Jesús Ferrero
Leitmotivs
En Cinco horas con Mario el teatro de la vida se dobla como en Hamlet. En la obertura y el epílogo asistimos al teatro del mundo, y en el monólogo de la viuda al teatro de la intimidad. En el teatro del mundo reina la objetividad de la tercera persona, y en el teatro de la intimidad reina el yo desbocado y propio de monólogo interior. Por ambos teatros, de naturaleza sofocante, circulan las repeticiones y los leitmotivs, que le dan a la novela cierto aire musical y creando una espiral: la espiral de la emoción pero también la del conocimiento, pues en cada nuevo regreso de los temas principales se añaden nuevos elementos de información, que permiten conocer cada vez mejor a los personajes de este drama familiar.
Autopsias
He hablado del yo desbocado de la viuda, y al hacerlo me asalta una pregunta. ¿El monólogo de Carmen es una narración desde el yo o una narración desde el tú, como en La modificación de Michel Butor? La mejor respuesta sería decir que nos hallamos ante un monólogo donde el yo y el tú se reparten, de forma más bien beligerante, todo el territorio de la narración de Carmen.
La genialidad de Delibes, y su originalidad, es haber colocado un cadáver ante el personaje que habla, de ese modo el monólogo halla un centro inmóvil desde el que poder desplegar toda clase de variaciones sobre el mismo tema, como en una compleja y alucinante pieza de jazz, el jazz de la conciencia herida y enloquecida. En el interior mismo de esa pieza tan reiterativa como musical se van a llevar a cabo tres autopsias: la de Mario, la de Carmen y la de la sociedad en la que les ha tocado vivir.
A las tres autopsias indicadas cabe añadir una más: la de la misma novela. Fue Ortega el que dijo que una novela es una autopsia cuando el autor, en lugar de referir “lo que el personaje es”, consigue que “lo veamos con nuestros propios ojos”. Lo que define una autopsia no es la operación de descuartizar un cadáver sino el hecho de que esa operación es vista, es observada y claramente constatada por el forense. En Cinco horas con Mario no hace falta que el autor nos describa el mundo en el que viven los personajes ni hace falta que los defina. Están presentes, los vemos, los oímos: parecen circular en torno a nosotros. El autor evita los juicios morales o de otra índole: les basta con dejar que hablen a los personajes, que hablen unos de otros y de sí mismos. Tampoco hace falta que nos presente a Carmen. Nos basta con asistir a su monólogo para ver con precisión quirúrgica su parte viva y su parte muerta.
Narración oblicua
Antes de que apareciera Cinco horas con Mario, el lector podía encontrar novelas en primera persona donde el narrador hablaba de sí mismo, como en El Lazarillo, o hablaba fundamentalmente de otro, como en El gran Gatsby. El resultado de ambos procedimientos podía ser muy irónico, pero esa ironía se duplica en Cinco horas con Mario por la sencilla razón de que el narrador principal, además de hablar del otro, habla mal. Carmen no se dedica a hacer ditirambos de Mario. Lo suyo es más bien la antiapología, consiguiendo un efecto bumerán muy parecido al que Esquilo consigue en Los persas, pues en ambos casos se trata de hacer hablar al enemigo, y Carmen está hablando de Mario como de su marido, cierto, pero también como de su enemigo mortal, en un último y extenuante enfrentamiento con él. El retrato que recibimos de Mario es un negativo que se positiva en la mente del lector, que hace de cámara oscura.
De la incomunicación
Uno de los problemas a los que nos enfrenta Cinco horas con Mario es el abismo de la incomunicación, a través de la figura emblemática de la mujer que habla sola en la noche, o que habla ante alguien que ya no puede responder a sus preguntas ni aliviar su angustia existencial.
Carmen y el difunto parecen haber conformado un matrimonio que, visto desde fuera, podría resultar ejemplar, pero observado desde la interioridad de la mujer que habla, que vomita, que se irrita y se revela contra el muerto, sospechamos que siempre se interpuso entre sus almas y sus cuerpos el demonio de la incomunicación. No hablan la misma lengua, nunca la hablaron. Lo comprobamos al escuchar a Carmen y al detectar en ella algo parecido a una oblación de la conciencia crítica, que tendría mucho que ver con otra clase de oblaciones que se dieron trágicamente en las mujeres de su generación, circunstancia que convierte la novela en un análisis invertido de un momento fronterizo en nuestra historia social y moral, por lo que tiene de inauguración de un tiempo nuevo y de clausura de otro. El desgarro entre lo que se apunta y lo que fenece divide el alma de Carmen y colma de penosas contradicciones su discurso. Por un lado está su queja de mujer esclavizada que, como diría Adorno, se le ha “inutilizado” su belleza, y por otro lado se obstina en defender unos límites que ni le corresponden ni corresponden ya a la sociedad que la rodea. Más que anclada en el pasado está crucificada en él.
Cuanto más nos sumergimos en su monólogo, más nos sentimos evolucionando en una ciénaga de peces ciegos, que se cortan el paso unos a otros, se rozan, se atraen y, sobre todo, se repelen. Un universo líquido y a la vez lleno de redes que aíslan a los individuos, un pantanal lleno de compartimentos estancos del que ni siquiera los saca la muerte. Por un lado se observa cierta fluidez pulsional, cierto discurrir soterrado de todas las pasiones del cuerpo y del alma, y por otro lado se detecta una gran rigidez en el pensar y en el discurrir de los seres, que rara vez llegan a comunicarse, que rara vez llegan a expresar su materia y su conciencia, y que a pesar de su obstinación en ocultar lo que discurre por debajo, nunca llegan a lograrlo de verdad, creando movimientos muy desconcertantes bajo la bruma espesa de sus existencias.
Esa capacidad de narrar la imbricación entre el fondo y la forma de los personajes, entre el río subterráneo y el río manifiesto, hermana a Delibes con Faulkner, y da a algunas de sus novelas una hondura abisal.
¿Se están comunicando desde algún lugar o en algún lugar los personajes de Cinco horas con Mario? La maestría objetiva y objetivadora de Delibes está en presentar, en el seno mismo de la estructura Carmen/Mario, el grado más elevado y dramático de incomunicación, anunciado ya en el desencuentro mortal de la noche de bodas. ¿Quiero con ello decir que todo en ellos es incomunicación? En modo alguno. Somos todos peces en una misa pecera: habitamos la misma sustancia en la que a menudo no es fácil separar la atracción de la repulsión, las fuerzas desintegradoras del odio de las fuerzas integradoras del amor, como se ve continuamente en la novela.
De la conciencia
Seguramente son muchas las etapas que conducen desde el estado en que un ser humano afirma su existencia al estado en que afirma su conciencia. Entre uno y otro momento angular hay muchos escalones, y quizá solo son posibles los encuentros profundos con los seres que experimentan los mismos estados angulares entre la existencia y la conciencia. Todo lo demás se reduce a desacuerdos tan definitivos y aplastantes como pueden ser los acuerdos. Pero no nos asustemos ante semejante fatalismo. Acabo de traducir a román paladino pensamientos que nos llegan desde el mundo de los pitagóricos, en Occidente, y de los budistas, en Oriente. Se trata de formas mitológicas, más que filosóficas, de explicar los encuentros y los desencuentros que jalonan nuestras vidas, y que se hacen bien presentes en Cinco horas con Mario y en el mundo retratado en la novela: un mundo lleno de escalones sociales, férreamente defendido por los que más se benefician de él, pero también un mundo lleno de escalones morales y escalones de conciencia que niegan, desde su mecánica interna y externa, la raíz misma de los escalones sociales y su siniestra permanencia. Esa lucha encarnizada de pulsiones e ideas, de prejuicios y de juicios, de fuerzas mayores y menores, de sentimientos encontrados y encontradas aversiones, de deseo y de conciencia es muy frecuente en la narrativa de Delibes y alcanza uno de sus puntos más álgidos en Cinco horas con Mario y en su última novela, El hereje. Dos caras de una misma moneda, dos tiempos de una misma melodía en la que venturosamente se implican la conciencia del narrador y la conciencia del lector: bodas químicas que solo puede propiciar la gran literatura existencial, esa que halla en Miguel Delibes uno de sus más entrañables y lúcidos maestros.
Delibes empezó su carrera con una novela muy bien escrita que fue dejando una sombra tan larga como su título, pero más larga es todavía la sombra de la novela que acabo de comentar. La he vuelto a leer y ha sido como si la leyera por primera vez. No he notado su vejez, solo he notado su aliento, sus prodigiosas elipsis y sus silencios, su tempo exacto y rítmico: su desnudez, su sencillez, su modernidad y su clasicismo.