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I WANT TO BELIEVE

Por 20 de noviembre de 2023 Sin comentarios

Ana Sainz (Anapurna)

Puede que llegue tarde a la lectura de esta novela de autoficción que, desde su publicación en octubre del año 2020 cosecha ya el nada desdeñable número de 16 ediciones. Quizá también me retrasó la pereza; desayuno, como y ceno los relatos testimoniales de mujeres jóvenes que escriben sobre el amor, la familia, el desencanto, la nostalgia, el deseo y los malestares del mundo porque soy una de ellas y me interesan sus historias. Por mucho que disfrute el acompañamiento momentáneo, el mirarme en el espejo de sus páginas o incluso el regodeo en la mugre y en el barro, también una se harta de sí misma y de los pensamientos que no le dejan dormir. Tal vez este libro hubiera pisado una huella distinta si no lo hubiera leído a cierto destiempo -sensación que, por otro lado, no tengo al leer a Annie Ernaux, a pesar de sus puntos de encuentro-.

A parte de nuestras iniciales, a Ana Iris y a mi nos hermana la intencionalidad del retorno, el girar la vista y mirar hacia el pasado con las gafas del realismo mágico puestas; también la obsesión con el viento, con incidencia manchega en su caso y mallorquina en el mío. Nosotras las isleñas no llegamos a los doce, pero nuestros ocho vientos también llevan y traen, ponen y disponen, como dice Ana: sin que nadie pueda evitarlo. Donde nacemos no es nunca una cuestión baladí como tampoco los motivos que nos empujarían a volver; el territorio nos condiciona tanto para lo brillante como lo oscuro, y a veces, enmaraña – cuestión que también aborda con altas dosis de poesía Irene Solà-: la idea romántica de volver a casa puede resultarnos ni tan bonita ni tan romántica si lo que una vez entendimos como hogar ha dejado de ser el refugio suave y blandito que recordamos. Algunos privilegios vienen acompañados de una buena montaña de basura pudriéndose en callejones, montañas, senderos y playas, basura que huele a fermento, a vómito, a cabezas de gambas y crema solar. Toneladas de restos ajenos que amurallan las ciudades y las hacen inaccesibles para sus históricos moradores. 

Hay una dolorosa melancolía -si es que existe otro tipo de melancolía- en la defensa y el ensalzamiento de las raíces; suele ir ligado a la falta de las personas que nos las dieron, de aquéllos y aquéllas que nos revelaron la metáfora. Está teñido de un halo melocotón -no se debe recordar a los muertos por sus asperezas sino por sus caricias-, que endulza el amenazante pensamiento de ‘cualquier tiempo pasado fue mejor’. Aunque motivada por el forzoso y necesario cuestionamiento de las acciones acometidas en pos bienintencionado progreso, Ana Iris representa y perpetúa el mal de la millenial: su propuesta no convence, pues vuelve a ser una fórmula que apela directamente al individualismo y responde a un egocentrismo generacional propio que únicamente apunta hacia las personas que disponen del privilegio de volver – siempre si ese es su deseo- a los valores tradicionales, sin ofrecer ninguna solución hacia un modo de vida colectivizado y compartido. La novela está marinada en la desazón de quienes hemos resultado estafadas por una promesa fallida; nos dijeron que si hacíamos A, llegaríamos a B, y así sucesivamente hasta la última y esperanzadora letra Z, que luego sería tildada con aspereza, aunque las consonantes no se acentúen por la naturaleza propia de nuestro lenguaje. Llegamos al final del abecedario con mucho papel firmado por la Corona, mucho papel crema pero muy poco color verde. Por suerte, saberse conocedora y usuaria de dicha desazón no enturbia lo interesante del ejercicio de Ana Iris Simón: el progreso puede -y debe- ser puesto en cuestión y es posible revertirlo en cuanto a si oprime más que libera. Analizar los glitches que se generan en las sociedades que no pueden seguir su ritmo propicia una necesaria y mejor aproximación a los conflictos que lo acompañan.   

A mi también hay cosas de la vida que llevaban mis padres a mi edad que me dan envidia; me da dentera que, aunque no cobrasen por encima de la media, sus trabajos fueran estables y seguros. Se me llena la garganta de molestas pelusillas al pensar que, aunque por circunstancias terribles, tuvieran no sólo un hogar en el que vivir, si no además una casa frente al mar en un pueblo costero. Me inunda de compulsión saudádica su mirada chiribitante al futuro, porque entonces aún existía la fe ciega. Qué embaucadora es la nostalgia, que nubla o directamente borra el futuro y las posibilidades. 

Aunque el libre albedrío haya sido cuestión a cuestionar por la filosofía and co y se haya utilizado incluso como tema recurrente en la construcción de distopías y escenarios propios de la ciencia ficción, el pensamiento mágico -que por otra parte envuelve amorosamente toda la novela- nos reconforta; todas quisiéramos creer que los unicornios existen.

Esa vuelta a la normalidad por la que aboga Ana Iris -que no deja de ser una normalidad de un solo prisma, el suyo- se carga la emancipación en pos de un orden natural que nos relegaría a muchas a un lugar oscuro, a un lugar al que posiblemente ya no queremos pertenecer. 

Aunque hay momentos en los que se encarama a la atalaya de la verdad y la autenticidad primigenias para hacer juicios tendenciosos y arbitrarios a modernis, anarquistis, neoflamenquis y bodypositivistis, no puedo evitar sonreír al leer la lapidaria sentencia ‘ya llevábamos tiempo en ello, en lo de no tener más identidad que la estupidez’. Feria es un libro que se encuentra en la intersección y en la contradicción; es tal vez ideológico – ¿y qué no lo es a día de hoy?-, pero eso no traduce la doctrina en algo inmutable. Como a San Sebastián pero sin la pureza ni la sacralización, a la ideología mal entendida como identidad la atraviesan un millar de lanzas. Ana Iris además tiene buena puntería.

El cuestionamiento de las etiquetas y de lo que llevan consigo -pero sobre todo del hecho de que vistan por completo tu pensamiento y tu alma y no sólo tu cuerpo- es algo que celebro pero que no me sirve como excusa para desarticular discursos decididamente imprescindibles y vitales; puede que el llevar una minifalda solo por y para ti y el pretender que nadie te escanee esconda trampas, que las mujeres enseñemos la carne y la piel para ser vistas, para sentirnos más guapas, más sexis, más deseadas: esta es la superficie de la charca donde rebotan los guijarros, pero ¿no es acaso la labor de la escritora bucear hasta el fondo y revolver el lodo para enturbiar el agua? ¿Es adecuado sentir que, para tener más presencia, para pesar más, más centímetros de epidermis deberemos mostrar? Aunque trate de disfrazarlo con toneladas de ironía, no deja de ser un argumento torticero que le vale para desautorizar la apremiante labor del feminismo, que lejos de encarnar la imposible y perfecta representación universal, es al fin y al cabo, de una importancia trascendental. 

Desmontar la falacia egocentrista de que nada de lo que digamos, hagamos o nos pongamos encima va a tener impacto sobre los demás empieza a ser urgente, aunque las formas de Ana Iris hacen saltar algunas alarmas; como se encarga de subrayar Simón, la belleza trae intrínsecamente poder, nos guste o no, porque así funciona el mundo. Es ella una mujer de reflexiones encajonadas pero también muy hábil en el arte de radicalizar para ridiculizar. A pesar de que algunas personas comparen el fascismo con el hecho de mirar un escote, ni son todas, ni la mirada es un acto inocente. 

Su reivindicación de las tradiciones populares -que como lectora he disfrutado como se disfruta descubriendo un manjar exquisito, olvidado o desconocido en el bar más manolístico de un pueblo pegado a una autopista- nos permite conocer un folklore lleno de lirismo, mayormente compartido en sus raíces pero único en la idiosincrasia de sus ramas. Bajo la sombra del anecdotario popular se refugian sus preceptos políticos y así, al menos, están fresquitos y a resguardo de la luz del sol.

En muchas de las anécdotas que narra aparecen la vergüenza y el odio de clase como emociones que se despiertan durante la infancia y la adolescencia -otra cosa en común con Ernaux-; lo bonito de Feria es la calidez con la que abraza estos sentimientos y los incluye necesariamente en un retrato de la poliédrica España a medio camino entre lo personal y lo generacional. Simón representa la voluntad de estrechar entre sus brazos los complejos compartidos de un territorio al reflexionar sobre sus correspondientes orígenes y, también, poniéndolos en cuestión. El amor es la faja que envuelve el libro; a veces incómoda, a menudo inútil en cuanto a su practicidad, -y en su caso, de un rosa quizás demasiado apastelado- pero hermosa, contingente, cálida en su achuchón. Cuestiono si, como ella apuntala, se puede amar sin conocer, pero coincidimos en que la máxima representación del afecto se manifiesta en el habla; hablar del sujeto anhelado siempre que se tenga ocasión y que, al hacerlo, te inunde de tristeza el hecho de que quien te escucha no haya disfrutado del privilegio de su compañía.

Leer a Ana Iris Simón me recuerda vagamente a leer a Houellebecq -salvando los años de experiencia y maestría en la escritura-; me fastidia, a ratos me enfada o me indigna su desafección, pero me ablanda su idea del amor y la ternura con la que la describen. Me sorprende su capacidad de analizar el mundo y de leerme el pensamiento, ese pensamiento fugaz y momentáneo que no puedes contener dentro de la boca y del que te arrepientes segundos después de pronunciarlo en voz alta, aún estando en completa soledad. Y aunque la provocación como mecanismo para remover interiores resulte algo tosco y poco elegante, hay una pizquita de schadenfreude anteI la posibilidad de verlo todo arder.

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Ana Sainz (Anapurna)

Ana Sainz.  Anapurna es el alter ego de Ana Sainz Quesada. Licenciada en Bellas Artes por la Universidad de Barcelona se especializó en ilustración en el IED Madrid. Trabaja diferentes disciplinas artísticas, pinta paredes en espacios rurales y urbanos y trabaja la narrativa gráfica sobre cualquier soporte que se lo permita. Es sobretodo amante de leer y dibujar cómics. En 2015 recibió el premio Fnac- Salamandra Graphic por su primera novela gráfica, Chucrut. En 2017, el premio Art Jove de Ilustración (Palma). Sus historias se han publicado en revistas como Larva (Colombia), Kiblind magazine (Francia) o Jot Down (España). También ha publicado en Alemania con la editorial Wagenbach y en Estados Unidos con Anthology Editions y Fantagrafics, con el proyecto ‘Illustrating Spain in the U.S.’, un recorrido gráfico y narrativo por la influencia de España en el continente. Expuso su serie de grabados Intimidades en la Staatliche der Bildende Kunste en Karlsruhe (2015, Alemania) y su proyecto colectivo Junglepussy –junto al artista visual Grip Face- en la galería Miscelánea (2017, Barcelona). Ha participado en diversas exposiciones colectivas, entre ellas WALLBETWEEN, en la SC Gallery de Bilbao. ‘Insolubilia’ fue su primera exposición individual (2019, La Causa, Madrid). Ha publicado recientemente Rebel.lió. La vaga de lloguers de 1931, en colaboración con el Ayuntamiento de Barcelona y guion de Francisco Sánchez. Su última novela gráfica, Norbu, se ha editado en Francia de la mano de la editorial Çà et Là.

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