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Preguntas, pasiones, muros

Toda pregunta es una respuesta.

La muerte del otro cuenta antes que tu muerte.

DE LA ESTUPIDEZ VEHEMENTE: Como decía Montaigne, lo peor de la estupidez es cuando lleva incorporado el énfasis. Observad la política española y le daréis la razón a Montaigne. Otra característica de la estupidez es la insistencia. En español llamamos necedad a esa enfermedad que arrastra al estúpido a insistir en su estupidez.

Los necios no descansan nunca: la necedad es una pasión absorbente.

Cuando el miedo se convierte en un fenómeno general, de poco sirven los muros.

«La verdadera amistad llega cuando el silencio entre dos personas es cómodo». -David Tyson-.

"Envejecer no es para blandengues." -Bette Davis-

"Después de la derrota sólo queda la fidelidad a un estilo propio." -Luis Cremades, Música del ser-

La confusión es el primer paso hacia la claridad, la claridad es el primer paso hacia la confusión. Entre las dos hacen pactos mafiosos.

La imaginación es la vanguardia de la realidad y anticipa el destino de la ciencia.

El cielo de unos es el infierno de otros.

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27 de marzo de 2024
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Mujeres de la limpieza sin manual

Me fijé en su buena caligrafía y a la lista de la compra escrita en un post-it en la nevera no le faltaban acentos. “Usted debió de estudiar”, le dije a Marita, que llevaba poco tiempo ayudando en las labores domésticas a un familiar. Asintió con una sonrisa y me contó que su madre sentaba a los hijos a hacer los deberes, “y de allí no se levantaba nadie”. Era un caso raro, una mujer letrada en una aldea del Perú, que les transmitía que solo con estudios y buena letra podrían salir del hambre. Murió cuando Marita tenía 15 años y casi había terminado un secretariado, pero manadas de pájaros de paja espantaron sus sueños y la regresaron a ras de suelo, donde se deslomó, parió, sufrió. Una vez tuvo red, vino a España y desde aquí mandaba los euros que devolvían trocitos de dignidad a los suyos.

Como ella, más de medio millón de mujeres migrantes trabajan en nuestras casas y cuidan de nuestros hijos y padres, que todavía no se pueden dejar a una Roomba cualquiera. A pesar de la liberadora tecnología, gestionar una casa exige de manos humanas que ejecutan su ritual entre estropajos y limpiacristales, camas y tendederos, ollas y congeladores. Un trabajo sin escalafón ni visibilidad, que hemos ido delegando en ellas porque nosotros salimos a comernos el mundo.

Siempre recordaré aquello que me contó Antonio Triguero, barman de Nabokov en Le Montreux Palace: el escritor se paseaba por los salones tras la limpieza y admiraba el rutilante brillo de los espejos, elogiando al personal. Deberíamos hacerlo cada vez que nos sentamos en nuestra mesa brillante con la papelera vacía.

Marita murió el domingo de un infarto: tenía mi edad, varios hijos, uno de 15, igual que yo. Hace una semana me mostró un mensaje del chaval: le pedía perdón por escaparse del colegio, y le decía que la amaba, que era la mejor madre del mundo. Contaba los días para juntarse con ellos. Siento ese vacío incoloro pero pedregoso. El de morirse lejos, con las uñas rotas por el amoniaco, a pesar de tener tan buena letra.

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26 de marzo de 2024
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Tres pecadores

Antiguamente, cuando había en cantidades apreciables un cine religioso y de valores humanos, con su festival propio (en Valladolid), sus premios, sus protestas, y hasta sus asomos de censura gubernamental pese a la bendición o nihil obstat del obispado, los jóvenes, que habíamos perdido la fe en buena medida gracias al cine allí descubierto de año en año, no teníamos reparo en dejarnos ver salir del pase de un filme santificante de Bresson; el consumado arte bressoniano estaba para nosotros por encima de sus curas rurales y sus santas en comunión con Dios, pero el formidable Ricardo Muñoz Suay, hombre de cine, guionista (de, entre otras, El momento de la verdad de Francesco Rosi), así como impulsor y coproductor de Viridiana, la obra cumbre de su gran amigo Luis Buñuel, nos increpaba burlonamente como si quisiera borrar de nuestras colegiales gafitas de pasta las imágenes redentoras del cineasta francés, quien para Ricardo, por aquel entonces comunista acérrimo, representaba el cine en su más mefítica personificación beata.

Schrader: de seminarista a rata de filmoteca

Me he acordado, por una asociación de ideas quizá aún deudora de esas cruzadas anticristianas y antibressonianas de Muñoz Suay, de otro ejemplo de radicalidad y sacerdocio que tiene como fondo el cine, en este caso el ir o no ir al cine. Nacido tres meses antes del mismo año que yo, pero él en el estado de Michigan, Paul Schrader no pudo pisar ningún local donde se proyectaran películas hasta cumplir la mayoría de edad, momento en el que el joven Paul, tras abandonar el seminario donde había cursado obligatoriamente su primary school, comenzó de buena gana los estudios superiores en California, a la vez que ponía fin al veto impuesto rígidamente por sus padres, practicantes de un extremo credo de la religión calvinista, según el cual todos los miembros de todas las familias tenían prohibida la dañina diversión llegada desde Hollywood hasta los hogares norteamericanos. Yo, sin ninguna constricción previa en Alicante (que llegó a contar en mi adolescencia con nueve palacios del cine, hoy desaparecidos), y Schrader en San Francisco y en su ciudad natal, Grand Rapids, a escondidas, nos convertimos a la religión del Séptimo Arte practicada con radicalidad; la mía no viene aquí a cuento, siendo por el contrario una bella y misteriosa página de la historia del cine contemporáneo la mutación de Schrader de seminarista a film buff, como en inglés coloquial llaman a lo que nosotros, más apegados al suelo, llamamos ratas de cinemateca; yo soy una de ellas, y lo es a su modo más señorial y productivo este excelente cineasta y escritor de cine, que ha sabido además impartir doctrina moral sin predicar desde que inició sus labores fílmicas en 1978 con Blue collar.

A Schrader le quedó de aquella fase paterno-sectaria el gusto por una liturgia nada católica, antes bien seca y me atrevería a decir que jansenista, aunque es verdad que tal fijación obligatoria y sus dolores permiten al espectador imparcial en las religiones pero feligrés del arte schraderiano un juego casi procaz de adivinanzas o cábalas: ¿cuál fue la salvación de su Mishima (1984)? ¿Le gustaba la pornografía a la hija escapada del padre calvinista que la busca por los lugares de vicio en Hardcore (1978)? ¿Es tan reverendo El reverendo (2018)?

Ahora, tras un periodo irregular que nos hizo añorar al guionista de obras maestras como Fascinación, de Brian de Palma, Taxi driver y Toro salvaje, de Scorsese, y las más logradas obras escritas y dirigidas por él mismo (Hardcore: un mundo oculto y American gigolo), Schrader ha abordado lo que parece ser una trilogía del alma contemplada a través de los oficios, los menos trillados oficios que se conozcan: el ministerio sagrado, de la ya citada El reverendoEl contador de cartas, situada en el mundo del juego y el casino, y los jardines, alguno de sendero bifurcado, o metafórico, en la última suya hasta ahora, El maestro jardinero, a la que una desequilibrada media hora de desenlace le priva de ser la gran obra de vejez de este maestro fílmico.

Si en sus dos anteriores títulos, El reverendo El contador de cartas, la metáfora general pagaba un tributo excesivamente mimético al cine del gran Bresson, el que Suay denostaba y nosotros, en nuestros pueblos y ciudades provinciales, poníamos en el altar mayor, El maestro jardinero retrata a dos personajes que hacen el bien pero han sido o siguen siendo aún en potencia grandes impíos; ambos, Narvel Roth (Joel Egerton) y Norma Haverhill (una inspiradísima Sigourney Weaver), reprimen el desconcierto floral de sus alumnos de jardinería mostrándose ellos castigadores intolerantes en ese paraíso falsificado de los jardines de Haverhill que la mujer, Norma, heredó y rige con mano firme mientras esconde en su alcoba, obedecida por su subordinado Narvel, los brotes del desenfreno. Y en los parterres, los macizos de flores exquisitamente podados tapan la naturaleza podrida de ese suave maestro de los jardines con un pasado lleno de culpas. Es de lamentar por ello la entrada en ese infierno de bellos demonios de un veneno manido, el submundo de la droga y sus traficantes, que adocena un tanto la vena poética de este original relato.

Konchalovski, retratista del pecado de Miguel Ángel

Una mole arrancada a una montaña es el mcguffin de El pecado, una de las más sugestivas parábolas de Andréi Konchalovski, a su vez uno de los cineastas más frontalmente políticos del Este de Europa; muchos en su país le denuestan por ser a veces, dicen, el rapsoda del régimen, aunque otros le salvan en su misma ambigüedad. Lo cierto es que, sea o no propagandista putiniano encubierto, el (relativo) éxito en nuestro país de Queridos camaradas (2020), su poderosa crónica de las veleidades de una dirigente comunista enfrentada a una masacre de obreros huelguistas llevada a cabo en la ciudad rusa de Novocherkask, en tiempos de la urss de Nikita Jruschov, ha llevado a los distribuidores españoles a estrenar su anterior El pecado o Il pecato, o Sin, brillante coproducción italo-rusa y una de las mejores películas que yo vi en el año 2019.

Il pecato cuenta sin grandilocuencia los episodios históricos, tan novelescos, de la construcción de la tumba del papa Julio II, en la que Miguel Ángel pierde y gana su fama, volcada en la posteridad de las masas hacia otra obra suya de genio, los frescos de la Capilla Sixtina, más asequibles, aun en sus alturas inabarcables, que el mausoleo papal, que ofrece en el inacabamiento de sus Esclavos esculpidos la bendición enigmática de lo incompleto. Con maneras fílmicas a veces inspiradas por la Trilogía (DecamerónLos cuentos de CanterburyLas mil y una noches) de Pasolini, otro gran creador motivado por la contienda entre el dogma y la libertad, entre la creencia y la lujuria, Il pecato habla de un mundo religioso corrupto y venal, si bien el pecado está tan extendido en este contexto y en este enfrentamiento entre las dos familias, los Della Rovere y los Médici, que resulta difícil saber contra qué dios o contra qué clan se defiende el gran escultor, pintor y arquitecto nacido cerca de Arezzo.

¿Peca en este episodio crucial de la historia del arte Miguel Ángel Buonarroti de soberbia, de lujuria (apenas mostrada en su vertiente sodomita por el cineasta ruso), de duplicidad y engaño a los papas, o el pecado escondido en su mole de mármol solo es un trepidante ejemplo de hubris? La de Buonarroti, muy bien defendida en la gran pantalla por el actor Alberto Testone, y la del propio Andréi Konchalovski, autor aquí de un biopic que arrastra al espectador sin las concesiones del melodrama biográfico al uso.

Pálmason y la religión gélida

Es curioso que los tres visionarios que protagonizan los tres filmes religiosos de los que hablo aquí sean tan redentores y tan antipáticos, e incluso tan ásperos de físico dos de ellos (Testone y el para mí desconocido actor islandés de Godland). Esta tercera película que comentamos y representará a Islandia en los Óscars es tan cautivadora como oscura; al jardín feraz y a la piedra marmórea le sucede la nieve infinita, pues el director Hlynur Pálmason narra el largo viaje de un pastor eclesiástico que cruza Islandia para llevar el modelo de una iglesia que se quiere construir en los glaciares de la isla. No hay trama propiamente dicha en Godland; solo enfrentamiento de difícil lectura y paisaje limpio, callado: quizá el mandamiento de una religión que no prohíbe y solo es adusta y gélida.

 

Letras Libres, 1 octubre 2023

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21 de marzo de 2024

Revista El Ciervo No. 804 (marzo/abril de 2024)

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La inesperada cancelación del complejo español

 

Con el propósito de asustar a nuestros contemporáneos publicamos hace años en las páginas de opinión de El País (21 julio 2009) una nota dedicada a glosar las causas del malestar español. Nos preguntábamos entonces acerca de los motivos que explican la obstinada singularidad ibérica y el mendicante lastre que acarreamos a través de las décadas. El lamento por la tenacidad de nuestro ensañamiento cultural, su rivalidad homicida, la paralitica endogamia universitaria, el enconado recelo con que vagamos por las brumas de la modernidad, sonaba como una enmienda a nuestra impotencia. Dijimos entonces que cabía atribuir nuestras carencias a la excepción que nos alejó de la Europa ilustrada: haber desterrado a los españoles de religión judía. La desgraciada idea de la expulsión, anotábamos entonces, nos privó de una fuerza que se revelaría decisiva en la construcción de la modernidad. Mencionábamos el legado que la comunidad judía no había podido depositar en la memoria del patrimonio cultural español: su radical veneración por el libro, la letra y la palabra, su vehemente inclinación a la polémica, la caudalosa genealogía de sus saberes, la tenacidad de sus infatigables discusiones y la deslumbrante oleada de herejías y disidencias que esparcía por doquier. Y la incorporación de tantos de ellos al espíritu de la Revolución Francesa, abandonando sus creencias seculares para enriquecer el cosmopolitismo laico de los gentiles. ¡Ojalá -se subrayó entre interjecciones- hubiéramos conservado entre nosotros al Spinoza que los sefarditas de Ámsterdam expulsaron de la sinagoga con furiosos anatemas! La huella del traumático exilio ha sido duradera: la obsesión por extirpar de España cualquier atisbo de influencia judía dio a la Inquisición siglos de potestad para modelar a su antojo el alma macilenta de un país atemorizado por la epidemia emocional de las delaciones. En algún pliegue de nuestra hélice genética debe estar inscrita la lección acuñada a lo largo del sostenido vilipendio. Un escarmiento dolorido que, ciertamente, sólo aparece en forma de resentimiento: esa fuerza rencorosa que impide al individuo consumar su razón de ser. El hábito de cercar al prójimo con la sospecha que lo incrimina, el recelo que le reprocha ser lo que es, la disposición a suprimir su entidad, brota instintivamente y arruina las potencias liberadas por la Modernidad.

El artículo mereció tiempo después un desmentido a pie de página en el libro de Elvira Roca Barea (Imperiofobia y leyenda negra). Me reprochaba la autora haber omitido que todos los países europeos habían expulsado a su población judía. Claro está, digo ahora, sin duda. Más lo que se reseña en el texto como rasgo distintivo de nuestra singularidad es que fuera precisamente España el único país al que no regresaron.

Si nos atenemos al marco histórico de nuestra generación y recapitulamos uno de sus episodios más recientes señalaremos la lenta agonía del régimen franquista, su envejecida autarquía, sus fusilamientos... El anhelo por ingresar en la normativa de la democracia europea, la urgencia por liberar las fuerzas creativas del talento civil, liquidar la mediocridad legislativa, restaurar la legitimidad de las instituciones … alentó en el imaginario colectivo una imagen luminosa, un inminente cambio de rumbo, un súbito reencuentro con la oportunidad tantas veces postergada: la instalación de España en la Modernidad.

Tras el zigzagueante tránsito, España esperaba ensamblarse en la Europa políticamente concertada. Pertenecer de pleno derecho a sus logros históricos, asumir sus dilemas, integrar sus contradicciones, resolver sus retos y liquidar de una vez el protocolo de las deudas pendientes.

Entre la muerte de Franco (1975) y el fracaso del golpe de Tejero (1981) se alienta un ilusionado desplazamiento hacia la normativa política europea. Sin embargo, mientras giraba lentamente la oxidada bisagra del tiempo, sucedió algo inesperado y decepcionante.

Pocos meses después de celebrado el referéndum de la Constitución (6 diciembre 1978), el plebiscito de la ciudadanía, el gesto simbólico que restauraba la legitimidad secuestrada, se publicaba en Francia el acta de defunción de lo arduamente deseado, enérgicamente esperado, gravemente conjurado. Resultó que la Modernidad anhelada durante tanto tiempo por los ilustrados españoles padecía un apresurado proceso de defunción.

Con La condición postmoderna, Jean-François Lyotard sentenciaba en 1979 el derrumbamiento de la cultura ilustrada, el fracaso de los ideales de la Modernidad, el ocaso de las grandes narrativas, la crisis del relato que había dominado la conciencia histórica de Europa. Según el filósofo francés, la incredulidad creciente hacia las metanarrativas hacía insostenible el discurso abarcador de las ideologías. La postmodernidad inauguraba así un proceso de desmembración, un sumario de disgregaciones relativistas, la dispersión errática de las interpretaciones, la fragmentación ecléctica de las intenciones.

De un modo sorprendente se producía de nuevo la discordancia psicológica, histórica y cultural entre España y su entorno europeo. ¿Cómo digerir semejante perplejidad? ¿Cómo integrar en la conciencia colectiva la caducidad de unos valores anunciados y nunca consumados? ¿Cómo se debía pensar la contemporaneidad?

En la década de los ochenta y prolongando las indagaciones de Lyotard, el pensador italiano Gianni Vattimo percibió las impetuosas mutaciones europeas y acuñó su célebre dictamen sobre el pensamiento débil. Aquella reflexión, opuesta a la “lógica férrea” de las grandes presunciones, debía librarse del rumbo monolítico previsto por las sentencias dogmáticas.

Si acaso no hubiera sido suficiente el desconcierto sufrido en España ante los cambios del paradigma europeo, la década de los 90 acogió una nueva impugnación filosófica, una refutación de la Modernidad enquistada en la inercia institucional. El pensador polaco Zygmunt Bauman describió el estado volátil y fluido de la sociedad líquida. Un mundo sin armazón, ni catálogo de ideas fijas, ni convicciones éticas, ni pautas estables que permitieran la enérgica vitalidad del pensamiento. Bauman dio por aniquilados los ideales humanistas que la España de la Transición esperaba recuperar.

La condición posmoderna, el pensamiento débil y la sociedad líquida sobrevenida aturdió a los pensadores, deshizo su retórica y desbarató la plena ordenación de España en la cultura europeísta. Nos llegó a destiempo la ocasión de contribuir a sus desafíos. Llegamos tarde. Otra vez. Mientras se confiaba en articular las ideas fuertes que cohesionaran a la sociedad civil en un proyecto común, se había producido el derramamiento y ofuscación de los viejos ideales europeos.

A tan singular herencia –las heridas mal cicatrizadas por el paso del tiempo, la discordancia histórica y nuestra ausencia en los grandes debates intelectuales que rigen el curso del pensamiento europeo-, cabrá añadir un síntoma neurálgico, un decisivo rasgo de carácter, el indicio de un trastorno difuso, injertado en las profundidades de la psique colectiva y omitido de las actas que diagnostican las causas del malestar español. Puede atribuirse la anomalía que empaña la vida cultural española a un innombrable y arraigado complejo de inferioridad. Una subordinación no pensada, un acatamiento no formulado, un servilismo no admitido, embrollado por la confusión heredada y alimentado por su poderosa fuerza complementaria: el complejo de superioridad cultivado por la Europa calvinista. Ese arrogante y despectivo desprecio que tanto celebran los nacionalismos periféricos de la península. Es bien sabido: el complejo de superioridad se ostenta con orgullo; el complejo de inferioridad se niega con vergüenza.

Ejemplos de semejante complejo pueden divisarse a diario en los medios de comunicación, en los indicadores de la industria cultural, en las consignas encaramadas al prestigio del más depurado esnobismo, en las producciones cinematográficas que emiten las plataformas, en los rótulos publicitarios que anuncian en inglés lo que el consumidor no entiende, la crédula adquisición de los productos envasados como creación cultural, en la admiración paleta por todo lo que se traduce, la ansiedad por ser traducido, en la atención que se presta a todo autor anglosajón, el beneplácito con las impetuosas tendencias globales, la veneración por la autorizada crítica literaria anglosajona, la renuncia a cuestionar la veracidad intelectual de todo producto importado… Hábitos culturales, en suma, que delatan una subordinación meliflua a una escurridizas instrucciones.

Dada la indolente rutina con que se asume lo dado, lo impuesto y lo aceptado, una vez descartada la crítica frontal a las fuerzas que gobiernan la jerarquía de los valores dominantes, es probable que el último consuelo al que podamos aspirar se nos conceda una vez homologado globalmente un común estado de distrofia intelectual.

El momento de confluencia y reconciliación entre nuestras carencias históricas y las presunciones ajenas, tan petulantes, ha llegado de golpe, aunque no como lo esperábamos. La innovación nos ha cogido desprevenidos con las dimensiones cómicas de una pasmada hilaridad. Valga como indicio el entusiasmo con que se celebra el éxito masivo de una bailarina estadounidense cuyas cancioncillas la han hecho multimillonaria. Dado que el triunfo en los escenarios de la industria del entretenimiento no consolida la influencia atribuida a la vedette, unas reputadas instituciones anglosajonas se han apresurado a dedicar cátedras, cursos y seminarios a su magna obra. Lo ha hecho a bombo y platillo la universidad de Nueva York, la de Texas, la de Misuri, la de Harvard y la de Arizona. La universidad de Melbourne, por su parte, ha convocado el primer simposio académico dedicado a Taylor Swift, al que acudirán 400 “expertos” de 78 instituciones de todo el mundo pertenecientes a 60 disciplinas distintas (El País, 7 enero 2024). Según estos estudiosos, la joven letrista, considerada por Washington una admirable fuente de ingresos, puede compararse al genio de Shakespeare, Silvia Plath, John Keats y otros ilustres autores de la tradición literaria.

Cualquier lector podrá consultar las estrofas que han conmovido el cerebro de los catedráticos estadounidenses. Por ello, gracias a la supremacía de su liderazgo, al fin estamos a la altura del mundo que nos miraba por encima del hombro y podemos celebrar nuestra plena integración en las corrientes evolutivas del presente. El pensamiento licuado se ha encharcado en los centros del saber, ha ungido con su papilla los birretes académicos y proclamado el más reciente logro de la posmodernidad: un tributo unánime a la ridícula, banal y vulgar estupidez.



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18 de marzo de 2024
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La disputa sobre la singularidad humana: arte y distancia frente a la inmediatez natural

Aunque, por razón intrínseca a la cosa misma, ello no puede ser objeto de ciencia, es decir susceptible de verificación, conjeturo que esta distanciación respecto al orden natural (que nos hace menos aptos para la vida en armónica prolongación con el medio) algo tiene que ver precisamente con el tipo de exigencia que lleva al esfuerzo artístico.

El arte no es lo más primitivo, si por tal se entiende reflejo de lo más inmediato o natural, aunque sea primitivo en el sentido de que fue quizás una de los primeros signos explícitos de nuestra singularidad respecto a los demás animales. Algunos de los que ponen énfasis en la objetiva existencia, no ya de una cultura sino de un arte animal señalan un rasgo de la pintura trazada por animales que sería significativo en relación a la irresuelta pregunta sobre el origen de la obra de arte: el “arte” pictórico de los simios sería casi exclusivamente no figurativo. Y subrayo el “casi”, porque algunos creen haber barruntado la figura de un pájaro o de un perro en pinturas realizadas por la gorila Koko, aunque la mayoría de observadores se muestran escépticos al respecto, estimando que tales figuras son meras proyecciones imaginarias.

Dado que a los niños les cuesta acceder en sus dibujos a la fase en la que las cosas son reconocibles, surge la tentación de concluir que, tras el arte creador de Picasso, Leonardo, o nuestros antepasados de Altamira, se escondería algo muy cercano a la empatía con el equilibrio cromático, las regularidades de trazo, las simetrías de ubicación, etcétera, que cabe otorgar a las pinturas de chimpancés o gorilas. Suele al respecto citarse la boutade de Salvador Dalí en relación a su colega Jackson Pollock, cuyo trazado sería casi animal, a la par que el del chimpancé sería casi humano.

Se olvida en todo ello que la pintura humana “primitiva” no es exactamente abstracta. Se olvida asimismo que la abstracción contemporánea no significa ausencia de forma, sino ausencia de representación de aquello-las cosas en nuestro entorno- que no podrían darse sin obediencia a formas a la vez más elementales y más interesantes, a saber, esas formas de hecho presentes en la gran pintura figurativa, ya se trate de estructuras fractales o de singularidades topológicas, esos pliegues y frunces que tanto admiraba Eduardo Chillida en las pinturas de todas las épocas.

El llamado arte animal parece pecar a la vez por carencia de figuración y carencia de aquello que la mirada aprehende tras la figuración, que es precisamente lo que permite jerarquizar a un Zurbarán frente a aquellos que, en la época, reproducían la ordinaria representación de las cosas con no menor técnica que el maestro y hasta reproduciendo el estilo de este, como hace de hecho un ordenador en nuestros días, dando prueba de lo inexacto de la expresión “el estilo hace al hombre”.

 Del “arte” pictórico animal tenemos apenas unos cuantos indicios, en la mayoría de los casos frutos de animales apartados de su entorno y sometidos a condicionantes que acercan efectivamente su comportamiento al de los humanos…al precio de impedirles quizás la plena realización de las facultades propias de su especie.

La pintura de Congo había llamado la atención de Desmond Morris, quien, por su doble condición de zoólogo, etólogo (interesado por la comparación entre el comportamiento animal y el comportamiento humano) y pintor, se hallaba a priori en excelentes condiciones para intentar responder a la pregunta sobre los lazos entre la naturaleza y el arte. Lástima que tales dotes no tuvieran otra traducción que una elemental teoría según la cual las evocadas similitudes formales entre las “creaciones” de Congo y las de los artistas serían prueba de una continuidad esencial entre los primates y los humanos.

Al parecer, la pintura del primate expuesta ante Picasso reunía todos los caracteres formales que suelen exigirse en una obra pictórica, sea esta figurativa o abstracta: los contrastes de color parecían responder a una ley estructural, las variaciones tenían una suerte de ritmo, y el todo producía una impresión de simetría.

¿En razón de qué, pues, la seguridad en Picasso de que la disposición artística del ser humano nada tenía que ver con aquello? La única respuesta es que los evocados caracteres formales, siendo aquello a través de lo cual la obra de arte se despliega, no son ni la causa eficiente ni la causa formal de la misma. Para decirlo llanamente: el arte no respondería a la aspiración a alcanzar algo que la naturaleza es capaz de depararnos, sino a una aspiración que ninguna determinación natural podría colmar y ello precisamente porque expresa el hecho mismo de que un ser ha trascendido la condición natural en su inmediatez.

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18 de marzo de 2024

Milena Jesenská con la madre de su amiga, la fotógrafa Stasa Fleischmann, en 1925.

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Milena Jesenská, la sombra de la amante de Kafka entre la niebla del campo de exterminio de Ravensbrück

Un año después de que acabara la guerra, aún albergaba la esperanza de que su madre, prisionera en Ravensbrück, estuviera viva. La noticia de la muerte de la periodista y traductora Milena Jesenská (1896-1944) le llegó en forma de carta, firmada por una de sus compañeras de infortunio, en la que no escatimaba detalles (muchos de los cuales, por su edad, escapaban a su comprensión); aun así, Jana Cerná optó por negar la evidencia. Hasta que un día la remitente le llevó una reliquia: una pieza dental. Era todo cuanto quedaba de Milena.

"Sobre la mesa, ante mis ojos -escribió en unas memorias dedicadas a la madre-, yacía un trozo de su cuerpo, un fragmento de su sonrisa, una parte de la boca que en otro tiempo me habló". Esta escena, leída hoy, nos habla también simbólicamente del silencio impuesto a una figura de incontestable interés cuyo rostro la posteridad desdibujó por su relación con Franz Kafka, aunque, cuando se conocieron, ella era un nombre mucho más popular en Praga que el autor de El castillo, y ni mucho menos fue él su único romance.

La publicación en 1952 de las cartas que este le envió, valiosas por la sinceridad y la conexión personal que rezuman, la convirtieron, tal como la definió Reiner Stach (Kafka, Acantilado, 2016), en una dirección postal. O en una de esas sombras que aparecen en el entorno de un genio y desaparecen, "como figurantes entre las bambalinas". No se conservaron las respuestas postales de Jesenská, pero el diálogo con Kafka continuaba en las columnas de ella, que él leía y comentaba.

Soy Milena de Praga de Monika Zgustova. Galaxia Gutenberg, 2024

UN RELATO EN PRIMERA PERSONA Durante décadas, Milena Jesenská no sólo sufrió la invisibilidad de la mujer opacada por el prestigio de un hombre, sino también de la autoría difusa con que se entiende la traducción literaria (ella fue la primera traductora de Kafka, alguien que supo ver desde el principio su genio), o la de la resistente antifascista que el régimen comunista establecido en la posguerra borró durante décadas porque no se alineaba con su retórica, pues Jesenská no abrazó ciegamente la Unión Soviética en la década de 1930 (tuvo conocimiento de las purgas que se producían allí). Su marido, y padre de Jana Cerná, el arquitecto Jaromír Krejcar, volvió desencantado de la Rusia estalinista.

En Soy Milena de Praga -como le gustaba presentarse a sí misma y que dice mucho del apego a su ciudad hasta las últimas consecuencias-, Monika Zgustova (Praga, 1957) coge de la mano (casi literalmente) a Jesenská, que se le aparece entre otras tantas "sombras de mujeres" entre la niebla de Ravensbrück durante una visita de la autora, y le "cuenta su historia". Si en español sólo contábamos con la biografía Milena (Tusquets, 1987) de su amiga alemana del campo, y también superviviente del gulag, Margarete Buber-Neumann, escrita cuando el mito de Jesenská ya estaba consolidado, ahora disponemos de un relato en primera persona.

No es una biografía, por tanto, sino un intento de darle voz a partir de la ficcionalización. De recrear, a partir de un retrato amable, la sensibilidad y la valentía de una mujer cuya empatía, dignidad y amor a la verdad y a la vida atestiguan su correspondencia, sus columnas periodísticas y sus crónicas ante la amenaza nazi. Como telón de fondo, el fin de un imperio, el austrohúngaro, y el nacimiento de un joven país, Checoslovaquia, cuya frágil integridad saltará por los aires con el Acuerdo de Múnich. A ello se suma el choque de una generación, la de Jesenská, que se entregó al activismo político, así como a la experimentación en el amor, el arte, las drogas y las normas, incluidas las que determinaban el papel de la mujer. Kafka sólo asoma en uno de los capítulos en este libro, publicado en el año del centenario de su muerte.

UNA MUJER INQUEBRANTABLE Para dar cabida en un centenar y medio de páginas a unos tiempos tan convulsos y a una personalidad tan expansiva alejada de los clichés, Zgustova ordena este relato cronológicamente partiendo de la "huida" de Jesenská a la ya decadente Viena con el judío Ernst Polak. El padre de Milena, un ferviente nacionalista checo, se opuso frontalmente a ese matrimonio. Polak la había introducido en los círculos literarios germanófonos de los cafés de Praga, y luego hizo lo propio en los de Viena; en contrapartida, le ofreció a Jesenská, que no tenía un alemán perfecto, pero sí una formación privilegiada para la época, una relación tormentosa.

Se nos muestra allí la Jesenská que se siente "extranjera" y experimenta la dureza de la inflación y la posguerra. Para las necesidades económicas y la soledad encuentra un refugio en la escritura y, especialmente, en la traducción, una forma de introducir las nuevas corrientes literarias en la cultura de su floreciente país, un activismo intelectual que compartió con sus antiguas compañeras de estudios, que vertían al checo a Woolf o a Joyce. Así entró en contacto con Kafka y tradujo primero El fogonero, de cuyo protagonista se sintió cercana.

De la Jesenská traductora, pasamos a la periodista y luego a la prisionera. Para mantenerse en Praga, adonde regresó tras el divorcio con Polak, desplegó una actividad frenética en las principales cabeceras. Incluso cuando tenía que contentarse con publicar en las páginas femeninas, consagradas a la moda o la cocina, introducía entre líneas la nueva modernidad, la de una mujer autosuficiente y no esclava de la imagen.

Sus convicciones no se doblegaron con la invasión de su país. Ahí están sus crónicas políticas y columnas de opinión memorables como Praga en la mañana del 15 de marzo de 1939. En ellas, apelaba a la dignidad y la valentía moral de sus compatriotas. Pero, sobre todo, en sintonía con Vasili Grossman, a la bondad y el humanismo que no sabe de nacionalidades. Valentía y solidaridad que también practicó antes de su detención en Praga, ayudando a escapar a judíos y a comunistas, así como en el campo de concentración, tras "cuatro años de hambre". La confianza, escribió, la adquieren las personas que han aprendido a perder sin desesperar.

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15 de marzo de 2024
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Haití, un país en extinción

 

Imaginemos un paisaje de desolación y ruina, como el que Corman McCarthy describe La carretera, o vemos en esas películas distópicas del día después. Pero no se trata de un escenario sin nombre, sino de un país real, Haití, que ha vivido un desastre continuado a lo largo de décadas, dictaduras militares, huracanes, terremotos, líderes mesiánicos, gobiernos fallidos, conspiraciones, asesinatos políticos, cofradías de narcotraficantes, oligarquías sordas y mudas; y hoy, 200 pandillas criminales que luchan por imponerse en los territorios, en guerra entre ellas, y contra el estado.

Hay otros países de América Latina donde las bandas del crimen organizado, dueñas de verdaderos arsenales, controlan territorios que ponen bajo su soberanía, imponen candidatos en las elecciones, tienen en planilla a las autoridades civiles y a la policía, cobran impuestos a agricultores y comerciantes, asesinan periodistas, y erigen su propio sistema judicial en el que impera la pena de muerte. Pero aún no disputan el poder nacional, desde la capital.

En Haití, sí. Jimmy Chérizier, alias Barbecue, caudillo de la G-9 y Familia, una banda, o federación de nueve poderosas bandas, desafía al primer ministro de facto, Ariel Henry, que no puede regresar al país porque su gobierno no controla el aeropuerto de Puerto Príncipe, mientras las instituciones se disuelven y el ejército y la policía son incapaces de imponerse frente al caos. El ochenta por ciento del país se halla en manos de la delincuencia beligerante.

Barbecue es un antiguo policía de elite, que cuando estaba en activo ya se había visto envuelto en asesinatos. Debe su nombre de guerra, según el mismo, a que su madre vendía pollos asados por las calles de Puerto Príncipe; según otras versiones, a que suele quemar las casas con la gente que se asa adentro. Nada ajeno a la tradición del país. El dictador vitalicio Papa Doc Duvalier, mandaba decapitar a sus enemigos y hacía que le llevaran sus cabezas al palacio presidencial para practicar ritos de vudú.

Barbecue habla como el jefe de un partido en armas, y sus reclamos son políticos.

“Hemos elegido tomar nuestro destino en nuestras propias manos. La batalla que estamos librando no sólo derrocará al gobierno. Es una batalla que cambiará todo el sistema”, proclama. Y se ofende de que lo consideren un criminal. "Este sistema tiene mucho dinero y tiene el control de los medios. Ahora me hacen parecer como si fuera un gánster".

El presidente Jovenel Moïse fue asesinado por sicarios colombianos en julio de 2021, víctima los capos de una poderosa red de narcotraficantes. Pero según los investigadores de InSight Crime, Moïse financiaba una parte sustancial de las operaciones de Barbecue, quien completaba sus ingresos con el dinero provenientes de secuestros y extorsiones. Este apoyo habría cesado cuando Henry, el primer ministro, se quedó al mando.

La exigencia de Barbecue se concentra ahora en que Henry, varado en Puerto Rico, y que permanece en su cargo sin que haya habido nuevas elecciones, sea depuesto por la policía y el ejército: “que asuman su responsabilidad y arresten a Ariel Henry. Una vez más, repetimos, la población no es nuestro enemigo”, dice en la arenga transmitida desde su canal de YouTube.

Se comporta como un milenial que conoce las ventajas de la tecnología digital, y presenta videos de los cadáveres de quienes han sido ejecutados por órdenes suyas, por negarse a pagar los rescates.

Para apoyar su demanda de la destitución de Henry, llevó a cabo un asalto concertado a la Penitenciaría Nacional y a la cárcel Croix de Bouquets, que hizo vigilar previamente con drones, de donde liberó a 3.700 prisioneros, con un saldo de doce muertos.

En el año 2009, recién pasados dos huracanes devastadores, y antes del terremoto que en enero del año siguiente destruyó Puerto Príncipe, estuve una semana en Haití para escribir un reportaje por encargo de El País, dentro de la serie Testigos del horror.

Entonces me tocó entrevistar al jefe de la Misión de Estabilización de la ONU, Hédi Hannabi, en el Hotel Cristopher, donde tenía su cuartel general, y que se derrumbó con el terremoto, el propio Hannabi entre las víctimas mortales.

“Esta no es la clásica misión de paz, porque no hay dos partes en conflicto; lo que tenemos es anarquía, la presencia de las pandillas, la ausencia de instituciones. Si nos fuera hoy de aquí, lo que vendrían sería el caos”.

Eso fue hace 15 años. El caos ha sobrevenido. Y quienes en la comunidad internacional vuelven la cabeza para mirar la catástrofe, lo hacen no sin fastidio. Kenia se comprometió a enviar una fuerza policial de mil soldados, que otros países deben financiar, desde luego Kenia está en la cola en los índices mundiales de desarrollo humano. Y en esas gestiones se hallaba Henry en Nairobi cuando se dio el asalto a las cárceles, y ya no ha podido volver.

Mientras tanto, el escenario distópico se afirma con sus colores sombríos. Y Barbecue, el nuevo caudillo, se prepara para reinar en un país en vías de extinción.

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13 de marzo de 2024
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Nunca es tarde, señora

Hace años leí a una feminista italiana que se preguntaba “¿por qué no podemos estar en la vida como señoras?”. Su sentido del acomodo no era sólo económico, sino más bien existencial. Señoras sin complejos, precariedades morales ni aspavientos ansiosos. Que no sintieran siempre que les faltaba algo para completarse, pues tendrían, abrazando los versos de Machado, precisas nociones de equilibrio y justeza: “En la vida todo es cuestión de medida, un poco más, algo menos”. Tampoco padecerían el síndrome de la impostora, ni el de la cuidadora; y no serían ni muy serias ni demasiado sexis, ni esclavas de las justificaciones para apaciguar el ánimo. Señoras ajenas a crucifixiones por lo dicho (o lo no dicho), soberanas de su propio cuerpo, que no se dejarían okupar por esa tristeza viscosa del mal amor.

Una verdadera señora debería haber eliminado esa culpabilidad que repica igual que el reloj de un campanario, acusándola de mala madre o de mala hija, de acumular grasa visceral o estrías, de no ser hábil en la cocina ni los negocios. De pensar siempre que podríamos ser mejores. ¿Mejores que quién? ¿Por cuántos pazguatos nos hemos sentido juzgadas, castigándonos como estúpidas y dudando de nuestro criterio?

Hoy me miro las manos. Continúan igual de pequeñas; las uñas cortas, no tan mordidas como en mi juventud, cuando la ansiedad por comprender el mundo se cebaba con mis dedos. Aparecieron las primeras pecas, anunciando la entrada en la veteranía. Pero, lejos de abrumarme, pienso que ha llegado el tiempo de la ligereza en que el deseo ya no muerde ni atraviesa la razón. Un clima templado abraza nuestro cuerpo, más blando, pero más sabio. La herida narcisista nos ha dejado varias cicatrices: cómo sufrimos por no gustarnos y no gustar lo suficiente. También por ese miedo a parecer vanidosas, o ambiciosas, que frenaba nuestros pasos. ¡Y qué ridículo resulta ahora!

La forma de contar quiénes somos, de explicarnos con retales escogidos (desde lo que leemos, comemos o sentimos) perfila nuestra identidad aunque también la enmascara. Es tan importante lo que callamos como lo que revelamos. Y a pesar de las numerosas conquistas de la igualdad, muchas historias todavía no han sido contadas. No tengamos miedo de versionar a la Jurado: “Nunca es tarde, señora”. Sobre todo para serlo.

 

 

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12 de marzo de 2024

Jekyll and Jill editorial, 2018

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Realismus

Sí, quizá tendría que abandonar, y para siempre, esa tontería de que “sin lectores no hay autores”, de que es necesario saber que te leen, latiguillos que antes no empleaba, todo lo contrario, me erigía en autor y lector, puede que único, de mis escritos, una postura ejercida, consciente o inconscientemente, durante buena parte de mi primera etapa como escritor, autosuficiente, autofagocitaria, masturbatoria, que despreciaba la posible complacencia, participación, de otros lectores que no fueran yo mismo. Ahora, y en este periodo incluyo los últimos quince o veinte años, me dio por declarar, para la galería, para congraciarme, que no tenía sentido escribir si detrás no estaba una, nutrida quizá, cohorte de lectores entusiasmados con mi literatura, y ahí quedaba, más o menos confusamente explicitada, que esta debía ser realista, comprensible, que no requiriera esfuerzo por parte del lector, apoyada en la cotidianidad, en lo normal, en la norma sintáctica, en lo que sucede entre gente como nosotros, sobre todo en cómo hablan, en cómo se expresan, lineal, diáfanamente, una literatura que retratara el mundo tangible, alejada, en suma, de cualquier atisbo de ficcionalidad. Ese libro de Ben Marcus y Rubén Martín Giráldez Por qué la literatura experimental amenaza con destruir la edición, a Jonathan Frazer y la vida tal y como la conocemos (Jekyll & Jill, Zaragoza, 2018), describe, con precisión, la cruzada no inocua a favor de la literatura amable y, yo mismo, en este blog, El Boomeran(g), en el artículo “Lectores, espectadores” (16.12.15), hablé del ansia de realidad en el consumidor moderno de narrativa, en el consumidor de cine, de series televisivas, formato este último que se ennoblece cuando tranquiliza al espectador colocando, en lugar bien visible, la advertencia de que la historia está basada en hechos reales. ¿Para qué comprensión lectora? La vida misma en escena. Contada como Dios manda. El Orden. La muerte de la Imaginación. La muerte del Artista.

 

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11 de marzo de 2024

Escena de "Oppenheimer"

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La física ficción

Estas excelentes películas comparten su  condición de candidatas a los premios mayores del cine europeo y americano. Aún tienen opciones de triunfo  en los Oscars; más modestamente, yo las señalo aquí para recordarlas y celebrarlas, al margen de las estatuillas.

Tres tipos de película dan forma a Oppenheimer, lo cual justificaría la inmensa duración del filme, 180 minutos que no pesan, al menos al espectador impaciente y cansable en el que los años y el hecho de ver cine solamente en los cines me han convertido. Ahora bien, la fatiga hipotética no depende solo, naturalmente, de la longitud de las obras ni del grado mayor o menor de masticación de las palomitas que suelen acompañar, al menos en España, la contemplación en manada de estas sagas largas; por mucho estruendo que haya en la sala el público más exigente y menos proclive al maíz salteado y las bebidas carbónicas podrá alcanzar en este caso el objetivo de captar la riqueza de las incidencias y giros dramáticos que el director Christopher Nolan, que es también guionista, ha amontonado y graduado trepidantemente en Oppenheimer, una película que no nos da respiro ni tregua, hasta el punto de ver (yo la vi una tarde de agosto en los cines Renoir Princesa de Madrid) cómo un devorador recalcitrante del citado alimento gramíneo suspendía, a mitad de una secuencia de gran ansiedad, el vuelo desde el grasiento cono de cartón a su boca, donde tardó aún en entrar un pequeño rato: lo que duró el suspense nuclear.

He hablado de tres tipologías como matrices de este nuevo trabajo del prolífico Nolan, si bien lo más justo sería referirse a subgéneros o formatos inspiradores: el primero, el biopic de grandes personajes; el segundo, la sinuosa vida sexual del genio (tan parecida a la nuestra, simples mortales, en sus infidelidades o caprichos), y por último el llamado courtroom drama, que en esta ocasión se sitúa más en una reducida oficina administrativa que en el foro legal donde, desde el tiempo de los griegos, se dirimen aún hoy las traiciones, las malversaciones, los estupros y los parricidios reales o simbólicos, tema este último que Oppenheimer bordea y resuelve con inteligencia.

Del biopic ya lo sabemos casi todo, gracias a Hollywood. Lo que sucede es que agotada, digámoslo así, la primera fila de la genialidad mundial, la industria cinematográfica ha entrado a saco en las medianías de prestigio, o sea, las estrellas fugaces y los oficios con apenas glamour, por lo que a falta de pintores locos, de antiguas escritoras audaces y en el amor voraces, de pianistas desaforados y reyes minusválidos, el cine se adentra en el criptoanalista perseguido por gay Alan Touring (memorablemente interpretado por Benedict Cumberbatch en The imitation game ), en el matemático psicótico y lumbrera John Forbes Nash de Una mente maravillosa, que dirigió Ron Howard y protagonizó Russell Crowe, y ahora en el físico nuclear J. Robert Oppenheimer, que encarna con un aplomo muy seductor el actor irlandés Cillian Murphy. Hago dos confesiones previas y un tanto ajenas acerca de la película: la primera es que de la mecánica cuántica, tan destacada en los diálogos y situaciones del filme, lo ignoro todo, cosa que avergüenza a mi cultura general, en algunos tramos muy básica. La segunda, más grave a mis ojos, concierne a Nolan, un director por el que siento una admiración muy tornadiza, ya que, siguiendo los parámetros fundacionales de la crítica de cine cahierista, le tengo por un consumado tacheron (“trabajador a destajo”, según lo traduce el Larousse) y no por un auteur, que además de sonar mejor en francés que tacheron es una  figura de autoridad a la que sigo apegado.

Dicho esto, también diré que los elementos manejados por el cineasta en esta película son de (intermitente) altura; una altura que aun siendo operativa y no tanto conceptual juzgo más propia del auteur que del maestro artesano. El ritmo veloz ya mencionado antes, sensacional y arrebatador, es un territorio que los grandes medios y los grandes aparatos que ahora se usan con profusión en los rodajes permiten con relativa facilidad, pero aquí Nolan no abusa de las llamadas, en la jerga del cine, “cabezas calientes”, ni adocena los drones que también surcan los cielos naturales y los grandes espacios de los estudios. Prefiero con todo señalar una decisión estética que me atrevo a suponer que a Nolan le costó tomar: poner música en toda su película de un modo permanente y a la vez no intrusivo. La partitura de Ludwig Goransson, tenue y bella, actúa en el filme como un bajo continuo que a veces se eleva y añade sentido, aunque también gusta escucharlo y oírlo cuando en los momentos que no deberían necesitar música la tienen, y se nota, y no molesta, y se echa de menos si baja de tono o queda tapada por el diálogo o la explosión.

La vida privada de Oppenheimer, tal como la cuenta la película, no adquiere la importancia que se le da a su ideología, de raíz comunista, o cuanto menos de fellow traveler de la URSS en los convulsos años 1930. Lo cual desemboca en uno de los segmentos narrativos más interesantes, su compromiso y ayuda a los republicanos de la Guerra Civil española. Aunque ese episodio no está reflejado en el guion cinematográfico, es sabido que en 1937, al morir su padre, un humilde emigrante alemán que se había enriquecido como comerciante textil en Nueva York, el científico heredó una fortuna, parte de la cual gastó en subvencionar a organizaciones antifascistas amparadas por Moscú, poniendo especial empeño en la causa de nuestra República. Hay que decir, en su honor, que al saber el físico de las persecuciones de Stalin a la comunidad científica en la Unión Soviética, retiró esas subvenciones hechas a título personal. La posterior caza de brujas estadounidense desatada por el senador ultraderechista McCarthy sí que es otro de los episodios recogidos en el filme con la debida importancia, dadas las sospechas de filocomunismo que alcanzaron a Oppenheimer, exonerado más tarde, y galardonado en 1963 siendo presidente Lyndon B. Johnson.

La bomba atómica y sus preparativos y pruebas en la base de Los Álamos ocupa un largo desenlace que da a la película lo mejor de su guionista y director: el Christopher Nolan virtuoso de la imagen y sus filigranas, y el de sus espectaculares Batmans, o el tour de force de Dunkerque, con una añadidura inesperada, según yo la veo: la impronta del David Lynch más osado, el de Twin Peaks. El retorno, la serie de diecisiete horas, otro récord de longitud superior. En las escenas de la espera de ese botón que hay que pulsar en el laboratorio y ese hongo de fuego que hay que liberar en la atmósfera se ven imágenes incomprensibles, fascinantes, descritas tal vez en el programa de mano de los Cines Renoir de este modo: “una combinación de imax de 65 mm y película cinematográfica de gran formato que incluye por primera vez en la historia imágenes analógicas imax en blanco y negro”. No sabría yo explicar, tampoco eso, lo que tal heroicidad o logro significa en el campo tecnológico, que tampoco es un territorio en el que yo me mueva bien. Los resultados son, en más de una ocasión, apabullantes, como si la belleza y el alarde nos embaucaran, dejando en un segundo plano los enigmas, la parte oscura y las heridas abiertas en la histórica y letal jornada del 6 de agosto de 1945, cuando la bomba atómica creada en la cabeza de Oppenheimer y sus colaboradores fue lanzada sobre Hiroshima, acabando con la vida de más de 200.000 personas, sin contar a las numerosa víctimas posteriores de la radiación y el envenenamiento.

Pero también vi, y no sé si es ya demasiado precedente, otras similitudes lynchianas: la del humor irreverente. Es la secuencia más inesperada de Oppenheimer y parece inventada, aunque fue real: la visita protocolaria de nuestro protagonista, el padre de la bomba atómica, al presidente Truman, que le recibe en el Despacho Oval en presencia del secretario de Estado; ambos políticos quedan ridiculizados de un modo que no vamos a describir: la escena hay que verla en pantalla, pues el slapstick no admite imitadores. Sí se puede decir, sin arruinar la trama, que esa escena no trata de borrar la amargura de las conciencias, y que, nada más acabada la entrevista, Truman le pide a su secretario de Estado que no le traiga más llorones a la Casa Blanca. ~

Letras Libres, 1 de septiembre de 2023

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7 de marzo de 2024
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