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En la Jacetania

Por 21 de agosto de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

Aquí las cosas, los animales, los edificios y algunas personas parecen recién arrancados de la tierra y aún como a medio salir de ella, con todavía una querencia a regresar, como si les hubieran interrumpido el sueño y despertasen a media transformación.

Me alojan en el fuerte de Rapitán, ejemplo perfecto de todo lo anterior. La fortaleza, comenzada en 1884, es un enorme conjunto militar, un castillo de defensa con su foso y puente levadizo, así como una residencia. Desde su altura, más de mil cien metros, la artillería domina la ciudad entera y vigila el valle hasta la Canal de Berdún. Tiene enfrente la peña de Oroel, un gigante abrupto nacido en la última fase compresiva de los Pirineos, a donde tenemos que ir dentro de unos días. Por la tarde sus pliegues paralelos se doran con el sol poniente.

Muchas parejas suben hasta la terraza del Rapitán para ver el crepúsculo. También la noche atrae a este lugar desolado, batido por el viento, gélido a partir de septiembre, los sigilosos automóviles que aparcan durante horas con las luces apagadas. Al amanecer llegan otros para concluir la jarana. Ayer, dos todoterrenos repletos de criaturas se apostaron al pie de la fortaleza. Con sus radios a todo volumen y música troglodítica celebraron la salida del sol a las siete de la mañana saltando y aullando. Podrían haber sido cromañones recibiendo, desnudos e hirsutos, el nacimiento del día. Oroel, a esas horas, era un acorazado azul.

El inmenso fuerte tiene dos partes, una militar y la otra residencial. La militar nunca entró en servicio y sólo cumplió funciones de penal. En sus balcones se oxidan algunas piezas de artillería fundidas en Asturias en 1938. Las serpientes se cuecen al sol veraniego. En las cubiertas del fuerte, entre céspedes y matorrales, hay rastros que indican una fuerte presencia de caballos en algún momento.

Lo más interesante, sin embargo, es el mundo subterráneo. El fortín es invisible desde el valle porque ocupa toda la punta del cerro. Si se corre el camino que circunvala las murallas y el foso, se percibe que las unidades vivían bajo tierra y que la punta del monte no es sino un bunker colosal disimulado con árboles, rocas y vegetación. ¿Cuántos soldados podían esconderse en ese vientre de roca y cemento? ¿Y a quién engañaban? La guerra romántica es incomprensible.

A lo largo del foso pueden verse los ventanucos y aspilleras por donde asomarían los fusiles en caso de ataque. Lo cual quiere decir que el foso nunca se inundó. Y que en invierno todo el sistema de defensa sería por completo inútil, porque la nieve sin duda cubriría los respiraderos y ventanas, que están a medio metro del suelo. Caso de haberse usado alguna vez, la tropa quedaría presa en ese vientre subterráneo hasta el deshielo.

Mis amigos y yo habitamos la parte visible, los grandes edificios principales de piedra en donde podría albergarse medio millar de turistas. Pero estamos solos. Esta es una gentileza de la concejalía de cultura que aprovechamos jubilosamente en honor de Concha Jiménez. En el monumental edificio de sillares, con muros de hasta dos metros de anchura, sólo puede vivirse unas pocas semanas al año. Luego se convierte en una tumba congelada por cuyos laberintos ulula el cierzo y corren las arañas muertas de hambre.

Cada vez que entramos y salimos por el portón de hierro del que penden los fenomenales contrapesos del puente levadizo, los turistas, los visitantes, las parejas, los muy abundantes deportistas que suben jadeando la empinadísima carretera que hasta allí conduce, nos miran estupefactos. Nadie puede suponer que dentro de aquel pequeño Escorial hay un puñado de seres humanos vivos.

Al principio abríamos y cerrábamos el portón metálico un tanto intimidados. Ahora lo hacemos ya con desparpajo, con algo de chulería también. Participamos de la sensación de excepcionalidad que asumirían como algo natural los grandes duques y los capitanes de la milicia ochocentista. Y si alguien se acerca para entrever el patio interior, nos sobrecoge un arrebato de maldad y decimos con feroz y estudiada indiferencia: “Lo siento, es una residencia privada”. Y cerramos con un sonoro gong de bronce. Una vida al servicio del Zar.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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