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Escrito por

Juan Lagardera

Juan Lagardera (Xàtiva, 1958). Cursó estudios de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado a lo largo de más de treinta años en las redacciones de Noticias al Día, Las Provincias y Levante-EMV. Corresponsal de cultura del periódico La Vanguardia durante siete años. Como editor ha sido responsable de múltiples publicaciones, de revistas periódicas como Valencia City o Tendencias Diseño y también de libros y catálogos de arte y arquitectura. Desde su creación y durante nueve años fue coordinador del club cultural del diario Levante-EMV. Ha sido comisario de diversas muestras temáticas y artísticas en el IVAM, el MuVIM, el Palau de la Música, la Universidad Politécnica, el MUA de Alicante o para el IVAJ en la feria Arco en Madrid. Por su actividad plástica recibió la medalla de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. En la actualidad desempeña funciones de editor jefe para la productora de contenidos Elca, a través de la que renovó el suplemento de cultura Posdata del periódico Levante-EMV. Desde 2015 es columnista dominical del mismo rotativo. Ha publicado tanto textos de pensamiento como relatos en diversos volúmenes, entre otros los ensayos Del asfalto a la jungla (Elástica variable, U. Politécnica 1994), La ciudad moderna. Arquitectura racionalista en Valencia (IVAM, 1998), Formas y genio de la ciudad: fragmentos de la derrota del urbanismo (Pasajes, revista de pensamiento contemporáneo, 2000), La fotografía de Julius Shulman (en Los Ángeles Obscura, MUA 2001), o El ojo de la arquitectura (Travesía 4, 2003). Así como la recopilación de artículos de opinión en No hagan olas (Elca, 2021), y sus incursiones por la ficción: Invitado accidental. El viaje relámpago en aerotaxi de Spike Lee colgado de Naomi C. (en Ocurrió en Valencia, Ruzafa Show, 2012), y la novela Psicodélica. Un tiempo alucinante (Contrabando, 2022).

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La plaza del mercado, política y literaria

En su magnífico libro Carne y piedra, el pensador norteamericano Richard Sennett explica la relación entre la forma y la función de los espacios urbanos a lo largo de la historia. La plaza como lugar central y confluyente es uno de ellos. Cuenta Sennett el papel del ágora griega o el foro romano, en los que se articulaban las relaciones de poder y la presencia religiosa, ámbitos más bien sagrados y fuertemente estructurados y protegidos, con una significación muy diferente a las plazas medievales que con sus pórticos o loggias ejercían de mercados, más bien caóticos y en contraste con los castillos donde residía la fuente del orden y el poder. Un lugar mercantil como bien lo definió Lewis Munford, a quien primorosamente ha editado en nuestro país Pepitas de Calabaza.

     

Aquellas loggias tan italianas se convirtieron en arquerías clásicas durante el Renacimiento y dieron paso también a las lonjas del Mediterráneo aragonés, estas con forma arquitectónica edilicia más peculiar del gótico flamígero o tardío, lo que las hace únicas, como es el caso de la de Valencia, posiblemente la más armoniosa de todas las admirables, donde hay que incluir a la de Palma, la de Barcelona, la de Zaragoza e incluso la de Perpignan. En el caso de la valenciana, su arquitecto, Pere Compte, ideó los escalones de la puerta principal y la calle lateral a la que dan nombre para que en los mismos se siguiera el frenético comercio, como una metáfora o cita al Templo bíblico de Jerusalén. Lo explican en otro ensayo dos avanzados especialistas, Joaquín Bérchez y Mercedes Gómez-Ferrer. Por entonces, el Cuatrocientos, la expulsión de los mercaderes no era valorada por el corpus moralizador católico. Lo remarca Antonio Escohotado en su póstuma y voluminosa entrega, Los enemigos del comercio.

       

Pero volvamos a Sennett, quien en uno de los capítulos más ilustrativos de su referido libro data el nacimiento de la moderna plaza pública durante la Revolución francesa. Fue en un vacío urbano fruto de la ruina de tramas históricas donde se instalaría la primera guillotina, en torno a la cual se congregaba la muchedumbre, que no asistía como mera espectadora sino como sujeto político que exigía la decapitación continua del antiguo régimen. Así lo subraya en la primera escena de su particular visión de Napoleón el cineasta Ridley Scott, una película narrativamente fallida pero que reconstruye con primor la esencia visual de la época, precursora de nuestra modernidad.

La revolución –sigo a Sennett– necesitó de espacios amplios, de mareas ciudadanas para expresarse en largas, carnavalescas y a veces sanguinarias procesiones populares. Desde aquel momento, a finales del siglo XVIII, la gran plaza central ha dejado de ser sagrada para ser estrictamente política. Resulta revelador, al respecto, pero en los Estados Unidos apenas hay plazas, al menos con ese significado de centralidad del que estamos hablando. Hijas de un cartesianismo protestante extremo, las ciudades norteamericanas son trazadas a escuadra con tramas ortogonales casi infinitas. Incluso el territorio de algunos estados se planificó de ese modo para trazar las carreteras sin importarles la singularidad de sus accidentes geográficos. Tan es así, que la mayor concentración política americana de carácter popular, la marcha sobre Washington de Martin Luther King, terminó no en una plaza sino en los amplios jardines geométricos del obelisco y el Reflecting Pool en la ciudad del Potomac, con Joan Baez y Bob Dylan cantando a la multitud.

En cambio, los regímenes sovietizados hicieron de la gran plaza el epicentro de la legitimación de su poder. Ámbito de desfiles eternos como en la plaza Roja o del Kremlin en Moscú, o la berlinesa Alexanderplatz, por no hablar de la destartalada plaza de los Héroes de Budapest, sucesivamente ampliada para acoger más y más batallones militares y sus respectivos carros de combate y camiones ataviados por impresionantes pepinos balísticos. O plazas como la de la Revolución de la Habana, periférica y grande, el gigantesco escenario desde donde Fidel Castro sermoneaba durante horas y horas. Y no me olvido, claro, de la plaza de Oriente, donde las alocuciones de un afónico Franco expresaban un surrealista caudillaje cada vez que iban mal las cosas de la política exterior. Hitler, en cambio, prefería los estadios, dando carácter gimnástico a su ideario.

Más recientemente, las plazas han mantenido su papel político. A ello dedicó un excelente número la revista de Le Monde Diplomatique en español, cuya edición se hace desde Valencia gracias a Ferran Montesa. Ese magazine de origen francés recordaba hace unos años el triste final de la fallida apertura china en la plaza de Tian’anmen, donde en el 89 pudieron morir cerca de 4.000 estudiantes que pedían democracia para el país. Dos décadas antes, en el 68, ocurrió en la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, en México, cuando fue aplastado el movimiento estudiantil por el ejército del PRI con un saldo de muertes que la historia todavía no ha aclarado: entre 20 y 200, pero que conmocionó al mundo entero.

Las plazas, cuanto más grandes y destartaladas siguen siendo el epicentro del activismo político revolucionario. Lo vimos también no hace mucho en la cairota Tahrir o de la Liberación, cuyas acampadas multitudinarias y persistentes derrocaron a Mubarak y Morsi sucesivamente. Y algo no muy distinto fue el 15-M en la madrileña Puerta del Sol. Por no hablar del golpe político que hace una década empezó a zarandear, y aún no ha terminado de hacerlo, todo el Este europeo desde la plaza Maidán –de la Independencia– de Kiev (o Kyiv se dice ahora), adonde los manifestantes llevaron de todo, cócteles molotov y bazocas incluidos. Y plazas como la de Taksim en Estambul, gigantesco espacio al que va a parar la larga calle peatonal de Istiklal que los turcos laicos acostumbran a recorrer muchos días para manifestarse contra las corruptelas y atavismos del régimen islamista.

Los catalanes, en cambio, parecen preferir los correcalles. La plaza de Cataluña fue escenario del fallido golpe del general Goded en el 36, y de la trifulca y tiroteo entre comunistas y anarquistas por el control de la revolución en mayo del 37. El nacionalismo barcelonés, en cambio, ha circulado como ríos, de los barrios al centro, transcurriendo a través de ramblas y cadenas humanas. Su plaza de referencia es más bien la de Sant Jordi, pequeña, pequeñita, como si la hubiera soñado Espriu, como la del Diamante de Colometa, en la que Mercé Rodoreda, tal vez, releyó fragmentos de Joyce o de Virginia Woolf.

 La plaza es el lugar. Como bien tradujo Nahir Gutiérrez el libro de Annie Ernaux. Uno de los suyos más hermosos, porque Ernaux con su narrativa casi higiénica, luminosa y desnuda de retóricas, otra síntesis de modernidad proustiana, relata también que lo que envuelve al ser, y va más allá del espacio, incluye la época, el transcurrir, los personajes y sus roles, lo contingente y lo heredado, nos construye como conciencia en un espacio, en la plaza, en nuestro contexto, incluso como delegados de la autoridad, en su caso, docente. Aunque Ernaux siempre ha preferido reconstruir la memoria más que explicarla.

           

 

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21 de febrero de 2024

'Materia que respira luz', de Juan Arnau (Galaxia Gutenberg, 2023)

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La materia respira: Oppenheimer, Bohr, Heisenberg…

En realidad, Oppenheimer, la película del británico Christopher Nolan (director de magníficos films como Memento o Dunkerque y de varias adaptaciones de Batman, con las que alimentar a la industria del entretenimiento), es un manifiesto político más que una explicación entendible por la gente corriente de lo que supuso la fisión nuclear para el avance de la física.

A Nolan le interesan los pormenores ideológicos que se desatan en torno al Proyecto Manhattan y la pequeña historia del poblado que el físico teórico protagonista, de tendencia más que liberal, levanta en la meseta de Los Álamos, un lugar astronómicamente sagrado para los indios Pueblo de Nuevo México. Todo ello al servicio de una deriva que deja ver en la película las tensiones políticas que sufre la administración de los Estados Unidos en el periodo que abarca desde la presidencia de Harry Truman a la irrupción de los Kennedy.

A pesar de la duración del largometraje, se obvian las consecuencias dramáticas y morales ya conocidas de la bomba sobre la población civil japonesa, pero también el importante debate que la aceleración de las investigaciones físicas propiciaba en aquellos años. El encuentro fílmico de Robert Oppenheimer con Albert Einstein en el campus de Princeton, a quien sustituyó como director de estudios avanzados, parece una anécdota. Y aún más lisonjera se percibe la aparición del danés Niels Bohr (interpretado por el shakesperiano Kenneth Branagh) a cuenta de la brillante pregunta de un joven Oppenheimer en una de sus conferencias. Son inexistentes también los estudios europeos del físico neoyorquino de ascendencia judeoalemana, precisamente, con el matemático germano Max Born, o con el bioquímico Linus Pauling, premio Nobel de la paz por su activismo contra el rearme nuclear. Ni siquiera sabemos por la película si Oppenheimer conoció a Werner Heisenberg, el padre del principio de incertidumbre y cabeza visible del equipo científico alemán que trabajaba en pos de una bomba atómica a principios de los 40.

Para contestar a todas estas cuestiones, decisivas en la historia de la física moderna, y a muchas más, incluyendo las gigantescas consecuencias filosóficas que el mundo cuántico proporciona, nos llega ahora un libro clarificador, ilustrativo, de la mano del físico y orientalista Juan Arnau: Materia que respira luz, Galaxia Gutenberg. Conocido por su prolífica producción ensayística que incluye numerosos artículos divulgativos en la prensa de vocación cultural, Arnau desanuda en esta obra la potente polémica que la mecánica cuántica suscitó desde que tanto Bohr como Heisenberg cuestionaran la física formulada por Einstein.

Fue este último quien ha pasado a la posteridad por su teoría de la relatividad el que zanjó, para siempre, el universo medible espacio-temporal de Isaac Newton. Lo que nos explica Arnau es que, en última instancia, la aportación einsteniana modificó unas reglas de medir por otras, convirtiendo el comportamiento de la luz en la matriz explicativa y objetivable del mundo físico. Los griegos ya conocían la estructura de la materia en átomos, pero creyeron que estos eran el principio indivisible de la misma. El descubrimiento del mundo subatómico cambiará todas las reglas.

A partir de los años 20 del siglo pasado, hace apenas una centuria, se van a suceder los grandes acontecimientos: Louis de Broglie propone que las partículas cuentan con propiedades ondulatorias, el austriaco Erwin Schrödinger (el del famoso experimento con el gato) sugerirá que el cosmos es vibración –algo intuido por Pitágoras– y que puede solventar con matemáticas el problema de las ondas, mientras que el citado Heisenberg dejará claro que la realidad positiva es inasible como tal, dado que siempre cuenta con algún factor de incertidumbre y, en consecuencia, las cosas suceden por probabilidad y no con exactitud… Toda una revolución a la que se opone Einstein y que sentenciará con su lapidaria frase: “Dios no juega a los dados”.

La batalla intelectual entre Einstein y Bohr hará época, y merece otra película, pero de momento nos ha dado este excelente ensayo de Juan Arnau, traductor también del Bhagavad Gita, libro sagrado hinduista que solía frecuentar el mismo Oppenheimer. En todo caso, lo que Arnau viene a decirnos es que «la idea de que el universo fue creado hace mucho es descabellada», pues «el acto de creación sucede aquí, ahora, sin cesar y, paradójicamente, lo hace fuera del tiempo, en la eternidad del instante: el origen está siempre presente». Una idea filosófica, en suma, que resitúa a la metafísica que bautizara por azar Aristóteles, en elemento esencial del pensamiento más actual, justo ahora que las autoridades académicas deciden desplazarla de los curriculums estudiantiles.

No es sencillo entender el mundo más allá de lo tangible. Arnau lo hace posible. La religión ha solido ser la respuesta a esa dificultad, pero la ciencia creyó que podría resolver el problema. La mecánica cuántica nos lo devolvió y hace suyo ese otro pensamiento cristiano que identifica la comprobación de la idea de Dios como algo tan complejo que no se encuentra al alcance de la inteligencia humana. Tal vez los poetas sean los únicos capaces de comprender la «eternidad del instante» que tanto seduce a Arnau.

Esas preguntas me las hice hace mucho tiempo, de niño, cuando mi padre me llevó a conocer a su amigo de juventud, un físico de Xàtiva, expiloto de aviación de la República, que coordinaba el programa nuclear del entonces Ministerio del Aire. Recuerdo que se llamaba Terol y que me enseñó en su despacho una piedra negra en una hornacina de cristal que emitía radiaciones, como si respirara. Desde entonces me domina la perplejidad.

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19 de diciembre de 2023
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Guerras falsarias y manipulaciones varias

Nada mejor para comprender la importancia de la información que esta nueva guerra en la vieja Palestina. Nos sirve de ejemplo el episodio del mortífero misil sobre el hospital cristiano baptista de Al Ahli, de oscura procedencia, que deja en evidencia las tácticas de unos y otros para desinformar a la opinión pública. No es el único y no es nada nuevo, sobre todo en Oriente Medio, acostumbrados a mil y una batallas desde la época bíblica, donde vale tanto la fuerza como las trampas, donde arrecian los mitos guerreros en los que el débil es capaz de vencer al más fuerte, como el rey israelita David, victorioso frente a los filisteos, o como hiciera algo más al norte mediterráneo el sagaz Ulises con su caballo de madera, ardid para cruzar las infranqueables murallas de Troya.

Siempre ha sido así en la casuística bélica. No hace falta leer al superventas chino Sun Tzu para saber que en el “arte” de la guerra vale tanto la fuerza como la inteligencia. Esta última se ha servido desde tiempos inmemoriales de la propaganda y del engaño a través de ella. Así que no nos debe extrañar la utilización artera de relatos confusos e imágenes manipuladas. Tengamos en cuenta que el periodismo moderno empezó con los corresponsales de guerra, quienes transformaron en cronistas a los primitivos diarios de avisos. Hasta entonces, los periódicos se dedicaban a dar cuenta de las novedades del mundo, sobre todo del moderno, naciente a lo largo del siglo XIX con todas sus transformaciones mecánicas. Pero no es hasta la modernidad cuando se llega a la "criminalización de los enemigos y a su desprecio", como bien señala Félix de Azúa en uno de sus afinados artículos que se compendia en Volver la mirada (editorial Debate, 2019).

Será con la Primera Guerra Mundial cuando los aparatos de agitación de las potencias se hagan notar de manera sistemática. La manipulación informativa alcanzó un intenso apogeo. Se enalteció a las masas con consignas ultrapatrióticas, con insultos racistas hacia las poblaciones enemigas, se puso en marcha la censura y fue constante el uso de la mentira y el escarnio como un arma más. La difusión del odio y el terror entre la población civil fue una más de las estrategias militares utilizadas por los respectivos estados mayores. El mismo Ernst Jünger trató de explicar aquella contienda con la edición de una serie de fotolibros (publicados entre 1930 y 1933) en los que recalca la acción propagandística de las imágenes publicadas. El pánico táctico, en cambio, queda descrito en una de las mejores narraciones sobre la gran guerra, un ensayo de valor novelístico, Los cañones de agosto (1962), de la neoyorquina Barbara Tuchman.

Apenas dos décadas después lo vivieron los españoles en sus propias carnes durante la guerra civil, cuyos combates arreciaban desde las oficinas de prensa, incluido un Ministerio que se llamó de Propaganda, para el que trabajaron con denuedo artistas y escritores. El país se inundó de cartelería (incluso de gran formato como habría que calificar el Guernica picassiano), de consignas y fotografías, además de películas como la que rodó en 1938 André Malraux, basada en su propio libro L’Éspoir. Algunas imágenes de aquella fratricida lucha, convertidas en iconos ideológicos, se han mostrado como manipuladas o, al menos, existe una enorme controversia sobre las mismas, como la del miliciano abatido tomada por el legendario Robert Capa en 1936, una foto que sería portada de la revista Life y que se terminaría convirtiendo en símbolo de la causa republicana.

También estadounidense, Edward S. Curtis, famoso por sus “realistas” fotografías de indios norteamericanos, revelaría los trucos y manipulaciones de su monumental obra llevada a cabo entre los nativos en el primer tercio del siglo XX. Los indios de Curtis se maquillaban y posaban para sus instantáneas. No eran falsas, pero congelaban una imagen poco real y hacían creer lo contrario al expresar una naturalidad impostada. El testimonio gráfico estaba maquillado.

Otra foto que hizo cambiar el curso de la guerra es la famosa ejecución de Saigón, registrada en 1968, en la que se ve a un general de la policía sudvietnamita disparando en la sien a un prisionero del Vietcong comunista. La escalofriante imagen impactó de tal manera en la sociedad americana que marcó el declive reputacional de las operaciones militares del ejército USA, que no pudo vencer la batalla mediática y social que se desató contra su presencia en la exCochinchina francesa. Los reportajes posteriores hablan de un supuesto arrepentimiento del operador que captó la instantánea, Eddie Adams, quien ganaría el Pulitzer un año después con aquella fotografía. “Las fotos –afirmaría Adams, en plena depresión por los efectos de su trabajo– son las armas más poderosas del mundo. La gente las cree, pero las fotos también mienten, aun cuando no estén manipuladas. Son sólo medias verdades”.

Esto era en la época (zeitalter) de la fotografía, que diría Walter Benjamin. Ahora, imaginemos lo que ocurre en nuestros días, tras la llegada de la telefonía móvil, internet, las redes sociales o la inteligencia artificial. Por ejemplo, en la guerra de Ucrania. Hay una película titulada Donbass, que pudo verse en el festival de Cannes de 2018, en uno de cuyos episodios se describe la utilización de un grupo de figurantes para simular a víctimas de un bombardeo. Y hemos comprobado a diario, en este mismo conflicto, las mentiras y manipulaciones de ambos bandos, buscando siempre la penetración de sus consignas, la victimización propia y la demonización del enemigo. Antes, en 1997, Hollywood se adelantó a todos “imaginando” en La cortina de humo (de Barry Levinson, con guion de David Mamet) al productor que salvaba una crisis política filmando una falsa guerra en Albania.

Como era de esperar, el regreso a las hostilidades en Oriente Medio ha venido de la mano de una sobrecarga emocional gestionada por imágenes e informaciones tan impactantes como confusas. Hemos visto a Netanyahu anunciar en vídeo “real” el lanzamiento de una inminente bomba atómica sobre Gaza, al propio ejército israelí manipulando imágenes y conversaciones hostiles, o a un mismo niño palestino en brazos de tres personas distintas en tres medios internacionales diferentes. La guerra de las imágenes que ya nos mostraron crudamente las ejecuciones a cuchillo del Isis en la no muy lejana Siria.

Dicen que fue Esquilo, autor de Prometeo encadenado, mito preferido de Blasco Ibáñez, el novelista recreativo de los grandes conflictos, quien acuñó la célebre frase: “la primera víctima de la guerra es la verdad”. No lo sabemos. Tal vez se la escucharía a algún egipcio o a uno de los persas contra los que luchó. Pero lo cierto es que, cada vez más, se hace urgente y necesaria una reflexión rigurosa sobre la necesidad de encontrar una información fidedigna –honesta y contrastada–, sobre los acontecimientos del mundo. A esa tarea debería encomendarse una verdadera democracia.

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28 de octubre de 2023
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Cultura nacional, cultura federal

 

De un tiempo a esta parte, la política cultural de nuestro país, digo de España y también de sus autonomías, ha devenido en una especie de asignatura maría de la propia acción política. Puede que sea una tendencia universal –occidental, en cualquier caso–, pero esa es la impresión que denota la política aplicada a la cultura, alicaída desde la revolución neoliberal de finales del siglo pasado.

Estamos muy lejos de la apasionada apuesta por la cultura que se dio en la década de los años 60, cuando encabezado por Francia, el mundo entero iba a ser dirigido hacia la excelencia cultural. Fue la época de los escritores e intelectuales, con Marilyn Monroe dejándose fotografiar leyendo un considerable ladrillo para no iniciados como el Ulises de Joyce y contrayendo matrimonio con el dramaturgo Arthur Miller. En aquel entonces, el general De Gaulle eligió a un prestigioso novelista para dirigir su Ministerio de Cultura, un literato que participó activamente en la causa de la España republicana, André Malraux, autor del libro y de la película sobre L’Espoir en Valdelinares de la sierra de Teruel, junto a Max Aub. A Malraux se lo llevó de la política el Mayo del 68 pero su impronta de dignidad, hondura y prestigio con el que dotó la política cultural francesa llega hasta el presente.

Aquel modelo gaullista fue ensayado en nuestro país sin tanto éxito por Felipe González cuando nombró al escritor Jorge Semprún para el cargo. Más o menos desde entonces la cultura ha ido dando tumbos cuesta abajo en la política española. Excepcionalmente podríamos citar algunos nombres relevantes, como el de Max Cahner, el ínclito editor que comandó la cultura catalana en diversos cargos bajo el mandarinato de Jordi Pujol; el de Ciprià Ciscar, impulsor decidido de los cimientos culturales valencianos, sobre todo del IVAM; el poeta Luis Alberto de Cuenca, que se hizo cargo de una secretaría de Estado con Aznar; los socialistas Salvador Clotas o Carmen Alborch, seductora embajadora de los asuntos artísticos...

Ahora ya no quedan ni personajes de carácter, como en su día fueron los que gestionaron diversas culturas municipales diseminadas por toda la geografía del país: como el tándem formado por Mayrén Beneyto y su esposo Ramón Almazán, profesor de Filosofía, al frente del Palau de la Música de Valencia, como Fernando Villalonga en su efímero paso por la concejalía de las Artes de Madrid… O el ambicioso impulso cultural que el sociólogo De la Torre Prados ha conferido a la alcadía de Málaga.

Por lo general, la gestión cultural se ha llenado de perfiles grises y anodinos, abogados sin pleitos, fontaneros de partido, escritores irrelevantes, bailarines de folklore popular, anodinos profesores… a lo sumo opositores a abogados del Estado, con abundancia de mujeres, un espacio práctico para equilibrar cuotas de igualdad de género en los gobiernos al uso, al que nunca se dota del peso político necesario ni del presupuesto mínimo exigible.

De bien poco sirvió que en la crisis catalana todos los analistas subrayaran el importante papel de la cultura en la construcción del ahora llamado relato ideológico de la nación. Seguimos sin ver anotar el aviso a los políticos que lideran nuestro país. El debate, en cambio, versa sobre si se hace necesario o no un ministerio de Cultura, si hay que seguir transfiriendo competencias o subvenciones a las autonomías, o si en éstas el rango ha de ser con nivel de consejería o si basta con un secretariado. En la Comunidad Valenciana, por ejemplo, el PP ha cedido la gestión cultural a Vox porque su departamento manejará un magro presupuesto; Vox, claro está, se apresuró a aceptar el ofrecimiento. No hay modelo ni proyecto claro sobre el que trazar las vías de la creación cultural, algo que en su tiempo ya reclamaron los ilustrados de su administración pública.

Vistas, además, las carencias afectivas que padece nuestro país fruto del rapto de la idea de España por parte del franquismo, sería del todo lógico y conveniente que el Gobierno de la nación apostase por una política cultural potente y rigurosa, pero tampoco es el caso. Tan es así que el gabinete español se limita a gestionar los grandes equipamientos y entidades de carácter nacional, casi todos con sede en Madrid, de tal suerte que el Ministerio de Cultura –que se comparte las más de las veces con Educación y Deporte, siguiendo el modelo de Japón u Holanda, aunque a veces se une a Turismo y Patrimonio, como en Canadá o Grecia– parece, digo del referido ministerio estatal, más bien el gestor cultural de la capital del Reino que no el de todo un país.

Recordemos que el Prado o el Reina Sofía son museos nacionales, lo mismo que el Teatro Real, el Auditorio, la Filmoteca y la Biblioteca Nacional, la Compañía Nacional de Teatro, la de Danza, el Ballet Nacional… Apenas hay excepciones, como el museo de Cerámica, el González Martí, que posee carácter nacional y su sede es valenciana, o el estatuto especial con que cuentan algunos museos de Bellas Artes como el San Pío V o el de Sevilla, de titularidad patrimonial del Estado pero bajo presupuestos y gestión autonómicos, una especie de join venture que, al parecer, resulta vergonzante para todos, pues ni el Gobierno central saca pecho de la misma ni en las páginas digitales de las mencionadas pinacotecas se dice mucho al respecto.

Resulta obvio que España es una noción que hay que resetear y cuyo planteamiento ha de ser el de difundir ese concepto de lo nacional por el conjunto del país, diseminando el Estado central por las autonomías, no para competir con ellas sino para complementarlas, para hacer tangible y visible la cooperación, esa doble identidad a la que se apuntan la inmensa mayoría de los ciudadanos pero que no parece posible entre instituciones políticas. Y viceversa, habría que exportar actividades de algunas de las mejores ofertas culturales autonómicas al resto de la nación: la potente colección del citado IVAM, por ejemplo, o la Orquesta y Coro de la misma Generalitat Valenciana, o la del Liceo barcelonés.

En un reciente artículo lo expresó con su habitual contundencia Arcadi Espada; le llamó Ministerio de la Guerra, al departamento que debería no solo preservar la alta cultura sino la divulgación del mismo devenir histórico del constructo España (una idea del liberalismo hispánico por lo demás), incluyendo lo que ahora conocemos como memoria histórica, es decir, la reparación de muchos de los horrores que dejó la guerra civil española. Por no hablar del necesario refuerzo que la imagen exterior del país debe abordar, en especial en Latinoamérica y de la mano de la cultura de forma impepinable.

Nada de eso parece ahora posible, aunque el escritor y periodista Fernando Delgado parece empeñado en ello. Suya es la idea de una «cultura federal»; más que una brillante idea, una idea necesaria para seguir con-viviendo en este país en el futuro.

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28 de agosto de 2023
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«Vox populi», del pensamiento débil al pensamiento fácil

 

Vivimos en un tiempo de incertidumbres, aceleradas. Cuando cayó el Muro berlinés y algunos anunciaron el fin de la Historia, en realidad lo que nos sobrevino fue el vacío geopolítico y el arranque de una nueva era de transformaciones tecnológicas de cuyo alcance, todavía, atisbamos lejanas nebulosas. El foco, una vez más, se situó sobre la economía y la necesidad de repensar el sistema capitalista. Como quiera que los intelectuales apenas saben nada de cómo funcionan las leyes del mercado, se han venido refugiando en un pensamiento débil (como lo definió el filósofo posmoderno y poscatólico Gianni Vattimo), en el sentido de que carece de formulaciones rotundas y concretas. Hay quien le ha llamado pensamiento «líquido» (Zygmunt Bauman), que previamente también fue «deconstruido» (en concepto del insobornable Jacques Derrida).

El pensamiento «fuerte», por contraste, se ocupa de certezas. Su origen lo encontramos en la esencia de los grupos humanos que se asientan en comunidades sedentarias al descubrir la agricultura y domesticar animales, que con el tiempo construirán las primeras ciudades que llamamos como tales. Creyeron en el monoteísmo y convinieron una moral colectiva que hiciera posible la vida en sociedad, mediante las tablas de la ley (revelada). El idealismo político y la utopía comunitaria derivan de esta visión sagrada del mundo (Antonio Escohotado).

Por eso se antoja que resulte muy difícil, por no decir imposible, que una civilización pueda organizarse a través de ideas relativistas por más que la física cuántica y la razón ilustrada nos induzcan a ello. La gente necesita creencias, dioses y naciones (o tribus y equipos deportivos), de lo contrario es incapaz de enfrentarse sin angustias a los mitos y realidades de la vida (Alain Finkielkraut, Rubert de Ventós…). ¿Se imaginan un sistema educativo contemporáneo basado en la duda? No parece que estemos capacitados para formalizar a gran escala una pedagogía de tal naturaleza por mucho que invoquemos a su teórico Descartes, o los magisterios de Maria Montessori, Freinet, Steiner o Giner de los Ríos.

De ahí que los avatares históricos sean oscilantes: a un largo periodo de prosperidad económica le corresponde una política estable y una paz social, pero siempre le sucede una crisis que primero debilita la economía y luego contamina a la sociedad y canibaliza la política. Justo en orden contrario a lo que vaticinaba Carlos Marx. Así lo entendió, en cambio, el genio de John Maynard Keynes, el primer gran economista que supo ver la necesidad de ser dúctil, combinando iniciativas públicas (o sea, decisiones políticas), con el impulso privado y hasta con el riesgo inversor (financió a su universidad de Cambridge jugando a la bolsa). Para el keynesianismo nunca habría que tomar decisiones que hagan sufrir a las personas, porque siempre existe la posibilidad de encontrar otros caminos, incluso inventarlos.

Y dado que la realidad actual es tan compleja como líquida y relativista, de futuro incierto ante el rápido advenimiento de la tecnociencia, cuyas supuestas ventajas económicas para todos están por llegar, lo que aflora de nuevo es el pensamiento fuerte de las certezas que ya ha empezado a contaminar la política. Rusia quiere volver a ser imperial, Europa ve resucitar los movimientos ultras de cariz xenófobo, los franceses no soportan a su presidente-intelectual-pragmático, en los Estados Unidos reaparecen cuáqueros y supremacistas mientras la América latina se debate entre el indigenismo antiespañol y los nuevos evangelistas. Todo tiene mala pinta.

En España también hemos vuelto a las andadas. A los restos críticos del antiguo y poderoso Partido Comunista en la clandestinidad siguieron los pactos de la Transición, dando paso a esta sana alternancia democrática que pudo superar un golpe de Estado y las matanzas de una organización terrorista. El franquismo no era compatible entonces y quedó arrumbado en un armario. La crisis económica que arrancó en 2007 (la que negó Pedro Solbes y presagió Manuel Pizarro) dio paso al 15-M, el imberbe movimiento juvenil que ocuparía el espacio del pensamiento «fuerte» a la izquierda de la socialdemocracia. Su eclosión a través de Podemos y sus contradictorias mareas (un combinado de poscastrismo, espíritu de asamblea libertaria e independentismo excursionista) ha traído avances en la pluralidad social, desde luego, pero también ha propiciado efectos perniciosos, entre otros la resurrección del franquismo. En formato Vox, en el extremo derecho del liberalismo y la democracia cristiana, como caricatura que reivindica también su presencia (y soldada) en la fiesta democrática.

El error, como bien ha señalado Arcadi Espada en un memorable artículo («Ministerio de la Guerra»), consistiría en dejar la gestión de la cultura a los representantes del pensamiento fuerte y no al relativismo. Sin una ideología de visión amplia e integradora es difícil que tengamos un buen futuro social. Creer que la cultura es una asignatura «maría» con poco presupuesto constituye una equivocación gravísima que ya cometió el PSOE al cederla al nacionalismo. Es desde la política cultural que se puede construir una sociedad madura (Stefan Zweig así lo narró en sus memorias vienesas).

Por eso hay suplementos de cultura en los periódicos, por eso la prensa dedica cuatro y cinco páginas diarias a la cultura y no al gasto farmacéutico, sirva como ejemplo (el análisis es de Fernando Villalonga, exconseller de la Generalitat Valenciana). Por eso el cine es la segunda industria norteamericana, el diseño estético y la conservación del patrimonio lo son de la italiana, el idioma y su teatro o la música pop generan buena parte de los negocios británicos o la nouvelle cuisine y la moda de valor aspiracional reflotan la economía francesa. Por esta vez, el pensamiento fuerte ha confundido la vox populi (lo que piensa la gente) con el pensamiento fácil. Y la realidad, sin demagogias, se presenta en sentido totalmente opuesto.

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24 de julio de 2023
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Oh, la, la… vuelven los 70

 

Acabo de visionar la miniserie televisiva Todos quieren a Daisy Jones, basada supuestamente en el periodo de refundación y salto a la fama de la banda de rock Fleetwood Mac. La pasan por la plataforma Prime Video, la del gigante Amazon. En realidad, la producción sigue el relato de una novela, cuya autora, conocida por sus libros del género romántico, no oculta el origen de su inspiración: la citada formación musical, la primera que agrupó a mujeres y hombres en igualdad de protagonismo en un universo dominado también ampliamente por el género masculino y que dejaba a las "chicas" el rol de meras vocalistas corales o, en según qué casos, excepcionales, el de cantantes solitarias.

El libro es de la joven escritora Taylor Jenkins Reid. No ha cumplido los 40 años, pero ya cuenta en su haber con varias novelas de gran éxito y adaptadas al medio audiovisual. Hace algo más de un lustro se llevó al cine su versión sobre una gran actriz ya anciana que decide contar su vida a una tierna biógrafa. Taylor removió los conocimientos públicos sobre Liz Taylor, Ava Gardner y Rita Hayworth para cimentar a su personaje de ficción, Evelyn Hugo, en un cóctel de realidad, rumorología, suposiciones e imaginación bajo la técnica habitual de la novela romántica, cuya razón de ser consiste en provocar giros inesperados tanto en la trama como en la psicología de los personajes.

En la primavera de 2019 vería la luz su último y más conocido best seller, publicado en España apenas dos años después, Todos quieren a Daisy Jones. En las entrevistas que ha venido concediendo a raíz de este éxito, la autora explica que se quedó prendada por el último concierto que dieron los Fleetwood Mac en 1997 y que la MTV emitía constantemente. Aquel concierto volvía a reunir al grupo, veinte años después de publicar su álbum meteórico, Rumours, que colocó hasta cinco canciones en el top 10 de 1977. Para entonces, dos de sus integrantes, el guitarra solista y cantante Lindsey Buckingham y la vocalista Stevie Nicks habían dejado de ser pareja sentimental. Ambos componían muchas de las canciones de la banda, historias de amor, quedadas, efervescencias estupefacientes y agitados desamores… En directo, las cantaban casi juntos, a dúo o en forma coral, fingiendo excitantes momentos y escenitas de caramelo. Su mayor éxito se titulaba Go your own way  (Ve por tu propio camino).

Ahí, en esa teatralidad encontró la escritora su palanca emocional. A partir de esa percepción construyó otra historia que seguía algunos meandros de Fleetwood Mac pero cuyo curso ficcionado proponía una escala de sentimientos mucho más volcánica que la realidad. El resultado fue la historia de la banda de Pittsburgh, The Six, y su unión tempestuosa pero gloriosa con la personalidad arrolladora de la californiana Daisy Jones.Tras ser número uno en las listas de libros recomendados del New York Times, el Washington Post y Esquire, la novela cayó en manos de la conocida y oscarizada actriz Reese Witherspoon, renovada en productora, para convertirla de inmediato en una miniserie televisiva en diez capítulos que ha necesitado de una banda sonora propia, con una música que remitiese a los 70 (una simbiosis entre el pop y el llamado soft rock, la antítesis del punk, con Jackson Browne como invitado creativo) y unas letras que reflejasen la ardiente y atribulada historia de amor entre sus protagonistas.

Y he ahí la clave de esta serie, más allá de la calidad de la misma, del interés de su trama o de la criticada fórmula de su narrativa (una continuidad de flashbacks desde el presente). Tanto la ficción como lo que se conoce de la realidad en la que se basa, resultan excelentes ejemplos de la profunda transformación de las relaciones afectivas que provocó la cultura musical popularizada por los jóvenes anglosajones, desde los años 60 y en su cénit durante los 70. Una década después también será un fenómeno común en nuestro país. Y es cierto que, como ocurre en otros films más contemporáneos, Forrest Gump sin ir más lejos –película que repudió el autor de su novela, Winston Groom–, se desliza una crítica feroz a los excesos con las drogas y al carácter disoluto de aquellos jóvenes, pero lo realmente significativo es el radical cambio vital que se produce en esa época y que sí se vislumbra en este serial, esa cesura cultural propiciada por la revolución sonora del rock and roll.

Lo narraron en su momento otros más brillantes escritores y analistas –la colección Contraseñas de Anagrama, está repleta de títulos memorables al respecto, incluyendo los sarnosos miniensayos de Tom Wolfe o los locos relatos de Bukowski–, pero no existe una genealogía minuciosa sobre la destrucción de los arquetipos burgueses heredados de la época industrial como hubiese reclamado Carl G. Jung, o de las múltiples conexiones entre la música juvenil, la nueva literatura, el psicoanálisis, el feminismo o la libertad sexual. ¿Qué hace el poder en tu cama?, titulaba en 1981 para El viejo topo sus “apuntes sobre la sexualidad del patriarcado” el sociólogo valenciano Josep Vicent Marqués, habitual también de los especiales sobre (multi)sexualidad de la revista Ajoblanco de Pepe Ribas. Apenas dos años antes visitaba Félix Guattari el campus de Bellaterra en las cercanías de Barcelona y tenía lugar allí una gran fumada en honor al coautor del Anti Edipo (de 1972), en la que estuve presente.

    

Por no hablar de esas demonizadas drogas, en especial las alucinógenas, cuya función epicúrea es protohistórica y cercana tanto a la mística de la euforización como a la teoría del conocimiento. En el caso de Fleetwood Mac, recogido por la literatura sincretista de la joven Taylor Jenkins y difundida por la televisión en el formato de Daisy Jones & The Six, lo realmente vertiginoso es la novedosa formulación de las relaciones amorosas, el emancipado papel del sujeto femenino, mucho más activo en la expresión sentimental, una feminidad que verbaliza su autonomía e igualdad relacional y que va mucho más lejos de las heroínas románticas, de Bovary a Karenina. Daisy Jones es dibujada en la serie como una especie de diosa, incluyendo vestidos e indumentarias que han devuelto la moda de los 70 a los actuales escaparates femeninos.

En el origen, ya lo sabemos por Joseph Campbell, siempre hubo diosas. De eso procura servirse este cronista. La novela Psicodélica, publicada el año pasado por Contrabando, relata esa atmósfera rupturista de los 70, salvo que en nuestro país era cuestión de bandas de iniciados y en América los jóvenes se manifestaban a millones y a diario generando, también, un fecundo negocio no tan contracultural.

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8 de mayo de 2023
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El metaverso contra el cine

Hace ya más de medio siglo que John Ford, probablemente el mejor narrador cinematográfico que ha dado la industria del celuloide, predijo la crisis del cine. Ante la cada vez mayor duración de los largometrajes y la consagración del realizador-director como una suerte de genio artístico: el autor, Ford se rebeló para reivindicar el carácter artesanal de su trabajo y los límites del lenguaje fílmico. “Cuento historias que duran hora y media porque las nalgas de una persona no soportan sentadas en una butaca más de ese tiempo”, vino a declarar el cineasta de origen irlandés, un agudo pensador como muestran sus cartas personales pero un sarcástico personaje ante las preguntas intelectuales de Peter Bogdanovich, las indagaciones de Jean-Luc Godard para Cahiers du Cinéma, o ante las alabanzas poéticas de François Truffaut.

Ford fue el creador del western moderno, el último vestigio de la épica en la época actual como lo describe Jorge Luis Borges, aunque el escritor argentino tenía entre sus preferidas otra película, El delator (The informer, 1935), el primero de los cuatro óscar que ganó Ford como mejor director. El propio cineasta confesaría, sin embargo, que su dedicación al género del oeste se debía al hartazgo por las intrigas en los estudios de Hollywood; de ese modo disfrutaba durante la filmación de largas excursiones campestres con amigos, en Arizona, en Colorado o en su espacio favorito de Utah, Monument Valley.

A pesar de que algunos tildaron a Ford de racista, como el virulento Quentin Tarantino, el director de El hombre que mató a Liberty Valance (1962) evolucionó con las ideas de su tiempo, recreando historias tan honorables como Centauros del desierto (The searchers, 1956), Sargento negro (1960) u Otoño cheyenne (1964), donde dejó bien clara su posición liberal ante cuestiones tan espinosas como el holocausto indio o la xenofobia. Incluso conviene recordar su alegato feminista de la mano de una soberbia Anne Bancroft en la postrera Siete mujeres (1966).

Si el western terminó languideciendo no fue por falta de veracidad como puede sugerir el propio Tarantino, sino por otras aparentes trivialidades. Como explicó en su día Lee Marvin (el actor que encarnaba a Liberty Valance), apenas hay carretas o diligencias ni siquiera en los museos etnográficos, y restaurar o alquilar las pocas que existen en condiciones para una película cuesta una fortuna. El cine, como ha ocurrido con muchas otras actividades creativas, se ve sometido al paso del tiempo, a la precariedad de sus bases materiales y a los cambios que transforman el gusto de los espectadores. Es muy simple de entender: cambiar de época supone multiplicar el gasto de producción.

Fue el éxito del cine, paradójicamente, lo que liquidó la ópera como escenografía preferida del gran público para reducirla a un panteón de exquisiteces elitistas. El mismo cine que dejó sin sentido a la novela de largo recorrido que triunfaba en el siglo XIX, al igual que la fotografía desbordó a la pintura realista. No solo contaba historias, sino que el cine supuso un salto cualitativo a la hora de expresar sentimientos, de retratar y hasta de fijar los modos de los estados de ánimo. Lo supieron los grandes cineastas clásicos, del citado Ford al maestro del suspense Alfred Hitchcock, del afilado lacrimógeno Frank Capra al paisajista Akira Kurosawa, y en especial Howard Hawks, cuya alquimia en los diálogos subvertía cualquier género. Lo explica de modo didáctico Alexander Mackendrick en el libro publicado recientemente en nuestro país por la editorial Alba, Hacer cine, con prólogo de Martin Scorsese.

Mackendrick, autor de magníficas películas como El quinteto de la muerte (The Ladykillers, 1955), Viento en las velas (A High Wind in Jamaica, 1965) o No hagan olas (1967), se retiró de los rodajes para dar clases en el Instituto de las Artes de California, cuyas lecciones constituyen la esencia del citado volumen. Nos hace reflexionar sobre la importancia que tuvo el cine mudo para configurar el lenguaje cinematográfico, una expresividad no verbal basada en los primeros planos, las largas secuencias, los zooms, la música o la iluminación, por no hablar del montaje, que consigue plasmar el pensamiento y la espiritualidad de los personajes. “El cine trabaja con sentimientos, sensaciones, intuiciones y movimiento –advierte Mackendrick–, cosas que comunican con el público a un nivel no necesariamente sujeto a una comprensión consciente, racional y crítica”.

Luego vendría el apogeo de la televisión, a la que respondió el cine con grandes pantallas y efectos especiales tanto en las propias salas como en la posproducción de las películas, derivando hacia otro tipo de espectáculos, como los IMAX, las multipantallas y hasta las exposiciones inmersivas de fotopinturas que tanto gustan en la actualidad. El cine, convertido en una experiencia sensorial, parece finalmente una especie de viaje lisérgico, una ceremonia de euforización sensitiva más que una expresión artística. En cambio, los personajes actuales, más complejos, relativistas y sin maniqueísmos, necesitados de más minutaje para su comprensión contemporánea, han encontrado refugio en las nuevas series televisivas –cine en pequeño calibre y de duración maleable, en definitiva– que se pueden seguir domésticamente sobre reproductores también cada día más grandes y nítidos. Y a cualquier hora y en duración personalizada.

El penúltimo paso lo acaba de dar el mismísimo Hollywood. En vez de asumir los múltiples formatos audiovisuales en un mundo cada vez más ilusoriamente digital, ha oscarizado una película dedicada al metaverso con protagonistas chinos, cuya tradición cuentista se tiñe siempre de fantasía inverosímil. Todo a la vez en todas partes, es una pamplina caótica que, según sus propios exégetas, busca atraer a las nuevas generaciones hacia las vacías salas de los cinematógrafos, jóvenes y adolescentes colgados del tik-tok y el Instagram, apenas interesados por las historias que duran más de tres minutos. Se trata de la rendición final del cine con los bárbaros a las puertas de Roma y sin trigo para alimentar el pan con el circo.

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20 de marzo de 2023
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Sorolla o el paradigma de la premodernidad

Inaugurado el año de Joaquín Sorolla formalmente por las instituciones valencianas y el Ministerio de Cultura, nos aguarda una temporada sorollista de la que podemos acabar enfermando por empacho. Téngase en cuenta que a lo largo de la centuria que se conmemora, el valor de la obra de Sorolla ha vivido un carrusel de sensaciones. El propio artista fue arrinconado por las vanguardias que emergieron a principios del siglo XX pero, al mismo tiempo, tuvo mucho éxito entre la clase acomodada, la única que podía pagarse entonces –y casi ahora– la afición a la buena pintura.

Falleció durante el verano de 1923, cuando Pablo Picasso ya había cruzado una decisiva frontera cultural en 1907, la fecha en la que dio a luz la pieza seminal del cubismo, Las señoritas de Avignon, justo dos años antes del primer éxito multitudinario de Sorolla en Nueva York, donde expuso por mediación de su gran mecenas, el millonario hispanista Archer Huntington, quien encargaría en 1910 al pintor valenciano el célebre ciclo de pinturas regionales de España en gran formato.

Justo en la década anterior, Sorolla descubre el paisaje rocoso del mar de Jávea, su particular Balbec, donde suelta su paleta hasta estados casi expresionistas, pero únicamente lo hace en pequeñas tablillas, en formatos menores. Sus lienzos de mayor tamaño siguen la estela del éxito, la de un arte integrado socialmente en pleno cataclismo estético moderno. Es por esa razón que las siguientes generaciones artísticas lo tomarán como paradigma del pintor al que se repudia. Lo harán tanto los valencianos como también los demás españoles, porque Sorolla muere trascendido como un pintor de referencia académica e incorporando su legado último al Estado con sede capital en Madrid.

Los informalistas, los surrealistas o los artistas pop, y por supuesto los miembros de Estampa Popular bajo la bandera teórica del crítico en aquel tiempo marxista, Tomás Llorens, rechazaron a Sorolla y sus enseñanzas, lo que no impidió la floración de sorollistas entre los muchos pintores contemporáneos de nula trascendencia más allá de círculos locales desinformados. Sorolla, además, murió pintando hace cien años y pintó más que nadie. Una barbaridad, más de dos mil piezas, sin contar bocetos y apuntes. Por esa razón siempre hubo, y hay, “sorollas” circulando por el mercado y las subastas, de Madrid a Londres.

Sorolla influye, junto a la estética de la factoría Walt Disney, en la configuración del canon de los artistas falleros de mayor éxito popular en aquellas décadas de transición. Pero nadie se atreve todavía a reivindicarle en esos años. Su recuperación como artista de referencia es un lento proceso que culmina hacia finales de 2007 cuando la Fundación Bancaja tira la casa por la ventana e invierte la mayor cifra que se recuerda en la restauración, traslado y exhibición por todo el país de la serie Visiones de España que Sorolla pintó para Huntington, encargo que le dejaría exhausto, hasta prácticamente llevarle a la tumba. La millonaria y lujosísima apuesta de Bancaja con las reservas de sus ahorradores tendrá un éxito sin precedentes.

El historiador Felipe Garín diseñaría una itinerancia gloriosa para Sorolla. En Valencia sobrepasa el medio millón de visitantes, en el conjunto de su gira por España supera el millón y medio tras recalar también en el Prado (donde igualmente bate récords y obliga a prorrogar su estancia), en el MNAC de Barcelona, en Bilbao, Sevilla y Málaga. Los gigantescos lienzos de la Hispanic Society neoyorquina entrando mediante grúas por los balcones de un edificio de viviendas remodelado como sede cultural de la antigua Caja de Ahorros de Valencia y las interminables colas de público son irrepetibles en la memoria del arte nacional. Para entonces, todo el mundo se ha vuelto sorollista, incluido Llorens, y los que no lo son, se lo callan. Después de ese boom, Bancaja ha tratado, sin éxito, de desprenderse de aquella decimonónica finca que resulta imposible, y cara de mantener, como espacio para salas de exposiciones y conferencias.

La clase política le echa el ojo al fenómeno. Nadie discute lo que ha costado la operación cajista. Es cultura. Y es más que popular. Es masiva. Las instituciones al completo y los partidos de ideologías dispares se suben al carro. Entonces empiezan los delirios. Surgen voces pidiendo un museo de Sorolla en Valencia, el de Bellas Artes desmonta el relato histórico coherente para inventarse una minúscula sala Sorolla con obra menor del artista; hay quien ofrece pequeñas estancias del Edificio del Reloj en el puerto valenciano. No se recae en que ya existe un museo Sorolla, en Madrid, y cuenta con una descendiente, Blanca Pons Sorolla, que vigila las intrigas en torno a la obra de su bisabuelo.

En la Conselleria de Cultura, en algún cajón, se guarda un proyecto de museo del siglo XIX y su esplendor valenciano, propuesto por Llorens siguiendo la estela del Quai d’Orsay. Otro exmarxista, Facundo Tomás, formulará una idea atractiva y osada: dedicar a Sorolla y su tiempo la modernista Estación del Norte de Valencia (1906-1917) diseñada por Demetrio Ribes y decorada por numerosos artistas de la época sorolliana, el más elegante edificio de influencia Sezession lejos de Viena. Un edificio que Adif realquila a diversos comercios en la actualidad, incluyendo un restaurante japonés take away.

Ahora, con el centenario de la muerte del pintor, los inagotables fondos de Sorolla salen a pasear. El nuevo director del Museo de Bellas Artes valenciano pretende ser el aprendiz de referente y, al paso, mejorar posiciones académicas. Tiene a su favor a un grupo de historiadores locales que aspiran a comisariar futuras exposiciones gracias a sus encargos, pero el museo no cuenta con liderazgo político ni prestigio teórico, ni desde luego con una visión necesariamente más amplia de lo que significa el tránsito cultural de estéticas y costumbres por la premodernidad, de la que Sorolla es epítome.

Hace ya un lustro de la preclara muestra que la Thyssen y el propio Museo Sorolla dedicaron a la moda en la obra del famoso pintor bajo el comisariado de Eloy Martínez de la Pera. Esa museográfica investigación evidenció que la pintura sorollista es el mejor ejemplo tardío del gusto burgués de la época, de ahí su popularidad; un mundo de estética proustiana que había emergido del antiguo régimen para dar lugar a una nueva civilización, industrial y ya a punto de declinar también, que ahora nos parecerá anticuada por añosa, pero que significó una apertura decisiva que dará paso a la ruptura final que propicia la modernidad misma, la de las vanguardias para entendernos: Última fase de un periodo bastante más extenso si seguimos a Stephen Toulmin y su cronología para el humanismo moderno que arranca mucho antes, en Montaigne y los manieristas.

De ahí la importancia de estudiar y mostrar el periodo en su conjunto, su génesis y su autodestrucción mediante el nacimiento de la fotografía o el cine, la mecanización y el decorativismo de la vida cotidiana, el valor de los oficios artísticos, la emancipación de la sexualidad y su correlato: el sufragismo que desemboca en feminismo, la conciencia del tiempo y su relatividad primero literaria y después astrofísica… Tal vez esas ausencias nos expliquen el escaso éxito de las galerías dedicadas al siglo XIX en el Museo del Prado, la centuria que podría aclararnos a los españoles la inestabilidad de la nación.

Mientras tanto, la Generalitat Valenciana, entre brumas de lo artístico por los torbellinos de una gobernanza coaligadamente dispar, adquiere el eclecticista Palacio de Correos (1913-1922) y lo cede a Bellas Artes para que organice nuevas muestras sorollianas que ya han empezado a generar largas colas. Lo hace sin encomendarse a la Diputación –la institución que pensionó al joven Sorolla en Roma– ni al Ayuntamiento valentino, cuyo programa para su propia red museística es ínane, pero en donde se debaten nuevas y cada vez más chovinistas y torpes mociones, incluyendo la absurda por inviable petición para que se traslade a Valencia el museo de Madrid. Un sonrojo.

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27 de febrero de 2023
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Viaje por Italia: aprendiendo a vivir sin nación

La Navidad ha sido un regalo para los italianos tras la depresión de padecer un Mundial de fútbol sin su selección nacional en juego. La fiesta del balompié solo la celebraron en el Vaticano (donde hay un escaparate dedicado al fútbol argentino en honor al Papa Francisco cuando se termina la visita al Museo), y también en Nápoles, volcada cantándole una ópera popular a la memoria de Maradona junto a su gran mural en el Quartieri Spagnoli, en la plazoleta que se ha convertido en una especie de santuario votivo. Y no es para menos, el fútbol, el deporte en general, es junto a la lírica de Giuseppe Verdi, el cemento que amalgama la diversidad italiana. También lo son la pasta y el idioma, pero estos se lo han tenido que ganar paso a paso.

No son pocas las variantes lingüísticas del italiano, incluso las pervivencias de otras lenguas como el friuliano o el sardo –hasta doce se reconocen legalmente, incluyendo el dialecto alguerés del catalán–, y aunque según las encuestas algo más de la mitad de sus habitantes se consideran bilingües, el italiano moderno que iniciaron los mejores escritores toscanos del Renacimiento, Giovanni Boccaccio y Dante Alighieri, se ha impuesto ampliamente gracias al desarrollo de la industria literaria, la canción y el cine italiano que fueron hegemónicos en los hits y las salas de proyecciones del mundo durante los años 50 y 60, el momento dulce durante el que se creó el “made in Italy”. Y aunque las panoplias políticas italianas hayan derivado hacia el pasado imperial de lo latino como hiciera Benito Mussolini o en la añoranza del Risorgimento como declara la fraternidad ultra de Giorgia Meloni, lo bien cierto es que la unificación italiana ha venido de la mano de la cultura crítica y del éxito internacional de su comida más sencilla, la pizza de origen napolitano y la pasta de trigo, cultivado masivamente en Sicilia, y también en la Puglia y Calabria.

Feltrinelli, Mondadori o Einaudi son apellidos esenciales, milaneses y piamonteses, en la creación y consolidación de la industria del libro italiano en el norte del país, desde donde se han exportado escritores tan universales como Italo Calvino, Umberto Eco, Moravia o Dario Fo. Ahora mismo, también la novela negra despunta en lengua italiana gracias a autores como Andrea Camilleri y Antonio Manzini, o con las denuncias de las tramas mafiosas de Roberto Saviano. En cambio, la música italiana que se difundió desde el festival de San Remo languidece, al igual que el cine, que solo prendió en la comunidad italoamericana de Nueva York (de Scorsese a Coppola, Pacino y De Niro) y en figuras solitarias como el napolitano Paolo Sorrentino o el mismo Saviano, quien no se cansa de señalar a Italia como un país fallido.

¿Lo es? Muchos italianos lo piensan. La sustitución de la Italia de posguerra construida por la Democracia Cristiana –más el compromiso histórico del comunista Enrico Berlinguer–, por un nuevo populismo de raíces horteras –Berlusconi y sus conglomerados televisivos–, unido al renacer neofascista y al regionalismo xenófobo de la Lega han sumido en la depresión social a muchos italianos. No huyen de la hambruna como a principios del siglo XX cuando emigraron en masa (uno de cada cuatro) a los Estados Unidos y Argentina, pero son muchos los italianos que en los últimos lustros se van de su país, decepcionados por la falta de futuro y sustancia de sus políticos. Alemania y España representan, ahora, los países preferidos por los italianos, muchos de ellos dedicados a la hostelería. Las Baleares, Valencia, Barcelona y Andalucía son sus destinos favoritos. Los vuelos directos desde las capitales españolas a Turín, Milán, Bérgamo, Pisa, Roma o Nápoles… van siempre ocupados. Italia está conectada a España.

Estas últimas Navidades, Italia se ha colapsado de turistas. Destinos como Venecia, Florencia o Milán estaban atiborrados, pero nada como Roma, una ciudad tomada por ríos de visitantes, en la que se ha puesto de moda el patinete de alquiler que los jóvenes romanos abandonan en cualquier acera y donde era imposible comer en sus buenos restaurantes sin reserva previa de semanas. Roma se vuelve a parecer al atasco en la autopista de entrada a la ciudad que filmó Fellini en el arranque de su Roma (1972), o al atolladero de aquel surrealista corto filmado por Pasolini para Amore e rabbia (1969), en el que Ninetto Davoli andaba con una flor gigante por las calzadas romanas, atestadas de macchine.

Hay colas, también, en el café Greco, donde han enmarcado un texto de Ramón Gaya publicado por Pre-Textos, colas en los Caravaggio de la iglesia de San Luis y en las estancias de Rafael… Millonarios asiáticos comprando en Prada, Fendi, Versace o Gucci… las firmas que compiten por anonadar a su clientela con diseños renovados y atrevidos, a precios desorbitados pero con apuestas culturales también, como la de la Fundación Prada en Milán o la biblioteca del Giardino Gucci en la mismísima plaza de la Signoria en Florencia. Para el New York Times, Milán precisamente vuelve a ser el centro neurálgico del arte italiano. Desde la transvanguardia que nada interesante sucedía allí. Prada y el Pirelli Hangar-Bicocca cuya dirección artística corre a cargo del valenciano Vicent Todolí, han devuelto el lustre a la capital lombarda.

Lo más evidente es que, pese a todo, en Italia se mantiene el optimismo vital. El sentido del humor, el gusto por el buen diseño y el respeto por el patrimonio siguen siendo características del pueblo italiano. A veces parecen consumirse con tanta belleza color albaricoque, con tanto castillo de ladrillo rojo, pero da gusto ver los pueblecitos toscanos limpios y bien organizados, con sus artesanos más que centenarios haciendo virguerías con el salami, la marquetería o los pañuelos de seda. La cocina tradicional de calidad puede encontrarse en cualquier localidad, y es ya el segundo país con más estrellas Michelin del mundo. Vanguardia con raíces, aunque tienen muy claro que, en cuestión de jamón, el ibérico español es insuperable. Las vistas desde la torre de la casa natal de Boccaccio en Certaldo explican por sí solas El Decamerón.

La crónica crisis política italiana puede que tenga más que ver con la escasa conciencia de país, cuya fragmentación ha sido dominante desde la caída del Imperio Romano de Occidente. El Estado central es débil a ojos del italiano medio, creyente de sus ciudades y regiones, de su equipo de calcio en todo caso y de la variedad de pasta que cocinaban en casa de la nonna. Para el citado Manzini “el problema de fondo es que nunca se ha tenido una identidad nacional fuerte; el italiano ve al Estado como a un ocupante”. Parece, justo, el sentimiento contrario al de los españoles. En Italia, la historia, abierta en todas partes gracias a cientos de edificaciones, museos y palacios con pinturas al fresco, muestra de modo cotidiano que su país es una construcción romántica del siglo XIX sobre un pasado de reinos, ducados y repúblicas atomizadas. En España, en cambio, todavía nos estamos preguntando qué somos y de dónde venimos, con relatos simplones sobre la unidad del país y réplicas absurdas sobre la existencia de naciones periféricas en tiempos de la antigüedad tardía. Ni siquiera los catalanes quieren entender que su nación no fue otra que la construida por los condes barceloneses con los reyes de Aragón y con el Reino de Valencia como su far west medieval. Tal vez una confederación de països aragonesos habría tenido otra virtualidad política.

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21 de enero de 2023
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La cultura multiétnica en la Copa del Mundo de fútbol

Siempre he creído en el valor sociológico del deporte, en especial del fútbol por tratarse del más universal y hegemónico de los que practica la humanidad actual. Por esa principal razón sigo estas últimas semanas el Mundial de fútbol de la teocrática Qatar. También me gusta verlo por sus gestos y escenografías estéticas y por la emoción que suscita, pero este Mundial ha sido revelador en tanto en cuanto ha mostrado nítidamente las claves multiétnicas de las naciones contemporáneas.

En lo que mi memoria alcanza, Brasil y Portugal han sido históricamente las únicas selecciones nacionales de carácter multiétnico. En especial la brasileña del Mundial de Suecia, que deslumbró en 1958 con la presencia de Garrincha (“la alegría del pueblo”, le apodaban) y la de un casi adolescente venido de las favelas, Pelé. O la Portugal del Mundial inglés de 1966, que lideraban los mozambiqueños Eusebio y Coluna (llamado “el monstruo sagrado”).

Después fue el baloncesto, a partir de los años 70, el deporte que empezó a nacionalizar jugadores norteamericanos cuyo nivel era, y lo es todavía aunque en menor medida, muy superior al europeo. En España convertimos en nacionales a grandes baloncestistas, uno de los cuales, Clifford Luyk, terminó casándose con una miss española. Luego vinieron los oriundos, futbolistas sudamericanos a los que se les buscaba familiares directos españoles –verdaderos o falsos, daba igual– para justificar, según la legislación de entonces, la concesión del pasaporte español.

Con el transcurso de los años hemos visto de todo, desde atletas del Sahel africano que corrían olimpiadas defendiendo a países escandinavos, hasta futbolistas brasileños nacionalizados en equipos de Rusia y la nueva Ucrania, o americanos jugando al baloncesto para otras selecciones eslavas o para la misma España, como es el caso de Lorenzo Brown, nacionalizado por decreto del Gobierno por la vía urgente.

Las leyes, aquí y en todos los demás países, así como en las federaciones deportivas internacionales se han vuelto mucho más laxas al respecto, permitiendo una gran movilidad de jugadores y atletas en medio mundo. Muchas veces, por dinero y no por fervor patriótico, lo que en según qué ocasiones resulte hasta más saludable. Ese fenómeno, en cualquiera de los casos, ha coadyuvado a fomentar los aspectos multiétnicos del deporte, pero por encima de tales circunstancias reglamentarias, lo decisivo al respecto tiene más que ver con la descolonización y con la nueva realidad migratoria, especialmente en Europa.

Hace lustros que vemos muchos jugadores de color en el fútbol inglés, fiel reflejo de una sociedad, la británica, que ha dejado de ser étnicamente homogénea, estrictamente anglosajona. Incluso su actual primer ministro es de origen indio, cómo no van a ser sus atletas la evidencia de esa realidad actual en el Reino Unido. Y hemos visto también como los franceses de origen magrebí y de la francofonía africana han revolucionado el deporte del país vecino, convirtiéndolo en campeón del mundo en disciplinas donde nunca antes había sobresalido tanto: en fútbol, en baloncesto, incluso en balonmano.

La mismísima Alemania, cuyo delirio racista todavía pervive como una grave secuela del siglo XX europeo, está plagada de futbolistas de origen turco o africano, como es el caso también de otras selecciones centroeuropeas, escandinavas o de España e Italia. Nuestro país, igualmente, ha acogido a numerosos atletas de origen latinoamericano, sobre todo cubanos, exiliados de las penurias de su origen, lo que provocó en su día algunos comentarios xenófobos por parte de los dirigentes de Vox.

La configuración de las sociedades multiétnicas, sin embargo, resulta imparable. Al respecto, el Mundial de Qatar es un libro abierto. La historia de los hermanos Williams, sin ir más lejos, semeja un novelado relato de cruda actualidad, inspirado en las lacras sociales de esta época, como las que escribiera Dickens en la Inglaterra del XIX. Hijos de un matrimonio ghanés; padres que cruzaron casi descalzos el desierto para saltar la valla de Melilla con la madre embarazada y ser recluidos en un centro de acogida. Un cura navarro les recomendó declararse perseguidos políticos liberianos, un ardid que les libró de la deportación. Al niño, que ya nació en España, le llamaron Iñaki para honrar a aquel buen sacerdote. Hoy, Iñaki Williams juega en la selección de Ghana y su hermano Nico en la española, y ambos en el Athletic de Bilbao, el equipo que ha hecho gala de etnicismo vasquista desde su fundación hace más de un siglo.

Otro caso paradigmático, bien reciente, es el de la selección de Marruecos, algunos de cuyos integrantes son nacidos en España: Achraf Hakimi, exjugador del Madrid y exresidente en Getafe, vino al mundo en el Hospital Gregorio Marañón. Mientras que su buen portero “parapenaltis”, Bono, jugador del Sevilla, nació en Canadá. Cuenta también con varios jugadores de origen francés. Uno de ellos protagoniza una divertida entrevista para la televisión marroquí: el periodista le hace una larga pregunta en árabe, el futbolista escucha y, finalmente, le pide educadamente que le hable, s’il vous plait, en francés.

Este fervor promarroquí de los descendientes de su emigración no se ha dado, sin embargo, en otros jugadores de Francia con origen argelino, como Zidane, Benzemá o el propio Mbappé, hijo de un inmigrante camerunés y una argelina. Todos ellos han cantado La Marsellesa como si nada. Lo curioso, según han narrado los periodistas antes de la semifinal entre Marruecos y Francia, es que buena parte de la población de procedencia argelina en Francia se mostraba partidaria de la selección marroquí. Todos magrebíes, todos mahometanos, por encima de su adopción francesa o de las rivalidades nacionales entre las cúpulas políticas y militares de Rabat y Argel.

La paradoja de este sesgo antropológico es que Marruecos, el primer equipo africano y musulmán que llega tan lejos en la Copa del Mundo, es un equipo europeizado, cuyos mejores futbolistas y buena parte de su tropa de batalla juega en Inglaterra, Francia o España, y que sus esquemas tácticos son claramente europeos. En cambio, Francia se presentó al mismo partido solamente con dos seleccionados de origen gaulois, otro español –Hernández–, dos argelinos y el resto jugadores de color procedentes del África profunda, el Caribe antillano o las banlieues de sus principales ciudades.

Un Mundial, en definitiva, que no solo ha mostrado un fútbol más equilibrado, tácticamente global, técnicamente universalizado. Y de igual modo, un mundo muy distinto, que escenifica el fruto de las heridas de las migraciones, las nuevas sociedades que tratan de superar el racismo no sin infinitas tensiones internas y peligrosas derivas políticas. El fútbol resulta un modelo de éxito, aspiracional, pero la realidad social es otra.

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14 de diciembre de 2022
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