Ficha técnica
Título: Enseres domésticos. Amores, pavores, sujetos y objetivos encerrados en casa| Autor:
Vicente Verdú | Editorial: Anagrama | Colección: Argumentos | Páginas: 208 | ISBN 978-84-339-6366-6 | Precio: 16,90 euros | Ebook: 12,99 euros
Enseres domésticos
Vicente Verdú
No hay ningún libro como éste. En primer lugar, ya irán viendo línea a línea por qué, pero, en segundo lugar, porque aquí se tratan asuntos sobre los que no se tiene una «visión distinta». Una «visión distinta» requiere en la óptica una separación de unos veinticinco centímetros. Con una distancia menor, las cosas no se ven bien y se emborronan a tal punto que no se las distingue cabalmente. Como consecuencia, es probable que uno pase por ellas sin darse cuenta y al perder porte pierdan también su importancia. Porque ¿qué estimación damos al jabón, al peine, al pan tostado, a las sábanas, los calcetines, el papel higiénico, la bombilla, el pijama o el orín de todos los días? Serán significantes pero ¿pueden considerarse significativos? El domicilio, nuestro hogar, es una cámara de compresión donde se disfruta o se sufre con tal intensidad que hasta las paredes se resienten con nuestras emociones, olores y maldiciones. Sin casa donde acantonarse se vive como en las afueras de uno mismo y, aun sin perder el embalaje del cuerpo, faltará la guarida que hace las veces de un segundo envoltorio orgánico. ¿Cómo no referirse pues a este recinto que de un lado acoge nuestra identidad y de otro la plantifica sobre los muebles o las cortinas, los lloros, los ronquidos o las pestilencias? ¿Cómo no tratar esa insidiosa diferencia que necesitamos atribuirnos respecto a nuestros vecinos iguales y apostados en el mismo rellano?
Enseres domésticos evoca la vida del hogar poblada de en/seres (sujetos y objetos) que cohabitan en un continuo intercambio de influencias supuestamente menudas. De hecho, examinado el hogar someramente, no parecería que nos juguemos la vida en los componentes que por allí desfilan, tan comunes o habituales como una cama, un teléfono o un espejo, pero cualquiera sabe lo trascendente que acaba siendo todo aquello que se repite mucho.
El domicilio acoge, día tras día, la médula de nuestra privacidad, el mundo que más nos duele o donde mejor se nos consuela. La casa es en apariencia una simple albañilería, pero al cabo actúa como un caparazón indespegable de la respiración. Si éste es un libro distinto (por su temática y su escritura singular) es también, a la vez, el más entrañado a lo común. En resumen, un logro asombroso. La mejor muestra, quizá, del talento, también muy distinto y distintivo, del autor.
PRÓLOGO
No hay prólogo que merezca alargarse. Éste es un libro que me ha estado rondando toda la vida y algunos de sus temas los he tratado al paso por aquí y por allá. Los psicólogos consideran un mal síntoma el acentuado deseo de no salir de casa. Sin embargo, ¿cómo no evocar el lugar común de que en ningún sitio se está mejor que en casa? Puede que no sea precisamente así y la casa se haya convertido en un infierno, los niños quemen los muebles y la pareja se haya transformado en el primer enemigo con quien irse a dormir. Pero si se va a ver, el exterior amenaza, cuando no nos enferma o nos excluye. Así que la casa nos permite vivir junto a conocidos sub-jetos cuya presencia va pegándose a nuestras vidas como un puré y frente al recelo que despiertan muchos de los restaurantes.
La calidad de lo que allí se siente no halla fácil réplica en sede alguna, tanto porque brinda la oportunidad de creernos dueños de un lugar seguro como por la esperanza de morir endulzados y no tan ácidamente como en las clínicas y los hospitales.
Sin duda, de todos modos, vamos muriendo cada día pero nuestra sensación no es siempre funeraria sino, de vez en cuando, casera o somnífera. Desde el olor del dormitorio al sonido del timbre, desde el zumbido del viento a la copulación matrimonial, desde la fetidez del excremento hasta el aroma del guiso, estos textos son como una miscelánea de la vida encerrada en el hogar con el cariño del ser común más sus benditos y satánicos enseres domésticos.
LOS VECINOS
No se les ve muy a menudo y sólo se oyen algunas de sus maniobras de vez en cuando. Ocupan en el mismo rellano una casa muy parecida a la nuestra en cuanto a su distribución pero que difiere de nuestro hogar tanto en su quehacer y en su mobiliario como en el tufo que se percibe cuando en alguna ocasión tenemos la oportunidad de husmear el interior de su albergue. De hecho, más de una vez, lanzando nuestra mirada por su puerta entreabierta, constatamos los extraños elementos, desde las tapicerías a los objetos, que pueblan su salón y mediante los cuales parece posible imaginar su catadura y aficiones, en general incompatibles con las nuestras.
Son vecinos, pero la distancia que separa nuestras familias puede llegar a parecernos tan grande como para concluir que, a la manera de los seres exóticos, no tenemos nada que ver con ellos. Basta haber obtenido un vistazo de sus cortinas, por ejemplo, para deducir que esa colección de estrafalarias birrias podrían ser muestras de gentes temibles por su horror estético.
Esos vecinos viven, sin embargo, ajenos a esta consideración, ríen en los cumpleaños, reciben visitas de amigos locuaces y, lo que aquí más cuenta, siguen agregando por todas las habitaciones objetos de forma y procedencias abominables.
De otra parte, los peores artículos, regalados o adquiridos, tienden a apilarse en sus pisos de igual manera que los olores de sus guisos y esas bolas de cristal, postales, marcos, premios de tómbola o conchas marinas que se congregan sin más bajo la ley que el mal gusto les infiere.
Efectivamente, no se trata, en general, de personas agresivas. Se trata de gentes corrientes, celosas de su hogar y de la debida privacidad en la que incluyen sus prendas interiores, de él o de ella, con florecillas y estampados que eligieron al tuntún y a precios bajos.
Con todo ello, sin embargo, no presentan ningún inconveniente en que los visitemos, nos sentemos una tarde en su tresillo y les juzguemos. A fin de cuentas, en su salón se encuentra, para su orgullo, lo mejor de la casa, ya se trate de cretonas, figuras policromadas o lanzas africanas de las que penden flecos.