Skip to main content
Escrito por

Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

Cervantes

Blogs de autor

Con los ojos abiertos

El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, canta Pablo Milanés en Años. Ahora que llega la fecha de la ceremonia de entrega del premio Cervantes que recibirá el gran Luis Mateo Diez, primer ciudadano de Celama, hago las cuentas y ya han pasado seis años desde que en un abril parecido subí las escalinatas del púlpito del paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares para decir mi propio discurso.

Y revisando la lista de premiados, que a medida que crece va alejándome en el tiempo, encuentro, con no poco gozo, que entre los últimos dominan los poetas, Ida Vitale, Joan Margarit, Francisco Brines, Cristina Peri Rossi, Rafael Cadenas, un justo reconocimiento de que la poesía está en la esencia de nuestra literatura. Sin ella, la prosa no existiría.

En aquel discurso de Alcalá en 2018, recordé lo que había ducho sobre la poesía otro premio Cervantes, José Manuel Caballero Bonald, al recibirlo en 2012; “esa emoción verbal, esas palabras que van más allá de sus propios límites expresivos y abren o entornan los pasadizos que conducen a la iluminación, a esas ‘profundas cavernas del sentido a que se refería San Juan de la Cruz’¨.

El 23 de abril es el día internacional del libro, cuando se conmemora la muerte de Cervantes, de Shakespeare y del Inca Garcilaso, y tiene lugar la ceremonia de entrega del premio Cervantes. El mes florido de la primavera boreal. Pero en Nicaragua abril es el mes más cruel, como enseña Elliot en La tierra baldía.

Lejos de la primavera, abril es en Nicaragua el mes ardiente de la estación seca que allá llamamos verano, el mes “del viento caliente, y el aire que huele a quemado”, como recuerda Ernesto Cardenal en Hora O, “los soles borrosos y rojos como sangre/y las lunas enormes y rajas como soles, /y las quemas lejanas, de noche, como estrellas…”

El miércoles 18 de abril, pocos días antes de que tuviera lugar la ceremonia del Cervantes aquel año de 2018, un grupo de jubilados que protestaba en las calles de la ciudad de León contra la decisión del régimen de elevar el monto de las cotizaciones del seguro social, al tiempo que cargaba un gravamen sobre las pensiones de los asegurados, habían sido agredidos por una turba oficialista, y las imágenes de los ancianos derribados y pateados en el suelo, transmitidas por los teléfonos móviles habían provocado nuevas manifestaciones de `protesta en Managua y otros lugares, que fueron creciendo en la medida en que eran reprimidas.

Los antimotines de la policía trataban de disolver por la fuerza bruta las manifestaciones, los estudiantes universitarios a la cabeza, y comenzaron a caer derribados los árboles de la vida, las extrañas armazones de fierro con poderes mágicos plantadas en calles y plazas, y la represión, ahora en manos de los paramilitares, empezaba ya a sumar muertos. El lunes 23 de abril, cuando subí al púlpito del paraninfo en Alcalá de Henares, el número de asesinados llegaba ya a veinte, y en los meses siguientes iría creciendo hasta alcanzar más de cuatrocientos, muchos de ellos víctimas de francotiradores.

Las protestas habían alcanzado a movilizar a la comunidad de nicaragüenses en Madrid, y el domingo, el día anterior a la ceremonia del premio, se celebró una demostración en la Puerta del Sol, a la que asistí junto con Gioconda Belli. Una muchacha prendió en mi camisa un lazo de luto, y esa noche, de regreso en el hotel, saqué de la carpeta el discurso que tenía preparado, y agregué a mano un párrafo inicial, que luego pasé al ordenador: “Permítanme dedicar este premio a la memoria de los nicaragüenses que en los últimos días han sido asesinados en las calles por reclamar justicia y democracia, y a los miles de jóvenes que siguen luchando sin más armas que sus ideales porque Nicaragua vuelva a ser república”.

No podía ser de otra manera. Tenía que dar congruencia a mi discurso, que era una alabanza de mi propia lengua cervantina, y dariana, y a la vez una declaración de fe en el poder de las palabras. Una literatura con los ojos abiertos: “Cerrar los ojos, apagar la luz, bajar la cortina, es traicionar el oficio…somos más bien testigos de cargo.”. Y el lazo de luto que me había dado la muchacha nicaragüense, lo llevé prendido a en la solapa. Un duelo aún vivo.

Tres años después, cuando volví a Madrid para presentar mi novela Tongolele no sabía bailar, venía ya a vivir aquí como desterrado. Después me quitarían la nacionalidad. El tiempo, implacable que pasa mientras nos hacemos más viejos, y Pablo Milanés en mi memoria, cuando, como si fuera ayer, nos abrazamos en la puerta de la librería Alberti de la calle del Tutor, donde se hizo la presentación, hasta donde había llegado él en silla de ruedas, un abrazo que sería un adiós porque ya nunca volvimos a vernos.

Leer más
profile avatar
23 de abril de 2024

Claribel Alegría, en un festival de poesía en Granada.

Blogs de autor

Un tigre con alas

 

En mayo se cumplirá el centenario del nacimiento de la poeta nicaragüense Claribel Alegría, quien me escribía cartas en papel de seda color verde en los lejanos años sesenta del siglo pasado

Allá por los lejanos años sesenta del lejano siglo XX me escribía a menudo con Claribel Alegría, ella en Mallorca, yo en San José de Costa Rica. No nos habíamos visto nunca.

Existían entonces las cartas. Las de Claribel escritas en papel de seda color verde, con estampillas desde las que me miraba en sepia, verde, o gris, el rostro adusto de bigote recortado del generalísimo Francisco Franco.

Su dirección, C’an Blau Vell, Deià, llevaba hasta mi escritorio, en la penumbra de las eternas lluvias vespertinas del valle central de Costa Rica, el vago aliento de las islas Baleares del que hablaba Rubén Darío en su Epístola a Juana de Lugones.

Un pueblo encantado, donde el poeta Robert Graves era su vecino, y en los veranos, desde su ventana, Claribel podía divisar a Julio Cortázar en la suya.

Su casa quedaba a la vuelta de un estrecho callejón de lajas, construida en piedra hacía más de 300 años, y coronada por una terraza que entre tiestos de flores miraba a la mole del Puig des Teix, que desde allí parece cercana a la mano.

En junio de 1969, cuenta Claribel, se hallaba junto con Bud Flakoll, su marido, dedicados a remodelar la casa recién comprada: “Estábamos asomados a un boquete en el segundo piso, que sería la ventana de nuestro dormitorio. De pronto, vimos pasar por la calle a un viejo alto de largos cabellos blancos y con un sombrero de paja que le caía casi hasta los hombros. Vestía pantalones cortos y deshilachados y jugaba con una bolita de ping-pong”.

“¿Es usted Robert Graves?”, cuenta ella que preguntó desde arriba. “Él alzó entonces su mirada azul: ‘Sí, ¿y ustedes quiénes son?’ Lo invitamos a una copa de vino. Así nació esa gran amistad que duró hasta su muerte en 1985″.

El padre de Claribel, el doctor Daniel Alegría, un médico nicaragüense de Estelí, acérrimo partidario de Sandino, y por tanto acérrimo antiimperialista, se exilió en Santa Ana, El Salvador, por obra de la intervención militar en su patria, y allí se casó con la salvadoreña Ana María Vides. Hizo jurar a sus dos hijas que nunca se casarían con un gringo. Fue lo primero que ambas hicieron.

Tras el triunfo de la revolución en 1979, Bud y Claribel se trasladaron a Managua, después de una vida trashumante, y desde entonces fuimos vecinos en el barrio Pancasán, que era el barrio de los poetas, porque allí vivía también Ernesto Cardenal, y a la caída de la tarde nos sentábamos en la terraza de su casa bajo un frondoso mango, o en la mía, bajo las ramas de un marañón, ron en mano, a disfrutar de largas conversaciones.

Tuvo, solía ella decir, una matria, que era Nicaragua, y una patria, que era El Salvador. Nació en Estelí, en 1924, bautizada Clara Isabel, creció en Santa Ana, y murió en Managua en 2018.

Cuando apenas tenía seis años, apareció en Santa Ana José Vasconcelos, quien había llegado para dictar una conferencia en el Teatro Municipal. Fue él quien le profetizó que sería escritora, pero le advirtió que debía cambiarse el nombre: “Clara Isabel es muy hermoso, pero parece más el nombre de una abadesa. ¿Por qué no lo cambias a Claribel?”.

Diez años más tarde, Vasconcelos la llevaría en México delante de don Alfonso Reyes para que el sabio juzgara sus poemas, y en 1947 el mismo Vasconcelos pondría el prólogo a su primer libro, Anillo de silencio. Y los poemas de ese primer libro habían sido elegidos por Juan Ramón Jiménez, su mentor durante los años en que ella estudiaba en Washington, y quien una tarde del año de 1945 la llevó a conocer a Ezra Pound, recluido para entonces en el hospital St. Elizabeth.

Roque Dalton, que era un inventor profesional, contaba que Claribel le había enseñado a bailar rumba en Praga, donde ella nunca había estado; una pareja como Fred Astaire y Ginger Rogers girando en los infinitos escenarios cambiantes de los musicales de Hollywood a la luz de una falsa luna de papier mâché.

Merecedora del Premio Iberoamericano de Poesía Reina Sofía en 2017, Claribel fue asimismo una narradora excepcional, como se refleja en Cenizas de Izalco (1966), la novela escrita en colaboración con Bud, finalista del Premio Biblioteca Breve que ganó Vargas Llosa en 1964 con La ciudad y los perros.

En esta novela se cuenta la insurrección campesina de 1933 saldada con una feroz masacre que dejó 30.000 muertos en las aldeas indígenas de El Salvador, bajo la mano represora del dictador Maximiliano Hernández Martínez, uno de los personajes más siniestros del bestiario centroamericano.

En su poema Pandora dice Claribel: “Aún podemos hacernos la ilusión / de transformar al mundo / en un tigre con alas / en un tigre amarillo / de ariscas rayas negras / sobre el que todos podamos cabalgar”.

Celebremos en este centenario de su nacimiento al tigre con alas en el que cabalga Claribel Alegría.

Leer más
profile avatar
17 de abril de 2024
Blogs de autor

Nada hay verdad ni mentira

 

 

Heródoto ha pasado a la posteridad como el primero de los historiadores, pero en realidad fue mucho más que eso. O eso, y además narrador literario, y periodista, tres virtudes fundamentales que en sus Nueve libros de la Historia vienen a ser una sola; y cuando digo periodista estoy hablando de sus calidades de reportero y cronista, oficios que entonces estaban lejos de ser reconocidos como tales; y, por si fuera poco, explorador, geógrafo, arqueólogo, etnólogo y paleontólogo, pues al adentrarse en territorios entonces desconocidos, registraba de manera acuciosa y metódica todo lo visto y oído.

Historia, novela y mitología son entonces una misma cosa porque las fronteras del mundo son difusas y distantes, y esa bruma de la lejanía desconocida crea la duda, el asombro y el misterio, pero también la curiosidad.

Frente a la oscuridad que entonces representa lo inexplorado, pues lo conocido es un territorio aún exiguo, la verdad objetiva se convierte en un deber del cronista, aunque la imaginación no deje de enseñar sus vestiduras extravagantes en el relato. ¿Cómo dilucidar en aquella penumbra lo que está del lado de la realidad y lo que está del lado de la imaginación?

El rigor escrupuloso a la hora de narrar hechos es un procedimiento que la literatura de invención ha llegado a copiar de la crónica que pretende narrar verdades. La novela Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, que se publicó en 1722, finge ser un reportaje verídico y acucioso sobre la peste de cólera que asoló Londres en 1665. La pretensión del novelista es establecer la veracidad de lo que cuenta, disfrazando la imaginación con un aparato de hechos falsos en el que hay documentos oficiales, tablas estadísticas y testimonios fabricados.

Y hoy aún menos podemos afirmar que los hechos han ganado una calidad verificable, cuando vivimos en un mundo de verdades instantáneas, verdades desechables y verdades alternativas.

Siempre que relatamos la vida de los seres humanos, los de hoy y los del pasado, no podemos despojarnos nosotros, ni despojarlos a ellos, de ese velo subjetivo que cambia las imágenes, trastoca los criterios, premia y castiga, exalta y disminuye, y contrapone buenas intenciones y malicia; o porque ese velo es extendido por la mano de intereses políticos, ideológicos, corporativos o religiosos.

Por mucho tiempo la historia se escribió a favor o en contra de alguien, y no pocas veces por comisión del interesado; si no, recordemos a López de Gómara componiendo en Valladolid su Crónica de la conquista de la Nueva España bajo encargo de Hernán Cortés, quien buscaba recuperar sus fueros en México, y para eso necesitaba ser exaltado como el héroe único de la conquista de Tenochtitlan.

Esta pretensión movió a reaccionar a Bernal Díaz del Castillo, un anciano soldado de Cortés, que vive retirado en Guatemala, quien al leer el libro de López de Gómara se asombra de la manera en que cuenta los hechos alguien que nunca ha cruzado el mar y estuvo, por tanto, lejos de ellos. Lo ve como una superchería. Entonces decide escribir su propio relato, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España.

Pero es, de todas maneras, su visión de los hechos. Nunca habrá dos visiones iguales. La memoria es a la vez invención. Se altera lo que se recuerda. Lo que se recuerda un día de una manera, será diferente después. Y dos personas que recuerdan los mismos hechos, los recuerdan de manera distinta.

Los conquistadores se dejan guiar por los desafueros felices de su imaginación, iluminada por el asombro ante lo nuevo, una ralea de aventureros, pastores de cabras de Castilla, porquerizos de Extremadura, marineros de las costas andaluzas, hidalgos sin fortuna y nobles arruinados, misioneros y capellanes, tramposos, fulleros y buscones, como don Pablos, “espejo de vagamundos y ejemplo de tacaños” a quien Quevedo embarca hacia las Indias, a ver si mejora su suerte, aunque ya no volvemos a saber de él.

Una cauda incandescente de hechos que rozan con la epopeya, e iniquidades, crueldades y abusos de poder, y no podremos saber cuánto es verdad y cuánto es mentira en las ocurrencias de la historia, que se prepara para ser antesala de la novela, o ser la novela misma.

La independencia se disolverá entre el humo de las batallas y las inquinas y las discordias enseñarán sus cabezas hidrópicas y sus jorobas de fenómenos de circo, y los proyectos de nuevas repúblicas democráticas fracasarán en el caudillismo y en las dictaduras, primero ilustradas y luego cerriles, y no pocos de los próceres terminarán en el ostracismo, o ante el paredón. Se les concedía, nada más, un último favor: dar ellos mismos la orden de fuego, o ser fusilados sentados en un sillón que era traído desde alguna casa vecina.

Se impone como norma la anormalidad, que nace del desajuste siempre presente entre el ideal y la realidad, entre la propuesta de sociedad que queda asentada en la letra muerta de las constituciones y la sociedad de opresión y miseria que de verdad existe; las leyes justas pasan a ser la mentira, y el arbitrio del poder sin contrapesos pasa a ser la realidad.

Cuando el poder se vuelve anormal, y por tanto adquiere sobre los individuos un peso desmedido, actúa como una deidad funesta que violenta el curso de las vidas y, al trastocarlas, hace posible la soledad de las prisiones y el desamparo del destierro, corrompe y envilece, crea el miedo y el silencio, engendra la sumisión y el ridículo, y alimenta la adulación; y termina creando, también, la rebeldía.

Por eso es que la historia puede leerse como novela. Y estos tres oficios que narran, historia, novela, relato periodístico, se hacen préstamos entre ellos, o son capaces de juntarse en un género híbrido. La novela inventada por Cervantes, que descoyunta el tiempo y el espacio y da cabida a lo inverosímil. La novela que se convierte en el lugar de encuentro donde todo cabe, autobiografía y biografía, documentación histórica, opúsculos científicos, informes estadísticos, y gacetillas de periódicos. Y novela pasa a ser también el relato de hechos reales contado con las técnicas de una novela, vale decir, sus trampas y ardides.

La crónica de hoy día, igual que la novela, tiene que ver con la anormalidad. Las nuevas dictaduras mesiánicas. El populismo y sus alardes de feria. El crimen organizado con su siniestra cauda de extravagancias. El poder social de las pandillas, basado en el terror y el crimen despiadado, y que llega a producir caudillos, como en Haití; los reyes del narcotráfico, que se disputan inmensos territorios, donde ejercen el papel que corresponde al Estado; los emigrantes centroamericanos perseguidos, secuestrados, asesinados, a lo largo de toda la ruta a través de México, o que terminan ahogados en el rio Bravo o dejan sus huesos en el desierto de Arizona; la corrupción, como esa piel purulenta que viste al poder político, cualquiera que sea su signo ideológico.

La historia que parece escrita por los novelistas, y la crónica que parece copiar a la novela, porque los hechos que cuenta parecen increíbles; y la novela misma, que busca parecerse a la realidad, imitándola, y ser aún más deslumbrante que la propia realidad.

Leer más
profile avatar
3 de abril de 2024
Blogs de autor

Haití, un país en extinción

 

Imaginemos un paisaje de desolación y ruina, como el que Corman McCarthy describe La carretera, o vemos en esas películas distópicas del día después. Pero no se trata de un escenario sin nombre, sino de un país real, Haití, que ha vivido un desastre continuado a lo largo de décadas, dictaduras militares, huracanes, terremotos, líderes mesiánicos, gobiernos fallidos, conspiraciones, asesinatos políticos, cofradías de narcotraficantes, oligarquías sordas y mudas; y hoy, 200 pandillas criminales que luchan por imponerse en los territorios, en guerra entre ellas, y contra el estado.

Hay otros países de América Latina donde las bandas del crimen organizado, dueñas de verdaderos arsenales, controlan territorios que ponen bajo su soberanía, imponen candidatos en las elecciones, tienen en planilla a las autoridades civiles y a la policía, cobran impuestos a agricultores y comerciantes, asesinan periodistas, y erigen su propio sistema judicial en el que impera la pena de muerte. Pero aún no disputan el poder nacional, desde la capital.

En Haití, sí. Jimmy Chérizier, alias Barbecue, caudillo de la G-9 y Familia, una banda, o federación de nueve poderosas bandas, desafía al primer ministro de facto, Ariel Henry, que no puede regresar al país porque su gobierno no controla el aeropuerto de Puerto Príncipe, mientras las instituciones se disuelven y el ejército y la policía son incapaces de imponerse frente al caos. El ochenta por ciento del país se halla en manos de la delincuencia beligerante.

Barbecue es un antiguo policía de elite, que cuando estaba en activo ya se había visto envuelto en asesinatos. Debe su nombre de guerra, según el mismo, a que su madre vendía pollos asados por las calles de Puerto Príncipe; según otras versiones, a que suele quemar las casas con la gente que se asa adentro. Nada ajeno a la tradición del país. El dictador vitalicio Papa Doc Duvalier, mandaba decapitar a sus enemigos y hacía que le llevaran sus cabezas al palacio presidencial para practicar ritos de vudú.

Barbecue habla como el jefe de un partido en armas, y sus reclamos son políticos.

“Hemos elegido tomar nuestro destino en nuestras propias manos. La batalla que estamos librando no sólo derrocará al gobierno. Es una batalla que cambiará todo el sistema”, proclama. Y se ofende de que lo consideren un criminal. "Este sistema tiene mucho dinero y tiene el control de los medios. Ahora me hacen parecer como si fuera un gánster".

El presidente Jovenel Moïse fue asesinado por sicarios colombianos en julio de 2021, víctima los capos de una poderosa red de narcotraficantes. Pero según los investigadores de InSight Crime, Moïse financiaba una parte sustancial de las operaciones de Barbecue, quien completaba sus ingresos con el dinero provenientes de secuestros y extorsiones. Este apoyo habría cesado cuando Henry, el primer ministro, se quedó al mando.

La exigencia de Barbecue se concentra ahora en que Henry, varado en Puerto Rico, y que permanece en su cargo sin que haya habido nuevas elecciones, sea depuesto por la policía y el ejército: “que asuman su responsabilidad y arresten a Ariel Henry. Una vez más, repetimos, la población no es nuestro enemigo”, dice en la arenga transmitida desde su canal de YouTube.

Se comporta como un milenial que conoce las ventajas de la tecnología digital, y presenta videos de los cadáveres de quienes han sido ejecutados por órdenes suyas, por negarse a pagar los rescates.

Para apoyar su demanda de la destitución de Henry, llevó a cabo un asalto concertado a la Penitenciaría Nacional y a la cárcel Croix de Bouquets, que hizo vigilar previamente con drones, de donde liberó a 3.700 prisioneros, con un saldo de doce muertos.

En el año 2009, recién pasados dos huracanes devastadores, y antes del terremoto que en enero del año siguiente destruyó Puerto Príncipe, estuve una semana en Haití para escribir un reportaje por encargo de El País, dentro de la serie Testigos del horror.

Entonces me tocó entrevistar al jefe de la Misión de Estabilización de la ONU, Hédi Hannabi, en el Hotel Cristopher, donde tenía su cuartel general, y que se derrumbó con el terremoto, el propio Hannabi entre las víctimas mortales.

“Esta no es la clásica misión de paz, porque no hay dos partes en conflicto; lo que tenemos es anarquía, la presencia de las pandillas, la ausencia de instituciones. Si nos fuera hoy de aquí, lo que vendrían sería el caos”.

Eso fue hace 15 años. El caos ha sobrevenido. Y quienes en la comunidad internacional vuelven la cabeza para mirar la catástrofe, lo hacen no sin fastidio. Kenia se comprometió a enviar una fuerza policial de mil soldados, que otros países deben financiar, desde luego Kenia está en la cola en los índices mundiales de desarrollo humano. Y en esas gestiones se hallaba Henry en Nairobi cuando se dio el asalto a las cárceles, y ya no ha podido volver.

Mientras tanto, el escenario distópico se afirma con sus colores sombríos. Y Barbecue, el nuevo caudillo, se prepara para reinar en un país en vías de extinción.

Leer más
profile avatar
13 de marzo de 2024

Imagen tomada de la cuenta de Instagram de SuperBigote, @superbigoteoficial.

Blogs de autor

Superhéroes con puño de hierro

La esposa entra en el despacho presidencial del palacio de Miraflores y le pregunta a su marido: “¿Qué estás haciendo, Nico?”. Y él, sin dejar de mover mecánicamente la mano que firma, responde, con mirada inspirada: “Estoy aprobando proyectos para beneficios del pueblo”. Un Tío Sam maligno, en su propio despacho, comenta con sonrisa diabólica, y dice: “No habrá beneficios para tu pueblo después de lo que tengo preparado”; y aprieta un botón para poner en marcha a Extremista, el monstruo de cinco cabezas.

Esto bastará para que el presidente Maduro, igual que lo hace Superman, se quite su ropa de diario y quede vestido con su colorido traje de superhéroe, rojo y azul, pantaloneta y capa incluidas, y se lance en raudo vuelo para enfrentar al monstruo que busca sembrar en las calles el caos y la destrucción, y lo venza con unos cuantos golpes de su puño de hierro. ¡Otra tarea cumplida para SuperBigote, en defensa de la patria y la revolución bolivariana!

Pero la serie de dibujos animados, que muestra a SuperBigote desplegando superpoderes para enfrentar al enemigo imperialista, se completa con los 12 millones de muñecos del superhéroe y la superheroína repartidos a los niños de las barriadas en la Navidad de 2022. Una pareja invencible, porque su esposa Cilia es como la Supergirl de Superman, y viste atuendo colorido.

La serie surgió en 2021, y en su primer capítulo SuperBigote destruye al dron electromagnético enviado por un villano que semeja a Trump, que ha dejado a oscuras al país, una réplica de historieta cómica a la realidad de los apagones nacionales provocados por la corrupción y la incuria del Gobierno del propio Maduro.

Al transformarse en SuperBigote, Maduro se vuelve musculoso y deja toda la grasa que le sobra; no podía ser de otro modo, el traje rojo es muy ajustado. Y los libretistas de Miraflores olvidan, o no quieren saber, que esos trajes con que en los cómics los dibujantes empezaron a disfrazar a los superhéroes provenían de la tradición de los circos, tal como se vestían bajo las carpas los malabaristas, equilibristas y trapecistas.

SuperBigote derrota siempre a los villanos y malvados, porque es invencible, es invulnerable, y es infalible; más que Superman, porque no hay kriptonita que pueda debilitarlo. Estamos en el mundo de los dibujos animados donde la realidad sale sobrando. En ese mundo de los colores planos no existe ni la corrupción, ni el despilfarro, ni las fortunas multimillonarias trasegadas a los bancos de Andorra.

Poco importa que los superhéroes populistas del siglo XXI se proclamen de izquierda o de derecha; lo importante para sus propagandistas es establecer su invulnerabilidad. Si bien aún no hay dibujos animados de SuperBukele, sus expertos en imagen, que, por cierto, son también venezolanos, se encargan de presentarlo como un superpresidente supercool, que hace su entrada en los escenarios entre chorros de luz.

Como el vídeo de su visita a la megacárcel, el ultramoderno Centro de Confinamiento del Terrorismo, toda una superproducción con tomas de drones, planos rasantes, las crujías con los camarotes de tres pisos donde los presos, en camisetas y shorts blancos, se encaraman como pájaros extraños, los sigue la cámara cuando corren para acuclillarse en las crujías en pelotones cerrados, primeros planos de sus rostros tatuados, las cabezas rapadas. Y que él, en jeans y jersey, nada de formalidades, salvo cuando viste de etiqueta para la gala de Miss Universo, recorre las instalaciones espectrales, un mundo distópico como los de Orwell o Margaret Atwood, mientras el sumiso jefe de la prisión va dándole respuestas ensayadas a las preguntas ensayadas: aquí no vienen los presos para ser reeducados, señor presidente, sino a pagar la deuda con la sociedad. El que entra aquí no sale nunca más, señor presidente.

El joven presidente de la gorra al revés y la barba bien recortada es popular, sin duda; ha impuesto la paz y el orden contra las pandillas bajo un permanente régimen de excepción, las garantías ciudadanas suspendidas, y acaba de ganar las elecciones por el 85% de los votos.

Y tampoco se equivoca nunca. Tiene una respuesta certera para todo, brilla por su sagacidad, y es capaz de dejar callado, y humillado, al más pintado si intenta cuestionarlo, o contradecirlo, así se trate del sabio más versado en derecho, del economista más sabido en criptomoneda o del periodista más sagaz y agudo.

Abundan en las redes los clips sembrados por sus gurús venezolanos, donde se le ve de pie frente al atril, escuchando con paciente talante la pregunta de su víctima, y ya sabemos que el impertinente morderá el polvo de la derrota ante la contundencia demoledora de la respuesta que lo dejará deseando nunca haber preguntado. “El mejor presidente del mundo” no solo es cool, es infalible.

La política como tira cómica. Toda una épica contada, cuadro tras cuadro, en dibujos animados.

Leer más
profile avatar
7 de marzo de 2024

Primera edición. Editorial de Cromos, Bogotá, 1924

Blogs de autor

Cien años de ‘La vorágine’

 

 

Una noche memorable de hace tiempo en la ciudad de México, que ya he referido alguna vez, ensayábamos durante la sobremesa de una larga cena en casa de José María Pérez Gay a recordar primeros párrafos de novelas, y Gabriel García Márquez empezó a recitar uno que todos coreamos, Carlos Fuentes, Álvaro Mutis, porque también lo sabíamos de memoria: “antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar, y me lo ganó la violencia…”, tal como empieza La Vorágine de José Eustasio Rivera, de cuya publicación se cumplen cien años.

Nacido en 1888 en el poblado de San Mateo en la región de Los Andes, que ahora se llama San Mateo-Rivera, justicia cívica para un escritor, Rivera era un abogado que trabajaba como funcionario en comisiones limítrofes, y eso le hizo conocer los territorios selváticos de la Amazonía, donde se desarrolla principalmente La vorágine. La escribió en un cuaderno de contabilidad de forro rojo, entre abril de 1922 y abril de 1924, año en que se publicó en Bogotá, en el mes de noviembre.

Mi mayor fascinación juvenil por esta novela, que es muchas cosas a la vez, novela de la naturaleza, novela de aventuras, novela social, estaba en su estrategia narrativa, que se consumaba con eficacia: ese ardid tan socorrido, pero que no deja nunca de funcionar, en que el autor se finge el amanuense de un manuscrito ajeno que ha llegado a sus manos.

Con solapada voluntad de engaño, el autor de la novela introduce como preámbulo una nota burocrática dirigida a un ministro, la que firma con su nombre real, José Eustasio Rivera: “de acuerdo con los deseos de S. S. he arreglado para la publicidad los manuscritos de Arturo Cova, remitidos a ese Ministerio por el Cónsul de Colombia en Manaos. En esas páginas respeté el estilo y hasta las incorrecciones del infortunado escritor, subrayando únicamente los provincialismos de más carácter…”

Arturo Cova, poeta, aventurero, ha desaparecido junto con Alicia, la mujer con la que había huido, en un itinerario que los lleva de los llanos ganaderos que se extienden al pie de la cordillera oriental, hasta las inmensas e intrincadas selvas del Amazonas.

Y el amanuense fingido recomienda no publicar los manuscritos de Arturo Cova “antes de tener más noticias de los caucheros colombianos del Río Negro o Guainía; pero si S. S. resolviere lo contrario, le ruego que se sirva comunicarme oportunamente los datos que adquiera para adicionarlos a guisa de epílogo”. Y el epílogo es: “el último cable de nuestro Cónsul, dirigido al señor ministro y relacionado con la suerte de Arturo Cova y sus compañeros, dice textualmente: «Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!»”.

El ardid de la suplantación atraviesa los siglos, y se activa cada vez que la apariencia de veracidad debe imponerse sobre la mentira. Son los papeles escritos en caracteres árabes contenidos en los cartapacios que un muchacho llega a vender a un sedero en el Alcaná de Toledo, y que Cervantes, que se haya allí de casualidad, da a traducir para encontrarse con que se trata de las aventuras de don Quijote escritas no por él, sino por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo.

Muy consciente del juego que emprende con sus lectores, y gozándose de él, José Eustasio Rivera incluyó en esa primera edición de 1924 una fotografía de Arturo Cova sentado en una hamaca “en las barracas de Guaracú”, tomada por la comerciante Zoraida Ayram, otro de los personajes; y hay otra foto del viejo cauchero Clemente Silva, otro personaje, el que habría de buscar en vano a los desaparecidos en la selva, subido a un árbol de caucho. Décadas antes de que W.G. Sebald introduzca en sus novelas la fotografía como testimonio de la veracidad de la invención.

En La Vorágine la selva se convierte en personaje. Es una deidad que protege su inviolabilidad, y se venga de quienes entran en sus dominios. Serán aniquilados por el paludismo y la disentería, el ataque de las fieras, los piquetes de las víboras, y las inquinas entre ellos mismos. Al final, lo que prodiga es la soledad, la traición, la enfermedad, la locura, la muerte.

Novela social, busca denunciar la crueldad a que son sometidos los indígenas de las tribus de la Amazonía, donde solo vale la ley del más fuerte, en tiempos en que el caucho natural es un producto estratégico en el comercio mundial. Y esa ley la imponía entonces la temible Casa Arana, que esclavizaba y exterminaba a los indígenas en los siringales.

Compleja obra de ficción, nos es contemporánea por sus personajes duales y atormentados, toda una galería de seres humanos que se mueven entre el despotismo y el abandono, la maldad y la compasión, aunque, al final, la selva que se traga a Arturo Cova y a los suyos vuelva a cerrarse sobre sus cabezas.

Leer más
profile avatar
13 de febrero de 2024
Blogs de autor

Grandes esperanzas

El fiscal especial contra la impunidad, Rafael Curruchiche Cucul, originario del Petén, una de las zonas más pobres y olvidadas de Guatemala, es cachiquel. Una rareza en un país donde los indígenas no suelen acceder a los cargos públicos descollantes. Se supone que su función es perseguir los delitos vinculados a “cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad, estructuras criminales o personas individuales”, sean funcionarios públicos o particulares.

Pero desde que asumió el cargo en 2021, nombrado por la fiscal general Consuelo Porras, su cómplice y mentora, Curruchiche se ha convertido en todo lo contrario de lo que dicta su mandato; actúa más bien como fiel protector de quienes se amparan en “el pacto de corruptos”.

 Pertinaz, faltando pocos días para la toma de posesión de Bernardo Arévalo, apeló ante la Corte Constitucional buscando impedir que asuma la presidencia, un intento final de consumar el golpe de estado institucional en el que no ha cejado por meses, retorciendo a su voluntad las leyes y abusando de su competencia.

La antropóloga de descendencia quiché, Irma Alicia Velásquez Nimatuj, de la universidad de Stanford, opina que Curruchiche “ha internalizado el racismo del sistema opresor, odiándose él mismo, despreciando sus orígenes”; y abusa de su poder porque teme que “el pacto de corruptos lo deseche cuando ya no les sirva”. Quedará entonces en la oscura tierra de nadie, despreciado por los suyos, y una vez que ya no es útil, despreciado también por los otros.

De entre los retos que Bernardo Arévalo debe enfrentar, este será, sin duda, el primero de todos: que las instituciones del estado destinadas a perseguir la corrupción, como la fiscalía, dejen de ser parte de la corrupción misma. Quitarle, así, dientes y garras al pacto de corruptos, y cerrar las puertas a la utilización del poder como un medio de enriquecimiento ilícito.

Su gran desafío será lograrlo dentro de los límites que le impone la democracia misma. Tiene la autoridad moral para pedir la renuncia de la fiscal Consuelo Porras, cabeza de la conspiración para proteger a los corruptos e impedirle a él mismo asumir la presidencia, pero no tiene la autoridad legal para destituirla, salvo si media una condena judicial por comisión de un delito. Y la fiscal se halla a la mitad de su segundo periodo de cuatro años, que no termina sino en mayo de 2026; es hasta entonces que podrá nombrar un sustituto, de una lista que debe presentarle una comisión de postulación.

 Dada la experiencia vivida en todos estos meses agónicos, desde su elección en segunda vuelta el 20 de agosto del año pasado, sabe que la Corte Suprema de Justicia y la Corte de Constitucionalidad, sin bien terminaron allanándole el camino frente a los recursos arbitrarios interpuestos por la fiscalía,  se mostraron duales y vacilantes en sus actuaciones; y ahora tendrá que seguir lidiando con ambos tribunales, en la lucha por defender su presidencia de las agresiones que sin duda continuarán, en busca de minarla.

 Tiene frente a sí, entonces, no sólo los límites constitucionales de su poder presidencial, sino los que le imponen las circunstancias políticas en que asume el cargo, como cabeza de un partido nuevo y pequeño, Semilla, sin estructuras territoriales sólidas, y apenas 5 diputados en una Asamblea Nacional de 160 miembros; y los diputados que controlan la mayoría, han estado metidos en la trama conspirativa que trató de impedirle asumir la presidencia. Pero la paradoja es que con esas fuerzas deberá negociar acuerdos para lograr gobernabilidad.

 Deberá lograrlo sin hacer concesiones que contradigan sus enunciados políticos de transparencia, descabezamiento de la corrupción, avance social y afirmación democrática. Y sin enajenar, por la otra parte, la voluntad de quienes lo votaron con grandes esperanzas; mantener el respaldo de las fuerzas sociales que salieron a la calle a defender los resultados electorales legítimos, a la cabeza los cantones indígenas, que tienen su propia agenda de demandas seculares, desde los tiempos de la colonia.

Un diálogo diverso y constante, con los legisladores, los pueblos indígenas, los gremios patronales de la empresa privada, los sindicatos, las corporaciones profesionales, las comunidades, los municipios. El mayor de los peligros está en el aislamiento, y en el silencio y alejamiento burocrático. Y la relación crucial con las fuerzas armadas, sobre las que ha escrito un libro, Estado violento, ejército político.

Hay una tendencia natural a comparar a Bernardo Arévalo con su padre, Juan José Arévalo, electo en 1944 con el 85% de los votos, fruto de una revolución democrática, que contó con una amplia mayoría parlamentaria, y fue respaldado por los sindicatos obreros, lo que le permitió aprobar lo que entonces fue un hito en Guatemala, el Código del Trabajo. Tenía, además, en la jefatura del ejército al coronel Jacobo Árbenz, electo luego para sucederle en la presidencia, y con cuyo concurso pudo sofocar constantes rebeliones y asonadas militares.

 Las circunstancias que median entre ambos son muy diferentes, mucho más propicias las que rodearon al padre; pero el dominador común es la ambición por la modernidad democrática que, desde siempre, las fuerzas más oscuras, y tan feudales, han negado a Guatemala. Arévalo, el padre, enunciaba un “socialismo espiritual”, que el hijo expone como democracia social.

 En los cuatro años del periodo que ahora empieza, sin posibilidad de reelección, no puede exigirse a este Arévalo de hoy transformar la estructura social y económica de un país con alto índices de pobreza, secularmente sometido a estructuras injustas, y discriminatorias en contra de la mayoritaria población indígena, aherrojado por la corrupción, amenazado por la presencia del crimen organizado y con una frontera crítica con México, que bulle de narcotraficantes y de emigrantes ilegales en camino hacia Estados Unidos.

Pero con sentido común, voluntad de conciliación, y manteniéndose, sobre todo, fiel a sus principios éticos, decidido a frenar la corrupción, podrá demostrar que la democracia es posible, si es capaz de defenderla cada día. Predicar con el ejemplo, y cumplir con la palabra propia, parece una tarea simple, pero en Guatemala será una proeza.

Leer más
profile avatar
15 de enero de 2024
Blogs de autor

Yo no olvido el año viejo  

En los años de mi infancia las celebraciones de diciembre en Masatepe se agotaban con la Nochebuena, y aunque el pequeño árbol de Navidad de material sintético sobrevivía hasta pasado el fin de año en una esquina de la sala, los 31 de diciembre nos íbamos a la cama antes de la medianoche, y me despertaba al estallido de los cohetes que sonaban lejanos, viniendo de los barrios indígenas de Jalata, Nimboja y Veracruz, mientras el resto del pueblo permanecía en silencio, y a oscuras.

O es que, quizás, de alguna casa donde celebraban -pereque se llamaba entonces a las fiestas ruidosas-  venía la música de un tocadiscos que una y otra vez tocaba la cumbia “El año viejo”, cantada por el vocalista tapatío Tony Camargo, “Ay, yo no olvido al año viejo/Porque me ha dejao' cosas muy buenas/Mira/Me dejó una chiva, una burra negra/Una yegua blanca y una buena suegra…”, del colombiano Crescencio Salcedo, el campesino analfabeto que compuso otras joyas como “La múcura que está en el suelo…”, que fue a dar a la voz de Benny Moré, y “Se va el caimán, se va para Barranquilla…”, cantada por el inigualable  bachiller José María Peñaranda, que elevó las vulgaridades de palabra a la categoría de arte, baste recordar su célebre “Opera del mondongo”.

No se podía disputarle la preponderancia a la noche del 24 de diciembre en un pueblo pequeño, donde la tradición religiosa se imponía sobre las festividades profanas; y sobre todo en un hogar modesto como el mío, donde los recursos no alcanzaban para dos celebraciones rumbosas seguidas. Para la cena de Nochebuena un chompipe, el pavo indígena, de primacía tradicional en Nicaragua ante de la moda importada del pavo gringo, que se criaba y alimentaba a lo largo del año en el patio de la casa, y cuando iba a ser sacrificado recibía como gracias final un trago de ron que se le administraba como parte de la ceremonia ritual, abriéndole el pico en medio de aleteos de resistencia, sospecho que no con la intención de hacer más llevadera su muerte, sino que para ablandarle la carne.

Era una de las ocasiones en que mi madre entraba en la cocina, dotada de una estufa de hierro colado con horno y una chimenea que aventaba el humo oscuro por encima del techo, para dorar el chompipe y preparar el relleno, una rica mezcla barroca donde entra el pan rallado, la carne de cerdo, la mantequilla abundante, el dulce de rapadura, uvas y ciruelas pasas, aceitunas en salmuera, alcaparras y cebollas encurtidas, cuya receta Tulita, mi mujer, conserva en la memoria; la receta de su madre, pues hay una por cada familia nicaragüense.

Se cenaba el último día del año en mi casa de Masatepe, pero temprano, y el chompipe dejaba paso a un humilde nacatamal, que para mí era igual de suculento, la masa de maíz adobada con achiote y compuesta con carne de cerdo, papas, arroz, y otra vez las uvas y ciruelas pasas y las alcaparras de ultramar, en su envoltorio de hojas de plátano soasadas, y que en nuestra temporada de Berlín en los años setenta Tulita solía hacer, con mi modesta ayuda, en tributo a la nostalgia culinaria que siempre persigue a los exiliados, envolviéndolos en papel de aluminio porque las hojas de plátano sólo era posible conseguirlas robándolas en el Botanischer Garten.

Entonces en Europa lo latinoamericano era todavía exótico, y los alemanes se fascinaban con los ardides del realismo mágico. Si ahora quisiéramos celebrar el año nuevo con nacatamales en Madrid, en este año tercero de nuestro segundo destierro, las hojas de plátano son fáciles de conseguir a la vuelta de la esquina, en las tiendas de comestibles de los bangladesíes e hindúes de Lavapiés, o bien los nacatamales, clonados a la perfección por manos nicaragüenses, se pueden encargar a domicilio.

Pero regreso a mis viejos años nuevos. Las fiestas del 31 de diciembre fui a conocerlas en mis tiempos de estudiante en León, cuando me hice novio de Tulita y la acompañaba al baile de gala del club social, ocasión en que las jovencitas eran presentadas en sociedad y desfilaban de traje largo, del brazo de sus padres vestido de etiqueta, y yo disfrutaba de la fiesta mientras no sonara la orquesta, porque nunca aprendí a bailar mientras ella sí era una virtuosa en la pista.

De la época de Costa Rica, donde nos fuimos en 1964 a vivir después de casarnos y nos quedamos por doce años, no me queda memoria de los fines de año, porque para las vacaciones de diciembre volvíamos a Nicaragua y las pasábamos en Masatepe. Allí estábamos cuando ocurrió el terremoto que destruyó Managua, recién pasada la medianoche del sábado 23 de diciembre de 1972, una sacudida subterránea de 30 segundos que dejó 400 manzanas de la ciudad arrasadas, primero por el sismo y después por los incendios, con 20 mil muertos y un número similar de heridos, y el éxodo forzado de la población entera.

Por su cercanía con la capital, Masatepe comenzó a llenarse de refugiados que llegaban a bordo de pick ups y camiones donde cargaban las pocas pertenencias que pudieron haber rescatado, y acampaban en las aceras y en el atrio de la iglesia, deambulaban en el parque central y frente a la tienda de mi padre, que ocupaba la pieza esquinera de nuestra casa, una multitud como en las fiestas patronales sólo que silenciosa y desconcertada; y no hubo celebración navideña, ni tampoco de año nuevo, porque era un duelo, y a nadie se le ocurría congregarse para festejar a la vista de tanta desgracia paseándose frente a las puertas.

Quizás un año nuevo madrileño sea sentarse frente al televisor para ver la celebración de Puerta del Sol, y comerse mientras tanto las uvas que ya vienen en cajitas de doce unidades. Y quizás ser madrileño signifique que cuando aterrizo en Barajas siento, de alguna manera, que estoy volviendo a casa.

 

Leer más
profile avatar
3 de enero de 2024
Blogs de autor

Escenografías de la memoria

 

Al lado de la carretera que lleva de Middelbury a Burlington en el estado de Vermont, muy cerca de la ribera oriental del lago Champlain, se encuentra el Museo de la Cultura Americana de Shelburne, donde hay una farmacia tradicional, y una tienda de abarrotes como la que tenía mi padre en mi pueblo natal de Masatepe.

En los estantes, mostradores y vitrinas, tanto de la farmacia como de la tienda del museo de Shelburne, se exhiben medicinas de patente, productos para la higiene personal, y artículos alimenticios y de uso cotidiano en sus envases originales, los mismos que estaban en el comercio en Estados Unidos, y en América Latina, al menos desde principios del siglo veinte.

Fascinado, como si volviera al pasado, reconozco todo lo  que mi padre vendía: colagogos hepáticos, jarabes de rábano iodado, elixires para la tos; las pilulas Orientales para hacer crecer los senos; los estuches de pastillas Sen-Sen para el aliento; las latas de sardinas picantes La Sirena y de carne ajamonada Spam, la carne del diablo Underwood, las conservas de frutas Monarch; los sacos de harina Golden Flour, los tarros de avena Quaker, las latas de kerosene El Capitán, y barras de jabón de lavar, más la infaltable balanza Toledo para pesar las mercancías.

Metido en aquel túnel del tiempo, comprobé que toda esa imaginería que regresaba a mi memoria era parte de mi dotación literaria, y que las marcas antiguas, con sus emblemas románticos y su tipografía modernista, eran parte de mi patrimonio de escritor, señales a las que acudir, escenografías guardadas en la memoria.

 Había en la tienda de mi padre un jarabe contra el paludismo, el emblema un hombre demacrado apresado en el suelo entre las patas de un mosquito gigante, una imagen kafkiana que contrastaba con la muy plácida de la mujer del Tricófero de Barry que se peinaba los largos cabellos con gesto sensual, enmarcada en un pórtico neoclásico.

Y junto a una de las vitrinas donde se asoleaban frascos de lociones y perfumes baratos, la efigie recortada en cartón a tamaño natural, de una pareja elegante, la mujer en traje de noche y el hombre de smoking con el cabello bien peinado con brillantina Glostora, levemente movidos por el aire que entraba de la calle trayendo briznas y polvo.

Esos productos comerciales, en la América Latina donde se revuelve la modernidad con lo arcaico, siguen teniendo categoría de bienes culturales porque son parte de la vida cotidiana latinoamericana, y actúan a manera de señales que comunican una identidad común, igual que las letras y la cadencia de los tangos y los boleros y de toda la música popular difundida por la radio y por las sinfonolas.

Una buena muestra de esa identidad, parte de mi memoria, es el almanaque Bristol, ese cuadernillo de forro color ladrillo con la efigie enjuta y barbada, de mejillas hundidas, del doctor Cyrenius Chapin Bristol, químico y farmaceuta, inventor del jarabe tónico de zarzaparrilla.

El almanaque Bristol, fundado en el siglo diecinueve, conserva su renombre y sigue imprimiéndose, revolución digital de por medio, para ser obsequiado a la clientela por tiendas y boticas para Navidad y año nuevo.  Divulgaba la bondad de los productos Lanman & Kemp-Barclay: el Aguaflorida de Lanman, el Tricófero de Barry y el jabón perfumado Reuter.

Todo un manual doméstico de sabiduría popular, que yo esperaba de niño cada año, traía el calendario de los santos, fiestas móviles y fechas de las témporas; las fases de la luna, eclipses y predicciones climáticas para las labores agrícolas; el horóscopo y otros datos astrológicos; el movimiento de las mareas; y lo que yo más buscaba en sus páginas, una tragicomedia gráfica en 8 cuadros, protagonizada por los personajes Quirino y Tranquilino.

Que aquella efigie fuera la del doctor Bristol no era un dato del dominio general. El público decía “el hombre del almanaque Bristol”, igual que decía “el hombre del bacalao” al aludir a la figura del pescador con un enorme bacalao a cuestas en la caja de la emulsión de Scott; “el hombre de la avena Quaker”, el sonriente cuáquero bonachón, de peluca y sombrero, de la lata de avena; “el hombre de la Gillette” para referirse al rostro bien afeitado y de bigote tupido de los sobrecitos de cuchillas de doble filo, el magnate King C. Gillette, quien las había inventado para sustituir a la peligrosa navaja de barbería.

Una sola marca, la más poderosa, pasa a sustituir al producto genérico, y se establece lo que los viejos publicistas llamaban la “conciencia de marca”. Una Singer denomina a cualquier máquina de coser, una Gillette a cualquier navajilla, una Aspirina a cualquier analgésico, una Frigidaire a cualquier refrigerador, el Flit a cualquier insecticida fumigante. Y en esto vale tanto la fama de la efectividad del producto, como el atractivo de su emblema. La palabra Bayer pasa a ser sinónimo de calidad garantizada, y el consumidor se guía por “la cruz de Bayer”, el nombre escrito en cruz dentro de un círculo por todo emblema: “si es Bayer, es bueno”.

Y las vitrinas de la tienda de mi padre brillan con el último sol de la tarde, antes de que caiga la noche.

 

Leer más
profile avatar
20 de diciembre de 2023
Blogs de autor

La otra Guatemala vuelve por la democracia

Bernardo Arévalo, un académico de tranquilo talante que se graduó como sociólogo en la Universidad Hebrea de Jerusalén, y obtuvo su doctorado en antropología social en la Universidad de Utrecht, fue electo presidente de Guatemala el domingo 20 agosto de este año, y debe prestar juramento de su cargo el domingo 14 enero del año entrante. Un largo e inusual periodo de más de cuatro meses, propicio a la conspiración de que está siendo víctima, pues hay oscuras fuerzas concertadas para impedirle llegar a asumir el cargo que los electores le confiaron por una abrumadora mayoría de votos.

Que un académico que habla delante de los micrófonos como si se hallara en un aula de clases y no en un plaza pública, lejano a la demagogia y a los usuales actos de corrupción, sea el nuevo presidente de Guatemala, si acaso el golpe de estado continuo que le han montado termina fracasando, vendrá a resultar extraño. Lo común es lo contrario. El mejor antecedente del actual gobernante, Alejandro Giammattei, implicado él mismo en la conspiración para frustrar la presidencia de Arévalo, es haber sido jefe del sistema penitenciario, sucesor de Jimmy Morales, un mal cómico de la televisión; para no hablar de los generales sanguinarios que, como Efraín Rios Montt, profeta de la Iglesia Cristiana del Verbo, fueron juzgados por genocidio.

La marca del ejercicio del poder ha sido en Guatemala la violación constante del estado de derecho, el control espurio de las instituciones, el encarcelamiento de periodistas, como el caso de Rubén Zamora, director de El Periódico, la persecución contra jueces, fiscales, y procuradores de derechos humanos decididos a cumplir su papel legal, muchos forzados al exilio.

Y ese poder es manejado desde las sombras por una logia feudal unida por lo que se conoce como “el pacto de corruptos”, y tras la que se ocultan viejos oligarcas de horca y cuchillo, capos del crimen organizado, militares en retiro participes de represión en décadas anteriores.

Para que Arévalo no pueda asumir la presidencia han intentado toda suerte de artimañas escandalosamente burdas, usando como instrumentos a los fiscales Consuelo Porras y Rafael Curruchiche, y al juez penal Fredy Orellana, sancionados por el gobierno de Estados Unidos. Sus acciones han ido dirigidas a anular la personería jurídica del partido Semilla, que llevó como candidato presidencial a Arévalo; a anular los resultados electorales, mandando secuestrar urnas e intervenir al poder electoral, mientras la Corte Constitucional y la Corte Suprema de Justicia vacilan frente a estas maniobras o se prestan a ellas, una colusión de la que también es parte la cúpula del Congreso Nacional.

En estas condiciones, las posibilidades del presidente electo de prestar juramento serían nulas si no fuera porque la otra Guatemala, sometida y olvidada, ha venido en rescate de la democracia: los pueblos indígenas de ascendencia maya, quichés y cachiqueles, que representan el 60% de la población, victimas seculares de la opresión y la discriminación, y de campañas de exterminio como la que llevó adelante en la década de los ochenta el general Ríos Montt, cuando aldeas enteras fueron borradas del mapa con todos sus habitantes, enterrados en fosas comunes.

“Los 48 Cantones y las Autoridades Ancestrales de los Pueblos originarios y sus 22 representantes”, constituidos en “Asamblea de Autoridades de los Pueblos en Resistencia para la Defensa de la Democracia”, con sus “principales” a la cabeza, alcaldes de vara, consejos de ancianos y alguaciles, han bajado desde sus comunidades lejanas a la ciudad de Guatemala, han trancado las carreteras, han tomado las calles de manera pacífica y han organizado plantones frente a la fiscalía y los tribunales exigiendo que se respete la constitución del país; y han logrado sumar en su protesta a estudiantes, sindicatos, comerciantes de los mercados, y amplios sectores de la clase media.

Las autoridades ancestrales cuidan tradicionalmente de la paz y el bienestar de sus comunidades, del buen uso de las tierras comunales, protegen los bosques y las fuentes de agua, y se ocupan de la limpieza y ornato de calles y cementerios; pero en años recientes han sido protagonistas de campañas de resistencia ante leyes que atentan contra el medioambiente, o que pretenden eximir a los militares responsables de genocidio. Y ahora se han levantado en defensa de la democracia, reclamando que se reconozca el triunfo del presidente electo, y que se destituya a los funcionarios judiciales que se prestan al juego del “pacto de los corruptos”.

“Hordas de indios salvajes que han bajado a tomarse la capital”, dicen los voceros de las organizaciones de extrema derecha, parte del “pacto de corruptos”. El alcalde de la comunidad Juchanep, quien representa a los 48 Cantones indígenas, empuña la vara de mando que representa su autoridad, y no vacila en responder: “nosotros estamos aquí por una obligación moral, no representamos poder, representamos autoridad…y no permitiremos que Guatemala caiga en un gobierno de facto, en una imposición”.

Si el 14 de enero el presidente electo Bernardo Arévalo logra asumir el poder que el pueblo le otorgó en las urnas, como debemos confiar que así sea, será porque la otra Guatemala, la de los cantones indígenas, ha resistido, sin poder, pero con autoridad.

Leer más
profile avatar
7 de diciembre de 2023
Close Menu