el festival de la pirotecnia, en el abrir paquetes uno detrás del otro la mañana del día de Reyes. Que me haga tanta ilusión descubrir el diálogo secreto entre dos relatos morfológicamente distintos (tal vez no sea un hallazgo si no una invención inocente, la manifestación de mis obsesiones; tal vez si se encontrasen se llevarían fatal y no se dirigirían la palabra) solo responde al regalo de saberse rodeada de cristales en los que reconocerse, de reflejos en los que mirarse, con la certeza de que no te girarán la cara, de que siempre y absolutamente siempre van a devolverte el saludo.

Fui testigo de una reverencia de este estilo, de una leve y probablemente inconsciente inclinación de cabeza, al ver Kinds of kindness (Yorgos Lanthimos, 2024) en el cine Rívoli que está cruzando la calle opuesta a la librería: mi cerebro rebobinó a velocidad x2 hasta marzo, a cuando leí Ocàs i fascinació de Eva Baltasar. Quizás el detonante para este no-tan-obvio intercambio fuese la estructura familiarmente literaria de la película (un formato tríptico, como los anteriores Permagel, Boulder y Mamut; la nueva novela de Baltasar es, en cualquier caso, un díptico moderadamente distópico): sin embargo, a medida que avanzaba el metraje también lo hacía la vinculación anímica entre los dos artefactos, volviéndose cristalina hacia el final. Las tres historias del filme, interpretadas por las mismas actrices y actores en diferentes papeles, enlazan orgánicamente los espacios físicos y metafóricos de la extrañeza y el malestar, de la mística y de la muerte: una facultad que también encuentro en la última publicación de la escritora catalana. En ambas producciones permea la idea de la transacción; ¿Cuál es el precio a pagar por la libertad? ¿Acaso existe el libre albedrío? ¿Se puede decidir sin renuncia?

Los tres retratos de Lanthimos conectan a través de un personaje - bastante insustancial en apariencia, incluso si esperas a la escena postcréditos- de cuyo nombre sólo conocemos las iniciales (R. F. M.), y que morirá al principio y resucitará al final. Un trayecto de la muerte hacia la vida, una representación del arquetipo budista de la reencarnación. En Ocàs, primera parte y Fascinació, segunda, es una mujer con nombre de virgen la que hará el viaje en sentido contrario, pero que permanecerá en el mundo al ser convertida en una imagen, en un objeto de culto.

‘Una feina com una pallissa, que m’estovi el cos i em deixi el cap irreparable.’
‘Em meravello de com és de fàcil injectar en un cap aliè una idea insana.’

En estas frases del monólogo interior de una protagonista sin nombre (a mis ojos una especie de heroína contemporánea de la gentrificación), asoman los tres conceptos que vertebran el primer capítulo de Kinds of kindness: la autoridad, encarnada por la figura del jefe, la subordinación que supone el hecho simple de trabajar para alguien -correspondiente al empleado- y la imposibilidad de concebir un escenario donde no exista la tiranía de las necesidades inventadas. Richard (Jesse Plemons) es el sujeto en el cual Raymond (Willem Defoe), inyecta con facilidad el germen de los mecanismos de la dominación: come lo que su capo le indica, folla cuándo, cómo y con quien él le señala, y bebe el cóctel que, por cualquier razón, él le ha escogido. Hasta el momento, no debería resultarnos ni muy inquietante ni demasiado ajeno. Para la joven de la novela, en cambio, el sujeto aniquilante de la voluntad es la vida en la ciudad y su tiranía. Estos dos personajes, que pelotean entre papel y pantalla, no dejan de ser subordinados devotamente sometidos: en el caso de ella, incluso (y precisamente) hasta después de haber terminado con la vida de su patrona.

Las imágenes que describe Baltasar me trasladan a las atmósferas que graba Lanthimos; leerla es como ver a Emma Stone probarse unos zapatos en los que no le caben los pies, o tirada en una butaca con el cuerpo hecho marioneta y una herida sangrante donde debería estar el hígado. Es observar a Margaret Qualley saltando grácilmente hacia una piscina vacía, aterrizando con la cara, o directamente, a su cabeza atravesando la luna delantera de un coche -una de las seleccionadas escenas que, lejos de resultar perturbadoras, te arrancan una carcajada: marca de la casa-. En ambos ingenios el paisaje está decididamente atravesado por las dinámicas de poder y el cuento del sometimiento, y la violencia y la seducción son las columnas donde se apoyan las criaturas.

En el segundo capítulo, el director griego nos propone experimentar el juego endemoniado de la luz de gas: un marido espera a que su mujer, desaparecida durante una investigación en el océano, vuelva a casa. Aparentemente se cumple el anhelo, pero lo que recibe es una carcasa que, aunque luce igual que ella, ni calza la misma talla ni odia el chocolate; una copia, una doppelganger casi perfecta. Emma Stone interpreta así a una mujer exageradamente sumisa. Jesse Plemons, a un tirano déspota que continuamente pone a prueba la veracidad de quien dice ser su esposa. ¿Quién tiene la verdad, quién conoce lo que realmente ha sucedido? ¿Es siempre el narrador de la historia quién la controla?

Todos los intérpretes terminan boxeando contra su propia trivialidad, noqueados por la falta de sentido de su existencia: al igual que en la película, la cronista del libro también vive entre lo conocido y lo desconocido, el cobijo y el peligro -limpia y cuida una casa a la vez que la viola, vaciándole la nevera, sumergiéndose en su bañera-: ella es una farsante, igualmente una mentira, una máscara. Como la mujer de Daniel el Policía, sólo una copia.

Hacia el final de estas dos narrativas especulares -y con especial notoriedad en el tercer capítulo de Kinds of kindness- se da una simbología compartida: el agua, la sed y la muerte empapan las últimas partes de estas primas separadas por distintas latitudes. Una y otra nos dejan entrever el vagabundeo incesante de quienes buscan escapar de la normatividad, a la caza de algo más grande: Dios, burlar a la muerte, la trascendencia, la entrega definitiva del espíritu a un bien mayor. Total, la vida se te puede ir a la mierda con un solo gesto, y lo saben bien tanto la chica que huye de un marido violador para terminar siendo el utensilio implacable de una secta new age como la que, desalojada a golpes de su casa, se cobija por las noches en su lugar de trabajo. Las dos están entrelazadas por el dibujo infinito eros-thanatos: la madre abandonadora que tiene como misión encontrar a la mesías capaz de insuflar vida de nuevo en un cuerpo vacío y la asesina que, a base de sacralización y cuidados, tratará de mantener viva a su víctima, convirtiendo la habitación donde reposa en un templo. Comparten la hechura asfixiante del amor, el cuestionamiento de la norma y de aquéllo que deberíamos querer. Además, ambas son poseedoras de un conocimiento pretérito; saben que, detrás de lo mundanamente deseable, pueden esconderse montañas de horror, maltrato y abuso.

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9 de septiembre de 2024

Publicado por Alfaguara (2024)

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¿Qué hay más hermoso que una boquita salada y animal?

El celo, de Sabina Urraca

En mi continuada y bien alimentada obsesión por los arquetipos y su consecuente búsqueda entre hojas de papel, paredes y pantallas, encuentro en el último libro de Sabina Urraca dos de mis cosas favoritas al leer a una autora a la que admiro: el uso de un símil familiar -disculpad el auto abrazo- y el eco de sus antiguas narraciones rebotando en las paredes de unas páginas que huelen a nuevo. Escribí un cuento hace no tanto en el que la voz extraviada de Ariel, vilmente usurpada por su madrastra Úrsula, me sirvió para ilustrar la rabia que experimenta la protagonista en un momento dado; una rabia que, en lugar de reventar el cuerpo como piel de fruta madura, se le atasca en la garganta, generando un tapón que impide el balsámico flujo del grito. Aunque con una intención ligeramente distinta, en esta historia también la estructura reverencia la escritura: un cuento clásico al servicio de un cuento contemporáneo. En este caso, un cuento ofrecido y dispuesto (piernas bien abiertas culo en pompa rabo levantado) a una novela constituida bajo los preceptos, la magia y la simbología de las narraciones aparentemente infantiles.

(Me pregunto, más allá de la genealogía compartida del abuso, qué nos impulsa a utilizar ciertos recursos). 

Barista-Urraca, filtrando la información gota a gota, nos va dejando trocitos de caramelo amargo y requemado anárquicamente repartidos por el suelo, para que, ya seamos Hansel o Gretel, tengamos que agacharnos a recoger las pistas que apenas indican el acceso a un sendero sombrío e irregular. En el relato se presentan lo que podrían ser dos caras de una misma moneda: ¿Quién es la Humana y qué le ha pasado? Una experiencia traumática -vislumbrada a través del lino claro de la infancia, oscurecido por las tinturas de la adolescencia- le ha provocado una parálisis incapacitante de tal magnitud que no puede ni lazar unos cordones ni rozarse los pezones sin padecer un dolor insoportable. ¿Y la Perra?¿ Cuál es su pasado? ¿Acaso son la Humana y la Perra la misma cosa? 

Existe en ambas una animalidad compartida, un pulso firme -como lo define Sabina- entre pelo y epidermis. Justo después de una rave -espacio supuestamente lúdico, hipotéticamente comunal y comunitario del que la protagonista no deja de huir- ambas se tropiezan y da comienzo una vorágine de miedos que, gracias a una prosa hermosa e hiriente, terminarán transformándose en admiraciones, en amores. La escritora entronca relaciones y acontecimientos pasados y presentes - la familia/infancia, la pareja/postadolescencia, la comunidad/el ahora- en un vaivén temporal que reposa en las imágenes de una corporalidad doliente, tanto humana como perruna. La somatización del padecimiento psíquico a través del dolor físico encarnado en una mastitis  - las tetas que fueron apéndices deseables y la envidia de su madre, ahora sacos asquerosos y supurantes, inmunes a la sexualizacion, siempre demasiado temprana-, o el celo de la Perra, acontecimiento sísmico que abrirá su caja de Pandora particular, son solo dos de las esquinitas del despliegue de materialidad simbólica que arropa con ternura a las dos hembras de esta novela. 

El mito de la maldición masculina -entre otras tantas supersticiones- astilla las cabezas y corazones de las mujeres retratadas; yo me mataré y tu te pudrirás toíta por dentro. El resultado: una histerectomía, tejido endometrial expandiéndose por los interiores de Wendy, compañera de terapia, después del suicidio de su marido. Sabina Urraca sitúa el poder de las creencias donde verdaderamente le corresponde: en lo alto de una buena montaña amalgamada a base de soledad, ritos - la Humana untándose en los labios la grasa que mana de la tumba de su Abuela- manipulación, pasión, vergüenza y benzodiacepinas. 

Dos muertes apuntalan los muros de El celo; la de la Abuela, llevándose consigo más de un secreto, hacia la primera mitad, y la del Abuelo, en la segunda, que se niega rotundamente a ser enterrado en la cripta familiar, ofreciéndonos algunas respuestas: no solo los amantes son malos.

Sabina Urraca manipula y dilata la cotidianidad de los actos pequeños para romper los barrotes y liberar al campo; una manicura torpe en los pies a modo de despedida, poder decir en voz alta cómo te llamas, no ser capaz de atarte los zapatos. Gestos aparentemente sencillos ahora imposibles por esconder demasiado, por significar demasiado, por tener las costuras a punto de estallar. El deseo, tan mundano, tan común a todas las criaturas presentado como un vínculo irrompible, como candado de las cadenas que te amarran a quien no te quiere bien. Qué Perra no ha olfateado esas esquinas alguna vez.

Leer El celo es leer un cuento popular, una leyenda urbana, una rondalla, un cuento realista, un cuento de terror, un cuento fantástico. El cuento de todos los cuentos es en realidad, una novela. Y así, como el buen cuento que sigue la tradición folclórica y con un -a mi parecer- magistral uso final en el giro de las voces narrativas, termina con una moraleja más empoderante que aleccionadora: como le dice la santera (por el acento tal vez puertorriqueña) a la Humana cuando la Perra desaparece ‘lo que no se nombra, se pierde'.

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26 de junio de 2024

Las Malas, de Camila Sosa Villada

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Trilogía Argentina (parte III)

 

Llego a Las malas gracias a la generosidad de mi compañera de trabajo en la librería. El ejemplar que leo es el suyo; procuro hacerlo rápido porque no me gusta retener por más tiempo del estrictamente necesario los libros ajenos, me siento como si estuviera perpetuando un secuestro. Lo primero que identifico en el relato es la clara intención demarcativa de la autora en el uso de la palabra travesti en lugar de trans - algo común en Latinoamérica, o por lo menos en Argentina, como señala Mariana Enríquez durante la presentación en Sevilla de su último libro publicado como editora, Cuerpos para odiar, de la escritora Claudia Rodríguez, una novela que bien podría ser el bebé encontrado por Camila en medio de los arbustos del Parque Sarmiento, tal vez su hija adoptiva-: utiliza travesti porque es una palabra que proyecta sombra, que pesa, llena de mugre y de costras, que trae consigo cartones de vino y tiros de cocaína cortada con escayola. Travesti no es, al menos, una palabra blanca, pues está ineludiblemente vinculada a la oscuridad.

Camila cuenta su experiencia como trabajadora sexual en la Córdoba que transita durante sus años de estudiante; la ciudad -un personaje más de la novela- y sus habitantes orbitan alrededor del centro de operaciones de un grupo de mujeres transgénero, mujeres cuarto hadas, cuarto brujas, cuarto animales, cuarto seres humanos. Es fácil vislumbrar su voluntad apenas devoradas las primeras treinta páginas: Las malas es un relato sobre la supervivencia y sus mecanismos. La actriz y escritora cordobesa ejecuta la literatura del yo no con la persistente voluntad de realizar una práctica narcisista, sino con la de forjar el filo de una arma blanca con la que cosquillear nuestras gargantas, siempre preparada para una traqueotomía de urgencia. La primera lección de este retrato de la resistencia es sin embargo la que hemos olvidado -o puede que obviado- con más facilidad y, por eso (entre otras muchas cosas) este es un libro que todas deberíamos leer: no podremos permanecer en esta hostilidad solas, por mucho que se nos empuje hacia la creencia contraria.

El gran triunfo del capitalismo ha sido el de arrebatarnos la creencia en la posibilidad bienhechora de la red y la esperanza de la comunión con tus semejantes. Nos ha desposeído del poder, del único poder al que cualquier individuo, independientemente de su estatus, raza, color, procedencia o género, indistintamente de cualquier término cortante que divida y separe, de cualquier palabra que profese la religión dicotómica del mundo, puede recurrir: el de generar un escudo común contra la basura que nos rodea, una barrera protectora construida a base de cimentaciones compartidas, del concepto participativo de familia -no necesariamente con, y a menudo sin, consanguinidad alguna-, de la generación y preservación de una comunidad. Con las luces y sombras que esto pueda traer consigo, en el caso de esta narración, traducidas a los conceptos fiesta y furia.

Una de las muchas imágenes que dibuja la novela sobre el acercamiento natural e inevitable de las heridas compartidas es la del desfile de los Hombres sin Cabeza -los soldados que emigraron a Argentina después de combatir en las guerras africanas- rindiendo tributo a la Tía Encarna, la madre de todas las travestis del Parque; ellos siempre preferirán la compañía de aquéllas mujeres leídas como una mitad a la de cualquier otro tipo de mujer: los cuerpos seccionados por la violencia se huelen y se buscan como animales en celo, conscientes tal vez de que cualquier otro tipo de unión supondría un riesgo para la supervivencia de la especie. Uno de estos Hombre sin Cabeza despierta cada día a la tía Encarna con un ‘Qué hermosa estás mi amor’ y con eso es suficiente; un sortilegio, un amuleto protector contra las desgracias, las vejaciones, los desmembramientos.

Sosa recupera el imaginario del realismo mágico latinoamericano -tendencia por otra parte muy acorde al zeitgeist-, balanceándose en un precipicio lírico que mira hacia un océano de cursilería, y lo hace sin dar ni un pequeño traspiés, con la gracilidad de una bailarina, librándose de dejarnos la boca pastosa por la sobrepasada ingesta de azúcar. Su honestidad y transparencia, su habilidad para tornar hermoso lo abominable es capaz de disipar el olor dulzón de los ramos podridos, evitando con inteligencia que se nos quede pegado al cielo del paladar. Síntoma de lo que nos quiere decir, el libro registra y recuerda como lo hacen los cuerpos; hay en él una conciencia del talle y de la culpa que sólo pueden pertenecer a una mujer -por si existe alguien que todavía dude de su mujerosidad- y que refleja magistralmente sirviéndose del uso de metáforas referidas al cuerpo y sus fragmentos. Es una historia contada en un equilibrio precario pero constante, que consigue embellecer la podredumbre y la inflamación, una capa de base de maquillaje aterciopelado y sedoso aplicada sobre una piel a punto de reventar. Una narración tan binaria como este nuestro territorio, que oscila entre los límites de la esperanza y el desasosiego, la sororidad y la natural pelea por la supervivencia, la tensión y la ternura, la violencia y el amor, y que traslada el si nos tocan a una nos tocan a todas a la realidad del fango y la lucha.

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14 de mayo de 2024

Portada de la edición de Tusquets

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Trilogía Argentina (parte II)

Leí Las primas hace cosa de un par de meses. No exclusivamente por el hecho de trabajar en una librería era ya consciente del hype que la novela estaba generando; Lucía Litjmaer la había recomendado en su podcast Deforme Semanal -ese rinconcito que hicimos nuestro, al que muchas acudimos pre y post pandemia en busca de carne fresca que diseccionar y devorar- y, a pesar de ser proclive a la tardanza en cuanto a tendencias, me apeteció subirme a este tren para recorrer La Plata. Mi compañera de trabajo, por quien andaba sintiendo la fascinación característica de la novedad cuando es reflejo, me comentó cuánto la había disfrutado, y en un gesto de simpatía y generosidad (nos conocíamos desde hacía dos semanas), me regaló la novela por mi cumpleaños, tal vez con una intención concreta, motivada por la necesidad de hablar sobre ella.

Me obsesionan desde hace tiempo tanto la simultaneidad como la sincronicidad; ¿cuáles son los elementos que, habitando un tiempo y un espacio distintos, sintonizan a dos mentes en una misma frecuencia?¿Qué sucesos acontecen -y cómo- en el recorrido vital de dos cabezas divergentes, para terminar siendo traducidos a un mismo lenguaje, sin conocerse, sin tan siquiera olfatearse primero?

Leer Las primas es someterse al martilleo rítmico y constante de la duda; ¿acaso había leído el texto Cristina Morales antes de escribir Lectura fácil? Es probable, pero la probabilidad aburre y arrebata lugar a la magia, la fantasía, lo impredecible, al abandono del control. Resulta más hermosa la idea de que dos bombillas se enciendan a la vez y arrojen luz, un cálido rayo que al reposar sobre dos objetos de formas imposibles, proyecte la misma sombra.

Yuna, una adolescente con sensibilidad, dotes artísticas y una dislexia galopante -si no algo más complejo- es la narradora de este sueño poético y disfuncional; conformada en un monólogo interior, la escritura de Venturini se aproxima en su forma al pensamiento de su protagonista. Es rústica, diagonal y autoconsciente: la voz que nos habla no deja de culpabilizarse por su supuesta estupidez, y se disculpa ante las lectoras por su incapacidad de usar una correcta puntuación, sin olvidar el adecuado manejo de los artículos. Aún sorprendentemente delicada en la narración de la violencia, el atropello y el drama que parece perseguir con el empeño de un jinete del Apocalipsis a su familia (conformada únicamente por mujeres que han sufrido abusos y vejaciones de atroz pelaje por parte de los hombres), incluso cuando parece que el azote de la desgracia amaina, un nuevo chaparrón te deja calada hasta los huesos, tiritando no precisamente a causa del frío.

La metáfora, que abraza amorosamente los pensamientos de Yuna, protegiéndola de los horrores del mundo - la porcelana de su muñeca rota por la madre dañándole el hígado, la expresión nadie le huía al frasco, la dualidad hombre/fuego, mujer/paja…- puede acercarnos al reflejo real de su discapacidad, que no se nombra, pese a empapar completamente su conciencia; el prisma a través del cual observa la realidad no la deforma, sino que la aumenta, dotándola de una percepción milimétrica y de una honestidad que podemos reconocer en las personas con cierto grado de autismo.

Este es un libro punzante hasta el asco, doloroso, un diario personal que retrata sin tamiz el absurdo de la suposición hecha estigma, el deseo inefable y corrupto de los hombres - Yuna apenas poder contener las náuseas en cuanto se le habla de sexo, o en cuanto lo piensa-, la violencia y el desmembramiento de una familia en la que las desgracias suceden como mirándose en un espejo, pero también la amistad entre mujeres, el poder transformador del arte, la virtud hecha flotador. La narración de Aurora Venturini encuentra el equilibrio en los contrastes, entre lo inmundamente feo y la ternura más incapacitante, por medio de un contenido repulsivo envuelto en la forma más hermosa - y en realidad Petra sufría fuertes dolores de estómago seguidos de vómitos porque la infeliz tenía motivos suficientes para flotar en un lago de ascos y náuseas -, en apariencia de una lectura fácil que en realidad esconde la promesa de una digestión difícil, casi hasta ulcerante, como de las que te arruinan el día después de una siesta demasiado larga, demasiado ansiosa.

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6 de abril de 2024
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Trilogía Argentina (parte I)

Durante el pasado mes de enero las protagonistas de mis nunca satisfactorias pausas entre las ocupaciones y el dormir han sido indudablemente escritoras argentinas -contando también con la estelar interpretación de algunos personajes secundarios oriundos del extenso territorio latinoamericano-; Schweblin, Fabbri, Venturini. Tres generaciones. Tres apellidos de la diáspora. Tres escrituras divergentes aún con raíces compartidas.

Por la proximidad de su espíritu al mío -resulta calmante imaginarlos encarnados en dos alacranes danzando, crujientes y venenosos, o en dos gatos afilándose las uñas, naturaleza salvaje empaquetada en suavidad, pudiendo metamorfosear según convenga-, es La reina del baile quien, como buena monarca, encabeza esta hilera de palabras-hormiga. Paulina (o lo que en ese momento queda de ella) recupera la conciencia después de un accidente de tráfico. En los asientos de detrás del coche hay una adolescente y un perro, a quienes no reconoce. Este acontecimiento prelude la atmósfera de extrañeza en la que nos moveremos de atrás hacia adelante, de adelante hacia atrás, durante una hora o dos, hasta llegar a reconocer a Gallardo, el cuadrúpedo fiel, y a Lara, la quinceañera fugitiva.

Fabbri se preocupa por desgranar las mismas estructuras que muchas de sus contemporáneas: entremezcla más de 400 hilos de romanticismo, desamor -definido en su máxima expresión gracias a la imagen de un nudo de pelo espeso que hay que desenredar-, deseo femenino, autoexploración, amistad y familia -con sus correspondientes vapores tóxicos-, con otros como la sororidad, la esperanza, la maternidad, el regocijo del sarcasmo o el dolor que supone el mero hecho de respirar, para terminar tejiendo una sábana exquisita, de aquéllas que no quieres utilizar si fumas en la cama, de aquéllas que te cuesta tantísimo abandonar aún sabiendo que vuelves a ellas cada noche. Con unas gafas de un aumento terrorífico, observa a las personas y sus movimientos hasta encontrar la más mínima espinilla, la pústula escondida, el grano todavía sin madurar y apretarlo hasta que sangre, hasta que se infecte, pus diseminado por gran parte de la superficie del espejo. Utiliza a sus personajes para ofrecernos la dicotomía humana en bandeja de plata, con sus correspondientes cubiertos para una mejor disección de la carne; ¿alguna vez habéis querido tanto a un animal -el que os acompaña- que habéis tenido que soltarlo de vuestro psicopático abrazo justo en el instante previo a que se le quebrasen los huesos? Esta antagonía atraviesa el pensamiento de Paulina, al igual que la certeza de la irremediable confusión entre realismo y pesimismo que sufren algunas personas, la condescendencia de lo familiar, el conflicto causado por exceso de hastío, el aburrimiento de la postal navideña -el novio, la casa, el perro-. Identificar la bandera roja, ponérsela de capa y saltar por la ventana: esto hacen las tres mujeres de la novela, tal vez sin saber que en el asfalto se esperan las unas a las otras con un buen parapeto de tela.

Con ternura, pero sobre todo con una sinceridad recién afilada -¿puede o debe ser una mujer tan honesta que acaricie la maldad?- Camila Fabbri sacude de las relaciones de pareja cualquier fibra de romanticismo, dejando una superficie asquerosamente limpia para que la soledad se acomode; Paulina, como muchas de nosotras, habla sola para confirmar su existencia. Paulina, como otras tantas, sufre un ataque de pánico en una cita orquestrada sólo para tratar de superar el haber sido abandonada. Paulina ve pornografía lésbica de tintes literarios, disfruta las historias incestuosas, necesita del contexto para avivar su deseo, requiere de lo prohibido, de lo ajeno, para darse placer; ella entiende que la fantasía debe existir sin ser jamás cumplida, que es el motor que nos mantiene vivas y cabales: lo que impide su transformación en un monstruo.

Paulina, al contrario de lo que pudiera parecer al inicio de sus andanzas, no es la Reina del Baile; es más bien el hada madrina, la acompañante, la secretaria levantando acta. La que mira a las demás para ser vista, para ser reconocida. Tan solo a medida que avanzamos entre sus nubes negras -y transitamos también las de Maite, su amiga, la única relación disfuncional con la que cuenta- vislumbramos la silueta de la auténtica regente de la pista.

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20 de febrero de 2024

'Chica de interior', de Frankie Barnet (Paloma Ediciones)

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El calcetín del revés

 

Cuando Frankie Barnet escogía palabras en busca del título perfecto para su libro de relatos (puede que colocándolas en post-its imaginarios sobre la mesa de su cerebro), un gato -o tal vez una capibara, o quizás una tortuga- se paseaba impunemente de esquina a esquina del tablero, haciendo alarde de la malévola elegancia propia de su especie y dispuesto a poner a prueba aquello a lo que los humanos llamamos gravedad. Radiografiando su alrededor provocativamente -estoy convencida de que esa mirada solo existe cuando es vista por una persona- el felino habría atrapado los vocablos con sus perfectas y curvadas garras para después empujarlos grácilmente hasta el borde de madera, con la intención de observar con plácida satisfacción la suave danza de los papeles en el aire antes de caer al suelo. En el mapa mental de Frankie, la frase contaba con un orden distinto; tal vez Indoors girl - o, por preservar el argumento, aunque Barnet hable y escriba en inglés, Interior de chica-.

 Los cuentos que configuran esta preciosura de libro -impecablemente editado por Alba G. Mora y Jorge de Cascante- podrían habitar un mismo interior aunque sus protagonistas tengan nombres distintos: todas querrían atravesar otras habitaciones, pasearse por escenarios ajenos que apaciguaran el hastío de los días. Su escritura es fluida y amontonada porque funciona como el pensamiento; es flagelante, obsesiva y, en los momentos donde no queda otra, mágica. Como lectora, puedes disfrutar subiéndote a un tren sin destino de autofustigación femenina -¿acaso los hombres piensan así?-, de culpabilidad autoimpuesta, de precariedades foráneas, solo para que más adelante, cuando te apees, te des cuenta de que es el mismo trayecto que recorres tú cada día, solo que en otro vagón. Vemos los mismos campos áridos, las mismas tierras secas y yermas a través de la ventanilla, solo para caer en la cuenta de que sí, se puede padecer el síndrome de la impostora también limpiando casas. 

En las historias de esta joven escritora canadiense la representación de la masculinidad oscila entre la absoluta ridiculez y la maldad más genuina. Barnet posee la extraordinaria capacidad de hacer de la ironía y la nostalgia una imbatible pareja de baile, que exhibe en un delicado bamboleo funambulista: ‘Sus últimas palabras fueron una cita de Ghandi…no, una cita de la primera película de Rocky’, nos cuenta -aparentemente de forma anecdótica, porque pocas cosas en su narrativa lo son- sobre un Entrenador fallecido a causa del cáncer y acusado de varios abusos a menores. Y tú sin poder decidirte por el peor de los dos. 

Las relaciones de su(s) protagonista(s) con los hombres pasan necesariamente por el sexo; ellas no parecen disfrutarlo, si no que lo viven como una especie de peaje, un tránsito ineludible hacia un lugar sin definir pero que necesariamente las aleja de donde no quieren estar: el instante presente.

-’Oh ya, soy la chica, no tengo que hacer nada,’ piensa la protagonista de Lo que estaba buscando mientras se está acostando con un compañero de trabajo.-

Los interiores de Barnet están tintados de rojo cereza, de una extrañeza que resulta hasta familiar -bebés de tortuga que salen de las tuberías para instalarse en apartamentos, la juventud usada como un eufemismo para colocarse, la capibara suicida-, un surrealismo que, al sostenerse en una apatía continuada y permanente, deja de ser leído como extraordinario o fuera de lo común para fundirse con el paisaje cotidiano. La violencia machista y la melancolía adolescente atraviesan a las heroínas -o antiheroínas, según como se lea-; incluso la amistad, pilar que apuntala los cimientos, que impide que se derrumben las paredes de las habitaciones donde suceden las historias de Chica de interior y los cascotes y escombros entierren a sus moradoras, aparece como algo fácilmente corrompible, manipulable, hasta tóxico en su efigie. Mientras leía no podía dejar de pensar en la relación de la protagonista de Mi año de descanso y relajación con su única amiga, Reva-; no es de extrañar que, en la entrevista que concluye el volumen (o un pequeño meet and greet con la escritora, una grata sorpresa final), al ser preguntada por la importancia de sus amistades, Barnet responda que se alegra de tener una pareja que, a pesar de las discusiones, se mantenga estable, pues de sus amigas solo es capaz de estirarse del pecho abierto un ‘esas señoras están como cabras.’

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16 de enero de 2024

Beca Ratón, de Anna Haifisch

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En busca de la beca perdida

Frente a la creciente tendencia editorial de adaptar novelas y ensayos al formato cómic -y por lo tanto, de reducirlo a eso, a un simple formato-, en un ejercicio consciente por transformar el arte en entretenimiento masticado/regurgitado y una intención clara de recuperar la opulencia de las arcas, refugiada tras el argumentario de la narrativa gráfica como la gran puerta de entrada a la lectura -¡pero si tiene dibujos!-, cómics cómo Beca ratón de Anna Haifisch (editado en un formato precioso e indefenso por Apa-Apa) me devuelven la esperanza tanto en las lectoras como en el sector.

Dos ratones antropomorfos se encuentran en la residencia Fahrenbuhl para artistas, una casita enmarcada por una blancura que hiere y en mitad de la nada más brillante y cegadora. Parece que los dos personajes se reconocen en sus soledades, y se desarrolla paulatinamente un vínculo de amistad; o al menos así lo entiende uno de los dos. Bajo la aparente premisa de dedicarse única y exclusivamente al acto creativo y tal vez con una ligera intención antropológica, el ratón comiquero -que paradójicamente es el que piensa como un artista, el que conceptualiza y sublima la información que recibe del mundo y la transforma en algo que previamente no existía- es quien sabotea al ratón pintor, un ser puramente visual y plástico que se dedica simplemente a copiar la realidad, aventurándose quizás en alguna ocasión a traducirla si la inspiración le pilla pincel en mano, pero sin encontrarle ningún sentido a su propia práctica. Ambos encarnan dos tipologías distintas de artista, dos representaciones de una misma pieza con intérpretes diferentes, dos vértices de la misma figura pero con cierta variabilidad de apertura en sus ángulos. El artista ‘malo’ se reconoce como tal; ni él mismo sabe por qué pinta lo que pinta -¿quién querría ver a mis tías y a mis primas pintadas en un lienzo?-. El espejo le devuelve el reflejo del creador que ejecuta sin concepto, y lo que es peor, del que carece de la inteligencia necesaria para dárselo a posteriori.

Delineando con tinta lila una atractiva oscilación entre la reflexión y la tristeza y con la maestría de quien conoce el equilibrio justo entre el absurdo y la angustia, Haifisch desarrolla una relación entre los personajes algo malsana, desigual y tóxica en algunos momentos y que nos plantea un interesante -y aunque antiguo, todavía irresoluble- dilema: ¿Es lícito mentir, engañar, llegar incluso a ser una mala persona en pos del arte?¿En qué momento y por qué confundimos las necesidades del mundo con las necesidades propias?¿Responde esta relación entre los dos ratones a un experimento sociológico, una investigación previa al desarrollo de la obra o simplemente a un impulso egoísta y errático por evitar el abandono?

Anna Haifisch apoya con su estilo rápido y desgarbado las resabidas palabras con las que el ratón pintor aconseja a su compañero de residencia: deja las páginas guarras, así están vivas, así tienen emoción. Como si no la hubiera en los dibujos pulcros y cuidadosos, en la pasión de las horas infinitas invertidas. La imbecilidad de los dos estereotipos se manifiesta en algunas escenas remarcables, así como también los pensamientos, deseos y preocupaciones genealógicas de la profesión -y que por desgracia comparto con estos simpáticos y apesadumbrados roedores, como el anhelo de que los animales pudieran hablar, o cuanto menos nosotras entenderles-.

Después de unas horas de devaneo manual e intelectual, los dos frienemies observan el fruto de su creación conjunta -un muñeco de nieve- sin ser capaces de decir nada más que un devastador ‘nos ha quedado muy normal’. Con este aparentemente inocuo comentario, Haifisch nos deja vislumbrar tras un velo de humor semiopaco las presiones de quienes hemos escogido el arte como forma de estar en el mundo; la de ser aplastadas bajo el peso de la innovación constante, el nulo derecho a la mediocridad y la búsqueda infructuosa de financiación + reputación -amparada por las horas y horas no remuneradas rellenando papeles, diseñando portfolios, mandando correos y esperando resoluciones-, para acabar revelando una verdad tan universal como a menudo olvidada por quienes la viven: el talento no siempre es equivalente al reconocimiento y viceversa.

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17 de diciembre de 2023
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I WANT TO BELIEVE

Puede que llegue tarde a la lectura de esta novela de autoficción que, desde su publicación en octubre del año 2020 cosecha ya el nada desdeñable número de 16 ediciones. Quizá también me retrasó la pereza; desayuno, como y ceno los relatos testimoniales de mujeres jóvenes que escriben sobre el amor, la familia, el desencanto, la nostalgia, el deseo y los malestares del mundo porque soy una de ellas y me interesan sus historias. Por mucho que disfrute el acompañamiento momentáneo, el mirarme en el espejo de sus páginas o incluso el regodeo en la mugre y en el barro, también una se harta de sí misma y de los pensamientos que no le dejan dormir. Tal vez este libro hubiera pisado una huella distinta si no lo hubiera leído a cierto destiempo -sensación que, por otro lado, no tengo al leer a Annie Ernaux, a pesar de sus puntos de encuentro-.

A parte de nuestras iniciales, a Ana Iris y a mi nos hermana la intencionalidad del retorno, el girar la vista y mirar hacia el pasado con las gafas del realismo mágico puestas; también la obsesión con el viento, con incidencia manchega en su caso y mallorquina en el mío. Nosotras las isleñas no llegamos a los doce, pero nuestros ocho vientos también llevan y traen, ponen y disponen, como dice Ana: sin que nadie pueda evitarlo. Donde nacemos no es nunca una cuestión baladí como tampoco los motivos que nos empujarían a volver; el territorio nos condiciona tanto para lo brillante como lo oscuro, y a veces, enmaraña - cuestión que también aborda con altas dosis de poesía Irene Solà-: la idea romántica de volver a casa puede resultarnos ni tan bonita ni tan romántica si lo que una vez entendimos como hogar ha dejado de ser el refugio suave y blandito que recordamos. Algunos privilegios vienen acompañados de una buena montaña de basura pudriéndose en callejones, montañas, senderos y playas, basura que huele a fermento, a vómito, a cabezas de gambas y crema solar. Toneladas de restos ajenos que amurallan las ciudades y las hacen inaccesibles para sus históricos moradores. 

Hay una dolorosa melancolía -si es que existe otro tipo de melancolía- en la defensa y el ensalzamiento de las raíces; suele ir ligado a la falta de las personas que nos las dieron, de aquéllos y aquéllas que nos revelaron la metáfora. Está teñido de un halo melocotón -no se debe recordar a los muertos por sus asperezas sino por sus caricias-, que endulza el amenazante pensamiento de ‘cualquier tiempo pasado fue mejor’. Aunque motivada por el forzoso y necesario cuestionamiento de las acciones acometidas en pos bienintencionado progreso, Ana Iris representa y perpetúa el mal de la millenial: su propuesta no convence, pues vuelve a ser una fórmula que apela directamente al individualismo y responde a un egocentrismo generacional propio que únicamente apunta hacia las personas que disponen del privilegio de volver - siempre si ese es su deseo- a los valores tradicionales, sin ofrecer ninguna solución hacia un modo de vida colectivizado y compartido. La novela está marinada en la desazón de quienes hemos resultado estafadas por una promesa fallida; nos dijeron que si hacíamos A, llegaríamos a B, y así sucesivamente hasta la última y esperanzadora letra Z, que luego sería tildada con aspereza, aunque las consonantes no se acentúen por la naturaleza propia de nuestro lenguaje. Llegamos al final del abecedario con mucho papel firmado por la Corona, mucho papel crema pero muy poco color verde. Por suerte, saberse conocedora y usuaria de dicha desazón no enturbia lo interesante del ejercicio de Ana Iris Simón: el progreso puede -y debe- ser puesto en cuestión y es posible revertirlo en cuanto a si oprime más que libera. Analizar los glitches que se generan en las sociedades que no pueden seguir su ritmo propicia una necesaria y mejor aproximación a los conflictos que lo acompañan.   

A mi también hay cosas de la vida que llevaban mis padres a mi edad que me dan envidia; me da dentera que, aunque no cobrasen por encima de la media, sus trabajos fueran estables y seguros. Se me llena la garganta de molestas pelusillas al pensar que, aunque por circunstancias terribles, tuvieran no sólo un hogar en el que vivir, si no además una casa frente al mar en un pueblo costero. Me inunda de compulsión saudádica su mirada chiribitante al futuro, porque entonces aún existía la fe ciega. Qué embaucadora es la nostalgia, que nubla o directamente borra el futuro y las posibilidades. 

Aunque el libre albedrío haya sido cuestión a cuestionar por la filosofía and co y se haya utilizado incluso como tema recurrente en la construcción de distopías y escenarios propios de la ciencia ficción, el pensamiento mágico -que por otra parte envuelve amorosamente toda la novela- nos reconforta; todas quisiéramos creer que los unicornios existen.

Esa vuelta a la normalidad por la que aboga Ana Iris -que no deja de ser una normalidad de un solo prisma, el suyo- se carga la emancipación en pos de un orden natural que nos relegaría a muchas a un lugar oscuro, a un lugar al que posiblemente ya no queremos pertenecer. 

Aunque hay momentos en los que se encarama a la atalaya de la verdad y la autenticidad primigenias para hacer juicios tendenciosos y arbitrarios a modernis, anarquistis, neoflamenquis y bodypositivistis, no puedo evitar sonreír al leer la lapidaria sentencia ‘ya llevábamos tiempo en ello, en lo de no tener más identidad que la estupidez’. Feria es un libro que se encuentra en la intersección y en la contradicción; es tal vez ideológico - ¿y qué no lo es a día de hoy?-, pero eso no traduce la doctrina en algo inmutable. Como a San Sebastián pero sin la pureza ni la sacralización, a la ideología mal entendida como identidad la atraviesan un millar de lanzas. Ana Iris además tiene buena puntería.

El cuestionamiento de las etiquetas y de lo que llevan consigo -pero sobre todo del hecho de que vistan por completo tu pensamiento y tu alma y no sólo tu cuerpo- es algo que celebro pero que no me sirve como excusa para desarticular discursos decididamente imprescindibles y vitales; puede que el llevar una minifalda solo por y para ti y el pretender que nadie te escanee esconda trampas, que las mujeres enseñemos la carne y la piel para ser vistas, para sentirnos más guapas, más sexis, más deseadas: esta es la superficie de la charca donde rebotan los guijarros, pero ¿no es acaso la labor de la escritora bucear hasta el fondo y revolver el lodo para enturbiar el agua? ¿Es adecuado sentir que, para tener más presencia, para pesar más, más centímetros de epidermis deberemos mostrar? Aunque trate de disfrazarlo con toneladas de ironía, no deja de ser un argumento torticero que le vale para desautorizar la apremiante labor del feminismo, que lejos de encarnar la imposible y perfecta representación universal, es al fin y al cabo, de una importancia trascendental. 

Desmontar la falacia egocentrista de que nada de lo que digamos, hagamos o nos pongamos encima va a tener impacto sobre los demás empieza a ser urgente, aunque las formas de Ana Iris hacen saltar algunas alarmas; como se encarga de subrayar Simón, la belleza trae intrínsecamente poder, nos guste o no, porque así funciona el mundo. Es ella una mujer de reflexiones encajonadas pero también muy hábil en el arte de radicalizar para ridiculizar. A pesar de que algunas personas comparen el fascismo con el hecho de mirar un escote, ni son todas, ni la mirada es un acto inocente. 

Su reivindicación de las tradiciones populares -que como lectora he disfrutado como se disfruta descubriendo un manjar exquisito, olvidado o desconocido en el bar más manolístico de un pueblo pegado a una autopista- nos permite conocer un folklore lleno de lirismo, mayormente compartido en sus raíces pero único en la idiosincrasia de sus ramas. Bajo la sombra del anecdotario popular se refugian sus preceptos políticos y así, al menos, están fresquitos y a resguardo de la luz del sol.

En muchas de las anécdotas que narra aparecen la vergüenza y el odio de clase como emociones que se despiertan durante la infancia y la adolescencia -otra cosa en común con Ernaux-; lo bonito de Feria es la calidez con la que abraza estos sentimientos y los incluye necesariamente en un retrato de la poliédrica España a medio camino entre lo personal y lo generacional. Simón representa la voluntad de estrechar entre sus brazos los complejos compartidos de un territorio al reflexionar sobre sus correspondientes orígenes y, también, poniéndolos en cuestión. El amor es la faja que envuelve el libro; a veces incómoda, a menudo inútil en cuanto a su practicidad, -y en su caso, de un rosa quizás demasiado apastelado- pero hermosa, contingente, cálida en su achuchón. Cuestiono si, como ella apuntala, se puede amar sin conocer, pero coincidimos en que la máxima representación del afecto se manifiesta en el habla; hablar del sujeto anhelado siempre que se tenga ocasión y que, al hacerlo, te inunde de tristeza el hecho de que quien te escucha no haya disfrutado del privilegio de su compañía.

Leer a Ana Iris Simón me recuerda vagamente a leer a Houellebecq -salvando los años de experiencia y maestría en la escritura-; me fastidia, a ratos me enfada o me indigna su desafección, pero me ablanda su idea del amor y la ternura con la que la describen. Me sorprende su capacidad de analizar el mundo y de leerme el pensamiento, ese pensamiento fugaz y momentáneo que no puedes contener dentro de la boca y del que te arrepientes segundos después de pronunciarlo en voz alta, aún estando en completa soledad. Y aunque la provocación como mecanismo para remover interiores resulte algo tosco y poco elegante, hay una pizquita de schadenfreude anteI la posibilidad de verlo todo arder.

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20 de noviembre de 2023

La mano izquierda de la oscuriad, Ursula K. Le Guin

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Al nombrar, controlar y poseer (II)

 

La figura de Genly Ai performa el papel del antropólogo investigador; descubrimos a través de su mirada los aspectos utópicos - y no tanto- de las sociedades de Invierno, a la vez que el sesgo de su incomprensión disminuye a medida que se familiariza con el territorio. La acción se desarrolla entre Karhide y Orgoreyn, dos regiones en conflicto por la dominación de un pedazo de tierra conocido como el valle del Sinod. Karhidis y orgotas muestran diferencias sustanciales en cuanto a organización política y económica, tradiciones, ritos y religiones; sin embargo, comparten armazón en lo verdaderamente sustancial, lo que les confiere su idiosincrasia; en ninguno de los pueblos se concibe el sexo o el deseo como eje central en torno al cual giran el poder, la codicia o la supremacía, pero sí como pilar alrededor del cual se estructuran como sociedad: todas sus entidades se organizan en torno a las fases del kémmer, por lo que las relaciones sexuales -con fines reproductivos o no- pasan a ser una cuestión que atañe al estado. Desde la monarquía -que contempla que su regente pueda quedarse embarazado- hasta las bajas laborales que garanticen la satisfacción del kémmer. No puedo evitar recordar las teorías del fantasioso y naive Fourier en la Francia de principios del XIX y su renta básica garantizada de atención sexual, que, al igual que el kémmer, debía asegurarse al menos una vez al mes - según esta teoría, la desaparición de la necesidad desesperada de sexo en los individuos permitiría que las relaciones se desarrollaran en libertad-.

Ajustándose a un férreo código moral, todo guedeniano, donde no haya posadas, dará cobijo y alimento a cualquier viajero que se persone ante su puerta. Comparten una particularidad que resulta algo sorpresiva por el antagonismo que produce: el llamado shigfredor, palabra que no cuenta con una definición clara pero que parece referirse a una suerte de orgullo, una habilidad dialéctica con la que, dependiendo de la cantidad y maestría que ostente cada interlocutor, se gana o se pierde el juego de la conversación y del debate. Algo como la proyección de su propia sombra y con ella, la capacidad de influir en los demás; por ende cuentan con grandes habilidades diplomáticas y, aunque no mienten, disfrutan de la ambigüedad de las medias verdades. Aquí la ingenua benevolencia en la búsqueda de la igualdad de Le Guin, aunque pura en su intencionalidad, tropieza con su geometría: el prestigio que otorga un shigfredor alto cristaliza en los últimos peldaños del escalafón social -siempre en sentido ascendente-; por lo tanto, mientras el shigfredor exista, existirá la posibilidad de segregar a vencedores y vencidos.

En los confines norteños de Orgoreyn hallaremos las terroríficas granjas voluntarias, espacios de castigo similares a las prisiones pero con una diferencia significativa; los prisioneros podrían escapar libremente y por su propio pie si no fuera porque durante su estancia son sometidos a un perpetuo estado comatoso provocado por la inanición y la ingesta de drogas. Lo que les espera fuera no es más que un páramo helado, un infierno blanco y la seguridad de una muerte que aunque dulce, muerte al fin y al cabo.

Una de estas granjas resulta el escenario del génesis de lo que será el alma y el corazón del libro; Genly, aprisionado por culpa de la traición de los Treinta y tres -altos cargos políticos de Mishnori, capital de Orgoreyn-, escapa de Pulefen gracias a la ayuda de el Traidor. A partir de este momento, Ursula nos alcanza una linterna con la mano izquierda.

Opaca, cambiante y radicalmente dual, la relación entre Genly Ai y el andrógino Estraven es la sublimación del carácter binario y dicotómico del mundo. Los dos, humano y humanoide, se embarcan en un arduo periplo atravesando valles, montañas y estepas heladas de regreso a Karhide, uno para llamar a la nave que aguarda sus noticias y el otro, al parecer, para restablecer el honor perdido. Es en el transcurso de este viaje extremo -tanto en el plano físico como en el metafísico- en el cual, como de agua a hielo, su aprecio se solidifica.

 En las conversaciones que mantienen por las noches, narradas desde sus prismas personales y al cobijo de una tienda de campaña, se desarrolla un proceso de comunicación, cuestionamiento, duda, resolución y evidencia. Genly ve su alteridad puesta en entredicho: ¿Por qué le cuesta tanto explicarle a Estraven las diferencias entre hombres y mujeres? Gracias a su compañía y aplomo, Genly despertará de un sueño lúcido y devastador; Estraven es tanto un hombre como una mujer, es las dos cosas a la vez, una evidencia que gana en contorno y definición a medida que los dos profundizan en su amistad. Tratando de encontrar la raíz de su incomodidad, Ai se pregunta: ‘¿Qué es un amigo en un mundo donde cualquier amigo puede ser un amante en la próxima fase de la luna?’, mientras Estraven, sin entender porqué el desconfiado Genly esconde el llanto, reflexiona: ¿Cómo saber porqué Ai no tiene que llorar? Sin embargo, su nombre mismo es un grito de dolor’. El reconocimiento de su incapacidad para aceptar la otredad de Estraven le confronta con una verdad lacerante; esta es la razón por la cual no ha sido capaz de confiar en él. Bajo la cimentación de sus afectos y a pesar de sus diferencias, el uno y el otro concluirán en la verdad única sobre la concepción de ‘lo humano’: aquello que les hermana - y por encima de cualquier enseñanza, adecuación empática o convicción-, es que en algún momento morirán. Por muy pueril que pueda resultarnos esta conclusión, atamos un cabo con el otro: ambos se contemplan ahora insignificantes, y abordan la existencia desde un plano no únicamente humano si no universal. En uno de sus característicos instantes de clarividencia y reflexión, dice Estraven: ‘no hay aquí un mundo poblado de guedenianos que confirmen mi existencia’. De la misma forma que los humanos somos el instrumento del universo para reconocerse, también lo somos para reconocernos las unas a las otras.

Es solo hacia el final de la historia cuando quien lee puede situar a los personajes, sus vínculos, posiciones e intenciones en el lugar del tablero que les corresponde; quienes han sido realmente los conspiradores, quienes los protectores, quienes apostarían por el comunitarismo interplanetario y quienes son reacios a una figurada pérdida de poder.

A Ursula Koebler Le Guin la etiqueta de escritora de ciencia ficción feminista le revienta las costuras por entallada de más; intelectual aguerrida y conocedora de las tradiciones mágicas, Le Guin inventa y nombra, y al nombrar, controla y posee. La historia no puede ser narrada si los nombres son erróneos. Con unos ojos entusiastas, observa el mundo que le rodea y lo resignifica a través de sus personajes, creando un diccionario propio, un léxico fantástico que en lugar de tendernos un puente de plata, nos sitúa frente a un espejo. 

Después de una decena de poemarios, más de veinte novelas, cuentos a destajo, libros para niños y varios ensayos, su literatura confronta, nos hace dudar y propone retos necesarios y revisiones urgentes. Su influencia atraviesa el globo y la reconocemos (volviendo a Sandman y por establecer paralelismos entre géneros históricamente entendidos como menores) desde en personajes de ficción como Deseo, llamada tanto hermana como hermano, hasta en la efervescente escena musical de Corea del Sur - en 2017 la banda de K-POP BTS lanzó el videoclip de su canción Spring Day, en la que aparece el letrero luminoso de un motel llamado Omelas-. Con la habilidad minuciosa de las tejedoras, en La mano negra de la oscuridad Le Guin constituye una red donde se entremezclan el simbolismo mágico, la filosofía, la teoría política, la imaginación, la intriga, la belleza y el dolor en las relaciones humanas, y la singular apertura hacia la vida de la novela como género, una red en la que se sustentará mucha de la literatura fantástica y de ciencia ficción posterior. Sin la lectura de Tolkien, Ursula no habría escrito los libros de Terramar. Sin los libros de Terramar, posiblemente Harry Potter y su universo no hubieran sido imaginados. Si Harry Potter no hubiera sido escrito, quizá no estaría yo aquí, delante de otros ojos, otras bocas, otras manos y otras cabezas, en estas jornadas en torno a figuras tan grandes que llenan habitaciones con solo decir sus nombres, hablando del encadenamiento transversal y transgeneracional de la imaginación y del imperio transformador de la literatura. A ella y a mí nos hubiese hermanado el eventual sentimiento de expulsión, o al menos, de la no pertenencia, pero también la perseverancia y la esperanza de las que nos sabemos nenúfares. Aquí estamos, ella y yo, una ‘autora de ciencia ficción feminista’ y una dibujate de cómics, en las Conversaciones Literarias de Formentor, en el año dedicado a la ciencia, la paciencia y la deficiencia.

Traigo a esta escritora a Canfranc para que la leáis, aún sabiéndoos conocedoras de las dicotomías intrínsecas del ser, para reivindicarla como autora integral, renacentista y, por qué no, un poco hechicera. Una cita del escritor noruego Karl Ove Knausgard, recogida en un breve pero iluminador ensayo sobre la importancia de la novela, publicado en los cuadernos de Anagrama, me sirve de alegato final: ‘Esto es lo que hace la novela: mete cualquier idea abstracta sobre la vida, sea de carácter político, filosófico o científico, dentro de la esfera de lo humano, donde ya no está sola, si no que se golpea contra una miríada de impresiones, pensamientos, sentimientos y actos. Demos pues comienzo a las veladas del boxeo filológico; por suerte, tenéis mucho donde escoger.

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5 de noviembre de 2023
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