Ana Sainz (Anapurna)
Frente a la creciente tendencia editorial de adaptar novelas y ensayos al formato cómic -y por lo tanto, de reducirlo a eso, a un simple formato-, en un ejercicio consciente por transformar el arte en entretenimiento masticado/regurgitado y una intención clara de recuperar la opulencia de las arcas, refugiada tras el argumentario de la narrativa gráfica como la gran puerta de entrada a la lectura -¡pero si tiene dibujos!-, cómics cómo Beca ratón de Anna Haifisch (editado en un formato precioso e indefenso por Apa-Apa) me devuelven la esperanza tanto en las lectoras como en el sector.
Dos ratones antropomorfos se encuentran en la residencia Fahrenbuhl para artistas, una casita enmarcada por una blancura que hiere y en mitad de la nada más brillante y cegadora. Parece que los dos personajes se reconocen en sus soledades, y se desarrolla paulatinamente un vínculo de amistad; o al menos así lo entiende uno de los dos. Bajo la aparente premisa de dedicarse única y exclusivamente al acto creativo y tal vez con una ligera intención antropológica, el ratón comiquero -que paradójicamente es el que piensa como un artista, el que conceptualiza y sublima la información que recibe del mundo y la transforma en algo que previamente no existía- es quien sabotea al ratón pintor, un ser puramente visual y plástico que se dedica simplemente a copiar la realidad, aventurándose quizás en alguna ocasión a traducirla si la inspiración le pilla pincel en mano, pero sin encontrarle ningún sentido a su propia práctica. Ambos encarnan dos tipologías distintas de artista, dos representaciones de una misma pieza con intérpretes diferentes, dos vértices de la misma figura pero con cierta variabilidad de apertura en sus ángulos. El artista ‘malo’ se reconoce como tal; ni él mismo sabe por qué pinta lo que pinta -¿quién querría ver a mis tías y a mis primas pintadas en un lienzo?-. El espejo le devuelve el reflejo del creador que ejecuta sin concepto, y lo que es peor, del que carece de la inteligencia necesaria para dárselo a posteriori.
Delineando con tinta lila una atractiva oscilación entre la reflexión y la tristeza y con la maestría de quien conoce el equilibrio justo entre el absurdo y la angustia, Haifisch desarrolla una relación entre los personajes algo malsana, desigual y tóxica en algunos momentos y que nos plantea un interesante -y aunque antiguo, todavía irresoluble- dilema: ¿Es lícito mentir, engañar, llegar incluso a ser una mala persona en pos del arte?¿En qué momento y por qué confundimos las necesidades del mundo con las necesidades propias?¿Responde esta relación entre los dos ratones a un experimento sociológico, una investigación previa al desarrollo de la obra o simplemente a un impulso egoísta y errático por evitar el abandono?
Anna Haifisch apoya con su estilo rápido y desgarbado las resabidas palabras con las que el ratón pintor aconseja a su compañero de residencia: deja las páginas guarras, así están vivas, así tienen emoción. Como si no la hubiera en los dibujos pulcros y cuidadosos, en la pasión de las horas infinitas invertidas. La imbecilidad de los dos estereotipos se manifiesta en algunas escenas remarcables, así como también los pensamientos, deseos y preocupaciones genealógicas de la profesión -y que por desgracia comparto con estos simpáticos y apesadumbrados roedores, como el anhelo de que los animales pudieran hablar, o cuanto menos nosotras entenderles-.
Después de unas horas de devaneo manual e intelectual, los dos frienemies observan el fruto de su creación conjunta -un muñeco de nieve- sin ser capaces de decir nada más que un devastador ‘nos ha quedado muy normal’. Con este aparentemente inocuo comentario, Haifisch nos deja vislumbrar tras un velo de humor semiopaco las presiones de quienes hemos escogido el arte como forma de estar en el mundo; la de ser aplastadas bajo el peso de la innovación constante, el nulo derecho a la mediocridad y la búsqueda infructuosa de financiación + reputación -amparada por las horas y horas no remuneradas rellenando papeles, diseñando portfolios, mandando correos y esperando resoluciones-, para acabar revelando una verdad tan universal como a menudo olvidada por quienes la viven: el talento no siempre es equivalente al reconocimiento y viceversa.