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El incendiario (1)

Por 9 de enero de 2024 Sin comentarios

Jesús Ferrero

Su padre le abandonó siendo niño. Su padre se perdió por un mundo de militares sin fortuna y mujeres de la vida. Le condenaron a tener un padre fantasmal, un padre ausente. La madre lo fue todo para él: una realidad absoluta.

Los primeros versos que compuso tenían regusto eclesiástico, como lo suelen tener los endecasílabos. Eran versos para su madre, eran versos de madre: oraciones algo blasfemas y bastante personales. Se las recitaba por las noches a su progenitora, y ella escuchaba con los ojos cerrados. Luego quiso excavar un pozo más profundo que el de su madre, y más vertiginoso.

Sus abuelos literarios fueron Malherbe, Racine, Hugo, Baudelaire, pero no tuvo padres. Desechó todos los padres: se creía hijo de su propio sudor, de su propio calor, de su propio infierno.

Tuvo un profesor al que respectó vagamente, y admiró con la misma vaguedad a Balville. Pero eran demasiado normativos, demasiado académicos, demasiado cobardes. Él quería medirse con titanes: él quería medirse con seres que no existen.

Era ambicioso, y esa ambición era la de su madre; la silenciosa, recóndita e inconfesable ambición de su madre condenada a una vida oscura y sórdida. Madre e hijo eran vasos comunicantes de naturaleza difícil de descifrar, difícil de desvelar. Quizá todo ocurría en los abismos del inconsciente.

Sus primeros poemas importantes eran ya de naturaleza oscura. Todo lo que escribió era de naturaleza oscura y a la vez profundamente luminosa. Conseguía prenderle fuego a la lengua y a las ideas. Y creía en su genio: tenía la fe de los genios, que puede parecerse, por su ardor, a la fe de los profetas.

Al no tener padre, era hijo de su madre y del mundo. El mundo hizo de padre, y su ambición se proyectó en el mundo.

No fue delicado como Mallarmé: no era ese su destino. No tenía las manos delicadas de Mallarmé, tenía manos groseras de campesino o de estibador, aunque su rostro era bastante femenino.

Su gran poema de la primera época se titula El barco ebrio: es un poema estremecedor de un barco solitario y sin tripulación perdiéndose en el océano. Es el poema de la ebriedad abismal.

Por esa época le sacaron la famosa foto que todo el mundo conoce, la foto del rostro joven y épico, la foto que lo definió para siempre como un héroe de nuestro tiempo. Luego tuvo un amor con Verlaine, donde él hacía el papel femenino, como confiesa en Una temporada en el infierno. Su madre le impregnó de sexualidad femenina.

Viajó a Bruselas y a Londres con Verlaine. En los dos ciudades le prendieron fuego a la noche y se prendieron fuego a sí mismos. Vivían en cuartos inmundos, y se emborrachaban con absenta, ese brebaje del averno. Bajo la niebla de Londres, él y Verlaine eran como hermanos siameses, envueltos por una misma placenta. En Bruselas Verlaine enloqueció, compró una pistola en unos grandes almacenes y disparó contra él, contra su ser más amado, contra ese incendiario del que estamos hablando. Pero no lo mató. Es difícil matar a un inmortal, a un inmortal como pocos, a un inmortal sin maestros. Los abandonados por el padre ya no quieren padres, ya no quieren maestros; se bastan a sí mismos: ellos son sus propios maestros putativos.

Tras el percance de Bruselas, se retiró al campo para escribir Una temporada en el infierno. Mientras los campesinos se dedicaban a la labranza, él escribía en un desván el libro más definitivo de la modernidad. Cuentan que lloraba mientras escribía. ¿Su llanto se debía a la emoción de la escritura o al dolor de los recuerdos que estaban aflorando en cada página?

Se trata de un texto en el que el sí y el no, el bien y el mal, están enredados y forman un mismo nudo. Se trata de un largo poema en movimiento de difícil interpretación y que abordaremos en el próximo artículo. Se trata de un canto celestial y una blasfemia que lo dejó sin aliento.

En cuanto concluyó el manuscrito supo que había escrito el texto más ígneo de su tiempo, y le quemaba tanto en las manos que decidió publicarlo él mismo, con la ayuda de su madre. Lo editó en Bruselas en una imprenta sindical, y nada más publicarlo se olvidó de los ejemplares, que se quedaron en un almacén como una bomba que aún no podía estallar: la bomba Rimbaud.

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Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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