Vicente Verdú
No sé decir en qué libro (acaso en Los pueblos) habla Azorín de una mujer a la que encuentra al cabo del tiempo y de la que dice con gusto: "los años la habían embarnecido".
No he podido olvidar esta hermosa palabra y su resonancia, tan certera. Los años engrosan a las personas y, a partir de una edad, nadie se libra de unos kilos de más, aquí y allá, como ineluctables legados de la vida.
Estos kilos de más sobre los que la industria cosmética hace sonar las alarmas son testigos naturales de la biografía y, a menudo, batallar contra ellos comporta un intento de mutilación que destruye la honesta personalidad del sujeto.
La mujer embarnecida, en torno a los cuarenta, sobresale en la página de Azorín como un personaje en su plenitud, rebozado de majestad y argumento. Pero, de la misma manera, muchas mujeres embarnecidas de alrededor nos trasmiten la dulzura de una deseada maternidad y un nuevo sabor sexual que no se conoció de ningún modo en la fragancia de la juventud.
Se trata, absolutamente, de una segunda floración donde sin faltar el primor de la primera se suma el aroma de su maduración. Mantenerse en ese estado de excelencia y preservar su equilibrio requiere un arte superior en la estética femenina. Frente a ello, adelgazar a todo trance supone un requerimiento indigno y un mandato delirante. Porque, cuando fuera posible, el ideal consiste en mantenerse para siempre embarnecida: acampada en esta figura donde se agrega el paso comunitario del tiempo a la densidad personal del gusto por la vida.