Josep Massot
Joan Miró era surrealista antes de que Breton publicara el manifiesto surrealista que ahora cumple cien años. Era septiembre de 1923, y faltaban once meses para que el poeta francés anunciara la aparición de “los elefantes ginocéfalos y los leones alados”, “la chispa” del inconsciente y el “fulgor de las imágenes”, cuando Miró comunicaba triunfal a su amigo J.F. Ràfols: “He logrado deshacerme por completo del natural y los paisajes no tienen nada que ver con la realidad exterior”. Y en octubre: “Animales monstruosos y animales angelicales, árboles con orejas y ojos. Y payeses con barretina y escopeta y fumando en pipa. Todos los problemas pictóricos resueltos. Hay que explorar las chispas de oro de nuestra alma”.
Miró aludía a tres de las telas que había empezado a pintar aquel año. La más radical respecto a la aún noucentista La masia (1922) sería Paisaje catalán (1923-1924). La Vanguardia ha dado con el eslabón entre las dos obras, inicio de una revolución que cambiaría el arte del siglo XX. Se trata de Sie biessen an (¿Pican?), una acuarela óleo pintada por Paul Klee en 1920 y que hoy se exhibe en la Tate Gallery.
Las similitudes con la acuarela de Klee son demasiadas para que no la tuviera en cuenta ‘Paisaje catalán’, de Joan Miró
Para Miró, el encuentro con la obra de Klee fue fundamental y, sin embargo, su relación ha sido estudiada muy poco. “Klee –reconoció– fue el encuentro decisivo de mi vida. Bajo su influencia, mi pintura se liberó de todas las ataduras terrenales. Klee me hizo comprender que una mancha, una espiral, incluso un punto, podían ser objeto de pintura tanto como un rostro, un paisaje o un monumento”.
“Vi los primeros Klee –dijo– cerca de la Rotonde, en una pequeña galería situada en la esquina de la Rue Vavin y del Boulevard Raspail. Un alsaciano llevaba la galería. De cuando en cuando se iba de viaje y volvía con nuevos cuadros de Klee. Antes había visto ya reproducciones (…) Yo no conocí a Klee, pero me emocioné el día que Kandinski me explicó que Klee le había dicho, en la época de la Bauhaus, a propósito de mí: ‘Hay que seguir lo que hace ese muchacho’”.
¿Cuándo y qué obras pudo ver Miró? Numerosas revistas publicaban pobres reproducciones en blanco y negro de Klee. El pintor André Masson, vecino del taller parisino de Miró, dijo a la historiadora Carolyn Lanchner que en la primavera de 1922 dio a conocer a su amigo catalán un libro sobre Klee. No recordaba el título. Solo pudo recordar que se había editado en Munich, por lo que podría ser Kairun, de Wilhelm Hausenstein, o el catálogo de la galería Goltz publicado en la revista Ararat, cuyo redactor jefe era Leopold Zahn, autor de una monografía de Klee impresa en Postdam. En la revista aparece citada la acuarela Sie beisen an con el número 238. Lanchner no podía saber que en septiembre de 1924, Miró, en una carta que sigue inédita, pidió al crítico germanófilo M.A. Cassanyes que le pusiera en contacto con Hermann von Wedderkop, autor de otra antología de Klee, impresa en Leipzig.
Miró decía que el propietario de la galería Vavin-Raspail era alsaciano. En realidad era un joven suizo de 22 años, Max Eichenberger, que, reciente la Primera Guerra Mundial, había afrancesado su apellido, Max Berger, igual que su socio, otro joven de 20 años, Alfred Dabler, nacido en Orán, que utilizaba el alias Guillaume Dalbert. Los dos se aliaron con el marchante alemán Wilhelm Uhde, cuyos fondos artísticos, como los de su compatriota Daniel-Henry Kahnweiler, habían sido subastados por el Estado francés para compensar los gastos de la guerra. Uhde ayudó a que Berger celebrara la primera exposición individual de Klee en París, en octubre de 1925. Entre las 39 acuarelas expuestas, figura con el número 38 Sie beissen an, por lo que es del todo plausible que Miró la pudiera ver en 1924, cuando aún trabajaba en Tierra labrada y Paisaje catalán .
Si en Tierra labrada (la recodificación de La masia al nuevo lenguaje) hay más ecos del bestiario románico y de los animales fantásticos de Brueghel, en Paisaje catalán las similitudes con la acuarela de Klee son demasiadas para negar que Miró no la tuviera en cuenta. En la de Klee, es un día de pesca de un padre con su hijo. En la de Miró, un día de caza, como solía hacer él con su padre en Mont-roig. Las dos tienen algo de juego infantil y de viñeta cómica en la que el punto y el signo de exclamación sobre el pez grande de Klee se convierte en el signo estilizado de la escopeta mironiana y el perdigón. ¿Qué pez habitante de lo oculto cobrarán las líneas de vida que dibuja Klee? ¿Es cierto que el mundo que alumbra el inconsciente guiado por la mano de Miró es más real que una representación realista? Dinamita pura contra el concepto de naturaleza como paisaje o de la nacionalización noucentista de la naturaleza.
Al hablar de préstamos o enseñanzas, hay que tener en cuenta que Miró seguía a rajatabla el consejo de uno de sus autores faro, Alfred Jarry, y no asimilaba influencias, sino que las deformaba, las transmutaba a la manera alquímica para salvaguardar su singularidad. Y le estimulaban desde la viñeta de un chiste hasta un poema de Rimbaud, desde una estampa de Hokusai hasta una lagartija que trepaba al techo de su cuarto. Y, como en todos los grandes creadores, hay un influjo mutuo constante: el artista joven que capta lecciones del viejo, y este, a su vez, del joven. Klee era un intelectual urbano. Miró vivió realmente la naturaleza en Mont-roig y llevó más lejos la resonancia de sus obras en el espectador.
Una ambiciosa exposición Klee-Miró haría visible sus rupturas y sus afinidades: el punto que nace y muere; la línea que camina, nada, se sumerge, se pierde, vuela y sueña; la estrella y la luna; la búsqueda del equilibrio; los pájaros y la serpiente (es decir, la espiral); la música de colores; el cosmos; las leyes gravitacionales; el magnetismo de las letras, etcétera.
La palabra surrealista la había inventado Apollinaire para alentar, en plena guerra mundial, un “espíritu nuevo”. Fue en un texto sobre Parade, de los ballets rusos de Diáguilev, con tema de Cocteau, música de Satie, decorados de Picasso y coreografía de Massine. La primera vez que apareció la palabra en España ( superrealismo) fue el 10 de noviembre de 1917, sin la firma de Apollinaire, en el programa de Parade en el Liceu. Desde entonces, se llamaba surrealista a cuantos preconizaban ese ambiguo “espíritu nuevo” hasta que Breton impuso su doctrina en 1924.
Cuando en 1920 Miró visitó por primera vez París, quedó tan impactado que estuvo meses sin poder empuñar un pincel. La pintura –dijo– le volvió al fin “como vuelve el llanto a un crío” y quiso cerrar su anterior etapa e iniciar la nueva con La masía, una obra resumen en la que, efectivamente, estuvo nueve meses trabajando, un parto, un renacimiento. En el centro de la tela colocó una extraña figura que no guarda relación con las otras: un niño rana en cuclillas, ídolo o juguete, que un afamado crítico de Time confundió con un caganer, cuando en realidad es el primer personaje surrealista de Miró.
El niño rana dejó de estar en cuclillas, se alzó y, según se aprecia en los dibujos preparatorios de Paisaje catalán que se conservan en la Fundació Miró de Barcelona, se metamorfoseó en el esquemático cazador con barretina que orina y fuma en pipa y que en una mano sostiene una escopeta, y en otra, un conejo. Ahí están el avión Toulouse-Rabat que cruzaba el cielo de Mont-roig, una barca con la bandera española, un ojo volador, un sol araña, un algarrobo y una raspa de sardina liebre camaleón sobre un fondo monocromático ocre. El nacimiento de un mundo.