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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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El aforista ante el abismo

 

Si todos habíamos sido expulsados del paraíso, todos recordaríamos sobre todo una frase; la de la expulsión, pensé, dándole la razón a Ramón Eder.

 

Primero fui cruzando de un lado a otro el pueblo por la calle principal, que va discurriendo entre pasadizos y arcos sobre los que se alzan las casas. A intervalos podía ver el mar entre los edificios, pero si dirigía la vista hacia la izquierda veía los tejados y la frondosa montaña, que caía en picado sobre el pueblo como un jardín vertical. Dejé atrás los últimos embarcaderos y las escaleras oscilantes que descendían hasta el agua, y aún tuve que cruzar los soportales y los arcos que sostenían un último edificio para acceder a una especie de avenida, de aproximadamente medio kilómetro, cuyo recodo izquierdo limitaba con el acantilado, bajo el que se agitaba el agua. Dejé atrás la avenida y continué por la carretera del acantilado hasta que vi la casa que buscaba, alzándose por encima de uno de los arcos de una antigua fortaleza ya demolida. Una casa inmensamente azotada por los vientos invernales, que quizá los atraía como un pararrayos al rayo; una casa en la que notar las palpitaciones más severas de la tierra y el agua, y al mismo tiempo sentirse a resguardo tras sus cristales dobles, resistentes al granizo y a las gaviotas que se estrellan en días de niebla contra los ventanales. Una casa para escribir aforismos con el rigor de Sísifo subiendo la piedra y dejándola caer. El anfitrión no salió a recibirme el primero, cuando llamé a la puerta del jardín delantero, fueron dos perros negros los que acudieron a mi. No me ladraron y en cuanto el anfitrión abrió la puerta saltaron para abrazarme y celebrar mi llegada. Eran alegres y apasionados. – Hola, Ramón. – Entra, amigo, que la lluvia me ha prometido que va a continuar todo el día. – ¡Qué contrariedad! – No aquí, donde la lluvia está absolutamente normalizada y forma parte de la naturaleza del lugar. Ya en el salón de la casa, Ramón me ofreció un whisky. Mientras lo tomaba, estuve contemplando junto a él el panorama desde la galería ubicada en el centro de la casa. La vista de todo el círculo de agua abriéndose al mar por un estrecho entre dos cúmulos de rocas agrandaba el alma y a la vez la achicaba. Desde allí Ramón me condujo hasta el cuarto donde leía y escribía. Me agradó su austeridad. No había imágenes, no había fetiches, no había estampas evasivas: bastaba con lo que se veía desde la ventana. El whisky era excelente y me sentó bien. Mientras lo tomaba recordé que Martin Amis decía que solo un anfitrión de mucha clase podía ofrecerte un whisky a las once de la mañana. – Aquí trabajo –me dijo, y era como si dijera: “Aquí me sumerjo en el fondo de la existencia, aquí respiro mientras cae la noche, aquí vigilo el aliento de Dios.” Pero en lugar de eso comentó-: En este mismo cuarto meditó en otro tiempo Victor Hugo, y en este mismo cuarto meditó más tarde un asesino. En todo lugar más o menos preservado se ha refugiado lo mejor y lo peor. ¿Nos damos una vuelta por el pueblo? Y la dimos. Estuvimos primero en una plaza que daba al mar. Su suelo barnizado por la lluvia semejaba una continuación del agua y parecía hecho de la misma sustancia líquida. Era como estar sentado sobre la superficie misma de un lago de estaño y amianto. Allí nos subimos a un pequeño barco que llaman “la motora”, y que antes llamaban “el gasolino”, y nos deslizamos hasta Pasajes de San Pedro, al otro lado del círculo de agua, en una de cuyas tabernas estuvimos bebiendo sidra y comiendo pescado. Mientras lo hacíamos, Ramón me dijo: – Hace tiempo que no viajo por el mundo. Ahora viajo por mí mismo. Cuando viajas por ti mismo encuentras puertos que no esperabas, arrecifes que desconocías, desiertos cuya existencia ignorabas, mares bravíos, grutas, caminos, senderos, precipicios, bosques que estaban en ti pero que o bien no los habías visitado nunca o bien no los visitabas desde el instante mismo en que se hundieron en el pantano de aguas movedizas de la memoria. Verás, quiero emplear el tiempo que me queda para ahondar un poco en la condición humana, empezando por mi propia condición. Pasajes de San Juan es un buen lugar para las almas que ya no le tienen miedo a sus propios monstruos. Algunas tardes de niebla parece un puerto de otra dimensión que te conduce al Sutra del Diamante: el mundo es no mundo. – ¿Cuál es el mejor aforismo que ha salido de tu cabeza? – Juraría que el que dice que nadie olvida la frase con la que fue expulsado del paraíso. La sentencia cayó sobre mi cabeza como un dictamen. Si todos habíamos sido expulsados del paraíso, todos recordaríamos sobre todo una frase; la de la expulsión, pensé, dándole la razón a Eder. – ¿Ves a mucha gente? – Sólo a la suficiente. Hace tiempo que me persigue un tipo de generosidad muy especial… – ¿A qué clase de generosidad te refieres? – A esa que consiste en regalar tu ausencia. Los dos nos echamos a reír. Fue una tarde alegre y a la vez dramática la que pasé con Ramón, y digo dramática porque Ramón suele dar a sus palabras cierto tono que nunca llega a ser trágico pero que parece lleno de gravedad. A media tarde regresamos a Pasajes de San Juan y estuvimos en una de las casas en las que se hospedó Victor Hugo cuando visitó el pueblo. A la entrada, nos salió al paso un señor que parecía regentar la casa. El hombre tosía y nos miraba como si estuviera a punto de hacernos una revelación sin precedentes. Ramón me apartó de él y nos perdimos entre las sombras de la casa, chocando con muebles venerables que no siempre cuadraban con la época. Refiriéndose al señor con el que acabábamos de hablar, y que seguía nuestros pasos desde el vestíbulo en penumbra, me dijo: – Es un pobre loco que a veces suplanta al encargado del lugar para que le den una propina. Se cree la encarnación de Victor. – ¿Víctor? – Víctor Hugo, quiero decir. – Perdona, no sabía que tratabas al escritor francés de forma tan familiar. – Aquí lo queremos mucho y lo solemos llamar irónicamente así. Nadie ha hablando con tanta autoridad y tanta buena fe de Pasajes de San Juan. ¿Nos vamos? Nos fuimos tras darle una propina al hombre de la sonrisa piadosa y los andares finos que decía regentar la casa, y estuvimos paseando por el pueblo. Cerca de la iglesia, en una calle dominada por una higuera y que concluía en el mar, vimos a una chica bailando sola y la aplaudimos. Luego estuvimos cenando en un restaurante del pueblo cuyos ventanales daban al puerto. Allí Ramón me dijo: – Pasajes de San Juan tiene una intimidad con el agua difícil de relatar. Fíjate lo cerca que están las casas del mar. Más que tocarlo lo besan. Parece la región de las casas flotantes. Le di la razón y me sorprendió que a las tres de la mañana hubiese cierta vida en la calle principal, y es que en los trozos de la calle limitados por el pretil que da al mar se iban sucediendo los pescadores con sus cañas, conformando una alegre y apacible cofradía que me desconcertó. Al día siguiente, poco después de despertarme en la fonda junto al agua donde me hospedaba, recordé un aforismo de Eder que dice: “La alegría convierte el caos en un cosmos”. Ahora comprobaba su verdad. Llevaba días sumergido en la confusión y de pronto, la alegría de hallarme en Pasajes tras haber conversado con Ramón me ordenaba de otra forma las ideas, tornándolas más armónicas las unas con las otras. Abrí el libro de Eder que llevaba conmigo, La vida ondulante, y pensé que su título se conjugaba bien con el mundo de Pasajes, tan ondulante como sus aforismos que, como diría el mismo Eder, no sirven para nada, “excepto para darle sentido a las cosas”, excepto para alegrarte el día, excepto para dejarte a las puerta de alguna revelación, excepto para provocarte la suave sonrisa de la ironía, excepto para estimular el duende del ingenio, excepto para ver estallidos de luz que van jalonando la oscuridad, excepto para sentir continuas chispas de humor en medio del purgatorio, en medio de la soledad, en medio de la oscilación, en medio de la ondulación de Pasajes de San Juan. Había un rumor de aves y barcas envolviendo el invierno cuando abandoné el pueblo comprendiendo por qué Ramón Eder lo había elegido para explorar los abismos más profundos, “que son los interiores”, como dice en uno de sus últimos aforismos.

 

Revista Claves  (marzo-abril 2023)



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29 de marzo de 2023
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Ironías

Una de las ventajas de hacerte el tonto es que ante ti el otro se cree un sabio y empieza a desplegar todas sus carencias en forma de cultura automática. Fulminarle suele ser tan fácil que casi cuesta, en parte porque a los irónicos no les gustan las facilidades.

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La ironía es una de las formas más elegantes de la verdad, la otra es callar.

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Un perdedor de palabras es un perdedor de amigos, decía un filósofo taoísta, a lo que se podría añadir: y un perdedor de amigos es un perdedor de palabras: va dejando palabras infames por ahí sin darse cuenta de que las palabras vuelan y de que tarde o temprano llegan al oído que tienen que llegar. A veces para hacerlo atraviesan continentes y océanos como las aves migratorias. Es imposible imaginar una conducta menos irónica.

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Todas las sonrisas del irónico están motivadas por la piedad.

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Los que hablan de sus otras vidas se colocan a sí mismos en épocas memorables, en momentos estelares de la historia de la humanidad. Mujeres que dicen que fueron cortesanas amigas de Pericles y de Aspasia, en cuya casa tomaban el aperitivo: vino con especias y pan con pasas. Hombres que conocieron a Alejandro Margo, que viajaron con él hasta el Indo, o que estuvieron con Jesucristo poco antes de la última cena, en una callejón de Jerusalén. Pocos dicen que en otra vida fueron una gallina o un salmón. ¡Nos falta ironía con el más allá!

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Humildad zen (para compensar tanto esplendor): “En mi vida anterior/ debí de ser, / como mucho un gorrión.”

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16 de marzo de 2023
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Vargas

La narrativa de Vargas guarda un equilibrio fundamental por encima y por debajo de las vicisitudes de su vida y de sus tribulaciones políticas y amorosas, y es de una grandeza innegable.

Cuando leí La ciudad y los perros, que Vargas publicó a los veinticuatro años, me alarmaba pensar cómo un hombre tan joven había asimilado tanta experiencia de la negatividad y había sabido crear una estructura narrativa tan luminosa y tan compleja, donde a la vez que todo era un viaje hacia adelante, lo era también hacia atrás.

Volví a releer la novela hace un año, y permaneció intacto el asombro que había sentido al leerla por primera vez. Había además elementos narrativos esenciales que me habían pasado inadvertidos en otra época. Por ejemplo: la ciudad vista como una jungla del lenguaje, como una jungla mental y sexual, como una jungla de hormigón, luces y cristales, donde el animal menos salvaje es la vicuña que tienen por mascota los muchachos de la escuela militar que protagonizan la historia.

Lo apuntado en La ciudad y los perros estalla como una gran floración selvática en La casa verde y en Conversaciones en la catedral, donde se empiezan a cruzar, como urdimbres y tramas de un mismo tejido, los diálogos además de las situaciones, adensando físicamente la historia, creando conexiones múltiples y propiciándole al lector una visión global y a la vez atomizada de la realidad.

Si es verdad que hay dos clases de novelistas, los que se pasan la vida escribiendo la misma novela, a veces empeorándola, a veces mejorándola, y los que cada vez que comienzan un libro es para hacer algo diferente a lo que hicieron, Vargas pertenece a la segunda especie, y su obra es tan diversa como su vida. A su manera, a tocado todas las teclas, sorprendiéndose a menudo a sí mismo. Por ejemplo: en la época de La casa verde, Vargas juzgaba muy severamente la literatura humorística y en general el humor como elemento narrativo, pero he aquí que de pronto publica Pantaleón y las visitadoras, donde le humor, en todas sus variantes, va a ser el territorio más específico de la novela.

Desde sus inicios como escritor profesional, Vargas ha sido un trabajador infatigable y ha mantenido un nivel de creación constante, y como si fuese en eso discípulo de Gracián, sabe asombrar periódicamente con novelas que suponen una vuelta de tuerca más en su narrativa. Ahora pienso en La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo.

Su influencia en la narrativa escrita en español es vasta y definitiva y ha sido muy enriquecedora porque nos ha enseñado a dirigir la mirada hacia la estructura de la novela en una cultura, la española e hispana, muy dotada para inventar historias pero poco dotada para estructurarlas y con mucha tendencia a la divagación barroca y al desahogo narcisista.

La geografía de las novelas de Vargas se ha ido ampliando tanto como la geografía de su vida, pero ubique donde ubique sus historias, Vargas siempre sabe crear atmósfera. Creó una atmósfera densa y urbana en La ciudad y los perros, y creo una atmósfera transparente hasta cortar la respiración en Lituma en los Andes, donde desarrolla con una magia sorprendentemente negra el mito de Dionisos y Ariadna, sin llenar por eso de irrealidad la historia y dotándola de una profundidad trágica tan envolvente como el cielo andino.

Sus ensayos se leen con el mismo placer que sus novelas porque están dotados de un vivo instinto narrativo y porque en ellos Vargas nos hace doblemente partícipes de su experiencia reflexiva al trasmitirnos su pensamiento y muchas veces también la situación en la que surgió ese pensamiento.

Todo lo cual para decir que nos hallamos ante uno de esos escritores que trazan una frontera entre lo que les precedió y lo que les sucederá. Su aparición rompió con la tendencia a las novelas deshilachadas, caprichosas y narcisistas de la tradición española y latinoamericana, y acabó con una presunta inocencia respecto a los materiales narrativos que había convertido nuestra narrativa en un pudridero irrespirable, al margen de las otras narrativas y muy poco o nada traducida.

Vargas fue uno de los componentes del boom que rompió esa campana de cristal. Parecía imposible, pero a veces basta con un escritor o dos para cambiar la historia de la literatura.

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2 de marzo de 2023
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Una voz en la noche. Oratorio de Nieves Torres

Nieves Torres estuvo en prisión con las Trece Rosas y poco faltó para que compartiera paredón con ellas.

Era una mujer de una honda humanidad que dejó profundos trazos en mi vida a pesar de haberla visto pocas veces.

Su voz trasmitía verdad.

No había en ella ni un ápice de nihilismo. Creía en la dignidad humana a pesar de haberla visto tantas veces mancillada.

Conoció el corazón de horror, pero no se le notaba. Merecía una composición musical.

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27 de febrero de 2023
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Asombro, aliento, puentes, ojos, abismo

Hay que mirar lo que tienes muy cerca; es más asombroso de lo que piensas.

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La verdad es un aliento musical que llega al mismo tiempo al cerebro y al corazón.

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Nietzsche dijo: "No sólo se ataca para hacer daño a alguien, para vencerle, sino a veces por el mero deseo de adquirir conciencia de la propia fuerza." La idea la formuló antes Hegel en su dialéctica del amo y del esclavo.

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Hay que saber qué puentes debemos cruzar y qué puentes debemos quemar. Bertrand Russell basó en ese conocimiento el arte de vivir y el arte de pensar.

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"Vivir sin filosofar es tener los ojos cerrados y no querer abrirlos nunca" decía Descartes. Temblaría de vivir en nuestros días.

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No hay ninguna construcción más importante que la de uno mismo.

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"Donde está la infancia está la edad de oro", decía Novalis. ¡Qué enternecedora falacia!

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La palabra ocultó la oscuridad y dio forma verbal al deseo.

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La piel es el primer reino del ser. Nos hacen con el tacto.

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El único puente que nos tiende el abismo es el conocimiento.

 

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24 de febrero de 2023
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La senda insólita de Delibes

 

Miguel Delibes era nieto del sobrino de Léo Delibes, el músico al que debemos la creación de seis óperas, unas cuantas operetas y tres ballets. Según el etnopsiquiatra Tobie Nathan, no podemos llamar ancestro a cualquiera de nuestros antecesores. Ancestro, el ancestro de un clan o de una organización familiar, solo puede ser un antepasado que se distinguió por su vida y su obra. En algunas tribus, ese ancestro suele ser un animal, para dejar aun más marcada su singularidad, indispensable para que haga de sello fundador. Puedo pensar que el gran ancestro que flotó sobre la memoria familiar de Delibes fue el músico francés. Es imposible no tenerlo cuenta, e imposible no escuchar su música, aunque solo sea por curiosidad: “Veamos a ver qué hizo aquel remoto tío mío”. Musicalmente hablando, Léo Delibes fue un romántico atemperado, aunque literariamente abusara del exotismo, y su obra más célebre y la que mejor sobrevive es su ballet Coppélia. Como Charles Gounod, el autor de la ópera Le tribut de Zamora, estaba bastante olvidado pero todo indica que ambos están protagonizando una especie de resurrección muy prometedora, si bien no llega a concretarse del todo. Vuelvo a lo esencial: tener un ancestro inclinado a componer música para ballet te va a dejar necesariamente alguna huella. ¿La literatura ha de ser también una danza? Los santos inocentes lo es: una danza donde, sin renunciar a su claridad de siempre, Miguel Delibes introduce un juego barroco de contrapuntos, de forma que además de ser un drama existencial de gran hondura, es también un concierto y un danzón de exequias a la muerte de una cultura, evidencia que cae sobre nuestra cabeza en las últimas páginas, como una revelación que estaba aguardando desde las primeras.

Léo Delibes conocía el alma popular y la tenía en cuenta, por eso algunas de sus melodías como el Duo des fleurs siguen siendo muy populares, y es evidente que Miguel Delibes podía llegar con su literatura a las clases trabajadoras. Otra peculiaridad a señalar; Léo Delibes fue sobre todo un autor de óperas, y las óperas han de estar bien estructuradas en todos sus elementos, con una trama bien desarrollada, y una cadena de emociones que ha de impulsar al espectador hacia la apoteosis final. La ópera no es ni de lejos la peor escuela narrativa, pues te enseña lo esencial: estructura, acción y emoción. Técnicamente, Miguel Delibes es un novelista de una gran precisión y sabe crear organismos narrativos muy sólidos. Sus novelas nunca son una sucesión de anécdotas y a menudo tienen la redondez argumental de una buena ópera o de una pieza teatral, como ocurre en Cinco horas con Mario.

Decía don Miguel que nada hay más difícil que la claridad y la sencillez. El pensamiento de Delibes me conduce a otro de Nietzsche: “Huyamos de los que enturbian las aguas para que parezcan más profundas.” Y la fama enturbia siempre la persona y la palabra, porque la fama es destructiva y tramposa, ya que se ve obligada a hacer relatos muy simplistas y sintéticos para que puedan expandirse a gran velocidad. “La fama no tiene un lugar donde agarrarse que sea realmente positivo” creía Miguel Delibes, que supo gestionar su celebridad con verdadera maestría. No le gustaban los cócteles ni hablar por hablar. Era algo así como el grado cero de la frivolidad, a pesar de su penetrante y sutilísimo sentido del humor. Se le veía en la cara.

Descubrí a Delibes en la adolescencia, en la biblioteca de mi padre. De vuelta de un viaje a Italia, mi primer viaje al extranjero, estuve leyendo, en una playa llena de barcas de Vilanova i la Geltrú, El camino de Delibes y Los vagabundos del Dharma de Kerouac. La mezcla fue más poderosa que una droga y me tuvo pensativo unos días. Eran tiempos en los que uno descubría a la vez un montón de literaturas diferentes y no sabía cuál elegir. Tras aquel vendaval seguí leyendo a Delibes. Me asombró que fuera el autor de Parábola del náufrago, una novela que sin vacilación califico de jüngueriana y que a mi entender se adelanta a Eumeswil, si bien no a otras novelas de Jünger. No deja de cautivarme que en Parábola del náufrago aparezca la figura del emboscado, junto a la del tirano, el trabajador y el gran silencioso, figuras bien habituales en las fábulas de Jünger. Observamos hasta una especie de anarca entre los personajes principales. La novela es en buena medida una farsa, de la misma manera que Eumeswil es un melodrama político de baja intensidad emocional pero filosóficamente muy cargado, si bien crea un mundo que tiene muchos vínculos con la ciudad concebida por Delibes en Parábola del náufrago.

En los libros de Delibes que me gustan, y que suelo releer, hallo siempre diamantes, a veces en medio de la polvareda o de las cenizas, a veces en un elemento meramente atmosférico, a veces en un personaje, a veces en la manera de rematar una situación. No comparto la idea de que sea un narrador de costumbres. Las costumbres, los hábitos, nunca son ni el nervio dramático ni el principal correlato de sus narraciones, salvo en dos o tres libros que no me interesan demasiado. Volviendo a lo que Delibes dijo sobre la fama, uno se pregunta si ha sido positiva su celebridad. El exceso de reconocimiento puede sepultar la obra, puede anular su poder mágico y talismánico. Convertirse en el símbolo oficial de una cultura es inmensamente peligroso. ¿Por qué colocar a grandes escritores a los que sólo les debemos favores, ante esos abismos, ante esos precipicios semánticos que no se merecen porque lo devoran todo como verdaderos agujeros negros que se abren en medio de los fenómenos culturales, sociales y estatales? Ser el escritor que por decreto gubernamental o por cualquier otro decreto te coloca como símbolo de México te anula al mismo tiempo como escritor, te convierte en un estandarte oficial, instrumentaliza tu obra hasta matarla. Alguien objetará que lo mismo ocurre con poetas en otro tiempo insobornables como Baudelaire y Rimbaud, que ahora brillan como símbolos de Francia y de la cultura francesa. Sí, evidentemente es así: cumplen la misma función que Juana de Arco y Alain Delon. Pero al mismo tiempo los adolescentes del mundo se olvidan de eso, y acuden a la obra de Rimbaud como si fuese un profeta bíblico, probablemente lo es, y parece haberse librado del samsara de la destrucción.

En las antípodas de Rimbaud, ojalá siga también en pie la obra de Delibes, que ni fue un maldito ni tuvo la pretensión de serlo, sin olvidar que todos los lazos familiares y sociales que lo envolvieron no le impidieron nunca ser independiente, firme y esclarecedor. Si vuelvo a su primera novela no dudo de su maestría. Qué escritura más viva, más templada, más hermosa... De adjetivación austera y ajustada, en su primera novela Delibes da muestras de un estilo que aúna realismo e impulso lírico, un impulso que en lugar de adornar la acción la ilumina. Para dejar probado lo que digo, reparemos en el párrafo con el que concluye el primer capítulo de La sombra del ciprés es alargada y donde Delibes nos enfrenta a la soledad infantil:

“Cuando poco más tarde don Mateo me acompañó a mi cuarto y se despidió de mí deseándome buenas noches, volví a experimentar la angustia de soledad que me acongojase una hora antes. Encontré mi habitación fría, destartalada, envuelta en un ambiente de tristeza que lo impregnaba todo, cama, armario, mesa y hasta mi propio ser. Temblaba al desnudarme, aunque el frío no había comenzado aún a desenvainar sus cuchillos. Me daba la sensación de que todo, todo, hasta las paredes y el techo de la habitación, estaba húmedo de melancolía. Por otro lado, nadie se preocupó de llevar a aquel cuarto la caricia de un detalle. Todo raspaba, arañaba, como raspan y arañan las cosas prácticas. No existía una cortina, o una estera, o una colcha, o una lámpara con una cretona pretenciosa. Allí todo era rígido como la vida..."

Cuando leo a Delibes, procuro despojarlo de los atributos que han ido colgando de su alargada silueta y me quedo con ese Delibes humano, esencial, con el que tuve el honor de intercambiar unas quince cartas, sin bien nunca llegué a conocerlo en persona. Más de una vez estuvimos a punto de cruzarnos, pero algo en el viento lo impidió, de modo que su figura resulta para mí tan próxima como difusa y distante. No experimenté el hecho de sentarme frente a él, detenerme ante su mirada goda, opaca en algunas cosas y en otras inmensamente trasparente. Supongo que en más de una ocasión pude haberme esforzado por conocerlo en carne y hueso, pero había en mí, y juraría que también en él, cierta resistencia. Mejor reducir la amistad a su esencia y mejor que alguno de sus devotos ni siquiera le hubiese dado la mano, yo era ese devoto, casi un extranjero. Con lo cual queda dicho que Delibes es uno de mis maestros, pero sin obviar que se trata de un maestro espectral, como Fitzgerald, como Flaubert, como Defoe, como los grandes maestros. No los puedes tocar, te limitas a acercarte a ellos con humildad y a leerlos. Sus consejos llegan siempre de un más allá que está y no está en el lenguaje, y que desde luego lo atraviesa para clavarse en la conciencia y en la carne y formar desde entonces parte de tu naturaleza.

 

Publicado en la Revista Claves (enero- febrero 2023)



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1 de febrero de 2023
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La casa de los fantasmas

Por los pasillos del laberinto de Creta ululaban las almas de los muertos devorados por el Minotauro, y la casa de Orestes estaba llena de fantasmas vinculados a la sangre y a la muerte, por eso Orestes huyó de ella y caminó tan lejos como pudo, ignorando que también los cruces de caminos eran frecuentados por los fantasmas.

En los cuentos chinos y japoneses de la antigüedad abundaban las casas invadidas por las almas de los muertos que se resistían a abandonar el ámbito de la vida y llevaban una existencia intermedia que ni era verdadera vida, ni era verdadera muerte.

El libro tibetano de los muertos viene a ser un tratado de esa existencia intermedia por la que flotan las almas de los muertos antes de reencarnarse de nuevo, antes de sucumbir a la tentación de existir, como diría Cioran.

Pero en ninguna edad literaria abundan tanto los edificios habitados por fantasmas como en la época de las novelas de caballerías, que tanto trastornaron la mente de don Quijote. Rara es la novela de caballeros en la que no aparezca algún castillo saturado de fantasmas. El mismo Alonso Quijano tenía su casa tomada por los fantasmas de todos los personajes que habían acompañado sus insomnios. El problema fue que cuando salió a hacer un poco de justicia por los caminos, comprobó con asombro infinito que hasta las planicies más áridas daban cabida a miles de fantasmas que conformaban auténticos ejércitos de naturaleza apocalíptica. El mundo entero era una enorme morada llena de fantasmas.

Todo lo cual para indicar que la casa de los fantasmas es un mito universal tan presente en la antigüedad como en la Edad media, el Renacimiento y el Barroco, si bien será el siglo XIX el que más espacio concederá a las casas fantasmales, a través del Romanticismo, que en su segundo período, al que pertenece Bécquer, va a ser medievalista y va a estar caracterizado por la nostalgia del fango escatológico y embrujado de la Edad Media.

Bécquer, Walter Scott, Hoffmann darán rienda suelta a su sed de fantasmas pululando por las heladas soledades de la muerte. Sin embargo será Henry James, que está muy lejos de ser un romántico, el que llevará a cabo una vuelta de tuerca con el mito de la casa de los fantasmas en su novela Otra vuelta de tuerca, que ha de considerarse un momento angular y fronterizo en nuestra forma de apreciar el mundo de los fantasmas.

Hasta que no apareció Otra vuelta de tuerca, los fantasmas de las novelas eran entidades objetivas, que estaban fuera del observador, pero todo nos indica que en el relato de James los fantasmas están en la mente de la institutriz que protagoniza la narración más que en la casa que habita junto a dos criaturas tan celestiales como terrenales: los hermanos Miles y Flora. En 1898, cuando Freud avanzaba hacia sus descubrimientos fundamentales, Henry James, que tenía un hermano psicólogo, supo indicar lo que va a ser uno de los pilares teóricos del psicoanálisis: los fantasmas no están fuera de nosotros, están dentro, y cuando los vemos ante nosotros es porque hemos proyectado hacia el exterior nuestros demonios íntimos, consiguiendo que aparezcan sobre la malla líquida de la alucinación.

Obviamente, el cine de Hollywood, que busca el fervor de las masas, ha ignorado casi siempre esta tesis, y ha hecho uso y abuso de las casas llenas de fantasmas tradicionales: los que tienen una naturaleza objetiva y moran fuera de nuestra cabeza; los fantasmas de siempre, y que desde siempre han representado el espíritu de difuntos que aún tienen que reclamarle algo a la vida y que se niegan a desaparecer en las extensiones inconcretas del más allá.

En este momento, muchos apoyarían las tesis de James y de Freud, y al mismo tiempo, nuestro inconsciente nunca ha dejado de creer en los fantasmas reales y concretos. Para saberlo me basta con mirarme a mí mismo y acudir a uno de mis recuerdos. Me hallaba en Barcelona, dispuesto a pasar en ella una temporada, y andaba buscando piso. Una tarde llegué a un apartamento del barrio del Paralelo que estaba en alquiler y, nada más abrir la puerta, sentí una extraña sensación de frío y de vértigo. De pronto, tuve la inesperada certeza de que en aquel lugar habían ocurrido hechos terribles y que sus huellas persistían en el aire mareante del salón. Me fui de allí casi corriendo, en busca de un apartamento sin inquilinos fantasmales.

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18 de enero de 2023

Ilustración Irene Gracia

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Lugares malditos

Para Caín toda la tierra pasó a ser en un lugar maldito tras haber matado a su hermano Abel. El mito bíblico amplifica el sentido de ese primer fratricidio, extendiendo su eco por las vastas extensiones del espacio y el tiempo. En una de sus exageraciones de inspiración oriental, Borges dice que una sola infamia podría contaminar todo el universo y llenarlo de maldad. Siguiendo ese sistema de valoración negativa, solemos considerar lugares malditos a los sitios donde el mal se hizo presente de una manera tan escalofriante como inusual. Y es evidente que el mal más definitivo tiende a ser la muerte, si bien los nazis tenían por costumbre aterrorizar a sus víctimas diciéndoles que había cosas peores que el fallecimiento.

El aventurero francés Olivier Le Carrera publicó hace años un atlas de los lugares malditos que podría resultar retórico si pensamos que la retórica es insistir en lo evidente o en lo ya sabido. Habla, cómo no, del triángulo de las Bermudas, y de los muchos barcos y aviones que se han perdido en su seno. Habla también de la franja de Gaza, donde ya en la antigüedad quedaron tantos cadáveres de egipcios, babilónicos, griegos; y habla así mismo de Poveglia, la isla veneciana de los leprosos y los muertos, y del bosque japonés de los suicidas.

También hace referencia Le Carrera a un lugar español, que cuando leí su libro creí que era solo maldito en su cabeza: Cumbre Vieja, el volcán de la isla canaria de La Palma que según los autores que consultó Le Carrera será el epicentro de un nuevo apocalipsis. Llevado por mi ignorancia, creía que a cualquiera le era dado conocer lugares más señalados por el mal que Cumbre Vieja. En Madrid, sin ir más lejos, el lugar maldito por excelencia es el viaducto, al que le tuvieron que poner mamparas de cristal para disuadir a los suicidas. Ya en Luces de Bohemia de Valle-Inclán se habla del viaducto como del lugar preferido por los madrileños que quieren poner fin a su vida. Cuando era profesor de la Escuela de Letras pasaba a menudo por el viaducto, años antes de que rodearan su calzada de cristal, y siempre que lo hacía creía sentir en el aire que lo barría una extraña vibración vinculada a la muerte.

El mito del lugar maldito es tan antiguo como el hombre, y fue muy utilizado por la mitología judía. También encontramos en la literatura griega lugares malditos. La misma Troya se convirtió en un lugar maldito para muchos troyanos y muchos aqueos. En nuestro país abundan los lugares malditos vinculados a la guerra: el más antiguo Numancia, y el más moderno Belchite.

Stephen King hace uso y abuso de los lugares malditos en sus novelas, pero también lo hacen novelistas mucho más cultos y exclusivos, como por ejemplo Benet, que convierte su Región en un lugar maldito, abandonado a la ruina e impregnado de dolor arcaico, donde la muerte y el olvido se alzan como poderes muy superiores a la vida.

Y ahora urge hacerse una pregunta: ¿cuáles pueden ser los lugares más malditos de la edad moderna? Bastaría con echar la vista atrás para contestar que los lugares más malditos de nuestra época son los territorios donde se ubicaron los campos de exterminio. Todo nos indica que nunca el reino del mal fue tan insistente y radical como en esos lugares. A menudo he intentado buscar en la historia hechos similares al holocausto. 

Auschwitz es sin duda el sitio más maldito de Europa, y continuará siéndolo por mucho tiempo. Siguiendo con los lugares vinculados a la Segunda Guerra Mundial, en Rusia hay una región especialmente maldita; me refiero a Nóvgorod, en el Valle de la Muerte. Allí se encuentra el bosque Miasnói, donde murieron muchos soldados rusos. Quienes lo han explorado aseguran que lo que más asombra en el tupido y siniestro bosque de Miasnói es su silencio. Una mujer perteneciente al grupo que aún anda buscando restos humanos entre la maleza dice que allí no cantan los pájaros. Al parecer no es el único bosque de Europa donde el silencio de las aves se convierte en la imagen más aplastante del silencio de la muerte.

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12 de enero de 2023

De Grey. Ilustración Irene Gracia

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La inmortalidad

Todos los mitos albergan como mínimo un miedo y un deseo, a menudo tan unidos que resulta muy difícil separarlos. ¿Quién puede separar, en el mito de la inmortalidad, el miedo a la muerte y el deseo de perdurar? Aquí miedo y deseo conforman una unidad dialéctica de naturaleza indestructible. Los griegos y los romanos veían la inmortalidad vinculada a la fama. No creían en la perduración de la carne y el espíritu: nuestros cuerpos se descomponían tarde o temprano, y nuestras almas acababan disolviéndose en las brumas del Hades y en los húmedos y subterráneos campos de asfodelos (flores que, según los griegos, eran el principal alimento de los muertos). Los antiguos vinculaban la inmortalidad únicamente a las palabras que te nombraban cuando ya no estabas y a la conservación de tu nombre en la memoria de las gentes. Y para eso tenías que convertirte en un mito, es decir: en una narración breve y sintética que se iba trasmitiendo de generación en generación. La clase de inmortalidad en la que creía Alejandro Magno, que aspiraba a ser más famoso que Aquiles, y más heroico.

Tanto el cristianismo como el hinduismo y el budismo modificaron y amplificaron la idea de inmortalidad, postulando que el alma no se disolvía tras la descomposición del cuerpo y que se abría para ella un largo camino muy por encima de la podredumbre de la carne. Del purgatorio se podía pasar al cielo, según los cristianos, y según los orientales, de una vida podíamos pasar a otra y a otra más, en un incesante viaje de naturaleza cósmica por las rugosidades del espacio y el tiempo. Pero es obvio que se trata de formas de inmortalidad que no niegan la muerte del cuerpo y que solo hacen referencia a la perduración del alma tras las dichas y desdichas de la vida terrenal. Circunstancia que nunca ha evitado la aspiración, muy antigua, de alcanzar la inmortalidad del cuerpo. Lo pretendieron los alquimistas chinos siglos antes de nuestra era. Por su culpa el primer emperador (Qin Shi Huang) anduvo buscando por los confines de China el elixir de la inmortalidad, como los alquimistas europeos perdieron sus noches y sus días intentando elaborar la piedra filosofal: una sustancia de color azafranado y blanda al tacto, que mezclada con agua daba lugar a un jarabe que convertía nuestro cuerpo en materia perdurable.

Hablamos de mitos que llevaban en sus cabezas los conquistadores españoles, cuando buscaban en América las fuentes de la eterna juventud. Obviamente, es aquí donde tocamos la herida que más le supura a la humanidad: el envejecimiento. La obsesión por no envejecer nos persigue desde siempre, y lo que de verdad nos preocupa es la inmortalidad del cuerpo, que sería la única manera tan evidente como taxativa de asegurarnos la inmortalidad del alma, más allá de toda duda razonable o irracional.

Pero he aquí que ahora tenemos, campeando en la televisión y en Internet, a un nuevo alquimista, llamémoslo así, que no se achica al proclamar que estamos muy cerca de descubrir el elixir de la vida que dejará atrás el problema del envejecimiento. Me refiero Aubrey de Grey (curioso nombre que evoca a Dorian Gray, el personaje de Oscar Wilde empeñado en conquistar la juventud perpetua). Aubrey de Grey lamenta la muerte de Chuck Berry, el inventor del rock and roll, y le duele no disponer todavía del elixir que alargará de forma indefinida nuestras vidas. Porque una vez más se trata de un elixir que hasta podrá inyectarse. Oigamos sus propias palabras: “Seremos capaces de detener el envejecimiento con una inyección. En la medicina moderna las inyecciones se emplean para un único propósito, pero nosotros queremos ir más allá de ese sistema y concebir una inyección que sirva para muchos propósitos: una inyección que pueda reparar al mismo tiempo todos los problemas del envejecimiento”. Y como un profeta que no duda, añade: “La inyección estará al alcance de cualquiera con absoluta certeza.”

Este nuevo Dorian Gray lleno de fe en la ciencia y en la medicina regenerativa, de mirada incendiaria y barbas patriarcales, no es el único que recorre los estudios de televisión anunciando la buena nueva. Ya hay una legión de teóricos dándole la razón. Todo lo cual para indicar que el anhelo de los alquimistas sigue muy presente en nuestros días, como nuestro miedo a la muerte y nuestro deseo de superar la trágica fragilidad de la vida.

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1 de enero de 2023
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