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Escrito por

Basilio Baltasar

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor y editor. Autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), Críticas ejemplares (BB ed; Bitzoc), Pastoral iraquí (Alfaguara), El intelectual rampante (KRK), El Apocalipsis según San Goliat (KRK) y Crítica de la razón maquinal (KRK). Ha sido director editorial de Bitzoc y de Seix Barral. Fue director del periódico El día del Mundo, de la Fundación Bartolomé March y de la Fundación Santillana. Dirigió el programa de exposiciones de arte y antropología Culturas del mundo (1989-1996). Colabora con La Vanguardia y con Jot Down. Preside el jurado del Prix Formentor y es director de la Fundación Formentor.

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Elogio al libro de papel

La innovación disfruta de un prestigio inmerecido. Se nos pide que rindamos pleitesía a lo que aparece como novedad, pero nuestra obligación intelectual es hija del viejo escepticismo. Seamos críticos. Mejor recelar de todo aquello cuyas consecuencias no han sido calculadas.

El ebook (dejemos que en su esperada agonía lleve su nombre en inglés) constata la ingenuidad de una sociedad dispuesta a aplaudir la innovación como si los productos mercantiles de la tecnología pertenecieran a la redención del género humano.

Esta confusión (entre tecnología y cultura, novedad y progreso, invento y curación…) es el síntoma del fetichismo supersticioso que gobierna a una sociedad falsamente moderna.

El ebook irrumpió en el escenario entre anuncios, focos y aplausos.

Ya se sabe: las campañas de publicidad que seducen a los sentidos y excitan la candidez.

Afortunadamente, su efecto hipnótico se agota.

El declive del ebook procede de una más que evidente insatisfacción: una vez superado el ciclo del esnobismo –una epidemia de contagios imitativos-, los usuarios crédulos, finalmente comprenden. Y despiertan.

Súbitamente se dan cuenta y con la pantalla en la mano llega un día en que se preguntan “¿para qué quiero yo esto?”.

El ebook es un problema político. Si triunfara, destruiría la cadena de producción del libro de papel: sus artesanías, oficios e industrias. Incluyendo aquí al destinatario último de un invento humanista: el lector autónomo.

Resulta lamentable que no se hayan encendido las luces de alarma ante los peligros de la dependencia entre “usuarios” y “servidores”. ¿Los servidores? ¿Los servidores de quién?

Esta perversa designación ya debería habernos alertado.

Estamos obligados a preservar el grado de autonomía individual conquistado en la Galaxia Gutenberg y a recelar de las “innovaciones” que atrofian nuestro campo de decisión.

Además de ser una operación mercantil ruinosa (¿cuántas veces tendremos que pagar para leer los libros de “nuestra” biblioteca? Caducan los programas de nuestro ordenador, las aplicaciones, los terminales… hay que pagar constantemente la conexión a las operadoras telefónicas, a las eléctricas…); resulta que el acceso a “nuestro” libro, que nadie sabe dónde está, depende de llaves que no nos pertenecen.

Resulta absurdo creer que esta “innovación” mejora nuestra autonomía de ciudadanos libres.

Consentir que se hurgue en los hábitos de nuestra privacidad hasta el punto de que “alguien” sepa qué libros estamos leyendo y qué fragmentos estamos subrayando, me parece un error ridículo. Ser vigilado, computado, censado o rastreado por un algoritmo no es menos inofensivo que serlo por un inquisidor

El control de los hábitos lectores es una intromisión política en el territorio de la intimidad: nuestra obligación es preservarla con celo.

Y otra cosa a tener en cuenta: si triunfaran los deseos de los fabricantes del libro electrónico, cualquier libro impertinente o molesto podrá desaparecer de los “servidores” cuando sus propietarios así lo deseen.

Con una sola tecla, sin hogueras, humos y cenizas, pero con el mismo efecto.

La facilidad con que en el futuro podrá ejecutarse un índice de libros prohibidos es pasmosa.

El éxito político del ebook no ha sido su implantación, tan renqueante, sino la credulidad militante de los que han ensalzado la supremacía del artefacto. Estas redes de complicidad espontánea (no necesariamente interesadas) permiten a los emprendedores, siempre legitimados por el prestigio de la innovación, poner a la venta artificios tecnológicos que deterioran nuestra soberanía.

Admiro el ingenio de los emprendedores californianos, pero, francamente, nuestra obligación es preguntarnos si sus innovaciones nos convienen.

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8 de mayo de 2017
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El oscuro reverso del genio iluminado

   

Si el diccionario de la lengua española entiende que “genio” es esa “capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas”, y reserva para “ingenio” la acepción más corriente (ese talento para ver rápidamente el aspecto gracioso de las cosas), el título que mejor cuadra al libro de Grayling es el que eligió el mismo autor para su edición original, The Age of Genius, y no el que acarrea la edición española: La era del ingenio.

Anthony Clifford Grayling, director del New College of the Humanities de Londres, ensayista, profesor y divulgador, en afortunadas ocasiones publicado por Ariel, nos ilustra con su informada indagación en el origen y esplendor del pensamiento científico. 

Grayling nos habla de la guerra que devastó a la Europa del siglo XVII y de cómo arraigaron en ese incendiado siglo los fundamentos de la ciencia moderna. Galileo y Newton, Berkeley, Descartes y Spinoza, Hobbes y Locke, fueron los pioneros de una comunidad intelectual dispuesta a investigar sin restricciones ni prejuicios la naturaleza del mundo.

Las circunstancias que favorecieron la amplia adquisición de las reglas metodológicas, la prudencia escéptica de la razón y la curiosidad insobornable fueron, según Grayling, hábilmente aprovechadas por los geniales pensadores del siglo.

El activísimo servicio postal permitió que una extensa red de corresponsales escribiese, hiciera múltiples copias de las cartas que recibía y distribuyera los hallazgos que la comunidad europea de sabios compartía con inquieta generosidad intelectual.

Por otro lado, paradójicamente, el caos, la violencia, las masacres y las conspiraciones de la guerra, absorbían de tal modo la atención de los poderes de la época, que los responsables del control social se convirtieron en unas “autoridades distraídas”, incapaces de detener la aceleración histórica, la acumulación y la expansión del conocimiento.

Según el relato de Grayling, otro factor sorprendente contribuyó al desarrollo de la mente científica. Mientras se elaboraban los novedosos métodos analíticos de aquella revolución cultural, los genios todavía confiaban en encontrar los atajos místicos que les conducirían a los secretos del universo. La severidad de la joven ciencia no excluyó el prestigio que la tradición ocultista conservaba entre los precursores de la modernidad.

Leibniz consiguió los cuadernos en donde Descartes narraba los sueños que dieron origen a su penetrante filosofía. En su apología de la duda y en el rechazo de la credulidad, resonaba la huella que aquellas experiencias nocturnas habían dejado en su ánimo. Según Grayling, en estos sueños se encuentran interesantes similitudes con los libros del movimiento rosacruz que a principios del siglo XVII apareció en Europa para “restaurar todas las ciencias, transmutar los metales y apartar a los hombres del error y la muerte”.

Cuando John Maynard Keynes compró en 1936 los cuadernos de Newton, descubrió con estupor que el genio de la Ley de Gravitación Universal se dedicó durante muchos años al estudio de la alquimia y a interpretar el código que cifraba los secretos inscritos en la Biblia. Keynes elogió por ello a Newton como “al último de los babilonios y sumerios”.

Cierta flema irónica, siempre inevitable entre británicos, permite al lector de Grayling hacer compatible el ensalzamiento de la ciencia con la conjetura sutilmente deslizada a lo largo del libro: que quizá la comunidad científica necesite de una poderosa fuente de inspiración, una especie de perpetuum mobile espiritual, para seguir dando los grandes saltos cognitivos que la libren de las sucesivas ediciones de ignorancia, temor y superstición. 

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5 de mayo de 2017
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La angustia quiere acabar con todo de una vez


  La industria cinematográfica de los Estados Unidos es una cadena de producción que no descansa ni tiene fiestas que guardar. A su catálogo pertenecen las superproducciones que se estrenan simultáneamente en todo el planeta y las ficciones de serie B que inundan la programación televisiva del mundo libre. De ser una pausa para el reposo, la industria del entretenimiento ha pasado a ser la autoridad que guía el comportamiento de una población emocionalmente traumatizada e intelectualmente maltratada. Como sede de la nueva religión mundial no debe ser desdeñada. No en vano Hollywood (bosque sagrado) imita con sus fantasías las sentencias de las divinidades antiguas.

La mercancía narrativa de la meca del cine (formidable metáfora para la moderna religión del mercado) ha ido modelando la mentalidad contemporánea de un modo irreparable. Hará falta ser un antropólogo marciano para reconocer la eficacia con que los guionistas han organizado el imaginario universal. Su principal obsesión, la inminente destrucción del mundo, se desliza entre las banalidades de cualquier argumento cinematográfico y desde allí pronuncia su promesa de castigo y redención. La audiencia masiva, sometida a la ansiedad de la existencia, se siente intrigada por el desenlace profético del malestar.

La factoría de ficciones cinematográficas se ha puesto al servicio de un doble compromiso: por un lado, debe sosegar los síntomas de un conflicto patológico; aunque por otro, debe garantizar que siga siendo incurable. Las pulsiones que dominan el imaginario estadounidense, las que elabora con magistral destreza su industria del entretenimiento, se distinguen por esta doble condición: mientras exorcizan la angustia comunitaria, la excitan.

Para entenderlo hace falta adoptar una nueva perspectiva y sustraerse a la fascinación de las candilejas. La serie House of cards, por ejemplo, no debe leerse como una crítica al despiadado ejercicio del poder que ejercen los políticos en Washington, sino precisamente como su más depurada apología: su didáctica enseña a la audiencia de qué va el juego.

Las líneas maestras de la gran obsesión americana rigen la narrativa audiovisual del cine y la televisión: las armas de fuego como emblema heroico del pionero que ante el peligro se las arregla solo y por su cuenta; los automóviles, sistemáticamente destruidos una y otra vez, venga o no venga a cuento; la añoranza por el melancólico espíritu de las praderas en un Far West exento de indios; los zombis, los muertos vivientes como metáfora de la sospecha que atenaza el cuello de cada espectador: la de no estar vivo del todo; la morbosa recreación de todo cuanto asesino en serie, secuestrador, caníbal, violador o pederasta aparece en la crónica de sucesos; la inminencia de la catástrofe final, ya sea atómica, ambiental o cósmica, evocada con mecánica insistencia: desde el Planeta de los simios hasta la demolición de la Casa Blanca por los enemigos venidos del espacio estelar. Todo argumento gira alrededor de lo mismo: trasgresión, crimen, culpa y castigo. La pulsión dominante, la obsesión nacional recurrente, que alienta el deseo de acabar con todo de una vez.

Miles y miles de horas de programación televisiva, reproducen, emiten y esparcen las semillas de esta pulsión violenta y suicida. Un país que elabora, exporta y celebra estas obsesiones tóxicas como si fueran obras de arte es un país que, obviamente, tiene un problema. La causa habrá que buscarla en un extraño conflicto de identidad: los ciudadanos estadounidenses no saben quiénes son. ¿Qué se puede esperar del único país del mundo que no tiene nombre?

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11 de diciembre de 2016
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Cómo manejar las urnas

 

La conversación con George Steiner que publica Siruela, Un largo sábado, nos ayuda a recordar sus grandes tratados literarios y cómo ha vivido la pasión intelectual este venerable profesor de Cambridge. Mientras recapitula sus ejemplares ejercicios de reflexión crítica, Steiner se detiene en el más aleccionador consejo recibido de su padre. Cuando la turba grita por las calles de París "¡Muerte a los judíos! ¡Muerte a los judíos!", el señor Steiner levanta las persianas, hace que el joven George se asome al balcón y le dice: "Eso se llama historia y nunca debes tener miedo".

 

El origen de la política.

El filósofo James Mill lamentaba a principios del siglo XIX que los agitadores sociales inflamaran las mentes de las clases bajas (sic) haciéndoles creer que el gobierno podría ayudarlas. Intentaba demostrar que pertenece al orden de las cosas eximir al gobierno de su responsabilidad. En contra de esta tendencia, extrañamente rescatada del pasado, el Premio Nobel de economía Amartya Sen, profesor en Harvard, articula su Idea de la justicia (Taurus, 2010). Reconoce en la sociedad una resistencia natural a la injusticia y demuestra que ésta vocación brota tanto de la indignación como del argumento. Como la vida de tantas personas en este mundo sigue siendo "desagradable, brutal y breve" (Thomas Hobbes), hay que evaluar las realizaciones sociales, fijarse en lo que realmente sucede y confiar en el razonamiento público. La frustración y la ira, dice Amartya Sen, pueden motivarnos pero debemos apoyarnos en el razonado escrutinio. Ante la precariedad humana cabe desarrollar una triple habilidad: comprender, simpatizar, razonar.

Los que van por libre

En su ensayo sobre Nadine Gordimer, (Las manos de los maestros, Random House) Coetzee hace un interesante ejercicio de vidas paralelas entre la escritora sudafricana, Iván Turgéniev y su propia e ineludible literatura. Cita a Jean Paul Sartre –"el escritor puede ser leal a un grupo político pero nunca deja de criticarlo"- y a Isaiah Berlin cuando evalúa el drama de los liberales rusos: "sufrían formas complejas de culpa, porque simpatizaban con la izquierda, con una fe más humana que la gélida, burocrática y cruel derecha, aunque sólo fuera porque siempre es mejor estar con los perseguidos que con los perseguidores". Coetzee comprende la encrucijada de fuerzas que pueden destruir la libertad intelectual: "el artista tiene una vocación especial, un talento que le mataría si lo mantuviese oculto". Escribir, dice Coetzee, es un oficio solitario, pero escribir contra la comunidad en la que uno ha nacido es aún más solitario.

Cómo saber lo que nos concierne

Ya se ha dicho todo sobre la necesidad de consultar los programas electorales antes de decidir a quién se va a votar. El voto, cabe insistir en cada ocasión, refunda el contrato social contra la violencia y es el incumplimiento de las cláusulas el que desfigura el sentido de las instituciones (algo que la ley, por cierto, no penaliza). Como no parece que la precaución arraigue en los hábitos de una ciudadanía confiada a sus propias intuiciones, habrá que recomendar un ejercicio inteligente que sustituya a la credulidad. La revista Investigación y Ciencia (460) publicó los estudios de un grupo de neurocientíficos: la práctica de la meditación modifica procesos cognitivos y emocionales, incrementa el procesamiento de la atención, disminuye la influencia del miedo, mitiga la inflamación del estrés biológico y auspicia el conocimiento de la consciencia. La idea de que un ciudadano entrene su mente antes de elegir al depositario de su confianza parece un consejo razonable.

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20 de julio de 2016
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Ascetas y acróbatas versus paranoicos

   

Cuando analizamos los discursos de la reciente campaña electoral, nos consta que la destreza más influyente ha sido la difamación. Acentuar recelos, enfatizar acusaciones, consolidar prejuicios, fomentar la suspicacia como activismo cívico. A esto se reduce el nervio narrativo de los candidatos. Su logro consiste en imputar al adversario como reo de la gran murmuración. Es el último recurso de una política agotada por la inquina.

Dos

Somos lo que proclaman los demás. Así de frágil es nuestra condición social y así de quebradiza es nuestra identidad. La infamia taladra la conciencia del hombre contemporáneo y destruye la ficción de su autonomía personal. Esta inquietud psicótica es contagiosa. Sometidos a la desconfianza del prójimo, mendigamos su aprobación o negamos su existencia. La cultura política protege a los escamados y les anima a sospechar. Los otros serán lo que nosotros sabemos que son. ¿Qué importa lo que ellos digan? Debe ser obvio que esconden sus intenciones.

Tres

Esta presunción ha creado escuela. En lugar de responder a una objeción o refutar un argumento, el candidato improvisa un desmentido. Preferiblemente, una chanza. O un titular, que viene a ser lo mismo. Entre los tertulianos se han formado nuestros mejores oradores. A los más espabilados se les envía a la tertulia nacional y allí prosperan. Quién aprenda a destruir la credibilidad ajena: ése hará carrera. Su mandato le obliga a excitar la fogosidad terapéutica de los militantes. Se le ha encargado negar lo real y sustituirlo por la ficción corporativa. Las cosas no son lo que parecen: yo os diré qué hay detrás de todo esto.

Cuatro

La reforma de las deficiencias del sistema se enfrenta por ello a un obstáculo insalvable: el hastío. La ingenuidad de ayer es absuelta por la amnesia y la credulidad de hoy brota como convicción personal. En esta cinta de Moebius nadie permanece indemne. El sujeto de la política lo sabe y juega a hacerse querer. Pues sólo a veces se le reclama, se le halaga, se le regalan elogios, consideraciones, promesas. Una fiesta de besos y abrazos indiscriminados. Resulta agradable ser necesario para la gente importante que gobierna. Pero como espectador sólo puede aplaudir. Hoy en día la gente bien educada no abuchea en el teatro.

 

Cinco

El pensador alemán Peter Sloterdijk elabora en uno de sus últimos tratados (Has de cambiar tu vida, PreTextos) los requisitos educativos para el crecimiento vertical del hombre, una paideía que nos rescatará de la indigencia intelectual y de nuestros errores culturales. Dice Sloterdijk que una vida ejercitante propicia el crecimiento de la inteligencia y que debemos adiestrarnos en una doble práctica: ascetismo y acrobacia.

Seis

Aunque frente a la realidad, un bostezo se abre con amargo resentimiento. Dos reacciones se ofrecen entonces como alternativas: el falso abstencionismo, que recluye a los ciudadanos en la mansedumbre, esa credulidad orgullosa de su candor; y el impaciente enfado, que impulsa un furioso y desorientado nihilismo. Pues ha venido a ser éste el tiempo de los agotamientos: se van agotando las utopías (incluida la utopía más respetada: la de que las cosas tampoco van tan mal) y la conciencia ilustrada de la emancipación política.

Siete

Dará comienzo entonces la fase paranoica de la historia. Ese momento en que la política debe contribuir con su discurso al descrédito del mundo, la celebración del espejismo, la invención de los acontecimientos y el fomento de las ilusiones. Cualquier maniobra antes de encararse a la desnuda realidad de las cosas.

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13 de julio de 2016
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En la ruina de las batallas perdidas

En 1983 grabé con aquél arcaico sistema de vídeo una larga entrevista a Federica Montseny. La produjo el profesor Jaume Sureda para el archivo de historia oral de la universidad balear. Federica, la primera mujer ministra, sindicalista, escritora, había llegado a Palma invitada por los estudiantes de la Facultad de Derecho para participar en un debate que tuvo lugar en el Teatro Principal. La conversación con Federica Montseny fue el día antes en una de las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras, en el edificio de Son Malferit.

La anciana y longeva Federica conservaba su legendario vigor, una memoria nítida y una rara conciencia sobre el pasado, el curso de la historia y la marcha del tiempo. No me hablaba como la mujer tantas veces derrotada.

Antes de la primera pregunta recité un fragmento del relato que el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger dedica a los republicanos y anarcosindicalistas exiliados en Toulousse. En la más española de las ciudades francesas, los héroes de las mil batallas perdidas, subsistían con sobriedad, haciendo de su austeridad el sustento de una insobornable independencia. Sin rencor ni odios ideológicos, ni banales ejercicios de nostalgia, vivían en modestas viviendas sin televisor, pero con libros. Pertenecían a una generación que dio a la cultura y a la educación la más alta consideración moral. Reverenciaban a Don Quijote y en cada una de sus casas conservaban la obra magna de Cervantes. Me extendí citando los elogios de Enzensberger por los viejos compañeros de Federica, pero el homenaje no la conmovió. Recelando de la mitografía y avisada de lo que encubre el embellecimiento del pasado. Como si el reconocimiento al abnegado idealismo de aquellos hombres no fuera más que otro modo de redactar su epitafio.

Lo recuerdo ahora que la televisión francesa ha emitido un documental sobre Federica Montseny, “L’Indomptable”, dirigido por Jean-Michel Rodrigo. Allí aparecen fragmentos de mi entrevista a Federica y me cuenta el documentalista, Javier Campillo, bibliotecario del Instituto Cervantes en Toulousse, que no hay en los archivos ninguna otra intervención tan larga y completa como la que entonces quedó grabada y custodiada.

Le comento a Juan Luis Cebrián, el día que presenta la novela de Fernando Schwartz en la Embajada de Francia, acompañado por un locuaz y simpático embajador, que al recordar a los españoles maltratados por la Historia (los judíos, los moriscos, los republicanos…) siento una desagradable sensación de amarga melancolía. Los que conocí en mi adolescencia se distinguían por una singular generosidad vital, ajenos al instinto sectario que hemos visto fructificar en la política y en la prensa. Su extraña autonomía personal encarnaba un estilo de vida, una filosofía –en efecto, un anhelo de sabiduría- más que una doctrina para la predicación y la conquista del poder. Probablemente, mis recuerdos sean los restos deslavazados de un legado que hoy no podemos comprender.

Nuestro avaro y celoso país de infinitas sectas, enemistado con el pasado y rival de su futuro, poseído por una feroz disputa consigo mismo. Este país nuestro, intratable, presto al chantaje, y a la infamia, militando siempre en la trinchera de enfrente, consiente de mala gana que los Reyes de España se vayan a Francia a homenajear a los héroes de La Nueve. La valerosa compañía de españoles, los primeros en entrar en Paris y arrancar a las tropas alemanas su rendición.

 

 

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6 de junio de 2016
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El santo patrón de los locos de aquí

No es extraño que los dominicos consideraran a Ramón Llull un hereje, que los profesores de la Sorbona desdeñaran su presunción, que los prelados de la Curia detestaran su intrusismo, que los teólogos de la Corte lo difamaran como un loco visionario. Al fin y al cabo, Ramón se presentó ante ellos como un elegido por Dios para escribir “el mejor libro del mundo” y como el “abogado y procurador de los sarracenos”.

Ramón Llull descendió del monte Randa como Moisés del Sinaí: iluminado por el resplandor de la divinidad y encargado de llevar a cuestas el pesado fardo de su apabullante tarea. El noble egipcio redimiría al pueblo de Israel esclavizado por el Faraón; pero a Ramón le tocó en suerte una misión descabellada: injertar en la cosmografía medieval la supremacía de la Razón. Desafiando a los tribunales de la época, Ramón Llull proclamó que su Ars Magna está por encima de los libros sagrados y que fundamenta entre los hombres el arte de entender, no la costumbre de creer.

A través de un vericueto no muy bien comprendido Ramón se anticipó a los humanistas florentinos, a los enciclopedistas ilustrados, y formuló en plena Edad Media un entusiasmo que sólo sería superado por el Siglo de las Luces. Su artefacto cibernético, un artilugio lingüístico sin precedentes, establece solidos rigores conceptuales para el pensamiento y enseña los modos en que la razón “duda, examina y comprueba”. El énfasis con que Ramón habla de su Arte es de una ambición deslumbrante. Concibió su Ars Magna para regalar ciencia al pueblo, “salir de la servidumbre de las ciencias confusas” y “ordenar todas las cosas que puedan caber en la investigación humana”.

La magnífica biografía de Llull que publica el profesor Fernando Domínguez Reboiras en Arpa Editores, “El mejor libro del mundo”, es oportuna no por coincidir con el 700 aniversario de la muerte del filósofo, sino por darse en el Mediterráneo la misma batalla que entonces tuvo lugar. La erudición con que Ramón aprende la lengua y la cultura árabe le permite poner en cuestión a sus orgullosos contemporáneos: “¿por qué son los sarracenos más inteligentes cuanto más envejecen, mientras que con los cristianos sucede lo contrario?”

Con su admirable energía Ramón reprochó a reyes, papas y cardenales que consintieran a “los que se pelean, matan y caen en cautiverio”. Su apología de la Razón concluía en un sorprendente alegato pacifista: “conservemos una forma de disputar de respeto y servicio mutuo, pues la guerra, el rencor y el vituperio impiden a los hombres estar de acuerdo”. La confianza de Ramón en el poder de la palabra, las virtudes de la persuasión, el genio de la elocuencia, nos hacen sospechar que, para él, la conversación era mejor que la conversión.

Su larga y prolífica existencia de agitador político y escritor -el virtuoso inventor de la lengua literaria catalana-  encontró su réplica en el cervantino Caballero de la Triste Figura. La amarga confesión de Llull, cuando casi al final de sus días hace balance de su fracaso, parece provenir de un indeseable desvelamiento: “soy viejo, pobre y despreciado, recorriendo sin cesar el mundo, se burlan como si yo fuese un fatuo que habla locamente”.

Ramon fue un “foll de amor”, del mismo modo que Dante fue un “fiel de amor”. El lema luliano - “recordar, conocer, amar”-, de sugerente afinidad platónica, es el programa filosófico del hombre que aún en la posmodernidad sigue siendo “ese animal que homifica, que va haciéndose hombre, deificándose”.

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5 de mayo de 2016
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