Josep Massot
El título es y no es un juego de palabras con el nombre de Matisse. Por una parte, exponer juntas obras de dos de los grandes maestros del color del siglo XX descubre matices insospechados de ambos artistas. Pertenecen a generaciones y estéticas distintas, aunque no dejaron de mirarse uno al otro. Es ese reto de estímulos mutuos con los que los creadores, sean músicos, cineastas, escritores o pintores, suelen reconocerse o desafiarse entre sí. Cuando en la Segunda Guerra Mundial los hijos de Matisse echaron en cara a su padre que pintara flores y odaliscas entre tanta tragedia, este pidió que Miró hiciera de árbitro.
El artista catalán nunca dejó de buscar la trascendencia de su arte, ir más allá de la pintura y tocar la fibra humana del presente y del futuro. Por eso hay en sus obras deseo, dolor, belleza, soledad, violencia o muerte. Por eso introdujo la poesía es decir, la música, es decir el tiempo. Y aunque no fuera músico como lo fueron Klee y Kandinsky, al enterarse de que el compositor Pierre Boulez coloreaba sus partituras, le pidió que le dejara ver los manuscritos. El color tiene sus símbolos y también su música.
Por otra parte, Barcelona realza los matices de Miró, al situarlo en el contexto internacional de los creadores que revolucionaron el arte del sigo XX. Con el ciclo de exposiciones Picasso-Miró y ahora Miró-Matisse los programadores culturales parecen haber perdido ese mareo pendular que oscilaba entre el vanidoso ultralocalismo a la acomplejada mirada foránea.
Queda una gran exposición pendiente y que aún nadie ha tratado con la profundidad que su importancia merece, una exposición que saque a la luz los vínculos del arte románico y gótico no sólo con el primer Miró, sino también con el de los trípticos y sus viajes a Japón. Sería un proyecto colosal que, me consta, interesa tanto a Pepe Serra del MNAC como a Marko Daniel de la Fundació Miró y que daría un realce extraordinaria a la recuperación de Montjuïc.