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Las fuentes del sentido

Por 17 de agosto de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

El calor era intenso, seguramente rozaba los cuarenta grados, había ya cruzado la plaza cuando le vi alzar las cejas, mascullar unas palabras, tantear con el pie como un bailarín clásico, perder el equilibrio y caer hacia atrás, de espaldas, muy lentamente.

Era un hombre mayor, de unos setenta años, alto, pulcramente vestido, corpulento, y pude oír la percusión de su cabeza grande y romana contra el suelo. Las gafas salieron volando.

Nos acercamos a auxiliarle una pareja joven y yo. Luego se añadió el portero de una de las casas vecinas, un muchacho ecuatoriano, pero había muy poca gente callejeando en aquella hora durísima de la canícula.

Pesaba mucho, no fue fácil levantarlo, no sé qué habríamos hecho sin el ecuatoriano. El anciano se quejaba suavemente, sollozaba, pero no se había hecho daño, su queja procedía de una dolencia moral. Lo llevamos al banco más próximo.

Una vez sentado, levantó los brazos al cielo, exhaló un gemido dolorosísimo y rompió a llorar. Balanceaba ambos brazos de arriba abajo, se cogía la cabeza con las manos, levantaba el rostro hacia el cielo, dejaba caer gruesos lagrimones y sollozaba a la manera de los judíos ante el muro de las lamentaciones. A pesar de lo cual, sin transición, como si interpretara un papel de teatro, contestaba con toda normalidad a las preguntas y dio las gracias cuando le alcanzamos las gafas.

“¡Ay, señores, cómo han de verme! ¡No crean que es el vino, ni el calor, no, es el dolor, un dolor intensísimo! Sí fill meu, moltes gracies, sense olleres no veig res de res. ¡Cincuenta años con ella, cincuenta años de felicidad, medio siglo juntos! Allí, ¿ven aquel balcón? Allí vivimos sin jamás pelearnos o discutir cincuenta años, ¡ay, pobreta, pobreta meva!, murió el año pasado y no me se avenir, debería haberme ido con ella, ya no hago nada en este mundo!”.

Alguien le preguntó por su familia, creo que la chica, muy seria y emocionada, sin duda su abuelo debía de parecerse a aquel hombre, con su gran nariz bermeja y esas orejas cartilaginosas que les crecen a los ancianos.

Dues filles, tinc dues filles, nena. Una vive en San Cugat y la otra en Marc Aureli. Son muy buenas, se han portado siempre bien conmigo, muy bien, pero yo no puedo vivir sin ella, desde que murió no tengo cabeza, no tengo alma, estic fotut, ¡cincuenta años de felicidad! ¿Comprenden ustedes? ¡Y de repente, nada, un vacío, noches a oscuras, mañanas desganadas, una tortura! ¡Tendría que haberme ido yo también, el pitjor son les nits, no puc ni mirar la TV3!”.

La chica advirtió que “Marc Aureli” bien podía ser la calle del mismo nombre, a dos pasos de donde estábamos, y le preguntó si recordaba el teléfono de su hija, y si quería que la llamáramos.

“¡Ustedes ahora deben de creer que he bebido, que soy un bandarra, pero les juro que no he tomado nada, un vaset nomes, una cosa natural i sal.ludable, no, no, no es el vino, es el dolor, no puedo vivir, ¿ustedes me entienden?, no puedo seguir viviendo sin ella. Si nena, mira, té maca, el telefon es aquest”.

Sacó un papel arrugado del bolsillo. Tenía apuntados algunos teléfonos. Las dos hijas, un médico, su propio teléfono, otros que no alcancé a leer. La muchacha marcó un número en su móvil, localizó de inmediato a una de las hijas y se lo dijo al anciano, pero el caballero no hacía caso de nadie, parecía tener el alma escindida. Con una de las partes podía atender a lo que se le decía sobre gafas, hijas y teléfonos, yo creo que habría podido comentar el partido de fútbol de la noche, pero la otra parte de su alma, la que le sorbía el entendimiento, la que le dominaba, era independiente y le mantenía atado al dolor porque esa era la última forma de seguir unido a su mujer.

Aquellos brazos que subían y bajaban, aquel mesarse la calva, aquel poner al cielo por testigo, aquellos quejidos rítmicos, me recordaban a los actores dramáticos de principios de siglo, a la gestualidad del cine mudo y del melodrama, pero también a otra gestualidad más antigua, quizás intemporal, la que vemos en la pintura neoclásica y barroca cuando aparecen personajes desesperados, o esas mujeres a las que están asesinando a sus hijos, los inocentes.

Desde la Grecia los pintores han tratado de fijar los gestos de las emociones extremas para que sus composiciones puedan leerse, para que el público entienda que aquel es Brutus viendo entrar en parihuelas los cadáveres de sus hijos, y la de más allá es la madre del Juicio de Salomón que renuncia a su criatura con el fin de evitar que la partan por la mitad. Esa capacidad para explicar una escena sin usar las palabras es uno de los misterios gozosos de la pintura.

Sin embargo, aquel hombre no había aprendido esos gestos en ningún teatro o museo. Su estado anímico, su turbación, le impedían actuar o exhibirse, estaba en verdad expresando su dolor de un modo espontáneo y natural, con la inmediatez de las bestias, de los animales. La suya era una gestualidad universal e intemporal.

Yo estaba viendo la fuente del significado de miles y miles de pinturas, esculturas, representaciones teatrales, películas o fotografías, una abismal mímica de las pasiones, una gramática originaria, aquella de la que nace la música, según Rousseau, el más arcaico e inexplicado código de comunicación de los humanos.

La hija, que no resultó tal, sino que era la nieta, apareció en un santiamén, pero apenas hizo caso del abuelo. Se lió a hablar con la pareja joven sobre los viudos que no saben arreglárselas solos, pobrecitos, y sobre la falta de residencias para ancianos, así como, naturalmente, sobre lo bien que están allí con otros viejos como ellos jugando a las cartas o viendo la tele.

La nieta miraba de vez en cuando furtivamente el balcón tan bien situado sobre la plaza, el que nos había señalado el anciano, el cual mientras tanto no levantaba los ojos, pero parecía ya sosegado.

De modo que allí los dejé y ahora, cuando paso por debajo del balcón, siempre miro por ver quién asoma. De momento, nadie.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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