Escrito por

Juan Lagardera

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El metaverso contra el cine

Hace ya más de medio siglo que John Ford, probablemente el mejor narrador cinematográfico que ha dado la industria del celuloide, predijo la crisis del cine. Ante la cada vez mayor duración de los largometrajes y la consagración del realizador-director como una suerte de genio artístico: el autor, Ford se rebeló para reivindicar el carácter artesanal de su trabajo y los límites del lenguaje fílmico. “Cuento historias que duran hora y media porque las nalgas de una persona no soportan sentadas en una butaca más de ese tiempo”, vino a declarar el cineasta de origen irlandés, un agudo pensador como muestran sus cartas personales pero un sarcástico personaje ante las preguntas intelectuales de Peter Bogdanovich, las indagaciones de Jean-Luc Godard para Cahiers du Cinéma, o ante las alabanzas poéticas de François Truffaut.

Ford fue el creador del western moderno, el último vestigio de la épica en la época actual como lo describe Jorge Luis Borges, aunque el escritor argentino tenía entre sus preferidas otra película, El delator (The informer, 1935), el primero de los cuatro óscar que ganó Ford como mejor director. El propio cineasta confesaría, sin embargo, que su dedicación al género del oeste se debía al hartazgo por las intrigas en los estudios de Hollywood; de ese modo disfrutaba durante la filmación de largas excursiones campestres con amigos, en Arizona, en Colorado o en su espacio favorito de Utah, Monument Valley.

A pesar de que algunos tildaron a Ford de racista, como el virulento Quentin Tarantino, el director de El hombre que mató a Liberty Valance (1962) evolucionó con las ideas de su tiempo, recreando historias tan honorables como Centauros del desierto (The searchers, 1956), Sargento negro (1960) u Otoño cheyenne (1964), donde dejó bien clara su posición liberal ante cuestiones tan espinosas como el holocausto indio o la xenofobia. Incluso conviene recordar su alegato feminista de la mano de una soberbia Anne Bancroft en la postrera Siete mujeres (1966).

Si el western terminó languideciendo no fue por falta de veracidad como puede sugerir el propio Tarantino, sino por otras aparentes trivialidades. Como explicó en su día Lee Marvin (el actor que encarnaba a Liberty Valance), apenas hay carretas o diligencias ni siquiera en los museos etnográficos, y restaurar o alquilar las pocas que existen en condiciones para una película cuesta una fortuna. El cine, como ha ocurrido con muchas otras actividades creativas, se ve sometido al paso del tiempo, a la precariedad de sus bases materiales y a los cambios que transforman el gusto de los espectadores. Es muy simple de entender: cambiar de época supone multiplicar el gasto de producción.

Fue el éxito del cine, paradójicamente, lo que liquidó la ópera como escenografía preferida del gran público para reducirla a un panteón de exquisiteces elitistas. El mismo cine que dejó sin sentido a la novela de largo recorrido que triunfaba en el siglo XIX, al igual que la fotografía desbordó a la pintura realista. No solo contaba historias, sino que el cine supuso un salto cualitativo a la hora de expresar sentimientos, de retratar y hasta de fijar los modos de los estados de ánimo. Lo supieron los grandes cineastas clásicos, del citado Ford al maestro del suspense Alfred Hitchcock, del afilado lacrimógeno Frank Capra al paisajista Akira Kurosawa, y en especial Howard Hawks, cuya alquimia en los diálogos subvertía cualquier género. Lo explica de modo didáctico Alexander Mackendrick en el libro publicado recientemente en nuestro país por la editorial Alba, Hacer cine, con prólogo de Martin Scorsese.

Mackendrick, autor de magníficas películas como El quinteto de la muerte (The Ladykillers, 1955), Viento en las velas (A High Wind in Jamaica, 1965) o No hagan olas (1967), se retiró de los rodajes para dar clases en el Instituto de las Artes de California, cuyas lecciones constituyen la esencia del citado volumen. Nos hace reflexionar sobre la importancia que tuvo el cine mudo para configurar el lenguaje cinematográfico, una expresividad no verbal basada en los primeros planos, las largas secuencias, los zooms, la música o la iluminación, por no hablar del montaje, que consigue plasmar el pensamiento y la espiritualidad de los personajes. “El cine trabaja con sentimientos, sensaciones, intuiciones y movimiento –advierte Mackendrick–, cosas que comunican con el público a un nivel no necesariamente sujeto a una comprensión consciente, racional y crítica”.

Luego vendría el apogeo de la televisión, a la que respondió el cine con grandes pantallas y efectos especiales tanto en las propias salas como en la posproducción de las películas, derivando hacia otro tipo de espectáculos, como los IMAX, las multipantallas y hasta las exposiciones inmersivas de fotopinturas que tanto gustan en la actualidad. El cine, convertido en una experiencia sensorial, parece finalmente una especie de viaje lisérgico, una ceremonia de euforización sensitiva más que una expresión artística. En cambio, los personajes actuales, más complejos, relativistas y sin maniqueísmos, necesitados de más minutaje para su comprensión contemporánea, han encontrado refugio en las nuevas series televisivas –cine en pequeño calibre y de duración maleable, en definitiva– que se pueden seguir domésticamente sobre reproductores también cada día más grandes y nítidos. Y a cualquier hora y en duración personalizada.

El penúltimo paso lo acaba de dar el mismísimo Hollywood. En vez de asumir los múltiples formatos audiovisuales en un mundo cada vez más ilusoriamente digital, ha oscarizado una película dedicada al metaverso con protagonistas chinos, cuya tradición cuentista se tiñe siempre de fantasía inverosímil. Todo a la vez en todas partes, es una pamplina caótica que, según sus propios exégetas, busca atraer a las nuevas generaciones hacia las vacías salas de los cinematógrafos, jóvenes y adolescentes colgados del tik-tok y el Instagram, apenas interesados por las historias que duran más de tres minutos. Se trata de la rendición final del cine con los bárbaros a las puertas de Roma y sin trigo para alimentar el pan con el circo.

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20 de marzo de 2023
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Sorolla o el paradigma de la premodernidad

Inaugurado el año de Joaquín Sorolla formalmente por las instituciones valencianas y el Ministerio de Cultura, nos aguarda una temporada sorollista de la que podemos acabar enfermando por empacho. Téngase en cuenta que a lo largo de la centuria que se conmemora, el valor de la obra de Sorolla ha vivido un carrusel de sensaciones. El propio artista fue arrinconado por las vanguardias que emergieron a principios del siglo XX pero, al mismo tiempo, tuvo mucho éxito entre la clase acomodada, la única que podía pagarse entonces –y casi ahora– la afición a la buena pintura.

Falleció durante el verano de 1923, cuando Pablo Picasso ya había cruzado una decisiva frontera cultural en 1907, la fecha en la que dio a luz la pieza seminal del cubismo, Las señoritas de Avignon, justo dos años antes del primer éxito multitudinario de Sorolla en Nueva York, donde expuso por mediación de su gran mecenas, el millonario hispanista Archer Huntington, quien encargaría en 1910 al pintor valenciano el célebre ciclo de pinturas regionales de España en gran formato.

Justo en la década anterior, Sorolla descubre el paisaje rocoso del mar de Jávea, su particular Balbec, donde suelta su paleta hasta estados casi expresionistas, pero únicamente lo hace en pequeñas tablillas, en formatos menores. Sus lienzos de mayor tamaño siguen la estela del éxito, la de un arte integrado socialmente en pleno cataclismo estético moderno. Es por esa razón que las siguientes generaciones artísticas lo tomarán como paradigma del pintor al que se repudia. Lo harán tanto los valencianos como también los demás españoles, porque Sorolla muere trascendido como un pintor de referencia académica e incorporando su legado último al Estado con sede capital en Madrid.

Los informalistas, los surrealistas o los artistas pop, y por supuesto los miembros de Estampa Popular bajo la bandera teórica del crítico en aquel tiempo marxista, Tomás Llorens, rechazaron a Sorolla y sus enseñanzas, lo que no impidió la floración de sorollistas entre los muchos pintores contemporáneos de nula trascendencia más allá de círculos locales desinformados. Sorolla, además, murió pintando hace cien años y pintó más que nadie. Una barbaridad, más de dos mil piezas, sin contar bocetos y apuntes. Por esa razón siempre hubo, y hay, “sorollas” circulando por el mercado y las subastas, de Madrid a Londres.

Sorolla influye, junto a la estética de la factoría Walt Disney, en la configuración del canon de los artistas falleros de mayor éxito popular en aquellas décadas de transición. Pero nadie se atreve todavía a reivindicarle en esos años. Su recuperación como artista de referencia es un lento proceso que culmina hacia finales de 2007 cuando la Fundación Bancaja tira la casa por la ventana e invierte la mayor cifra que se recuerda en la restauración, traslado y exhibición por todo el país de la serie Visiones de España que Sorolla pintó para Huntington, encargo que le dejaría exhausto, hasta prácticamente llevarle a la tumba. La millonaria y lujosísima apuesta de Bancaja con las reservas de sus ahorradores tendrá un éxito sin precedentes.

El historiador Felipe Garín diseñaría una itinerancia gloriosa para Sorolla. En Valencia sobrepasa el medio millón de visitantes, en el conjunto de su gira por España supera el millón y medio tras recalar también en el Prado (donde igualmente bate récords y obliga a prorrogar su estancia), en el MNAC de Barcelona, en Bilbao, Sevilla y Málaga. Los gigantescos lienzos de la Hispanic Society neoyorquina entrando mediante grúas por los balcones de un edificio de viviendas remodelado como sede cultural de la antigua Caja de Ahorros de Valencia y las interminables colas de público son irrepetibles en la memoria del arte nacional. Para entonces, todo el mundo se ha vuelto sorollista, incluido Llorens, y los que no lo son, se lo callan. Después de ese boom, Bancaja ha tratado, sin éxito, de desprenderse de aquella decimonónica finca que resulta imposible, y cara de mantener, como espacio para salas de exposiciones y conferencias.

La clase política le echa el ojo al fenómeno. Nadie discute lo que ha costado la operación cajista. Es cultura. Y es más que popular. Es masiva. Las instituciones al completo y los partidos de ideologías dispares se suben al carro. Entonces empiezan los delirios. Surgen voces pidiendo un museo de Sorolla en Valencia, el de Bellas Artes desmonta el relato histórico coherente para inventarse una minúscula sala Sorolla con obra menor del artista; hay quien ofrece pequeñas estancias del Edificio del Reloj en el puerto valenciano. No se recae en que ya existe un museo Sorolla, en Madrid, y cuenta con una descendiente, Blanca Pons Sorolla, que vigila las intrigas en torno a la obra de su bisabuelo.

En la Conselleria de Cultura, en algún cajón, se guarda un proyecto de museo del siglo XIX y su esplendor valenciano, propuesto por Llorens siguiendo la estela del Quai d’Orsay. Otro exmarxista, Facundo Tomás, formulará una idea atractiva y osada: dedicar a Sorolla y su tiempo la modernista Estación del Norte de Valencia (1906-1917) diseñada por Demetrio Ribes y decorada por numerosos artistas de la época sorolliana, el más elegante edificio de influencia Sezession lejos de Viena. Un edificio que Adif realquila a diversos comercios en la actualidad, incluyendo un restaurante japonés take away.

Ahora, con el centenario de la muerte del pintor, los inagotables fondos de Sorolla salen a pasear. El nuevo director del Museo de Bellas Artes valenciano pretende ser el aprendiz de referente y, al paso, mejorar posiciones académicas. Tiene a su favor a un grupo de historiadores locales que aspiran a comisariar futuras exposiciones gracias a sus encargos, pero el museo no cuenta con liderazgo político ni prestigio teórico, ni desde luego con una visión necesariamente más amplia de lo que significa el tránsito cultural de estéticas y costumbres por la premodernidad, de la que Sorolla es epítome.

Hace ya un lustro de la preclara muestra que la Thyssen y el propio Museo Sorolla dedicaron a la moda en la obra del famoso pintor bajo el comisariado de Eloy Martínez de la Pera. Esa museográfica investigación evidenció que la pintura sorollista es el mejor ejemplo tardío del gusto burgués de la época, de ahí su popularidad; un mundo de estética proustiana que había emergido del antiguo régimen para dar lugar a una nueva civilización, industrial y ya a punto de declinar también, que ahora nos parecerá anticuada por añosa, pero que significó una apertura decisiva que dará paso a la ruptura final que propicia la modernidad misma, la de las vanguardias para entendernos: Última fase de un periodo bastante más extenso si seguimos a Stephen Toulmin y su cronología para el humanismo moderno que arranca mucho antes, en Montaigne y los manieristas.

De ahí la importancia de estudiar y mostrar el periodo en su conjunto, su génesis y su autodestrucción mediante el nacimiento de la fotografía o el cine, la mecanización y el decorativismo de la vida cotidiana, el valor de los oficios artísticos, la emancipación de la sexualidad y su correlato: el sufragismo que desemboca en feminismo, la conciencia del tiempo y su relatividad primero literaria y después astrofísica… Tal vez esas ausencias nos expliquen el escaso éxito de las galerías dedicadas al siglo XIX en el Museo del Prado, la centuria que podría aclararnos a los españoles la inestabilidad de la nación.

Mientras tanto, la Generalitat Valenciana, entre brumas de lo artístico por los torbellinos de una gobernanza coaligadamente dispar, adquiere el eclecticista Palacio de Correos (1913-1922) y lo cede a Bellas Artes para que organice nuevas muestras sorollianas que ya han empezado a generar largas colas. Lo hace sin encomendarse a la Diputación –la institución que pensionó al joven Sorolla en Roma– ni al Ayuntamiento valentino, cuyo programa para su propia red museística es ínane, pero en donde se debaten nuevas y cada vez más chovinistas y torpes mociones, incluyendo la absurda por inviable petición para que se traslade a Valencia el museo de Madrid. Un sonrojo.

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27 de febrero de 2023
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Viaje por Italia: aprendiendo a vivir sin nación

La Navidad ha sido un regalo para los italianos tras la depresión de padecer un Mundial de fútbol sin su selección nacional en juego. La fiesta del balompié solo la celebraron en el Vaticano (donde hay un escaparate dedicado al fútbol argentino en honor al Papa Francisco cuando se termina la visita al Museo), y también en Nápoles, volcada cantándole una ópera popular a la memoria de Maradona junto a su gran mural en el Quartieri Spagnoli, en la plazoleta que se ha convertido en una especie de santuario votivo. Y no es para menos, el fútbol, el deporte en general, es junto a la lírica de Giuseppe Verdi, el cemento que amalgama la diversidad italiana. También lo son la pasta y el idioma, pero estos se lo han tenido que ganar paso a paso.

No son pocas las variantes lingüísticas del italiano, incluso las pervivencias de otras lenguas como el friuliano o el sardo –hasta doce se reconocen legalmente, incluyendo el dialecto alguerés del catalán–, y aunque según las encuestas algo más de la mitad de sus habitantes se consideran bilingües, el italiano moderno que iniciaron los mejores escritores toscanos del Renacimiento, Giovanni Boccaccio y Dante Alighieri, se ha impuesto ampliamente gracias al desarrollo de la industria literaria, la canción y el cine italiano que fueron hegemónicos en los hits y las salas de proyecciones del mundo durante los años 50 y 60, el momento dulce durante el que se creó el “made in Italy”. Y aunque las panoplias políticas italianas hayan derivado hacia el pasado imperial de lo latino como hiciera Benito Mussolini o en la añoranza del Risorgimento como declara la fraternidad ultra de Giorgia Meloni, lo bien cierto es que la unificación italiana ha venido de la mano de la cultura crítica y del éxito internacional de su comida más sencilla, la pizza de origen napolitano y la pasta de trigo, cultivado masivamente en Sicilia, y también en la Puglia y Calabria.

Feltrinelli, Mondadori o Einaudi son apellidos esenciales, milaneses y piamonteses, en la creación y consolidación de la industria del libro italiano en el norte del país, desde donde se han exportado escritores tan universales como Italo Calvino, Umberto Eco, Moravia o Dario Fo. Ahora mismo, también la novela negra despunta en lengua italiana gracias a autores como Andrea Camilleri y Antonio Manzini, o con las denuncias de las tramas mafiosas de Roberto Saviano. En cambio, la música italiana que se difundió desde el festival de San Remo languidece, al igual que el cine, que solo prendió en la comunidad italoamericana de Nueva York (de Scorsese a Coppola, Pacino y De Niro) y en figuras solitarias como el napolitano Paolo Sorrentino o el mismo Saviano, quien no se cansa de señalar a Italia como un país fallido.

¿Lo es? Muchos italianos lo piensan. La sustitución de la Italia de posguerra construida por la Democracia Cristiana –más el compromiso histórico del comunista Enrico Berlinguer–, por un nuevo populismo de raíces horteras –Berlusconi y sus conglomerados televisivos–, unido al renacer neofascista y al regionalismo xenófobo de la Lega han sumido en la depresión social a muchos italianos. No huyen de la hambruna como a principios del siglo XX cuando emigraron en masa (uno de cada cuatro) a los Estados Unidos y Argentina, pero son muchos los italianos que en los últimos lustros se van de su país, decepcionados por la falta de futuro y sustancia de sus políticos. Alemania y España representan, ahora, los países preferidos por los italianos, muchos de ellos dedicados a la hostelería. Las Baleares, Valencia, Barcelona y Andalucía son sus destinos favoritos. Los vuelos directos desde las capitales españolas a Turín, Milán, Bérgamo, Pisa, Roma o Nápoles… van siempre ocupados. Italia está conectada a España.

Estas últimas Navidades, Italia se ha colapsado de turistas. Destinos como Venecia, Florencia o Milán estaban atiborrados, pero nada como Roma, una ciudad tomada por ríos de visitantes, en la que se ha puesto de moda el patinete de alquiler que los jóvenes romanos abandonan en cualquier acera y donde era imposible comer en sus buenos restaurantes sin reserva previa de semanas. Roma se vuelve a parecer al atasco en la autopista de entrada a la ciudad que filmó Fellini en el arranque de su Roma (1972), o al atolladero de aquel surrealista corto filmado por Pasolini para Amore e rabbia (1969), en el que Ninetto Davoli andaba con una flor gigante por las calzadas romanas, atestadas de macchine.

Hay colas, también, en el café Greco, donde han enmarcado un texto de Ramón Gaya publicado por Pre-Textos, colas en los Caravaggio de la iglesia de San Luis y en las estancias de Rafael… Millonarios asiáticos comprando en Prada, Fendi, Versace o Gucci… las firmas que compiten por anonadar a su clientela con diseños renovados y atrevidos, a precios desorbitados pero con apuestas culturales también, como la de la Fundación Prada en Milán o la biblioteca del Giardino Gucci en la mismísima plaza de la Signoria en Florencia. Para el New York Times, Milán precisamente vuelve a ser el centro neurálgico del arte italiano. Desde la transvanguardia que nada interesante sucedía allí. Prada y el Pirelli Hangar-Bicocca cuya dirección artística corre a cargo del valenciano Vicent Todolí, han devuelto el lustre a la capital lombarda.

Lo más evidente es que, pese a todo, en Italia se mantiene el optimismo vital. El sentido del humor, el gusto por el buen diseño y el respeto por el patrimonio siguen siendo características del pueblo italiano. A veces parecen consumirse con tanta belleza color albaricoque, con tanto castillo de ladrillo rojo, pero da gusto ver los pueblecitos toscanos limpios y bien organizados, con sus artesanos más que centenarios haciendo virguerías con el salami, la marquetería o los pañuelos de seda. La cocina tradicional de calidad puede encontrarse en cualquier localidad, y es ya el segundo país con más estrellas Michelin del mundo. Vanguardia con raíces, aunque tienen muy claro que, en cuestión de jamón, el ibérico español es insuperable. Las vistas desde la torre de la casa natal de Boccaccio en Certaldo explican por sí solas El Decamerón.

La crónica crisis política italiana puede que tenga más que ver con la escasa conciencia de país, cuya fragmentación ha sido dominante desde la caída del Imperio Romano de Occidente. El Estado central es débil a ojos del italiano medio, creyente de sus ciudades y regiones, de su equipo de calcio en todo caso y de la variedad de pasta que cocinaban en casa de la nonna. Para el citado Manzini “el problema de fondo es que nunca se ha tenido una identidad nacional fuerte; el italiano ve al Estado como a un ocupante”. Parece, justo, el sentimiento contrario al de los españoles. En Italia, la historia, abierta en todas partes gracias a cientos de edificaciones, museos y palacios con pinturas al fresco, muestra de modo cotidiano que su país es una construcción romántica del siglo XIX sobre un pasado de reinos, ducados y repúblicas atomizadas. En España, en cambio, todavía nos estamos preguntando qué somos y de dónde venimos, con relatos simplones sobre la unidad del país y réplicas absurdas sobre la existencia de naciones periféricas en tiempos de la antigüedad tardía. Ni siquiera los catalanes quieren entender que su nación no fue otra que la construida por los condes barceloneses con los reyes de Aragón y con el Reino de Valencia como su far west medieval. Tal vez una confederación de països aragonesos habría tenido otra virtualidad política.

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21 de enero de 2023
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La cultura multiétnica en la Copa del Mundo de fútbol

Siempre he creído en el valor sociológico del deporte, en especial del fútbol por tratarse del más universal y hegemónico de los que practica la humanidad actual. Por esa principal razón sigo estas últimas semanas el Mundial de fútbol de la teocrática Qatar. También me gusta verlo por sus gestos y escenografías estéticas y por la emoción que suscita, pero este Mundial ha sido revelador en tanto en cuanto ha mostrado nítidamente las claves multiétnicas de las naciones contemporáneas.

En lo que mi memoria alcanza, Brasil y Portugal han sido históricamente las únicas selecciones nacionales de carácter multiétnico. En especial la brasileña del Mundial de Suecia, que deslumbró en 1958 con la presencia de Garrincha (“la alegría del pueblo”, le apodaban) y la de un casi adolescente venido de las favelas, Pelé. O la Portugal del Mundial inglés de 1966, que lideraban los mozambiqueños Eusebio y Coluna (llamado “el monstruo sagrado”).

Después fue el baloncesto, a partir de los años 70, el deporte que empezó a nacionalizar jugadores norteamericanos cuyo nivel era, y lo es todavía aunque en menor medida, muy superior al europeo. En España convertimos en nacionales a grandes baloncestistas, uno de los cuales, Clifford Luyk, terminó casándose con una miss española. Luego vinieron los oriundos, futbolistas sudamericanos a los que se les buscaba familiares directos españoles –verdaderos o falsos, daba igual– para justificar, según la legislación de entonces, la concesión del pasaporte español.

Con el transcurso de los años hemos visto de todo, desde atletas del Sahel africano que corrían olimpiadas defendiendo a países escandinavos, hasta futbolistas brasileños nacionalizados en equipos de Rusia y la nueva Ucrania, o americanos jugando al baloncesto para otras selecciones eslavas o para la misma España, como es el caso de Lorenzo Brown, nacionalizado por decreto del Gobierno por la vía urgente.

Las leyes, aquí y en todos los demás países, así como en las federaciones deportivas internacionales se han vuelto mucho más laxas al respecto, permitiendo una gran movilidad de jugadores y atletas en medio mundo. Muchas veces, por dinero y no por fervor patriótico, lo que en según qué ocasiones resulte hasta más saludable. Ese fenómeno, en cualquiera de los casos, ha coadyuvado a fomentar los aspectos multiétnicos del deporte, pero por encima de tales circunstancias reglamentarias, lo decisivo al respecto tiene más que ver con la descolonización y con la nueva realidad migratoria, especialmente en Europa.

Hace lustros que vemos muchos jugadores de color en el fútbol inglés, fiel reflejo de una sociedad, la británica, que ha dejado de ser étnicamente homogénea, estrictamente anglosajona. Incluso su actual primer ministro es de origen indio, cómo no van a ser sus atletas la evidencia de esa realidad actual en el Reino Unido. Y hemos visto también como los franceses de origen magrebí y de la francofonía africana han revolucionado el deporte del país vecino, convirtiéndolo en campeón del mundo en disciplinas donde nunca antes había sobresalido tanto: en fútbol, en baloncesto, incluso en balonmano.

La mismísima Alemania, cuyo delirio racista todavía pervive como una grave secuela del siglo XX europeo, está plagada de futbolistas de origen turco o africano, como es el caso también de otras selecciones centroeuropeas, escandinavas o de España e Italia. Nuestro país, igualmente, ha acogido a numerosos atletas de origen latinoamericano, sobre todo cubanos, exiliados de las penurias de su origen, lo que provocó en su día algunos comentarios xenófobos por parte de los dirigentes de Vox.

La configuración de las sociedades multiétnicas, sin embargo, resulta imparable. Al respecto, el Mundial de Qatar es un libro abierto. La historia de los hermanos Williams, sin ir más lejos, semeja un novelado relato de cruda actualidad, inspirado en las lacras sociales de esta época, como las que escribiera Dickens en la Inglaterra del XIX. Hijos de un matrimonio ghanés; padres que cruzaron casi descalzos el desierto para saltar la valla de Melilla con la madre embarazada y ser recluidos en un centro de acogida. Un cura navarro les recomendó declararse perseguidos políticos liberianos, un ardid que les libró de la deportación. Al niño, que ya nació en España, le llamaron Iñaki para honrar a aquel buen sacerdote. Hoy, Iñaki Williams juega en la selección de Ghana y su hermano Nico en la española, y ambos en el Athletic de Bilbao, el equipo que ha hecho gala de etnicismo vasquista desde su fundación hace más de un siglo.

Otro caso paradigmático, bien reciente, es el de la selección de Marruecos, algunos de cuyos integrantes son nacidos en España: Achraf Hakimi, exjugador del Madrid y exresidente en Getafe, vino al mundo en el Hospital Gregorio Marañón. Mientras que su buen portero “parapenaltis”, Bono, jugador del Sevilla, nació en Canadá. Cuenta también con varios jugadores de origen francés. Uno de ellos protagoniza una divertida entrevista para la televisión marroquí: el periodista le hace una larga pregunta en árabe, el futbolista escucha y, finalmente, le pide educadamente que le hable, s’il vous plait, en francés.

Este fervor promarroquí de los descendientes de su emigración no se ha dado, sin embargo, en otros jugadores de Francia con origen argelino, como Zidane, Benzemá o el propio Mbappé, hijo de un inmigrante camerunés y una argelina. Todos ellos han cantado La Marsellesa como si nada. Lo curioso, según han narrado los periodistas antes de la semifinal entre Marruecos y Francia, es que buena parte de la población de procedencia argelina en Francia se mostraba partidaria de la selección marroquí. Todos magrebíes, todos mahometanos, por encima de su adopción francesa o de las rivalidades nacionales entre las cúpulas políticas y militares de Rabat y Argel.

La paradoja de este sesgo antropológico es que Marruecos, el primer equipo africano y musulmán que llega tan lejos en la Copa del Mundo, es un equipo europeizado, cuyos mejores futbolistas y buena parte de su tropa de batalla juega en Inglaterra, Francia o España, y que sus esquemas tácticos son claramente europeos. En cambio, Francia se presentó al mismo partido solamente con dos seleccionados de origen gaulois, otro español –Hernández–, dos argelinos y el resto jugadores de color procedentes del África profunda, el Caribe antillano o las banlieues de sus principales ciudades.

Un Mundial, en definitiva, que no solo ha mostrado un fútbol más equilibrado, tácticamente global, técnicamente universalizado. Y de igual modo, un mundo muy distinto, que escenifica el fruto de las heridas de las migraciones, las nuevas sociedades que tratan de superar el racismo no sin infinitas tensiones internas y peligrosas derivas políticas. El fútbol resulta un modelo de éxito, aspiracional, pero la realidad social es otra.

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14 de diciembre de 2022
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Pompas británicas al servicio de la política

Hasta que no vi The Crown no alcancé a comprender por qué mi padre guardaba en su biblioteca un ejemplar de Life con una página desplegable a todo color de la familia real británica. Un gran formato del clan Windsor Sajonia-Coburgo, o sea, con primos, tíos, sobrinos… y demás miembros posando en una foto oficial tras la ceremonia de coronación de la reina Isabel II. Corría el año 1953, el mes de junio.

Cierto que mi padre era un anglófilo empedernido. Aprendió inglés en solitario, con una pequeña colección de discos didácticos, leía libros de bolsillo de Penguin y se carteó durante lustros con un señor de Derby al que no sé cómo conoció. Solo estuvo una vez en Londres y volvió fascinado. Le escribió a Winston Churchill por su cumpleaños en 1960, explicándole su ilusión por una democracia española, y el exprimer ministro le contestó de su puño y letra dándole las gracias. Sin más. Un año y pico después tuvo lugar el Contubernio de Munich. Y en el 63 aparecería el primer número de Cuadernos para el diálogo, al que nos suscribimos en casa.

Pero aquella foto tan monárquica archivada por un azañista como mi padre, no cuadraba. De hecho, representaba algo más. La coronación de la reina de Inglaterra fue el primer acto público retransmitido en directo por la televisión en todo el mundo. Provocó un terremoto mental difícilmente detectable por las generaciones futuras que ya vivimos el fenómeno televisivo con normalidad. Mi padre no guardó un recuerdo monárquico, sino un acontecimiento civilizatorio, un nuevo eslabón mental. Tal vez por ello casi nunca se quedó en el salón de casa a seguir los programas de la tele y prefería refugiarse a leer en una pequeña salita llena de libros, revistas y periódicos.

El boato, la legendaria pompa británica encontraba un aliado inesperado en la televisión. Lo hemos visto estos últimos días, en especial cuando el cortejo fúnebre isabelino recorrió el trayecto londinense desde la abadía de Westminster hasta el castillo de Windsor. La última magna epifanía de la era televisiva. Calles y jardines llenos de público para contemplar un desfile a la británica: ordenado en su completa cadencia, riguroso en los decorados y uniformes, emotivo por la musicalidad de los gestos y sones que se oyeron durante horas. (Qué importante resulta para la cohesión social que las cantatas populares sean hermosas, armónicas).

Con todos los detalles perfectamente captados por la BBC. Y no es de extrañar, la televisión pública británica, lo han desvelado a raíz del deceso real, lleva tiempo dedicando al menos un día al año a los preparativos para la retransmisión de un funeral de Estado, televisando simulacros. Necesario complemento catódico a los preparativos que la propia Casa Real planifica al milímetro como en un minucioso guion de película, incluyendo el tweet con el que se anunció el fallecimiento de la reina. Los expertos palaciegos de Buckingham le asignan nombres de puentes de Londres a los distintos operativos funerarios de cada miembro de la familia real que puede contar con ese nivel de ceremonial.

No se trata tan solo de un recreo ni de una exaltación monárquica por más que lo parezca. La pompa del desfile resulta una herramienta política de primer orden como instituyeron los patricios romanos desde tiempos republicanos, mientras las legiones de los cónsules debían acampar más allá del río Rubicón y no participar de los fastos ciudadanos en el foro. Mucho antes, el libro egipcio de los muertos ya dibuja un largo cortejo religioso, mientras que en Atenas la misma acrópolis adaptaba su itinerario para dar realce a la procesión de las panateneas, nocturna y con antorchas, la más importante consagración griega tal como la describe Richard Sennett en Carne y piedra.

El año pasado, sin ir más lejos, el Gobierno de Egipto organizó una especie de charada televisada a todo el planeta con motivo del traslado de una veintena de momias faraónicas al nuevo museo arqueológico, emulando los desfiles que tenían lugar en avenidas tan peculiares como el camino de los carneros de Luxor. Nada parangonable, sin embargo, al ejercicio escenográfico que llevó a cabo Hollywood en la versión de Cleopatra dirigida en 1963 por Joseph L. Mankiewicz (tras la renuncia de Rouben Mamoulian después de filmar apenas 12 minutos en tres meses), cuya formidable parada romana casi deja en la ruina a la 20th Century Fox según los cronistas. No sabemos muy bien a quién se debe la creatividad de ese desfile rodado en la misma Cinecittà, si al coreógrafo Hermes Pan (que lo fue también de Fred Astaire), a los directores de arte o al propio y más intimista Mankiewicz, pero según parece, la larga secuencia del desfile en la carroza con forma de esfinge dilapidó una verdadera fortuna, la parte principal de los 300 millones de dólares (cantidad actualizada a día de hoy) que vino a costar toda la producción.

Aunque para desfiles, también los nuestros. Los pasos religiosos en primer lugar: las dramaturgias andaluzas que se viven en Semana Santa o las procesiones teatralizadas como las del Corpus. Y los festivos valencianos, de la Ofrenda floral a la Virgen que hacen los falleros recorriendo toda la ciudad a las entradas de Moros y Cristianos habituales en poblaciones como Alcoy, la Vilajoyosa u Ontinyent. Fue también con la autorización de una procesión cívica para el 9 de Octubre (fecha de la batalla decisiva contra los musulmanes) que el rey Alfonso el Magnánimo premió a la ciudad de Valencia por haberle concedido los créditos para sus guerras napolitanas. De ese y otros modos, los valencianos, y en particular la ciudad de Valencia, construyen su identidad sobre la fiesta que se desfila. Lo cuenta en su libro el medievalista Rafael Narbona, La ciudad y la fiesta; del siglo XIII al XV las procesiones marcan el ritmo de la vida en Valencia.

No mucho después, a mediados del XVI, se harían legendarios los funerales de Carlos V, quien viviera retirado en Yuste obsesionado con la muerte hasta el punto de meterse en su propio ataúd, a modo de ensayo y plegaria. Se le honraron exequias por todo el Imperio Hispánico, particularmente en Bruselas, presididas por su hijo Felipe II, cuya procesión fúnebre fue reproducida en un maravilloso libro ilustrado que se conserva en la Biblioteca Real de Bélgica y resultó uno de los tesoros más admirados en la exposición, Carolus, que se organizó en Toledo en el año 2000.

Así pues, los cortejos nutren sus raíces de historia, y en la Gran Bretaña, de algún modo, lo que observamos hoy es una sociedad que ha sabido (o podido) mantener vivas las tradiciones sin renunciar a la modernidad, no sin tensiones (recordemos a los Sex Pistols, ese momento punk que cuestionó la asimilación del pop por el stablishment). Se trata de acomodar los elementos históricos al presente para utilizarlos en beneficio de la cohesión social y de las naciones que constituyen su Reino Unido; y más allá. No es nada gratuito que los varones de la familia real siempre se vistan con el kilt escocés cuando es necesaria la gala o que el nuevo monarca, Carlos III, sepa expresarse en gaélico y se haya convertido al ecologismo. Puede que tampoco lo sea el hecho de que Isabel II haya expirado en Balmoral, en las tierras altas de Escocia, y sus restos mortales hayan recorrido en furgón media Escocia hasta llegar a la Royal Mile de Edimburgo.

En cualquier caso, los problemas políticos no se solucionan solo con aparato y cortejos. Hace falta bastante más, desde luego. Así lo cuenta otro texto, luminoso, de la norteamericana Barbara W. Tuchman, Los cañones de agosto, con el que ganó un Pulitzer y en el que narra los sucesos que desencadenaron la Primera Guerra Mundial. El ensayo es célebre también por la descripción de unas exequias. Transcribo su arranque: “Era tan maravilloso el espectáculo aquella mañana de mayo del año 1910, en que nueve reyes montaban a caballo en los funerales de Eduardo VII de Inglaterra, que la muchedumbre, sumida en un profundo y respetuoso silencio, no pudo evitar lanzar exclamaciones de admiración. Vestidos de escarlata y azul y verde y púrpura, los soberanos cabalgaban en fila de a tres, a través de las puertas de palacio, luciendo plumas en sus cascos, galones dorados, bandas rojas y condecoraciones incrustadas de joyas que relucían al sol”.

Esos reyes eran el sucesor Jorge V (abuelo de Isabel II), su primo hermano el káiser alemán Guillermo II, el rey danés Federico, el griego Geórgios, Haakon de Noruega, Fernando de Bulgaria, el último rey portugués Manuel II, y el monarca español Alfonso XIII con apenas 24 años, a quienes seguían multitud de altezas y príncipes reales de todos los países del mundo, incluyendo el hermano del emperador del Japón y otro hermano del zar de Rusia. Casi todos ellos eran familiares, descendían por diversas ramas genealógicas de la reina Victoria de Inglaterra. Apenas cuatro años después de verse en Londres se enfrentarían en una encarnizada guerra, una de las más salvajes que se recuerdan.

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20 de septiembre de 2022
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De California a Texas

California dreamin’ cantaban a mediados de los 60 The Mamas & The Papas mientras en la Universidad de Berkeley se preconizaba el amor libre. Al mismo tiempo, Steve Jobs por su lado y William Hewlett y David Packard trabajando en el garaje de su casa –lo que no hubieran podido hacer en la normativa Europa– se preparaban para cambiar la tecnología del mundo. Grandes fumadas de marihuana, experiencias psicodélicas, viajes rockanroleros… Una gigantesca bronca contra la guerra de Vietnam y el envío de soldados de reemplazo a las selvas de la Cochinchina. En el 67, Scott Mckenzie conseguía un hit universal con San Francisco (be sure to wear flowers in your hair). Habían llegado los hippies con sus flores en el pelo.

California es el gran espacio territorial de América con clima mediterráneo, habitado por el espíritu emprendedor y comercial de la cultura anglosajona a la que se unirían las raíces hispanas y, también, la emigración asiática. Buen clima y riqueza, densidad demográfica y suficiente espacio con montañas, valles, desiertos y playas. Un lugar idílico y tolerante. Excelentes vinos y campos de cítricos. El sociólogo urbano Richard Florida valoraba como un input favorable a la competitividad californiana la convivencia normalizada con la comunidad gay y con todas las creencias y prácticas religiosas. Ni el Sida ni las sectas paranoides consiguieron acabar con el sueño californiano. Conviene releer a Florida y su célebre ensayo sobre Las ciudades creativas, al que su editor español, Paidós (2009), añadió un excesivo subtítulo comercial: Por qué donde vives puede ser la decisión más importante de tu vida.

La costa Oeste ha seguido al mando de la democracia USA durante décadas gracias a la música concentrada en el Laurent Canyon de LA, el cine que se escribía y producía en Hollywood y los nuevos creativos del valle del Silicio. El modelo California era el modelo de la sociedad del talento y la tolerancia, donde el mito americano del ascenso social seguía siendo posible. Allí nacería la era digital: Apple en Cupertino, Arpanet en la Ucla, Pay Pal en San José, Twitter e Instagram en San Francisco… Solo el sarcasmo de Robert Altman (El juego de Hollywood, su adaptación de Carver a Los Ángeles en Vidas cruzadas), los hermanos Coen (El gran Lebowski) o Quentin Tarantino (Pulp Fiction, Jackie Brown, Érase una vez en Hollywood), han nublado la imagen de esta nueva Arcadia, salpicada también por los escándalos sexuales de Harvey Weinstein y las denuncias de la exdirectiva de Facebook, Frances Haugen.

Pero de un tiempo a esta parte las empresas tecnológicas nacidas al amparo de la creatividad californiana están emigrando hacia Texas. Más árida incluso que la costa del Pacífico, la tierra del estado de la estrella solitaria se enriqueció gracias a la chiripa del petróleo. Lo describe muy bien la película Gigante, el paso de los grandes ranchos de vacas a los pozos extractores de oro negro. Texas no es tolerante sino reaccionaria. Allí mataron a John F. Kennedy y allí vencen los conservadores más recalcitrantes de EE UU, que siguen armados hasta los dientes como se pudo ver en los atracos de Comanchería (Hell or High Water, 2016).

Pero sus políticas fiscales son muy favorables para las grandes compañías, y los sueldos de los empleados más bajos; allí la vida es mucho más barata, y no digamos el precio de la vivienda, completamente disparatada en los valles californianos: dosmil euros un apartamento de un dormitorio. Los hijos de las flores, enriquecidos, han empezado a migrar de Los Ángeles a Austin, la capital tejana. Tesla ya lo ha hecho, Apple está construyendo allí su segunda gran instalación, Oracle también… y algunas extranjeras como Samsung. Migran directivos demócratas hacia el estado más republicano y, de paso, favorecen la mejora de las condiciones laborales de la población latina.

Sin embargo, California no ha dicho su última palabra. Frente a los analistas que la declaran bloqueada tras medio siglo de éxitos ininterrumpidos como avanzadilla de América, California vuelve a la carga. En Silicon Valley han recuperado las sustancias psicodélicas. Del ácido lisérgico a los hongos alucinógenos, los más listos de la clase se mantienen en estado de permanente lucidez mental a base de microdosis. Se ha puesto de moda tomar infusiones y hasta pastelitos con sustancias vegetales cuyos alcaloides provocan potencia mental y clarividencia, pero esta vez bajo control.

En especial entre la gente mayor está haciendo furor esta especie de pastilleo de la inteligencia, píldoras que bautizan como nootrópicos, del griego nóos, intelecto. Nada de cocaínas o anfetaminas excitantes, ni siquiera de esas interminables tazas de café para despejar la mañana, se trata de mantener un estado de hipersensibilidad mental, capaz de abordar los problemas cognitivos más complejos, una farmacología auspiciada por nuevos médicos y psiquiatras que no dudan en afirmar que sustancias como la citicolina en pequeñas dosis consiguen multiplicar por dos la atención mental e incluso el archivo de la memoria. ¡Si Antonio Escohotado se levantara de su tumba!

El cerebro de Google, Ray Kurzweil, es uno de sus apóstoles, y recomienda, además, comer carne y pescado, así como tomar el sol a diario y vivir alejados de la nocturnidad lunar.

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10 de agosto de 2022
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El trip de las masas

Mis amigos informáticos están preocupados. No solo porque Apple ya no es aquella compañía visionaria de Steve Jobs, sino una maquinaria implacable de programar la obsolescencia de sus artefactos. Tampoco les provoca ansiedad la guerra digital contra el 5G de los chinos de Huawei. Opinan que ni siquiera el Metaverso de Mark Zuckerberg es demasiado peligroso porque lo ven lejano e infantil. Y no se alteran porque aprecian en la Opa de Elon Musk sobre Twitter una simple jugada financiera. Lo que realmente les enferma es, no hay duda, el algoritmo.

¿Y qué es el algoritmo? Pues un invento de la lógica matemática que han adaptado los programadores informáticos, y que no es otra cosa que la secuencia de pasos a seguir para hacer lo que su creador propone. Aplicado a la solución de problemas es evidente que el algoritmo es la panacea, pero también se puede proyectar para conseguir beneficios personales, en especial dinerarios como es fácil imaginar. O para construir opiniones que convengan de un modo u otro.

A este mundo algorítmico llegan tarde los políticos y juristas, aunque es previsible que no se demoren en tratar de poner sentido común al mismo. Tendrá que ser, no obstante, algo más coercitivo y ordenado que la simple llamada de advertencia sobre las famosas cookies que emiten las páginas web. Click, le das a aceptar a las “galletas” de esa web y todo tu historial de internet pasa a ser de dominio del portal que visitas.

En una de las temporadas de la serie Homeland, un grupo ultraderechista norteamericano se dedica a la creación de algoritmos que beneficiaban sus posiciones ideológicas y a sembrar el caos entre los bienpensantes. En la vida real, al parecer, los rusos llevan años con tales prácticas. Forma parte de lo que llaman la guerra híbrida y no es descartable que en la crisis de Ucrania hayan tenido relevancia.

Mis amigos van más lejos todavía. Al fin y al cabo, las batallas informáticas se contrarrestan. Lo serio, por peligroso, es el algoritmo que se adapta a los propios gustos del usuario, multiplicando sus convicciones y deseos sobre su misma condición. El algoritmo nada sabe de barreras, de ética, de solidaridad o interés público… el algoritmo busca satisfacer el yo, un ser objetivo que vive en la superficie de la realidad en palabras de Félix de Azúa, y que ni siquiera conoce al ego, la circunstancia interna, lo subjetivo de una personalidad.

Solo un yo errático, exaltado en sus propias opiniones por el algoritmo de la secta QAnon es capaz de disfrazarse con una piel de búfalo y lanzarse a ocupar el Capitolio de Washington, donde hasta la fecha creía la humanidad que residía el más grande principio de libertad e igualdad democrática de Occidente. Así al menos nos lo hacían creer los clásicos liberales de Hollywood, desde Frank Capra a Preston Sturges incluyendo también a John Ford (¡qué gran error de quienes le consideraron un reaccionario!).

Fue el propio Ford el que nos advirtió en 1958 (El último hurra, con Spencer Tracy como alcalde de Boston), de las manipulaciones populistas que la televisión estaba empezando a construir sobre la democracia norteamericana. Pero mucho antes, sin la evidencia del medio catódico, fue Ortega y Gasset quien se alarmó ante la rebelión de las masas, el título de un ensayo que el filósofo español empezó a publicar como artículos sueltos en el periódico El Sol en 1927.

Releer ahora La rebelión de las masas, le deja a uno de piedra. Ortega, visionario, no solo rechaza los movimientos políticos revolucionarios, desde la insurgencia bolchevique al putsch del fascismo italiano. Ortega explica la llegada del hombre masa, satisfecho de sus propias opiniones. Lo que describe es un cambio de civilización, por el que todos los individuos pasan de tener creencias, de vivir de experiencias y de las tradiciones, a exaltar sus propias ideas.

Con Ortega sobreviene la radio, la prensa y la fotografía que tan bien describirán pensadores como Walter Benjamin o Georg Simmel. Nos acercamos al mundo distópico de George Orwell en la granja animal, a los tiempos modernos de Chaplin. Pero todavía faltan por prorrumpir el cine sonoro y la televisión. Ortega se queda corto. Hacia finales de los años 60 el sociólogo Guy Debord ya describe la vida social como un espectáculo, y todavía más lejos analizará Jean Baudrillard al afirmar que nuestra realidad es un simulacro que los medios de comunicación se encargan de saturar creando una crisis cultural de incalculables consecuencias.

Ya estamos alcanzando el presente. El algoritmo multiplica la velocidad a la que el ciudadano-a, que también es consumidor-a, cliente, creyente y votante, va a recibir todo lo que desea y a pensar todo en lo que cree nada más enchufar su móvil. La gente ya habla sola por las calles, se ausenta con sus auriculares en el metro o el autobús. Las redes sociales neutralizan el pensamiento complejo y simplifican los mensajes. Como la información no para, todo el mundo cree saber qué ocurre. Hay una cultura general al alcance de cualquiera. Los políticos explotan el populismo y apelan a los instintos antes que a la razón. Esta última, tampoco sabemos ya en qué consiste. Hace tiempo que al perpetuo Kant se le pasó el arroz.

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18 de julio de 2022
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Mariúpol, ¿el nuevo Gernika?

 

Lo descubrí en la nueva librería de mi barrio. Un milagro, que todavía se abran pequeñas librerías para los vecinos. Allí estaba, entre las repisas que muestran las portadas, porque los libros ya no se ordenan en los comercios por el lomo, sino que se exhiben por la cubierta, la tapa de siempre. Lo llamativo no fueron los colores malvas de la misma, o que fuera bajo el sello de los Libros del Asteroide, cada día más prestigioso: la edición en castellano desde Barcelona que se renueva, con Periférica, Acantilado, Nórdica… mientras los políticos discuten de idiomas hegemónicos en la escuela.

Me llamó la atención el título, Mi madre era de Mariúpol, la ciudad portuaria que desde Ucrania domina el mar de Azov, esa lengua de agua que propicia el mar Negro junto a la península de Crimea, tierras que fueron turcas y tártaras hasta la llegada del gran amante de Catalina la Grande, el príncipe Gregori Potemkin, quien al frente del ejército imperial ruso hizo posible el sueño eslavo de alcanzar el cálido sur rumbo al mitológico Mediterráneo: el llamado “proyecto griego”. No alcanzaron Estambul, pero ese era el objetivo final, hacer renacer Bizancio al mando de una corte cristiana e ilustrada desde la báltica San Petersburgo; la gran nación eslava entre dos mares.

En su nuevo sur, los rusos modificaron los topónimos y fundaron ciudades –un catalán nacido en Nápoles lo hizo con Odesa, sin ir más lejos–. Simferópol, Sebastopol, Mariúpol… con el sufijo pol, del griego polis. Mariúpol no está dedicada a la Virgen María como erróneamente creyó el Papa Francisco en un twit reciente, sino a una dama rusa, María Feodorovna, tal vez otra amante del poderoso Potemkin. Lo cierto es que nada más comenzar la invasión de Ucrania volví raudo para comprar el libro.

Mi madre era de Mariúpol está escrito originalmente en alemán, pero su autora, Natascha Wodin es hija de la convulsa historia del Este europeo. Esta obra ha ganado diversos premios literarios, entre otros el de la feria del libro de Leipzig en 2017, pero estas últimas semanas, cuando caían a cientos los misiles sobre la Mariúpol real, convertida en símbolo de la resistencia y la devastación, sus páginas cobraban una dimensión colosal. Wodin creía buscar el rastro de su madre y terminó escribiendo una novela surcada de referencias documentales, divulgación histórica y autoficción. El resultado es conmovedor y da cuenta de la profunda ignorancia de Occidente respecto de la historia íntima de la Europa eslava. Lo advirtió hace décadas Milan Kundera.

Lo resumo sin hacer demasiado spoiler. La madre de Natascha Wodin nació en el seno de una familia burguesa y culta en la suave ciudad portuaria de Mariúpol, al poco de la revolución soviética. Sufrieron lo suyo ante el nuevo orden, y en especial durante la célebre hambruna estalinista de los años 30 en Ucrania. Con la llegada de los nazis comenzaron las persecuciones contra los judíos y las deportaciones de ucranianos sanos hacia las fábricas de armamento alemanas, donde subsistirían en régimen de semiesclavitud. La madre de nuestra escritora sobrevivió, pero no pudo volver a la URSS dado que el régimen soviético consideraba traidores a aquellos que, en vez de quitarse la vida o morir saboteando al enemigo, prefirieron ayudar en la industria bélica.

Ella, como muchos otros, se quedó a vivir en la nueva Alemania, en un barrio periférico construido para el realojo de los que a partir de entonces consideraron como apátridas. La madre muere joven, no verá crecer a su hija, y ésta, ya bajo la condición de alemana, iniciará la búsqueda de los orígenes de su familia hasta llegar a la soleada y estratégica Mariúpol, la misma ciudad que también fue arrasada durante la Segunda Guerra Mundial.

Reducida hoy a escombros, con cerca de cien mil personas, mariupolitanos, viviendo en los sótanos y refugios durante muchos días, su comparación con el bombardeo de la Legión Cóndor en Gernika (abril del 37) no pudo ser más oportuno por parte del presidente ucraniano, Volodímir Zelenski ante las Cortes españolas. Algunos miembros de la izquierda radical hicieron el ridículo ausentándose de la histórica sesión, incluso levantando sospechas contra el valor democrático de los ucranianos.

Por más razones que la historia o la geoestrategia le den a Rusia, resulta de una pequeñez ética imperdonable no condenar los excesos de guerra por parte del Ejército ruso en Ucrania, donde emulan la lluvia artillera que antes llevaron a cabo en Siria o en Chechenia, el llamado bombardeo de saturación o de alfombra, conocido así, precisamente, desde Gernika y Durango. Un programa cercano al exterminio que también emplearon los aliados –y del mismo modo, condenable– cuando desplegaron los ataques aéreos en Alemania con sus Lancaster, los B17 y B29, reduciendo a cenizas ciudades enteras como Dresde, la espléndida capital cultural y barroca de Sajonia. Otra gran novela, Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut, da cuenta de ello. Y no hablemos de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, moralmente indefendibles desde cualquier punto de vista.

Peor todavía fue la histriónica actitud de Vox al obviar el suceso de Gernika y esgrimir la matanza republicana de Paracuellos. Queda al desnudo su catadura y la toxicidad ideológica de esta formación política, cuya adhesión a uno de los dos bandos de la Guerra Civil parece seguir inquebrantable. A estas alturas, resulta de una inanidad insufrible no saber –ni reconocer– que en los episodios bélicos se cometen carnicerías en todos los frentes. Vengan de donde vengan las masacres, seamos aliadófilos o de simpatías rusófilas, comunistas o falangistas, militares o pacifistas… no es posible alinearse con los atentados de lesa humanidad. Ni ahora ni en el pasado.

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22 de junio de 2022
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Sociología francesa ante la nueva política

De premodernos ilustrados como  Voltaire y Saint-Simon a postestructuralistas de la talla de Baudrillard o Foucault, así como a adalides de la complejidad de la estirpe de Edgar Morin y transmarxistas urbanos del tipo Henri Lefebvre (cito a pocos de los que son a pesar de todo), la sociología ha sido, en lo fundamental, una actividad intelectual francesa. No es de extrañar, por lo tanto, que la disciplina que analiza lo social haya acudido en ayuda de las empresas demoscópicas para clarificar la deriva política actual. La de Francia especialmente cambiante, dado que a las migraciones masivas procedentes de la descolonización se unen las posesiones ultramarinas que mantiene la Quinta República en otros tres continentes e, incluso, en la Antártida, además de la persistencia de nacionalismos irredentos en regiones como Bretaña y la isla de Córcega, donde han vuelto los disturbios tras la disolución, hace más de un lustro, del frente corso. Francia es un manojo de nervios con un gran pasado universitario.

La política doméstica francesa lleva años de eclosiones inesperadas, y no solo por los sobrevenidos chalecos amarillos, des gilets jaunes. Fue pionera en la aparición de un movimiento ultraderechista, que tras una crisis familiar de sucesión entre los Le Pen, se ha dividido en dos tras la aparición del periodista tertuliano Éric Zemmour, crítico con las políticas reales moderantistas que el partido de Marine Le Pen ha llevado a cabo en ciudades y departamentos donde ya gobierna, en especial en las regiones del sur, la “catalana” Perpignan entre otras capitales, cuyo alcalde fue pareja de la mismísima Marine.

La implosión política en Francia no ha afectado solamente a los ultras. En la izquierda hace tiempo que ni el histórico partido socialista francés –el de Mitterrand y Hollande–, ni muchísimo menos el partido comunista –de Marchais y del propio Lefebvre, o de Althusser–, pintan algo en el panorama real de la gobernanza francesa salvo en París. De hecho, el socialismo más radical ha dado paso al nuevo movimiento de La Gauche con el tangerino Jean-Luc Mélenchon de raíces murcianas como líder, mientras que el socialismo centrista derivó en la huida de Manuel Valls a una fracasada política catalana así como en el fenómeno liberal de Emmanuel Macron, La République En Marche!

Mientras tanto, el llamado gaullismo que agrupaba a todos los sectores conservadores y liberales en un vasto espectro de centroderecha bajo el paraguas legado por el general De Gaulle, hace tiempo –más de medio siglo– que se subdivide en un abanico de tendencias. Todos sus intentos de reagrupación, ahora con la marca de Los Republicanos, no surten efecto electoral, aprisionados como están entre la extrema derecha lepenista y el pragmatismo amplio de Macron.

Todo ello hace de Francia un hervidero político para cuyo análisis ya no son válidos ni los partidos históricos ni siquiera las ideologías dominantes en el último siglo y medio. Ante esta situación, la empresa demoscópica Cluster 17, elaboró para la campaña de las elecciones presidenciales una serie de perfiles electorales mediante los que se dibuja con mayor precisión a la nueva sociedad francesa. Dieciséis perfiles, ninguno de los cuales superaría el 10% de la población electoral actual que ronda los 50 millones de inscritos.

Cluster 17 establece categorías como “multiculturales” o “identitarios” que responden a parámetros más recientes, pero también se incluyen personas de rasgos “rebeldes”, “apolíticos” o “refractarios” que hunden sus raíces en movimientos más arcaicos. Del mismo modo mantiene conceptos clásicos como son los de “socialdemócratas”, “conservadores” y “liberales”, aunque matizados por “progresistas”, “centristas” o “socialrepublicanos”. Completan el mapa electoral los “solidarios”, “eclécticos”, “euroescépticos”, “socialpatriotas” e incluso “antiasistenciales”.

La empresa de análisis aclara que los diferentes perfiles podrían decantarse por cualquiera de las candidaturas en liza, de tal suerte que, tal vez, existan socialdemócratas que hayan votado a Le Pen (en porcentajes menores, claro está), o rebeldes que lo hicieron por Macron, e incluso conservadores que siguieron a Mélenchon. La existencia de una segunda vuelta en la que desaparecen los matices o la irrupción de Putin en el epicentro de la campaña, ahondan la posibilidad de trasvases de votos que parecen antinaturales a ojos de las vetustas ideologías.

Será muy interesante conocer en los próximos días los estudios del comportamiento electoral de tales grupos sociales, en especial si los datos se entrecruzan con las grandes bolsas de población culturalmente diversa que habitan en Francia, entre otras de cinco a seis millones de personas con orígenes africanos, otro millón de caribeños y cerca de tres millones de ciudadanos franceses vinculados a las antiguas posesiones musulmanas.

En España no hemos llegado a estos afinamientos demoscópicos. Y eso a pesar de que los esquemas tradicionales de la política dejan de ser útiles para reconocer el funcionamiento electoral de fenómenos de nuestra singularidad política como el independentismo catalán o el ayusismo madrileño, por citar dos de los más evidentes. La óptica más compleja de la realidad social, camino de un escenario post-ideológico, nos lleva a preguntarnos por cuestiones como la persistencia de la simbología comunista en formaciones como Podemos, la defensa del franquismo en Vox, el trasvase de votantes de Ciudadanos al extremismo o la vocación historicista del PSOE, por no hablar de esa manifestación tan local, la dualidad catalanista-blavera, que todavía no superan ni la derecha ni la izquierda valencianas. La paradoja es la siguiente: los políticos cada vez analizan con el trazo más grueso, burdo y polarizado, mientras la realidad de las personas se vuelve más fina, matizada y dinámica.

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25 de abril de 2022
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Ucrania: preguntas sin respuesta

Hay guerra, guerra en las ciudades de Ucrania que los rusos llaman “operación militar especial”. Y un aluvión informativo. Programas de tertulia que duran horas. Análisis de generales que nunca antes habían tenido ventanas de oportunidad en la televisión. Infografías y mapas a docenas en los medios escritos. Eslavos que huyen, eslavos que vienen y se van… Una conflagración de apenas dos semanas que deja muchas más dudas que certezas. Las siguientes son las propias de un servidor:

1 Lo que ahora se llama “el relato”, lo van ganando los ucranianos (o se dice ucranios, aunque ucranios suena a ciencia-ficción, y ucraniano es más de Tintín). Putin y Lavrov por el lado ruso, nunca sonríen. La horterada de mesa neozarista que utiliza el presidente Putin tampoco le ayuda a mejorar el mensaje y hacer creíble que los malos son ucranianos.

2 Volodímir Zelenski resulta de película. Un cómico que alcanzó la fama con la serie de televisión Servidor del pueblo interpretando a un presidente. La ficción se hizo realidad. Arrasó en las elecciones y ahora se comporta como un héroe teatralizado en las redes sociales. A pesar de la situación dramática, Zelenski parece siempre optimista, transmite serenidad y hasta entusiasmo. Es como si en España ganara las elecciones Javier Cámara tras el éxito de su serie Vota a Juan.

3 Las grandes guerras recientes empezaron por incidentes menores que desembocaron en conflictos mundiales, como el magnicidio de Sarajevo o la invasión de Polonia. Las alianzas poseen efecto dominó. Cuidado con las alianzas, protegen pero también señalizan peligros.

4 La historia lo puede justificar todo. A Putin (como a Stalin) le encanta la historia, y se remonta al siglo X para reivindicar el carácter ruso de Ucrania. A Musolini le dio por el Imperio Romano, a Hitler por las mitologías de Wagner y a Franco por los Reyes Católicos, la pérdida de las colonias y los almogávares. La historia no es la verdad, lo es todo, la mirada multifocal sobre el pasado. Puro relativismo.

5 Ucranianos y rusos se entrelazan en Ucrania como si fueran siameses. Y aunque nunca Ucrania había tenido su propio Estado –si exceptuamos la Rus de Kyiv–, desde el romanticismo se añoraba poseerlo. Como en Cataluña. Nikolái Gógol situaba esa esencia patriótica entre los cosacos zapórogos de Taras Bulba, luchando en las estepas contra la dominación polaca. Los catalanes construyeron como héroe de la resistencia al conseller austracista Rafael Casanova.

6 Hace dos años volé con Aeroflot a Moscú. Me llamó poderosamente la atención que las azafatas seguían vestidas con las chaquetas que llevaban bordadas la hoz y el martillo. En el Kremlin siguen la momia de Lenin y la tumba de Stalin. Rusia no se ha olvidado de la Unión Soviética y, en paralelo, ha recuperado oficialmente la religión ortodoxa de San Basilio. Todos los hoteles occidentales más lujosos del mundo abrieron sus franquicias en torno a la ciudadela de las murallas rojas, visitada por ríos de turistas.

7 También se regodea el pasado zarista. La exposición más visitada de los últimos años en Moscú estaba dedicada a la pintura historicista del periodo Romanov: cuadros de más de ocho metros con escenas de batallas, de felices trabajos campestres o de la vida cotidiana de los zares y las zarinas.

8 Sabemos poco en Occidente de la Europa eslava, la que Rusia considera su gran familia, a la que debe “proteger”. El Intermares y también la Serbia de los Balcanes. Se le va la mano. Tanto que la sovietización de Polonia, Hungría, Chequia y todos los demás países del Telón de Acero provocó un profundo sentimiento antiruso. Ucrania está en la frontera de la frontera, la insoportable levedad del ser.

9 Más allá de los componentes ideológicos, las conflictos parecen motivados por disputas profundas de carácter antropológico. El nacionalismo airea esos caracteres y las viejas controversias. El nacionalismo resulta la añoranza de un pasado imaginado. Si no cuenta con Estado propio se vuelve melancólico; si lo tiene, se convierte en carcelero de sus minorías, de sus diferentes.

10 Solo nos acordamos del antisemitismo alemán o de los acarreos stalinistas de poblaciones enteras, pero ya en la Primera Guerra Mundial se produjeron liquidaciones en masa de sociedades multiétnicas. Hasta los años 20 prosiguieron las matanzas de armenios, la hecatombe de Esmirna, las expulsiones en Salónica… Se han olvidado pero siguen estigmatizando a Europa.

11 La desinformación sobre la guerra ucraniana va en aumento. Hay que coger con pinzas las declaraciones y análisis que circulan por todos los medios. No sabemos realmente cómo va la guerra. Cuántas armas y soldados le quedan a Ucrania. Cuántos muertos hay entre los soldados rusos. ¿Quién escribe más renglones del guion: el Pentágono o el Kremlin?

12 Para tener una idea aproximada del paupérrimo nivel del argumentario bélico conviene ver (está en Prime Amazon) una película de autoficción documental que se llama como la región en litigio, Donbass. Se presentó en Cannes durante el festival de 2019. La dirige Serguéi Loznitsa, quien vino a España para un ciclo en la Filmoteca. Es bielorruso de nacimiento, ucraniano de bachillerato y moscovita de formación como cineasta. Ahora vive en Lituania. Sabe de qué va ese territorio de frontera que se traza desde el Báltico al mar Negro y sirve de colchón entre Europa central y Rusia, el Intermares.

13 Rusia, y así aparece en la citada película y en los discursos de Putin, sigue obsesionada con la Segunda Guerra Mundial y los nazis. La Gran Guerra Patriótica que conmemoran con todos los honores a sus 26 millones de muertos. Pero aunque sea verdad que existen neonazis en el movimiento Maidán, ahora es el espíritu europeísta, liberal y democrático el que ha seducido al pueblo ucraniano.

14 Apostar por las conversaciones de paz y no por el envío de armamento recuerda el ridículo histórico de Neville Chamberlain y los acuerdos de Munich por los que se cedieron los Sudetes a Alemania. ¿Más diálogo? ¿Acaso se ha invitado a la UE para que participe, siquiera como observadora? Puede que no solo algunos rusos sientan añoranza de la URSS.

15 Esta puede ser la guerra de los drones. Artilugios voladores que miran y que disparan. También ruedan imágenes. En Siria vimos Alepo desde un dron, reducida a escombros. Antes únicamente "sentimos" esa visión en Varsovia, en la ficción de El Pianista de Polanski, y en algún documental sobre el bombardeo de Dresde. En Siria parecía real. La suerte de las grandes ciudades ucranianas será la de Alepo; si resisten, les susurran amenazantes Vladímir Putin y Serguéi Lavrov. Los turcos le han vendido drones a Ucrania. Putin tuvo su primer destino como agente del KGB en Dresde, cuando la RDA.

16 A raíz de las sanciones económicas a Rusia, produce sonrojo conocer la existencia de amplios circuitos mundiales para el blanqueo de dinero ilícito. A Suiza le han apretado las clavijas. Chipre y Lituania también han dicho que se salen de la lujuria por los billetes sin procedencia. Singapur y los Emiratos Árabes siguen lavando. Curiosamente, países con millonarios que han comprado equipos de fútbol europeos, el Valencia CF y el Manchester City.

17 No he visto más tiendas de lujo que en Moscú. El ruso era el mercado de mayor crecimiento entre las marcas más caras y exclusivas. Italia ha querido salvar ese negocio. La National Crime Agency del Reino Unido calculaba en 100.000 millones de libras anuales el flujo de dinero negro hacia la que llaman Londongrado.

18 “Quan entre Odessa i Moscou sonen els canons de bronze, l’arròs que hui està a nou, demà pujarà a onze”. El verso, casi un ripio, es de Bernat i Baldoví (1809-1864), autor de la parodia agropecuaria El virgo de Vicenteta. La guerra de Crimea data de los años 50 del siglo XIX.

19 Citada por el filósofo José Luis Villacañas; la tesis de Louis J. Halle, profesor del Graduate Institute of International Studies de Ginebra, años 60, en su libro, The Cold War as History: "Desde el comienzo en el siglo IX hasta el presente, el instinto primario de Rusia ha sido el miedo. El miedo, más que la ambición, es la principal razón para la organización y expansión de la sociedad rusa. El miedo, más que la ambición en sí misma, ha sido la gran fuerza impulsora. Los rusos, tal y como los conocemos hoy, han experimentado centurias de un miedo constante y mortal. Esta no ha sido una experiencia conciliadora. No ha sido una experiencia calculada para producir una sociedad ingenua, abierta, inocente y cándida".

20 La dualidad rusa, como la exhibía Tolstói. De la tristeza a la euforia, de Europa a Asia, entre la sencillez del mujik y la grandilocuencia palaciega, entre los excesos de la ebriedad y el ascetismo religioso. Llegó a decir Umbral en una de sus columnas Spleen, que en la melancolía de Pushkin ya se reflejaba el espíritu prerevolucionario. La musicalidad aterciopelada de sus poemas en ruso no tiene parangón con el sonido seco de los misiles, su antítesis. La ciclotimia rusa.

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7 de marzo de 2022