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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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La senda insólita de Delibes

 

Miguel Delibes era nieto del sobrino de Léo Delibes, el músico al que debemos la creación de seis óperas, unas cuantas operetas y tres ballets. Según el etnopsiquiatra Tobie Nathan, no podemos llamar ancestro a cualquiera de nuestros antecesores. Ancestro, el ancestro de un clan o de una organización familiar, solo puede ser un antepasado que se distinguió por su vida y su obra. En algunas tribus, ese ancestro suele ser un animal, para dejar aun más marcada su singularidad, indispensable para que haga de sello fundador. Puedo pensar que el gran ancestro que flotó sobre la memoria familiar de Delibes fue el músico francés. Es imposible no tenerlo cuenta, e imposible no escuchar su música, aunque solo sea por curiosidad: “Veamos a ver qué hizo aquel remoto tío mío”. Musicalmente hablando, Léo Delibes fue un romántico atemperado, aunque literariamente abusara del exotismo, y su obra más célebre y la que mejor sobrevive es su ballet Coppélia. Como Charles Gounod, el autor de la ópera Le tribut de Zamora, estaba bastante olvidado pero todo indica que ambos están protagonizando una especie de resurrección muy prometedora, si bien no llega a concretarse del todo. Vuelvo a lo esencial: tener un ancestro inclinado a componer música para ballet te va a dejar necesariamente alguna huella. ¿La literatura ha de ser también una danza? Los santos inocentes lo es: una danza donde, sin renunciar a su claridad de siempre, Miguel Delibes introduce un juego barroco de contrapuntos, de forma que además de ser un drama existencial de gran hondura, es también un concierto y un danzón de exequias a la muerte de una cultura, evidencia que cae sobre nuestra cabeza en las últimas páginas, como una revelación que estaba aguardando desde las primeras.

Léo Delibes conocía el alma popular y la tenía en cuenta, por eso algunas de sus melodías como el Duo des fleurs siguen siendo muy populares, y es evidente que Miguel Delibes podía llegar con su literatura a las clases trabajadoras. Otra peculiaridad a señalar; Léo Delibes fue sobre todo un autor de óperas, y las óperas han de estar bien estructuradas en todos sus elementos, con una trama bien desarrollada, y una cadena de emociones que ha de impulsar al espectador hacia la apoteosis final. La ópera no es ni de lejos la peor escuela narrativa, pues te enseña lo esencial: estructura, acción y emoción. Técnicamente, Miguel Delibes es un novelista de una gran precisión y sabe crear organismos narrativos muy sólidos. Sus novelas nunca son una sucesión de anécdotas y a menudo tienen la redondez argumental de una buena ópera o de una pieza teatral, como ocurre en Cinco horas con Mario.

Decía don Miguel que nada hay más difícil que la claridad y la sencillez. El pensamiento de Delibes me conduce a otro de Nietzsche: “Huyamos de los que enturbian las aguas para que parezcan más profundas.” Y la fama enturbia siempre la persona y la palabra, porque la fama es destructiva y tramposa, ya que se ve obligada a hacer relatos muy simplistas y sintéticos para que puedan expandirse a gran velocidad. “La fama no tiene un lugar donde agarrarse que sea realmente positivo” creía Miguel Delibes, que supo gestionar su celebridad con verdadera maestría. No le gustaban los cócteles ni hablar por hablar. Era algo así como el grado cero de la frivolidad, a pesar de su penetrante y sutilísimo sentido del humor. Se le veía en la cara.

Descubrí a Delibes en la adolescencia, en la biblioteca de mi padre. De vuelta de un viaje a Italia, mi primer viaje al extranjero, estuve leyendo, en una playa llena de barcas de Vilanova i la Geltrú, El camino de Delibes y Los vagabundos del Dharma de Kerouac. La mezcla fue más poderosa que una droga y me tuvo pensativo unos días. Eran tiempos en los que uno descubría a la vez un montón de literaturas diferentes y no sabía cuál elegir. Tras aquel vendaval seguí leyendo a Delibes. Me asombró que fuera el autor de Parábola del náufrago, una novela que sin vacilación califico de jüngueriana y que a mi entender se adelanta a Eumeswil, si bien no a otras novelas de Jünger. No deja de cautivarme que en Parábola del náufrago aparezca la figura del emboscado, junto a la del tirano, el trabajador y el gran silencioso, figuras bien habituales en las fábulas de Jünger. Observamos hasta una especie de anarca entre los personajes principales. La novela es en buena medida una farsa, de la misma manera que Eumeswil es un melodrama político de baja intensidad emocional pero filosóficamente muy cargado, si bien crea un mundo que tiene muchos vínculos con la ciudad concebida por Delibes en Parábola del náufrago.

En los libros de Delibes que me gustan, y que suelo releer, hallo siempre diamantes, a veces en medio de la polvareda o de las cenizas, a veces en un elemento meramente atmosférico, a veces en un personaje, a veces en la manera de rematar una situación. No comparto la idea de que sea un narrador de costumbres. Las costumbres, los hábitos, nunca son ni el nervio dramático ni el principal correlato de sus narraciones, salvo en dos o tres libros que no me interesan demasiado. Volviendo a lo que Delibes dijo sobre la fama, uno se pregunta si ha sido positiva su celebridad. El exceso de reconocimiento puede sepultar la obra, puede anular su poder mágico y talismánico. Convertirse en el símbolo oficial de una cultura es inmensamente peligroso. ¿Por qué colocar a grandes escritores a los que sólo les debemos favores, ante esos abismos, ante esos precipicios semánticos que no se merecen porque lo devoran todo como verdaderos agujeros negros que se abren en medio de los fenómenos culturales, sociales y estatales? Ser el escritor que por decreto gubernamental o por cualquier otro decreto te coloca como símbolo de México te anula al mismo tiempo como escritor, te convierte en un estandarte oficial, instrumentaliza tu obra hasta matarla. Alguien objetará que lo mismo ocurre con poetas en otro tiempo insobornables como Baudelaire y Rimbaud, que ahora brillan como símbolos de Francia y de la cultura francesa. Sí, evidentemente es así: cumplen la misma función que Juana de Arco y Alain Delon. Pero al mismo tiempo los adolescentes del mundo se olvidan de eso, y acuden a la obra de Rimbaud como si fuese un profeta bíblico, probablemente lo es, y parece haberse librado del samsara de la destrucción.

En las antípodas de Rimbaud, ojalá siga también en pie la obra de Delibes, que ni fue un maldito ni tuvo la pretensión de serlo, sin olvidar que todos los lazos familiares y sociales que lo envolvieron no le impidieron nunca ser independiente, firme y esclarecedor. Si vuelvo a su primera novela no dudo de su maestría. Qué escritura más viva, más templada, más hermosa... De adjetivación austera y ajustada, en su primera novela Delibes da muestras de un estilo que aúna realismo e impulso lírico, un impulso que en lugar de adornar la acción la ilumina. Para dejar probado lo que digo, reparemos en el párrafo con el que concluye el primer capítulo de La sombra del ciprés es alargada y donde Delibes nos enfrenta a la soledad infantil:

“Cuando poco más tarde don Mateo me acompañó a mi cuarto y se despidió de mí deseándome buenas noches, volví a experimentar la angustia de soledad que me acongojase una hora antes. Encontré mi habitación fría, destartalada, envuelta en un ambiente de tristeza que lo impregnaba todo, cama, armario, mesa y hasta mi propio ser. Temblaba al desnudarme, aunque el frío no había comenzado aún a desenvainar sus cuchillos. Me daba la sensación de que todo, todo, hasta las paredes y el techo de la habitación, estaba húmedo de melancolía. Por otro lado, nadie se preocupó de llevar a aquel cuarto la caricia de un detalle. Todo raspaba, arañaba, como raspan y arañan las cosas prácticas. No existía una cortina, o una estera, o una colcha, o una lámpara con una cretona pretenciosa. Allí todo era rígido como la vida..."

Cuando leo a Delibes, procuro despojarlo de los atributos que han ido colgando de su alargada silueta y me quedo con ese Delibes humano, esencial, con el que tuve el honor de intercambiar unas quince cartas, sin bien nunca llegué a conocerlo en persona. Más de una vez estuvimos a punto de cruzarnos, pero algo en el viento lo impidió, de modo que su figura resulta para mí tan próxima como difusa y distante. No experimenté el hecho de sentarme frente a él, detenerme ante su mirada goda, opaca en algunas cosas y en otras inmensamente trasparente. Supongo que en más de una ocasión pude haberme esforzado por conocerlo en carne y hueso, pero había en mí, y juraría que también en él, cierta resistencia. Mejor reducir la amistad a su esencia y mejor que alguno de sus devotos ni siquiera le hubiese dado la mano, yo era ese devoto, casi un extranjero. Con lo cual queda dicho que Delibes es uno de mis maestros, pero sin obviar que se trata de un maestro espectral, como Fitzgerald, como Flaubert, como Defoe, como los grandes maestros. No los puedes tocar, te limitas a acercarte a ellos con humildad y a leerlos. Sus consejos llegan siempre de un más allá que está y no está en el lenguaje, y que desde luego lo atraviesa para clavarse en la conciencia y en la carne y formar desde entonces parte de tu naturaleza.

 

Publicado en la Revista Claves (enero- febrero 2023)



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1 de febrero de 2023
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La casa de los fantasmas

Por los pasillos del laberinto de Creta ululaban las almas de los muertos devorados por el Minotauro, y la casa de Orestes estaba llena de fantasmas vinculados a la sangre y a la muerte, por eso Orestes huyó de ella y caminó tan lejos como pudo, ignorando que también los cruces de caminos eran frecuentados por los fantasmas.

En los cuentos chinos y japoneses de la antigüedad abundaban las casas invadidas por las almas de los muertos que se resistían a abandonar el ámbito de la vida y llevaban una existencia intermedia que ni era verdadera vida, ni era verdadera muerte.

El libro tibetano de los muertos viene a ser un tratado de esa existencia intermedia por la que flotan las almas de los muertos antes de reencarnarse de nuevo, antes de sucumbir a la tentación de existir, como diría Cioran.

Pero en ninguna edad literaria abundan tanto los edificios habitados por fantasmas como en la época de las novelas de caballerías, que tanto trastornaron la mente de don Quijote. Rara es la novela de caballeros en la que no aparezca algún castillo saturado de fantasmas. El mismo Alonso Quijano tenía su casa tomada por los fantasmas de todos los personajes que habían acompañado sus insomnios. El problema fue que cuando salió a hacer un poco de justicia por los caminos, comprobó con asombro infinito que hasta las planicies más áridas daban cabida a miles de fantasmas que conformaban auténticos ejércitos de naturaleza apocalíptica. El mundo entero era una enorme morada llena de fantasmas.

Todo lo cual para indicar que la casa de los fantasmas es un mito universal tan presente en la antigüedad como en la Edad media, el Renacimiento y el Barroco, si bien será el siglo XIX el que más espacio concederá a las casas fantasmales, a través del Romanticismo, que en su segundo período, al que pertenece Bécquer, va a ser medievalista y va a estar caracterizado por la nostalgia del fango escatológico y embrujado de la Edad Media.

Bécquer, Walter Scott, Hoffmann darán rienda suelta a su sed de fantasmas pululando por las heladas soledades de la muerte. Sin embargo será Henry James, que está muy lejos de ser un romántico, el que llevará a cabo una vuelta de tuerca con el mito de la casa de los fantasmas en su novela Otra vuelta de tuerca, que ha de considerarse un momento angular y fronterizo en nuestra forma de apreciar el mundo de los fantasmas.

Hasta que no apareció Otra vuelta de tuerca, los fantasmas de las novelas eran entidades objetivas, que estaban fuera del observador, pero todo nos indica que en el relato de James los fantasmas están en la mente de la institutriz que protagoniza la narración más que en la casa que habita junto a dos criaturas tan celestiales como terrenales: los hermanos Miles y Flora. En 1898, cuando Freud avanzaba hacia sus descubrimientos fundamentales, Henry James, que tenía un hermano psicólogo, supo indicar lo que va a ser uno de los pilares teóricos del psicoanálisis: los fantasmas no están fuera de nosotros, están dentro, y cuando los vemos ante nosotros es porque hemos proyectado hacia el exterior nuestros demonios íntimos, consiguiendo que aparezcan sobre la malla líquida de la alucinación.

Obviamente, el cine de Hollywood, que busca el fervor de las masas, ha ignorado casi siempre esta tesis, y ha hecho uso y abuso de las casas llenas de fantasmas tradicionales: los que tienen una naturaleza objetiva y moran fuera de nuestra cabeza; los fantasmas de siempre, y que desde siempre han representado el espíritu de difuntos que aún tienen que reclamarle algo a la vida y que se niegan a desaparecer en las extensiones inconcretas del más allá.

En este momento, muchos apoyarían las tesis de James y de Freud, y al mismo tiempo, nuestro inconsciente nunca ha dejado de creer en los fantasmas reales y concretos. Para saberlo me basta con mirarme a mí mismo y acudir a uno de mis recuerdos. Me hallaba en Barcelona, dispuesto a pasar en ella una temporada, y andaba buscando piso. Una tarde llegué a un apartamento del barrio del Paralelo que estaba en alquiler y, nada más abrir la puerta, sentí una extraña sensación de frío y de vértigo. De pronto, tuve la inesperada certeza de que en aquel lugar habían ocurrido hechos terribles y que sus huellas persistían en el aire mareante del salón. Me fui de allí casi corriendo, en busca de un apartamento sin inquilinos fantasmales.

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18 de enero de 2023

Ilustración Irene Gracia

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Lugares malditos

Para Caín toda la tierra pasó a ser en un lugar maldito tras haber matado a su hermano Abel. El mito bíblico amplifica el sentido de ese primer fratricidio, extendiendo su eco por las vastas extensiones del espacio y el tiempo. En una de sus exageraciones de inspiración oriental, Borges dice que una sola infamia podría contaminar todo el universo y llenarlo de maldad. Siguiendo ese sistema de valoración negativa, solemos considerar lugares malditos a los sitios donde el mal se hizo presente de una manera tan escalofriante como inusual. Y es evidente que el mal más definitivo tiende a ser la muerte, si bien los nazis tenían por costumbre aterrorizar a sus víctimas diciéndoles que había cosas peores que el fallecimiento.

El aventurero francés Olivier Le Carrera publicó hace años un atlas de los lugares malditos que podría resultar retórico si pensamos que la retórica es insistir en lo evidente o en lo ya sabido. Habla, cómo no, del triángulo de las Bermudas, y de los muchos barcos y aviones que se han perdido en su seno. Habla también de la franja de Gaza, donde ya en la antigüedad quedaron tantos cadáveres de egipcios, babilónicos, griegos; y habla así mismo de Poveglia, la isla veneciana de los leprosos y los muertos, y del bosque japonés de los suicidas.

También hace referencia Le Carrera a un lugar español, que cuando leí su libro creí que era solo maldito en su cabeza: Cumbre Vieja, el volcán de la isla canaria de La Palma que según los autores que consultó Le Carrera será el epicentro de un nuevo apocalipsis. Llevado por mi ignorancia, creía que a cualquiera le era dado conocer lugares más señalados por el mal que Cumbre Vieja. En Madrid, sin ir más lejos, el lugar maldito por excelencia es el viaducto, al que le tuvieron que poner mamparas de cristal para disuadir a los suicidas. Ya en Luces de Bohemia de Valle-Inclán se habla del viaducto como del lugar preferido por los madrileños que quieren poner fin a su vida. Cuando era profesor de la Escuela de Letras pasaba a menudo por el viaducto, años antes de que rodearan su calzada de cristal, y siempre que lo hacía creía sentir en el aire que lo barría una extraña vibración vinculada a la muerte.

El mito del lugar maldito es tan antiguo como el hombre, y fue muy utilizado por la mitología judía. También encontramos en la literatura griega lugares malditos. La misma Troya se convirtió en un lugar maldito para muchos troyanos y muchos aqueos. En nuestro país abundan los lugares malditos vinculados a la guerra: el más antiguo Numancia, y el más moderno Belchite.

Stephen King hace uso y abuso de los lugares malditos en sus novelas, pero también lo hacen novelistas mucho más cultos y exclusivos, como por ejemplo Benet, que convierte su Región en un lugar maldito, abandonado a la ruina e impregnado de dolor arcaico, donde la muerte y el olvido se alzan como poderes muy superiores a la vida.

Y ahora urge hacerse una pregunta: ¿cuáles pueden ser los lugares más malditos de la edad moderna? Bastaría con echar la vista atrás para contestar que los lugares más malditos de nuestra época son los territorios donde se ubicaron los campos de exterminio. Todo nos indica que nunca el reino del mal fue tan insistente y radical como en esos lugares. A menudo he intentado buscar en la historia hechos similares al holocausto. 

Auschwitz es sin duda el sitio más maldito de Europa, y continuará siéndolo por mucho tiempo. Siguiendo con los lugares vinculados a la Segunda Guerra Mundial, en Rusia hay una región especialmente maldita; me refiero a Nóvgorod, en el Valle de la Muerte. Allí se encuentra el bosque Miasnói, donde murieron muchos soldados rusos. Quienes lo han explorado aseguran que lo que más asombra en el tupido y siniestro bosque de Miasnói es su silencio. Una mujer perteneciente al grupo que aún anda buscando restos humanos entre la maleza dice que allí no cantan los pájaros. Al parecer no es el único bosque de Europa donde el silencio de las aves se convierte en la imagen más aplastante del silencio de la muerte.

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12 de enero de 2023

De Grey. Ilustración Irene Gracia

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La inmortalidad

Todos los mitos albergan como mínimo un miedo y un deseo, a menudo tan unidos que resulta muy difícil separarlos. ¿Quién puede separar, en el mito de la inmortalidad, el miedo a la muerte y el deseo de perdurar? Aquí miedo y deseo conforman una unidad dialéctica de naturaleza indestructible. Los griegos y los romanos veían la inmortalidad vinculada a la fama. No creían en la perduración de la carne y el espíritu: nuestros cuerpos se descomponían tarde o temprano, y nuestras almas acababan disolviéndose en las brumas del Hades y en los húmedos y subterráneos campos de asfodelos (flores que, según los griegos, eran el principal alimento de los muertos). Los antiguos vinculaban la inmortalidad únicamente a las palabras que te nombraban cuando ya no estabas y a la conservación de tu nombre en la memoria de las gentes. Y para eso tenías que convertirte en un mito, es decir: en una narración breve y sintética que se iba trasmitiendo de generación en generación. La clase de inmortalidad en la que creía Alejandro Magno, que aspiraba a ser más famoso que Aquiles, y más heroico.

Tanto el cristianismo como el hinduismo y el budismo modificaron y amplificaron la idea de inmortalidad, postulando que el alma no se disolvía tras la descomposición del cuerpo y que se abría para ella un largo camino muy por encima de la podredumbre de la carne. Del purgatorio se podía pasar al cielo, según los cristianos, y según los orientales, de una vida podíamos pasar a otra y a otra más, en un incesante viaje de naturaleza cósmica por las rugosidades del espacio y el tiempo. Pero es obvio que se trata de formas de inmortalidad que no niegan la muerte del cuerpo y que solo hacen referencia a la perduración del alma tras las dichas y desdichas de la vida terrenal. Circunstancia que nunca ha evitado la aspiración, muy antigua, de alcanzar la inmortalidad del cuerpo. Lo pretendieron los alquimistas chinos siglos antes de nuestra era. Por su culpa el primer emperador (Qin Shi Huang) anduvo buscando por los confines de China el elixir de la inmortalidad, como los alquimistas europeos perdieron sus noches y sus días intentando elaborar la piedra filosofal: una sustancia de color azafranado y blanda al tacto, que mezclada con agua daba lugar a un jarabe que convertía nuestro cuerpo en materia perdurable.

Hablamos de mitos que llevaban en sus cabezas los conquistadores españoles, cuando buscaban en América las fuentes de la eterna juventud. Obviamente, es aquí donde tocamos la herida que más le supura a la humanidad: el envejecimiento. La obsesión por no envejecer nos persigue desde siempre, y lo que de verdad nos preocupa es la inmortalidad del cuerpo, que sería la única manera tan evidente como taxativa de asegurarnos la inmortalidad del alma, más allá de toda duda razonable o irracional.

Pero he aquí que ahora tenemos, campeando en la televisión y en Internet, a un nuevo alquimista, llamémoslo así, que no se achica al proclamar que estamos muy cerca de descubrir el elixir de la vida que dejará atrás el problema del envejecimiento. Me refiero Aubrey de Grey (curioso nombre que evoca a Dorian Gray, el personaje de Oscar Wilde empeñado en conquistar la juventud perpetua). Aubrey de Grey lamenta la muerte de Chuck Berry, el inventor del rock and roll, y le duele no disponer todavía del elixir que alargará de forma indefinida nuestras vidas. Porque una vez más se trata de un elixir que hasta podrá inyectarse. Oigamos sus propias palabras: “Seremos capaces de detener el envejecimiento con una inyección. En la medicina moderna las inyecciones se emplean para un único propósito, pero nosotros queremos ir más allá de ese sistema y concebir una inyección que sirva para muchos propósitos: una inyección que pueda reparar al mismo tiempo todos los problemas del envejecimiento”. Y como un profeta que no duda, añade: “La inyección estará al alcance de cualquiera con absoluta certeza.”

Este nuevo Dorian Gray lleno de fe en la ciencia y en la medicina regenerativa, de mirada incendiaria y barbas patriarcales, no es el único que recorre los estudios de televisión anunciando la buena nueva. Ya hay una legión de teóricos dándole la razón. Todo lo cual para indicar que el anhelo de los alquimistas sigue muy presente en nuestros días, como nuestro miedo a la muerte y nuestro deseo de superar la trágica fragilidad de la vida.

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1 de enero de 2023
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El enviado de Venus

En una película de Lars von Trier un planeta errante llamado Melancolía se dirige a la Tierra. Cuando la colisión es ya inminente uno de los personajes dice: “No debemos lamentar lo que va a suceder: la Tierra es un planeta cruel”. Y lo es, por eso algunos científicos creen que la vida no se originó en la Tierra, y que su aparición fue debida a la llegada de un cometa con materia orgánica. Siguiendo esa suposición, la vida se fue abriendo camino en circunstancias difíciles y en un planeta hostil. Pues bien, si la Tierra es un planeta cruel y hostil, ¿qué pensar de Venus? La temperatura en su superficie se acerca a los quinientos grados, y su presión atmosférica es noventa veces superior a la de la Tierra. Según la ciencia, la vida en Venus solo sería posible en las capas más elevadas de su atmósfera. Pero todas estas circunstancias tan definitivas como aplastantes importan poco cuando nos movemos en el territorio de la mitología, que tiene la virtud de sobrevolar todas las contradicciones e hilvanar narraciones más allá de las leyes de la razón, que es una diosa muy severa.

En los años cincuenta del siglo pasado la teoría de que la vida en Venus era muy improbable estaba ya asentada, pero esa circunstancia no impidió que fuera entonces cuando surgió el mito de Valiant Thor, el enviado del planeta Venus que llegó a nosotros con la intención de cambiar nuestra tendencia belicista y convertirnos en seres más apacibles. La primera vez que me topé con esta leyenda no pude menos que asombrarme ante el nombre del protagonista, que parece el de un héroe del cómic: Valiente Thor. Precioso, pero ¿cómo olvidar que Thor es el dios del trueno en la mitología nórdica, además de un dios guerrero, capaz de abrirse camino a martillazos entre ejércitos de gigantes? Todo lo cual para decir que Valiant Thor no es el nombre más apropiado para alguien que viene en son de paz, teniendo en cuenta que la mitología nórdica es la más violenta de Europa y que sus imágenes vinculadas al último crepúsculo (o crepúsculo de los dioses) son de una crueldad escalofriante. Pero ya hemos dicho que los mitos se nutren de contradicciones, a menudo disparatadas, y que en su amplio universo son bienvenidas todas las paradojas.

El mito de Valiant Thor tiene muchas variantes, la más difundida sitúa su aparición hacia el año 1951, cuando llegó a la Tierra en una nave procedente de Venus que albergaba doscientos tripulantes y de la que Thor era el comandante. El iluminado Frank E. Stranges, autor del libro Un extraño en el Pentágono, asegura que conoció a Valiant Thor en 1959. El extraterrestre medía 1,82 metros, tenía el pelo y los ojos castaños, y pesaba 84 kilos, lo que indica que era un alienígena bastante estilizado. Según Stranges, Thor se entrevistó con el presidente Eisenhower y el vicepresidente Nixon en 1957, tras haber burlado la vigilancia de la Casa Blanca, y aseguró a los dos mandatarios estadounidenses que procedía del planeta que la Biblia llama estrella de la mañana. Cuenta Stranges que en aquel encuentro Nixon dio muestras de sentir miedo, a diferencia del presidente, que acogió a Thor con su característica sonrisa, mitad amable, mitad burlona. Thor ofreció sus servicios a Eisenhower para librar a la humanidad de la enfermedad y la miseria, tras indicar que si los hombres no deponían su actitud beligerante el futuro sería cada vez más sombrío y catastrófico. Por lo visto los señores de la Casa Blanca ignoraron su oferta, temiendo que un mundo sin problemas arruinaría la economía del planeta.

Siempre según Stranges, Thor también estuvo en el Pentágono, donde le hicieron menos caso que en Washington. Desalentado y dolido por la incapacidad humana para modificar su destino, Thor regresó a Venus el 16 de marzo de 1960. Desde entonces nadie ha vuelto a saber nada de él.

La leyenda de Thor es un ejemplo más de la figura arquetípica del enviado, ya presente en muchos mitos de la antigüedad, y ha servido sobre todo para alimentar la narrativa vinculada a los extraterrestres, cada vez más vasta y envolvente. Antes de abandonar nuestro planeta, Thor confesó que residían en la Tierra setenta y siete infiltrados de Venus, que intentaban influir en las altas esferas con su mensaje de paz. Nadie pensaría que una esfera tan volcánica y maldita como Venus pudiese generar almas tan pacíficas y dolientes. Milagros de la mitología.

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20 de diciembre de 2022

Ilustración de Irene Gracia

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El Hotel Chelsea

Pocos hoteles han alcanzado una dimensión tan mítica como el Chelsea de Nueva York. Pero los mitos solo son un relato más o menos elíptico si uno no los ha vivido o no ha formado parte de ellos. Yo llegué por primera vez al Chelsea en 1996. La empresa que me contrataba me había asignado un hotel de la avenida Lexington, pero yo me las arreglé para pasar dos noches en el Chelsea, donde Dylan Thomas había tomado la copa de la muerte, donde Leonard Cohen congenió con Janis Joplin, donde Arthur C. Clarke había escrito el guion de 2001, una odisea del espacio (la película de Kubrick que más veces he visto), donde Bob Dylan había compuesto Dama de ojos grises de las tierras bajas, y donde Sid Vicious había asesinado a su novia Nancy.

Me dieron una pequeña habitación del quinto piso, desde cuya ventana se veía un ángulo de la calle y una insignia de obsesivas luces de neón que proclamaba el nombre de Abraxas. Parecía el rótulo de un prostíbulo o de alguno de esos bares del bajo Manhattan en los que, como dijera Fitzgerald, los hombres desperdiciaban en la penumbra mohosa y desabrida los momentos más intensos de la noche y de la vida.

En el cuarto de baño vi dos cucarachas que me desquiciaron hasta que caí en la cuenta de que Manhattan era famosa por sus ejércitos de blatodeos, que más de una vez habían invadido las aceras. Me tendí en la cama, pero el calor sofocante y los mosquitos, que se abatían sobre mí como aviones de caza en miniatura, me impedían dormir. También me lo impedían los muchos fantasmas que, según mi mente trastornada por el jet lag, circulaban por todos los ámbitos del hotel y entraban en los cuartos burlando puertas y ventanas. Entre todos ellos destacaban el fantasma de Dylan Thomas, el de Sid Vicious persiguiendo a su novia por los pasillos, y el de Jean-Paul Sartre hablando con una sombra de la náusea existencial y del delito de vivir.

También empezaron a circular por mi habitación y la memoria coagulada del hotel, ya convertida en mi memoria, los supervivientes del Titanic, que al parecer habían pasado en el Chelsea sus primeras noches neoyorquinas, con el horror del naufragio todavía en el cuerpo.

A eso de medianoche, la hora roja del alma, salí del cuarto y anduve recorriendo la famosa escalera de hierro forjado y contemplando los cuadros que se iban sucediendo a los largo de las paredes, muchos de ellos regalados al establecimiento por los clientes del hotel. Uno de los lienzos estaba rajado por la mitad y era un retrato de Brian Jones, el fundador de los Rolling Stones. Ver el rostro de Brian partido en dos me sacó literalmente de quicio y corrí hasta la salida para respirar el aire fresco de la noche.

El nombre resplandeciente de Abraxas me arrastró como a las falenas la luz de una lámpara, y entré en el local que olía a perfumes rancios y a whisky mal destilado. Solo vi a una mujer sentada junto a la barra, que al oír mis pasos se giró hacia mí. Tenía la cara deshecha y la mirada herida. Iba a pedir una cerveza cuando la oí decir: “A usted le conozco”. No era cierto y me asusté. Por alguna razón pensé que era la muerte de rostro andrógino y que quería jugar conmigo una partida al ajedrez, como en la película aquella de Bergman. Así que salí corriendo del bar y advertí que también estaba abierto el restaurante El Quijote, pegado al Chelsea. Entré y vi a varios roqueros comienzo arroz con mariscos y bebiendo cerveza negra. Me miraron, los miré, y enseguida reconocí a Joe Strummer, que en otro tiempo había pertenecido a la banda The Clash y que chapurreaba el español. Me acogieron en su grupo con alegre indiferencia y estuve hablando con ellos hasta la una de la mañana. Entonces regresé a mi cuarto y me hundí en un sueño lleno de imágenes rotas. Veía a Sid Vicious matando a su novia, veía a Dylan Thomas hablando de una noche sin aurora mientras bebía whisky mezclado con sangre, veía a Brian Jones junto a una bruja que le rajaba la cara con un estilete. A punto de despertarme, tuve un sueño feliz: veía a la dama de ojos grises de la canción de Dylan, paseando por las tierras bajas, entre humedales y bosques encharcados, en el traslúcido amanecer de invierno: la seguían una familia de cuervos y un unicornio rojo.

(El Norte de Castilla, 12/20)

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25 de noviembre de 2022
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Proust (10) El sexo y el estilo

Tendido sobre la cama, con el fuego encendido y cubierto con una gruesa bata azul marino, Proust se deja arrastrar por el pasado. Celeste acaba de prepararle un té muy cargado y mira con devoción los movimientos torpes, delicados, de su adorado Marcel... El escritor recuerda que su padre había intentado casarlo con Lucie Faure, la hija del presidente de la República...¡Santo cielo, qué inmensa responsabilidad para el pobre Marcel, qué inmenso vértigo, qué mortífero colapso del alma y del cuerpo! Nuestro autor quiere ser un alma libérrima, necesita serlo. A pesar de pertenecer a la alta burguesía, es en realidad un hijo de la noche. Verse de pronto esposado con la hija del más alto mandatario de la República francesa sencillamente lo aniquila.

Pasa noches enteras de insomnio y de desasosiego. Su situación me recuerda a Kafka cuando retrasaba incesantemente sus alianzas matrimoniales con Milena. Nunca se casaría con Milena; aunque la quisiera, aunque la deseara, nunca se casaría con Milena. ¿Y qué decir de Proust y la hija de Félix Faure? En un cuaderno de notas escribió: “Oh, Dios de Jerusalén, oh, Dios de Israel, patria mítica de mi madre, ¿cómo voy a acostarme con Lucia Faure si jamás he deseado a una mujer? Ya le dije el otro día a André Guide que yo jamás he tenido amores que no fueran uranianos. Siempre he vivido en Urano.

Marcel decide tomar cartas sobre el asunto, o mejor, no tomarlas, y se escapa a Venecia. Lo imagino en esos trenes que cruzaban la noche. Lo veo adormilado pero no dormido, huye de París, de las intrigas celestinescas de su padre, un caballero poderoso de cien kilos, un cíclope de dos ojos y un puro en la boca, que mira a su hijo con desdén y con angustia y con incertidumbre y con estupor, cuando lo ve partir dando trompicones. El padre se plantea la posibilidad de que su hijo sea homosexual. Sí, se oyen rumores por ahí que crean una especie de bruma venenosa en torno a la figura de Marcel, tan enclenque, tan frágil, tan quebradizo: el licenciado Vidriera en persona. 

Venecia es la ciudad de la muerte y, nada más llegar, Marcel se entera de que hay una epidemia de cólera. Cólera la que él lleva en la mente y en la piel..., cólera la suya cuando piensa en las maniobras de su familia. Ahora siente piedad hacia Lucie, una piedad infinita. En el hotel le está esperando un sol radiante, según piensa Marcel, un músico llamado Reynaldo. Un músico con un nombre irreal, con un nombre merovingio, con un nombre que lo convierte en un ser doblemente deseado. ¡Qué sería del amor sin la seducción de los nombres, sin la belleza de los nombres, sin el consuelo de los nombres!

Hacen le amor en una habitación del Lido, o mejor, no lo hacen. Marcel se masturba mientras contempla la desnudez de su amigo, que se mira al espejo a tres metros de distancia. Oigo el jadeo agónico de Marcel, el frío repentino que recorre su espalda. Afuera la panza de la laguna parece agitarse y está despuntando el alba. ¿Es cierto lo que acabo de contar? ¡Claro que lo es, almas de poca fe, y además de ser cierto, desvelo las claves de la obra de Marcel, de su sintaxis y de sus abordajes sexuales. Proust aborrecía la penetración y se plateaba siempre una sexualidad periférica, indecisa, imprecisa y llena de elementos indirectos y derivativos. Justamente como su vida, su respiración asmática y su estilo.

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21 de noviembre de 2022

Ilustración de Irene Gracia

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Charles Lindbergh y la Generación Perdida

Una manera poco habitual de afrontar la figura de Charles Lindbergh (el primer piloto que cruzó el Atlántico en un vuelo sin escalas) es vinculándola a la Generación Perdida. Se ha dado en llamar la Generación Perdida al grupo de escritores y aventureros americanos que pasaron en Europa el período de entreguerras. Los más destacados de entre ellos fueron Fitzgerald (1896), Hemingway (1899), T.S. Eliot (1902), Ezra Pound (1888), Henry Miller (1891) John Dos Passos (1896) y Anaïs Nin (1903).

Charles Lindbergh nació en el año 1902, en el mismo período temporal que los escritores indicados. Pertenecía pues a la Generación Perdida, si aceptamos la teoría generacional de Ortega y Gasset, según la cual serían de la misma generación los que comparten el mismo horizonte y el mismo universo vital, y tanto ese horizonte como ese universo cambiarían cada veinte años.

Las pasiones y el anhelo que caracterizaron a la Generación Perdida se muestran con bastante claridad en algunas páginas de la novela Trópico de Capricornio de Henry Miller. Como los demás escritores de la Lost Generation, Miller tiene una visión muy negativa de América. Nueva York le parece el colmo de la decadencia y la corrupción. Con el sentido de la paradoja que le caracterizó, la Gran Manzana se le antoja un símbolo de la decrepitud, la vejez y la muerte. En cambio ve Europa como un continente alegre, despierto y lleno de ideas, donde se está fraguando de verdad un nuevo mundo, lejos del espíritu senil de América. La misma fascinación por Europa vamos a encontrar en todos los autores citados, y esa pasión hallará su punto más álgido en un libro de Hemingway cuyo título ya lo dice todo a ese respecto: París era una fiesta, en la que aparece acuñada por primera vez la expresión “Generación Perdida” en voz de Gertrude Stein.

Algo muy parecido le ocurrió a Charles Lindbergh. Su misma travesía oceánica de 1927 no solo indicaba el deseo de unir dos continentes, también expresaba el anhelo de abrazar Europa con las alas de su avión a través de un único vuelo, diferenciándose en eso de la travesía española del hidroavión Plus Ultra, que si bien enlazó Europa con América un año antes, se vio obligado a hacer unas cuantas escalas.

La aventura atlántica de Lindbergh lo convirtió en un héroe además de condenarlo a la fama, con toda sus servidumbres y todas sus infamias. La celebridad abusiva que cercaba por todos los ángulos su persona agrió su carácter, sobre todo tras el rapto y fallecimiento de su hijo de veinte meses. Su visión de América se ennegreció, y al igual que Henry Miller, pensaba que Estados Unidos era un país bárbaro, provinciano, inculto y sumamente incivil. En 1935 regresó a Europa y se sintió conmovido por la belleza de las ciudades del viejo continente, en el que veía la plasmación perfecta de lo que él entendía por civilización.

En Europa Lindbergh no solo estudió los adelantos referidos a la aviación, también se dejó abducir por sus ideologías, y muy pronto empezó a interesarse por el Nacional Socialismo. Sorprendentemente, no fue el único americano notable de su generación que abrazó el nazismo. Lo mismo le ocurrió a Ezra Pound, uno de los mejores poetas de todos los tiempos.

Con lo cual queda dicho que la fascinación por Europa de la Generación Perdida tomó enseguida dos caminos excluyentes. Unos apostaron por las ideologías de izquierdas, y otros por las de derechas, y en eso, como en tantas otras cosas, se convirtieron en reflejos fieles del espejo en el que se miraban. Sorprende esa fidelidad de algunos americanos hacia Europa, que no se había dado nunca y que no es probable que se vuelva a dar. Dicen que la historia se repite pero no es verdad. La historia ni siquiera se repite cuando la olvidamos y nos quedamos sin la protección de la memoria.

Lindbergh, que padecía una melancolía bastante severa, llevó tan lejos como Pound su inclinación al fundamentalismo de derechas, y llegó a defender la selectividad racial y la limpieza étnica. Más tarde se arrepintió, como se arrepintió Pound en sus años de reclusión en un asilo mental, pero ya era demasiado tarde. Su prestigio se fue desmoronando a la misma velocidad que su anterior ascenso al estrellato, y si bien llevó a cabo algunas operaciones bélicas a favor de su país en la segunda contienda, el ave fénix que anidaba en su ser no consiguió renacer de sus propias cenizas. Fue todo un mito, pero ahora nadie se acuerda de él, en cambio sí que nos acordamos de Pound, y la cultura (dueña en cierto modo de la memoria colectiva) lo coloca sobre un alto sitial a pesar de haber escrito textos brutales en defensa del nazismo. Sí, cierto, pero también escribió los Cantos pisanos, tan llenos de dolor como de belleza. ¿La magia de las palabras nos puede salvar del infierno eterno?, cabe preguntarse ante algunas paradojas que atañen a la memoria.

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14 de noviembre de 2022
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Aquel viaje de invierno de Javier Marías

 

El novelista que avanzaba como un explorador entre la maleza, atento a cada paso pero ignorando la meta, era un mito viviente, y los mitos solo conquistan la realidad cuando los troquela la muerte. Entonces nos echamos las manos a la cabeza porque en el fallecimiento del mito vemos con demasiada claridad nuestra muerte, y es que si los mitos mueren, ¿qué decir de los que ni lo son ni les asiste la genialidad, esa deidad tan caprichosa?

Se podría decir que “la mayoría de nosotros estamos suspendidos al borde de la genialidad, obsesionados porque sabemos lo cerca que estamos de ella aunque sea evidente que nos encontramos en el lado equivocado de la línea. Nuestras relaciones con la realidad están socavadas por una serie de defectos menores pero psicológicamente decisivos (por ser en parte demasiado optimistas, por una rebeldía sin depurar, por una impaciencia fatal o por sentimentalismo). Somos como un exquisito avión de alta velocidad que, a falta de una pieza diminuta, queda varado y es más lento que un tractor o una bicicleta”.

En este párrafo del ensayo Miserias y esplendores del trabajo, Alain de Botton señala los riesgos que pondrían en peligro la posible genialidad de un escritor y que Marías supo salvar con maestría. Para empezar nunca fue demasiado optimista, en ninguna de sus obras, y tuvo tiempo para depurar infinitamente su rebeldía hasta convertirla en un tejido persa de innumerables variaciones, a veces sobre el mismo tema, a veces no. Tampoco acusó el error de la impaciencia, “el peor pecado de un escritor”, según Carmen Balcells, y aún menos pecó de sentimentalismo.

Voy a alejarme mucho en el tiempo, voy a recorrer túneles de sombra, inviernos, veranos, otoños hacia atrás, hasta ubicarme en Paris, allá por el año 1977, cuando conocí a Javier Marías en La Bola de Oro.

El café La Bola de Oro era un establecimiento de la muy parisina plaza de Saint-Michel, pero que a veces parecía el desolado café de Arles pintado por Van Gogh. En otoño e invierno la melancolía se instalaba en la ciudad como una nube tóxica que alteraba la visión del mundo, acentuando su lado expresionista. En esa atmósfera vi por primera vez a Marías, sentado en una esquina del café y con aspecto de ángel desvalido. Iba vestido de hombre de ninguna parte y gravitaban en torno a él algunos rumores que enseguida referiré.

Es sabido que nuestra persona, o al menos una imagen de ella, circula entre los demás en forma de leyenda simplista y degradada, pero no era ese el caso de Marías. Su leyenda tenía cierta complicidad, como sus libros. Entre los que seguíamos los pormenores de la novela española, que en la Bola de Oro éramos unos cinco o seis, Javier Marías tenía mucho prestigio, pero ninguno de nosotros llegó a intercambiar palabra alguna con él, pues nos daba reparo romper la campana de cristal que parecía amparar a aquel ser fragilísimo. Sabíamos que Marías había acabado su primera novela (Los dominios del lobo) a los diecinueve años, y que Juan Benet había alentado su publicación. Esa información lo ennoblecía y lo colocaba en un lugar elevado. No ignorábamos tampoco que había escrito otra novela, difusa, ambigua e íntimamente tormentosa como una historia de Henry James o una pieza de Mahler, Travesía del horizonte, publicada en la editorial de Rosa Regás, en esa época amante de Juan Benet según las habladurías. Los mejor informados también sabíamos que Marías había firmado, junto a Azúa y Molina Foix, el libro Tres cuentos didácticos. Si pensamos que Javier tenía veintiséis años, llegaremos a la conclusión de que era una escritor realmente precoz. En la época a la que me refiero, traía con él el encanto del fugitivo y los chismorreos que lo acompañaban venían a decir que se hallaba en París para sanar el mal de amores que le había sobrevenido tras su ruptura con Mercedes de Azúa. Las voces que divulgaban aquel relato (del que yo discrepaba) le daban a Marías el papel más doliente y honrado del drama, y él sabía plegarse a ese rol que cuadraba bien con su aspecto evanescente y melancólico.

Yo lo veía entrar y salir del café La Bola de Oro como alguien que llega de la zona fantasma y hacia la zona fantasma va, discreto, amable, ausente y a la vez evidente, escoltado por un cortejo de muertos fundamentales con los que mantenía una relación familiar: Shakespeare, Sterne, James, Proust... Javier no solía pasar por el café los sábados, que era cuando García Calvo daba en el sótano del establecimiento su seminario sobre los presocráticos, o al menos yo no lo recuerdo, y es muy probable que dedicase los fines de semana a los trabajos de Venus, pero sí que se acercaba los martes y los miércoles, y con su sonrisa vaga y sus tímidas maneras permanecía un buen rato entre los miembros de la horda de españoles que acudían al café cuando caía la noche. Javier estaba lejos de ser la celebridad en que se convertiría después, por eso aquel tiempo de La Bola de Oro trasmite una cierta pureza existencial, anterior a la inflación mediática que va a acompañar su figura a partir de El hombre sentimental. En el momento al que me refiero, debía de estar escribiendo El monarca del tiempo y quedaba más de un lustro para la aparición en las librerías de El siglo, que él consideró durante siglos su mejor libro, y a mi entender con razón.

Tengo la impresión de que Marías recordaba la época que estoy describiendo como un tiempo de humillaciones, pero yo creo que se debe a un efecto de “distorsión” propio de toda memoria, como bien decía el mismo Marías en más de una ocasión. Pienso que para él fue un gran momento, lleno de dolorosas exploraciones por las que se deslizaban fugaces corrientes de placer. Un momento anterior a la explosión Marías (inseparable del talento de Herralde y de sus movimientos tentaculares, si bien las novelas lo merecían), un momento de exilio interior y exterior donde, a la vez que todo estaba decidido, todo estaba por decidir. Un tiempo virginal (por decirlo de alguna forma) en que todavía no habían aparecido sus enemigos terribles, los que buscaban su aniquilación, los que dedicaban días y más días para destruirlo, los que alimentaban incesantemente el rencor y el resentimiento y decidían que no había nada salvable ni en su estilo ni en su persona y lo proclamaban siempre que podían, cultivando un odio tan metódico como desenfrenado, y que aparecería periódicamente plasmado en una revista mordaz y falsaria. “La muerte del que nos hirió o mató en vida no nos cura del todo ni nos faculta para olvidar; pero nos aplaca y nos deja vivir”, vino a decir Marías en Los enamoramientos, y uno cree adivinar en quién estaba pensando, pues pocos han tenido enemigos tan constantes y viscerales como él. Yo lo sabía y observaba esas y otras refriegas con escepticismo, pensando que Marías era un escritor muy inteligente y afortunado, que podía mirar las miserias humanas desde una atalaya, incluidas las continuas maledicencias que circulaban sobre su persona, y una y otra vez regresaba mentalmente a aquel invierno de París, cuando el tiempo parecía una promesa y muchas cosas estaban por consumar. Curiosamente, y sin que nadie lo advirtiera, ese invierno Javier tuvo amoríos con una chica morena de ojos muy verdes llamada Muriel, a la que nunca más volvió a ver. Muriel era una de las tres o cuatro francesas que solían frecuentar la horda de españoles, si bien no solía intimar ni conmigo ni con ninguno de mis camaradas, en cambio si que fue abducida por aquel caballero de sonrisa suave que entraba y salía del café como una entidad flotante. Javier ya llevaba más de medio año fuera de Paris cuando, una noche de delirios y verdades, Muriel comenzó a contarme su experiencia con él y de la que no voy a hablar, pues hemos de acatar el silencio cuando pisamos el umbral más emocionante del deseo. Por otra parte también Muriel está muerta, y “los muertos sólo tienen la fuerza que los vivos les dan”, leemos en Los enamoramientos. Un tibetano podría pensar que las cosas ocurren al revés, que los vivos sólo tiene la fuerza que les dan los muertos. Y ahora el fallecido Marías se ha convertido en una fuerza que nos da vida, que nos estimula la inteligencia. Se nota en el aire que su muerte ha sido el fallecimiento leve, irreal, inconcreto de los clásicos (o de los mitos), pues resulta que ahora parece más vivo que antes. En alguna entrevista, Bolaño despotricaba contra la creencia en la inmortalidad, recordando la crueldad de la memoria colectiva, que tiene espacio para muy pocos, e insistiendo en la tesis heideggeriana de que somos seres para la muerte. Algo parecido decía Marías. Si, cierto, y aún lo expresó mejor el poeta chino Tu Fu en una carta a Li Bai donde versificaba lo siguiente: “Tres noches seguidas he soñado contigo. Estabas frente a mi puerta y te pasabas la mano por la cabellera blanca. / Parecías afligido por un inmenso pesar... / Al cabo de diez mil, de cien mil otoños, no tendrás otro premio que el inútil premio de la inmortalidad”.

Descubrí este poema en París, cuando andaba por allí Javier Marías y cuando casi nadie sabía que era un buen candidato para el inútil premio de la inmortalidad. ¿Inútil? Lo puede ser para los muertos, pero no para los demás, que nos arrojamos a sus libros y les damos la vida que ellos mismos nos dan en un juego circular de naturaleza ígnea. He ahí el misterio eucarístico del verbo y de la comunión que se crea entre los vivos y los muertos. La inmortalidad es un delirio pero no lo es el diálogo que establecemos con los que se fueron a través de la escritura, esa sierpe de significados y significantes que sigue activa cuando el autor se ausenta y que parece difuminar las fronteras entre la vida y la muerte.

 

Publicado en la Revista Claves - número 285 (nov-dic 2022)

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2 de noviembre de 2022
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