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Retorno en la furca misma (a vueltas con la “venganza” de la naturaleza)

Vuelvo a la idea, común a Lucrecio y tantos otros, de que la naturaleza está regida por una implacable necesidad, que ni dioses ni hombres son susceptibles de perturbar en lo profundo. Esta convicción no significa considerar que la naturaleza se cierre totalmente al ser humano. Irreductible a toda voluntad de transformarla, la naturaleza es sin embargo permeable a la voluntad de conocerla. Siendo imposible violentarla, sí es posible desvelarla. Tal desvelamiento es lo que los pensadores griegos designaron como teoría o contemplación de la naturaleza, es decir la física, búsqueda de los constituyentes de la necesidad que están más allá de lo que se muestra, hipótesis de que en lo profundo legisla el aire, o el fuego, o quizás meramente átomos rodeados de vacío e incluso (hipótesis hiperbólica) realidades aritméticas o geométricas).

Y desvelar la naturaleza es lo contrario de intentar transformarla en su esencia, ya se trate de la interna relación de fuerzas en la naturaleza inerte o de la naturaleza específica de los seres vivos. A diferencia de lo que creía Aristóteles, las especies ciertamente no son eternas. Al igual que los individuos (aunque en una escala diferente) también las especies se hallan afectadas por el tiempo. Mas por muy provisional que sea su estabilidad, hablar de especie es referirse a un conjunto de rasgos invariantes que determinan un comportamiento y con los cuales es peligroso jugar. El individuo de una especie dada es heredero de unos rasgos potenciales que tienden a actualizarse, y es desde luego contra natura el pretender que se actualicen los rasgos que corresponden a otra especie, cosa a la que implícitamente parece aspirarse cuando, por ejemplo, se trata a un can  como a un niño, esperando que llegue a asumir el comportamiento de este último.

Entre los casos singulares de relación entre humanos y animales que a intervalos saltan a los medios de comunicación hubo hace un tiempo el de un ciudadano ruso que decidió criar un cachorro de oso como si se tratara de su propio hijo, acostumbrándole entre otras cosas a la alimentación propia de los humanos. Al parecer la cosa funcionó hasta que a los cuatro años el oso se negó a seguir la acostumbrada pauta de alimentación, prefiriendo…comerse a su padre adoptivo.  Este caso es buena muestra de lo inútil que es intentar hacer abstracción de que la división específica es la expresión misma de la realidad natural y en consecuencia negar la irreductibilidad de las especies es negar lo que la naturaleza misma ha marcado. Esa naturaleza que, al decir de lo atribuido a Horacio “por mucho que se la expulse con una horquilla siempre retorna”.

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17 de junio de 2025

(LV)

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Van Morrison, solo para adultos

Y allá que fuimos, a las Noches del Botánico en procesión religiosa, cuatro mil veteranos con nervios de adolescente dispuestos a regresar a la belleza salvaje con sir Van Morrison. Seis minutos antes de la hora prevista, en el escenario de la Complutense apareció ese tirano adorable, malhumorado y lacónico; el mito que detesta el espectáculo pero que nos redime de la vulgaridad.

A punto de cumplir los ochenta, y en el extremo opuesto a la onda de corazoncitos digitales, Van Morrison no mostró simpatía alguna. ¿Y empatía? Palabreja absurda para el León de Belfast que solo viene a cantar y a tocar. Comparte su don y se larga al hotel. “La música es mi empleo. El resto es pura mierda. El tipo de mierda que la fama atrae es muy oscura. Me gusta la música, eso es todo”, declaraba cuando aún concedía alguna entrevista.

Van Morrison nos levantó de la nadería a puños, con su voz arrolladora, capaz de retar la edad, derrochando amor y furia en 90 minutos. A ratos melancólico, místico sin ínfulas, sacudido por ese latido negro que mamó en los discos que su padre –un electricista melómano– se trajo de Detroit: Solomon Burke, Ray Charles, Muddy Waters. En el Botánico, nos enseñó que las enormes pantallas digitales solo sirven para lucir su firma en letra inclinada. Ni un zoom, ni un acercamiento a su saxo, pero tampoco ni un solo logo de patrocinador. Van no pertenece a nadie, ni siquiera a su público. Lo suyo es otra cosa, ajena a toda complacencia, casi como un dispensador de felicidad que tolera mal que le den las gracias.

“Es el único festival musical organizado por una universidad”, me recordaba unas horas antes el responsable de prensa de las Noches del Botánico. Se nota en las colas educadas sin avalanchas ni pisotones, o en el detalle de servir en las barras un vino digno, no aguarrás. También me contó que vería hamacas entre los arces y castaños viejos para tumbarse después del concierto. Pero el culto a Morrison, en directo, te lava con filosofía y te manda de vuelta a casa. A vibrar. Con su banda alcanza un virtuosismo musical que los puretas reconocemos como la única droga que sienta bien. No hay química que logre estimular el amor como sus baladas ni soplarle a la tristeza como sus rhythm’n’blues. Van repite la letra, la ondula y la conduce hasta lo más profundo de su eco, ah la eterna levedad.

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16 de junio de 2025
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La dada

Se han ido perdiendo las expresiones que el pueblo utilizaba, a menudo como paremias. Ese material, que gente imbuida de condición alquimista ha pretendido convertir en lenguas, o incluso en idiomas, he de reconocer que en algunas ocasiones tiene su gracia. La mesa de póquer del viejo casino, en el que agoté muchas tardes cuando mi llegada a XXX, era una perfecta caja de resonancia, allí oí por ejemplo “vuelta a la dada”, críptico mensaje para quien no frecuentara aquel tapete que quiso ser verde y ahora confraternizaba con variadas gamas pardas y negrovioláceas. “Vuelta a la dada”, o sea “volver a dar las cartas”, era la orden inquebrantable formulada por el más severo de los jugadores cada vez que se equivocaba el que repartía las cartas, fallo que podía llevar a descubrir alguna de ellas que, como todas, debían permanecer ocultas durante el reparto y en toda la jugada, excepto para el destinatario. Se ordenaba entonces recoger las cartas ya distribuidas, juntarlas en el mazo, barajar e iniciar un nuevo reparto.

Ese jugador riguroso que con voz atronadora ordenaba que se repitiera el reparto de cartas, era conocido como El Profesor y nunca supe qué nombre real se escondía tras el lustroso apodo, pero sí sé la historia final del personaje, el más más valioso episodio relacionado con la partida diaria de póquer. El Profesor siempre quiso dar la imagen de jugador estricto, alguien que no consentía una fullería en los demás, ni siquiera un error como el ya citado en el reparto de naipes. El Profesor, por supuesto, carecía de sombras en su trayectoria, era un referente en cuanto a honradez y a él se dirigían siempre las miradas y las consultas verbales cuando había que dirimir la legalidad de cualquier lance. Pero, un día llovió más de la cuenta, un aguacero inmisericorde anegó las calles aledañas al casino y, mira tú por dónde, alguien invisible, resguardado bajo los oscuros y solitarios soportales de la plaza de la catedral, descubrió cómo El Profesor y otro punto habitual de la partida, su socio, con el que era evidente que iba aconchabado, partían los beneficios de la jornada, protegidos de la lluvia y de las miradas, en el interior de un portal cercano. La noticia corrió como la pólvora y El Profesor jamás volvió a pisar el casino; un sobrino nieto gestionó su baja como socio, y fueron mayoría quienes, cómo no, se apuntaron a la prédica generalizada de que desconfiaban desde hacía mucho tiempo de tanta caballerosidad y rectitud.

Quiero decir que lo importante para los que vivimos en el filo de la navaja es pasar desapercibidos, no es buena estrategia destacar, aunque sea concitando aplausos por el desempeño de benéficas acciones, no es bueno, en general, dar la imagen de personas respetables y, mucho menos, vociferar a la mínima contienda pretendiendo aplicar normas y convicciones de las que nos erigimos en instructores o paladines; sospecharán.

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10 de junio de 2025
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Elogio de la página

Leer es la única actividad en la que uno puede parecer inteligente sólo con mover los ojos, pero cuidado con el scroll. Empiezas asomándote por la ventana para ver si llueve, y de repente llevas tres horas viendo cómo un tipo de Nebraska reconstruye un castillo medieval con colmillos de caimán. El scroll no tiene fin, pero tampoco principio, como la conversación de un necio.

La web robó la palabra «página», pero la vació de su forma original. La página de la que hablo, en formato impreso o su mímesis digital, empieza donde empieza y termina donde termina, sin que salten bandadas de pop-up y banners. La página no grita, no te bombardea con vídeos de gatos rusos tocando el piano, ni te enseña a consumir sin saciarte. Te mira. Espera. Propone, no arrastra. Tiene su arquitectura, una geometría de pentagrama, música leída.

El scroll es una espiral que se acelera sola, una rueda de hámster en llamas, movido por la incesante novedad y la fugacidad del clic. La novedad borra lo anterior con la urgencia de quien abre la nevera a las tres de la madrugada buscando respuestas. La página es otra cosa. Es un pasaje secreto en una casa que ya creías conocer.

«La gente ya no lee páginas», dicen. Dicen que el texto debe fluir, que hay que enganchar al lector en los tres primeros segundos, que la atención dura lo que un bostezo. Hay páginas en las que algo  ocurre y páginas en las que nada ocurre, pero incluso la más infame página de papel tiene cuerpo, anverso y reverso, pesa, vuela en forma de avión, envuelve objetos, limpia vidrios, protege fragilidades, enciende fuegos. No consume, permanece por sí misma. Existe incluso cuando no la miras.

Si la página es de un libro de papel, sujétala con respeto. Es un felino que finge dormir. Si la doblas con desdén, podría vengarse. A veces las páginas se repliegan sobre sí mismas y no vuelven a abrirse nunca igual. Hay páginas que se cierran como párpados y después sueñan con otro lector.

Sitúa tus ojos en la parte superior izquierda, como quien se dispone a cruzar una frontera. No saltes párrafos. La página lo sabrá. No pretendas leerla como si sólo ojearas un titular. Esto es diferente. La página exige atención. Avanza línea a línea como quien desactiva una bomba o baja una escalera de caracol, conteniendo el vértigo. Si tropiezas, vuelve. Si lloras, ya sabes que sólo el loco ríe a solas. Si ríes, ya sabes que ser feliz no requiere testigos. Estás viajando sin moverte, leyendo sin huir, viviendo algo que sabemos que se acaba, como nosotros algún día, creyendo que tal vez dejará una estela.

Al llegar al final de todas las páginas, no sucumbas al pánico. No hay emoticonos de aplauso, ni «contenido relacionado», ni «quizás también te guste». Hay silencio. Y si te ha cambiado, conmovido o dado placer, cerrarás el libro como quien apaga una vela.

 

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10 de junio de 2025
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Elisa Martín Ortega y los cuidados en el lenguaje

Los primeros poemas de La piel cantaba, el revelador poemario de la escritora y profesora de la Universidad Autónoma de Madrid, además de traductora de El Cantar de los Cantares, Elisa Martín Ortega (Valladolid, 1980) comienzan con versos que son afirmaciones inquietantes: “Me da miedo escribir”; o bien constataciones de lo evidente que requiere una segunda mirada para encontrar el sentido de la redundancia o de la contradicción: “Amanece temprano”. Aseveraciones inmediatas e incisivas mediante las que lo primero que se reivindica es el lenguaje, que aparece in media res para evocar todo el universo que se extiende tras él. Buena parte de sus poemas indagan en la necesidad del lenguaje, pero también la necesidad de todo lo que se extiende antes y después del lenguaje.

Muchas de las reflexiones o hallazgos que se producen en La piel cantaba, aparecido en 2024 en la colección Cálamo Poesía de la editorial Menoscuarto, están estrechamente relacionados con el no menos iluminador ensayo La belleza en la infancia, que publicó en 2022 la editorial Eolas Ediciones. Allí, a partir de la etimología y de la observación de la escritora, se describe la infancia como una época previa al lenguaje, cuando toda la comunicación es a través de emociones, miradas y símbolos. Ésa y no otra es la capacidad expresiva de la poesía. El ensayo está magníficamente fundamentado con citas de poetas, filósofos, lingüistas e incluso profetas. Con ello, la autora no sólo consigue un análisis que apela a la lectura como experiencia fundamental –en su sentido más estricto–, sino que defiende la importancia del sentir –descrito como la unión de pensamiento y emociones– para hallar significados con los que construir la mirada y el pensamiento.

Su maternidad le permite un lugar para una observación con muchos recursos. Así, se detiene en la amnesia infantil, el olvido de los primeros años de vida, para trazar de cero el personaje en que nos convertimos. Me viene a la memoria un fragmento de la canción Rugen las flores, de McEnroe: “El día en que yo te encuentre y se me borre la memoria / para dejar todo su espacio y que lo ocupe nuestra historia”.

El olvido de los recuerdos de los primeros años de vida coincide, según la narración de Martín Ortega, con el reconocimiento de la propia piel como límite, un tema habitual tanto en el ensayo como en sus poemas. Recupera el cuento de la mamá oso que tejió piezas de ropa con la intención de que su cría acabara dándose cuenta de que lo que más le protegía era su mullida piel. Es evidente la metáfora sobre la entrada en la madurez y la toma de conciencia como individuo. En nuestra piel se marca la separación entre lo que somos y sentimos y lo que empezamos a saber que está fuera.

A lo largo del camino, también puede suceder que renunciemos a la responsabilidad que supone poseer la piel y que deseemos dejar de percibir nuestra propia forma, como sucede en la oscuridad: “Si no amanece / me pondré un vestido de estrellas, / si no amanece. / Un vestido de noche / para aguardar / el alba que no llega. (…) Ojalá la belleza / de lo oscuro durara / un poco más, / y me cubriera / de pétalos / en la pequeña cáscara de nuez, / pequeña / como la uña del dedo meñique, / amoratada, / negra, brillante, / amarillo limón, / resplandeciente.”

La piel nos define y por eso la cubrimos para ser menos vulnerables. Sólo la mostramos en la intimidad, a excepción del rostro. Con él nos presentamos al otro y nos buscamos en las expresiones de los demás, de los seres amados, de aquellas personas a las que hemos ubicado en una zona de no agresión, de refugio. La intimidad permite reconocernos en el otro, reflejarnos en su mirada. Por eso reconocemos sus emociones incluso sin el lenguaje, y por eso también queremos evitarles el dolor y, por tanto, cuidarlos. El cuidado es un concepto importante para Martín Ortega.

Cuidamos a quien amamos porque nos cuidamos a nosotros mismos, o al revés. No nos enamoramos del otro, porque es inaprensible, aunque en la infancia nos parezca imposible que no seamos parte de quien más amamos. Nos enamoramos de nosotros mismos, del prodigio que es descubrirnos: la conciencia que de pronto es consciente de sí misma. Como si fuera posible verse desde fuera.

Se produce un constante desplazamiento del sentimiento y de la percepción que es motivado por el deseo, otro protagonista en nuestro sentir. La autora cita a José Ángel Valente para reforzar la idea de que anhelamos el deseo del otro hacia nosotros para que “nos haga existir”. Y sólo somos conscientes de esa existencia cuando pasa por el corazón por segunda vez, es decir, cuando se recuerda: “El pensamiento y la emoción integrados bajo la acción de recordar”.

Tanto en el ensayo como en los poemas, se argumenta y se muestra cómo el cuerpo, y con frecuencia el dolor que provoca –la finitud, la herida, la enfermedad–, nos conforma y nos ofrece refugio. Es lo único tangible cuando la realidad no existe porque nos disolvemos en la naturaleza de la que formamos parte, como el cielo: “El cielo azul / de esta mañana / ha robado mi llanto. / Se lo ha llevado / con su luz, y me ha dejado sin voz, / sin cuerpo, ni un dolor donde ocultarme. / La realidad no existe.”

El lenguaje tampoco resulta infalible para aprehender la realidad: “Qué pena las palabras.” Al final sólo somos lo que sentimos, en un sentir que necesita pasar por el pensamiento y ser recordado para existir, ser visto desde fuera, narrado, a pesar de todo.

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9 de junio de 2025

Daniel Orson Ybarra

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El caminante que se hizo pintor

 

Entre el conceptualismo lumínico, el neoexpresionismo abstracto y la pintura óptica, Daniel Orson Ybarra (Montevideo, 1957–Ginebra, 2025), terminó convertido en artista, agarrado a sus pinturas, aunque su mejor obra siempre fue la vida. Todo un vitalista empedernido. Formidable fumador y bebedor, gourmet y políglota, incansable, un alma de vocación universal, epicúreo y de ancha cultura. Oriental de ascendencia vasca –su madre era rusa blanca, y su abuela Anastasia lo introdujo en el dibujo–, hasta que antepuso a sus apellidos el nombre del cineasta por excelencia, con quien se identificaba en casi todo, no solo con su aspecto de gran humanidad. Motear, un vicio muy uruguayo, como el fútbol, que seguía con entusiasmo.

Sufrió con la covid, y no ha podido superar sus secuelas, las que le dejaron postrado en su estudio artístico de Ginebra casi un lustro para, finalmente, dejarnos hace unos días. A pesar de necesitar respiración asistida, trabajó en múltiples piezas y propuestas hasta la última jornada. Ybarra quedó cautivado en su juventud por las pinturas de Joaquín Torres-García, montevideano genial y europeizado como él, cuya obra solía contemplar en el Bellas Artes de esa extraordinaria ciudad de aires vintage. Salió de Uruguay a los 18 para ver mundo y se demoró lustro y medio, recorriendo todos los continentes. «Lagardière –me decía– he llegado hasta la punta más austral de la Patagonia». Con el tiempo se asentó en la misma ciudad que Calvino, su némesis.

La barba siempre arreglada, perfumada, vestido de eterno oscuro, situacionista. Solía ser frecuente su presencia en la feria del arte en Basilea y en el Arco madrileño. Su carrera en Europa empezó mucho antes, cuando conoció en la costa malagueña a un joven emprendedor, Carlos Moreira, quien le llamaría tiempo después para ayudarle en el lanzamiento de su compañía de servicios informáticos, Wisekey, uno de los patrocinadores del equipo suizo del Alinghi que ganó la Copa del América e impuso sus reglas en la ciudad de València, donde durante seis años recalaron los grandes veleros mundiales. Con ellos, Daniel Orson Ybarra se hizo habitual –y perseverante– de Valencia, organizando encuentros y, sobre todo, gestionando un círculo de artistas e intelectuales en torno a la prueba deportiva. Él le dio cariz cultural a la reunión náutica de los más ricos en los océanos. Lo mismo hizo con el foro económico mundial de Davos, en cuyo hall de bienvenida expuso sus «germinaciones» y grandes manchas de color, una línea de trabajo que lo emparentaba con los pintores españoles de la abstracción orgánica, de Gordillo a Sicilia y Murado.

Impulsó, entre otras acciones, la creación de la Fundación Abanico, con la entidad Heritage, creando en la ciudad de Ginebra una serie de encuentros dedicados a la cultura hispánica con artistas, escritores y múltiples creativos, desde el cocinero Ferran Adrià y los músicos Paco Ibáñez y Amancio Prada, al poeta Carlos Marzal o los editores valencianos de Pre-Textos, los «Manolos» y Silvia Pratdesaba, con quienes compartía su pasión por el onirismo pictoricista de Ramón Gaya. También colaboró de forma asidua con los arquitectos del EAAS Grup Barcelona, y coorganizó para la Concejalía de Cultura que dirigía Mayrén Beneyto la exposición ‘Diálogos’ diez entre València y Ginebra, que reunió en las Atarazanas a una serie de artistas durante la Copa del América: él mismo y la malograda Deva Sand, Nico Munuera, Juan Olivares, Nelo Vinuesa o Silvana Solivella entre otros.

En la misma Ginebra, donde se asentó, adquirió una casa y un estudio, contrajo matrimonio y tuvo descendencia –su hijo Mateo es un joven productor y director de cine con una prometedora carrera–, solía encontrarse amablemente con el paseante Jorge Luis Borges. Y allí expuso de forma individual por primera vez. En el 88. Una exposición a la que siguieron cerca de una treinta de muestras personales en Suiza, Francia, España, China o Brasil. En València fue remarcable su presencia en la tercera edición de Papers (organizado por Elca y Banda Legendaria), y su retrospectiva en el IVAM, en 2014, en cuyo catálogo escribieron amigos como el citado Manuel Borrás o Fernando Delgado. En València deja un hondo recuerdo, cuyos pasos fraternales han sido compartidos por Nacho Jiménez y Cristina Macías o los hermanos Agnès y Pablo Noguera.

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9 de junio de 2025

'Un trabajo de hombres' de Edith Anderson (Siruela, 2025)

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Edith Anderson y el duro camino de las pioneras al mundo del poder masculino

 

Hay en la condición humana una atracción innata por el poder, al margen de su escala o contexto. La voz narradora de Un trabajo de hombres de Edith Anderson (Nueva York, 1915-Berlín, 1999), novela ambientada en el mundo de los ferrocarriles estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial, se maravilla ante la emoción que suscita un billete de tren como una promesa de aventuras en la ciudad de destino, "el lugar donde ha de suceder algo nuevo ahora que se va allí".

Pronto vuelve la mirada hacia el señor Miller -encargado de instruir a un grupo de mujeres jóvenes para su ingreso en la imaginaria Hudson & Potomac Railroad Company, diezmada por la guerra y obligada a aceptar a regañadientes la mano de obra femenina- y hacia sus conocimientos en la materia: él sabe el significado de cada dato impreso en esos billetes, el código de colores y dónde poner el sello para darles validez.

"Para quienes sólo han sentido la opresión del poder de otros sobre sí, es excitante incluso un poder nimio como ese", piensa la señora Jugg, una de las aspirantes que en el capítulo inicial atienden, con aparente concentración, al señor Miller cuando lee el reglamento ferroviario que apenas entienden ("escuchaban igual que se escucha el zumbido de las abejas mientras se lee en una hamaca"). Afuera, la ciudad arde de calor, las fábricas expulsan bocanadas negras de humo. Es una escena de expectativas y desconcierto antes de cruzar un umbral en principio no destinado a ellas: el del ferrocarril, el trabajo técnico, el poder sindical. Todos mundos de hombres.

Ingresar en una esfera masculinizada, pues, es tener acceso a distintas formas de poder, aunque ellas no lo tendrán fácil, pues son recibidas "con miradas lascivas y aullidos de lobo". No es la violencia del improperio explícito, sino la de la indiferencia, la de los supervisores que les niegan horas de descanso, la de los interventores que se ríen al verlas sudar, la de los hombres que les gritan obscenidades por los pasillos al inspeccionar los billetes.

Anderson, comunista convencida que emigró en 1947 junto con su marido, Max Schroeder, militante exiliado durante el nazismo, a la que poco después sería la República Democrática Alemana -donde llegaría a ser una respetada escritora y periodista-, vuelca una mirada feminista sobre la esfera laboral. Y, por encima de todo, muestra cómo el capitalismo promueve la competencia insana entre los trabajadores -tampoco idealiza las relaciones entre mujeres y las tensiones que surgen- y la autoexplotación, de tal manera que se refuerza la violencia estructural. Para esta maquinaria, los cuerpos son material desechable.

En este sentido, Un trabajo de hombres no es una novela de superación en que las protagonistas alcanzan el empleo duramente perseguido, pero sí de transformación: si bien les aguardan más decepciones y humillaciones en el futuro, "sabían algo que no habían sabido cuatro años antes: sabían lo que querían".

Si este título de Anderson rezuma verdad más allá de la ideología de la autora, es en buena parte porque describe unas circunstancias conocidas de primera mano en la Pennsylvania Railroad Company, donde ella trabajó en esos años marcados por el conflicto bélico. Por eso el relato es tan físico (y sensorial), y en su núcleo se concentra la experiencia de los cuerpos extenuados, triturados y descartados.

De ahí deviene que una de las expresiones recurrentes en la novela sea "estar seca". Y, aunque no hay redención ni mitologización de ese sacrificio femenino, se alza el fresco (a partir de un microcosmos concreto) de un mundo en destrucción que, durante e inmediatamente después de la guerra, resurgió a hombros de mujeres, obligadas a llenar el vacío que dejaron los hombres, ya fuera en la familia, la supervivencia existencial o la reconstrucción del entorno.

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5 de junio de 2025

Entrada al campo de exterminio en Auschwitz.

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La ultraderecha europea y el pasado sin sosiego

 

“Desde el fondo del abismo de la historia alemana y bajo el peso de millones de muertos, hice lo que los seres humanos hacen cuando las palabras fallan”, escribió Willy Brandt para explicar su gesto de arrodillarse frente al monumento a las víctimas del nazismo en el gueto judío de Varsovia en 1970, siendo entonces canciller federal.

Lo que había hecho Brandt era descubrir un sentimiento de culpa soterrado que agobiaba no sólo a la nación alemana, sino también a aquellos países de Europa donde la represión antisemita había encontrado cómplices y colaboradores para que millones de seres humanos fueran a dar a los campos de concentración, y muchos se cubrían aún con el velo de “yo no sabía lo que estaba pasando”.

En Berlín yo era asiduo del cine Arsenal, adonde iba religiosamente cada noche, aun bajo la lluvia helada y las tormentas de nieve, a ver las películas clásicas que presentaban por ciclos, del cine expresionista alemán de entreguerras al neorrealismo italiano, al cine francés de posguerra, al cine japonés. En una de esas sesiones, en 1974, pasaron Noche y niebla de Alain Resnais, un documental de 1956 armado en base a diversos archivos que muestra el horror del genocidio en los campos de concentración, titulado así en alusión a un decreto nazi de 1941 que ordenaba el exterminio.

En la oscuridad de la sala, a medida que la proyección avanzaba, veía siluetas de espectadores que se levantaban y buscaban silenciosamente la salida, y cuando las escenas mostraron a aquellos prisioneros de cabezas rapadas y uniformes a rayas hacinados en los camastros, como espectros, las vistas de las cámaras de gas disfrazadas como baños, y las excavadoras empujando con sus palas frontales los haces de cadáveres hacia las fosas comunes, estallaron aquí y allá en la sala los sollozos.

El sentimiento de culpa salta en las páginas de la novela de Günter Grass El tambor de hojalata, aparecida en 1959. Oskar, el niño capaz de verlo saberlo todo, y que voluntariamente deja de crecer a los tres años, y va y viene por todas partes tocando el tambor regalo de su madre, irrumpe en las reuniones del partido haciendo repicar los palillos sobre el parche metálico, un redoble capaz de romper los cristales, como en La noche de los cristales rotos, un toque incesante que no deja dormir a la historia y atraviesa los años perturbando las conciencias dormidas que no quieren saber y los oídos que no quieren oír.

Memoria contra olvido. En Berlín viví con mi familia en Wilmersdorf, uno de los antiguos barrios judíos, y mi calle, la Helmstedterstrasse, era una de esas calles tranquilas con tilos sembrados en las veredas, que en verano reverdecían relucientes de sol; un modesto desfiladero de edificios grises, bloques de cemento adornados por alguno que otro cantero de flores en los balcones. En el umbral del número 27, el correspondiente a mi edificio, había grabada en el cemento una estrella de David.

En uno de sus costados podía verse todavía un viejo anuncio comercial de antes de la guerra, de colores ya indefinibles, quizás un anuncio de polvos dentífricos, o de crema para la piel donde figuraba una muchacha rubia; sólo recuerdo aquel rostro de muchacha ya apagándose para siempre, como un fantasma del pasado que se oculta en sí mismo, se borra y se esfuma en la nada.

En 2012, cuando yo hacía tiempo me había ido de allí, y tantas cosas habían pasado en mi vida, fueron colocadas en la vereda delante de la puerta, como se estaba haciendo en todo Alemania y en otros países de Europa, unos adoquines conmemorativos, Stolpersteine, con los nombres y los datos de los habitantes del edificio que habían sido sacados de sus viviendas para ser llevados al campo de concentración de Auschwitz, en 1942 y 1943. Son diez los adoquines. Lotte Hofmann, por ejemplo, tenía 16 años; Hermann Isler, 71 años.

Ese sentimiento de culpa ante la aniquilación ha venido siendo arrastrado a través de las décadas hasta traspasar el siglo XXI y marcar a la Europa moderna, al grado de que para Alemania y tantos otros países se vuelva un tabú condenar al régimen de Netanyahu por las repetidas masacres, también de aniquilación, contra el pueblo palestino en Gaza, como repuesta a las operaciones terroristas perpetradas por Hamás en octubre de 2023.

Cuando Brandt se arrodilla frente al monumento a las víctimas del nazismo en 1970, la Europa entonces en construcción quiere partir de sólidos supuestos democráticos, que sustentados en instituciones duraderas eviten en el futuro cualquier regreso a formas autoritarias, o totalitarias de gobierno. El espejo del pasado es el nazismo. El del presente, al otro lado del muro de Berlín, el mundo soviético que empieza en la República Democrática Alemana, dominado aún por el férreo estalinismo, como lo demostró la represión brutal de los tanques rusos para acabar con la Primavera de Praga en 1968.

Por eso es una anomalía la aparición en aquel mismo año de 1970 en Alemania de la organización terrorista de extrema izquierda Fracción del Ejército Rojo, conocida como banda Baader-Meinhof, y cuyas acciones, asesinatos, asaltos bancarios, secuestros, habrían de prolongarse, aunque de manera muy debilitada, hasta 1998; tal como es una anomalía hoy, 80 años después del fin del nazismo, la manera en que prosperan no sólo en Alemania, sino en otros países de la Unión Europea partidos de extrema derecha que levantan banderas parecidas a las del fascismo: proclamas de superioridad racial, intolerancia frente a los emigrantes, nacionalismos exacerbados.

La banda Baader-Meinhof era un grupo clandestino que no apelaba a los votantes, sino al terror. Hoy, el partido Alternativa por Alemania (AfD), ha quedado en segundo lugar en las recién pasadas elecciones parlamentarias, con el 21% de los votos, no obstante que la Oficina Federal para la Protección de la Constitución, el servicio de inteligencia del Estado, lo califica como una organización extremista, contraria al Estado de derecho, porque “su concepción étnico-racial del pueblo no es compatible con el orden fundamental democrático y liberal”, y porque “devalúa grupos de población enteros en Alemania y viola su dignidad humana”, excluyéndolos de su participación en la sociedad. “Esta idea del pueblo se concreta en una actitud del partido contraria a los migrantes y a los musulmanes”.

Las organizaciones ultras de derecha obtuvieron en las elecciones para el Parlamento Europeo del año pasado un 27% de los escaños, un porcentaje que hace 40 años no alcanzaba el 4%. Y en esas elecciones han sido la primera fuerza en Francia, Italia, Hungría, Austria, Bélgica y Eslovenia, y la segunda en otros seis países, según un análisis de Stefen Forti en la revista Nueva Sociedad.

El desprecio racial antisemita queda soterrado en su discurso oficial ante el odio discriminatorio contra los musulmanes y demás inmigrantes de diferente color de piel, religión y cultura. Pero no se trata sino de un disfraz. En el fondo, sigue viva la concepción que llevó a millones a terminar en los hornos crematorios, como los habitantes del edificio donde llegué a vivir en Berlín. El horror que hizo a Willy Brandt caer de rodillas para pedir perdón en el gueto de Varsovia.

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4 de junio de 2025
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Inteligencia letal

De niño, en Barcelona, al cruzar la Avenida José Antonio para acceder al parvulario, evitaba, por consejo de la “chica” que me cuidaba y que me llevaba de la mano, pisar las vías del tranvía ante el riesgo de recibir una fulminante descarga eléctrica. La electricidad era aún, para muchos, un elemento nuevo, por lo tanto extraño, que no se sabía manejar, que asustaba.

Este sábado 31 de mayo, invitado por la generosa organización de la Feria del Libro de Zaragoza pronuncié el pregón inaugural de la misma. Llevaba, en una subcarpeta, siete folios en los que había anotado minuciosamente los nombres y fechas susceptibles de ser olvidados, aunque, la verdad, no necesité consultarlos, tan interiorizadas tenía las efemérides, los datos, los vínculos con autores, profesores, periodistas culturales, bibliotecas, librerías, editoriales, todos los factores cuyo apoyo y confianza han supuesto una ayuda capital en el encauzamiento de mi obra literaria.

Para rematar el pregón, y disculpándome de antemano por si alguien pudiera considerarlo un atrevimiento, anuncié que iba a leer un texto redactado mediante Inteligencia Artificial (IA), experiencia que suponía una prueba fehaciente de lo extraordinario de las nuevas tecnologías. Expliqué el modo en que solicité, a través de un chatbot, un breve pregón para la Feria, expliqué que el chat preguntó entonces si yo quería un pregón neutro o uno redactado con las características de algún escritor de mi preferencia, y expliqué la entrega por parte de IA, en una fracción de segundo, de un vibrante pregón, tópico quizá, pero válido incluso como material único para pregoneros carentes de una intensa relación literaria como la mía con la ciudad de Zaragoza y con Aragón en general. Leí el texto robótico, y di por terminado el total de mi actuación, sustanciada, repito, en la enumeración de circunstancias reales fruto de mi exitosa relación con ese mundo literario y, de modo complementario, añadiendo una coda, un texto de origen “artificial”, alusivo a la Feria y a su inauguración.

Pero el resultado no fue el deseado. Quizá no acerté a formular correctamente la advertencia, no acerté en mi intento aclaratorio de qué era lo que iba a leer para cerrar el acto, de cuál era la procedencia de esa lectura, procedencia que no era la del total de mi intervención; o quizá habría que buscar el porqué del desconcierto en otro campo, quizá en el campo del conocimiento, simplemente en que muchos no saben o no quieren saber qué es la inteligencia artificial, no se creen que un “robot” pueda redactar un escrito o, algo peor, temen su llegada, que ya se ha producido, sienten pavor por los cambios, auguran desastres de magnitud sideral, prefieren no pisar las vías del tranvía.

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2 de junio de 2025
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La impotencia del hombre ante la naturaleza

 “​Libre al momento es la naturaleza, / ​​de soberbios señores despojada;/ ​ ​ella misma por sí rige su imperio, ​ ​/sin dar parte a los dioses.” (Lucrecio De rerum naturae, II, 1510-1515.).

En este fragmento célebre, Lucrecio nos pone en guardia contra una pretensión que ha atravesado lo siglos pero que en nuestro tiempo alcanza particular acuidad. Si la naturaleza no da parte a los dioses, menos aún rendirá cuenta ante los hombres. Se infiere de ello que ese rasgo de la singularidad humana que es la técnica, sólo puede explotar las potencialidades que la naturaleza misma ofrece, y así de alguna manera seguir sus directrices, siendo vana la idea de modificar el trasfondo mismo de la necesidad.

Y sin embargo está muy generalizada en nuestras sociedades la idea de que el comportamiento humano no sólo pone en peligro los equilibrios necesarios a nuestra persistencia y al entorno que la posibilita, sino que de alguna manera afectaría a la naturaleza misma.  Para bien o para mal (y la idea general es que más bien para mal), la técnica humana sería susceptible de afectar a la naturaleza digamos en sus entrañas.

Esta polaridad está incluso presente a la hora de elucidar sobre catástrofes, otro tiempo consideradas meramente naturales, pero hoy en parte atribuibles a la presencia humana. Al respecto, una vez más fragmentos de un texto aquí varias veces evocado:

“¡Desgraciados mortales! ¡Oh tierra deplorable! / Oh amasijo espantoso de todos los mortales / ¡Eterna controversia sobre dolores vanos!/ Engañados filósofos que proclamáis: “Todo está bien”/ Acudid, contemplad las ruinas horribles, / Los fragmentos, los guiñapos, estas pobres cenizas »

Este lamento de Voltaire tras el terremoto de Lisboa es una queja contra el optimismo ontológico que caracteriza a la filosofía de Leibniz: un dios computador había conseguido crear un mundo que respondía a la máxima optimización el mejor de los posibles (“todo está bien, decís, y todo es necesario”).  Pero sobre todo es una queja contra la propia necesidad que, para Voltaire, no podía tener otra forma que la propia naturaleza, ciega ante las expectativas de los humanos, víctimas intrínsecas de la misma. No es seguro que tal sea hoy la queja que se eleva ante el tremendo seísmo de Birmania. Consignas como “Salvar el planeta”, son expresivas de esta nueva percepción del lazo entre la naturaleza y la técnica. Parece recaer sobre la humanidad una sombra de responsabilidad; víctima de sí misma, la humanidad constituiría además una amenaza para la naturaleza como tal. Todo esto constituye una suerte de fundamental error ontológico. El hombre no puede ser responsable de lo que le ocurre a la naturaleza en sí, simplemente por impotencia ante la misma, aunque ciertamente sí puede y debe aspirar a explotar las posibilidades que la naturaleza le ofrece no ya para vivir sino (y sobre todo) para “bien vivir”. Bien vivir provisional y permanentemente amenazado. Pues lo implacable de la necesidad natural acaba retornando, de manera inmediata por la inherencia de esa modalidad de cambio corruptor que es el tiempo en el seno mismo de la naturaleza humana. Una vez más cito las admirables líneas de Octavio Paz:

“Atónita en lo alto del minuto/la carne se hace verbo-y el verbo se despeña/ Saberse desterrado en la tierra, siendo tierra/ es saberse mortal. Secreto a voces/ y también secreto vacío sin nada adentro:/ no hay muertos, solo hay muerte madre nuestra/ Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:/ el agua es fuego y en su tránsito/ nosotros somos solo llamaradas”.

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2 de junio de 2025
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El Boomeran(g)
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