Jesús Ferrero
Tendido sobre la cama, con el fuego encendido y cubierto con una gruesa bata azul marino, Proust se deja arrastrar por el pasado. Celeste acaba de prepararle un té muy cargado y mira con devoción los movimientos torpes, delicados, de su adorado Marcel… El escritor recuerda que su padre había intentado casarlo con Lucie Faure, la hija del presidente de la República…¡Santo cielo, qué inmensa responsabilidad para el pobre Marcel, qué inmenso vértigo, qué mortífero colapso del alma y del cuerpo! Nuestro autor quiere ser un alma libérrima, necesita serlo. A pesar de pertenecer a la alta burguesía, es en realidad un hijo de la noche. Verse de pronto esposado con la hija del más alto mandatario de la República francesa sencillamente lo aniquila.
Pasa noches enteras de insomnio y de desasosiego. Su situación me recuerda a Kafka cuando retrasaba incesantemente sus alianzas matrimoniales con Milena. Nunca se casaría con Milena; aunque la quisiera, aunque la deseara, nunca se casaría con Milena. ¿Y qué decir de Proust y la hija de Félix Faure? En un cuaderno de notas escribió: “Oh, Dios de Jerusalén, oh, Dios de Israel, patria mítica de mi madre, ¿cómo voy a acostarme con Lucia Faure si jamás he deseado a una mujer? Ya le dije el otro día a André Guide que yo jamás he tenido amores que no fueran uranianos. Siempre he vivido en Urano.
Marcel decide tomar cartas sobre el asunto, o mejor, no tomarlas, y se escapa a Venecia. Lo imagino en esos trenes que cruzaban la noche. Lo veo adormilado pero no dormido, huye de París, de las intrigas celestinescas de su padre, un caballero poderoso de cien kilos, un cíclope de dos ojos y un puro en la boca, que mira a su hijo con desdén y con angustia y con incertidumbre y con estupor, cuando lo ve partir dando trompicones. El padre se plantea la posibilidad de que su hijo sea homosexual. Sí, se oyen rumores por ahí que crean una especie de bruma venenosa en torno a la figura de Marcel, tan enclenque, tan frágil, tan quebradizo: el licenciado Vidriera en persona.
Venecia es la ciudad de la muerte y, nada más llegar, Marcel se entera de que hay una epidemia de cólera. Cólera la que él lleva en la mente y en la piel…, cólera la suya cuando piensa en las maniobras de su familia. Ahora siente piedad hacia Lucie, una piedad infinita. En el hotel le está esperando un sol radiante, según piensa Marcel, un músico llamado Reynaldo. Un músico con un nombre irreal, con un nombre merovingio, con un nombre que lo convierte en un ser doblemente deseado. ¡Qué sería del amor sin la seducción de los nombres, sin la belleza de los nombres, sin el consuelo de los nombres!
Hacen le amor en una habitación del Lido, o mejor, no lo hacen. Marcel se masturba mientras contempla la desnudez de su amigo, que se mira al espejo a tres metros de distancia. Oigo el jadeo agónico de Marcel, el frío repentino que recorre su espalda. Afuera la panza de la laguna parece agitarse y está despuntando el alba. ¿Es cierto lo que acabo de contar? ¡Claro que lo es, almas de poca fe, y además de ser cierto, desvelo las claves de la obra de Marcel, de su sintaxis y de sus abordajes sexuales. Proust aborrecía la penetración y se plateaba siempre una sexualidad periférica, indecisa, imprecisa y llena de elementos indirectos y derivativos. Justamente como su vida, su respiración asmática y su estilo.