

Según el narrador de El corazón de las tinieblas, toda mentira huele a muerte. En algunas personas detectamos continuas mentiras tácticas, además de un ligero olor a muerte.
Pero pensemos: ¿por qué mentiras tácticas?
En uno de sus libros Adam Phillips explica que empezamos a mentir en la infancia, y sobre todo en la época en que comenzamos a interpretar nuestra propia vida infantil en términos fantásticos. Phillips cree que el niño miente no para defenderse: el niño miente porque cree que esas mentiras “tácticas” le confieren un poder (aunque así sea un poder imaginario).
Todo aquel que nos miente no lo hace por fatalidad, tampoco lo hace por comodidad, y por descontado que tampoco lo hace por piedad. Lo hace para gobernarnos mejor, para obtener (o mantener) un poder sobre nosotros.
Con cierta ingenuidad muy voluntariosa Descartes decía que no teníamos que fiarnos de los que nos han engañado una vez, pero lo cierto es que nos fiamos, como se fio él. ¿Y de los que nos han engañado cien veces? ¿Qué pretendían?: gobernarnos cien veces.
Huir de ellos no es tan fácil: algunos te persiguen hasta el mismo infierno con sus mentiras al viento. No intentes oponerte a ellos con verdades porque no sirve de nada. Convertirán tus verdades en mentiras tácticas, y las usarán en su provecho.
Y ahora pensemos. ¿Existe la verdad? Sí, pero solo por aproximación, pues la verdad no es un absoluto. Es mucho más detectable la mentira. La mentira existe de verdad (valga la paradoja). Nos envuelve, nos cerca. Está en todas partes, es la ubicua por excelencia.
El terror es un concepto latino que incidiría en la forma más extrema del miedo. El término proviene del verbo terrero que significa temblar. A su vez la forma más extrema del temblor sería el tremor, que aparece en algunas traducciones del salmo 155, y que supondría un terror más agudo que el mismo terror, susceptible de provocar un temblor muy acusado: el crujir de dientes evangélico. En la Biblia el terror emerge casi siempre vinculado al caos del fin de los tiempos.
En nuestra época se ha abusado considerablemente del concepto terror, desgastándolo y convirtiéndolo en simple sinónimo del miedo. Se habla de películas y novelas de terror de forma exagerada, refiriéndose a artefactos literarios que como mucho producen asco.
El miedo es una emoción muy intensa, que puede provocar cambios de ánimo de naturaleza desestabilizadora. Todos los poderes de mayor o menor calado han utilizado y utilizan el recurso del miedo para hacer más efectivo el control social. Canetti vincula las órdenes con el miedo, analizando de forma bastante aguda el contenido mismo de la orden y concluyendo que en el fondo de toda orden persiste de forma emboscada la amenaza de muerte: o haces esto o te mato.
Pero el miedo no es en sí mismo paralizador. El miedo puede incitar muy a menudo a la acción, el terror no. Lo que buscamos al producir terror es el silencio y la inmovilidad. Lo que buscamos con el terror es la suspensión del pensamiento y la supresión del lenguaje, por eso el terror es tan negativo. Dicho de otra manera: el terror es en sí mismo la negación de la acción, la negación de la palabra, la negación de toda mediación vinculada a la cultura y a todas sus estructuras dinámicas. El terror es la negación de los flujos emocionales de la existencia que hacen más o menos grata la vida en sociedad, por eso es un mecanismo tan destructivo e inmovilizador.
Con sus acciones el terrorista desea situar a los demás en los momentos anteriores al lenguaje y a la expresión. Se trata de una operación tan regresiva y tan involutiva que nos retrotrae a los momentos más remotos de la infancia, cuando aún no hemos accedido al lenguaje y las emociones son pulsiones puras e inmediatas que no tiene otra modalidad de expresión que no sea el llanto, la convulsión o la parálisis. Lo hemos visto en nuestros tiempos con relativa frecuencia. Cuando los terroristas entraron en la sala Bataclan de Paris y comenzaron a disparar la gente se paralizó: la gente murió antes de morir, la gente volvió al terror primordial, la gente regresó a la noche de los tiempos, al reino de la oscuridad, al reino del silencio.
El terrorismo moderno utiliza el terror como un rito sangriento y también como un mito. Todo acto terrorista de cierta envergadura se expande inmediatamente, gracias a los medios de comunicación, en forma de relato elíptico y simplificado, es decir: en forma de mito.
Podría decirse que el terrorismo moderno no busca la simple propagación del miedo: quiere ir más lejos y en realidad busca la paralización de las conciencias, el detenimiento del tiempo discursivo, la inmovilidad súbita de la vida, para a partir de ese punto cero iniciar un nuevo ciclo que hallaría su fundamento, su sustancia y su estructura oscilante y oscura en el terror primordial, en el terror arcaico que vinculamos al origen del tiempo, a la oscuridad original con la que se inician tantos tejidos míticos, empezando por la Biblia y sus primeras frases referidas a las tinieblas que gravitan sobre abismo.
Lo peor de terror y el terrorismo es esa regresión al origen del origen, es esa negación radical de todos los elementos de la cultura y de todas las estructuras sociales, es esa negación de todos los principios de convivencialidad, es esa negación del concepto mismo de humanidad. Todo lo cual nos conduce a pensar que el terror es la única gramática capaz de pulverizar todas las gramáticas y proyectarnos en la negrura anterior a toda forma de expresión verbal.
Conclusión: la inmersión en el terror es un regreso a las tinieblas de naturaleza abominable. “En el principio todo era oscuridad”, rezan muchos mitos de la tierra para explicar el origen del mundo, la carne y el verbo.
La envida es una forma extraña del amor: amas lo que tiene el otro. Lo deseas, lo codicias. Vives sin vivir en ti. Vives prácticamente en el otro. Se trata de una morbosa y paradójica desposesión. A algunos les conduce a la locura. Las empresas, las corporaciones, las sociedades, los pueblos, las naciones, son espesos tejidos de envidias entrelazadas con la misma densidad que los hilos en un tapiz. Aquí sabemos mucho de eso. Desde niño he visto como se desplegaba por todo lugar, como un maravilloso río de lava, la humeante emanación de la envidia. En algunos lugares llega a dificultar la respiración.
1. "Las guerras son duelos a gran escala", decía el teórico de la guerra Clausewitz, creyendo que estaba formulando una gran verdad. No era cierto en su época, pues si analizamos un poco la dialéctica del duelo y de la guerra, vemos que los duelos suelen ser voluntarios, pero pocos son los soldados que van a la guerra por su propia voluntad. Sin embargo sí que parece cierto ahora, cuando el liberalismo se ha quedado sin enemigos. “La carencia de enemigo propicia la perduración indefinida del sistema”, dice Juan Luis Conde en su libro, a la vez que nos prepara para afrontar una verdad trágica: la de la desaparición de la luz de la verdad en el agujero negro del sistema. ¿Estamos todos enrolados en un viaje al fin de la noche? Ahora sí que la guerra total en la que está sumido todo el planeta parece un duelo a gran escala, con unos patrocinadores que permanecen en las sombras, y que prefieren no tener nombre ni apuntarse a ninguna ideología, como muy bien nos indica Juan Luis Conde. Banalizar el saqueo, la usurpación (y la guerra), o darle un tono necesario y natural es una ideología de la iniquidad que arrastramos como mínimo desde Roma, viene a decir Conde, pero es ahora cuando sentimos el aliento pestilente de la codicia en estado puro, emergiendo de lo más profundo del sistema, enmascarado además tras esa jovialidad que los americanos usan como pintoresco mascarón de proa de sus conquistas. Las fronteras entre el bien y el mal nunca han estado claras, y puede que ambos emerjan de una idea equivocada de la moralidad, como creía Nietzsche, pero ya en Homero podemos ver con cierta claridad la diferencia entre la clemencia y la violencia desatada, entre la bondad y la atrocidad. Sí, hay fronteras muy leves y llenas de niebla, de ahí que sea tan necesario el ejercicio de pensar, y eso es lo que ha hecho Juan Luis Conde en Armónicos del cinismo: discurso, mito y poder en la era neoliberal. 2. La reflexión que acabo de de mostrar, me surgió tras la lectura del ensayo de Juan Luis Conde, y puede considerarse una derivación libérrima, pero también ajustada, de lo que leí en él, pues el libro de Conde trata de la guerra que el neoliberalismo ha emprendido contra toda forma de bondad estatal, y contra toda forma de bondad personal. El cinismo derivado del neoliberalismo quiere armonizarlo todo: la sociedad con la evasión fiscal y el lucro a gran escala, la desarticulación del Estado del bienestar con una idea falseada y bárbara de la libertad, la sangre con la mostaza. Aunque una de sus batallas más perversas la está librando contra toda forma de pureza en el lenguaje, contra toda forma de verdad verbal. Todo se difumina en su gramática de la confusión y la ambigüedad, y es como volver al estadio de la guerra primordial de Hobbes. La sociedad misma se desvanece, y se desvanecen sus lenguajes, corrompidos como las nubes de gas radiactivo por las que viaja el dinero, muy por encima de los sistemas fiscales de los estados, muy por encima de las desdichas diarias de una ciudadanía cada vez más empobrecida y envilecida. Como buen latinista, Juan Luis Conde lleva a cabo todo un trabajo arqueológico sobre la codicia, desde el planteamiento cínico e hipócrita que ya hicieron los romanos, cuando luchaban bélica y teóricamente contra los griegos, hasta nuestros días. En muchos aspectos, su breve y sustancioso ensayo es una historia general de la codicia, haciendo paralelismos muy oportunos entre el imperio romano y el americano (como ya hiciera en su anterior ensayo La lengua del imperio: la retórica del imperialismo en Roma y la globalización), analizando la maniobra ideológica que consiste en llamar reto, duelo y competencia a lo que es una guerra feroz, y paz a lo que es una matanza, y bien a lo que es la imagen más descarnada de la maldad, y pragmatismo a la más contundente brutalidad, y daños colaterales al dolor generalizado. La confusión semántica siempre nos abre de par en par las puertas del infierno. Como dice el mismo Conde, uno de los elementos claves de neoliberalismo es su falta de definición, en cierto modo su abstracción. Es el gran ectoplasma cuya pertenencia nadie reclama, y de paso también el gran Moloch tocando su estridente armónica. El capítulo que más me ha interesado es el referido a la corrupción de nuestras lenguas por la influencia que está ejerciendo el inglés. Roland Barthes dijo en su momento que la inclusión de palabras inglesas en el francés o el español no era grave si no se alteraba la sintaxis, que es el alma de las lenguas. En el epílogo titulado Castellano doblado: interferencias del inglés en el español contemporáneo, Juan Luis Conde demuestra que el inglés está alterando considerablemente la sintaxis del español. Como dice el autor en el último párrafo de su luminoso ensayo, ahora “necesitamos pensar primero en un idioma ajeno, para permitirnos hablar, después, en nuestra propia lengua”. Sus reflexiones sobre el fin del mito de Babel abren alucinantes perspectivas a la reflexión y convierten el libro de Conde en un texto esclarecedor. Desde su triple oficio de novelista, pensador y latinista, Conde está capacitado para descodificar perfectamente el lenguaje neoliberal y conectarlo con la antigüedad greco-romana, abriendo ampliamente su espectro e iluminando largos períodos de nuestra historia con brevedad, con velocidad, con inteligencia. Armónicos del cinismo: discurso, mito y poder en la era neoliberal, Juan Luis Conde Reino de Cordelia, 2020
Me contaba un amigo que una vez, hallándose en Rodas, se entretuvo observando a una niña que no obedecía a su madre, hasta que se dio cuenta de que se llamaba Antígona y que ya estaba imitando a la heroína antigua en el acto mismo de desobedecer. Antígona iba a lo suyo, como el personaje de Sófocles, y mi amigo sospechaba que iba a ser ya muy difícil cambiarle ese destino. Al parecer era una niña que desobedecía con autoridad, y que además daba explicaciones de por qué lo hacía.
En un instante fugaz, mi amigo asistió a algo parecido a la revelación de un destino, que era el eco de otro y de otro, en un sistema de repeticiones tan abismal como vertiginoso, y que al mismo tiempo no dejaba de incluir toda una cadena de estereotipos.
Y en medio de ese abismo llegamos; y lo primero que hacen es ponernos un nombre. Un sabio de nuestro tiempo pensó que tomarse en serio el nombre propio es estar loco, y habría que añadir: y es también sucumbir a la primera de las alienaciones que nos proponen, pues supone el primer acoplamiento de algo que no somos nosotros y que a menudo está lejos de parecernos la mejor representación verbal de nuestra persona. -La posesión de la vida-
He aquí un libro totalmente necesario para todo aquel que se adentre en los misterios de la fabulación, sea de carácter épico o no.
De forma muy detallada y precisa, Campbell ilumina el nexo entre los mitos y los ritos vinculados al vasto universo de la iniciación. Cuando se habla de Bildungsroman, se olvida a menudo que la novela de aprendizaje existió ya en Grecia y que todas las novelas de caballería lo son, como lo fueron más tarde las novelas picarescas. Pensemos en El Lazarillo, cuyas andanzas le conducen al ejercicio del cinismo, como ocurre también en La vida de Estebanillo González contado por sí mismo, seguramente la mejor novela del Siglo de Oro después de El Quijote, como muy bien supo ver Juan Goytisolo. Que en el Bildungsroman del barroco el héroe apueste por el cinismo solo indica una cosa: el barroco inauguró en nosotros la Edad del Cinismo, y no es extraño que Gracián, filósofo por el que siento un gran aprecio, instaure una gramática del comportamiento, o una moral, tan pragmática como cínica, al menos en ciertos momentos.
En El héroe de las mil caras, Campbell nos va informando, paso a paso, de todas las fases por las que pasa el héroe clásico, desde el instante en el que siente en el cuerpo y en el alma la llamada de la aventura, hasta la última fase, cuando el héroe ha cumplido su misión (como la cumplieron Hércules y Ulises) y puede entregarse al placer de vivir, tras haber alcanzado una seguridad ontológica que encajaría bien en la dialéctica hegeliana. Al final, el héroe ha resuelto todas las contradicciones consigo mismo y con el mundo, y se abren para él las puertas de una más que merecida felicidad.
Antes de ese final feliz, el héroe habrá pasado por la duda existencial, el encuentro con algún maestro, el cruce del primer umbral de la noche, el peligro mortal antes monstruos descomunales, a veces de naturaleza invisible, el encuentro con aliados divinos y humanos, la inmersión en la oscuridad, la prueba de la muerte, la batalla definitiva, los peligros del regreso al hogar, la reconciliación consigo mismo y la promesa de la paz.
En los avatares indicados, no he mencionado el que me parece más importante, y que Campbell trata en el capítulo titulado La reconciliación con el padre. Me refiero al primer avatar que caracteriza la vida de muchos héroes clásicos: la enemistad con el padre, a menudo originada por una profecía nefasta. En esos casos el héroe-niño suele ser abandonado. Sus padres lo rechazan o mueren, pero alguien salva al niño-héroe de forma a veces milagrosa, a veces casual: es el caso de Edipo, Moisés, Amadís de Gaula, Tarzán y tantos otros.
El héroe clásico es expelido por su clan y salvado por los demás. No es bueno ignorar que se trata de una gramática que deja a menudo en muy mal lugar la figura del patriarca. Pensemos en Ivanhoe, que los adolescentes de mi generación y de las anteriores todavía leían, como confesaba Bob Dylan en su texto cuando le dieron el Nobel. Ivanhoe está profundamente enemistado con su progenitor. Las mitologías del mundo son pródigas en padres asesinos. Y juraría que no se equivocan. Como demostraron los antropólogos de la Edad de Oro de la antropología, la figura paterna se presenta como repulsiva en una ingente cantidad de mitos. Esas repulsiones suelen estar muy justificadas. Son radiografías de lo real.
Siempre le he dado mucha importancia a este avatar que materializa la idea de que el héroe suele tener una infancia difícil en la que tenía que haber muerto, pero el Mundo o la Providencia decidieron que no.
El lector habrá observado que estoy hablando de fases que no solo aparecen en las historias épicas, y que pueden observarse en toda clase de novelas, sean del género que sean.
Recomiendo vivamente su lectura a novelistas y guionistas, así como a los lectores interesados en los elementos fundamentales que van hilvanado todos los mitos heroicos y sostienen todas estructuras vinculadas al universo de la épica. Según mi entender, la traducción de Carlos Jiménez Arribas, publicada con gran esmero por Atalanta, es la mejor y más moderna de cuantas se han hecho en español.
Todos los guionistas de Hollywood lo tienen como libro de cabecera. Posdata: Lamento el proceso de corrupción que ha sufrido el bellísimo concepto avatar, que modernamente significa el doble digital, provocando la desintegración de su significado real, a saber: cada fase por la que pasa la vida de un individuo, un héroe o un dios.
En este momento la coherencia brilla tanto por su ausencia, que habría que decir que resplandece.
Asusta el fulgor de esa ausencia entre tantas voces que divergen y se estrellan unas contra otras en el carnaval de la insolencia, la mentira, los eufemismos, los delirios, el sinsentido y el estupor.
Es como una radiación: la radiación del vacío, de la contradicción, de sinsentido y de la estulticia.
En esto momento la coherencia brilla tanto por su ausencia, que su fulgor quema las pupilas.
Avanzamos a pasos muy rápidos hacia confrontaciones desconocidas.
He visto tantas personas ausentes de su propio ser... Cientos de personas que creían estar viviendo su no-vida.
Cientos de almas perdidas, cientos y cientos de fantasmas flotantes que creían existir y que tan solo latían levemente entre las murallas del sí y las murallas del no: más entre las murallas del no, si he de decir lo que sentí cuando miraba sus ojos: símbolos de una ausencia trágica, en medio de la burda comedia de la vida.
Los seres que más admiro son los que saben nadar en un mar de conflictos sin permitir que les arrebaten su propio ser, su propia vida.
Los ladrones de vida están por todas partes, los ladrones de sueños y de pensamientos. Siempre habrá alguien dispuesto a convertir tu ser en un instrumento de sus deseos.
Siempre habrá alguien dispuesto a despojarte de tu ser. Siempre habrá alguien que simulando que te da vida, en realidad te está dando la amarga sustancia de la muerte.
Pero hay en nosotros un núcleo irreductible, inconquistable. Las mujeres lo saben mejor que nadie.
Acercarse a ese núcleo candente es acercarse a lo más valioso del ser, al lugar donde hallar el verdadero aliento, el verdadero albedrío, y el sentido más hondo de la vida.
Todo cuando acabo de decir no está en La posesión de la vida, es una derivación de entre las muchas que podría hacer. Todo libro tendría que ser un generador de nuevos pensamientos.