Ana Sainz (Anapurna)
‘Di mi nombre, cuando no haya nadie cerca’
Éxtasis: Di mi nombre
Rosalía
Esta novela empieza y termina con un encuentro. De la misma forma en la que, bien por culpa de una ceguera incipiente, bien por la distancia física o el despiste, saludamos torpemente con la mano – aún con cierta esperanza y los ojos pequeños- al borrón sin identidad que se nos acerca calle abajo, fui topándome con el nombre Ursula despacito, en mis frecuentes visitas a librerías. No lo había leído lo suficiente todavía, no como todos los Orwell, Bradbury o Huxley, cuando pude identificar el apellido Le Guin en los lomos perfectamente ordenados de sus diferentes secciones separadas por estanterías – narrativa en castellano y catalán, ensayo, poesía-. A pesar de no contar con la visión de la quimérica cosmonauta entre mis lecturas cotidianas, su prolífica figura llamó mi atención, así como el resonar del eco de otras voces que la mencionaron anteriormente no solo como una autora del género, si no como una escritora a secas, simple y llanamente, una gran escritora norteamericana.
Fue en un librito donde hallé la puerta de entrada; donde pude vislumbrar a través del quicio una auténtica vocación antropológica y filosófica, así como un profundo respeto por la ciencia – Ursula creció entre los antropólogos amigos de su padre y eso puede olerse en su literatura-, respeto que no entrechoca con el prodigio de una mente absolutamente imaginativa, si no que la acompaña agarrándola de la mano para que no se pierda o salga volando. Fue en una edición de Nórdica, bellamente ilustrada por Eva Vázquez, donde descubrí unos pies que transitaban los caminos autoconstruidos de la utopía sin despegar sus plantas de los adoquines. La voluntad ética y moral que definirá su obra -y que la buena ciencia ficción se encarga de traducir en elaboradas imágenes de otros mundos- no ensombrecen su humildad y sencillez, como tampoco la afilada inteligencia de quien cuenta con un humor de cuchillo; Omelas, la ciudad de las torres relucientes junto al mar, de la ausencia de soldados y clérigos, cuya prosperidad depende de la completa soledad y consecuente sufrimiento de un niño y que le valió a Le Guin galardones y prestigios no es más que el nombre de una ciudad perteneciente a un estado costero del noroeste de Estados Unidos leído del revés. (Y pienso al escribir esto en Elisa Victoria, tierna y afilada, y en la justa ironía de su Otaberra, topónimo que bien podría ser vasco pero que esconde la palabra más española que yo pueda imaginar).
Aunque Ursula no tenga problema en decir en voz alta que a veces hay que olvidarse de Dostoyevski, Quienes se marchan de Omelas enfrenta -como también hizo Gaiman, profundo admirador de su obra, en su inabarcable serie Sandman– en un ejercicio poético triste y maravilloso, al utilitarismo de John Stuart Mill – según el cual la ciudad sería un lugar ideal para vivir- contra la ética kantiana en una versión del famoso dilema del tranvía. Al terminar el relato una no puede evitar preguntarse, ¿hasta dónde puede llegar el beneficio de la mayoría?
Consciente del poder sanador de la literatura -como tantas otras y tantos otros hemos sido y somos-, Le Guin conoce y se aventura en la instrumentalización de la herida como germen de la escritura; se sabe lenta en la detección y el análisis de las injusticias, y con la disposición (no sin algo de culpabilidad) de quien se sabe opresor por derecho y linaje, trata en sus relatos de restaurar el orden cosmológico de los seres que habitan y respiran, de reparar el trauma atávico de la raza y de resarcir la desigualdad. Más interesada en explorar las alternativas al poder y la dominación, a la explotación y a los conflictos violentos del ser humano que en ahondar en sus fundamentos, Ursula proyecta anhelos e inquietudes en el acto de imaginar y de escribir; adivino en su particular imaginario un espíritu anarquista enraizado en el compromiso solidario y la restauración de las energías universales, una intención pacifista en sus propuestas para resolver los conflictos terrenales a través de fábulas intergalácticas que describe con vocablos aparentemente sencillos aunque extremadamente complejos en su contexto. Así, crea el Ecumen, un consorcio pacífico entre mundos que cuentan con millones de años luz entre ellos -una burda comparativa sería igualarlo a nuestra Unión Europea-.
En 1969, cinco años antes de la publicación de Quienes marchan de Omelas, Ace Books publica La mano izquierda de la oscuridad, una novela que más adelante se catalogó como de ciencia ficción feminista -categorización de la que Ursula nunca fue muy fan, imagino que por el aluvión de críticas que recibió por parte del movimiento feminista de los 70 por el mero hecho de ser una esposa y madre orgullosa- y que recibió los prestigiosos premios Hugo y Nébula; Ursula se vale de las construcción de una sociedad formada por humanoides hermafroditas para explorar las diferencias entre hombres y mujeres desde una perspectiva de abolición del género. Los guedenianos, habitantes del planeta Gueden (también conocido como Invierno, una pista) únicamente se activan sexualmente una vez al mes, hecho que no les sucede a todes -y permitidme el uso del neutro hasta la próxima explicación- a la vez y al que responden tomando el rol del macho o bien de la hembra, indiferentemente del género de su kemmerante.
Cuesta mucho imaginar el aspecto de une guedeniane; los rasgos femeninos y masculinos conviven, y es solo en determinados momentos -momentos absolutamente subjetivos, basados en las percepciones de sus interlocutores- en los que unos prevalecen por encima de los otros. Más allá de las descripciones que hace Le Guin de las interacciones durante el kemmer, utiliza siempre, por norma, el pronombre masculino. Al leerlo con ojos de lectora contemporánea no puedo evitar el molesto zumbido que me provoca este anacronismo involuntario, pero es relativamente fácil ignorarlo por el interés que suscitan las cuestiones que plantea Le Guin en el desarrollo de esta historia (repito, pensada y escrita en el año 1969).
Si quisierais adentraros en las zonas mesopelágicas de la ciencia ficción sería recomendable armarse con algunos litros de perseverancia. Aún conociendo el significado del concepto anglosajón worldbuilding, adentrarse en la lectura y comprensión de esta novela se asemeja a desplazarse en un medio de transporte guedeniano; los oriundos de Invierno sienten que el progreso es de menor importancia que el estar presente, por lo que sus transportes son lentos a pesar de contar con la tecnología para moverse deprisa. El uso del tiempo es utilizado en cuanto a su relatividad, lo que lo dota de poesía y lo resignifica. La autora construye el relato a través de distintas narrativas y puntos de vista: en el texto confluyen las bitácoras de Genly Ai, enviado del Ecumen a Gueden para pactar una alianza intergaláctica, y de Estraven, quien inicia el relato siendo la oreja del rey Argaven de Karhide (y por tanto, el encargado de escuchar y negociar) y lo termina como proscrito. Entre tanto, se entremezclan fábulas y leyendas de apenas tres páginas sobre el origen de la población de Invierno, sus creencias y sus costumbres.
Le Guin modifica las estructuras sin destruirlas, altera el orden de los factores pero no remueve la tierra en busca de transformaciones radicales; todo en Gueden se constituye de forma dual y dicotómica, y la ambigüedad impregna la narración como una pegajosa brea, personificada en el anfibológico Estraven. En cambio, no existe en Invierno la virilidad o la feminidad, ya que ‘uno es respetado y juzgado solo como ser humano’. Tampoco existen el divorcio – o si existe, no lo hace la posibilidad de casarte de nuevo- ni la guerra, pues los guedenianos desconocen el significado de la palabra y se plantean si ésta surgiría de una pulsión sexual continuada y masculina, una – y cito textualmente- ‘actividad de desplazamiento puramente masculina, una vasta violación’.
Aunque el voto kemmer solo puede hacerse una vez en la vida y, paradójicamente, esto nos recuerde al matrimonio, éste no responde a una estructuración social hegemónica y de poder, si no que responde únicamente ante otra potestad hoy día casi mitológica: un amor que dure toda la vida.