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Escrito por

Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

De Grey. Ilustración Irene Gracia

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La inmortalidad

Todos los mitos albergan como mínimo un miedo y un deseo, a menudo tan unidos que resulta muy difícil separarlos. ¿Quién puede separar, en el mito de la inmortalidad, el miedo a la muerte y el deseo de perdurar? Aquí miedo y deseo conforman una unidad dialéctica de naturaleza indestructible. Los griegos y los romanos veían la inmortalidad vinculada a la fama. No creían en la perduración de la carne y el espíritu: nuestros cuerpos se descomponían tarde o temprano, y nuestras almas acababan disolviéndose en las brumas del Hades y en los húmedos y subterráneos campos de asfodelos (flores que, según los griegos, eran el principal alimento de los muertos). Los antiguos vinculaban la inmortalidad únicamente a las palabras que te nombraban cuando ya no estabas y a la conservación de tu nombre en la memoria de las gentes. Y para eso tenías que convertirte en un mito, es decir: en una narración breve y sintética que se iba trasmitiendo de generación en generación. La clase de inmortalidad en la que creía Alejandro Magno, que aspiraba a ser más famoso que Aquiles, y más heroico.

Tanto el cristianismo como el hinduismo y el budismo modificaron y amplificaron la idea de inmortalidad, postulando que el alma no se disolvía tras la descomposición del cuerpo y que se abría para ella un largo camino muy por encima de la podredumbre de la carne. Del purgatorio se podía pasar al cielo, según los cristianos, y según los orientales, de una vida podíamos pasar a otra y a otra más, en un incesante viaje de naturaleza cósmica por las rugosidades del espacio y el tiempo. Pero es obvio que se trata de formas de inmortalidad que no niegan la muerte del cuerpo y que solo hacen referencia a la perduración del alma tras las dichas y desdichas de la vida terrenal. Circunstancia que nunca ha evitado la aspiración, muy antigua, de alcanzar la inmortalidad del cuerpo. Lo pretendieron los alquimistas chinos siglos antes de nuestra era. Por su culpa el primer emperador (Qin Shi Huang) anduvo buscando por los confines de China el elixir de la inmortalidad, como los alquimistas europeos perdieron sus noches y sus días intentando elaborar la piedra filosofal: una sustancia de color azafranado y blanda al tacto, que mezclada con agua daba lugar a un jarabe que convertía nuestro cuerpo en materia perdurable.

Hablamos de mitos que llevaban en sus cabezas los conquistadores españoles, cuando buscaban en América las fuentes de la eterna juventud. Obviamente, es aquí donde tocamos la herida que más le supura a la humanidad: el envejecimiento. La obsesión por no envejecer nos persigue desde siempre, y lo que de verdad nos preocupa es la inmortalidad del cuerpo, que sería la única manera tan evidente como taxativa de asegurarnos la inmortalidad del alma, más allá de toda duda razonable o irracional.

Pero he aquí que ahora tenemos, campeando en la televisión y en Internet, a un nuevo alquimista, llamémoslo así, que no se achica al proclamar que estamos muy cerca de descubrir el elixir de la vida que dejará atrás el problema del envejecimiento. Me refiero Aubrey de Grey (curioso nombre que evoca a Dorian Gray, el personaje de Oscar Wilde empeñado en conquistar la juventud perpetua). Aubrey de Grey lamenta la muerte de Chuck Berry, el inventor del rock and roll, y le duele no disponer todavía del elixir que alargará de forma indefinida nuestras vidas. Porque una vez más se trata de un elixir que hasta podrá inyectarse. Oigamos sus propias palabras: “Seremos capaces de detener el envejecimiento con una inyección. En la medicina moderna las inyecciones se emplean para un único propósito, pero nosotros queremos ir más allá de ese sistema y concebir una inyección que sirva para muchos propósitos: una inyección que pueda reparar al mismo tiempo todos los problemas del envejecimiento”. Y como un profeta que no duda, añade: “La inyección estará al alcance de cualquiera con absoluta certeza.”

Este nuevo Dorian Gray lleno de fe en la ciencia y en la medicina regenerativa, de mirada incendiaria y barbas patriarcales, no es el único que recorre los estudios de televisión anunciando la buena nueva. Ya hay una legión de teóricos dándole la razón. Todo lo cual para indicar que el anhelo de los alquimistas sigue muy presente en nuestros días, como nuestro miedo a la muerte y nuestro deseo de superar la trágica fragilidad de la vida.

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1 de enero de 2023
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El enviado de Venus

En una película de Lars von Trier un planeta errante llamado Melancolía se dirige a la Tierra. Cuando la colisión es ya inminente uno de los personajes dice: “No debemos lamentar lo que va a suceder: la Tierra es un planeta cruel”. Y lo es, por eso algunos científicos creen que la vida no se originó en la Tierra, y que su aparición fue debida a la llegada de un cometa con materia orgánica. Siguiendo esa suposición, la vida se fue abriendo camino en circunstancias difíciles y en un planeta hostil. Pues bien, si la Tierra es un planeta cruel y hostil, ¿qué pensar de Venus? La temperatura en su superficie se acerca a los quinientos grados, y su presión atmosférica es noventa veces superior a la de la Tierra. Según la ciencia, la vida en Venus solo sería posible en las capas más elevadas de su atmósfera. Pero todas estas circunstancias tan definitivas como aplastantes importan poco cuando nos movemos en el territorio de la mitología, que tiene la virtud de sobrevolar todas las contradicciones e hilvanar narraciones más allá de las leyes de la razón, que es una diosa muy severa.

En los años cincuenta del siglo pasado la teoría de que la vida en Venus era muy improbable estaba ya asentada, pero esa circunstancia no impidió que fuera entonces cuando surgió el mito de Valiant Thor, el enviado del planeta Venus que llegó a nosotros con la intención de cambiar nuestra tendencia belicista y convertirnos en seres más apacibles. La primera vez que me topé con esta leyenda no pude menos que asombrarme ante el nombre del protagonista, que parece el de un héroe del cómic: Valiente Thor. Precioso, pero ¿cómo olvidar que Thor es el dios del trueno en la mitología nórdica, además de un dios guerrero, capaz de abrirse camino a martillazos entre ejércitos de gigantes? Todo lo cual para decir que Valiant Thor no es el nombre más apropiado para alguien que viene en son de paz, teniendo en cuenta que la mitología nórdica es la más violenta de Europa y que sus imágenes vinculadas al último crepúsculo (o crepúsculo de los dioses) son de una crueldad escalofriante. Pero ya hemos dicho que los mitos se nutren de contradicciones, a menudo disparatadas, y que en su amplio universo son bienvenidas todas las paradojas.

El mito de Valiant Thor tiene muchas variantes, la más difundida sitúa su aparición hacia el año 1951, cuando llegó a la Tierra en una nave procedente de Venus que albergaba doscientos tripulantes y de la que Thor era el comandante. El iluminado Frank E. Stranges, autor del libro Un extraño en el Pentágono, asegura que conoció a Valiant Thor en 1959. El extraterrestre medía 1,82 metros, tenía el pelo y los ojos castaños, y pesaba 84 kilos, lo que indica que era un alienígena bastante estilizado. Según Stranges, Thor se entrevistó con el presidente Eisenhower y el vicepresidente Nixon en 1957, tras haber burlado la vigilancia de la Casa Blanca, y aseguró a los dos mandatarios estadounidenses que procedía del planeta que la Biblia llama estrella de la mañana. Cuenta Stranges que en aquel encuentro Nixon dio muestras de sentir miedo, a diferencia del presidente, que acogió a Thor con su característica sonrisa, mitad amable, mitad burlona. Thor ofreció sus servicios a Eisenhower para librar a la humanidad de la enfermedad y la miseria, tras indicar que si los hombres no deponían su actitud beligerante el futuro sería cada vez más sombrío y catastrófico. Por lo visto los señores de la Casa Blanca ignoraron su oferta, temiendo que un mundo sin problemas arruinaría la economía del planeta.

Siempre según Stranges, Thor también estuvo en el Pentágono, donde le hicieron menos caso que en Washington. Desalentado y dolido por la incapacidad humana para modificar su destino, Thor regresó a Venus el 16 de marzo de 1960. Desde entonces nadie ha vuelto a saber nada de él.

La leyenda de Thor es un ejemplo más de la figura arquetípica del enviado, ya presente en muchos mitos de la antigüedad, y ha servido sobre todo para alimentar la narrativa vinculada a los extraterrestres, cada vez más vasta y envolvente. Antes de abandonar nuestro planeta, Thor confesó que residían en la Tierra setenta y siete infiltrados de Venus, que intentaban influir en las altas esferas con su mensaje de paz. Nadie pensaría que una esfera tan volcánica y maldita como Venus pudiese generar almas tan pacíficas y dolientes. Milagros de la mitología.

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20 de diciembre de 2022

Ilustración de Irene Gracia

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El Hotel Chelsea

Pocos hoteles han alcanzado una dimensión tan mítica como el Chelsea de Nueva York. Pero los mitos solo son un relato más o menos elíptico si uno no los ha vivido o no ha formado parte de ellos. Yo llegué por primera vez al Chelsea en 1996. La empresa que me contrataba me había asignado un hotel de la avenida Lexington, pero yo me las arreglé para pasar dos noches en el Chelsea, donde Dylan Thomas había tomado la copa de la muerte, donde Leonard Cohen congenió con Janis Joplin, donde Arthur C. Clarke había escrito el guion de 2001, una odisea del espacio (la película de Kubrick que más veces he visto), donde Bob Dylan había compuesto Dama de ojos grises de las tierras bajas, y donde Sid Vicious había asesinado a su novia Nancy.

Me dieron una pequeña habitación del quinto piso, desde cuya ventana se veía un ángulo de la calle y una insignia de obsesivas luces de neón que proclamaba el nombre de Abraxas. Parecía el rótulo de un prostíbulo o de alguno de esos bares del bajo Manhattan en los que, como dijera Fitzgerald, los hombres desperdiciaban en la penumbra mohosa y desabrida los momentos más intensos de la noche y de la vida.

En el cuarto de baño vi dos cucarachas que me desquiciaron hasta que caí en la cuenta de que Manhattan era famosa por sus ejércitos de blatodeos, que más de una vez habían invadido las aceras. Me tendí en la cama, pero el calor sofocante y los mosquitos, que se abatían sobre mí como aviones de caza en miniatura, me impedían dormir. También me lo impedían los muchos fantasmas que, según mi mente trastornada por el jet lag, circulaban por todos los ámbitos del hotel y entraban en los cuartos burlando puertas y ventanas. Entre todos ellos destacaban el fantasma de Dylan Thomas, el de Sid Vicious persiguiendo a su novia por los pasillos, y el de Jean-Paul Sartre hablando con una sombra de la náusea existencial y del delito de vivir.

También empezaron a circular por mi habitación y la memoria coagulada del hotel, ya convertida en mi memoria, los supervivientes del Titanic, que al parecer habían pasado en el Chelsea sus primeras noches neoyorquinas, con el horror del naufragio todavía en el cuerpo.

A eso de medianoche, la hora roja del alma, salí del cuarto y anduve recorriendo la famosa escalera de hierro forjado y contemplando los cuadros que se iban sucediendo a los largo de las paredes, muchos de ellos regalados al establecimiento por los clientes del hotel. Uno de los lienzos estaba rajado por la mitad y era un retrato de Brian Jones, el fundador de los Rolling Stones. Ver el rostro de Brian partido en dos me sacó literalmente de quicio y corrí hasta la salida para respirar el aire fresco de la noche.

El nombre resplandeciente de Abraxas me arrastró como a las falenas la luz de una lámpara, y entré en el local que olía a perfumes rancios y a whisky mal destilado. Solo vi a una mujer sentada junto a la barra, que al oír mis pasos se giró hacia mí. Tenía la cara deshecha y la mirada herida. Iba a pedir una cerveza cuando la oí decir: “A usted le conozco”. No era cierto y me asusté. Por alguna razón pensé que era la muerte de rostro andrógino y que quería jugar conmigo una partida al ajedrez, como en la película aquella de Bergman. Así que salí corriendo del bar y advertí que también estaba abierto el restaurante El Quijote, pegado al Chelsea. Entré y vi a varios roqueros comienzo arroz con mariscos y bebiendo cerveza negra. Me miraron, los miré, y enseguida reconocí a Joe Strummer, que en otro tiempo había pertenecido a la banda The Clash y que chapurreaba el español. Me acogieron en su grupo con alegre indiferencia y estuve hablando con ellos hasta la una de la mañana. Entonces regresé a mi cuarto y me hundí en un sueño lleno de imágenes rotas. Veía a Sid Vicious matando a su novia, veía a Dylan Thomas hablando de una noche sin aurora mientras bebía whisky mezclado con sangre, veía a Brian Jones junto a una bruja que le rajaba la cara con un estilete. A punto de despertarme, tuve un sueño feliz: veía a la dama de ojos grises de la canción de Dylan, paseando por las tierras bajas, entre humedales y bosques encharcados, en el traslúcido amanecer de invierno: la seguían una familia de cuervos y un unicornio rojo.

(El Norte de Castilla, 12/20)

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25 de noviembre de 2022
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Proust (10) El sexo y el estilo

Tendido sobre la cama, con el fuego encendido y cubierto con una gruesa bata azul marino, Proust se deja arrastrar por el pasado. Celeste acaba de prepararle un té muy cargado y mira con devoción los movimientos torpes, delicados, de su adorado Marcel... El escritor recuerda que su padre había intentado casarlo con Lucie Faure, la hija del presidente de la República...¡Santo cielo, qué inmensa responsabilidad para el pobre Marcel, qué inmenso vértigo, qué mortífero colapso del alma y del cuerpo! Nuestro autor quiere ser un alma libérrima, necesita serlo. A pesar de pertenecer a la alta burguesía, es en realidad un hijo de la noche. Verse de pronto esposado con la hija del más alto mandatario de la República francesa sencillamente lo aniquila.

Pasa noches enteras de insomnio y de desasosiego. Su situación me recuerda a Kafka cuando retrasaba incesantemente sus alianzas matrimoniales con Milena. Nunca se casaría con Milena; aunque la quisiera, aunque la deseara, nunca se casaría con Milena. ¿Y qué decir de Proust y la hija de Félix Faure? En un cuaderno de notas escribió: “Oh, Dios de Jerusalén, oh, Dios de Israel, patria mítica de mi madre, ¿cómo voy a acostarme con Lucia Faure si jamás he deseado a una mujer? Ya le dije el otro día a André Guide que yo jamás he tenido amores que no fueran uranianos. Siempre he vivido en Urano.

Marcel decide tomar cartas sobre el asunto, o mejor, no tomarlas, y se escapa a Venecia. Lo imagino en esos trenes que cruzaban la noche. Lo veo adormilado pero no dormido, huye de París, de las intrigas celestinescas de su padre, un caballero poderoso de cien kilos, un cíclope de dos ojos y un puro en la boca, que mira a su hijo con desdén y con angustia y con incertidumbre y con estupor, cuando lo ve partir dando trompicones. El padre se plantea la posibilidad de que su hijo sea homosexual. Sí, se oyen rumores por ahí que crean una especie de bruma venenosa en torno a la figura de Marcel, tan enclenque, tan frágil, tan quebradizo: el licenciado Vidriera en persona. 

Venecia es la ciudad de la muerte y, nada más llegar, Marcel se entera de que hay una epidemia de cólera. Cólera la que él lleva en la mente y en la piel..., cólera la suya cuando piensa en las maniobras de su familia. Ahora siente piedad hacia Lucie, una piedad infinita. En el hotel le está esperando un sol radiante, según piensa Marcel, un músico llamado Reynaldo. Un músico con un nombre irreal, con un nombre merovingio, con un nombre que lo convierte en un ser doblemente deseado. ¡Qué sería del amor sin la seducción de los nombres, sin la belleza de los nombres, sin el consuelo de los nombres!

Hacen le amor en una habitación del Lido, o mejor, no lo hacen. Marcel se masturba mientras contempla la desnudez de su amigo, que se mira al espejo a tres metros de distancia. Oigo el jadeo agónico de Marcel, el frío repentino que recorre su espalda. Afuera la panza de la laguna parece agitarse y está despuntando el alba. ¿Es cierto lo que acabo de contar? ¡Claro que lo es, almas de poca fe, y además de ser cierto, desvelo las claves de la obra de Marcel, de su sintaxis y de sus abordajes sexuales. Proust aborrecía la penetración y se plateaba siempre una sexualidad periférica, indecisa, imprecisa y llena de elementos indirectos y derivativos. Justamente como su vida, su respiración asmática y su estilo.

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21 de noviembre de 2022

Ilustración de Irene Gracia

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Charles Lindbergh y la Generación Perdida

Una manera poco habitual de afrontar la figura de Charles Lindbergh (el primer piloto que cruzó el Atlántico en un vuelo sin escalas) es vinculándola a la Generación Perdida. Se ha dado en llamar la Generación Perdida al grupo de escritores y aventureros americanos que pasaron en Europa el período de entreguerras. Los más destacados de entre ellos fueron Fitzgerald (1896), Hemingway (1899), T.S. Eliot (1902), Ezra Pound (1888), Henry Miller (1891) John Dos Passos (1896) y Anaïs Nin (1903).

Charles Lindbergh nació en el año 1902, en el mismo período temporal que los escritores indicados. Pertenecía pues a la Generación Perdida, si aceptamos la teoría generacional de Ortega y Gasset, según la cual serían de la misma generación los que comparten el mismo horizonte y el mismo universo vital, y tanto ese horizonte como ese universo cambiarían cada veinte años.

Las pasiones y el anhelo que caracterizaron a la Generación Perdida se muestran con bastante claridad en algunas páginas de la novela Trópico de Capricornio de Henry Miller. Como los demás escritores de la Lost Generation, Miller tiene una visión muy negativa de América. Nueva York le parece el colmo de la decadencia y la corrupción. Con el sentido de la paradoja que le caracterizó, la Gran Manzana se le antoja un símbolo de la decrepitud, la vejez y la muerte. En cambio ve Europa como un continente alegre, despierto y lleno de ideas, donde se está fraguando de verdad un nuevo mundo, lejos del espíritu senil de América. La misma fascinación por Europa vamos a encontrar en todos los autores citados, y esa pasión hallará su punto más álgido en un libro de Hemingway cuyo título ya lo dice todo a ese respecto: París era una fiesta, en la que aparece acuñada por primera vez la expresión “Generación Perdida” en voz de Gertrude Stein.

Algo muy parecido le ocurrió a Charles Lindbergh. Su misma travesía oceánica de 1927 no solo indicaba el deseo de unir dos continentes, también expresaba el anhelo de abrazar Europa con las alas de su avión a través de un único vuelo, diferenciándose en eso de la travesía española del hidroavión Plus Ultra, que si bien enlazó Europa con América un año antes, se vio obligado a hacer unas cuantas escalas.

La aventura atlántica de Lindbergh lo convirtió en un héroe además de condenarlo a la fama, con toda sus servidumbres y todas sus infamias. La celebridad abusiva que cercaba por todos los ángulos su persona agrió su carácter, sobre todo tras el rapto y fallecimiento de su hijo de veinte meses. Su visión de América se ennegreció, y al igual que Henry Miller, pensaba que Estados Unidos era un país bárbaro, provinciano, inculto y sumamente incivil. En 1935 regresó a Europa y se sintió conmovido por la belleza de las ciudades del viejo continente, en el que veía la plasmación perfecta de lo que él entendía por civilización.

En Europa Lindbergh no solo estudió los adelantos referidos a la aviación, también se dejó abducir por sus ideologías, y muy pronto empezó a interesarse por el Nacional Socialismo. Sorprendentemente, no fue el único americano notable de su generación que abrazó el nazismo. Lo mismo le ocurrió a Ezra Pound, uno de los mejores poetas de todos los tiempos.

Con lo cual queda dicho que la fascinación por Europa de la Generación Perdida tomó enseguida dos caminos excluyentes. Unos apostaron por las ideologías de izquierdas, y otros por las de derechas, y en eso, como en tantas otras cosas, se convirtieron en reflejos fieles del espejo en el que se miraban. Sorprende esa fidelidad de algunos americanos hacia Europa, que no se había dado nunca y que no es probable que se vuelva a dar. Dicen que la historia se repite pero no es verdad. La historia ni siquiera se repite cuando la olvidamos y nos quedamos sin la protección de la memoria.

Lindbergh, que padecía una melancolía bastante severa, llevó tan lejos como Pound su inclinación al fundamentalismo de derechas, y llegó a defender la selectividad racial y la limpieza étnica. Más tarde se arrepintió, como se arrepintió Pound en sus años de reclusión en un asilo mental, pero ya era demasiado tarde. Su prestigio se fue desmoronando a la misma velocidad que su anterior ascenso al estrellato, y si bien llevó a cabo algunas operaciones bélicas a favor de su país en la segunda contienda, el ave fénix que anidaba en su ser no consiguió renacer de sus propias cenizas. Fue todo un mito, pero ahora nadie se acuerda de él, en cambio sí que nos acordamos de Pound, y la cultura (dueña en cierto modo de la memoria colectiva) lo coloca sobre un alto sitial a pesar de haber escrito textos brutales en defensa del nazismo. Sí, cierto, pero también escribió los Cantos pisanos, tan llenos de dolor como de belleza. ¿La magia de las palabras nos puede salvar del infierno eterno?, cabe preguntarse ante algunas paradojas que atañen a la memoria.

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14 de noviembre de 2022
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Aquel viaje de invierno de Javier Marías

 

El novelista que avanzaba como un explorador entre la maleza, atento a cada paso pero ignorando la meta, era un mito viviente, y los mitos solo conquistan la realidad cuando los troquela la muerte. Entonces nos echamos las manos a la cabeza porque en el fallecimiento del mito vemos con demasiada claridad nuestra muerte, y es que si los mitos mueren, ¿qué decir de los que ni lo son ni les asiste la genialidad, esa deidad tan caprichosa?

Se podría decir que “la mayoría de nosotros estamos suspendidos al borde de la genialidad, obsesionados porque sabemos lo cerca que estamos de ella aunque sea evidente que nos encontramos en el lado equivocado de la línea. Nuestras relaciones con la realidad están socavadas por una serie de defectos menores pero psicológicamente decisivos (por ser en parte demasiado optimistas, por una rebeldía sin depurar, por una impaciencia fatal o por sentimentalismo). Somos como un exquisito avión de alta velocidad que, a falta de una pieza diminuta, queda varado y es más lento que un tractor o una bicicleta”.

En este párrafo del ensayo Miserias y esplendores del trabajo, Alain de Botton señala los riesgos que pondrían en peligro la posible genialidad de un escritor y que Marías supo salvar con maestría. Para empezar nunca fue demasiado optimista, en ninguna de sus obras, y tuvo tiempo para depurar infinitamente su rebeldía hasta convertirla en un tejido persa de innumerables variaciones, a veces sobre el mismo tema, a veces no. Tampoco acusó el error de la impaciencia, “el peor pecado de un escritor”, según Carmen Balcells, y aún menos pecó de sentimentalismo.

Voy a alejarme mucho en el tiempo, voy a recorrer túneles de sombra, inviernos, veranos, otoños hacia atrás, hasta ubicarme en Paris, allá por el año 1977, cuando conocí a Javier Marías en La Bola de Oro.

El café La Bola de Oro era un establecimiento de la muy parisina plaza de Saint-Michel, pero que a veces parecía el desolado café de Arles pintado por Van Gogh. En otoño e invierno la melancolía se instalaba en la ciudad como una nube tóxica que alteraba la visión del mundo, acentuando su lado expresionista. En esa atmósfera vi por primera vez a Marías, sentado en una esquina del café y con aspecto de ángel desvalido. Iba vestido de hombre de ninguna parte y gravitaban en torno a él algunos rumores que enseguida referiré.

Es sabido que nuestra persona, o al menos una imagen de ella, circula entre los demás en forma de leyenda simplista y degradada, pero no era ese el caso de Marías. Su leyenda tenía cierta complicidad, como sus libros. Entre los que seguíamos los pormenores de la novela española, que en la Bola de Oro éramos unos cinco o seis, Javier Marías tenía mucho prestigio, pero ninguno de nosotros llegó a intercambiar palabra alguna con él, pues nos daba reparo romper la campana de cristal que parecía amparar a aquel ser fragilísimo. Sabíamos que Marías había acabado su primera novela (Los dominios del lobo) a los diecinueve años, y que Juan Benet había alentado su publicación. Esa información lo ennoblecía y lo colocaba en un lugar elevado. No ignorábamos tampoco que había escrito otra novela, difusa, ambigua e íntimamente tormentosa como una historia de Henry James o una pieza de Mahler, Travesía del horizonte, publicada en la editorial de Rosa Regás, en esa época amante de Juan Benet según las habladurías. Los mejor informados también sabíamos que Marías había firmado, junto a Azúa y Molina Foix, el libro Tres cuentos didácticos. Si pensamos que Javier tenía veintiséis años, llegaremos a la conclusión de que era una escritor realmente precoz. En la época a la que me refiero, traía con él el encanto del fugitivo y los chismorreos que lo acompañaban venían a decir que se hallaba en París para sanar el mal de amores que le había sobrevenido tras su ruptura con Mercedes de Azúa. Las voces que divulgaban aquel relato (del que yo discrepaba) le daban a Marías el papel más doliente y honrado del drama, y él sabía plegarse a ese rol que cuadraba bien con su aspecto evanescente y melancólico.

Yo lo veía entrar y salir del café La Bola de Oro como alguien que llega de la zona fantasma y hacia la zona fantasma va, discreto, amable, ausente y a la vez evidente, escoltado por un cortejo de muertos fundamentales con los que mantenía una relación familiar: Shakespeare, Sterne, James, Proust... Javier no solía pasar por el café los sábados, que era cuando García Calvo daba en el sótano del establecimiento su seminario sobre los presocráticos, o al menos yo no lo recuerdo, y es muy probable que dedicase los fines de semana a los trabajos de Venus, pero sí que se acercaba los martes y los miércoles, y con su sonrisa vaga y sus tímidas maneras permanecía un buen rato entre los miembros de la horda de españoles que acudían al café cuando caía la noche. Javier estaba lejos de ser la celebridad en que se convertiría después, por eso aquel tiempo de La Bola de Oro trasmite una cierta pureza existencial, anterior a la inflación mediática que va a acompañar su figura a partir de El hombre sentimental. En el momento al que me refiero, debía de estar escribiendo El monarca del tiempo y quedaba más de un lustro para la aparición en las librerías de El siglo, que él consideró durante siglos su mejor libro, y a mi entender con razón.

Tengo la impresión de que Marías recordaba la época que estoy describiendo como un tiempo de humillaciones, pero yo creo que se debe a un efecto de “distorsión” propio de toda memoria, como bien decía el mismo Marías en más de una ocasión. Pienso que para él fue un gran momento, lleno de dolorosas exploraciones por las que se deslizaban fugaces corrientes de placer. Un momento anterior a la explosión Marías (inseparable del talento de Herralde y de sus movimientos tentaculares, si bien las novelas lo merecían), un momento de exilio interior y exterior donde, a la vez que todo estaba decidido, todo estaba por decidir. Un tiempo virginal (por decirlo de alguna forma) en que todavía no habían aparecido sus enemigos terribles, los que buscaban su aniquilación, los que dedicaban días y más días para destruirlo, los que alimentaban incesantemente el rencor y el resentimiento y decidían que no había nada salvable ni en su estilo ni en su persona y lo proclamaban siempre que podían, cultivando un odio tan metódico como desenfrenado, y que aparecería periódicamente plasmado en una revista mordaz y falsaria. “La muerte del que nos hirió o mató en vida no nos cura del todo ni nos faculta para olvidar; pero nos aplaca y nos deja vivir”, vino a decir Marías en Los enamoramientos, y uno cree adivinar en quién estaba pensando, pues pocos han tenido enemigos tan constantes y viscerales como él. Yo lo sabía y observaba esas y otras refriegas con escepticismo, pensando que Marías era un escritor muy inteligente y afortunado, que podía mirar las miserias humanas desde una atalaya, incluidas las continuas maledicencias que circulaban sobre su persona, y una y otra vez regresaba mentalmente a aquel invierno de París, cuando el tiempo parecía una promesa y muchas cosas estaban por consumar. Curiosamente, y sin que nadie lo advirtiera, ese invierno Javier tuvo amoríos con una chica morena de ojos muy verdes llamada Muriel, a la que nunca más volvió a ver. Muriel era una de las tres o cuatro francesas que solían frecuentar la horda de españoles, si bien no solía intimar ni conmigo ni con ninguno de mis camaradas, en cambio si que fue abducida por aquel caballero de sonrisa suave que entraba y salía del café como una entidad flotante. Javier ya llevaba más de medio año fuera de Paris cuando, una noche de delirios y verdades, Muriel comenzó a contarme su experiencia con él y de la que no voy a hablar, pues hemos de acatar el silencio cuando pisamos el umbral más emocionante del deseo. Por otra parte también Muriel está muerta, y “los muertos sólo tienen la fuerza que los vivos les dan”, leemos en Los enamoramientos. Un tibetano podría pensar que las cosas ocurren al revés, que los vivos sólo tiene la fuerza que les dan los muertos. Y ahora el fallecido Marías se ha convertido en una fuerza que nos da vida, que nos estimula la inteligencia. Se nota en el aire que su muerte ha sido el fallecimiento leve, irreal, inconcreto de los clásicos (o de los mitos), pues resulta que ahora parece más vivo que antes. En alguna entrevista, Bolaño despotricaba contra la creencia en la inmortalidad, recordando la crueldad de la memoria colectiva, que tiene espacio para muy pocos, e insistiendo en la tesis heideggeriana de que somos seres para la muerte. Algo parecido decía Marías. Si, cierto, y aún lo expresó mejor el poeta chino Tu Fu en una carta a Li Bai donde versificaba lo siguiente: “Tres noches seguidas he soñado contigo. Estabas frente a mi puerta y te pasabas la mano por la cabellera blanca. / Parecías afligido por un inmenso pesar... / Al cabo de diez mil, de cien mil otoños, no tendrás otro premio que el inútil premio de la inmortalidad”.

Descubrí este poema en París, cuando andaba por allí Javier Marías y cuando casi nadie sabía que era un buen candidato para el inútil premio de la inmortalidad. ¿Inútil? Lo puede ser para los muertos, pero no para los demás, que nos arrojamos a sus libros y les damos la vida que ellos mismos nos dan en un juego circular de naturaleza ígnea. He ahí el misterio eucarístico del verbo y de la comunión que se crea entre los vivos y los muertos. La inmortalidad es un delirio pero no lo es el diálogo que establecemos con los que se fueron a través de la escritura, esa sierpe de significados y significantes que sigue activa cuando el autor se ausenta y que parece difuminar las fronteras entre la vida y la muerte.

 

Publicado en la Revista Claves - número 285 (nov-dic 2022)

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2 de noviembre de 2022
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Locos, verdades, Zola, potencia, estremecedor

"No hay nada incomprensible", decía Lautréamont. Y habría que añadir: ciertamente es así para los locos.

 

"No admirar nada es una fuerza", decía Paul Léautand. Yo más bien creo que es una debilidad mental.

 

"La verdad tiene un corazón tranquilo", dijo Shakespeare. Hermoso idealismo: cuando la verdad es hiriente, se enardece su corazón, pienso yo.

 

VÍctor Hugo creía que la verdad era una dimensión solar, capaz de iluminarlo todo. Otros, menos triunfalistas, piensan que la verdad es una dimensión difusa como la luz de la luna otoñal.

 

Puentes sobre ríos sin peces, bosques sin ciervos y sin pájaros, praderas sin flores, sin hierba, sin abejas... Vámonos de camping, cielo. ¡Es tan hermoso el silencio...!

 

Algún día nos avergonzaremos de tanta negatividad, tanta irresponsabilidad, tanto desprecio, tanto desatino.

 

La belleza es un estado de ánimo”, decía Zola. Casi acertó: la belleza sería una realización que exige, para su materialización, un estado de ánimo muy especial.

 

El humor es la lógica elevada a la enésima potencia, que estalla en forma de risa o de carcajada.

 

Los seres que más admiro son los que saben nadar en un mar de conflictos sin permitir que les arrebaten su propio ser.

 

¿Verdad que el oído nos dice que "estremecedor" tendría que escribirse extremecedor? La etimología también lo dice, pero la lengua tiene sus caprichos.

 

En este país la coherencia brilla tanto por su ausencia que habría que decir que resplandece.

 

La generosidad se demuestra cuando te dan algo que no pides

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2 de octubre de 2022
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Extraños movimientos y ensayos cartográficos de Vicente Huici

Vicente Huici se ejercita en el haiku desde la adolescencia, época en la que nos conocimos. Ambos vivíamos en Pamplona y recuerdo que la ciudad se portaba con los adolescentes bastante bien, pues la Sala de Cultura contrataba a las mejores plumas nacionales y extranjeras, así como a numerosos artistas de vanguardia. Fue algo así como la edad de oro del desarrollismo navarro, y la ciudad era un estallido de alegría industrial y de entusiasmo generalizado. El espíritu positivo parecía ser la única respiración de la ciudad; nosotros sin embargo éramos existencialistas, pesimistas, esnobs hasta el infinito, y para el que nos viera desde fuera, pintorescos y divertidos. Queríamos parecernos a la generación Beat. Vicente fue el primero en leer en Pamplona el libro del Tao, que me recomendó vivamente, y el primero en adentrarse en los misterios de la poesía japonesa.

De aquella época llegan algunos de sus haikus, que incluyo en esta pequeña antología nutrida por dos libros: Teoría del extraño movimiento, publicado en 1985, y Breve ensayo de cartografía, que salió en el 2015. Leyendo los haikus de Vicente estalló en mi cabeza la evidencia: el haiku además de ser un pieza de música mínima y semánticamente muy cargada, es también un microrrelato y hasta una micronovela, pues a menudo observamos en los haikus (y no sólo en los de Huici) lo que Delibes cree que es una novela: la conjunción en el texto de un ser humano, una pasión y un paisaje. En algunos haikus de Vicente, quizá en los más hermosos, vemos una figura humana o dos, una pasión, una atmósfera, un escenario y una dimensión del tiempo y del espacio que permite que vuele bien alto la imaginación.

1.Teoría del extraño movimiento

 

entre las ruinas

la túnica de Ulises

y sus sandalias

*

bajo la aurora

con las olas y los locos

por compañía

*

redondo palacio blanco

que se acepta

en la memoria

*

ciudad lejana

suspiro contenido

del pensamiento

*

y tu mirada

acechando el espejo

de otra sombra

*

desde los dedos

el viento delicado

de la tristeza

*

¡y altos álamos

acunado el silencio

de su destierro!

*

el agua azul,

el rostro del jinete

y la Frontera

*

desde el rumor de la fiesta

le miraba

el viejo océano

 

2.Breve ensayo de cartografía

 

Hacia otra tierra,

pupilas encendidas

y bruma y sal.

*

En el mapa

la línea de la frontera.

¿Dónde tus besos?

*

Lento tren, noche

y luna, viento sur,

pesar sin cura.

*

Hasta el torreón

olores de batallas

jamás contadas.

*

Y de aquel rostro

caliente junto al mar,

sólo su nombre.

*

Ni ángel ni piedra,

la pálida sonrisa

y el abismo.

*

Fresca alborada,

bajo la luz invernal

una hoja en blanco.

*

Memoria de una

mano blanca, el silencio

y la penumbra.

*

(Patria)

Luz, mar azul,

cóncava nave negra

y sin bandera.

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31 de agosto de 2022
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Las desdichas de Fitzgerald en Hollywood

Extraño tejido urbano el de Los Ángeles, pienso mientras contemplo la urbe vasta y plana desde el observatorio de Griffith Park. Estoy junto al escritor francés Jean Rolin, que ha venido a Los Ángeles para escribir una novela ácida y pop. Rolin me dice:

-No sé si ha advertido usted que nos hallamos en la terraza del observatorio inmortalizado en Rebelde sin causa.

-Lo he advertido. Justamente estaba pensando en la expresión “rebelde sin causa”, que me parece muy norteamericana. La ideología en la que se sustenta el sueño americano es bien evidente: América es la tierra de las oportunidades, donde puede triunfar cualquiera, y si no triunfa ha de suponerse que no es por culpa de América ni por culpa del sistema. Aquí toda rebelión contra el sistema es considerada una rebelión sin causa.

-Cierto, o al menos eso nos hacen creer.

Rolin se marcha en un automóvil rojo bermellón de los años sesenta y yo sigo contemplando aquellas urbanizaciones infinitas, bajo el sol desfalleciente. A lo lejos percibo un incendio y recuerdo los disturbios de Los Ángeles de 1992. Aunque los originó una horrenda injusticia que corría un tupido velo sobre el racismo de la policía, pasaron a la historia como agitaciones sin causa, o de causa muy difusa. Como agitaciones exageradas. La rebelión, en Norteamérica, es percibida como una exageración, circunstancia que le confiere al rebelde americano una sorprendente originalidad existencial y plástica. Todos los rebeldes americanos difundidos por la novela y el cine son de aire existencialista más que de aire político. No encarnan rebeliones sociales, encarnan rebeliones personales, porque están condenados a ser libres. Son el triunfo heroico de la individualidad, hasta cuando mueren trágicamente. Es lo que veo cuando pienso en los personajes encarnados por James Dean, Robert Mitchum, Paul Newman, o cuando leo las novelas de Fitzgerald, Hemingway, Kerouac. Hasta en Hemingway pesan más las emociones individuales que las colectivas: se percibe muy bien en Las nieves del Kilimanjaro, su novela más introspectiva y existencial, si nos olvidamos de El viejo y el mar. Ocurre lo mismo con algunos rebeldes de Faulkner, si bien en él tiene mucha importancia el clan, y en el clan se disuelven las individualidades hasta que irrumpe la impronta violentamente personal de algún hombre o alguna mujer, cuyos actos nos dejan profundamente desconcertados, a pesar de su lógica y su implacable geometría emocional

Más tarde regreso a mi hotel, en una oscura bocacalle del Sunset Boulevard. Desde la ventana de mi habitación veo una casa abandonada en la que se refugian los drogadictos más tristes de la tierra y donde se inyectan heroína y ketamina, en un ambiente negruzco y polvoriento. A mi derecha hay un café que permanece abierto toda la noche y donde me vuelvo a encontrar con Jean Rolin. Mientras tomamos cerveza, hablamos de la perra existencia. Rolin ha escrito un libro sobre los perros vagabundos. Un tema perfecto para hablar de nuestro tiempo. Rolin me pregunta por qué me interesa Fitzgerald y yo le digo que en otro tiempo me fascinaba su enfoque de la individualidad y su demolición del heroísmo made in America, pero que ahora lo que más me interesaba es observar cómo Fitzgerald encarnó en sí mismo la muerte de la novela.

Con ese pensamiento regresé a mi cuarto. Me obsesionaban las quemaduras de la moqueta y el aire de provisionalidad, tan típico de Los Ángeles. El ventilador del techo hacía un ruido tremendo y lo tuve que detener. Pero entonces me moría de calor y me refugié en la ducha. Mientras el agua caía sobre mi cabeza como milagrosa lluvia de verano, entretuve mi ansiedad analizando los días de Fitzgerald en California. Francis llegó a Hollywood en 1937, creyendo que inauguraba una nueva vida, si bien tres años después ya estaba muerto. Lo sorprendente fue que, en su estancia en Hollywood, Fitzgerald adquirió una conciencia más aguda de la argamasa política en la que se apoya toda existencia, y percibió con más claridad que antes la estructura económica de las clases sociales, hasta el punto de considerarse “esencialmente marxista” (según sus propias palabras) a la hora de enjuiciar su vida y su fracaso económico y existencial. Esa visión la trasladó a su novela californiana El último magnate, interesándose más por el individuo en relación con la sociedad, y desdeñando una cultura (la americana) que “había vagado en una soledad imaginaria a través de bosques imaginarios durante cien años: demasiado tiempo”. Frase alucinante de Fitzgerald en la que creemos ver el germen de Cien años de soledad, de García Márquez, y de su idea más unitaria y general.

A la mañana siguiente, me dirijo a un café de Santa Mónica, desde cuyos ventanales puede verse el océano Pacífico. Allí me aguarda Robert Sklar, amante de la historia del cine y autor del libro Francis Scott Fitzgerald, el último Laoconte. Robert es un hombre afable, de barba blanca y ojos penetrantes, que conoce bien los avatares de Fitzgerald en Hollywood. Mientras tomamos té helado, Robert me comenta:

-Antes de emprender la escritura de El último magnate, Fitzgerald trabajó durante un tiempo como guionista para la Metro Goldwyn-Mayer. Acababa de salir de una depresión de hondo calado, y aspiraba a resucitar, si bien tenía una opinión muy negativa del cine. Tiempo atrás había dicho: “Vi que la novela, que en mi madurez había sido el medio más poderoso y maleable para trasmitir reflexión y emoción, había quedado sometida por un arte mecánico y masivo que, tanto en manos de los comerciantes de Hollywood como en las de los idealistas rusos, solo era capaz de reflejar los pensamientos más vulgares y las emociones más obvias. Un arte en el que las palabras estaban subordinadas a las imágenes, y donde la personalidad del escritor resultaba tan inservible que descendía hasta el ínfimo nivel de la mera colaboración”.

-Parecen frases proféticas.

-Lo fueron, ya que la labor de nuestro escritor en Hollywood no pasó de la colaboración. Empezó revisando el guión de Un americano en Oxford, y luego colaboró en el de Tres camaradas. Un trabajo amargo, pues el productor Mankiewicz le tachó todas sus frases y las reescribió a su manera. Todos piensan que Mankiewicz destruyó el guión, algo muy habitual en el mundo del cine. Más tarde trabajó en el guión de Infidelity, que no llegó a convertirse en película por problemas con la censura, y luego colaboró en otro sobre Madame Curie, que también fue descartado. Al año siguiente concluyó su contrato con la M.G.M, y no fue renovado. Fitzgerald tenía que ganase la vida y pagar su deudas, y volvió a colaborar en la revista Esquire con la serie de cuentos de Pat Hobby, a la vez que intervenía como guionista independiente en la primera fase de los guiones de Lo que el viento se llevó y Carnaval de invierno. Fitzgerald pensaba que en la vida de los norteamericanos no hay segundos actos, y no le faltaba razón. Hollywood lo llenó de amargura y desolación, y en el año 1939, regresó al arte de la novela con El último magnate.

-Una novela muy paradójica.

-Sin duda, ya que fue la novela que le permitió ver el cine de otra manera, a través de su protagonista, el productor Monroe Stahr. Por lo que he podido ver revisando sus notas, el texto inconcluso que nos ha quedado de The Last Tycoon es muy inferior a la obra que Fitzgerald había imaginado. Fitzgerald quería darle un aire épico y nacional, desplegando todo lo que ha significado el cine para América, y aventurándose a desarrollar ideas generales sobre el esplendor y la decadencia de las civilizaciones, parcialmente inspiradas en las ideas de Spengler, que no eran ninguna novedad en su vida, pero también de Marx, si bien muy a su manera. Quería diseccionar muy bien las clases sociales, su dependencia de la economía y sus luchas recónditas y venenosas, así como el desmoronamiento de toda una concepción del héroe que había sobrevivido hasta su generación y que había sido ampliamente resucitada por el cine. Hollywood recogía los sueños de América, los deglutía, los reelaboraba, y los entregaba a las masas abrillantados y rejuvenecidos. El cine participaba en la historia nacional, trasmutádola en mito y en un destino social más grande que el propio yo. El cine no era desde luego una cuestión personal, como bien sabía Monroe Stahr. Pero en esa playa tan próxima y tan remota Fitzgerald rara vez disfrutó. En 1940 sufrió tres ataques al corazón, y con el tercero dijo adiós a la vida y adiós también a todos los sueños de redención.

Fui casi lo último que me dijo Robert Sklar. Curiosamente, al año siguiente él también murió y Jean Rolin publicó la novela que había estado escribiendo en Los Ángeles, mientras frecuentaba los mismos hoteles y los mismos bares que yo. A veces los hechos conforman extrañas cascadas de vida y de muerte, Fitzgerald lo había dicho en más de una ocasión.

-Claves de Razón Práctica, 2020-

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1 de agosto de 2022
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