Jesús Ferrero
Mientras en China transcurría la vida de Confucio y sus discípulos, en la India florecía el pensamiento budista y en Grecia se estaba desplegando el pensamiento de los filósofos presocráticos. Fue un período de grandes pensadores que parece extenderse de un lado a otro de ese continente único y continuo que solemos dividir artificialmente en dos: Europa y Asia.
Conforman la primera expresión de lo que se podría llamar pensamiento laico, y son los fundadores de un saber no sacralizado que se podía y se debía transmitir: por ejemplo a través de la enseñanza. Por eso los filósofos tanto chinos como griegos de aquel momento solían fundar escuelas. Platón tuvo su academia a las afueras de Atenas, donde presumiblemente se enseñaba, además de geometría, política, retórica, buenas costumbres, y Confucio (Kong Kiu) también tuvo su escuela, tras haber pasado varios años primero trabajando como administrador de un silo y más tarde como administrador agrario.
Nacido en el 551 a. de J.C. y muerto en el 479, se dice que fue un niño serio y pacífico y que a los diecisiete años tenía una gran reputación entre sus amigos. He comprobado que esa reputación no la ha perdido entre los más próximos, ya que en Qufu, su ciudad natal, todos se consideran descendientes de Confucio y son muchos los que se apellidan Kong.
Estuve en Qufu en 1997. Se trataba de una ciudad de provincias pequeña si se la comparaba con otras: una ciudad que se podía abarcar, de una gran viveza y bastante hospitalaria. Por la noche, cuando casi todos salían a cenar en los chiringuitos callejeros, se creaba una atmósfera tan agradable que a uno le daban ganas de quedarse siempre allí. Uno de los lugares más interesantes de Qufu es su cementerio. Como allí todos se consideran descendientes de Confucio, el cementerio es en realidad el frondoso y húmedo y vasto camposanto de la milenaria familia Kong o familia de Confucio.
Nada más entrar, después de cruzar una larga avenida de cipreses tan viejos que perecen milenarios, se experimenta una mareante sensación de eternidad. La interminable sucesión de losas escritas, algunas de hace siglos, otras recientes, de flores muertas, de fragancias de incienso, de árboles de copas verdinegras, de pájaros, de sombras, de fantasmas, te libera por unos instantes del sentido de realidad y entras a formar parte de un sueño: el de la rueda del deseo girando incesantemente y generando vida y muerte al mismo tiempo a lo largo de cientos de generaciones: por un instante de una densidad irrepetible, formas parte de la familia Kong.
No sé cuanto tiempo estuve recorriendo el cementerio de la familia Kong. Me dejaba llevar por las emociones, por el canto de los pájaros, por la fisonomía de los árboles, por la blancura o la negrura de las tumbas. Me dejaba llevar por el pasado.
Al atardecer dejé atrás el jardín de los muertos y estuve recorriendo la residencia de la familia de Confucio, donde habían vivido los descendientes directos del pensador. El último de ellos, poderoso terrateniente, había muerto en 1919 dejando a una de sus concubinas embarazada. Tuvo un hijo varón pero fue envenenado y la familia directa de Confucio desapareció para siempre tras haber llegado a la generación setenta y siete. Pero queda su casa, reedificada en el siglo XVI y de seis mil habitaciones. Casi una ciudad llena de luces y sombras: un laberinto en el que perderse con facilidad y en el que debieron ocurrir muchos hechos confesables y muchos inconfesables.
Dormí en un hotel que se hallaba justamente en el flaco occidental de la residencia, circunstancia que me hacía creer que me hallaba en una de las alcobas de la casa de la familia Kong, en la que perfectamente se habían podido perder los pasos del último descendiente del maestro.
Esa noche, antes de dormirme, empecé a leer a Confucio de otra manera, como si estuviese más cerca de mí, en aquella grieta del tiempo llamada Qufu.
De pronto, los primeros aforismos de las analectas (en la traducción de Ezra Pound con matizaciones mías) me sonaban de otra forma, con más ritmo, más sentido y más intensidad:
“1. Él dijo: ¿No es agradable estudiar y poner más tarde en práctica lo aprendido?
2. ¿No es una delicia que lleguen amigos de lugares lejanos?
3. Le dejaba imperturbable que los hombres lo ignoraran, lo cual indica también qué grande era su educación.”
Tres aforismos que comunican tres pensamientos y tres consejos: Dedícate al estudio con placer, y con placer pon en práctica lo que sabes, regocíjate de ver de vez en cuando a los amigos (sobre todo si vienen de lejos y pueden hablarte del ancho mundo), y demuestra tu formación permaneciendo imperturbable ante la falta de reconocimiento de los demás. Como en tiempos de Confucio la plebe era una clase poco reconocida, estaba indicando también que no lamentases tu plebeyez porque un plebeyo bien formado tenía poco que envidiar a un príncipe. Por eso llegó a decir: “Los hombres son todos semejantes por naturaleza, sólo difieren en los hábitos que contraen.” Pensamiento que chocaba contra los principios diferenciales que imponía la aristocracia de su época.