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Escrito por

Josep Massot

Josep Massot nació en Palma en 1956. Tras estudiar Derecho en Barcelona, fue uno de los miembros fundadores en 1983 del diario El Día de Baleares. Desde 1987 trabajó en La Vanguardia, abandonando la información política para dedicarse al periodismo cultural, entendiendo la cultura en su sentido más amplio, no sólo la conexión de la literatura, pensamiento, cine, música y artes visuales y escénicas, sino también como herramienta crítica para interpretar la realidad del momento. Es autor de Joan Miró: El niño que hablaba con los árboles (Galaxia Gutenberg, 2018) y Joan Miró sota el franquisme, en la misma editorial (2021). También editó, con Ignacio Vidal-Folch, Jules Renard. Diario 1887-1990 (Random House Mondadori, 1998). Ha colaborado, entre otros, en las revistas Diagonal, L'Avenç y Magazine Littéraire y actualmente con el diario El País y JotDown.

'Paysage catalan', de Joan Miró, Museum of Modern Art
© 2024 Successió Miró

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Cuando Miró encontró a Klee

Joan Miró era surrealista antes de que Breton publicara el manifiesto surrealista que ahora cumple cien años. Era septiembre de 1923, y faltaban once meses para que el poeta francés anunciara la aparición de “los elefantes ginocéfalos y los leones alados”, “la chispa” del inconsciente y el “fulgor de las imágenes”, cuando Miró comunicaba triunfal a su amigo J.F. Ràfols: “He logrado deshacerme por completo del natural y los paisajes no tienen nada que ver con la realidad exterior”. Y en octubre: “Animales monstruosos y animales angelicales, árboles con orejas y ojos. Y payeses con barretina y escopeta y fumando en pipa. Todos los problemas pictóricos resueltos. Hay que explorar las chispas de oro de nuestra alma”.

Miró aludía a tres de las telas que había empezado a pintar aquel año. La más radical respecto a la aún noucentista La masia (1922) sería Paisaje catalán (1923-1924). La Vanguardia ha dado con el eslabón entre las dos obras, inicio de una revolución que cambiaría el arte del siglo XX. Se trata de Sie biessen an (¿Pican?), una acuarela óleo pintada por Paul Klee en 1920 y que hoy se exhibe en la Tate Gallery.

 

Las similitudes con la acuarela de Klee son demasiadas para que no la tuviera en cuenta 'Paisaje catalán', de Joan Miró

Para Miró, el encuentro con la obra de Klee fue fundamental y, sin embargo, su relación ha sido estudiada muy poco. “Klee –reconoció– fue el encuentro decisivo de mi vida. Bajo su influencia, mi pintura se liberó de todas las ataduras terrenales. Klee me hizo comprender que una mancha, una espiral, incluso un punto, podían ser objeto de pintura tanto como un rostro, un paisaje o un monumento”.

“Vi los primeros Klee –dijo– cerca de la Rotonde, en una pequeña galería situada en la esquina de la Rue Vavin y del Boulevard Raspail. Un alsaciano llevaba la galería. De cuando en cuando se iba de viaje y volvía con nuevos cuadros de Klee. Antes había visto ya reproducciones (…) Yo no conocí a Klee, pero me emocioné el día que Kandinski me explicó que Klee le había dicho, en la época de la Bauhaus, a propósito de mí: ‘Hay que seguir lo que hace ese muchacho’”.

¿Cuándo y qué obras pudo ver Miró? Numerosas revistas publicaban pobres reproducciones en blanco y negro de Klee. El pintor André Masson, vecino del taller parisino de Miró, dijo a la historiadora Carolyn Lanchner que en la primavera de 1922 dio a conocer a su amigo catalán un libro sobre Klee. No recordaba el título. Solo pudo recordar que se había editado en Munich, por lo que podría ser Kairun, de Wilhelm Hausenstein, o el catálogo de la galería Goltz publicado en la revista Ararat, cuyo redactor jefe era Leopold Zahn, autor de una monografía de Klee impresa en Postdam. En la revista aparece citada la acuarela Sie beisen an con el número 238. Lanchner no podía saber que en septiembre de 1924, Miró, en una carta que sigue inédita, pidió al crítico germanófilo M.A. Cassanyes que le pusiera en contacto con Hermann von Wedderkop, autor de otra antología de Klee, impresa en Leipzig.

Miró decía que el propietario de la galería Vavin-Raspail era alsaciano. En realidad era un joven suizo de 22 años, Max Eichenberger, que, reciente la Primera Guerra Mundial, había afrancesado su apellido, Max Berger, igual que su socio, otro joven de 20 años, Alfred Dabler, nacido en Orán, que utilizaba el alias Guillaume Dalbert. Los dos se aliaron con el marchante alemán Wilhelm Uhde, cuyos fondos artísticos, como los de su compatriota Daniel-Henry Kahnweiler, habían sido subastados por el Estado francés para compensar los gastos de la guerra. Uhde ayudó a que Berger celebrara la primera exposición individual de Klee en París, en octubre de 1925. Entre las 39 acuarelas expuestas, figura con el número 38 Sie beissen an, por lo que es del todo plausible que Miró la pudiera ver en 1924, cuando aún trabajaba en Tierra labrada y Paisaje catalán .

Si en Tierra labrada (la recodificación de La masia al nuevo lenguaje) hay más ecos del bestiario románico y de los animales fantásticos de Brueghel, en Paisaje catalán las similitudes con la acuarela de Klee son demasiadas para negar que Miró no la tuviera en cuenta. En la de Klee, es un día de pesca de un padre con su hijo. En la de Miró, un día de caza, como solía hacer él con su padre en Mont-roig. Las dos tienen algo de juego infantil y de viñeta cómica en la que el punto y el signo de exclamación sobre el pez grande de Klee se convierte en el signo estilizado de la escopeta mironiana y el perdigón. ¿Qué pez habitante de lo oculto cobrarán las líneas de vida que dibuja Klee? ¿Es cierto que el mundo que alumbra el inconsciente guiado por la mano de Miró es más real que una representación realista? Dinamita pura contra el concepto de naturaleza como paisaje o de la nacionalización noucentista de la naturaleza.

Al hablar de préstamos o enseñanzas, hay que tener en cuenta que Miró seguía a rajatabla el consejo de uno de sus autores faro, Alfred Jarry, y no asimilaba influencias, sino que las deformaba, las transmutaba a la manera alquímica para salvaguardar su singularidad. Y le estimulaban desde la viñeta de un chiste hasta un poema de Rimbaud, desde una estampa de Hokusai hasta una lagartija que trepaba al techo de su cuarto. Y, como en todos los grandes creadores, hay un influjo mutuo constante: el artista joven que capta lecciones del viejo, y este, a su vez, del joven. Klee era un intelectual urbano. Miró vivió realmente la naturaleza en Mont-roig y llevó más lejos la resonancia de sus obras en el espectador.

Una ambiciosa exposición Klee-Miró haría visible sus rupturas y sus afinidades: el punto que nace y muere; la línea que camina, nada, se sumerge, se pierde, vuela y sueña; la estrella y la luna; la búsqueda del equilibrio; los pájaros y la serpiente (es decir, la espiral); la música de colores; el cosmos; las leyes gravitacionales; el magnetismo de las letras, etcétera.

La palabra surrealista la había inventado Apollinaire para alentar, en plena guerra mundial, un “espíritu nuevo”. Fue en un texto sobre Parade, de los ballets rusos de Diáguilev, con tema de Cocteau, música de Satie, decorados de Picasso y coreografía de Massine. La primera vez que apareció la palabra en España ( superrealismo) fue el 10 de noviembre de 1917, sin la firma de Apollinaire, en el programa de Parade en el Liceu. Desde entonces, se llamaba surrealista a cuantos preconizaban ese ambiguo “espíritu nuevo” hasta que Breton impuso su doctrina en 1924.

Cuando en 1920 Miró visitó por primera vez París, quedó tan impactado que estuvo meses sin poder empuñar un pincel. La pintura –dijo– le volvió al fin “como vuelve el llanto a un crío” y quiso cerrar su anterior etapa e iniciar la nueva con La masía, una obra resumen en la que, efectivamente, estuvo nueve meses trabajando, un parto, un renacimiento. En el centro de la tela colocó una extraña figura que no guarda relación con las otras: un niño rana en cuclillas, ídolo o juguete, que un afamado crítico de Time confundió con un caganer, cuando en realidad es el primer personaje surrealista de Miró.

El niño rana dejó de estar en cuclillas, se alzó y, según se aprecia en los dibujos preparatorios de Paisaje catalán que se conservan en la Fundació Miró de Barcelona, se metamorfoseó en el esquemático cazador con barretina que orina y fuma en pipa y que en una mano sostiene una escopeta, y en otra, un conejo. Ahí están el avión Toulouse-Rabat que cruzaba el cielo de Mont-roig, una barca con la bandera española, un ojo volador, un sol araña, un algarrobo y una raspa de sardina liebre camaleón sobre un fondo monocromático ocre. El nacimiento de un mundo.

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29 de noviembre de 2024

Joan Miró y Henri Matisse en el café Les Deus Magots, París, 1936. Pierre Matisse, Sotheby's

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Los matices de Miró

 

El título es y no es un juego de palabras con el nombre de Matisse. Por una parte, exponer juntas obras de dos de los grandes maestros del color del siglo XX descubre matices insospechados de ambos artistas. Pertenecen a generaciones y estéticas distintas, aunque no dejaron de mirarse uno al otro. Es ese reto de estímulos mutuos con los que los creadores, sean músicos, cineastas, escritores o pintores, suelen reconocerse o desafiarse entre sí. Cuando en la Segunda Guerra Mundial los hijos de Matisse echaron en cara a su padre que pintara flores y odaliscas entre tanta tragedia, este pidió que Miró hiciera de árbitro.

El artista catalán nunca dejó de buscar la trascendencia de su arte, ir más allá de la pintura y tocar la fibra humana del presente y del futuro. Por eso hay en sus obras deseo, dolor, belleza, soledad, violencia o muerte. Por eso introdujo la poesía es decir, la música, es decir el tiempo. Y aunque no fuera músico como lo fueron Klee y Kandinsky, al enterarse de que el compositor Pierre Boulez coloreaba sus partituras, le pidió que le dejara ver los manuscritos. El color tiene sus símbolos y también su música.

Por otra parte, Barcelona realza los matices de Miró, al situarlo en el contexto internacional de los creadores que revolucionaron el arte del sigo XX. Con el ciclo de exposiciones Picasso-Miró y ahora Miró-Matisse los programadores culturales parecen haber perdido ese mareo pendular que oscilaba entre el vanidoso ultralocalismo a la acomplejada mirada foránea.

Queda una gran exposición pendiente y que aún nadie ha tratado con la profundidad que su importancia merece, una exposición que saque a la luz los vínculos del arte románico y gótico no sólo con el primer Miró, sino también con el de los trípticos y sus viajes a Japón. Sería un proyecto colosal que, me consta, interesa tanto a Pepe Serra del MNAC como a Marko Daniel de la Fundació Miró y que daría un realce extraordinaria a la recuperación de Montjuïc.

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4 de noviembre de 2024

André Breton (1930)

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El surrealismo cumple cien años, pero tuvo una precuela en Barcelona

 

El 15 de octubre de 1924, hace cien años, André Breton publicó el Manifiesto del surrealismo, origen oficial de un movimiento revolucionario que liberó de los grilletes de la razón el poder perturbador de los sueños, el inconsciente y el erotismo. El surrealismo nació en París, pero tuvo una precuela dos años antes en Barcelona, como prueban documentos del viaje que hizo Breton en 1922 a la ciudad catalana, durante el cual dio a conocer un anticipo del manifiesto.

La elección de un eje surrealista Nueva York-París-Barcelona no era casual. Breton necesitaba un aliado de peso para dejar atrás lo que consideraba el nihilismo estéril de Dadá y de su líder, Tristan Tzara. Y su cómplice fue Francis Picabia. El escandaloso pintor francés con raíces españolas, que había vivido a caballo entre Nueva York y París, no había dejado de visitar Barcelona desde que la eligiera para huir de la I Guerra Mundial. Allí había publicado con el galerista Josep Dalmau la célebre revista dadaísta 391, relevo de la neoyorquina 291. En 1922, Dalmau lo contrató para una exposición en noviembre, que presentaría Breton. “¿Irá Breton a España?”, preguntó el mismo Breton en septiembre a Robert Desnos durante una de las sesiones hipnóticas del futuro poeta surrealista, y este, supuestamente en trance, contestó: “Hum! Se lo está pensando. Quiere ir, pero no está seguro… Sí, él irá y encontrará en Barcelona a un hombre que se interesará por lo que hace y lo encontrará en casa de un amigo de Picabia”.

Germaine Everling, Picabia y Breton, fotografiados por Simone Kahn (1922)

'La muerte de André Breton', ilustración de Robert Desnos de 1922 que refleja el eje surrealista Nueva York-Barcelona-París. El lunes 30 de octubre de 1922, a las once y cuarto de la noche, en el Café de la Paix de París, Desnos dibuja un auto de carreras, matrícula 391, cuatro plazas, que parte veloz de la Torre Eiffel. El destino aparece escrito en un billete: Francia, España, Rrose. Rrose es Rrose Sélavy, el alter ego de Marcel Duchamp, otro pionero disidente del dadaísmo que vivía en Nueva York y con el que Desnos aseguraba estar conectado telepáticamente durante las sesiones hipnóticas. Los cuatro pasajeros eran Francis Picabia (el dueño del automóvil) con su pareja, Germaine Everling, y el matrimonio André Breton-Simone Kahn.

Picabia tenía 44 años, tres más que Picasso, y sostenía que cualquiera podía fotografiar un paisaje, pero nadie lo que sucedía en su mente. Le encantaba provocar a los académicos, retándoles a que vetaran sus cuadros en las exposiciones oficiales. Un diario francés (Le Merle Blanc), aludiendo a sus raíces españolas, exigió que fuera conducido a la frontera y expulsado de Francia. “Mi corazón ladra y palpita, mi sangre es un ferrocarril sin estación que conduce a Barcelona”, escribió Picabia en 1922. “Estoy trabajando aquí [Barcelona] en un gran cuadro que pretendo terminar en París (…) Todo lo que he hecho en los últimos tres años ha sido para acabar este cuadro, La nuit espagnole (Una noche española). Estará cubierto de azúcar y pimienta, todos podrán venir a lamerlo, el veneno de su interior solo me envenenará a mí…”, confió a Breton en abril.

Dibujo de Robert Desnos

Breton, a sus 26 años, los mismos que su rival Tzara, ya se había hecho con el liderazgo de la nueva generación de poetas. Hartos de un mar de ismos que duraban un suspiro (impresionismo, cubismo, futurismo, vibracionismo, instantaneísmo, ultraísmo, dadaísmo…), buscaban uno que definiera una nueva época. Guillaume Apollinaire había propuesto el término surrealismo el 18 de mayo de 1917, comentando el ballet Parade, de Satie, Picasso y Cocteau. Pocos meses después, el 10 de noviembre, los barceloneses habían podido leer por primera vez la nueva palabra, traducida como super-realismo, en el programa de mano del ballet en el Liceu.

Apollinaire había dado el nombre, pero no su contenido (solo una frase: “Cuando el hombre quiso imitar el caminar, creó la rueda, que no se parece a una pierna; creó así el surrealismo sin saberlo”). Breton, junto con Louis Aragon y Paul Éluard, fue quien impuso lo que debía entenderse por surrealismo. Cuando Picabia le pidió que le acompañara a Barcelona en 1922, ya estaba listo para sistematizar un primer compendio que desarrollaría en el manifiesto de 1924: de la escritura automática al relato onírico y al soñar despierto, dinamita para la moral cristiana. Lo hizo en una conferencia en el Ateneo de Barcelona, el 17 de noviembre, considerado uno de los textos fundacionales del surrealismo, Caractères de l’evolution moderne et ce qui en participe.

Picabia y Breton salieron de París el 1 de noviembre y llegaron a Barcelona el domingo 5, previa parada en Marsella. El archivo de Simone Kahn conserva una fotografía en la que apenas se distingue a Germaine Everling, Picabia y Breton, junto al auto en el que transportaban, para ahorrar costes, las obras que se expondrían en la galería Dalmau. En la imagen, la única en la que aparecen los viajeros, se ve a un fantasmal Breton envuelto en una larga pelliza forrada de petigrís, prestada por el coleccionista Jacques Doucet y, como recuerda Everling, con “el casco de aviador de cuero del que se escapaba su cabello de poeta”.

El matrimonio Breton se alojó en la Pensión Nowé, en la plaza de Cataluña, y el hecho de que llegaran enfermos (Simone con salmonelosis y fiebre alta) no ayudó a que tuvieran una buena impresión de la ciudad. “Es posible —escribió los días 7 y 9 a su mecenas Jacques Doucet— que España me siga resultando antipática. Es cierto que no puedo consolarme de haber abandonado París en un momento en el que sucedían tantas cosas interesantes. Además, cuando llegué aquí estaba muy seriamente enfermo, ¡qué habría sido sin su maravilloso abrigo!”.

Postal de Breton a Picasso

Breton compraba obras de arte para el modista Jacques Doucet, entre ellas Las señoritas de Aviñón, de Picasso, obra cumbre del cubismo, y cuatro de las piezas que Picabia iba a exponer en Barcelona. “La vida —continuaba la carta a su mecenas— está a precios inasequibles, hasta tal punto que tenemos que pensar en regresar. No me atrevo a transmitir esta necesidad a Picabia, cuya exposición no se inaugura hasta el día 18 y él tiene muchas expectativas en las conferencias que debo dar en el Ateneo”. Barcelona olía a sanatorio y a perfumes de sacristía.

El malhumor de Breton, que apenas ocultaba que su alianza con Picabia era más estratégica que sincera, se vio atemperado por la oferta que le hizo Dalmau de publicar, además del prefacio del catálogo de la exposición, el texto de la conferencia con fotos de Man Ray y los poemas que estaba escribiendo. Era un momento bisagra hacia la nueva etapa netamente surrealista de Breton. “Es el Algo Nuevo trabajado en la base”, dice uno de los versos, aludiendo a Gaudí y al relieve de la Anunciación que coronaba la clave del ábside de la cripta de la Sagrada Familia. “¿Conoce esta maravilla?”, preguntó a Picasso en una postal con la fotografía del templo gaudiniano.

Por fin, el día 17 pronunció la conferencia en el Ateneo. Como apoyo, se había traducido al catalán la cronología que Aragon había publicado en Littérature para situar las etapas literarias que conducirían a la irrupción del surrealismo bretoniano. Después de que el entusiasta Dalmau dijera que Breton consideraba “Barcelona como el único lugar en nuestro continente en el que procede una acción esencialmente moderna”, el poeta francés citó, entre otros, el famoso verso de Lautréamont que fue consigna del surrealismo (”bello como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas”) y describió un retrato de familia presurrealista con casi los mismos integrantes del cuadro Reunión de amigos, que pintaría Max Ernst en diciembre de 1922.

“Quizás” —dijo Breton en el Ateneo barcelonés— “haya entre ustedes un gran artista que a través del ruido de mis palabras distinga una corriente de ideas y sensaciones no muy distintas de las suyas”.

 

Poema de André Breton

Cuando Joan Miró volvió a París en 1923 y preguntó al pintor André Masson a quién había que seguir, si a Picabia o a Breton, Masson no dudó: “A Breton, es el futuro”. En la Cataluña novecentista y católica bajo la dictadura de Miguel Primo de Rivera, el surrealismo fue visto al principio como un esnobismo extranjero, moralmente disolvente.

Aquel año, Miró pintó sus primeros cuadros surrealistas. En 1929, Salvador Dalí y Luis Buñuel aplicarían al cine la versión más irreverente del surrealismo. Lorca llevó su poesía a la cumbre y en 1935 nació una rama canaria. La Guerra Civil impidió en 1936 una gran exposición internacional en Barcelona y después, en el franquismo, se confundió con el realismo mágico, despojado de los elementos subversivos.

Hoy, el surrealismo sigue tiñendo las artes y las letras, y en el habla popular pervive como un epónimo. Surrealista se dice de algo que es absurdo e irracional, que no entendemos y que nos fascina o nos irrita como todo lo que permanece oculto.

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9 de septiembre de 2024
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Libros que no se terminan nunca

 

¿Y si fuera verdad que, como dice Paul Auster, los libros no se terminan nunca y que las historias se siguen escribiendo a sí mismas sin autor? Los personajes de esta conspiración literaria, desde el Gilgamesh, perdida la memoria, se cruzarían con nosotros sin saberlo, y sólo lo escritores, en la soledad de su escritorio, los captarían, les darían nueva vida y nueva libertad en nuevas historias. El escritor como detective existencial que deambula, lee y descifra las pistas que encuentra y que busca un lugar en el mundo, un punto que se aleja a medida que se encamina a él. Dante, Shakespeare, Cervantes, Balzac, Kafka… todos ellos crearon modelos literarios que definieron sus épocas escribiendo sin teorizar. Y todos ellos introdujeron en sus libros historias ajenas tomadas de la realidad exterior como hicieron muchos pintores del collage: arena, conchas, cuchillos, postales, hierros, incluso esperma, objetos reales en sus teatros  pintados.

«Si la ficción se convierte en real, entonces tenemos que repensar nuestra definición de realidad», escribió Auster en una carta a Coetzee. Cuando la política del resentimiento se adueña de la ficción para crear falsas certezas espantamiedos, la literatura es más necesaria que nunca contra lecturas impostadas del mundo.

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2 de junio de 2024

Elias Canetti e Iris Murdoch

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¿Te puede gustar la obra de un autor que te disgusta?

¿Te puede gustar la obra de un autor que te disgusta? Creía que evidentemente sí, pero me ha sorprendido la cantidad de conocidos que, tras publicar un artículo sobre la apertura de los diarios secretos de Elias Canetti, me dicen que habían dejado de leer al autor de Masa y poder, desencantados por los crueles exabruptos de su diario inglés, un libro editado gracias a un ardid que esquivó el embargo de los 30 años de la muerte del escritor. «A un poeta hay que leerlo, no conocerlo», se curaba en salud el propio Canetti, quien aconsejaba la conveniencia de «admirar a distancia». Pocos intelectuales de su época salen indemnes en sus apuntes, pero tampoco él es indulgente consigo mismo, tal vez porque tuvo el coraje de llevar más lejos que Michel Leiris su promesa de exponerse por entero, incluido lo infame. ¿Quién no sentiría un vértigo, si se nos amenazara con hacer público todo lo que nuestros smartphones saben de nosotros?

Hay una confesión de Canetti escrita el 1 de mayo de 1954 (es decir, durante su aventura con Iris Murdoch) en la que, ¿por descuido?, mezcla la primera y la tercera persona: «Necesito ser claro sobre lo que significa mentir para mí y por qué necesito mentiras. Tal vez miente [sic] para preservar la independencia mental; o conducirle [sic] a una existencia multifacética que, como hombre tranquilo y reflexivo, no puedo tener, atrapada, cada vez más profunda y complicadamente, por mentiras. Siempre tengo que recordar exactamente lo que le he dicho a esta persona y a aquella, y como nunca me rindo ante nadie, me veo obligado a continuar este juego con ingenio y circunspección. Es como si viviera en muchas novelas al mismo tiempo, en lugar de escribirlas. Necesito la incompatibilidad de estas ficciones juntas, la tensión entre ellas…»

El juego de espejos entre mirada y reflejo del observador que se observa y que podría ser el momento germinal de una novela, me recuerda al Kafka de Preparativos para una boda en el campo. En ella el yo narrador permanece acurrucado en la cama como un insecto, mientras su doble fantasmal viaja al encuentro de su novia. En el caso de Canetti, con poco talento para la ficción, la imagen del mentiroso se queda congelada, pillada en falta, sin atreverse a abandonar el espejo ni a vivir una vida narrativa propia.

Canetti no quiso publicar sus textos más crueles y vengativos, aunque tampoco los destruyó, sabiendo que un día aparecerían. No hay buen aforista que no haya visitado las zahurdas de Plutón o se pierda en retóricas angelicales. «Era posible —escribió— discutir con él miles de títulos, siempre y cuando no se entrara en demasiados detalles», pero también advertía «no olvides que para algunos eres tan tonto como pueda serlo para tí el más tonto de todos».

Quienes buscan un retrato vengativo de Canetti en los libros de una de sus amantes, Iris Murdoch, olvidan los demonios personales de la escritora y que ella amó a otros grandes intelectuales de ambos sexos. Uno de ellos, Ludwig Wittgenstein, se preguntaba «¿De qué sirve estudiar filosofía si todo lo que hace por ti es permitirte hablar con cierta plausibilidad sobre algunas cuestiones abstrusas de lógica, etc., y si no mejora tu pensamiento sobre las cuestiones importantes de la vida cotidiana…? Verás, sé que es difícil pensar bien sobre la "certeza", la "probabilidad", la "percepción", etc. Pero, si es posible, aún así es más difícil pensar, o tratar de pensar, de verdad honestamente sobre tu vida y la vida de otras personas. Y el problema es que pensar en estas cosas no es emocionante, sino que a menudo es francamente desagradable. Y si es desagradable, entonces es más importante... No puedes pensar decentemente si no quieres hacerte daño. Lo sé, porque soy un evasivo (shirker)».

II

A Canetti le gustaba el gossip, como a su admirado John Aubrey, que en sus vidas breves contaba que Hobbes nació cuando su madre se puso de parto por miedo a la invasión de la Armada española  o que Francis Bacon había muerto a consecuencia del resfriado que cogió cuando quiso demostrar que  la carne de pollo podía conservarse rellenando de nieve el buche. “A shilling life will give you all the facts”, decía Auden.

Aquí les dejo, para que comparen,  cómo relatan Canetti e Iris Murdoch su primer encuentro sexual.

Elias Canetti : «Lo extraño vino después de besarnos. El diván sobre el que yo dormía estaba cerca. Sin que yo la tocara, ella se desnudó por propia iniciativa, rápidamente, podría decirse que con rapidez fulminante, llevaba ropas que no tenían que ver ni remotamente con el amor, de lana, poco estéticas, pero allí estaban arrugadas en un montón sobre el suelo, y ella ya se había  metido debajo de la manta en el diván. No tuve tiempo de contemplar sus vestidos o de contemplarla. Permanecía inmóvil  e inmutable, apenas noté que penetraba en ella, no sentí tampoco que ella notara nada, quizá yo hubiera sentido algo si se hubiera resistido.Pero no había nada de eso, como tampoco de alegría. Lo único que noté es que sus ojos se tiñeron de oscuro y que su piel flamenca rojiza se volvió aún más rojiza».

(Fiesta bajo las bombas. Los años ingleses)

Iris Murdoch: «C. [Canetti] tiene todos los significados mitológicos imaginables para mí. Y va mucho más allá de mis horizontes. Me trata físicamente con violencia y nunca me deja sola. Me toma rápida, abruptamente, como en un solo movimiento, me besa inquieto y tira mi cabeza hacia atrás salvajemente. No hay una fase tierna y tranquila como la de Franz [Baermann Steiner]. Cuando estamos satisfechos, no nos tumbamos uno al lado del otro, sino que nos miramos con una especie de divertida hostilidad. Es un ángel y un demonio al mismo tiempo, terrible por su distancia y el misterio de su sufrimiento».

Peter J. Conradi: Iris Murdoch. A Life

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6 de mayo de 2024

Recreación de la máquina de descerebrar de Alfred Jarry

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Los dioses tecnológicos juegan con juguetes humanos

El año que acaba ha traído la irrupción masiva de la llamada Inteligencia Artificial y ha reabierto el viejo debate sobre lo que es un ser humano en su evolución. No nos hemos despojado aún del bárbaro, cruel, codicioso animal humano que somos, cuando entramos en pánico por la máquina artificial que seremos

Cuando a finales del siglo XX se popularizaron los primeros teléfonos móviles, pregunté a Jorge Wagensberg, un científico con el espíritu burlón de un filósofo, si algún día la tecnología permitiría cumplir las fantasías milenarias pendientes. Por ejemplo, le dije, la Fuente de la Eterna Juventud o viajar en el tiempo. «La primera, tal vez —me respondió—, pero la segunda, no. Y  la prueba es que no vemos entre nosotros turistas del futuro». Reímos, y di por infalible su broma. Tardé años en plantearle una objeción: «si no hay viajeros del futuro—le planteé—, quizás es porque no habrá futuro… o viviremos una involución», y esta vez no nos reímos, ni hablamos de partículas cuánticas. El estado de ánimo global había mutado. Los finales de siglo suelen ser optimistas y las primeras décadas, pesimistas. Al menos desde la idea moderna de progreso. Los jóvenes finiseculares del XIX se afeitaron las venerables barbas patriarcales para recibir ilusionados el nuevo mundo anunciado por los inventos. Pronto llegó el desengaño. 

El siglo XXI nació con un boom de films apocalípticos, triplicando los surgidos por el espanto nuclear. En la competitiva colmena de abejas egoístas (Mandeville) incluso la reconstrucción de lo común está teñida de narcisismo colectivo ultra. La desconfianza se expande en amplios sectores de la población, que se sienten amenazados por una suerte de Gran Reemplazo en todos los ámbitos, desde el étnico al ontológico, desde el orden geopolítico a la vida privada.

Estamos hechos de esperanza y horror por nosotros mismos, de principio y fin, de alba y crepúsculo, y también de noche, magia, memoria, deseo y fantasmas. No nos hemos despojado aún del bárbaro, cruel, codicioso animal humano que somos, cuando entramos en pánico por la máquina artificial que seremos. Y eso que desde el principio los occidentales nos imaginamos ser arte-factos, juguetes feroces con alma, creados del barro por un dios artesano e inmaterial que se aburría, no fuera cosa que nuestra especie, sin la esperanza de un cielo ni el temor al diablo, sin ética ni metafísica para consolar la muerte, acabara devorándose a sí misma. 

Después fue la metáfora de un dios relojero, y Descartes creyó que el humano es una máquina que piensa, a diferencia de la bête-machine sin conciencia y de la máquina artificial que ni siente ni piensa, mientras diseccionaba cadáveres buscando en la glándula pineal la residencia del alma inmortal, “algo —decía— extremadamente raro y sutil como un aliento, una llama o un éter”. En 1748 le replicó el pre-sadiano La Mettrie con El Hombre Máquina, afirmando que el alma, el pensamiento, no era más que un producto perecedero de la maquinaria corporal. Hoy, quienes aún separan cuerpo (software) y mente (hardware), sostienen que lo que llamábamos alma es un flujo y procesamiento de información que no tiene por qué asemejarse a la conciencia humana.

El impacto de la rápida evolución de la Inteligencia Artificial recuerda al generado por Darwin, cuando anunció que descendíamos del mono en el preciso momento en que máquinas cada vez más complejas alteraban de forma decisiva la vida cotidiana. Lo humano ya no podía ser definido sólo a partir de lo que nos distinguía del resto de seres vivos, de nuestras ficciones, monstruosas o espirituales, o de los autómatas mecánicos.

[caption id="attachment_232098" align="aligncenter" width="508"] Johny Depp en el film Trascendence, el cerebro transferido a un computer[/caption]

Give me a soul!, give me a soul!

Si el ser humano había evolucionado desde la materia sin conciencia, «¡mira —decía Samuel Butler en 1871 en Erewhon—los avances que han logrado las máquinas en los últimos mil años!», Y se preguntaba: «¿No puede el mundo durar veinte millones de años más? Si es así, ¿en qué se convertirán al final? ¿No es más seguro cortar de raíz el problema y prohibirles seguir avanzando?». Butler temía que una nueva especie de máquinas autoconscientes, emancipadas y capaces de autorreproducirse, acabaran esclavizando o sustituyendo a la frágil especie de sus creadores, incapaces de vencer el tiempo, la maldad, la enfermedad o la muerte. Si el juguete humano dotado de conciencia se había rebelado contra los dioses y los había enviado al exilio, ¿no podían hacer lo mismo las nuevas especies? A no ser que fuera una ironía, como en la sátira de Heinrich Heine en la que un autómata persigue por toda Europa a su inventor, implorándole: «Give me a soul!, give me a soul!». El romántico alemán, que había leído a Mary Shelley y a Jean Paul, se burlaba del pensamiento mecanicista inglés, pero sobre todo expresaba la angustia de una Humanidad convertida en un enjambre de máquinas sin libertad y una vida vacía de sentido.

No han transcurrido veinte millones de años y Elon Musk pronostica que «la Humanidad será el gestor biológico de arranque (biological bootlader) de la Superinteligencia Artificial». Los oligarcas tecnológicos se creen dioses que, como las divinidades del Olimpo en la Ilíada, juegan a su capricho con los juguetes humanos. Musk ayuda e impide a la vez que los ucranianos ataquen a la flota rusa de Crimea, Putin interviene en las elecciones norteamericanas y multitud de agencias privadas y estatales (chinas más que las de Silicon Valley) tienen acceso a un banco incalculable de datos privados para comerciar, vigilar y determinar opiniones, comportamientos y decisiones que los afectados adoptan creyendo que nacen de su libre albedrío, pues es sabido que la mejor manera de predecir comportamientos es inducirlos, determinarlos sin que lo parezca.

Lo que causa pavor no son las máquinas superinteligentes, espirituales o híbridas —tengan apariencia humanoide o transferido el cerebro al cuerpo mecánico de un computer—, ni siquiera la impunidad con la que multimillonarios, grandes corporaciones o gobiernos utilizan a su antojo ingeniería genética y tecnología de (des)información, sumisión y control, de manera más devastadora que religiones o ideologías totalitarias del pasado. 

Tecnoliberticidas del pensamiento

A mí me preocupan también los tecnoliberticidas del pensamiento, la maquina de descerebrar. Si no es realista desmilitarizar unilateralmente la tecnociencia, porque, según el dilema de Oppenheimer, «si no lo tengo yo, lo tiene el enemigo», ¿cómo hacer cumplir, por poner sólo un ejemplo, el derecho a la libertad cognitiva, el único reducto de privacidad que nos queda, cuando tenemos pinchados nuestros móviles y ya hay experimentos para leer nuestras mentes a partir del noble fin de sanar a quienes son incapaces de andar, hablar o escribir?,  ¿o cuando las habilidades médicas para sanar los circuitos neuronales se utilizan para que los soldados maten con la gelidez de máquinas animales? ¿Son suficientes leyes como la recién aprobada por la Unión Europea sobre la Inteligencia Artificial, cuando faltan instrumentos de control democrático para hacerlas cumplir? 

Ahora que hemos dejado de creer que somos la única especie inteligente en un único universo, una amalgama de teorías de transhumanismo y posthumanismo revisitan los conceptos que perviven en el imaginario colectivo en torno a la Creación, y por eso es inevitable que haya un barullo de cientificismo y misticismo, liberalismo y altruismo, en la constitución de una tan nueva como falsa Teodicea que diseña otra definición ontológica del ser humano. El posthumanismo compasivo relacional puede ser igual de peligroso que el transhumanismo que se centra sólo en la fría razón instrumental de la neurociencia evolutiva. Por el bien de la Humanidad, un ideario, una etnia, una nación, una obsesión de perfección, se han dado los delirios más perversos y cometido los crímenes más atroces.

No creo que el programa humanista, el «sapere aude» de Horacio, aliado con la ciencia y la conciencia social, haya demostrado su fracaso. De la misma manera que no basta con agitar el espantajo de los nuevos autoritarismos, si antes no se reparan y prestigian los desvencijados sistemas democráticos para garantizar una vida digna en un mundo más habitable, tampoco basta con demandar un control ético de la propiedad y uso de la tecnología, si no se contrarrestan activamente las estrategias de desculturización masiva que nos reconducen dócilmente a la granja humana. Humanos que externalizan sus cerebros (y la forma de pensar) en máquinas delirantes. A este paso, una tostadora tendrá más inteligencia que un alumno de bachillerato.

 

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31 de diciembre de 2023

Lou Reed: The King of New York de Will Hermes. (Farrar, Straus & Giroux)

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Lou Reed, queer fatale

 

Will Hermes publica la biografía total del líder de Velvet Underground, tras acceder por primera vez al monumental archivo de Reed, que contiene cientos de documentos y grabaciones inéditas. "La única biografía que has de leer", titula The Washington Post.

«Junta todas mis canciones y tendrás una autobiografía, pero no necesariamente la mía», dijo Lou Reed (1942-2013). Sus canciones le trascienden, porque dan voz al desasosiego de una juventud urbana, insatisfecha y airada con el mundo heredado de sus mayores, sin saber a qué futuro se dirige. A los diez años de su muerte, pasada ya la época en la que músicos y público casi tenían la misma edad, su música pervive y el cúmulo de libros sobre él ya casi forman un género literario. El último, cuando parecía que estaba todo dicho, es Lou Reed: The King of New York (Farrar, Straus & Giroux), de Will Hermes, una biografía, esta vez sin duda definitiva, que abarca desde So blue, el primer disco doo-wop de un Lou Reed de 16 años, hijo de un contable de Long Island, hasta la música ambiental Hudson River Wind Meditations de su vejez con Laurie Anderson en los Hampton, y el siniestro  Lulu. La despedida del viejo «queer fatale» Lou-Lou de los 60 con el abrasivo sprechstimme (ni habla ni canto) de Alban Berg más la oscuridad vitamínica de Metallica.

 Hermes, crítico de la revista The Rolling Stones, aporta testimonios inéditos y la investigación que ha llevado a cabo en el archivo personal de Lou Reed donado a The New York Public Library. Son centenares de cajas con documentos de todo tipo, incluidas seiscientas horas de grabaciones inéditas que no formaron parte del sorprendente Word & Music.May 1965 (las primeras versiones de Heroin o I’m waiting for a man, aún teñidas de folk), cartas reveladoras de su padre o de la disputa con Moe Tucker y John Cale (su «frenemy») que frustró el regreso de Velvet Underground tras su concierto de 1993.

 El biógrafo prosigue su libro anterior sobre la explosión musical de los años 70 en Nueva York, Love Goes to Buildings On Fire (Faber & Faber/Farrar, Straus and Giroux), reconstruyendo ahora las trayectorias de los jóvenes transgesores que confluyeron en The Factory de Andy Warhol, reivindicando el papel  fundamental  de Barbara Rubin, la feminista y cineasta de vanguardia que había quedado bajo la sombra de Jonas Mekas, y poniendo en contexto la música de Lou Reed con el resto de grupos que revolucionaron la música y se influyeron mutuamente, desde Ornette Coleman y Bob Dylan hasta Hendrix, el punk y el hip-hop o la enconada rivalidad con la California hippie de Grateful Dead. Anfetamina eléctrica contra el LSD psicodélico, canalleo barriobajero contra el bucólico paz, amor y flores. 

Uno de los ejes novedosos del libro de Hermes es cómo aborda in extenso la sexualidad fluida de Lou Reed, queer o bisexual, antes y después de que los disturbios provocados por la ruda redada policial en la sala pirata Stonewall Inn, en 1969, diera inicio al movimiento de liberación LGTB. El biógrafo señala con un prudente «Reed sugiere» la afirmación de que si sus padres le aplicaron la terapias del electroshock, fue para «curarle» de su homosexualidad, y elude los clichés transfóbicos que encasillan a los trans y drags como personas trágicas, sino perturbadas, a la hora de tratar a la trans Richard/Rachel Humphreys, que una vez apareció con los genitales sangrando. Rachel fue la pareja que más huella le dejó, pero se separaron cuando Reed le negó el dinero para su ansiado cambio de sexo. Él exigía a sus parejas dedicación completa, aunque, como en I’ll be your mirror, (ese espejo que te hace ver lo que no sabes de tí), creía en la capacidad transformadora del amor, y necesitaba «una mano en la oscuridad para vencer el miedo» y superar la culpa «por ser retorcido y cruel». Por ejemplo, en los abusos a su primera mujer, Bettye Kronstad.

[caption id="" align="aligncenter" width="914"] De Andy Warhol a Transformer con David Bowie[/caption]

De su relación con Andy Warhol, clave en la invención de la Velvet Underground, el biógrafo concluye que sólo hubo con él una fuerte tensión sexual, patente en el test screen, en el que el músico simula una felación al beber a morro de una botella de coca-cola (¡ dejando sin resolver si la idea del famoso bodegón pop warholiano fuera idea de Reed, a la manera del poema de Frank O’Hara, otro habitual de the Factory, Having a coke with you, el deseo queer envuelto en metáforas de arte. En cambio, detalla la  amistad con David Bowie en los años del glam y del disfraz como una complicidad creativa sin graves brumas conflictivas.

 «Es imposible hacer un retrato totalizante de Lou Reed», dice Will Hermes. De ahí que lo haya retratado sin enjuiciar ni psicoanalizar sus múltiples contradicciones. De una familia de judíos polacos emigrados a Brooklyn, disléxico, diabético, con una ansiedad crónica, autodestructivo, adicto al Johnny Walker Red y al speed en vena, libre en su sexualidad, sadomasoquista, violento y tierno, a menudo truculento, tal vez Lou Reed quedó atrapado un tiempo en el personaje que se creó con la Velvet Underground, papel del que sus fans no le dejaban escapar, hasta verse convertido en una caricatura de sí mismo, como la que aparece en la portada de Live: Take no prisoners, diseñada por el barcelonés Nazario.

La soberbia y crueldad que podía ejercer con personas de su entorno nacen de quien tampoco se soporta a sí mismo y tiene ataques de pánico (Waves of fear). «Dáme una cuerda suficientenente larga y yo mismo me colgaré», era una de las frases que había anotado de su mentor en la Universidad de Syracuse, Delmore Schwartz, cuya vida autodestructiva, después de un inicio fulgurante, es un mito literario en sí mismo mayor que la calidad de su obra y una advertencia para Reed. Y como contraste, sus canciones muestran una gran empatía con las personas que las inspiraron, ninguna de ellas personajes que hubieran aparecido en las novelas de Saul Bellow o Philip Roth. Letras con las que quería satisfacer su ambición de dar poesía al rock, combinando el malditismo yonqui de Burroughs y Selby jr con la frase chulesca y contundente de Raymond Chandler o del Elmore Leonard de Justified. 

Cuando se separó de Rachel Humphreys, mestiza mexicana-irlandés, ella sí navajera, verdadera hija de la calle, Lou Reed cambió. Se estaba inyectando en venas sangrantes y el público le pedía que repitiera la pantomina de clavarse la jeringuilla en cada concierto. Un día, en el centro de desintoxicación, se encontró con un chico que le preguntó, perplejo, qué demonios hacía allí cuando fue su canción Heroin lo que le había convertido en yonqui. La lista de amigos caídos por la droga no dejaba de crecer, iba a cumplir 40 años y Reagan llegaba a la presidencia de Estados Unidos al tiempo que la plaga de sida. Era un milagro que hubiera sobrevivido, «yo —dijo— que he metido mi polla en todo agujero accesible». Entonces conoció a la diseñadora Sylvia Morales. Recordó que Warhol le decía, «¿Yo, underground?, si lo que más deseo es que hablen de mí. El arte es negocio. El negocio es arte» y Lou Reed anunció el scooter Honda con Walk on the wild side de fondo  o neumáticos Dunlop con los sones de la sadomasoquista Venus in Furs, mientras It’s a perfect day se convertía en la canción favorita de las bodas de clase media. 

  

[caption id="attachment_231677" align="aligncenter" width="1024"]Con Rachel Humphreys, yc con Mick Jagger y David Bowie Con Rachel Humphreys, y con Mick Jagger y David Bowie[/caption]

Viejo Lou, joven Reed

Hermes no lo trata, pero en las cenas y conversaciones que mantuve con Reed en el 2010 pude apreciar esa inextinguible voluntad de los grandes creadores por no repetirse y seguir avanzando en la conquista de nuevos territorios artísticos. Sentía que en Estados Unidos  no le acababan de entender y miraba hacia la vanguardia alemana. En sus últimas décadas, junto a álbumes redondos como New York o el doloroso Magic & Loss, Lou Reed, protegido por su último ángel de la guarda, Laurie Anderson, quiso recuperar su vena vanguardista y sus obras más incomprendidas, como la teatral desolación de Berlin. Sobrevivir, envejecer dignamente, no claudicar y no acabar pareciéndose a sus padres: en su recreación de The Raven de Poe imagina un diálogo entre el Poe viejo y el Poe joven. Me dijo que el reencuentro era imposible, pero, apasionado de la tecnología, se rodeó de músicos jóvenes para mejorar el sonido de su álbum más despreciado, Metal Machine Music, publicado en 1975, antes de los experimentos sónicos de Robert Fripp y Brian Eno. Anti música frenética, caótica, desastrosa y maravillosa con momentos de paz cósmica y que sólo pudo apreciarse bien en vivo, al igual que las improvisaciones de 38 minutos de la magistral Sister Ray, una novela musicada de delirio psyco , o los sincopados films de Expanding Plastic Inevitable, experiencias ya tan inasibles como dilucidar el combate interior que vivió Lou Reed consigo mismo y el mundo.

[caption id="attachment_231686" align="aligncenter" width="569"] Lou Reed con Laurie Anderson (Courtesy Annie Leibovitz / Trunk Archive) en 1995[/caption]

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9 de noviembre de 2023

En 'Person of Interest', una inteligencia artificial benigna (Samaritan) se enfrenta a una diabólica (The Machine)

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James Bond contra Big Data y la IA (y 2)

Miénteme, pero no me engañes

Apolillado James Bond y autodestruido su arquetipo en No Time to Die, el primer engaño que plantean los herederos de las coreografías de acción es al espectador: ritmo frenético (filmes y videojuegos aceleran hasta el vértigo el número de fotogramas por segundo), desprecio por la realidad de los países árabes, asiáticos, latinoamericanos o africanos que sirven de telón de fondo y absurdos giros de guion para lograr un gaseoso efecto sorpresa. «Miénteme, pero no me engañes», se suele decir en los negocios o en las relaciones de pareja. «La ficción, aun la más fantástica, es una mentira que dice la verdad», diría un escritor. Nabokov demostró el arte (no fraudulento) del engaño literario en Otchayanie (Desesperación), cuyo protagonista planea asesinar a su doble para hacerse con su dinero e identidad, cuando sólo al final se desvela que la semejanza de rasgos era delirio de su mente perturbada. Haneke denunció los trucos engañosos del cine de testosterona (tipo Jack Ryan) en Funny Games: un secuestrador, al descubrir la muerte de su compañero, coge un mando a distancia y rebobina la cinta para retroceder en el tiempo y, conocedor de lo que va a suceder, quitar el rifle a la secuestrada y evitar que dispare.

En un filme tan trivial como Mission: Impossible (1996) de Brian de Palma, el agente Jim Phelps (Jon Voight), próxima su jubilación, acusa al jefe de un sección secreta de la CIA de haber asesinado a su equipo. «¿Por qué lo haría?», pregunta el joven Ethan Hunt (Tom Cruise). «Reflexiona. Era inevitable. Se acabó la Guerra Fría. Se acabaron los secretos que solo tú conoces. Se acabaron las misiones en las que tú eres el único juez. Un día te despiertas y el presidente dirige tu país sin tu permiso. ¡A la basura! ¡Hay que joderse! Te das cuenta de que estás acabado. Eres material no reciclable y te ves con un matrimonio de mierda y sesenta y dos mil dólares al año», responde Phelps. Eran aún recientes las detenciones de Aldrich Ames (CIA) y Robert Hanssen (FBI) como agentes dobles que trabajaban para Rusia.

La serie Homeland, con Carrie Mathison, su protagonista bipolar, y Nicholas Brody, no se sabe si héroe, psicópata o agente doble, reprodujo la neurosis y el estado de ansiedad creados por la amenaza yihadista, una guerra llamada del Terror contra un enemigo indetectable, capaz de burlar los filtros del contraespionaje, cuya burocracia fue desnudada en The Looming Tower, y que la CIA intentó compensar apadrinando Argo, de Ben Affleck. Pero la serie también refleja los trucos de los servicios secretos de varios países para obstaculizar la paz en Afganistán y el creciente antagonismo bélico con la Rusia de Putin (nunca disuelta la dinámica de la Guerra Fría), presente también en series previas a la invasión de Ucrania, tan distintas como The Blacklist, House of Cards, The West Wing o The Americans. Esta última recupera la psicosis macartista del enemigo interior mediante un matrimonio de espías rusos que pasan por ser nativos norteamericanos y sigue la fórmula ensayada con éxito por The Sopranos: asesinar a mansalva en los ratos libres que dejan los conflictos familiares con hijos adolescentes, aunque también esconde un mensaje patriótico a favor del modo de vida norteamericano. El yihadista nativo, sometido a un lavado de cerebro, será otro modelo tomado de The Manchurian Candidate (El mensajero del miedo), de John Frankenheimer.

Homeland entró de lleno en sus últimas temporadas en una de las novedades más inquietantes de la última filmografía, latente incluso en la saga de Star Wars: el miedo a la conversión de la democracia norteamericana en un régimen autoritario mediante una conspiración de miembros del aparato estatal (la privatización de la razón de Estado) en alianza con exitosos divulgadores de opinión populistas. El tema ha nutrido series como The Man in the High Castle o The Plot Against America. Una serie no de espionaje, la francesa Baron noir, inquietó con el retrato de un Zemmour presidente de Francia. Un episodio de Black Mirror mostraba cómo Waldo, un grotesco personaje de animación, podía ganar las elecciones frente a candidatos humanos, si obtenía el favor del electorado. La polaca Hejter (Hater) abundó en la manipulación de las redes sociales. La nórdica Furia siguió la trama de un atentado ultraderechista. Years and Years mantuvo el temor a una involución autoritaria y añadía la cuestión cibernética.

Tecnologías de control

El control mental del individuo y la sociedad de la vigilancia planteados por Zamiatin y Orwell o por la serie de culto de 1967, la psicodélica The Prisoner, de Patrick McGoohan, son otros de los grandes temas reflejados en la filmografía reciente. La existencia de Echelon no se divulgó hasta 1976. En 1998 el filme Enemy of the State, de Tony Scott, que parece la continuación de The Conversation, de Coppola, trataba del asesinato de un congresista que quería impedir la aprobación de una ley que diera a la NSA poderes ilimitados para vigilar a la población. Reynolds (Jon Voight), agente del servicio secreto, lo justifica ante Brill (Gene Hackman) diciendo que hay millones de chiflados dispuestos a disparar sus rifles, atentar con gas sarín o construir una bomba nuclear de bajo nivel, o hackers adolescentes que entran en los sistemas de instituciones estratégicas. «La privacidad ha muerto, la única privacidad que queda es la que está en el interior de tu cabeza. Pensarás que somos los enemigos de la democracia, cuando somos su última esperanza», dice Reynolds. Una serie que no es de espionaje, Silo, reúne al viejo Big Brother con el futuro distópico postcrisis climática, añadiendo otra inquietud contemporánea: el borrado de la memoria y que el prospecto publicitario de un parque natural sea censurado y su difusión, sancionada con la expulsión del cuerpo social y la muerte. Tenet, de Christopher Nolan, sigue la ola de ciencia-ficción con viajeros del futuro que viajan al pasado para impedir que sus antepasados culminen la destrucción del planeta.

En 2010 Shane Harris desveló en The Watchers: The Rise of America’s Surveillance State el programa de vigilancia masiva desarrollado por la NSA. Un año después, la serie Person of Interest, de Jonathan Nolan y J. J. Abrams, reproducía el recelo a programas como Echelon, Carnivore, Narus, Candiru o Pegasus y a que en un futuro el ser humano fuera gobernado por una implacable inteligencia artificial, temores tan presentes en Philip K. Dick y J. G. Ballard Léase Informe desde un planeta oscuro.

En Person of Interest, la Máquina, nacida para predecir el comportamiento de los individuos y prevenir delitos (variante, pues, de Minority Report), acaba sien.do objeto de deseo de oscuras fuerzas y agencias secretas que quieren imponer un orden dictatorial a partir de la hipervigilancia de la población. En los últimos capítulos, la Máquina, dotada de sensibilidad ética, entabla una batalla agónica con su doble maligno, Samaritano, fuera del control humano. El 10 de mayo de 2012 fue emitido un episodio en el que los protagonistas de la serie salvan a Henry Peck, un analista de la NSA que ha decidido desvelar el sistema espía y es perseguido por asesinos contratados por el Gobierno. Solo un año después, la ficción se hacía realidad y Edward Snowden desveló desde Hong Kong documentos de alto secreto y detalles de los programas Prism y Xkeyscore de la NSA, proceso filmado por Laura Poitras en el documental Citizenfour.

Privatización de ejércitos, agencias y cadena de satélites

El espionaje entraba en una nueva era. Una era en la que el ciudadano ha sido privado de privacidad; sus secretos, mercantilizados; su mente, bombardeada a diario por la desinformación y los mensajes subliminales creados a medida por la lógica de los algoritmos; su cuerpo, sometido a la exigencia del modelo de salud y belleza, al mismo tiempo que ve con temblor su invasión por diminutos virus, pavorosos enemigos interiores, o, en fin, la paradoja de la realidad inmersiva en un mundo virtual, análogo al capitalismo metafísico (derivados financieros, criptomonedas, NFT…), cuando el planeta avanza hacia la crisis climática y resurge la amenaza de una guerra nuclear. Un futuro apocalíptico, un no futuro, que aumenta la demanda de orden, patrioterismo, protección y seguridad y, por eso, las tentaciones posdemocráticas.

A más amenazas, más vigilancia y engaños para proteger el secreto. El contrato social por el que el ciudadano cede al Estado parte de sus libertades y derechos individuales a cambio de protección (una de las estrategias predemocráticas de las burocracias guerreras o mafiosas) queda pulverizado si los guardianes del Estado reproducen las mismas chapuzas vividas en su mundo laboral cotidiano. Las palabras mágicas para acallar las trabas legales o los problemas de conciencia son seguridad nacional. El dilema entre el sacrificio de unos pocos para garantizar la seguridad de muchos suele resolverse a favor del primer enunciado, aunque la idea de salvar a la familia siga siendo seminal en la filmografía norteamericana, mientras los ejércitos (Wagner), las agencias secretas o la hipervigilancia (Elon Musk) se privatizan.

El Nuevo Orden de Señales Electrónicas que cubre la red de comunicaciones universal, desde los satélites a las cámaras de los semáforos o de cualquier teléfono móvil, ha transformado por completo las películas de espías. En el mundo real, si el Big Brother desdibujó el icono gallardo de James Bond, tal vez el big data, el data mining  y la Inteligencia Artificial han desplazado ya al Big Brother, acumulando billones de datos imposibles de imaginar o de conocer ni con el algoritmo más sofisticado. La datavigilancia se ha privatizado e innumerables compañías comercializan con altos beneficios los datos de sus usuarios al tiempo que, paradójicamente, les venden softwares para crear la ilusión de que así evitan las intromisiones en sus ordenadores o teléfonos móviles. En este nuevo Génesis también sufre en el cine de espías (no en los otros géneros, tipo Marvel) la figura icónica del malvado. Al imaginario del Deep State y los tecnoprogramas secretos se contraponen la Dark Web o la Deep Web, utilizadas por los conspiradores, que se sirven también de los mensajes de los videojuegos para transmitir sus consignas. Tras las imágenes de Abu Ghraib y las ejecuciones de narcos y yihadistas y como contraste a tanta inteligencia artificial, los filmes ofrecen imágenes de brutalismo gore en sus escenas de acción. Ya pocos mueren de un disparo limpio: los infiltrados capturados son sometidos a sádicas torturas con instrumentos espeluznantes, largas agonías y abundancia de sangre y sesos derramados.

La sombra de una duda

A pesar de todo, el cine de espías de corte clásico seguirá atrayendo público, como en la serie The Mole; Undercover in North Korea (El infiltrado), de Mads Brügger, o en el sofisticado engaño de Spy no tsuma (La mujer del espía), de Kurosawa o las sutiles estrategias inconfesables de The Diplomatic. La trama funciona porque está instalada en nuestro imaginario desde cuando tuvimos que desarrollar el engaño y la astucia para adquirir la cena o no servir de cena a depredadores más fuertes. Todos mentimos, todos engañamos y todos somos espías espiados. Nos perseguimos, nos apasiona descubrir secretos y vivimos con suspense la posibilidad de que se descubran los nuestros, incluso nos torturamos, tonteamos con vidas dobles y flirteamos con cruzar líneas éticas inconfesables. Seguimos temiendo como nuestros ancestros un fin del mundo apocalíptico o la picadura de la serpiente oculta entre la hierba y proyectamos en nuestros sueños o en nuestros libros y filmes relatos de angustia que se desvanecen con alivio al despertar de la pesadilla, cerrar el libro o salir del cine, aunque quede la sombra de una duda, diría Hitchcock, de que hay quienes suplantan las tareas informativas y analíticas, propias de los servicios secretos, por las tareas estrictamente políticas que, en democracia, pertenecen a los representantes electos, aunque no todos ellos sean políticos fiables.

Desde que empecé a escribir este artículo para JotDown, mi portátil se está comportando de forma extraña: se calienta en exceso, aparecen páginas web en ruso y carpetas antiguas en el escritorio. En la bandeja de mi correo ha aumentado el número de e-mails sin sentido de empresas con las que trabajo y están llegando a mi cuenta de WhatsApp mensajes de personas que conozco con links que no me atrevo a clicar. En el edificio de enfrente ha desaparecido el cartel de «Se Alquila» que llevaba años colgado. Un Seat Arona de color blanco suele aparcar en la esquina opuesta al bar donde quedo con mis amigos. Parece que sus ocupantes esperan la salida de alumnos del colegio vecino, pero aún no he visto subirse en él a ningún niño. Ahora está sonando el timbre de la entrada. Una voz anuncia que viene a revisar la instalación del gas. Envío el artículo y apago el ordenador antes de abrir la puerta…

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31 de julio de 2023

La Inteligencia Artificial a la que se enfrenta Tom Cruise en la nueva entrega de 'Misión Imposible'

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James Bond contra Big Data y la IA (primera parte)

 

Todos engañamos, todos somos espías y todos nos sabemos espiados. En todos los libros hay un engaño que oculta un secreto. Si leyéramos el Génesis cristiano como una novela de espías, Dios sería el invisible ojo de la Razón de Estado, el Bien Supremo que está en todos los lugares y que todo lo ve y todo lo oye para garantizar con su poder de consuelo, protección y castigo la identidad, la ley y el orden. Satán («el antagonista») o el Diablo («el que divide») sería el ángel vengativo, el agente del Reino del Mal, sombra que engaña mediante el disfraz y el ardid a Eva, y esta, a Adán, incitando a la traición, introduciendo la sospecha y revelando el conocimiento del Secreto para adueñarse del Mundo. A no ser, claro, que en realidad se tratara de una operación de falsa bandera, un autoengaño colectivo para crear una norma y unos jueces metafísicos que buscaran impedir que el carnívoro ser humano se despellejara y se extinguiera como especie. Un no creyente diría que el Secreto estuvo tan bien custodiado por la burocracia celeste en la tierra (sacrilegio significa «leer, robar lo sagrado») que tardó miles de años en ser hecho público.

¿Cuál es el engaño hoy? ¿Qué secretos se ocultan, cuando con la Inteligencia Artificial se ha hecho realidad la milenaria fantasía del Ojo de Horus y la veracidad de los hechos ha quedado anegada bajo un piélago de palabrería y desinformación? ¿Cuando la culpa no es haber desoído a una divinidad, sino al equilibrio de la Naturaleza y haber creado un dios tecnológico? En la nueva entrega de Mission: Impossible, Dead Rackoning part One, el enemigo es el poder omnipresente de la Inteligencia Artificial, ente sin forma, fuera de control humano, y el traidor ya no es el que sirve a una potencia enemiga, sino el nuevo Judas que traiciona a la Humanidad. El nuevo supervillano que quiere llevar al mundo al Apocalipsis o al Armageddon es una deidad artificial maligna que representa el pavor a la máquina. El antagonista que amenaza al ser civilizado occidental  ya no es sólo el salvaje, el zombie, los virus invisibles, la bestia, el otro o el robot, sino también un demonio abstracto y tecnológico creado por él y que exaspera el miedo a una transformación ontológica. El film, pura coreografía, sin más, se suma a la tendencia de la privatización de ejércitos y agencias secretas.

Amazon lee y vende los datos que le damos gratis y al mismo tiempo nos ofrece bolsas Faraday para evitar intromisiones en la privacidad de nuestros móviles y ordenadores y sistemas. Por muchas barreras de contraespionaje que levantemos contra el spyware o malware, sabemos que todos vivimos bajo un techo de cristal y damos a los antivirus acceso a los santuarios de nuestros discos duros. Bush padre fue director de la CIA. Putin, exagente del KGB, no ha dejado de practicar la estrategia soviética del engaño (maskirovka) y las «medidas activas» (aktivnyye meropriyatiya) de desinformación: uso de agentes de influencia y falsificación de noticias para distorsionar la percepción de la realidad. Matthew Potolsky, en un libro apasionante, The National Security Sublime: On the Aesthetics of Government Secrecy, analiza los secretos de Estado en Occidente y su reflejo en la cultura a lo largo de los siglos, desde la muerte del rey Claudio por Hamlet y la conjura contra Kennedy, ficcionada por Don DeLillo en Libra, a las intrincadas constelaciones del poder financiero y político del artista Mark Lombardi o las acciones performativas de Jill Magid. Potolsky dice que inició sus investigaciones al observar que la National Security Agency (NSA), creada en 1952 por Truman, era un fantasma que no aparecía reflejado en ninguna novela, ni film, ni ensayo político de la época, a pesar del papel central que desempeñó durante la Guerra Fría, junto con otras agencias similares, llamadas The Five Eyes, entre las que figuraba  la británica GCHQ. Su invisibilidad dio pie a leer el acrónimo NSA como No Such Agency.

 

El momento agónico del espía ante el desierto de espejos

«Deception is a state of mind and the mind of State» es la frase del exdirector de contraespionaje de la CIA, James Jesus Angleton, que abre el documental Operation Gladio, de Allan Francovich, sobre la red clandestina que ejecutaba atentados de falsa bandera en los años setenta para promover un régimen autoritario y evitar la llegada al poder del Partido Comunista. Angleton, protagonista de The Good Shepherd (2006), de Robert de Niro, y gran lector de poesía, describía con un verso de Eliot («wilderness of mirrors») el momento agónico del espía, aquel en el que se encuentra perdido, solo, aislado, y no sabe qué hacer ni en quién confiar. En un desierto de espejos fiables el sentimiento de la población de estar a la intemperie y de ser engañada es omnipresente. La frase más repetida por los personajes de numerosas películas en sus momentos más dramáticos es trust me, confía en mí, frase balsámica que se ha de repetir más de cinco veces, casi una plegaria, para ser convincente.

Los agentes no saben a quién sirven ni por qué. Los objetivos últimos de la misión son mantenidos en secreto por la cúpula jerárquica. Los espías de los films, como muchos ciudadanos están desorientados por la posverdad, la inseguridad, el auge de la Inteligencia Artificial, los profundos cambios en su vida cotidiana, las deslealtades, la competitividad incluso con los compañeros de trabajo, el miedo a un futuro incierto, la falta de respuesta política a su malestar…, y estos espías se hacen preguntas, dudan, investigan; otros siguen con entusiasmo las banderas que enarbolan sus jefes, confortado su desasosiego por la comunidad de acólitos que comparten la misma fe en una verdad única.

«Cuando el sistema falla, el hombre honrado se alza», dice un policía de la serie Bosch. En su caso, busca la supervivencia de la justicia ahogada en un océano de corrupción generalizada, pero la misma frase es entendida de otra manera por una secta cercana a las tesis conspirativas de QAnon. Y ahí reside el engaño de las palabras, el doublespeak orwelliano: defender la democracia para acabar con ella, o, como en la carta robada de Poe (un experto en esconder códigos secretos en sus textos), acusar de conspiración al Deep State cuando ellos son manejados por el Deep State. El mensaje en ambos casos es que la única opción es individualista, nunca la acción colectiva, y, cuando se opta por un activismo colectivo, entra en juego la resignificación de la palabra libertad: la máscara de V for Vendetta la utilizaron activistas de izquierdas (mi libertad termina cuando empieza la libertad del otro) y, después, ultraderechistas defendiendo una libertad sin conciencia social.

Laberinto de secretos

En Three Days of the Condor (1975), de Sydney Pollack, Robert Redford descubre que detrás de una serie de asesinatos se esconde la mano de una CIA secreta dentro de la CIA con un plan para invadir Oriente Próximo en caso de crisis petrolera. «No es más que un juego para probar cuántos hombres, qué riesgo, cómo se desestabiliza un régimen», dice el jefe de los servicios secretos a Redford. «Para eso nos pagan. Es una cuestión económica. Hoy hablamos de petróleo, en diez o quince años, quizá antes, hablaremos de alimento o de plutonio. ¿Qué crees que la gente espera de nosotros? Cuando las reservas se agoten, cuando no puedan calentarse, cuando sus coches no arranquen, pregúntales. Cuando tengan hambre aquellos que nunca han pasado hambre, ya no querrán que les pregunten, solo querrán que les abastezcan». El plan era solo prospectivo, pero el líder de la CIA secreta quería ponerlo ya en práctica mediante atentados de falsa bandera, por lo que la CIA oficial se había deshecho de él. Aún no era el momento de aplicarlo, aunque el plan era válido y había que mantenerlo en secreto para que no llegara a oídos del enemigo y eso exigía la muerte de cuantos lo conocían.

La conversación tiene lugar frente al edificio de The New York Times. «Ellos lo saben», sonríe Redford. «¿Cómo sabes que lo publicarán?», responde enigmático el agente secreto. La cinta resulta ingenua hoy, en el mundo del egoísmo posdemocrático y de la posverdad, en el que los líderes populistas han conseguido que sus seguidores crean que cualquier hecho documentado por los medios anatemizados es pura fábula. En la filmografía de ficción reciente salen a la luz vagamente los entramados que mueven el mundo: intereses petroleros (Syriana, de George Clooney), de la industria del armamento, tecnológicas, farmacéuticas, ejércitos privados subcontratados, como Blackwater y Wagner (Dirty Wars, de Richard Rowley), narcotráfico, luchas personales por el poder, presidentes norteamericanos asesinos, golpes de Estado en la Casa Blanca…

Es tentador trasladar a las películas de espías la crisis de identidad (lo que soy, lo que creo ser y lo que aparento ser), agudizada por el narcisismo competitivo. Hay series excelentes, como la francesa Le Bureau des légendes, de Eric Rochant, que retrata los problemas de identidad de un agente con el personaje que ha representado durante su infiltración en Siria y que aborda con verosimilitud la situación en Oriente Medio, Irán, el ciberespionaje, la rivalidad con Rusia o las intromisiones de la CIA y el Mossad. El protagonista padece el mismo síntoma que Jason Bourne (The Bourne Identity), Leamas (The Spy Who Came in from the Cold) y Razumov (Under Western Eyes), que intentan resituar sus identidades respecto a las adoptadas en sus reinos de sombras. El mismo tono melancólico mantiene el film Beirut, de Brad Anderson, con guion de Tony Gilroy y con un Jon Hamm que podría haber encarnado al cónsul Firmin de Under the Volcano, de Lowry. La lista de protagonistas con trastornos ansiosos es larga, como el hacker encapuchado Elliot Alderson, del techno-thriller Mr. Robot, que sufre identidad disociativa y depresión patológica. Y en esta serie, como en tantas otras, el mensaje sigue siendo la opción del héroe individual.

Otras obras dignas son Tehran, Kalifat, The Honourable Woman, Counterpart (la posibilidad de haber vivido otra vida y la amenaza de una pandemia exterminadora), Spy/Master (la turbia deserción de un espía de Ceaucescu, en el que la verdadera malvada es la esposa del dictador rumano) o The Spy, de Yuval Adler, con una Diane Kruger que renuncia por convicciones morales al Mossad y The Little Drummer Girl y The Night Manager (ambas de Le Carré). O, también, A Most Wanted Man, otra de Le Carré, versionada por Anton Corbijn y un Philip Seymour Hoffman estelar en el papel de un agente que tiene que dilucidar si un checheno es un simple emigrante o un peligroso terrorista. La irónica Slow Horses permite lucirse a un gran Gene Hackman descreído y Old School. Disparatadas e innovadoras son Killing Eve, Babylon Berlin (reinvención del Berlín decadente de Weimar) y Utopia (primera versión, la de Dennis Kelly de 2003): una conspiración malthusiana de ecologistas radicales con premonición de una pandemia de gripe rusa provocada como excusa para insertar en la población un chip de exterminio racista.

Si alguien quiere matarte, conviene preguntarte por qué

En uno de los capítulos, uno de los conspiradores regaña a una mujer que, con conciencia medioambientalista, ha optado por viajar en autobús con su hijo pequeño en lugar del contaminante avión: «Nada produce más CO2 que un humano del primer mundo —dice airado el terrorista— y tú has tenido uno. ¿Por qué? ¿Por qué lo has tenido? Producirá quinientas quince toneladas de CO2 a lo largo de su vida, lo mismo que cuarenta camiones. Haberlo tenido será equivalente a realizar seis mil quinientos vuelos a París. Podrías haber volado noventa veces al año, ida y vuelta, un viaje cada semana de su vida, y eso no tendría el impacto en el planeta que va a tener tu hijo. Por no mencionar los pesticidas, los detergentes, los plásticos y los combustibles nucleares que se usarán para que no pase frío… Traerlo al mundo fue un acto egoísta, algo brutal. Tú has condenado a otros al sufrimiento. Si este asunto te preocupa tanto, lo que tienes que hacer es cortarle el cuello a tu hijo ahora mismo».

Masahiro Higashide y Yû Aoi en Supai no tsuma (La mujer del espía), 2020. Fotografía: C&I Entertainment.

Las guerras de Irak, Siria y Afganistán y la ola de atendados yihadistas generaron una multitud de films sobre conspiraciones de Al Qaeda o el ISIS, expresión de una herida de ansiedad que no lograron cicatrizar la muerte de Bin Laden (Zero Dark Thirty, de Kathryn Bigelow) ni la difusión del gran engaño y el inmenso error de Bush (Official Secrets, de Gavin Hood). Ya hace décadas que los filmes subrayan la parte más oscura del ser humano. Nadie es malo ni bueno los trescientos sesenta y cinco días del año y algo hemos aprendido: «Si alguien quiere matarte, conviene preguntarte por qué», decía John Le Carré. En los films patrióticos más convencionales, el yihadista suele justificar sus acciones («ellos mataron a mi familia, yo tengo derecho a matar a la suya»), aunque no vayan más allá de una contraposición entre el buen árabe moderado (ya se sabe que el colaborador nativo morirá en algún momento) y el radicalizado, según modelo calcado de las películas coloniales o de las de indios y vaqueros, que demonizan al otro. (Continuará)

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21 de julio de 2023

Dibujo de J. J. Grandville, caricaturista que colaboraba con Balzac.

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Elogio del periodismo cultural

 

«La página parece estar llena, parece contener ideas; pero, cuando el instruido mete allí la nariz, huele el olor de los sótanos vacíos. Es profundo y no hay nada: la inteligencia se apaga allí como una vela en una bóveda sin aire».  La frase no es mía. Es de Balzac. Por mucho trabajo que se me acumule, siempre he encontrado tiempo para acudir a los clásicos y librarme de la ansiedad que generan las visitas a las atiborradas mesas de novedades de las librerías, tomos flotando en un mar de fajas publicitarias como si ciñeran el salvavidas tras un naufragio, perdida la brújula crítica. O, si quieren, escaparate arbitrario de ofertas de supermercado, en los que distinguir, como decía Eliot, el ajo del zafiro.

Echo de menos libros como el que escribió Balzac para reírse en serio del periodismo, ahora que hay tantos expertos en nadalogía. También los de Flaubert sobre el estupidario y la necedad universal, aquella que es inmune a la lectura. Cuántas veces, leyendo densos ensayos académicos, he recordado a Bouvard y Pécuchet y su decisión de volver a su trabajo de copistas, después de haber fracasado en su  descomunal propósito de aplicar las ideas de moda de  su época. Y cuántas veces he regalado Los viajes de Gulliver de Swift  o La escuela de mandarines de Miguel de Espinosa o imaginado que los freakies Bouvard y Pécuchet hoy ganarían elecciones, dirigirían museos o se harían de oro con millones de seguidores en twitch o tik-tok. 

La falta de comprensión lectora existe desde que hay estadísticas, porque siempre se ha dado, incluso entre eruditos. La célebre frase de que en España no hay filósofos, sino profesores de Filosofía, es extensible a otras ramas. La venda que la alegoría pone a la representación de la Justicia, tan dañada en su equidad, quedaría hoy mejor nublando la vista de la Universidad. Exceptuando, claro, un par de libros y los magníficos papeles que corren por Internet, si se saben buscar bien. 

 El anatema del periodista: aquel que sabe un poco de todo y nada de algo, se ha revertido en el académico especializado al que se le escapa saber mucho de algo porque no sabe nada de todo. Cuando la academia se adormece en  la retórica de citas y comentarios de comentarios de otros comentarios, son de agradecer los libros escritos por periodistas culturales que leen sin muletas ortopédicas. No citaré nombres de grandes universitarios y periodistas para no ser turiferario, porque comparto profesión y boomeran(g) con algunos de ellos. Son gente letrada, al tiempo que escritores, que liberan las obras de las vitrinas del taxidermista y aportan esa mirada enciclopédica, apasionada y libre de escuelas, que ha perdido buena parte del funcionariado universitario. De eso se trata, de hacer vivas las obras clásicas, de prestigiar a los mejores autores de nuestro tiempo, de transmitir el placer, la inquietud o el peligro de saber leer.

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3 de junio de 2023
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