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La América (poco española) que viene

Por 3 de febrero de 2025 Sin comentarios

Juan Lagardera

 

El pasado noviembre, algo más de 77 millones de electores eligieron a Donald John Trump como presidente de los Estados Unidos de América, frente a los 75 que optaron por Kamala Harris. Aunque en este país, como se sabe, lo importante son los votos de los Estados, que se configuran como circunscripciones electorales. Y en ese escenario estamos en las mismas desde hace al menos cuatro décadas, con las dos costas —menos el litoral del Golfo— muy decantadas del lado «azul» demócrata, y los estados del medio teñidos de «rojo» republicano, con los grandes lagos oscilando de un candidato a otro.

Una dicotomía más acusada todavía se produce entre el voto urbano y el rural. En las grandes ciudades, el triunfo demócrata es abrumador: casi siete de cada diez electores de las metrópolis americanas votaron demócrata, pero apenas uno de cada cuatro lo hicieron en las zonas rurales del país profundo. El 67% de Nueva York, por ejemplo, es demócrata, el 80% en San Francisco.

Entre las mujeres y los electores de color, la tendencia favorable a los demócratas es acusada. En cambio, la victoria de Trump en los viveros electorales blancos de clases medias y bajas, así como entre quienes se proclaman fervorosamente religiosos resulta contundente. Pero hay dos datos relevantes a considerar: Entre los latinos se están invirtiendo las preferencias; Trump creció más de catorce puntos en dicho grupo de población, y los demócratas cayeron trece. Y todavía más significativo de hacia dónde nos encaminamos: Entre los más jóvenes votantes hombres, Trump sobrepasa el 65%, doblando el porcentaje de la anterior elección, y entre las mujeres casi iguala a las demócratas, cuando hace cuatro años a Biden le votaron hasta el 68% de las nuevas electoras.

Dicho todo lo cual, se entenderá mejor cómo se expresa y hacia qué públicos dirige sus constantes mensajes el actualísimo presidente de los Estados Unidos, y hasta dónde llega la polarización (ese término tan de moda) de la política norteamericana.

Sin embargo, no es la primera vez que ocurre en la historia reciente de la joven nación, cuyos volantazos hacia el conservadurismo extremo o el progresismo liberal han sido frecuentes, giros bruscos que suelen afectar más a la posición exterior del país que a la gobernanza interna, porque en realidad Estados Unidos es federal de verdad y tanto los Estados y sus congresistas y senadores como los jueces, las universidades y muchos otros estamentos gozan de amplia autonomía y libertad de acción. Huelga decir que, en lo más alto de la pirámide, el presidente de los EE UU cuenta con un poder ejecutivo importante (y ahora también legislativo), decisivo en materia diplomática y militar, además de controlar los nombramientos del Tribunal Supremo y de organismos clave como el Tesoro, la CIA o la Agencia que gestiona el medio ambiente (EPA).

Hace algo más de veinte años, la editorial Alba publicó la traducción de un extraordinario libro, revelador del pensamiento político norteamericano intemporal y sus derivas. La educación de Henry Adams, una autobiografía escrita en 1907, donde el propio Henry Adams, periodista, profesor de Historia en Harvard, nieto y biznieto de presidentes de la Unión, hijo de congresista… relata la «decadencia democrática» de su país. No hace falta, por tanto, leer los más recientes alegatos de Noam Chomsky o ver los documentales de Michael Moore, grandes críticos del sistema, quienes vaticinan desde hace tiempo el hipotético rumbo americano hacia un estado totalitario. Casi una centuria antes Adams describió en su libro el negro panorama de la democracia en el país que la había impulsado, gracias al que, por cierto, ganó el premio Pulitzer del apartado biográfico en 1919.

Esa tendencia a la distopía está muy presente en la literatura norteamericana. Philip K. Dick, reconocido a raíz del argumento narrativo de la mítica película Blade Runner, escribió una novela en los años 60, El hombre en el castillo, basada en la ficción de una derrota del bando aliado en la Segunda Guerra Mundial y la consiguiente creación de una administración nazificada en los EE UU –salvo la costa oeste, ocupada por el Imperio del Japón–. Similares artificios literarios los utilizó con frecuencia Philip Roth, autor de una trilogía política novelada: Pastoral americana, metáfora sobre el trágico fracaso del sueño liberador del ejército simbiótico de Patty Hearst, a la que seguirían Me casé con un comunista en torno a la caza de brujas macartista, y La mancha humana. Roth escribiría finalmente La conjura contra América, otra historia alternativa donde el héroe de la aviación y simpatizante nazi (además de ultranacionalista, antisemita y aislacionista), Charles Lindbergh, le ganaba las elecciones del 40 a Franklin D. Roosevelt.

El cine clásico americano ha sido, en cambio, más laxo en cuestiones políticas, con excepción tal vez de los films marcadamente críticos de Oliver Stone (sus dos JFK, el retrato de Nixon y en especial su televisivo programa La historia no contada…). El suspense y el entretenimiento priman, conspiraciones y thrillers. Un gigante como John Ford solo rodó un film abiertamente político (El último hurra), siguiendo la estela de los directores de la generación más joven, de las comedias nihilistas de Preston Sturges (El gran McGinty, Los Viajes de Sullivan…) a los melodramas idealizados de Frank Capra (Caballero sin espada, ¡Qué bello es vivir!…). Estaba por venir el cine libertario y moralizador de Clint Eastwood, harina de otro costal. Y el de su antagónico, Spike Lee.

Volvamos a la política real americana. J. R. MacCarthy, contra quien se rebeló el propio partido republicano y en especial Hollywood que tanto lo sufrió; Richard Nixon, empantanado con las revueltas de la guerra de Vietnam; o Ronald Reagan, son personajes de carne y hueso que han representado en los anales recientes posiciones ideológicas o económicas profundamente radicales. Retrotraigamos la máquina del tiempo porque contaban con antecedentes. Sin atrasar el reloj demasiado, William McKinley, a quien cita Trump con profusión; el presidente al que llevaron a la guerra de Cuba dos magnates de la prensa, Joseph Pulitzer y William Randolph Hearst (el Ciudadano Kane de Orson Welles, abuelo de la revolucionaria gestual Patty).

McKinley declaró la guerra contra España y terminó asesinado por incitación del extremismo de la prensa controlada por Hearst. Aquel conflicto bélico abierto de España frente a los Estados Unidos apenas duró cinco meses. Un verdadero colapso (el del 98) para el nacionalismo español que, al mismo tiempo, marcó el expansionismo norteamericano que, medio siglo antes, ya se había anexionado todo el norte de México, entre California y Texas, sin despeinarse. Primero fue terrestre a costa de lo hispánico, luego los mares en sustitución del mando británico, para terminar en los cielos supersónicos. Ahora vuelve a la tierra, al menos retóricamente.

En la previa del conflicto cubano, el embajador español en Washington, Enrique Dupuy de Lôme, descendiente de la familia francesa que instaló en el barrio valenciano de Patraix la primera máquina de vapor y plantó una gran extensión de viñedos en Fontanars dels Alforins –junto a la finca del amante de Isabel II, el conde de Torrefiel–, fue víctima del espionaje americano cuando, con motivo de la visita del jefe del Gobierno español José Canalejas a McKinley para trata de evitar la guerra directa con los EE UU, le fue interceptado y filtrado un telegrama que publicó en grandes caracteres el diario New York Journal, de Hearst. En el escrito, Dupuy cuestionaba las intenciones del presidente McKinley. Tras el episodio, el diplomático presentó su dimisión y, años después, fue sustraído el documento original de los archivos Dupuy. A Canalejas, uno de los políticos españoles mejor preparados –daba clases de Literatura y presidió la Asociación de Escritores y Artistas entre otras circunstancias–, le pegaron un tiro, también, mirando el escaparate de una librería junto a la madrileña Puerta del Sol; por reformista y moderado.

Quedaban lejos los momentos durante la guerra de la Independencia –Revolution– en los que muchos españoles ayudaron a las trece colonias americanas frente a la Gran Bretaña. Un destacado comerciante, nacido en Petrel, Juan de Miralles, fue protagonista en aquel conflicto. Sorteó bloqueos navales para abastecer mercancías –y casacas militares azulonas, tejidas en Alcoi– en favor de la causa comandada por George Washington, de quien fue buen amigo, hasta el punto en que murió en la casa del propio general en Morristown (Nueva Jersey), la mansión Ford, cuartel del mando de los insurrectos durante una etapa de la guerra. Miralles fue enterrado con honores de Estado por los americanos. Su fortuna, amasada gracias al comercio de esclavos, impide reivindicar su figura. No obstante, recordemos que, gracias a la derrota inglesa frente a los revolucionarios estadounidenses, el Reino de España recuperó la isla de Menorca.

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Juan Lagardera

Juan Lagardera (Xàtiva, 1958). Cursó estudios de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado a lo largo de más de treinta años en las redacciones de Noticias al Día, Las Provincias y Levante-EMV. Corresponsal de cultura del periódico La Vanguardia durante algo más de un lustro. Como editor ha sido responsable de múltiples publicaciones, de revistas periódicas como Valencia City o Tendencias Diseño y también de libros así como de catálogos de arte y arquitectura. Desde su creación y durante nueve años fue coordinador del club cultural del diario Levante-EMV. Ha sido comisario de diversas muestras temáticas y artísticas en el IVAM, el MuVIM o para el IVAJ en la feria Arco en Madrid. Por su actividad como promotor de iniciativas plásticas recibió la medalla de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. Siendo editor jefe para la productora de contenidos Elca, renovó el suplemento de cultura Posdata del periódico Levante-EMV. Desde 2015 es columnista dominical del mismo rotativo. Ha publicado tanto textos de pensamiento como relatos en diversos volúmenes, entre otros los ensayos Del asfalto a la jungla (U. Politécnica 1994), La ciudad moderna (IVAM, 1998), La fotografía de Julius Shulman (en Los Ángeles Obscura, MUA 2001), o El ojo de la arquitectura (Travesía 4, 2003). Así como la recopilación de artículos en No hagan olas (Elca, 2021), y sus incursiones por la ficción: Invitado accidental. El viaje relámpago en aerotaxi de Spike Lee colgado de Naomi C. (en Ocurrió en Valencia, Ruzafa Show, 2012), y la novela Psicodélica. Un tiempo alucinante (Contrabando, 2022).

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