Ficha técnica
Título: Sara | Autor: Sergio Ramírez | Editorial: ALFAGUARA | Colección: Hispanica | Formato: Tapa blanda con solapa | Páginas 256 | Medidas: 151 X 240 mm | ISBN: 9788420419206 | Precio: 18 euros
Sara
Sergio Ramírez
«Era la primera vez que el Mago se dirigía a ella. Le había hablado por fin, por su propia boca, o por boca del mancebo. ¿No era aquello un triunfo? Aunque fuera a costa de su cólera, lo había doblegado. De algo sirve la risa, se dijo, y volvió a reírse por lo bajo, cuidando esta vez que nadie la oyera.»
La historia de Sara y Abraham es la de un peregrinaje por reinos hostiles y tierras inhóspitas cumpliendo con las arbitrarias indicaciones que le son transmitidas a Abraham por el Mago, un ser multiforme al que no parece gustar la risa.
Pese a que generación tras generación se creyó que esta era una historia protagonizada por hombres, es Sara la que realmente la dota de autenticidad. Sara con su ironía, su humor, su incredulidad, su tesón y su capacidad para cuestionar los designios divinos que nadie más está dispuesto a contravenir.
Con el ritmo de una de esas historias que se contaban al calor del fuego, Sergio Ramírez construye en esta novela un brillante divertimento a partir de una figura sacada de la Biblia pero vestida con el ropaje de la sensibilidad femenina más actual. El relato de la rebeldía inteligente de una mujer que decide tomar las riendas de su vida hasta conseguir cumplir el mayor de sus anhelos -el de ser madre-, y preservarlo por encima de todo.
«Sergio Ramírez llena con Sara los silencios de la Biblia y ofrece una visión iconoclasta de esta mujer que vivió en un mundo hostil.» Ana Mendoza, EFE
«El autor tumba en Sara el arquetipo bíblico de sumisión femenina.» Hoy Extremadura
Uno
Allí están otra vez, dijo Sara con disgusto, antes de llevarse el cuenco de leche a los labios. Agobiados por el calor del mediodía habían buscado la sombra de la encina más próxima a la tienda, y Abraham, que raspaba con un pedernal los restos de carne y pellejos de un cuero de oveja antes de ponerlo a secar sobre las piedras que cercaban el corral, alzó la mirada hacia la suave duna ardida por el crudo sol del desierto. La luz cegadora era blanca en toda la extensión del cielo sin nubes. Las tres figuras reverberaban y parecían más bien retroceder que acercarse. Se apoyaban a cada paso en sus cayados y hundían las sandalias en la arena que relumbraba como cristal molido.
No vamos a negarles la hospitalidad que debemos a cualquier forastero, dijo Abraham, dejando a un lado el pedernal y el pellejo. Su voz quería sonar severa pero las palabras flaqueaban en su garganta. Nada de forasteros, ya sabes quiénes son, los mismos de hace tres días cuando vinieron con esaorden de que todos los varones debían sajarse allí abajo, algo que sólo a ti no te parece insensato, respondió Sara, y apuró lo que quedaba de leche en el cuenco. Si son los mismos, con mucha mayor razón, alegó Abraham. La razón que siempre les das, así te traigan dolor, anoche no dormiste del dolor de la herida. Ya no me duele, respondió sin convicción. Tenía la costumbre de espantar de su cara una mosca invisible, como acababa de hacerlo ahora.
La herida se le había infectado, y llevaba los genitales envueltos en un cataplasma de hojas de higuera maceradas con granos de mostaza que Agar le había preparado, y aun así sentía una honda punzada desde las ingles hasta las rodillas a cada paso que daba. Herirse con la propia mano el miembro muerto, vaya desquicio, dijo Sara con sorna. Por algo será que me lo ordenó, respondió Abraham, ahora de mal genio, yo no soy quién para desentrañar sus mandamientos; y tras limpiarse las manos restregándolas en los costados de la túnica, fue a situarse en el portal para dar la bienvenida a los viajeros.