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El futuro del pasado

Por 18 de agosto de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

Dice Taruskin que, a su modo de ver, el Roman de Fauvel o en general las composiciones de la Ars Nova, en el siglo XIV, "are the earliest emergence within musical practice of “art” as we know it”, o sea, que serían el más antiguo caso de práctica musical como “arte” en su sentido actual.

No estoy en absoluto de acuerdo. Considerar arte en su sentido actual cualquier producto anterior a la Revolución Francesa es un anacronismo tan grueso como llamar “coche” (es decir, “coach”, un tipo de carruaje tirado por caballos) al automóvil. Lo usamos constantemente, pero todos sabemos que ambas palabras, “coche” y “coche”, sólo tienen en común el movimiento y las ruedas. La diferencia es sustancial: unas avanzan por tracción animal y las otras por explosión. Así también el arte anterior a la Revolución Francesa es un trabajo similar al del carpintero, en tanto que el arte en su sentido moderno es un trabajo próximo al del filósofo, lo cual incluye al científico. En fin, esa es la pretensión.

No es este punto, sin embargo, el que me ha llamado la atención en el libro de Taruskin, primer volumen de su monumental historia de la música, sino la mención del Roman de Fauvel. ¿Cuánta gente lo oyó en el momento de su composición? O, para el caso, cualquier otra composición coetánea, los motetes de Guillaume de Machaut, por ejemplo. ¿Cien personas? Juntemos todas las veces que se interpretó. ¿Dos mil personas? Luego se hundió en el silencio y no reapareció hasta el siglo XX, seiscientos años más tarde.

Ahora bien, en cuanto reaparece la llamada “música antigua”, hacia 1960, tiene un éxito internacional y se imprimen cientos de discos vendidos por decenas de miles. En los últimos cincuenta años, ¿cuánta gente ha oído un motete de Machaut? Se deben de contar por cientos de miles, quizás lleguen al millón de personas gracias a la radio y la televisión. Yo creo que este fenómeno encierra una paradoja que no sabemos desentrañar.

Marx tuvo muchas dificultades para explicar desde su metafísica de la historia material la fascinación que ejercían Iliada y Odisea sobre gente que conocía la locomotora. ¿Qué relación podía establecerse entre los burgueses del ochocientos y unos individuos que se alimentaban con aceitunas negras y queso de cabra, que vivían del latrocinio veraniego, vestían túnicas de lana, tenían esclavos como quien dispone de lavadora y creían estar en presencia de espíritus inmortales?

Desde su planteamiento, era imposible que ambas sociedades, la helénica y la capitalista, se interesaran por algo común y perdurable en los humanos, algo que permaneciera a través de las transformaciones técnicas y económicas, porque eso habría sido como reconocer que los humanos tienen “alma”. Si las prácticas culturales, como decía Marx, son mero síntoma de una estructura de producción material, no tenía sentido que un burgués londinense se sintiera atrapado por el mundo simbólico de Homero.

Los posmarxistas, hasta llegar al trivial Terry Eagleton, refinaron mucho la justificación teórica de esa pasión llamada “cultural”, pero no aclararon en absoluto por qué razón nos interesamos de un modo tan desesperado por cualquier invención, futesa o capricho que hayan producido los humanos en el pasado y en un terreno absolutamente inútil para la mejora de las condiciones materiales de existencia. Los motetes de Machaut, por ejemplo, o los iconos de fondo de oro, o los capiteles románicos decorados con la botánica salvaje de los nigromantes.

¿Cómo es posible que el presente ámbito cultural y artístico sea en más de un 60% puro pasado? ¿Qué extraordinario rechazo de nosotros mismos, de nuestro presente, indica esa desproporción? ¿Qué síntoma de atrofia, de terror al futuro?

Es frecuente que ante una pregunta tan simplona se alce un gracioso para decir que a la vista de lo que producen las artes y las letras actuales, más nos vale seguir con Homero y Tiziano. No se percata de que al decirlo profundiza la sima de la interrogación. Él mismo se convierte en interrogación. Es él quien niega su presente y prefiere ser una forma de pasado. Avanza hacia atrás riéndose de sí mismo.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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