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En la Jacetania

Aquí las cosas, los animales, los edificios y algunas personas parecen recién arrancados de la tierra y aún como a medio salir de ella, con todavía una querencia a regresar, como si les hubieran interrumpido el sueño y despertasen a media transformación.

Me alojan en el fuerte de Rapitán, ejemplo perfecto de todo lo anterior. La fortaleza, comenzada en 1884, es un enorme conjunto militar, un castillo de defensa con su foso y puente levadizo, así como una residencia. Desde su altura, más de mil cien metros, la artillería domina la ciudad entera y vigila el valle hasta la Canal de Berdún. Tiene enfrente la peña de Oroel, un gigante abrupto nacido en la última fase compresiva de los Pirineos, a donde tenemos que ir dentro de unos días. Por la tarde sus pliegues paralelos se doran con el sol poniente.

Muchas parejas suben hasta la terraza del Rapitán para ver el crepúsculo. También la noche atrae a este lugar desolado, batido por el viento, gélido a partir de septiembre, los sigilosos automóviles que aparcan durante horas con las luces apagadas. Al amanecer llegan otros para concluir la jarana. Ayer, dos todoterrenos repletos de criaturas se apostaron al pie de la fortaleza. Con sus radios a todo volumen y música troglodítica celebraron la salida del sol a las siete de la mañana saltando y aullando. Podrían haber sido cromañones recibiendo, desnudos e hirsutos, el nacimiento del día. Oroel, a esas horas, era un acorazado azul.

El inmenso fuerte tiene dos partes, una militar y la otra residencial. La militar nunca entró en servicio y sólo cumplió funciones de penal. En sus balcones se oxidan algunas piezas de artillería fundidas en Asturias en 1938. Las serpientes se cuecen al sol veraniego. En las cubiertas del fuerte, entre céspedes y matorrales, hay rastros que indican una fuerte presencia de caballos en algún momento.

Lo más interesante, sin embargo, es el mundo subterráneo. El fortín es invisible desde el valle porque ocupa toda la punta del cerro. Si se corre el camino que circunvala las murallas y el foso, se percibe que las unidades vivían bajo tierra y que la punta del monte no es sino un bunker colosal disimulado con árboles, rocas y vegetación. ¿Cuántos soldados podían esconderse en ese vientre de roca y cemento? ¿Y a quién engañaban? La guerra romántica es incomprensible.

A lo largo del foso pueden verse los ventanucos y aspilleras por donde asomarían los fusiles en caso de ataque. Lo cual quiere decir que el foso nunca se inundó. Y que en invierno todo el sistema de defensa sería por completo inútil, porque la nieve sin duda cubriría los respiraderos y ventanas, que están a medio metro del suelo. Caso de haberse usado alguna vez, la tropa quedaría presa en ese vientre subterráneo hasta el deshielo.

Mis amigos y yo habitamos la parte visible, los grandes edificios principales de piedra en donde podría albergarse medio millar de turistas. Pero estamos solos. Esta es una gentileza de la concejalía de cultura que aprovechamos jubilosamente en honor de Concha Jiménez. En el monumental edificio de sillares, con muros de hasta dos metros de anchura, sólo puede vivirse unas pocas semanas al año. Luego se convierte en una tumba congelada por cuyos laberintos ulula el cierzo y corren las arañas muertas de hambre.

Cada vez que entramos y salimos por el portón de hierro del que penden los fenomenales contrapesos del puente levadizo, los turistas, los visitantes, las parejas, los muy abundantes deportistas que suben jadeando la empinadísima carretera que hasta allí conduce, nos miran estupefactos. Nadie puede suponer que dentro de aquel pequeño Escorial hay un puñado de seres humanos vivos.

Al principio abríamos y cerrábamos el portón metálico un tanto intimidados. Ahora lo hacemos ya con desparpajo, con algo de chulería también. Participamos de la sensación de excepcionalidad que asumirían como algo natural los grandes duques y los capitanes de la milicia ochocentista. Y si alguien se acerca para entrever el patio interior, nos sobrecoge un arrebato de maldad y decimos con feroz y estudiada indiferencia: “Lo siento, es una residencia privada”. Y cerramos con un sonoro gong de bronce. Una vida al servicio del Zar.

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21 de agosto de 2006
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GRASS

Lúcido comentario de Arcadi Espada ayer en su blog: «Hay documentos (y eran del dominio público) que prueban el paso de Grass por la SS. Me tranquiliza. Por un momento pensé lo peor».

Lo peor habría sido para los lectores de Günter Grass un libro malo. Parece, por lo que dice la prensa alemana, que no es el caso de estas memorias, Pelando la cebolla, donde el premio nobel de literatura revela haber pertenecido a la Waffen-SS, la unidad de élite nazi, durante unos meses, en el final de la Segunda Guerra Mundial.

El autor tenía 17 años, y la obligación de incorporarse en una unidad del ejército, en el momento de dar el paso que provoca ahora comentarios y polémicas. Hay ataques, declaraciones públicas de decepción y, al contrario, expresiones a favor del novelista alemán como la del autor norteamericano John Irving, quien dijo: "Grass sigue siendo un héroe para mí, como escritor y como guía moral; su valor, como escritor y ciudadano de Alemania es ejemplar, y su valentía se enaltece, no se merma, por su revelación más reciente". Salman Rushdie y el cineasta Volker Schlöndorff se incorporaron también a esta defensa de Grass, que me parece extraña por muchas razones.

La primera, claro, es que esperamos que lo que permitió a Grass conseguir un Nobel y tantos lectores a través del mundo no sea el pobrísimo universo intelectual de un adolescente trastornado por la derrota de su país y la desaparición de su universo personal. Habría que ser un loco inmóvil para ver el mundo de la misma manera en su adolescencia y en las etapas de su vida adulta. Si es así, si hay que pagar por lo que hemos pensado en nuestra juventud, habría que condenar a Maurice Blanchot, Mircea Eliade o Cioran, que hicieron algo mucho peor que Grass (este nunca pegó un tiro en su etapa militar) al producir escritos fascistas y para ciertos antisemitas con una tremenda carga de odio.

Pero la razón principal para no ocuparse de la defensa de Grass es que leemos los libros por lo que son y no por lo que fueron sus autores. Conozco muchos republicanos franceses que no pueden esconder su admiración por Chateaubriand, un monárquico, tal como lo fue Balzac (Marx y Engels siempre expresaron su preferencia por Balzac cuyas novelas, según ellos, superaban las de Eugène Sue, autor tremendamente popular en su época y socialista). ¿Si no creemos que una obra literaria tiene una vida mas allá de la biografía de su autor, y que se reinventa en cada lectura, por qué seguimos leyendo? Sería mejor limitarnos a la absorción de manuales y de versiones acortadas de las grandes obras, pues se trataría de una mera información.

Hace unos años, cuando Ry Cooder produjo su disco Buena Vista Social Club, varios franceses, que sabían muy poco de Cuba, me hablaban de su entusiasmo por estos artistas despreciados y olvidados por la revolución castrista. Un día, tuve un almuerzo cuya conversación era un elogio político de los cantantes que se mantuvieron fieles a su arte y a la música de la isla. En ese momento me acordé de la canción revolucionaria que había cantado Omara Portuondo: “Junto a mi fusil mi son”. El son cubano se comparaba a los fusiles de los barbudos en una obra lamentable del realismo castrista. Un par de veces, tuve la tentación de interrumpir la conversación para entregar este dato desagradable pero al final no lo hice. Un fragmento del pasado de Omara Portuondo no quitaba nada a su talento pero tampoco lo mejoraba. Fui a lo obvio: ¿Hablamos de Celia Cruz? Ella, sí, tiene azúcar.

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18 de agosto de 2006
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La TV bate al cine por paliza

Creo haberlo ya dicho alguna vez en este mismo lugar, pero la columna que Dalton Ross escribió esta semana para Entertainment Weekly certifica mi convicción: la TV es hoy superior al cine, y por mucho. Para ser preciso: cuando hablo de la TV me refiero a la ficción televisiva, y no a productos degenerados –esto es, que traicionan a su génesis- como los reality shows. Y para ceñir aún más el análisis, cuando hablo de la ficción televisiva me remito a las series norteamericanas, con alguna intervención de la televisión británica. No sé cómo será la cosa allí donde están ustedes, pero la ficción televisiva argentina es paupérrima. Tienen éxito cosas como Sos mi vida (comedia costumbrista), Montecristo (culebrón con pretensiones ideológicas) y Casados con hijos (la versión local de la vieja comedia yanqui, simplemente detestable), pero más allá de estos subgéneros tan probados y por ende trillados, no existe sitio donde hincar el diente.

Lo que Ross hace es simple. Primero echa un vistazo panorámico a las películas más promocionadas del verano en Estados Unidos: Piratas del Caribe II, Superman Returns, Cars. En el mejor de los casos se trata de películas efectivas, lo cual significa que cumplen con el mínimo objetivo de entretener. No lo dice Ross pero lo digo yo: la infinita mayoría de los estrenos de esta temporada –nos guste o no, los films que vienen de Hollywood constituyen la infinita mayoría de los estrenos en cualquiera de nuestros países- son películas convencionales, blandas, que pisan sobre seguro.

Acto seguido Ross vuelve la mirada a la pantalla televisiva. A diferencia de lo que ocurre con el cine, que reserva para el verano sus apuestas más ambiciosas (en lo comercial, queda claro), esa temporada suele ser la más débil para la TV, que se limita a repetir series o lanzar títulos en los que no confía demasiado. Y sin embargo, aún en la fría pantalla del verano estadounidense se están emitiendo capítulos nuevos de series como Weeds, Deadwood (gracias a Dios por haber creado HBO), Entourage y Rescue Me. También causa sensación una serie inglesa que transmite BBC America, Life On Mars, en la cual un detective padece un inexplicable desfasaje temporal. Y por supuesto, apenas asome el otoño volverán los pesos pesados: Lost, 24, Battlestar Galactica, Los Soprano

La TV de los últimos años abunda en títulos que expandieron las fronteras creativas del medio, y que de paso se animaron a hacer cosas que el cine de Hollywood ya no se atreve a hacer. Ya mencioné a The Sopranos y al western Deadwood, pero debería mencionar asimismo Six Feet Under, The Wire, Roma y también clásicos que siguen vigentes como Prime Suspect (ya lo avisé, se viene la Parte 7). Sin olvidar placeres culpables como Veronica Mars, Prision Break, Gilmore Girls, E.R. y hasta Desperate Housewives.

Existen muchas razones para la presente superioridad de la TV por encima del cine, pero creo que una de ellas es fundamental. Los ejecutivos de la TV saben, porque lo han probado temporada tras temporada, que lo que les da resultados es poner a cada serie a cargo de un creativo; por lo general es un guionista. Los ejecutivos de Hollywood, en cambio, le otorgan el poder de decisión a los contadores. Y los contadores no creen en los riesgos (que es de lo que se trata la creación), sino en los balances positivos.

Por cada película de Wong Kar Wai, Michael Haneke e Isabel Coixet, que tampoco estrenan todos los años, existen docenas de series que nos alimentan el alma semana tras semana. Menos mal que existe el DVD, que nos permite revisar clásicos y emparejar la balanza para que el cine no pierda por paliza. Porque el score expresa una disparidad enorme, eso es obvio. El artículo de Ross lo expresa categóricamente y su revista no teme anunciarlo de esa forma: “La TV le está rompiendo el culo al cine”.

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18 de agosto de 2006
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LA MUJER EMBARNECIDA

No sé decir en qué libro (acaso en Los pueblos) habla Azorín de una mujer a la que encuentra al cabo del tiempo y de la que dice con gusto:  "los años la habían embarnecido".

No he podido olvidar esta hermosa palabra y su resonancia, tan certera. Los años engrosan a las personas y, a partir de una edad, nadie se libra de unos kilos de más, aquí y allá, como ineluctables legados de la vida.

Estos kilos de más sobre los que la industria cosmética hace sonar las alarmas son testigos naturales de la biografía y, a menudo, batallar contra ellos comporta un intento de mutilación que destruye la honesta personalidad del sujeto.

La mujer embarnecida, en torno a los cuarenta, sobresale en la página de Azorín como un personaje en su plenitud, rebozado de majestad y argumento. Pero, de la misma manera, muchas mujeres embarnecidas de alrededor nos trasmiten la dulzura de una deseada maternidad y un nuevo sabor sexual que no se conoció de ningún modo en la fragancia de la juventud.

Se trata, absolutamente, de una segunda floración donde sin faltar el primor de la primera se suma el aroma de su maduración. Mantenerse en ese estado de excelencia y preservar su equilibrio requiere un arte superior en la estética femenina. Frente a ello, adelgazar a todo trance supone un requerimiento indigno y  un mandato delirante. Porque, cuando fuera posible, el ideal consiste en mantenerse para siempre embarnecida: acampada en esta figura donde se agrega el paso comunitario del tiempo a la densidad personal del gusto por la vida.

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18 de agosto de 2006
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El futuro del pasado

Dice Taruskin que, a su modo de ver, el Roman de Fauvel o en general las composiciones de la Ars Nova, en el siglo XIV, "are the earliest emergence within musical practice of “art” as we know it”, o sea, que serían el más antiguo caso de práctica musical como “arte” en su sentido actual.

No estoy en absoluto de acuerdo. Considerar arte en su sentido actual cualquier producto anterior a la Revolución Francesa es un anacronismo tan grueso como llamar “coche” (es decir, “coach”, un tipo de carruaje tirado por caballos) al automóvil. Lo usamos constantemente, pero todos sabemos que ambas palabras, “coche” y “coche”, sólo tienen en común el movimiento y las ruedas. La diferencia es sustancial: unas avanzan por tracción animal y las otras por explosión. Así también el arte anterior a la Revolución Francesa es un trabajo similar al del carpintero, en tanto que el arte en su sentido moderno es un trabajo próximo al del filósofo, lo cual incluye al científico. En fin, esa es la pretensión.

No es este punto, sin embargo, el que me ha llamado la atención en el libro de Taruskin, primer volumen de su monumental historia de la música, sino la mención del Roman de Fauvel. ¿Cuánta gente lo oyó en el momento de su composición? O, para el caso, cualquier otra composición coetánea, los motetes de Guillaume de Machaut, por ejemplo. ¿Cien personas? Juntemos todas las veces que se interpretó. ¿Dos mil personas? Luego se hundió en el silencio y no reapareció hasta el siglo XX, seiscientos años más tarde.

Ahora bien, en cuanto reaparece la llamada “música antigua”, hacia 1960, tiene un éxito internacional y se imprimen cientos de discos vendidos por decenas de miles. En los últimos cincuenta años, ¿cuánta gente ha oído un motete de Machaut? Se deben de contar por cientos de miles, quizás lleguen al millón de personas gracias a la radio y la televisión. Yo creo que este fenómeno encierra una paradoja que no sabemos desentrañar.

Marx tuvo muchas dificultades para explicar desde su metafísica de la historia material la fascinación que ejercían Iliada y Odisea sobre gente que conocía la locomotora. ¿Qué relación podía establecerse entre los burgueses del ochocientos y unos individuos que se alimentaban con aceitunas negras y queso de cabra, que vivían del latrocinio veraniego, vestían túnicas de lana, tenían esclavos como quien dispone de lavadora y creían estar en presencia de espíritus inmortales?

Desde su planteamiento, era imposible que ambas sociedades, la helénica y la capitalista, se interesaran por algo común y perdurable en los humanos, algo que permaneciera a través de las transformaciones técnicas y económicas, porque eso habría sido como reconocer que los humanos tienen “alma”. Si las prácticas culturales, como decía Marx, son mero síntoma de una estructura de producción material, no tenía sentido que un burgués londinense se sintiera atrapado por el mundo simbólico de Homero.

Los posmarxistas, hasta llegar al trivial Terry Eagleton, refinaron mucho la justificación teórica de esa pasión llamada “cultural”, pero no aclararon en absoluto por qué razón nos interesamos de un modo tan desesperado por cualquier invención, futesa o capricho que hayan producido los humanos en el pasado y en un terreno absolutamente inútil para la mejora de las condiciones materiales de existencia. Los motetes de Machaut, por ejemplo, o los iconos de fondo de oro, o los capiteles románicos decorados con la botánica salvaje de los nigromantes.

¿Cómo es posible que el presente ámbito cultural y artístico sea en más de un 60% puro pasado? ¿Qué extraordinario rechazo de nosotros mismos, de nuestro presente, indica esa desproporción? ¿Qué síntoma de atrofia, de terror al futuro?

Es frecuente que ante una pregunta tan simplona se alce un gracioso para decir que a la vista de lo que producen las artes y las letras actuales, más nos vale seguir con Homero y Tiziano. No se percata de que al decirlo profundiza la sima de la interrogación. Él mismo se convierte en interrogación. Es él quien niega su presente y prefiere ser una forma de pasado. Avanza hacia atrás riéndose de sí mismo.

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18 de agosto de 2006
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El retorno del hombre sin cabeza

Ayer volví a verlo en TV por enésima vez, y me pregunté si la imagen no produciría pesadillas a los niños. Para los adultos se trata de una escena habitual en la Argentina, el detenido a quien se traslada de la cárcel al juzgado o viceversa, con las manos esposadas a la espalda y la cara cubierta por una chaqueta o un pullover. Pero para los niños -si es que los niños siguen pareciéndose en algo al niño que yo fui-, la visión de un hombre sin cabeza es aterradora. Ayer Martín Ríos, de 27 años, fue trasladado de un sitio a otro con una chaqueta abrochada hasta el cuello –por encima de la cual no existía cabeza alguna.

Ríos está acusado de haber enloquecido en plena calle y disparado a mansalva a los transeúntes, hiriendo a varios y matando a un joven; según parece, no es la primera vez que estallaba en un frenesí de disparos (se sabe de una balacera contra un ómnibus, y de otra contra los cristales de una confitería llena de gente), pero esta fue la primera vez que el estallido culminó con un muerto. Por lo general solemos asociar estos crímenes de naturaleza freak con los Estados Unidos, o con cualquier otro país donde la abundancia pueda transformarse en anomia. Pero se ve que ya no sólo importamos películas, ropa, Barbies y maquinaria: ahora en la Argentina también importamos crímenes.

El reflejo más obvio sería el buscar la tranquilidad, pretendiendo que el caso de Ríos –de resultar culpable- es tan sólo una excepción a la regla, el exabrupto de un loquito. Pero todos sabemos que un “loquito”, aun cuando esté clínicamente certificado como tal, es además una manifestación del grupo social al que pertenece. Siempre recuerdo que en ocasión del estreno de Pixote, aquella estremecedora película de Héctor Babenco, escuché al abandonar la sala que una señora decía: “¡Qué barbaridad, las cosas que ocurren en Brasil!” Estuve a un tris de explicarle a la señora que esas “cosas” –los niños que crecen en el abandono y la miseria y por ende caen en la droga, en el delito- ocurrían a tan sólo minutos de donde estábamos, y quizás a la vuelta de la esquina. Pero callé, y esa noche la señora debe haber dormido sin sobresaltos, arropada por su negación. Me pregunto si desde aquel entonces habrá sido asaltada en la calle por alguna de esas “cosas” bárbaras que tan sólo ocurren en Brasil. La verdad puede tardar, pero siempre encuentra alguna forma de arañarnos la piel.

Hasta que saltó a la notoriedad, Martín Ríos parecía cualquier cosa menos una excepción. Hijo de una familia de clase media, vecino del acomodado barrio de Belgrano, alumno de colegio privado. Ahora se dice que tenía un historial de problemas psicológicos; conozco a alguien que dice haber sido compañero de Ríos en la secundaria, y que confirma la versión de su adicción a la cocaína –un vicio inalcanzable para los pobres. Lo singular es el hecho de que a pesar de este presunto historial, Ríos haya obtenido permiso oficial para comprar un arma, la misma pistola que utilizó para herir a tantos y matar a un joven de su misma edad, a quien nunca antes había visto. Este permiso, esta arma, son la prueba de una doble complicidad con el crimen. En primer lugar, la de la familia que conociendo íntimamente a Martín y por ende a su conflictiva historia, consideró sensato que estuviese en posesión de un arma. En segundo lugar, la del Estado que le concedió alegremente el permiso para comprarla.

Ahora Ríos, mi hombre sin cabeza, va a diario de aquí para allá, entre declaraciones que se niega a dar, estudios psiquiátricos y pruebas neurológicas. Terminará con sus huesos en la cárcel o en un loquero, pero su drama no acabará entonces. Aun cuando esté encerrado de por vida, la sociedad enferma de miedo que hizo posible el actual boom de la venta de armas seguirá en pie y funcionando. Aun cuando el Estado salió a cumplir su parte proponiendo un Plan de Desarme, lo que demostró es que nuestro país sigue en emergencia y que en esa emergencia el Estado es apenas un bombero: todo a lo que puede atinar es a apagar el fuego una vez que ha estallado. Y aun cuando una condena extirpe a la manzana podrida de su seno, la familia de Martín seguirá siendo lo que es: un grupo enfermo, que apañó y escondió a su hijo negándose a la verdad de su condición –hasta que fue demasiado tarde.

No es un disparate suponer que esa familia forma parte del tejido de clase media cuyo silencio hizo posible el genocidio de los 70. El reflejo fue el mismo de siempre, aquel de la señora gorda que vio Pixote conmigo: negar la realidad, suponer que mientras no me toque a mí en persona no me importa nada de lo que ocurra alrededor, ocultar la mugre debajo de la alfombra. ¿Será por eso que ahora importamos crímenes: porque empezamos a parecernos a esas sociedades que tienen tanto que ocultar? Martín terminará encerrado, pero todos aquellos que hicieron posible que matase –sus relaciones de sangre y los funcionarios del Renar, la oficina que otorga permisos para la compra de armas- seguirán libres.

Este hombre sin cabeza es simplemente eso, un monstruo, el emergente de una sociedad que lo creó y que ahora lo rechaza porque supone que al hacerlo se distancia de su propia enfermedad. Martín Ríos es además una figura triste, como la de la mayoría de los monstruos. Y una víctima de su circunstancia, como también lo eran Frankenstein y Drácula. Ignoro si los niños que lo ven pasar a diario en sus televisores tendrán o no pesadillas, como yo imagino; pero si las tuviesen, no estarían equivocados.

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17 de agosto de 2006
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TIEMPO DE LECTURA

No puedo acostumbrarme a lo que hacen varios sitios de información: indicar el tiempo de lectura al lado del título de una información. ¿Quién se pregunta si tiene 2’ 45’’ para leer algo sobre Líbano? De dos cosas una: o el tema te atrae o te vas para otra página. Por suerte, poco a poco, pasa la moda (por ejemplo, ya no lo hace el sitio de Clarín en Argentina), lo que explica mi rabia al descubrir en el mensual Arcadia de Colombia una columna titulada “La calculadora”, que promete al lector contarle “cuánto se demoraría usted leyendo algunos de los clásicos de la literatura”.

A continuación viene una especie de clasificación: lideran las Tres versiones de Judas, de Jorge Luis Borges, con 18 minutos, y por supuesto el pobre Miguel de Cervantes cierra la cola con las 43 horas de lectura para Don Quijote de la Mancha. Pero, ¿de qué hablamos?, ¿de un DVD cuyo tiempo es predeterminado o de la relación íntima e indescifrable entre el lector y una obra? La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson son 7 horas dice Arcadia, pero a mí me parece muy poco. Me acuerdo muy bien que me regaló siglos de lectura en el jardín de mi abuela, con piratas y temores compartidos con el olor de manzanas de los veranos calientes de mi infancia. El viejo y el mar son 3 horas dedicadas a Ernest Hemingway pero no fueron las mismas horas en la lectura compulsiva de mi adolescencia y después de pasar tanto tiempo entre Cojímar y la Finca de Papa en Cuba.

Un día, en el momento de vender un dibujo, el pintor Degas tuvo que responder a la pregunta estúpida de un cliente: “¿cuánto tiempo se demora usted en hacer esto?”, decía la persona al entregarle unos billetes. Y el artista no se equivocó: “depende de cómo uno lo ve: veinte minutos o veinte años”. Lo que caracteriza al arte es su relación con el tiempo. Aguanta el tiempo, resume toda la vida de su creador en el instante de la creación y nos hunde a todos en el tiempo del gozar sin fin y siempre renovado. Cuando leo que Cien años de soledad son 12 horas, tengo que responder: es una grave equivocación, la novela de García Márquez ofrece Cien años de lectura solitaria; o quizás más.

Por otra parte, este número de Arcadia (mes de julio), que llegó por milagro a mis manos, es excelente. Tengo la sensación de que Ñ empieza a tener discípulos.

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17 de agosto de 2006
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Las fuentes del sentido

El calor era intenso, seguramente rozaba los cuarenta grados, había ya cruzado la plaza cuando le vi alzar las cejas, mascullar unas palabras, tantear con el pie como un bailarín clásico, perder el equilibrio y caer hacia atrás, de espaldas, muy lentamente.

Era un hombre mayor, de unos setenta años, alto, pulcramente vestido, corpulento, y pude oír la percusión de su cabeza grande y romana contra el suelo. Las gafas salieron volando.

Nos acercamos a auxiliarle una pareja joven y yo. Luego se añadió el portero de una de las casas vecinas, un muchacho ecuatoriano, pero había muy poca gente callejeando en aquella hora durísima de la canícula.

Pesaba mucho, no fue fácil levantarlo, no sé qué habríamos hecho sin el ecuatoriano. El anciano se quejaba suavemente, sollozaba, pero no se había hecho daño, su queja procedía de una dolencia moral. Lo llevamos al banco más próximo.

Una vez sentado, levantó los brazos al cielo, exhaló un gemido dolorosísimo y rompió a llorar. Balanceaba ambos brazos de arriba abajo, se cogía la cabeza con las manos, levantaba el rostro hacia el cielo, dejaba caer gruesos lagrimones y sollozaba a la manera de los judíos ante el muro de las lamentaciones. A pesar de lo cual, sin transición, como si interpretara un papel de teatro, contestaba con toda normalidad a las preguntas y dio las gracias cuando le alcanzamos las gafas.

“¡Ay, señores, cómo han de verme! ¡No crean que es el vino, ni el calor, no, es el dolor, un dolor intensísimo! Sí fill meu, moltes gracies, sense olleres no veig res de res. ¡Cincuenta años con ella, cincuenta años de felicidad, medio siglo juntos! Allí, ¿ven aquel balcón? Allí vivimos sin jamás pelearnos o discutir cincuenta años, ¡ay, pobreta, pobreta meva!, murió el año pasado y no me se avenir, debería haberme ido con ella, ya no hago nada en este mundo!”.

Alguien le preguntó por su familia, creo que la chica, muy seria y emocionada, sin duda su abuelo debía de parecerse a aquel hombre, con su gran nariz bermeja y esas orejas cartilaginosas que les crecen a los ancianos.

Dues filles, tinc dues filles, nena. Una vive en San Cugat y la otra en Marc Aureli. Son muy buenas, se han portado siempre bien conmigo, muy bien, pero yo no puedo vivir sin ella, desde que murió no tengo cabeza, no tengo alma, estic fotut, ¡cincuenta años de felicidad! ¿Comprenden ustedes? ¡Y de repente, nada, un vacío, noches a oscuras, mañanas desganadas, una tortura! ¡Tendría que haberme ido yo también, el pitjor son les nits, no puc ni mirar la TV3!”.

La chica advirtió que “Marc Aureli” bien podía ser la calle del mismo nombre, a dos pasos de donde estábamos, y le preguntó si recordaba el teléfono de su hija, y si quería que la llamáramos.

“¡Ustedes ahora deben de creer que he bebido, que soy un bandarra, pero les juro que no he tomado nada, un vaset nomes, una cosa natural i sal.ludable, no, no, no es el vino, es el dolor, no puedo vivir, ¿ustedes me entienden?, no puedo seguir viviendo sin ella. Si nena, mira, té maca, el telefon es aquest”.

Sacó un papel arrugado del bolsillo. Tenía apuntados algunos teléfonos. Las dos hijas, un médico, su propio teléfono, otros que no alcancé a leer. La muchacha marcó un número en su móvil, localizó de inmediato a una de las hijas y se lo dijo al anciano, pero el caballero no hacía caso de nadie, parecía tener el alma escindida. Con una de las partes podía atender a lo que se le decía sobre gafas, hijas y teléfonos, yo creo que habría podido comentar el partido de fútbol de la noche, pero la otra parte de su alma, la que le sorbía el entendimiento, la que le dominaba, era independiente y le mantenía atado al dolor porque esa era la última forma de seguir unido a su mujer.

Aquellos brazos que subían y bajaban, aquel mesarse la calva, aquel poner al cielo por testigo, aquellos quejidos rítmicos, me recordaban a los actores dramáticos de principios de siglo, a la gestualidad del cine mudo y del melodrama, pero también a otra gestualidad más antigua, quizás intemporal, la que vemos en la pintura neoclásica y barroca cuando aparecen personajes desesperados, o esas mujeres a las que están asesinando a sus hijos, los inocentes.

Desde la Grecia los pintores han tratado de fijar los gestos de las emociones extremas para que sus composiciones puedan leerse, para que el público entienda que aquel es Brutus viendo entrar en parihuelas los cadáveres de sus hijos, y la de más allá es la madre del Juicio de Salomón que renuncia a su criatura con el fin de evitar que la partan por la mitad. Esa capacidad para explicar una escena sin usar las palabras es uno de los misterios gozosos de la pintura.

Sin embargo, aquel hombre no había aprendido esos gestos en ningún teatro o museo. Su estado anímico, su turbación, le impedían actuar o exhibirse, estaba en verdad expresando su dolor de un modo espontáneo y natural, con la inmediatez de las bestias, de los animales. La suya era una gestualidad universal e intemporal.

Yo estaba viendo la fuente del significado de miles y miles de pinturas, esculturas, representaciones teatrales, películas o fotografías, una abismal mímica de las pasiones, una gramática originaria, aquella de la que nace la música, según Rousseau, el más arcaico e inexplicado código de comunicación de los humanos.

La hija, que no resultó tal, sino que era la nieta, apareció en un santiamén, pero apenas hizo caso del abuelo. Se lió a hablar con la pareja joven sobre los viudos que no saben arreglárselas solos, pobrecitos, y sobre la falta de residencias para ancianos, así como, naturalmente, sobre lo bien que están allí con otros viejos como ellos jugando a las cartas o viendo la tele.

La nieta miraba de vez en cuando furtivamente el balcón tan bien situado sobre la plaza, el que nos había señalado el anciano, el cual mientras tanto no levantaba los ojos, pero parecía ya sosegado.

De modo que allí los dejé y ahora, cuando paso por debajo del balcón, siempre miro por ver quién asoma. De momento, nadie.

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17 de agosto de 2006
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EL VESTIDO DE LOS ESPAÑOLES

La actual manera de vestir de los españoles constituye uno de los aspectos más desdichados de la llamada Transición.

Simplemente, no ha existido transición o evolución alguna sino atasco general. De un paisajanaje español caracterizado por la severidad y el luto se ha pasado a un paisaje urbano o playero donde nada contribuye a la caracterización. La mengua de ideas en otros campos de la cultura o el pensamiento no es casi nada comparado con el crecido deslucimiento de la vestimenta. O más que eso: el enviscamiento del ropaje en un cúmulo de tonos parduscos, vergonzosos del color, donde se suman las gentes de todas las edades y procedencias.

Ni el cielo nublado del norte ha favorecido el lance de cromatismos audaces ni el resplandor del sur ha producido gamas que demostraran alguna nueva y determinada armonía. La democracia española se ha correspondido con una pila de elecciones vestuarias que, como sucede en la paleta del principiante, desembocan en el color "panza de burro". Tras esta bandera adusta, acumulación de atonías y errores de bulto, desfila la faz de la patria.

El estilo, aún el peor estilo, se borra o se deslíe bajo esta pésima elección del pueblo al que no ha mejorado ni la llamada "Moda España" ni algunas firmas nacionales con extensión internacional. Pero, en verdad, ¿qué son esas marcas españolas en cuanto a la innovación y la posmodernidad? Poca o ninguna cosa.  Zara, erigida en una de las firmas más renombradas y una de las primeras en facturación mundial, ha divulgado por el mundo -y no casualmente con origen español- la moda de la moda invisible, el modelo que redunda enseguida en su novedad y de inmediato se apaga. O, podría decirse ahora, "se agosta", puesto que este mes de agosto redondea en su desafuero el colmo de la vaciedad, la cima de la máxima indistinción.

¿El estilo del vestir español? Entre los logros más espectaculares de la actual democracia española se halla el formidable reparto de la vulgaridad. ¿Detritus playeros? ¿Aires contaminados? ¿Telebasura? ¿Libros basura? Acaso lo peor de la difusión mediática se manifiesta en el deterioro de los elementos para la mediación, entre los cuales destaca el vestido.

Inmersos en la atmósfera diaria española y  no importa en qué entorno, al aire libre o en interior, resulta difícil percibir críticamente el panorama, pero basta la menor voluntad de atención para comprobar cómo la visión se atora, el panorama se atosiga y de nuevo, como una extraña enfermedad de falsa posguerra, reina la tristeza de las formas o el abatimiento del color, el terrible adefesio de los trajes de fiesta, el tedio de las ropas en los caballeros y, definitivamente, el desánimo que trasmiten las ropas elegidas sin criterio o asomo de creatividad.

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17 de agosto de 2006
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Eros y Thanatos

Mi amigo Javier R., que estuvo haciendo prácticas en el célebre Hospital Cochin de París, me cuenta una de las más bellas historias del verano. Como médico de plantilla, tuvo acceso a dos de los historiales ultrasecretos de la política francesa, el del general De Gaulle y el de Mitterrand, nunca publicados. Si se juntan los dos, dan una novela a lo McEwan.

Cuando Mitterrand cumplió los sesenta y cuatro años, el doctor Adolf Steg, jefe de la sección de urología del Cochin, le diagnosticó un cáncer de próstata. Se podía intervenir y no presentaba mayores problemas para la supervivencia del enfermo, pero era imprescindible un bloqueo hormonal. Lo que el doctor ignoraba es que Mitterrand estaba enamorado.

El presidente de la república le preguntó a Steg si una vez practicada la intervención podría seguir manteniendo relaciones sexuales completas. El doctor le dijo que desgraciadamente debería despedirse del uso de su instrumento, pero que había otros modos de mantener una relación amorosa sin necesidad de echar mano, valga la expresión, de lo más clásico. Mitterrand, un escéptico del siglo XVII trasladado al siglo XX, se negó a la intervención. Sólo admitió curas parciales.

A los setenta años se le produjo la metástasis que lo conduciría a criar malvas. Murió amando, es cierto. Lo que no sabemos es si su amante habría preferido que durase más, aunque fuese al precio de divertirse de otro modo. Nunca la consultó sobre este punto.

Al general De Gaulle le sucedió algo similar, pero así como Mitterrand puso por encima de su propia vida el intercambio de fluidos con su novia, el general tendió a la Patria en el lecho de la dama, seguramente con no menor ímpetu amoroso.

En 1968 el célebre doctor Abouker le diagnosticó un adenoma de próstata. Requería una intervención inmediata, pero estaba de Dios que todo debía coincidir en aquella señalada primavera del 68 para que el general diera pruebas de su patriotismo, así que los franceses se lanzaron a ese ejercicio físico llamado revolución y el general no tuvo más remedio que posponer el quirófano para salvar a la Patria.

Anduvo siete meses con sonda, una experiencia que quienes la han pasado dicen que es más o menos como llevar un nido de ratas hambrientas entre las piernas. Así se mantuvo, estoico soldado de las legiones romanas, hasta que los franceses decidieron que la juerga había concluido y volvieron a sus casas, al trabajo, a las aulas o a los cafetines. Entonces se operó. Y una vez operado, se jubiló.

He aquí dos casos de sacrificio difíciles de analizar. ¿Se sacrificó Mitterrand por su novia, o por su vanidad? ¿Y De Gaulle, lo hizo pour la France, o por esa satánica soberbia que todo el mundo le atribuía?

¿Creyó Mitterrand que su amante lo abandonaría en cuanto se cerrara el grifo del fluido? ¿No sería eso tenerla en muy pobre estima? ¿Creyó De Gaulle que si le aparcaban unas semanas, la Francia entera se iría a hacer gárgaras? ¿No es eso tener en muy bajo concepto a sus compatriotas?

Lo dicho. Una novela. Padre e hijo, una próstata hereditaria, el oscuro objeto del deseo, los viejos soldados, los modernos políticos, el eterno masculino, etcétera.

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16 de agosto de 2006
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