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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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La Arcadia de los Pujol (1)

La mejor opción para aquel verano de 1993 era la montaña. Estábamos a punto de cambiar de ciudad, con todos los gastos que acarrean los traslados, y no podíamos gastar demasiado dinero en vacaciones. Así que una mañana de finales de julio nos dirigimos a un pueblo que nos habían recomendado sin indicarnos previamente lo que ese pueblo significaba. Primero utilizamos el tren y después el autobús. Según íbamos ascendiendo íbamos entrando en un mundo de apacible frescor, habitado por todos los tonos del verde. Pasado Ribes de Frené, el paisaje se fue haciendo más emocionante y turbulento, como el río que se iba despeñando a la derecha. Debimos de llegar a Queralbs a media tarde, y enseguida nos sentimos en el corazón del Pirineo.

No recuerdo que nos recibieran con los brazos abiertos. Por alguna razón, sentimos al principio cierto aire levemente hostil, o por lo menos cierta indiferencia enfática que parecía ser una pose secular muy propia de las gentes de la montaña de cualquier país. Advierto que solo se trataba de las primeras escenas de la comedia. Si continuabas en el pueblo, esa comedia variaba mucho e ibas notando su modificación día a día.

Aunque llevábamos un tiempo en Barcelona, hasta que no llegamos a aquel rincón del Pirineo no supimos que Queralbs era en realidad el feudo de los Ferrusola-Pujol. Tanto Jordi como Marta habían nacido en Barcelona, pero su lugar más mítico e íntimo, aquel en el que se sentían conectados con la Cataluña profunda y sus mistificaciones era Queralbs, algo así como su paraíso particular, y que a ciertas horas y desde ciertos ángulos bien podía parecer una aldea suiza o alemana. En el pueblo le tenían más respeto a la “primera dama” que al señor Pujol, quizá porque ella estaba más vinculada a aquella tierra dotada de una naturaleza contrastada, fascinante y cruel.

La gente de Queralbs, la que se quedaba allí todo el año, aseguraba que había sido de la primera dama la pintoresca idea de que todas las casas en Queralbs fuesen de piedra desnuda y con ventanas, puertas y persianas de madera. En una librería de Ribes de Freser compré libros para informarme de cómo eran antiguamente las casas en Queralbs y comprobé que se parecían muy poco a las de ahora. El proyecto estético que se estaba desplegando en Queralbs no ofrecía dudas: se trataba de convertir un pueblo del Pirineo catalán en un pueblo del Tirol. Y en buena medida lo habían conseguido. Queralbs, ese feudo románico que tuvo muy pronto su castillo y su iglesia, duro, parcialmente aislado, de apariencia tosca y al mismo tiempo encantadora, estaba cayendo en la tentación suiza, y faltaba poco para que alguna fonda llevase el nombre de Guillermo Tell. El plan universal de convertir todo el planeta en un parque temático está llegando también a los pueblos, y eso se notaba perfectamente en Queralbs. Casi todas las casas cumplían la norma de la piedra desnuda y las ventanas de madera, salvo la de Marta Ferrusola, ya que su casa incumplía todas, absolutamente todas las reglas que sí contaban para al resto del municipio, según me aseguraban los del pueblo. Los oriundos de Queralbs llamaban a aquella casa “la Cami”, porque sus colores apastelados recordaban los de un helado de nata, fresa y chocolate. Se trataba de un chalet cremoso y gigantesco, según creo recordar, construido a las afueras del pueblo y sobre una elevación, si bien se hallaba más bien oculto, y no lo podías ver desde cualquier lugar.

En el espacio del pueblo, entendido como espacio dramático en el que se está representando algo, el chalet de la primera dama era la representación más genuina del dominio como exhibición, si bien en su versión más cursi. La casa en cuestión incumplía de tal modo las normas estéticas del lugar que tendía a crear una diferencia excesiva entre ella y las demás: una diferencia feudal, evidente y a la vez extrañamente camuflada, pero que dejaba ver con claridad el deseo de destacar y el recurso a la excepción. Los del pueblo me lo decían continuamente, si bien con palabras más burlonas y cortantes. Uno de ellos me lo dijo así: “A menudo las leyes son para todos menos para los que las formulan.”

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26 de julio de 2023
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Últimas tardes con Barthes (y 3)

 

La misma semana del fallecimiento de Barthes, iba paseando con la helenista Ana Iriarte por el cementerio Père-Lachaise y mientras nos acercábamos a la tumba de Proust nos preguntábamos qué sería de la obra de Barthes si faltaba el personaje de carne y hueso. Ni Ana Iriarte ni yo sabíamos que la obra de Roland iba a aguantar bien la usura del tiempo. Su estilo resulta todavía fresco y estimulante y no deja de ser sorprendente que ahora mismo su pensamiento esté adquiriendo un valor fundacional, al mismo nivel que el de Lacan, Foucault, Deleuze y Derrida, pues teóricos como Éric Marty lo consideran fundamental por sus aportaciones a la teoría del género, la última invención ideológica de Occidente.

En su libro El sexo de los modernos, Marty cita el segundo seminario de Barthes en el Colegio de Francia, al que tuve la suerte de asistir, y que versaba sobre lo “neutro” como género que no se ajusta ni a lo masculino ni a lo femenino y que desembocaría en la figura barroca del travestí, ya tratada por Barthes en El imperio de los signos, un libro que apareció cuando ya quedaban lejos los días de su primer ensayo, el que le hizo en realidad famoso: El grado cero de la escritura, opúsculo retórico y a la vez simplista donde se especulaba con la idea de una escritura que, por su misma diafanidad, fuese tan trasparente que pareciese una estructura ausente. Lo mejor del libro era el estilo, además del título profundamente esnob, como casi todos los títulos de Barthes. El “grado cero de la escritura” es a mi entender una expresión elaborada para seducir a las élites intelectuales de París, conceptual pero a la vez emotiva y radical. Perfecta para triunfar, y triunfó. En la misma línea de títulos esnobs habría que situar también Fragmentos de un discurso amoroso. Imposible un título más esnob para un libro tan excelente.

Vuelvo al accidente en la rue des Écoles. A dos pasos de allí, se hallaban su casa, el Flore, el teatro Odeón. Todo tan familiar que la noticia del accidente empezó a circular como una comedia por la que se iba deslizando furtivamente la tragedia, y de pronto la prensa anunció su muerte. Más que un accidente, todos quisieron creer que la muerte de Barthes había sido un incidente, sí, un mero incidente que se lo llevó misteriosamente, hélas, hélas. Y encima un mes después, el 21 de abril de 1980, moría Sartre, el filósofo del siglo. El fallecimiento del autor de El ser y la nada provocó un rumor tan atronador que borró todos los demás rumores. Ya para entonces, Barthes descansaba en una tumba junto a su madre en un amable cementerio de una remota provincia, lejos de los chismorreos de París, bajo la luz mágica del sudoeste con la que comenzaba su libro Incidentes, una luz noble y sutil al mismo tiempo, que le daba al campo la movilidad de un rostro, una luz-espacio que según palabras de Barthes “le confería a la tierra un carácter eminentemente habitable”.

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30 de junio de 2023
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Últimas tardes con Barthes (2)

Viví durante un año en la misma calle que Barthes, la rue Servandoni, en un inmueble muy próximo al suyo. Lo tenía a mi alcance y lo vigilaba mucho. Cruzaba a menudo tras él la iglesia de Saint-Sulpice de parte a parte: entrábamos por la puerta trasera y salíamos por la delantera. Barthes no solía percatarse de mi vigilancia e iba totalmente absorto en sus pensamientos cuando dejaba atrás la plaza y llegaba al café Flore, que más que su cuartel general era la prolongación de su casa. Digamos que el Flore era su salón.

Barthes pertenecía a esa cultura del café ya casi desaparecida, de bares que te cobijaban de verdad como te cobija tu casa, y bien se puede decir que los cafés de París fueron la mitad de su vida. Cuando te acercas a él y a su época te das cuenta de que Barthes vivía en un París todavía muy enraizado, con bares familiares y calles familiares. Sí, estabas en París y a la vez en una aldea, la de tu barrio, donde te conocía todo el mundo.

Hablo de un tiempo en el que las ciudades tenían todavía tejido social: el tejido de las miradas, la confianza, la alegre cotidianidad. Las ciudades ya no son eso y Barthes habitó hasta el día mismo de su muerte una dimensión que ya damos por perdida. Barthes lo tenía todo muy cerca y podía ir a todas partes andando. Era muy normal verlo por la calle, solo o acompañado, a cualquier hora del día pero sobre todo al atardecer. Tenía cerca el café Flore, cerca el Colegio de Francia, cerca los cafés de Montparnasse y el jardín de Luxemburgo. Lugares al alcance de un paseo. Vivía en un escenario prodigioso, el mejor para desplegar el calderoniano teatro del mundo: je suis à Paris donc j’existe. Quizá lo que más cautivaba de aquel París era su capacidad para convertirse en un escenario conmovedor. El mejor fondo para una comedia, cierto, pero también para un drama o una tragedia. El mejor escenario para todo.

Su misma muerte ocurrió en una calle por la que había pasado miles de veces: la calle donde se hallaba el Colegio de Francia que acogía sus cursos. Barthes iba paseando por ella cuando lo atropelló una furgoneta de reparto. Enseguida corrió el rumor de que había sido un golpe muy leve, pero no era cierto. Philippe Sollers sostenía que los medios de comunicación había minimizado el accidente para que nadie pudiera acusar a Mitterrand de gafe. Al parecer Barthes venía de comer y de beber con Mitterrand. Tan solo media hora antes de que la furgoneta se precipitase sobre él, o él sobre la furgoneta, estaba brindando con el candidato socialista a la presidencia de la República, tan solo media hora antes el profesor Barthes hablaba con el político Mitterrand... El lado mágico de nuestro pensamiento tenía el campo abonado para elaborar un curioso sistema de causas y efectos, y al final resultaba que el culpable del accidente había sido ni más ni menos que Mitterrand. Vaya candidato, es como si trajese con él la muerte de la inteligencia, podía pensar el vulgo. Algo que el sistema francés, su misma estructura simbólica, no iba a permitir, de modo que Barthes solo se había hecho unos rasguños, rasguños que, sorprendentemente, le llevaron a la muerte un mes después. Nadie mentaba que el accidente había sido precedido por un almuerzo con Mitterrand, absolutamente nadie. La omisión era tan rigurosa y tan general que parecía cosa de magia.

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22 de junio de 2023
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Últimas tardes con Barthes (1)

Roland Barthes abordó muchas veces el tema del deseo y su relación con el placer. Dejó en sus alumnos la herencia de una cierta tradición hedonista y la idea de ensanchar los dominios del placer: el placer del cuerpo, el placer del texto, en placer de pasear o de tomar un café, el placer de conversar, el placer de enseñar, el placer de aprender. La cultura era para él una amplia y paradójica dimensión del placer. Dicho de otra manera: Barthes identificaba el sabor con el saber, por eso su estilo era tan seductor y tan sensorial.

Se notaba que sus cursos en el Colegio de Francia eran para él un placer, y daba sus clases magistrales fumando un habano de la mejor factura. Notabas que se deleitaba con las palabras, que se dejaba envolver por el ritmo oscilante y mareante del francés y del humo que surgía de su veguero. Sus clases tenían algo de interpretación musical, como un concierto de violoncelo al que asistieran, en calidad de espectros, Marcel Proust y Marlene Dietrich junto a muchos alegres muchachos y muchachas. Su cabeza era el atanor donde se llevaba a cabo una alquimia muy notable. El saber llegaba a ti convertido en sabor sin por eso perder ni rigor conceptual ni tensión reflexiva.

Su lengua tenía un ritmo, un tempo, un diapasón que no se advertía en pensadores más profundos que él y seguramente más definitivos. Uno de sus biógrafos, al que recuerdo sentado junto a mi en uno de los cursos, aseguraba hace tiempo que Barthes no tenía pensamiento propio y que todo cuanto decía procedía de otros. Un error. Hay conceptos que en la obra de Barthes cobran un valor especial, que difiere del que le dan sus contemporáneos. Barthes es el pensador del deseo; le da al deseo un valor absoluto, por encima del valor que le daban los estructuralistas y los que vinieron después. Percibimos que cuando en su obra aparece el concepto deseo, tiene un brillo especial, un brillo positivo y muy alejado de la idea lacaniana del que el deseo busca siempre la muerte. El deseo, para Barthes, buscaba la materialización del placer, y esa materialización había que llevarla a cabo a diario, para que ni un solo día de la vida estuviese exento de placer. Parecía el punto de vista de un pagano de la antigüedad: vayamos a lo práctico, vayamos a lo material y lo carnal, vayamos a lo inmediatamente placentero, y después soñemos. En los círculos de iniciados que estaban cerca del maestro, o que sencillamente revoloteaban en torno a él, se decía que Barthes fornicaba cada día con un muchacho distinto. Buscaba, más que Derrida, la différance. La buscaba en las calles al amparo de la noche recién nacida, y cuando llegaba ese momento, daba igual lo que estuviese haciendo, leyendo, escribiendo, cenando con amigos, daba igual porque se dejaba arrastrar por el apetito carnal y buscaba la concreción del placer en unos ojos negros aguardando en una esquina de un oscuro bulevar. Todas las noches buscaba el vértigo pero, ¿qué era el vértigo para Barthes? No la hermosura de los cuerpos, no la posesión, ni la penetración, ni el grito, era más bien mostrar la fragilidad y la carencia cuando se acercaba a un hermoso muchacho: era experimentar la desprotección y el extravío. Barthes creía que hasta en los encuentros más banales ponemos un pie en el abismo, y habló más de una vez de ello en los días que sucedieron a la muerte de Pasolini. Esa desprotección se tornaba aún más aguda cuando descendía a los cuartos negros, como confiesa en su texto póstumo Las noches de París.

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15 de junio de 2023
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El señor de las piedras

Hay novelas que configuran una época y un espacio muy definidos y a la vez se proyectan en un ámbito que parece fuera del tiempo: El señor de las piedras es una de ellas. Ambientada en el período en el que vivieron y murieron los más singulares e inspirados poetas de la dinastía Tang, a través del tejido textual que va creando Federico Puigdevall, que tiene la transparencia de la seda y la misma naturaleza descriptiva, sugerente y vaporosa de la poesía que invoca y celebra, vamos accediendo a los trayectos, llenos de peripecias y de búsquedas del absoluto, que jalonaron las vidas de dos amigos poetas, Li Bai y Du Fu. Ambos dejaron una huella imborrable en el imaginario colectivo, pues lícito es considerarlos dos de los más grandes poetas que ha dado la humanidad, por su capacidad de figuración y ensoñación, por su ironía, por su sarcasmo, por la belleza de sus metáforas pero también por su capacidad narrativa y su genio para convertir los vaivenes y variaciones de la naturaleza en la imagen más envolvente y sugestiva de la vida en toda su grandeza y complejidad. Junto a ellos se van desplegando la época en la que vivieron, las intrigas políticas, las guerras, las destrucciones, las fugas, los vínculos de más de un centenar de personajes cuyas existencias van configurando el río narrativo, lleno de afluentes y de fuerzas que convergen y divergen siguiendo dialécticas binarias muy parecidas a las del Tao, filosofía que preside toda la novela.

A la vez que asistimos a la amistad inquebrantable que unió a Li Bai y a Du Fu, vamos accediendo a los momentos en los que fueron creando sus poemas, de forma que en esta narración, tan detallada y prolija como las novelas chinas del siglo XVIII (pensemos en A orillas del agua o Viaje al Oeste), pocas cosas quedan en el tintero. Como hacen los poetas chinos de la dinastía Tang, Federico Puigdevall tiende a observar a los personajes desde su misma exterioridad, para que sea el lector el que vaya adivinando la intimidad de sus almas a partir de los movimientos que observa en ellos y de los caminos, a veces tortuosos, en los que se van perdiendo sus destinos. Nos hallamos ante una novela que a la vez que se atiene a la historia, va creando su propio mundo, tan lírico como narrativo, en el que la aspiración a la eternidad se va topando continuamente con el “vaporoso sueño de la vida” y su trágica fugacidad, fuente de todas las melancolías y muy especialmente de la melancolía que define y distingue a toda la poesía de la dinastía Tang. Como le dijo Du Fu a su amigo y maestro Li Bai en un célebre poema: “Al cabo de diez mil, de cien mil otoños, no tendrás otro premio que el inútil premio de la inmortalidad”. Si nos atenemos a la inmensa riqueza que atesora la poesía Tang y a lo mucho que han aprendido de ella los poetas de todas las épocas, no parece que fuera un premio tan inútil, ni inútiles los viajes, los encuentros y desencuentros que se van sucediendo a lo largo de esta hermosa y exigente novela.

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7 de junio de 2023
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El zoo maldito

 

 

El zoo de la ciudad de Nova Kajovka

desapareció bajo el tumulto

de las aguas

de la presa

destruida por los rusos.

 

Ah, oscuro, oscuro, oscuro,

y oscura la noche del león bajo el agua

y el tigre y el oso y las cebras

y los suricatos

que desde su puesto de vigilancia

vieron la ola gigante

antes de ser arrastrados

por ella.

 

Sólo se salvaron

los cisnes y los patos.

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6 de junio de 2023
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Anomalías

 

Según la ley universal de la simetría de la paridad, el universo no tendría que existir, creen los científicos.

Materia y antimateria producidas en la misma cantidad se tendrían que autodestruir, generando vacío, sin embargo no ocurrió así pues triunfó la materia de la que está constituido el universo.

 

Un equipo de la universidad de Florida parece haber demostrado que hubo una violación de la simetría que hizo posible la eclosión de la materia.

Y bien, si el universo entero es una anomalía, ¿qué somos nosotros?

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6 de junio de 2023
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Geografías de Martin Amis

Muy a menudo, Martin Amis supo conjugar la sagacidad, la velocidad y la penetración, comportándose como un ave rapaz de la literatura. La aceleración que imprimía a sus textos, cuando trataba ciertas materias, no le impedía ahondar y atravesar el objeto de observación, con elegante ironía e incisiva mordacidad. La vida de Amis fue pródiga en glorias y desastres. Arrogante como su padre, si bien de ideología opuesta, chocó múltiples veces contra su progenitor y mantuvieron una guerra tan cruda como sarcástica hasta que el señor Kingsley Amis dijo adiós a la vida. Fue entonces cuando Martin Amis se sintió poseído por la gravedad y Julian Barnes empezó a decir que estaba madurando. Cuentan que para Martin supuso la segunda revelación de la muerte, de la primera nos informa sobradamente en su novela La información, donde reflexiona sobre algo que nos ocurre a todos, pero que pocos han sabido explicar con la claridad y con la precisión de Martin Amis. Recuerdo que cuando tenía 26 años y pasaba las noches enteras estudiando, me sobrecogía la certeza de que éramos seres para la muerte y de que estaba destinado a morir. Esa evidencia, de naturaleza aplastante, llegaba a mí como una extraña información: la misma sobre la que versa la mentada obra de Amis, que como novelista ha sido un autor de fortuna variable y muy variado en sus temas, de forma que se hace difícil establecer las verdaderas coordenadas de su “poética”. No se parece a su oponente Julian Barnes, que pertenece a la raza de los que siempre están escribiendo la misma novela, y que quizá por eso son bien valorados por la crítica, que puede fácilmente enjuiciarlos por el efecto repetición de sus creaciones. Amis se arriesgaba mucho más, a veces para bien, y a veces para mal. Amis se la jugaba en cada novela, y era de los que se atrevían con cualquier tema. Poseía una gran capacidad para adentrarse en otras culturas, era camaleónico, inventivo, solvente y audaz. No veo a Barnes con agallas para hacer uno novela sobre Stalin o sobre rusos, pero Amis se adentro dos veces en ese territorio, la primera con gran acierto, y la segunda con menos. Los novelistas de la tribu camaleónica entran en cualquier cultura con alegre desenvoltura, aunque a veces caigan en errores de bulto. Pero en errores peores se puede caer cuando uno se empeña en escribir siempre el mismo relato. ¿O no es un gran error pasar toda la vida encerrado en un cuarto con único juguete?

A menudo la crítica se cebaba con Amis de tal manera que tenía que irse de Inglaterra: la última vez que le pasó fue a raíz de la publicación de El perro amarillo. Harto de tanta pedrada sin control, se fue a pasar una larga temporada a Uruguay con su familia. Obró muy cuerdamente, la distancia es la mejor medicina contra los dolores del alma y las atronadoras descargas de los pistoleros a sueldo.

Martin Amis alternó durante toda su vida su labor de novelista con el periodismo. Juraría que en periodismo su verdadero maestro fue Tom Wolfe, pero ¿a quién le extraña? Wolf ha sido el maestro de todos los que han querido hacer un periodismo nuevo y brillante. Otra de sus característica es que Amis siempre supo pasar, con envidiable agilidad, de la alta cultura a la cultura popular, y con frecuencia fue luminoso y lacerante. El retrato que hizo en su momento de Madonna es impagable, como el que hizo de Vera Nabocov.

El último libro que he leído de Amis es El roce del tiempo. En la edición de Anagrama definen como ensayos los textos del libro. Honestamente creo que calificar de ensayos los escritos de El roce del tiempo es inadecuado, pues en realidad se trata de crónicas de época al estilo de las de Fitzgerald (o del ya mentado Wolfe), en las que Amis aborda temas que ya trató anteriormente, junto a otros inéditos en su carrera. A Nabocov, a Bellow, a Burgess a James, a Ballard, a DeLillo, a Updike ya los había visitado en otras ocasiones, y vuelve a ellos como quien restaura una vieja amistad. Los considero los textos más valiosos y aconsejo leerlos, porque nos hallamos ante exploraciones muy penetrantes que iluminan las sombras de nuestra época y atraviesan las vidas y las obras de escritores fundamentales, si bien no siempre debidamente analizados por los expertos en “alta cultura”; me refiero sobre todo a Burgess y a Ballard. También son de gran interés los escritos referidos al populismo americano y a sus diferentes subculturas más o menos pornográficas. Las crónicas que abordan la sociedad inglesa tienen menos vinagre, pero no menos ironía. Ya insinué antes que una de las características del efecto Amis es que sabe combinar, con fluidez y elegancia, la distancia casi brechtiana ante el objeto de observación con la pasión narrativa, convirtiendo sus crónicas, sus relatos y sus ensayos en obras donde la hondura nunca está reñida con la frescura.

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24 de mayo de 2023
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Una noche con Benet

 

Todo el proyecto narrativo de Benet se presenta como el bosquejo de un mundo destruido.

De todas las tumultuosas noches de la Movida hay una que me interesa recuperar: aquella en la que estreché por primera vez la mano de Juan Benet, tras haberlo leído largamente y con mucha devoción. Ocurrió en la fiesta que daba en su casa Marta Moriarty. La anfitriona llevaba un vestido de apariencia metálica que le había hecho mi amigo Felipe Salgado, el mismo modisto que había confeccionado la chaqueta que yo llevaba esa noche. Recuerdo haber visto en la fiesta al pintor Ceesepe, que había enloquecido de alcohol: veía monstruos en el vestíbulo de la casa abarrotada de gente y Barceló, que llevaba un chaleco plateado, intentaba sacarle de la pesadilla.

La casa estaba sumida en una atmósfera claroscura. En un ángulo del salón se rozaban invitados de muy diversa ralea pero que se parecían porque daban todos ellos la impresión de llevar un disfraz más que un vestido, como si en aquel Madrid brillante y miserable todo el año fuese carnaval. En 1984 aún se percibía ese aliento especial de la Movida que supuso nada más y nada manos que la suspensión de la realidad. El gran poeta alemán Gottfried Benn ya sabía que no siempre la realidad era necesaria. A decir verdad la realidad no era prácticamente nunca necesaria, y nadie la quería ni regalada, aún menos en tiempos de la Movida, que en muchos aspectos se declaró como furiosamente enemiga de la realidad. Sólo puedo ver desde esa perspectiva la fiesta de la que hablo. Andaba por allí todo el mundo: Almodóvar, Savater, Sigfrido, Paloma Chamorro, García-Alix, los Moriarty con su amplio séquito… Era fácil perderse entre celebridades… Y de pronto, en el sofá que reinaba en el ángulo más oscuro del salón, vi sentado a Juan Benet y no dudé en acercarme a él. Un decenio antes, había descubierto su narrativa en Barcelona, durante un largo descenso al infierno. Sí, un año en el que hubo dos crímenes sangrientos a mi alrededor y el mundo se estaba ennegreciendo con la crisis del petróleo. No entiendo cómo conseguía alternar en mi cabeza la depresión, la locura, la euforia, las caídas... con la lectura de Benet. Al principio quedé fascinado por sus cuentos.

En Nunca llegarás a nada, su primera colección, vemos a un Benet sorprendente que aún no ha decidido su estilo… Hay cuentos a lo Fitzgerald, a lo Proust, a lo Faulkner… No eran narraciones realistas por la sencilla razón de que en todas había una misteriosa y vaporosa suspensión de la realidad. Me inquietaba que fuesen cuentos que no necesitaban del apoyo de la realidad para sostenerse. En la mayoría de ellos era algo que resultaba evidente. En cuentos posteriores veríamos a un Benet más sólido y más asentado en un territorio, pero no en aquel primer libro, un poco inocente. Más adelante me subyugarían libros como Sub rosa y como 5 narraciones y 2 fábulas, que leí poco antes de abordar sus dos primeras novelas: Volverás a Región y Una meditación. Resultaba desestabilizador leer al mismo tiempo esas dos novelas en las que se despliega una Región tan diferente. La región de Una meditación es totalmente proustiana, abismalmente proustiana, con una melancolía del todo proustiana.

En cambio la Región de Volverás a Región es más primordial, más auténtica, y hasta más experimental. Fui descubriendo el mismo año la narrativa de Benet y la de Robbe-Grillet, y de algún modo los comparaba. Los dos eran barrocos y amantes de los trampantojos, los dos tenían una soberbia voluntad de estilo, y por supuesto los dos eran partidarios de suspender la realidad, de anularla como por arte de birlo-biloque. Región me parecía una comarca única justamente por eso: porque en ella se ausentaba la realidad. Si recorría la Región descrita en las dos novelas referidas, comprobaba que todo en ella parecía fuera de la realidad, si bien incesantemente sostenido con un estilo que te podía absorber, que te podía enloquecer porque cada vez necesitaba menos la realidad para desplegarse, hasta finalmente desembocar en la epopeya de la desintegración, donde ya la realidad estallaba en mil pedazos: Herrumbrosas lanzas.

Pero aquella noche de la Movida estábamos todavía lejos de la aparición de Herrumbrosas lanzas y Benet disfrutaba de la noche madrileña y del esplendor de la fiesta en casa de Marta Moriarty. Recuerdo que me incliné ante él y le felicité por su obra, especialmente por su obra breve. Durante mi infancia, pasé una larga temporada en un pueblo del centro de León y más tarde en Ponferrada, y privilegié esa parte de mi vida cuando me presenté ante Benet. Él me dijo que también había conocido las regiones de León. Benet comparaba Ponferrada con el Oeste americano. Le di la razón: un verano de mi adolescencia había conocido los polvorientos suburbios de Ponferrada, que se iban perdiendo en eriales sin término y que si bien no me recordaban a Región, si que evocaban el Far West. Lo diré con toda sinceridad: a mi me fascinaba Región no por lo que se pareciera a ciertas comarcas de León sino por su irrealidad; desde esa perceptiva me parecía una construcción muy esforzada y laboriosa, además de desconcertante, porque uno nunca estaba seguro de si de verdad funcionaba. Yo tenía mis reparos. Por ejemplo, me creía totalmente las regiones inventadas por Faulkner, Onetti y Márquez, pero la Región de Benet me resultaba menos creíble o para decirlo de otro modo: me resultaba mas literaria, infinitamente más literaria que las invenciones de los escritores americanos, pues la realidad era, a decir verdad, suplantada por una gran deconstrucción del mundo y que, como Joyce, buscaba referencias homéricas: Herrumbrosas lanzas; sí, aquellas lanzas que recordaba Ulises cuando volvía a Ítaca como los viajeros de Benet vuelven a Región.

Para Marguerite Yourcernar todas las guerras eran la guerra de Troya, y también para Benet, que con sus herrumbrosas lanzas fue sembrando al final de su obra la destrucción del sentido. Todo el proyecto narrativo de Benet se presenta como el bosquejo de un mundo destruido. Asombra que en la vida real Benet, ingeniero de pantanos, contribuyera con su talento a empobrecer todavía más regiones que estaba viendo morir, pues todo nos indica que los pantanos fueron para las comarcas del Esla y el Duero una nueva desamortización y una nueva usurpación que precipitó aún más su ruina. Vuelvo a la noche en casa de Marta Moriarty, cuando estuve elogiando los cuentos del maestro, hecho que él agradeció vivamente, pues me quería hacer creer que nadie o casi nadie se acercaba a ellos. Cuando la fiesta empezaba a decaer se acercó a Benet una mujer que recordaba el personaje femenino del cuento Garet, y que pretendía apartar al novelista de la fiesta. Benet negó con la cabeza y continuó conversando conmigo mientras la mujer se alejaba de nosotros.

El escritor me preguntó por mi nombre y mentí: le dije que me llamaba Jesús Pérez y que era natural de Ponferrada. Después le hablé de una apuesta, o de la gran apuesta. Apostar contra todo, ya desde el principio. Apostar por Región, convirtiéndola en una baza interminable que se irá desintegrando molecularmente, como se fue desintegrando la narrativa de Joyce pero de otra manera, no menos mareante ni menos radical, aunque en aquel entonces yo no lo supiera y quizá ni siquiera lo sabía Benet, que acercó su boca a mi oído y me preguntó qué pensaba hacer. Respondí que iba a continuar la farra con unos amigos y que haría bien en venirse con nosotros. Recuerdo que se lo dije sin demasiada esperanza, creyendo que el maestro iba a desdeñar mi oferta, pero no fue así pues Benet asintió con entusiasmo y ya se disponía a venirse conmigo cuando tres mujeres cayeron sobre él y lo hicieron desaparecer en las sombras. Nunca más lo volví a ver. Ya es triste decirlo, pero así es, nunca más. Si en aquel entonces me lo hubiesen dicho, hubiese gritado airado contra ese destino tan absurdo y de tan difícil cumplimento (pues el mundo es un pañuelo), pero lo cierto fue que trascurrieron los años y nunca más me crucé con Benet, de forma que aquel encuentro en la casa de Marta Moriarty fue mi primer y último encuentro con el artífice de una construcción: Región, que ya en la primera novela aparece como un mundo perdido, y que en la última novela se convierte en una deslumbrante deconstrucción.

Una conclusión se deriva de todo lo dicho: quizá Región no necesitaba el apoyo extenuante de la realidad, como sí lo necesitaba la literatura social, porque era, es y será una realidad en sí misma, que se agranda con el tiempo y que brilla con luz de oro viejo en el reino crepitante del lenguaje.

 

Revista Claves  (mayo- junio 2023)



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3 de mayo de 2023
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Estábamos una tarde en Cambridge

Estábamos una tarde en Cambridge

drogándonos con Wittgenstein

y apareció un cuervo más negro

que la bilis de Baudelaire.

Entró como un ciclón

por el ventanal abierto

y nos miró como a reos que van a ser ajusticiados.

Entonces Wittgenstein dijo:

"Cuando los cuervos de Poe entran en los aposentos

hay que pensar en la muerte,

que es siempre

un regreso al ayer.

Pero el que teme la muerte

como ahora la estáis temiendo

es porque ha llevado

una falsa vida

o aún está por nacer".

Wittgenstein se quedó en silencio:

el pájaro desapareció

como una alucinación de la mente

y volvió a nosotros la risa

y sentí el presente en la piel.

Estábamos una tarde en Cambridge

drogándonos con Wittgenstein.

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18 de abril de 2023
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