Ana Sainz (Anapurna)
Durante el pasado mes de enero las protagonistas de mis nunca satisfactorias pausas entre las ocupaciones y el dormir han sido indudablemente escritoras argentinas -contando también con la estelar interpretación de algunos personajes secundarios oriundos del extenso territorio latinoamericano-; Schweblin, Fabbri, Venturini. Tres generaciones. Tres apellidos de la diáspora. Tres escrituras divergentes aún con raíces compartidas.
Por la proximidad de su espíritu al mío -resulta calmante imaginarlos encarnados en dos alacranes danzando, crujientes y venenosos, o en dos gatos afilándose las uñas, naturaleza salvaje empaquetada en suavidad, pudiendo metamorfosear según convenga-, es La reina del baile quien, como buena monarca, encabeza esta hilera de palabras-hormiga. Paulina (o lo que en ese momento queda de ella) recupera la conciencia después de un accidente de tráfico. En los asientos de detrás del coche hay una adolescente y un perro, a quienes no reconoce. Este acontecimiento prelude la atmósfera de extrañeza en la que nos moveremos de atrás hacia adelante, de adelante hacia atrás, durante una hora o dos, hasta llegar a reconocer a Gallardo, el cuadrúpedo fiel, y a Lara, la quinceañera fugitiva.
Fabbri se preocupa por desgranar las mismas estructuras que muchas de sus contemporáneas: entremezcla más de 400 hilos de romanticismo, desamor -definido en su máxima expresión gracias a la imagen de un nudo de pelo espeso que hay que desenredar-, deseo femenino, autoexploración, amistad y familia -con sus correspondientes vapores tóxicos-, con otros como la sororidad, la esperanza, la maternidad, el regocijo del sarcasmo o el dolor que supone el mero hecho de respirar, para terminar tejiendo una sábana exquisita, de aquéllas que no quieres utilizar si fumas en la cama, de aquéllas que te cuesta tantísimo abandonar aún sabiendo que vuelves a ellas cada noche. Con unas gafas de un aumento terrorífico, observa a las personas y sus movimientos hasta encontrar la más mínima espinilla, la pústula escondida, el grano todavía sin madurar y apretarlo hasta que sangre, hasta que se infecte, pus diseminado por gran parte de la superficie del espejo. Utiliza a sus personajes para ofrecernos la dicotomía humana en bandeja de plata, con sus correspondientes cubiertos para una mejor disección de la carne; ¿alguna vez habéis querido tanto a un animal -el que os acompaña- que habéis tenido que soltarlo de vuestro psicopático abrazo justo en el instante previo a que se le quebrasen los huesos? Esta antagonía atraviesa el pensamiento de Paulina, al igual que la certeza de la irremediable confusión entre realismo y pesimismo que sufren algunas personas, la condescendencia de lo familiar, el conflicto causado por exceso de hastío, el aburrimiento de la postal navideña -el novio, la casa, el perro-. Identificar la bandera roja, ponérsela de capa y saltar por la ventana: esto hacen las tres mujeres de la novela, tal vez sin saber que en el asfalto se esperan las unas a las otras con un buen parapeto de tela.
Con ternura, pero sobre todo con una sinceridad recién afilada -¿puede o debe ser una mujer tan honesta que acaricie la maldad?- Camila Fabbri sacude de las relaciones de pareja cualquier fibra de romanticismo, dejando una superficie asquerosamente limpia para que la soledad se acomode; Paulina, como muchas de nosotras, habla sola para confirmar su existencia. Paulina, como otras tantas, sufre un ataque de pánico en una cita orquestrada sólo para tratar de superar el haber sido abandonada. Paulina ve pornografía lésbica de tintes literarios, disfruta las historias incestuosas, necesita del contexto para avivar su deseo, requiere de lo prohibido, de lo ajeno, para darse placer; ella entiende que la fantasía debe existir sin ser jamás cumplida, que es el motor que nos mantiene vivas y cabales: lo que impide su transformación en un monstruo.
Paulina, al contrario de lo que pudiera parecer al inicio de sus andanzas, no es la Reina del Baile; es más bien el hada madrina, la acompañante, la secretaria levantando acta. La que mira a las demás para ser vista, para ser reconocida. Tan solo a medida que avanzamos entre sus nubes negras -y transitamos también las de Maite, su amiga, la única relación disfuncional con la que cuenta- vislumbramos la silueta de la auténtica regente de la pista.