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Escrito por

Josep Massot

Josep Massot nació en Palma en 1956. Tras estudiar Derecho en Barcelona, fue uno de los miembros fundadores en 1983 del diario El Día de Baleares. Desde 1987 trabajó en La Vanguardia, abandonando la información política para dedicarse al periodismo cultural, entendiendo la cultura en su sentido más amplio, no sólo la conexión de la literatura, pensamiento, cine, música y artes visuales y escénicas, sino también como herramienta crítica para interpretar la realidad del momento. Es autor de Joan Miró: El niño que hablaba con los árboles (Galaxia Gutenberg, 2018) y Joan Miró sota el franquisme, en la misma editorial (2021). También editó, con Ignacio Vidal-Folch, Jules Renard. Diario 1887-1990 (Random House Mondadori, 1998). Ha colaborado, entre otros, en las revistas Diagonal, L'Avenç y Magazine Littéraire y actualmente con el diario El País y JotDown.

Recreación de la máquina de descerebrar de Alfred Jarry

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Los dioses tecnológicos juegan con juguetes humanos

El año que acaba ha traído la irrupción masiva de la llamada Inteligencia Artificial y ha reabierto el viejo debate sobre lo que es un ser humano en su evolución. No nos hemos despojado aún del bárbaro, cruel, codicioso animal humano que somos, cuando entramos en pánico por la máquina artificial que seremos

Cuando a finales del siglo XX se popularizaron los primeros teléfonos móviles, pregunté a Jorge Wagensberg, un científico con el espíritu burlón de un filósofo, si algún día la tecnología permitiría cumplir las fantasías milenarias pendientes. Por ejemplo, le dije, la Fuente de la Eterna Juventud o viajar en el tiempo. «La primera, tal vez —me respondió—, pero la segunda, no. Y  la prueba es que no vemos entre nosotros turistas del futuro». Reímos, y di por infalible su broma. Tardé años en plantearle una objeción: «si no hay viajeros del futuro—le planteé—, quizás es porque no habrá futuro… o viviremos una involución», y esta vez no nos reímos, ni hablamos de partículas cuánticas. El estado de ánimo global había mutado. Los finales de siglo suelen ser optimistas y las primeras décadas, pesimistas. Al menos desde la idea moderna de progreso. Los jóvenes finiseculares del XIX se afeitaron las venerables barbas patriarcales para recibir ilusionados el nuevo mundo anunciado por los inventos. Pronto llegó el desengaño. 

El siglo XXI nació con un boom de films apocalípticos, triplicando los surgidos por el espanto nuclear. En la competitiva colmena de abejas egoístas (Mandeville) incluso la reconstrucción de lo común está teñida de narcisismo colectivo ultra. La desconfianza se expande en amplios sectores de la población, que se sienten amenazados por una suerte de Gran Reemplazo en todos los ámbitos, desde el étnico al ontológico, desde el orden geopolítico a la vida privada.

Estamos hechos de esperanza y horror por nosotros mismos, de principio y fin, de alba y crepúsculo, y también de noche, magia, memoria, deseo y fantasmas. No nos hemos despojado aún del bárbaro, cruel, codicioso animal humano que somos, cuando entramos en pánico por la máquina artificial que seremos. Y eso que desde el principio los occidentales nos imaginamos ser arte-factos, juguetes feroces con alma, creados del barro por un dios artesano e inmaterial que se aburría, no fuera cosa que nuestra especie, sin la esperanza de un cielo ni el temor al diablo, sin ética ni metafísica para consolar la muerte, acabara devorándose a sí misma. 

Después fue la metáfora de un dios relojero, y Descartes creyó que el humano es una máquina que piensa, a diferencia de la bête-machine sin conciencia y de la máquina artificial que ni siente ni piensa, mientras diseccionaba cadáveres buscando en la glándula pineal la residencia del alma inmortal, “algo —decía— extremadamente raro y sutil como un aliento, una llama o un éter”. En 1748 le replicó el pre-sadiano La Mettrie con El Hombre Máquina, afirmando que el alma, el pensamiento, no era más que un producto perecedero de la maquinaria corporal. Hoy, quienes aún separan cuerpo (software) y mente (hardware), sostienen que lo que llamábamos alma es un flujo y procesamiento de información que no tiene por qué asemejarse a la conciencia humana.

El impacto de la rápida evolución de la Inteligencia Artificial recuerda al generado por Darwin, cuando anunció que descendíamos del mono en el preciso momento en que máquinas cada vez más complejas alteraban de forma decisiva la vida cotidiana. Lo humano ya no podía ser definido sólo a partir de lo que nos distinguía del resto de seres vivos, de nuestras ficciones, monstruosas o espirituales, o de los autómatas mecánicos.

[caption id="attachment_232098" align="aligncenter" width="508"] Johny Depp en el film Trascendence, el cerebro transferido a un computer[/caption]

Give me a soul!, give me a soul!

Si el ser humano había evolucionado desde la materia sin conciencia, «¡mira —decía Samuel Butler en 1871 en Erewhon—los avances que han logrado las máquinas en los últimos mil años!», Y se preguntaba: «¿No puede el mundo durar veinte millones de años más? Si es así, ¿en qué se convertirán al final? ¿No es más seguro cortar de raíz el problema y prohibirles seguir avanzando?». Butler temía que una nueva especie de máquinas autoconscientes, emancipadas y capaces de autorreproducirse, acabaran esclavizando o sustituyendo a la frágil especie de sus creadores, incapaces de vencer el tiempo, la maldad, la enfermedad o la muerte. Si el juguete humano dotado de conciencia se había rebelado contra los dioses y los había enviado al exilio, ¿no podían hacer lo mismo las nuevas especies? A no ser que fuera una ironía, como en la sátira de Heinrich Heine en la que un autómata persigue por toda Europa a su inventor, implorándole: «Give me a soul!, give me a soul!». El romántico alemán, que había leído a Mary Shelley y a Jean Paul, se burlaba del pensamiento mecanicista inglés, pero sobre todo expresaba la angustia de una Humanidad convertida en un enjambre de máquinas sin libertad y una vida vacía de sentido.

No han transcurrido veinte millones de años y Elon Musk pronostica que «la Humanidad será el gestor biológico de arranque (biological bootlader) de la Superinteligencia Artificial». Los oligarcas tecnológicos se creen dioses que, como las divinidades del Olimpo en la Ilíada, juegan a su capricho con los juguetes humanos. Musk ayuda e impide a la vez que los ucranianos ataquen a la flota rusa de Crimea, Putin interviene en las elecciones norteamericanas y multitud de agencias privadas y estatales (chinas más que las de Silicon Valley) tienen acceso a un banco incalculable de datos privados para comerciar, vigilar y determinar opiniones, comportamientos y decisiones que los afectados adoptan creyendo que nacen de su libre albedrío, pues es sabido que la mejor manera de predecir comportamientos es inducirlos, determinarlos sin que lo parezca.

Lo que causa pavor no son las máquinas superinteligentes, espirituales o híbridas —tengan apariencia humanoide o transferido el cerebro al cuerpo mecánico de un computer—, ni siquiera la impunidad con la que multimillonarios, grandes corporaciones o gobiernos utilizan a su antojo ingeniería genética y tecnología de (des)información, sumisión y control, de manera más devastadora que religiones o ideologías totalitarias del pasado. 

Tecnoliberticidas del pensamiento

A mí me preocupan también los tecnoliberticidas del pensamiento, la maquina de descerebrar. Si no es realista desmilitarizar unilateralmente la tecnociencia, porque, según el dilema de Oppenheimer, «si no lo tengo yo, lo tiene el enemigo», ¿cómo hacer cumplir, por poner sólo un ejemplo, el derecho a la libertad cognitiva, el único reducto de privacidad que nos queda, cuando tenemos pinchados nuestros móviles y ya hay experimentos para leer nuestras mentes a partir del noble fin de sanar a quienes son incapaces de andar, hablar o escribir?,  ¿o cuando las habilidades médicas para sanar los circuitos neuronales se utilizan para que los soldados maten con la gelidez de máquinas animales? ¿Son suficientes leyes como la recién aprobada por la Unión Europea sobre la Inteligencia Artificial, cuando faltan instrumentos de control democrático para hacerlas cumplir? 

Ahora que hemos dejado de creer que somos la única especie inteligente en un único universo, una amalgama de teorías de transhumanismo y posthumanismo revisitan los conceptos que perviven en el imaginario colectivo en torno a la Creación, y por eso es inevitable que haya un barullo de cientificismo y misticismo, liberalismo y altruismo, en la constitución de una tan nueva como falsa Teodicea que diseña otra definición ontológica del ser humano. El posthumanismo compasivo relacional puede ser igual de peligroso que el transhumanismo que se centra sólo en la fría razón instrumental de la neurociencia evolutiva. Por el bien de la Humanidad, un ideario, una etnia, una nación, una obsesión de perfección, se han dado los delirios más perversos y cometido los crímenes más atroces.

No creo que el programa humanista, el «sapere aude» de Horacio, aliado con la ciencia y la conciencia social, haya demostrado su fracaso. De la misma manera que no basta con agitar el espantajo de los nuevos autoritarismos, si antes no se reparan y prestigian los desvencijados sistemas democráticos para garantizar una vida digna en un mundo más habitable, tampoco basta con demandar un control ético de la propiedad y uso de la tecnología, si no se contrarrestan activamente las estrategias de desculturización masiva que nos reconducen dócilmente a la granja humana. Humanos que externalizan sus cerebros (y la forma de pensar) en máquinas delirantes. A este paso, una tostadora tendrá más inteligencia que un alumno de bachillerato.

 

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31 de diciembre de 2023

Lou Reed: The King of New York de Will Hermes. (Farrar, Straus & Giroux)

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Lou Reed, queer fatale

 

Will Hermes publica la biografía total del líder de Velvet Underground, tras acceder por primera vez al monumental archivo de Reed, que contiene cientos de documentos y grabaciones inéditas. "La única biografía que has de leer", titula The Washington Post.

«Junta todas mis canciones y tendrás una autobiografía, pero no necesariamente la mía», dijo Lou Reed (1942-2013). Sus canciones le trascienden, porque dan voz al desasosiego de una juventud urbana, insatisfecha y airada con el mundo heredado de sus mayores, sin saber a qué futuro se dirige. A los diez años de su muerte, pasada ya la época en la que músicos y público casi tenían la misma edad, su música pervive y el cúmulo de libros sobre él ya casi forman un género literario. El último, cuando parecía que estaba todo dicho, es Lou Reed: The King of New York (Farrar, Straus & Giroux), de Will Hermes, una biografía, esta vez sin duda definitiva, que abarca desde So blue, el primer disco doo-wop de un Lou Reed de 16 años, hijo de un contable de Long Island, hasta la música ambiental Hudson River Wind Meditations de su vejez con Laurie Anderson en los Hampton, y el siniestro  Lulu. La despedida del viejo «queer fatale» Lou-Lou de los 60 con el abrasivo sprechstimme (ni habla ni canto) de Alban Berg más la oscuridad vitamínica de Metallica.

 Hermes, crítico de la revista The Rolling Stones, aporta testimonios inéditos y la investigación que ha llevado a cabo en el archivo personal de Lou Reed donado a The New York Public Library. Son centenares de cajas con documentos de todo tipo, incluidas seiscientas horas de grabaciones inéditas que no formaron parte del sorprendente Word & Music.May 1965 (las primeras versiones de Heroin o I’m waiting for a man, aún teñidas de folk), cartas reveladoras de su padre o de la disputa con Moe Tucker y John Cale (su «frenemy») que frustró el regreso de Velvet Underground tras su concierto de 1993.

 El biógrafo prosigue su libro anterior sobre la explosión musical de los años 70 en Nueva York, Love Goes to Buildings On Fire (Faber & Faber/Farrar, Straus and Giroux), reconstruyendo ahora las trayectorias de los jóvenes transgesores que confluyeron en The Factory de Andy Warhol, reivindicando el papel  fundamental  de Barbara Rubin, la feminista y cineasta de vanguardia que había quedado bajo la sombra de Jonas Mekas, y poniendo en contexto la música de Lou Reed con el resto de grupos que revolucionaron la música y se influyeron mutuamente, desde Ornette Coleman y Bob Dylan hasta Hendrix, el punk y el hip-hop o la enconada rivalidad con la California hippie de Grateful Dead. Anfetamina eléctrica contra el LSD psicodélico, canalleo barriobajero contra el bucólico paz, amor y flores. 

Uno de los ejes novedosos del libro de Hermes es cómo aborda in extenso la sexualidad fluida de Lou Reed, queer o bisexual, antes y después de que los disturbios provocados por la ruda redada policial en la sala pirata Stonewall Inn, en 1969, diera inicio al movimiento de liberación LGTB. El biógrafo señala con un prudente «Reed sugiere» la afirmación de que si sus padres le aplicaron la terapias del electroshock, fue para «curarle» de su homosexualidad, y elude los clichés transfóbicos que encasillan a los trans y drags como personas trágicas, sino perturbadas, a la hora de tratar a la trans Richard/Rachel Humphreys, que una vez apareció con los genitales sangrando. Rachel fue la pareja que más huella le dejó, pero se separaron cuando Reed le negó el dinero para su ansiado cambio de sexo. Él exigía a sus parejas dedicación completa, aunque, como en I’ll be your mirror, (ese espejo que te hace ver lo que no sabes de tí), creía en la capacidad transformadora del amor, y necesitaba «una mano en la oscuridad para vencer el miedo» y superar la culpa «por ser retorcido y cruel». Por ejemplo, en los abusos a su primera mujer, Bettye Kronstad.

[caption id="" align="aligncenter" width="914"] De Andy Warhol a Transformer con David Bowie[/caption]

De su relación con Andy Warhol, clave en la invención de la Velvet Underground, el biógrafo concluye que sólo hubo con él una fuerte tensión sexual, patente en el test screen, en el que el músico simula una felación al beber a morro de una botella de coca-cola (¡ dejando sin resolver si la idea del famoso bodegón pop warholiano fuera idea de Reed, a la manera del poema de Frank O’Hara, otro habitual de the Factory, Having a coke with you, el deseo queer envuelto en metáforas de arte. En cambio, detalla la  amistad con David Bowie en los años del glam y del disfraz como una complicidad creativa sin graves brumas conflictivas.

 «Es imposible hacer un retrato totalizante de Lou Reed», dice Will Hermes. De ahí que lo haya retratado sin enjuiciar ni psicoanalizar sus múltiples contradicciones. De una familia de judíos polacos emigrados a Brooklyn, disléxico, diabético, con una ansiedad crónica, autodestructivo, adicto al Johnny Walker Red y al speed en vena, libre en su sexualidad, sadomasoquista, violento y tierno, a menudo truculento, tal vez Lou Reed quedó atrapado un tiempo en el personaje que se creó con la Velvet Underground, papel del que sus fans no le dejaban escapar, hasta verse convertido en una caricatura de sí mismo, como la que aparece en la portada de Live: Take no prisoners, diseñada por el barcelonés Nazario.

La soberbia y crueldad que podía ejercer con personas de su entorno nacen de quien tampoco se soporta a sí mismo y tiene ataques de pánico (Waves of fear). «Dáme una cuerda suficientenente larga y yo mismo me colgaré», era una de las frases que había anotado de su mentor en la Universidad de Syracuse, Delmore Schwartz, cuya vida autodestructiva, después de un inicio fulgurante, es un mito literario en sí mismo mayor que la calidad de su obra y una advertencia para Reed. Y como contraste, sus canciones muestran una gran empatía con las personas que las inspiraron, ninguna de ellas personajes que hubieran aparecido en las novelas de Saul Bellow o Philip Roth. Letras con las que quería satisfacer su ambición de dar poesía al rock, combinando el malditismo yonqui de Burroughs y Selby jr con la frase chulesca y contundente de Raymond Chandler o del Elmore Leonard de Justified. 

Cuando se separó de Rachel Humphreys, mestiza mexicana-irlandés, ella sí navajera, verdadera hija de la calle, Lou Reed cambió. Se estaba inyectando en venas sangrantes y el público le pedía que repitiera la pantomina de clavarse la jeringuilla en cada concierto. Un día, en el centro de desintoxicación, se encontró con un chico que le preguntó, perplejo, qué demonios hacía allí cuando fue su canción Heroin lo que le había convertido en yonqui. La lista de amigos caídos por la droga no dejaba de crecer, iba a cumplir 40 años y Reagan llegaba a la presidencia de Estados Unidos al tiempo que la plaga de sida. Era un milagro que hubiera sobrevivido, «yo —dijo— que he metido mi polla en todo agujero accesible». Entonces conoció a la diseñadora Sylvia Morales. Recordó que Warhol le decía, «¿Yo, underground?, si lo que más deseo es que hablen de mí. El arte es negocio. El negocio es arte» y Lou Reed anunció el scooter Honda con Walk on the wild side de fondo  o neumáticos Dunlop con los sones de la sadomasoquista Venus in Furs, mientras It’s a perfect day se convertía en la canción favorita de las bodas de clase media. 

  

[caption id="attachment_231677" align="aligncenter" width="1024"]Con Rachel Humphreys, yc con Mick Jagger y David Bowie Con Rachel Humphreys, y con Mick Jagger y David Bowie[/caption]

Viejo Lou, joven Reed

Hermes no lo trata, pero en las cenas y conversaciones que mantuve con Reed en el 2010 pude apreciar esa inextinguible voluntad de los grandes creadores por no repetirse y seguir avanzando en la conquista de nuevos territorios artísticos. Sentía que en Estados Unidos  no le acababan de entender y miraba hacia la vanguardia alemana. En sus últimas décadas, junto a álbumes redondos como New York o el doloroso Magic & Loss, Lou Reed, protegido por su último ángel de la guarda, Laurie Anderson, quiso recuperar su vena vanguardista y sus obras más incomprendidas, como la teatral desolación de Berlin. Sobrevivir, envejecer dignamente, no claudicar y no acabar pareciéndose a sus padres: en su recreación de The Raven de Poe imagina un diálogo entre el Poe viejo y el Poe joven. Me dijo que el reencuentro era imposible, pero, apasionado de la tecnología, se rodeó de músicos jóvenes para mejorar el sonido de su álbum más despreciado, Metal Machine Music, publicado en 1975, antes de los experimentos sónicos de Robert Fripp y Brian Eno. Anti música frenética, caótica, desastrosa y maravillosa con momentos de paz cósmica y que sólo pudo apreciarse bien en vivo, al igual que las improvisaciones de 38 minutos de la magistral Sister Ray, una novela musicada de delirio psyco , o los sincopados films de Expanding Plastic Inevitable, experiencias ya tan inasibles como dilucidar el combate interior que vivió Lou Reed consigo mismo y el mundo.

[caption id="attachment_231686" align="aligncenter" width="569"] Lou Reed con Laurie Anderson (Courtesy Annie Leibovitz / Trunk Archive) en 1995[/caption]

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9 de noviembre de 2023

En 'Person of Interest', una inteligencia artificial benigna (Samaritan) se enfrenta a una diabólica (The Machine)

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James Bond contra Big Data y la IA (y 2)

Miénteme, pero no me engañes

Apolillado James Bond y autodestruido su arquetipo en No Time to Die, el primer engaño que plantean los herederos de las coreografías de acción es al espectador: ritmo frenético (filmes y videojuegos aceleran hasta el vértigo el número de fotogramas por segundo), desprecio por la realidad de los países árabes, asiáticos, latinoamericanos o africanos que sirven de telón de fondo y absurdos giros de guion para lograr un gaseoso efecto sorpresa. «Miénteme, pero no me engañes», se suele decir en los negocios o en las relaciones de pareja. «La ficción, aun la más fantástica, es una mentira que dice la verdad», diría un escritor. Nabokov demostró el arte (no fraudulento) del engaño literario en Otchayanie (Desesperación), cuyo protagonista planea asesinar a su doble para hacerse con su dinero e identidad, cuando sólo al final se desvela que la semejanza de rasgos era delirio de su mente perturbada. Haneke denunció los trucos engañosos del cine de testosterona (tipo Jack Ryan) en Funny Games: un secuestrador, al descubrir la muerte de su compañero, coge un mando a distancia y rebobina la cinta para retroceder en el tiempo y, conocedor de lo que va a suceder, quitar el rifle a la secuestrada y evitar que dispare.

En un filme tan trivial como Mission: Impossible (1996) de Brian de Palma, el agente Jim Phelps (Jon Voight), próxima su jubilación, acusa al jefe de un sección secreta de la CIA de haber asesinado a su equipo. «¿Por qué lo haría?», pregunta el joven Ethan Hunt (Tom Cruise). «Reflexiona. Era inevitable. Se acabó la Guerra Fría. Se acabaron los secretos que solo tú conoces. Se acabaron las misiones en las que tú eres el único juez. Un día te despiertas y el presidente dirige tu país sin tu permiso. ¡A la basura! ¡Hay que joderse! Te das cuenta de que estás acabado. Eres material no reciclable y te ves con un matrimonio de mierda y sesenta y dos mil dólares al año», responde Phelps. Eran aún recientes las detenciones de Aldrich Ames (CIA) y Robert Hanssen (FBI) como agentes dobles que trabajaban para Rusia.

La serie Homeland, con Carrie Mathison, su protagonista bipolar, y Nicholas Brody, no se sabe si héroe, psicópata o agente doble, reprodujo la neurosis y el estado de ansiedad creados por la amenaza yihadista, una guerra llamada del Terror contra un enemigo indetectable, capaz de burlar los filtros del contraespionaje, cuya burocracia fue desnudada en The Looming Tower, y que la CIA intentó compensar apadrinando Argo, de Ben Affleck. Pero la serie también refleja los trucos de los servicios secretos de varios países para obstaculizar la paz en Afganistán y el creciente antagonismo bélico con la Rusia de Putin (nunca disuelta la dinámica de la Guerra Fría), presente también en series previas a la invasión de Ucrania, tan distintas como The Blacklist, House of Cards, The West Wing o The Americans. Esta última recupera la psicosis macartista del enemigo interior mediante un matrimonio de espías rusos que pasan por ser nativos norteamericanos y sigue la fórmula ensayada con éxito por The Sopranos: asesinar a mansalva en los ratos libres que dejan los conflictos familiares con hijos adolescentes, aunque también esconde un mensaje patriótico a favor del modo de vida norteamericano. El yihadista nativo, sometido a un lavado de cerebro, será otro modelo tomado de The Manchurian Candidate (El mensajero del miedo), de John Frankenheimer.

Homeland entró de lleno en sus últimas temporadas en una de las novedades más inquietantes de la última filmografía, latente incluso en la saga de Star Wars: el miedo a la conversión de la democracia norteamericana en un régimen autoritario mediante una conspiración de miembros del aparato estatal (la privatización de la razón de Estado) en alianza con exitosos divulgadores de opinión populistas. El tema ha nutrido series como The Man in the High Castle o The Plot Against America. Una serie no de espionaje, la francesa Baron noir, inquietó con el retrato de un Zemmour presidente de Francia. Un episodio de Black Mirror mostraba cómo Waldo, un grotesco personaje de animación, podía ganar las elecciones frente a candidatos humanos, si obtenía el favor del electorado. La polaca Hejter (Hater) abundó en la manipulación de las redes sociales. La nórdica Furia siguió la trama de un atentado ultraderechista. Years and Years mantuvo el temor a una involución autoritaria y añadía la cuestión cibernética.

Tecnologías de control

El control mental del individuo y la sociedad de la vigilancia planteados por Zamiatin y Orwell o por la serie de culto de 1967, la psicodélica The Prisoner, de Patrick McGoohan, son otros de los grandes temas reflejados en la filmografía reciente. La existencia de Echelon no se divulgó hasta 1976. En 1998 el filme Enemy of the State, de Tony Scott, que parece la continuación de The Conversation, de Coppola, trataba del asesinato de un congresista que quería impedir la aprobación de una ley que diera a la NSA poderes ilimitados para vigilar a la población. Reynolds (Jon Voight), agente del servicio secreto, lo justifica ante Brill (Gene Hackman) diciendo que hay millones de chiflados dispuestos a disparar sus rifles, atentar con gas sarín o construir una bomba nuclear de bajo nivel, o hackers adolescentes que entran en los sistemas de instituciones estratégicas. «La privacidad ha muerto, la única privacidad que queda es la que está en el interior de tu cabeza. Pensarás que somos los enemigos de la democracia, cuando somos su última esperanza», dice Reynolds. Una serie que no es de espionaje, Silo, reúne al viejo Big Brother con el futuro distópico postcrisis climática, añadiendo otra inquietud contemporánea: el borrado de la memoria y que el prospecto publicitario de un parque natural sea censurado y su difusión, sancionada con la expulsión del cuerpo social y la muerte. Tenet, de Christopher Nolan, sigue la ola de ciencia-ficción con viajeros del futuro que viajan al pasado para impedir que sus antepasados culminen la destrucción del planeta.

En 2010 Shane Harris desveló en The Watchers: The Rise of America’s Surveillance State el programa de vigilancia masiva desarrollado por la NSA. Un año después, la serie Person of Interest, de Jonathan Nolan y J. J. Abrams, reproducía el recelo a programas como Echelon, Carnivore, Narus, Candiru o Pegasus y a que en un futuro el ser humano fuera gobernado por una implacable inteligencia artificial, temores tan presentes en Philip K. Dick y J. G. Ballard Léase Informe desde un planeta oscuro.

En Person of Interest, la Máquina, nacida para predecir el comportamiento de los individuos y prevenir delitos (variante, pues, de Minority Report), acaba sien.do objeto de deseo de oscuras fuerzas y agencias secretas que quieren imponer un orden dictatorial a partir de la hipervigilancia de la población. En los últimos capítulos, la Máquina, dotada de sensibilidad ética, entabla una batalla agónica con su doble maligno, Samaritano, fuera del control humano. El 10 de mayo de 2012 fue emitido un episodio en el que los protagonistas de la serie salvan a Henry Peck, un analista de la NSA que ha decidido desvelar el sistema espía y es perseguido por asesinos contratados por el Gobierno. Solo un año después, la ficción se hacía realidad y Edward Snowden desveló desde Hong Kong documentos de alto secreto y detalles de los programas Prism y Xkeyscore de la NSA, proceso filmado por Laura Poitras en el documental Citizenfour.

Privatización de ejércitos, agencias y cadena de satélites

El espionaje entraba en una nueva era. Una era en la que el ciudadano ha sido privado de privacidad; sus secretos, mercantilizados; su mente, bombardeada a diario por la desinformación y los mensajes subliminales creados a medida por la lógica de los algoritmos; su cuerpo, sometido a la exigencia del modelo de salud y belleza, al mismo tiempo que ve con temblor su invasión por diminutos virus, pavorosos enemigos interiores, o, en fin, la paradoja de la realidad inmersiva en un mundo virtual, análogo al capitalismo metafísico (derivados financieros, criptomonedas, NFT…), cuando el planeta avanza hacia la crisis climática y resurge la amenaza de una guerra nuclear. Un futuro apocalíptico, un no futuro, que aumenta la demanda de orden, patrioterismo, protección y seguridad y, por eso, las tentaciones posdemocráticas.

A más amenazas, más vigilancia y engaños para proteger el secreto. El contrato social por el que el ciudadano cede al Estado parte de sus libertades y derechos individuales a cambio de protección (una de las estrategias predemocráticas de las burocracias guerreras o mafiosas) queda pulverizado si los guardianes del Estado reproducen las mismas chapuzas vividas en su mundo laboral cotidiano. Las palabras mágicas para acallar las trabas legales o los problemas de conciencia son seguridad nacional. El dilema entre el sacrificio de unos pocos para garantizar la seguridad de muchos suele resolverse a favor del primer enunciado, aunque la idea de salvar a la familia siga siendo seminal en la filmografía norteamericana, mientras los ejércitos (Wagner), las agencias secretas o la hipervigilancia (Elon Musk) se privatizan.

El Nuevo Orden de Señales Electrónicas que cubre la red de comunicaciones universal, desde los satélites a las cámaras de los semáforos o de cualquier teléfono móvil, ha transformado por completo las películas de espías. En el mundo real, si el Big Brother desdibujó el icono gallardo de James Bond, tal vez el big data, el data mining  y la Inteligencia Artificial han desplazado ya al Big Brother, acumulando billones de datos imposibles de imaginar o de conocer ni con el algoritmo más sofisticado. La datavigilancia se ha privatizado e innumerables compañías comercializan con altos beneficios los datos de sus usuarios al tiempo que, paradójicamente, les venden softwares para crear la ilusión de que así evitan las intromisiones en sus ordenadores o teléfonos móviles. En este nuevo Génesis también sufre en el cine de espías (no en los otros géneros, tipo Marvel) la figura icónica del malvado. Al imaginario del Deep State y los tecnoprogramas secretos se contraponen la Dark Web o la Deep Web, utilizadas por los conspiradores, que se sirven también de los mensajes de los videojuegos para transmitir sus consignas. Tras las imágenes de Abu Ghraib y las ejecuciones de narcos y yihadistas y como contraste a tanta inteligencia artificial, los filmes ofrecen imágenes de brutalismo gore en sus escenas de acción. Ya pocos mueren de un disparo limpio: los infiltrados capturados son sometidos a sádicas torturas con instrumentos espeluznantes, largas agonías y abundancia de sangre y sesos derramados.

La sombra de una duda

A pesar de todo, el cine de espías de corte clásico seguirá atrayendo público, como en la serie The Mole; Undercover in North Korea (El infiltrado), de Mads Brügger, o en el sofisticado engaño de Spy no tsuma (La mujer del espía), de Kurosawa o las sutiles estrategias inconfesables de The Diplomatic. La trama funciona porque está instalada en nuestro imaginario desde cuando tuvimos que desarrollar el engaño y la astucia para adquirir la cena o no servir de cena a depredadores más fuertes. Todos mentimos, todos engañamos y todos somos espías espiados. Nos perseguimos, nos apasiona descubrir secretos y vivimos con suspense la posibilidad de que se descubran los nuestros, incluso nos torturamos, tonteamos con vidas dobles y flirteamos con cruzar líneas éticas inconfesables. Seguimos temiendo como nuestros ancestros un fin del mundo apocalíptico o la picadura de la serpiente oculta entre la hierba y proyectamos en nuestros sueños o en nuestros libros y filmes relatos de angustia que se desvanecen con alivio al despertar de la pesadilla, cerrar el libro o salir del cine, aunque quede la sombra de una duda, diría Hitchcock, de que hay quienes suplantan las tareas informativas y analíticas, propias de los servicios secretos, por las tareas estrictamente políticas que, en democracia, pertenecen a los representantes electos, aunque no todos ellos sean políticos fiables.

Desde que empecé a escribir este artículo para JotDown, mi portátil se está comportando de forma extraña: se calienta en exceso, aparecen páginas web en ruso y carpetas antiguas en el escritorio. En la bandeja de mi correo ha aumentado el número de e-mails sin sentido de empresas con las que trabajo y están llegando a mi cuenta de WhatsApp mensajes de personas que conozco con links que no me atrevo a clicar. En el edificio de enfrente ha desaparecido el cartel de «Se Alquila» que llevaba años colgado. Un Seat Arona de color blanco suele aparcar en la esquina opuesta al bar donde quedo con mis amigos. Parece que sus ocupantes esperan la salida de alumnos del colegio vecino, pero aún no he visto subirse en él a ningún niño. Ahora está sonando el timbre de la entrada. Una voz anuncia que viene a revisar la instalación del gas. Envío el artículo y apago el ordenador antes de abrir la puerta…

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31 de julio de 2023

La Inteligencia Artificial a la que se enfrenta Tom Cruise en la nueva entrega de 'Misión Imposible'

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James Bond contra Big Data y la IA (primera parte)

 

Todos engañamos, todos somos espías y todos nos sabemos espiados. En todos los libros hay un engaño que oculta un secreto. Si leyéramos el Génesis cristiano como una novela de espías, Dios sería el invisible ojo de la Razón de Estado, el Bien Supremo que está en todos los lugares y que todo lo ve y todo lo oye para garantizar con su poder de consuelo, protección y castigo la identidad, la ley y el orden. Satán («el antagonista») o el Diablo («el que divide») sería el ángel vengativo, el agente del Reino del Mal, sombra que engaña mediante el disfraz y el ardid a Eva, y esta, a Adán, incitando a la traición, introduciendo la sospecha y revelando el conocimiento del Secreto para adueñarse del Mundo. A no ser, claro, que en realidad se tratara de una operación de falsa bandera, un autoengaño colectivo para crear una norma y unos jueces metafísicos que buscaran impedir que el carnívoro ser humano se despellejara y se extinguiera como especie. Un no creyente diría que el Secreto estuvo tan bien custodiado por la burocracia celeste en la tierra (sacrilegio significa «leer, robar lo sagrado») que tardó miles de años en ser hecho público.

¿Cuál es el engaño hoy? ¿Qué secretos se ocultan, cuando con la Inteligencia Artificial se ha hecho realidad la milenaria fantasía del Ojo de Horus y la veracidad de los hechos ha quedado anegada bajo un piélago de palabrería y desinformación? ¿Cuando la culpa no es haber desoído a una divinidad, sino al equilibrio de la Naturaleza y haber creado un dios tecnológico? En la nueva entrega de Mission: Impossible, Dead Rackoning part One, el enemigo es el poder omnipresente de la Inteligencia Artificial, ente sin forma, fuera de control humano, y el traidor ya no es el que sirve a una potencia enemiga, sino el nuevo Judas que traiciona a la Humanidad. El nuevo supervillano que quiere llevar al mundo al Apocalipsis o al Armageddon es una deidad artificial maligna que representa el pavor a la máquina. El antagonista que amenaza al ser civilizado occidental  ya no es sólo el salvaje, el zombie, los virus invisibles, la bestia, el otro o el robot, sino también un demonio abstracto y tecnológico creado por él y que exaspera el miedo a una transformación ontológica. El film, pura coreografía, sin más, se suma a la tendencia de la privatización de ejércitos y agencias secretas.

Amazon lee y vende los datos que le damos gratis y al mismo tiempo nos ofrece bolsas Faraday para evitar intromisiones en la privacidad de nuestros móviles y ordenadores y sistemas. Por muchas barreras de contraespionaje que levantemos contra el spyware o malware, sabemos que todos vivimos bajo un techo de cristal y damos a los antivirus acceso a los santuarios de nuestros discos duros. Bush padre fue director de la CIA. Putin, exagente del KGB, no ha dejado de practicar la estrategia soviética del engaño (maskirovka) y las «medidas activas» (aktivnyye meropriyatiya) de desinformación: uso de agentes de influencia y falsificación de noticias para distorsionar la percepción de la realidad. Matthew Potolsky, en un libro apasionante, The National Security Sublime: On the Aesthetics of Government Secrecy, analiza los secretos de Estado en Occidente y su reflejo en la cultura a lo largo de los siglos, desde la muerte del rey Claudio por Hamlet y la conjura contra Kennedy, ficcionada por Don DeLillo en Libra, a las intrincadas constelaciones del poder financiero y político del artista Mark Lombardi o las acciones performativas de Jill Magid. Potolsky dice que inició sus investigaciones al observar que la National Security Agency (NSA), creada en 1952 por Truman, era un fantasma que no aparecía reflejado en ninguna novela, ni film, ni ensayo político de la época, a pesar del papel central que desempeñó durante la Guerra Fría, junto con otras agencias similares, llamadas The Five Eyes, entre las que figuraba  la británica GCHQ. Su invisibilidad dio pie a leer el acrónimo NSA como No Such Agency.

 

El momento agónico del espía ante el desierto de espejos

«Deception is a state of mind and the mind of State» es la frase del exdirector de contraespionaje de la CIA, James Jesus Angleton, que abre el documental Operation Gladio, de Allan Francovich, sobre la red clandestina que ejecutaba atentados de falsa bandera en los años setenta para promover un régimen autoritario y evitar la llegada al poder del Partido Comunista. Angleton, protagonista de The Good Shepherd (2006), de Robert de Niro, y gran lector de poesía, describía con un verso de Eliot («wilderness of mirrors») el momento agónico del espía, aquel en el que se encuentra perdido, solo, aislado, y no sabe qué hacer ni en quién confiar. En un desierto de espejos fiables el sentimiento de la población de estar a la intemperie y de ser engañada es omnipresente. La frase más repetida por los personajes de numerosas películas en sus momentos más dramáticos es trust me, confía en mí, frase balsámica que se ha de repetir más de cinco veces, casi una plegaria, para ser convincente.

Los agentes no saben a quién sirven ni por qué. Los objetivos últimos de la misión son mantenidos en secreto por la cúpula jerárquica. Los espías de los films, como muchos ciudadanos están desorientados por la posverdad, la inseguridad, el auge de la Inteligencia Artificial, los profundos cambios en su vida cotidiana, las deslealtades, la competitividad incluso con los compañeros de trabajo, el miedo a un futuro incierto, la falta de respuesta política a su malestar…, y estos espías se hacen preguntas, dudan, investigan; otros siguen con entusiasmo las banderas que enarbolan sus jefes, confortado su desasosiego por la comunidad de acólitos que comparten la misma fe en una verdad única.

«Cuando el sistema falla, el hombre honrado se alza», dice un policía de la serie Bosch. En su caso, busca la supervivencia de la justicia ahogada en un océano de corrupción generalizada, pero la misma frase es entendida de otra manera por una secta cercana a las tesis conspirativas de QAnon. Y ahí reside el engaño de las palabras, el doublespeak orwelliano: defender la democracia para acabar con ella, o, como en la carta robada de Poe (un experto en esconder códigos secretos en sus textos), acusar de conspiración al Deep State cuando ellos son manejados por el Deep State. El mensaje en ambos casos es que la única opción es individualista, nunca la acción colectiva, y, cuando se opta por un activismo colectivo, entra en juego la resignificación de la palabra libertad: la máscara de V for Vendetta la utilizaron activistas de izquierdas (mi libertad termina cuando empieza la libertad del otro) y, después, ultraderechistas defendiendo una libertad sin conciencia social.

Laberinto de secretos

En Three Days of the Condor (1975), de Sydney Pollack, Robert Redford descubre que detrás de una serie de asesinatos se esconde la mano de una CIA secreta dentro de la CIA con un plan para invadir Oriente Próximo en caso de crisis petrolera. «No es más que un juego para probar cuántos hombres, qué riesgo, cómo se desestabiliza un régimen», dice el jefe de los servicios secretos a Redford. «Para eso nos pagan. Es una cuestión económica. Hoy hablamos de petróleo, en diez o quince años, quizá antes, hablaremos de alimento o de plutonio. ¿Qué crees que la gente espera de nosotros? Cuando las reservas se agoten, cuando no puedan calentarse, cuando sus coches no arranquen, pregúntales. Cuando tengan hambre aquellos que nunca han pasado hambre, ya no querrán que les pregunten, solo querrán que les abastezcan». El plan era solo prospectivo, pero el líder de la CIA secreta quería ponerlo ya en práctica mediante atentados de falsa bandera, por lo que la CIA oficial se había deshecho de él. Aún no era el momento de aplicarlo, aunque el plan era válido y había que mantenerlo en secreto para que no llegara a oídos del enemigo y eso exigía la muerte de cuantos lo conocían.

La conversación tiene lugar frente al edificio de The New York Times. «Ellos lo saben», sonríe Redford. «¿Cómo sabes que lo publicarán?», responde enigmático el agente secreto. La cinta resulta ingenua hoy, en el mundo del egoísmo posdemocrático y de la posverdad, en el que los líderes populistas han conseguido que sus seguidores crean que cualquier hecho documentado por los medios anatemizados es pura fábula. En la filmografía de ficción reciente salen a la luz vagamente los entramados que mueven el mundo: intereses petroleros (Syriana, de George Clooney), de la industria del armamento, tecnológicas, farmacéuticas, ejércitos privados subcontratados, como Blackwater y Wagner (Dirty Wars, de Richard Rowley), narcotráfico, luchas personales por el poder, presidentes norteamericanos asesinos, golpes de Estado en la Casa Blanca…

Es tentador trasladar a las películas de espías la crisis de identidad (lo que soy, lo que creo ser y lo que aparento ser), agudizada por el narcisismo competitivo. Hay series excelentes, como la francesa Le Bureau des légendes, de Eric Rochant, que retrata los problemas de identidad de un agente con el personaje que ha representado durante su infiltración en Siria y que aborda con verosimilitud la situación en Oriente Medio, Irán, el ciberespionaje, la rivalidad con Rusia o las intromisiones de la CIA y el Mossad. El protagonista padece el mismo síntoma que Jason Bourne (The Bourne Identity), Leamas (The Spy Who Came in from the Cold) y Razumov (Under Western Eyes), que intentan resituar sus identidades respecto a las adoptadas en sus reinos de sombras. El mismo tono melancólico mantiene el film Beirut, de Brad Anderson, con guion de Tony Gilroy y con un Jon Hamm que podría haber encarnado al cónsul Firmin de Under the Volcano, de Lowry. La lista de protagonistas con trastornos ansiosos es larga, como el hacker encapuchado Elliot Alderson, del techno-thriller Mr. Robot, que sufre identidad disociativa y depresión patológica. Y en esta serie, como en tantas otras, el mensaje sigue siendo la opción del héroe individual.

Otras obras dignas son Tehran, Kalifat, The Honourable Woman, Counterpart (la posibilidad de haber vivido otra vida y la amenaza de una pandemia exterminadora), Spy/Master (la turbia deserción de un espía de Ceaucescu, en el que la verdadera malvada es la esposa del dictador rumano) o The Spy, de Yuval Adler, con una Diane Kruger que renuncia por convicciones morales al Mossad y The Little Drummer Girl y The Night Manager (ambas de Le Carré). O, también, A Most Wanted Man, otra de Le Carré, versionada por Anton Corbijn y un Philip Seymour Hoffman estelar en el papel de un agente que tiene que dilucidar si un checheno es un simple emigrante o un peligroso terrorista. La irónica Slow Horses permite lucirse a un gran Gene Hackman descreído y Old School. Disparatadas e innovadoras son Killing Eve, Babylon Berlin (reinvención del Berlín decadente de Weimar) y Utopia (primera versión, la de Dennis Kelly de 2003): una conspiración malthusiana de ecologistas radicales con premonición de una pandemia de gripe rusa provocada como excusa para insertar en la población un chip de exterminio racista.

Si alguien quiere matarte, conviene preguntarte por qué

En uno de los capítulos, uno de los conspiradores regaña a una mujer que, con conciencia medioambientalista, ha optado por viajar en autobús con su hijo pequeño en lugar del contaminante avión: «Nada produce más CO2 que un humano del primer mundo —dice airado el terrorista— y tú has tenido uno. ¿Por qué? ¿Por qué lo has tenido? Producirá quinientas quince toneladas de CO2 a lo largo de su vida, lo mismo que cuarenta camiones. Haberlo tenido será equivalente a realizar seis mil quinientos vuelos a París. Podrías haber volado noventa veces al año, ida y vuelta, un viaje cada semana de su vida, y eso no tendría el impacto en el planeta que va a tener tu hijo. Por no mencionar los pesticidas, los detergentes, los plásticos y los combustibles nucleares que se usarán para que no pase frío… Traerlo al mundo fue un acto egoísta, algo brutal. Tú has condenado a otros al sufrimiento. Si este asunto te preocupa tanto, lo que tienes que hacer es cortarle el cuello a tu hijo ahora mismo».

Masahiro Higashide y Yû Aoi en Supai no tsuma (La mujer del espía), 2020. Fotografía: C&I Entertainment.

Las guerras de Irak, Siria y Afganistán y la ola de atendados yihadistas generaron una multitud de films sobre conspiraciones de Al Qaeda o el ISIS, expresión de una herida de ansiedad que no lograron cicatrizar la muerte de Bin Laden (Zero Dark Thirty, de Kathryn Bigelow) ni la difusión del gran engaño y el inmenso error de Bush (Official Secrets, de Gavin Hood). Ya hace décadas que los filmes subrayan la parte más oscura del ser humano. Nadie es malo ni bueno los trescientos sesenta y cinco días del año y algo hemos aprendido: «Si alguien quiere matarte, conviene preguntarte por qué», decía John Le Carré. En los films patrióticos más convencionales, el yihadista suele justificar sus acciones («ellos mataron a mi familia, yo tengo derecho a matar a la suya»), aunque no vayan más allá de una contraposición entre el buen árabe moderado (ya se sabe que el colaborador nativo morirá en algún momento) y el radicalizado, según modelo calcado de las películas coloniales o de las de indios y vaqueros, que demonizan al otro. (Continuará)

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21 de julio de 2023

Dibujo de J. J. Grandville, caricaturista que colaboraba con Balzac.

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Elogio del periodismo cultural

 

«La página parece estar llena, parece contener ideas; pero, cuando el instruido mete allí la nariz, huele el olor de los sótanos vacíos. Es profundo y no hay nada: la inteligencia se apaga allí como una vela en una bóveda sin aire».  La frase no es mía. Es de Balzac. Por mucho trabajo que se me acumule, siempre he encontrado tiempo para acudir a los clásicos y librarme de la ansiedad que generan las visitas a las atiborradas mesas de novedades de las librerías, tomos flotando en un mar de fajas publicitarias como si ciñeran el salvavidas tras un naufragio, perdida la brújula crítica. O, si quieren, escaparate arbitrario de ofertas de supermercado, en los que distinguir, como decía Eliot, el ajo del zafiro.

Echo de menos libros como el que escribió Balzac para reírse en serio del periodismo, ahora que hay tantos expertos en nadalogía. También los de Flaubert sobre el estupidario y la necedad universal, aquella que es inmune a la lectura. Cuántas veces, leyendo densos ensayos académicos, he recordado a Bouvard y Pécuchet y su decisión de volver a su trabajo de copistas, después de haber fracasado en su  descomunal propósito de aplicar las ideas de moda de  su época. Y cuántas veces he regalado Los viajes de Gulliver de Swift  o La escuela de mandarines de Miguel de Espinosa o imaginado que los freakies Bouvard y Pécuchet hoy ganarían elecciones, dirigirían museos o se harían de oro con millones de seguidores en twitch o tik-tok. 

La falta de comprensión lectora existe desde que hay estadísticas, porque siempre se ha dado, incluso entre eruditos. La célebre frase de que en España no hay filósofos, sino profesores de Filosofía, es extensible a otras ramas. La venda que la alegoría pone a la representación de la Justicia, tan dañada en su equidad, quedaría hoy mejor nublando la vista de la Universidad. Exceptuando, claro, un par de libros y los magníficos papeles que corren por Internet, si se saben buscar bien. 

 El anatema del periodista: aquel que sabe un poco de todo y nada de algo, se ha revertido en el académico especializado al que se le escapa saber mucho de algo porque no sabe nada de todo. Cuando la academia se adormece en  la retórica de citas y comentarios de comentarios de otros comentarios, son de agradecer los libros escritos por periodistas culturales que leen sin muletas ortopédicas. No citaré nombres de grandes universitarios y periodistas para no ser turiferario, porque comparto profesión y boomeran(g) con algunos de ellos. Son gente letrada, al tiempo que escritores, que liberan las obras de las vitrinas del taxidermista y aportan esa mirada enciclopédica, apasionada y libre de escuelas, que ha perdido buena parte del funcionariado universitario. De eso se trata, de hacer vivas las obras clásicas, de prestigiar a los mejores autores de nuestro tiempo, de transmitir el placer, la inquietud o el peligro de saber leer.

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3 de junio de 2023

Jeanne Moreau, en 'La Notte', de Antonioni.

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«Ce qui fait marcher le monde, c’est le cul et l’argent»: una visita a Jeanne Moreau

 

Mi memoria flaquea, pero me acuerdo muy bien de lo que me dijo Jeanne Moreau un verano lejano, en una casa solitaria, entre campos de girasoles y lavanda, cerca de Avignon. Fue en julio de 1989, los días en los que el festival de teatro que se celebraba en el Palais des Papes aún era un referente mundial que reunía a periodistas de toda Europa. La edición de aquel año tenía, además, un aliciente especial: el retorno de la actriz, después de casi cuatro décadas, al lugar donde había debutado en 1947.

El director Antoine Vitez le había pedido que encarnara a La Celestina en la obra que abría el festival y ella había aceptado, porque —dijo— se lo debía a su tutor y creador del certamen, Jean Vilar, pero me pareció entender que a sus 61 años, embarcada en filmes de poca sustancia, necesitaba un regreso a los orígenes y a la frescura perdida de la nouvelle vague.

Mi memoria flaquea y no guardo la entrevista que publiqué en el magazine de La Vanguardia, pero me acuerdo muy bien de que, hablando del deseo y del amor, dejó sin terminar una frase. Tras un breve silencio, sus ojos se hicieron más oscuros y me dijo que no había entrado en su personaje hasta que, al mirarse en el espejo, maquillada con las arrugas y la huella de la cuchillada que marcaban el rostro de la Celestina, «puta vieja alcoholada», vio la sombra de su cicatriz interior. «Ce qui fait marcher le monde, c’est le cul et l’argent», me dijo con voz cazallera, antes de sonreír como sonreía en Jules et Jim, cuando era joven y cantaba Le tourbillon. El sentimentalismo c’est dégueulasse, el amor no admite reglas. Lo dijo sin un ápice de duda, y a partir de ahí se abrió y me confesó que el único gran amor de su vida había sido Orson Welles, al que echaba en falta y al que veía como el rey destronado, no de un reino real o abolido, sino de un reino imaginario. Me dijo que no le importaba que la consideraran la mujer inalcanzable que nunca promete amar para siempre o que la identificaran con la canción de Oscar Wilde que entonaba, tan hierática, en Querelle de Brest, de Fassbinder, Each man kills the things he loves. Ella veía la vida como un regalo, un don que agradecía cada día, y dijo y volvió a decir que nunca se dejaría vencer como habían hecho muchas de las mujeres que había conocido.

Con Orson Wells

Después dijo muchas más cosas. La noche del estreno, Moreau fue un torbellino, declamando, bailando con los pliegues de su amplísima falda, subiendo y bajando por la monumental escalera que Yannis Kokkos había montado en la Cour d’Honneur, una escalera moral que unía infierno y cielo. La obra duró demasiado y las ráfagas del mistral a veces borraban las palabras. Cuando Sempronio y Parmenio mataron a la Celestina, la representación perdió fuerza y parte del público, ya de madrugada, abandonó la función.

Mi memoria flaquea, pero me acuerdo muy bien que durante un tiempo cité su frase, adaptación afortunada de un saber popular. Hoy creo, en cambio, que lo que mueve realmente el mundo es un mayúsculo y vanidoso Ego que necesita sexo, halago y dinero para engordar. Mi mala memoria no recuerda qué filósofo o qué Séneca de bar dijo que, si  el adolescente está contra el mundo, el joven quiere cambiar el mundo y el adulto desea someter el mundo, al anciano, lo único que le  reconforta es ser reconocido por el mundo. Me temo que la realidad es más simple y que, de momento, van ganando quienes reducen sus aspiraciones, en todas las edades, a los dos últimos.

Con permiso de la Real Academia, corregiría a mi aforista favorito, Lichtenberg: «Amarse sólo a sí mismo al menos tiene una ventaja: no hay muchos rivales.»

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13 de marzo de 2023

Robert Caro y Robert Gottlieb en 1974

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Lecciones de un viejo editor: una película que cautiva en Estados Unidos

Es la última película de 2022 estrenada comercialmente en Estados Unidos y no ha dejado de recibir reseñas entusiastas desde su pase en el festival de Tribeca. No hay acción, ni misterio, ni celebrities del espectáculo, ni tampoco denuncia de dramas sociales o corrupciones políticas. Simplemente es un documental de casi dos horas sobre un ensayista de 87 años que sigue tecleando en su vieja máquina de escribir Smith Corona Electra, y un editor de 91 años que considera una cuestión de honor batallar por un punto y coma. Eso sí, el éxito del film no se explicaría si el ensayista no se llamara Robert Caro y el editor, Robert Gottlieb.

    Se conocieron cuando Caro, antiguo reportero de Newsday, estaba escribiendo The Power Broker, un demoledor retrato del todopoderoso Robert Moses, el urbanista que dio forma al Nueva York de después de la Gran Depresión, pero también una desoladora descripción de los estragos que la reforma urbanística ocasionó entre la población y una cruda incursión en los entresijos del poder real que ha fascinado a políticos como Bill Clinton o Barack Obama. Por algo Caro alternó sus más de 500 entrevistas realizadas y la consulta de una ingente documentación con la lectura de Tolstoi y Edward Gibbon.

    En el documental, filmado por la hija del editor, Lizzie, Turn Every Page: The Adventures of Robert Caro and Robert Gottlieb, se recuerda que cuando en 1974 Caro entregó su mecanuscrito a la editorial Knopf, Gottlieb se llevó las manos a la cabeza. El texto superaba el millón de palabras, imposible de albergarlas en un solo tomo. "Puedo vender a Moses una vez, pero no dos veces", le dijo el editor. Y juntos se pusieron a suprimir 350.000 palabras. Gottlieb fue responsable de The New Yorker y ha editado más de 600 libros al frente de Simon & Schuster y de Knopf. Entre sus autores, Cheever, Lessing, Heller, Rushdie, Morrison, Ozick, Edna O'Brien, Dylan o Le Carré. Apasionado del ballet y aficionado a coleccionar bolsos de plástico Lucite, se declara lector antes que editor. Primero lee el manuscrito sin tomar notas. Luego hace una segunda lectura, ya lápiz en mano y, aún una tercera. Detecta aquellos pasajes que han interrumpido desagradablemente su experiencia de lector y trata de hacérselos ver al autor. Lo hace de la manera menos intrusiva posible, porque su primer consejo es que el editor ha de ser un maestro de la empatía: de lo que se trata es de mejorar la obra tal como es el autor, no como al editor le gustaría que fuera. Y entonces se entabla un batalla que puede ser épica para dilucidar quién tiene razón. "No somos amigos, es mi editor", bromea Caro. "En un grumo de arcilla es capaz de ver una escultura", le elogia Clinton.

 Si en The Power Broker, Gottlieb le hizo suprimir 350.000 palabras, la nueva obra de Caro, la biografía de Lyndon B. Johnson, ya va por cuatro volúmenes, a una media de diez años cada uno. "Revisa cada página, cada maldita página", le había exigido el redactor jefe de sus días de reportero ante el material documental que iba descubriendo en sus investigaciones. Entonces tenía fama de ser uno de los escritores más rápidos de la Redacción. Después aprendió a saborear la lentitud. Caro se hizo tan minucioso que residió varios años en un destartalado condado de Texas para entender la mente de Johnson, a pesar de las quejas de su mujer: "cielos, podías haber elegido escribir la biografía de Napoleón". Ahora planea viajar a Vietnam para el quinto y definitivo tomo de su mastodóntica biografía. Y aquí Gottlieb ofrece otra lección desatendida por demasiados editores: nunca presiones al autor, reclamándole una y otra vez cuándo tendrá listo el manuscrito.

La conjura de los necios

  Como todos los grandes de la edición, la autoridad moral de Gottlieb ha dado esa confianza de psicólogo que necesitan los escritores cuando envían su manuscrito y esperan anhelantes una respuesta. Unos reaccionan con un ego inflado (Roal Dahl) y otros (Morrison), con agradecimiento. Por supuesto, también atesora pifias como la de creer que La conjura de los necios de John Kennedy Toole sería un fracaso de ventas. En su correspondencia con el autor novel que le escribe desde el remoto sur se observa esa suficiencia del editor que se sabe en el centro del poder literario de Nueva York. Elogia la mayor parte de la obra, valora el humor y la creación de personajes inolvidables, pero cree que le falta un por qué, un significado, y que los hilos de la trama sean más fuertes y significativos todo el tiempo a fin de que la trama no se reduzca "a un divertimento que se resuelve de cualquier manera". Toole acepta sus consejos, aunque insiste: todos los personajes dicen algo auténtico de Nueva Orleans, son reales como individuos y como representantes de un grupo: "Bajo la irrrealidad de mi experiencia en Puerto Rico, este libro se convirtió en algo más real que lo que acontencía allí: empecé a hablar y a comportarme como Ignatius". Gottlieb le contesta: "Leeré, releeré, editaré, quizá publicaré, lidiaré con ello hasta que esté harto de mí", pero Toole decidió arrinconar su obra y se suicidó sin ver publicado uno de los grandes éxitos de la narrativa norteamericana y ganar el Pulizer, algo que no inmuta a Gottlieb, quien aún cree que hizo bien: "muchos años después lo volví a leer y puse las mismas objeciones y ya se sabe que pasa con los premios, que a veces los ganan libros malos".

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31 de diciembre de 2022
George Steiner entre libros de Naomi S. Baron y Maryanne Wolf
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Proust y el calamar

No nacimos para leer, dicen los neurólogos. No hay en el cerebro ningún gen ni ninguna zona programada para la lectura, aunque sí para el habla, de modo que aprendemos a leer echando mano de procesos que sirven para otras cosas, como reconocer un rostro o distinguir un mortífero alacrán de una fruta sabrosa, y de este modo el cerebro va creando circuitos que nos permiten leer signos o símbolos abstractos, primero de forma lenta y muy básica y luego, con la práctica, más veloz y sofisticada. Lo digo porque observo una tendencia a considerar al lector o al oyente digital más indocto que el de papel, como si ya hace tiempo no se nos exigiera, ya sea en texto impreso, radio, podcast, you tube o televisión, textos más rudimentarios y contenidos más livianos. ¿La lectura digital y lo audiovisual favorece una escritura más superficial en un círculo vicioso que se retroalimenta? El dilema va más allá del eterno debate entre bajar el nivel para llegar a más audiencia y ser acusado de desculturizar a la población o mantenerlo y ser acusado de pretencioso elitista. 

Maryanne Wolf publicó hace años un texto divulgativo, Proust and the Squid: The Story and Science of the Reading Brain, donde contraponía dos maneras de leer. La de Proust: la lectura literaria abre puertas a la imaginación, nos conecta con los sabios del pasado y nos sitúa en el mundo, aviva también recuerdos, sensaciones, deseo de saber por nosotros mismos en soledad y despierta placer, mientras que en el caso del calamar es simple escaneo de meras células que transmiten información.  Wolf prologa el nuevo libro de Naomi S. Baron, How We Read Now: Strategic Choices for Print, Screen, and Audio (Oxford University Press). Ambas coinciden en que no hay una, sino múltiples formas de leer y que el peligro es que la forma hegemónica de leer sea la del calamar y que eso condicione también, añadiría yo, el auge de la escritura de los merluzos.

  Naomi S. Baron, con el aval de numerosa documentación, desmiente muchos clichés sobre la lectura digital o el aprendizaje audiovisual y da consejos a los educadores. Es cierto que las personas tienden a leer más rápido en una pantalla que en una página, no más de 500 palabras, lo que disminuye la comprensión. Y eso que he comprobado la eficacia de la técnica de Octavio Paz para acelerar la lectura sin perder un ápice del significado, pero esa pericia sólo vale si has leído mucho. La página es un mapa que nos ayuda a situar las palabras, y las distracciones y la velocidad, perder la capacidad de retroceder para releer un pasaje difícil, pueden hacer inasumibles los conceptos complejos, pero también -sostiene Baron- los nativos digitales pueden compensarlo con su destreza en la navegación enciclopédica por internet y su capacidad de adaptarse a la velocidad de la realidad cambiante, aconsejando, eso sí, practicar el hábito mnemotécnico de las anotaciones escritas a mano y buscar momentos de pausa para la lectura de libros.

El dilema de Steiner

Desconfío de los intelectuales que desprecian todas las innovaciones (¿recuerdan la aversión de los escritores a pasar de la máquina de escribir al computer?) y maldicen todos los fenómenos populares, que en mi opinión miden mejor que las encuestas lo que está pasando fuera de los círculos letraheridos. El problema no está en la tecnología (¿cuándo dejaremos de decir que son nuevas, cuando llevan en uso ya decenios?), sino, en gran parte, en la enseñanza. Los profesores de bachillerato dicen que no tienen medios para enseñar como quisieran y los catedráticos maldicen como la gran catástrofe silenciada, equiparable a la crisis climática, que les lleguen alumnos cada vez más ignorantes. Y eso me recuerda a George Steiner, otro cerebro, otra época, old school, incapaz de leer a Dante mientras se colaba por la ventana de su despacho del campus la música de Jimi Hendrix que escuchaban sus alumnos a todo volumen. Años más tarde, en una rueda de prensa en Girona, le discutí su afirmación de que la ciencia era más precisa en el estudio de la condición humana que las Humanidades, porque vi que era producto de su desengaño de los cultural studies  aislados en su castillo dogmático. El mundo -decía- entraba en una nueva época: el epílogo, que viene después del logos (la palabra impresa), es decir, un mundo en el que "es el cine y no la literatura el que cambia las sensibilidades y las emociones de los hombres", un mundo en el que la disciplina que aporta más conocimiento sobre el ser humano utiliza un lenguaje sin formas verbales: los algoritmos. El mismo Steiner, en cambio, tiene un delicioso libro en el que proclamaba que el primer deber  de los maestros era contagiar pasión a los jóvenes de sus clases. Saber es un reto que da la recompensa del placer cuando se obtiene.

La erudición que nos hace ignorantes

"Leía tanto que no tenía tiempo para pensar", decía Lichtemberg. Hay programas de inteligencia artificial que facilitan la creación pastiche. En Dall-E2  ( https://openai.com/dall-e-2/ ) le ordenas una propuesta de imagen (por ejemplo, una portada para Cien años de soledad de García Márques) y genera ilustraciones planas a parir del banco de datos muy alejadas de la creatividad artística. E igual sucede con la generación de textos con https://openai.com/blog/chatgpt/ o https://openai.com/blog/whisper/, que me recuerdan a aquel veterano editorialista que tenía memorizada una lista de palabras y las mezclaba para decir lo mismo de forma diferente. Más creativos son los músicos del reciclaje o del pastiche sampleado y no creo que un debate  entre máquinas de inteligencia artificial logre una comunicación más fértil que entre humanos.

Buena parte del arte contemporáneo ha fracasado porque, al igual que la música dodecafónica o cierto  cine cerebral , dejó  de sorprender, emocionar, divertir, dar placer, encauzar la indignación o incentivar el atrévete a pensar. El péndulo comercial está hoy en ser gracioso, prodigar la emoción sentimentaloide, buscar la fama sin pensar demasiado y a ejercer la crítica testicular sin juicio y con prejuicio. Creo que las cosas están cambiando. La generación boomer hizo de tapón a los más jóvenes. Ahora los boomer se están jubilando y ha llegado un relevo generacional que ha tardado demasiado. Esa tardanza, ¿ha hecho posible que los nuevos dirigentes de media edad estén más cerca de la generación precedente que de la de los veinteañeros, la generación realmente rupturista, una ruptura equivalente a la del 68? Creo que, como siempre, seguirá habiendo ciclos conservadores y progresistas y que la balanza dependerá de cómo se creen, desde ayer, redes de complicidad entre los miembros más creativos de cada generación.

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3 de diciembre de 2022

Julius Evola y dos de los libros de la editorial Jungereuropa

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Lo peor del fin del mundo es el día siguiente (y III)

Lo peor del fin del mundo es el día siguiente. Entre otras cosas porque hay que soportar el lamento de los nostálgicos del mundo de ayer. Me encuentro con ellos a menudo y ya he desistido de convencerles de que el fin de su mundo es una opinión, un estado de ánimo, no un hecho irreparable. Al menos la crisis climática ha introducido un elemento de catástrofe real planetaria en el que todos podemos estar de acuerdo, aunque ya hay quien regresa a la vieja idea de que la cultura es la enemiga de la naturaleza, y no la codicia.

Me pregunto si la mentalidad mayoritaria de hoy es hoy conservadora, y si, tras el fracaso del globalismo neoliberal, ayudado por la prepotencia de la izquierda funcionarializada, se ha consolidado un ideario de comunidad homogénea, de retorno a lo que se cree sólido, propio y perenne, con vocación jerárquica, malhumorada y ultranacionalista. No una vuelta al pasado, sino un nuevo tradicionalismo, cuyos miembros más añosos bromean con el desdén chulesco de casino militar y los cachorros más jóvenes Tik-Tok se sienten rebeldes por transgredir las leyes igualitarias, asisten a actos de fervorosa congregación mariana y bailan el drill de Morad y el rap de Kanye West.

El debate antropológico entre el orden de lo homogéneo y  la incertidumbre de lo heterogéneo viene de lejos y en los años 30 estuvo en el centro de una disputa intelectual que dio lugar a eso que llamamos tendencia rojiparda. Los líderes de la extrema derecha llaman a aprender de lo que ha hecho bien la izquierda y viceversa. No creo que sus pensadores, como Alain de Benoist, el Gramsci de derechas, que fue amigo de Dugin, uno de los cerebros del tradicionalismo de Putin, sean muy léidos en España, pero muchas de sus ideas son repetidas de forma ecléctica por numerosos opinadores y se oyen en los bares.

En los textos combinan a Oakeshott, Scruton, Luri, Mutti, Houellebecq, Yiannopoulos, D’Ors, Zemmour y Alain de Benoist con Lakoff, Marx, Gramsci, Zweig, Baudrillard o Wallerstein. Ideas conservadoras con retórica de izquierda. Meloni cerraba sus mitines con temas de un ídolo de la izquierda setentera. Y en los catálogos de sus editoriales regresan Moeller Van den Bruck, Splenger, Maurras, Schmitt o Sombart; el Nietzsche antigualitario, ¡Julius Evola! o Lorenz, junto a obras de Mishima, Lorca, Borges, Tolkien u Oblomov. Una editorial alemana, Jungereuropa, acaba de publicar Los cadetes del Alcázar de Brasillach como ejemplo de los mitos que crean comunidad. El egoísmo del Yo individual expandido al Nosotros excluyente.

La fascinación de los ultras por el apocalíptico Guillaume Faye me recuerda a la que sentían los jóvenes falangistas revolucionarios de los años 30 por los pensadores filofascistas. Faye es uno de esos personajes excesivos que se venden como «autor de culto, ajeno a las modas y al gran público, que nos obliga a mantener los párpados abiertos ante lo que no queremos ver», un slogan que podría servir para un libro de Baldwin, Ernaux o Coetzee, si no fuera porque esa verdad paralela es la visión de una Europa etnonacionalista y jerárquica. Él era el agitador excéntrico del grupo GRECE, de Pierre Vial, Dominique Venner y Alain de Benoist, y su estrategia del arqueofuturismo busca el cuanto peor, mejor, con el objetivo de que el apocalipsis final de la civilización europea lleve a su renacimiento por medio del ciudadano-soldado. La transgresión y lo revolucionario es hoy de extrema derecha y está por ver si también nace una violencia ultraconservacionista de la Tierra. 

Pienso que es absurdo limitarse a advertir que ya está construido el nido cultural en el que se incuba el huevo de no sé qué serpiente, si no se reparan con urgencia las brechas por las que se desangra la democracia y si la derecha liberal, europeísta y democrática —tan escasa, tan frágil en España— no asume con coraje y autonomía de los oligarcas patrios el liderazgo del ámbito que le corresponde. Es evidente que serán más peligrosos los nuevos líderes ultras inteligentes que los cómicos de hoy.

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19 de noviembre de 2022

Elias Canetti, Guillaume Faye y Kaney West

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Novelistas que sólo leen novelas (II)

 

Elias Canetti, que sufrió dos dictaduras, hablaba de la conciencia de las palabras y de la responsabilidad del escritor para con ellas. Él se había sentido esclavizado por la oratoria de Karl Kraus y habia sido testigo de la sumisión hipnótica de las masas por los discursos fanáticos. Si el uso espúreo de ciertas palabras ayudaron a provocar la guerra y el Holocausto, ¿podía el escritor ayudar de alguna manera a evitarlos? Lo que distingue de otras profesiones a un escritor, un músico, un artista o un cineasta es que ellos nos relatan. Estamos tejidos de imágenes, sueños y sonidos,  que por medio del arte a veces nos dan placer y otras nos transmiten el escalofrío de las zonas de sombra. Si hasta hace poco premiábamos a los escritores y ensayistas porque nos revelaban con un sentido humanista lo que no queremos saber de nuestra sociedad y de nosotros mismos, buena parte de la literatura de hoy es incapaz de imaginación y empatía, ya sea de meterse en la piel de personajes ajenos a ellos, ya sea de universalizar literariamente las experiencias del Yo, como practican con estilos radicalmente opuestos Coetzee o Annie Ernaux. En mi caso, me siento incapaz de elogiar aquellas obras cuyo único mérito sea el de tratar una temática socialmente problemática o el de aquellas otras que practican un estilo anticomercial sin más cualidad que la de llevar la contraria a lo comercial. Temo también que se ha consolidado el hecho de que la mayoría de novelistas sólo lean novelas contemporáneas y que los cineastas sólo vean películas. Sigue existiendo aquí un complejo de inferioridad ante el pensador, el ensayista o el investigador cultural de otras latitudes: que piensen ellos, porque yo sólo pienso en mí.

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11 de noviembre de 2022
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