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La pandilla

'Abril es el mes más cruel en la gran alcoba’, inicio del poema “Railroad Farewell” (1973), publicado en libro por primera vez en Cónsul (1987), constituye uno de los pocos elementos que podrían dar carácter de "generación" a mi nexo con el grupo de amigos aficionados a la carne de ternera con los que, a finales de los sesenta y comienzos de los setenta, visitaba a diario, en la ciudad de Barcelona, cuando esta no era lo mismo que Cataluña, las galerías de arte y las librerías de viejo. Me refiero a Félix de Azúa, Pedro Gimferrer, Leopoldo María Panero, como componentes del grupo y, me refiero, como elemento característico del agrupamiento generacional, al intercambio de manuscritos y otros croquis; es decir le paso a Félix de Azúa ese texto y él lo corrige sustituyendo "gran alcoba" por "gran estancia", dado su proverbial alejamiento de las cosas del amor y conduciendo así a Eliot al brumoso interior de una estación de ferrocarril. Luego, el término "estancia" fue devorado por el mundo de la publicidad y volví al término primigenio, "alcoba".

Un segundo elemento que también podría dar carácter de generación, en esa línea de intercambio, es la cita que Pedro Gimferrer utiliza al final de su primer libro, Mensaje del tetrarca (1963); se trata de los dos últimos versos del poema “Antiguo” (1961) que aparecerá luego en mi primer libro, De las condiciones humanas (1964), cita que, como la que la acompaña, de Edgar Allan Poe, pasará a mejor vida en ediciones posteriores.

Tercer elemento sería el artículo de Leopoldo María Panero “Última poesía no-española”, publicado en junio de 1979 en Poesía. Revista de ilustración poética, en el que enumera a algunos poetas coetáneos suyos prestando especial atención a los componentes del cónclave barcelonés.

Estoy hablando de mí, de no considerar como generacional la relación establecida con Azúa, Gimferrer y Panero durante los sesenta y setenta, aunque puede, y de ello es buena muestra su participación en la celebrada antología Nueve novísimos poetas españoles (1970) de José María Castellet, que la relación literaria entre ellos fuera más sólida y, también hablo, de que, curiosamente, años después, se acuñara, con diversas variantes, el rótulo referido a mi persona, ‘padre nutricio de la secta novísima’, en especial a partir del capítulo “Biografías” del volumen titulado Pasiones literarias (2001), editado por Mónica Monteys Pi, volumen recopilatorio de un ciclo de conferencias celebradas en el Instituto Francés de Barcelona.

O sea que una posición excéntrica respecto al movimiento novísimo no descarta ciertos vínculos geográficos, cronológicos, sociales y culturales con su núcleo, con sus componentes más preclaros, y que los elementos antes señalados permitan que algunos teóricos y periodistas culturales mantengan el discurso, pese al tiempo discurrido, de mi prelatura, o al menos de mi pertenencia tangencial a esa etapa del campo minado de las generaciones literarias. Y como incómodo remate, un hecho sumido ya en una letal nebulosa, el manuscrito del poemario que, al ingresar en el ejército, dejé, casi di en custodia, a uno de los vates carnívoros y que, al regresar del frente, él y unos testigos de la entrega, negaron su existencia; Homenaje a Perse (1961), se llamaba el libro, parcialmente reproducido a partir de unos apuntes en Edad del insecto (2016).

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29 de abril de 2024
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Las tribulaciones de Jack Kerouac

Algunos escritores conforman geografías que se pueden recorrer. A veces las buscas pero otras veces te salen al paso como recuerdos de una vida que no has vivido. En París se pueden recorrer los espacios por los que se deslizó Proust, pero también por los que se movió Kerouac. Tardé mucho en darme cuenta de que el primer hotel de la capital francesa donde estuve trabajando como portero de noche, el hotel du Vieux-Paris, había sido el de la generación Beat. Mientras estuve en él nadie lo comentaba, pero la última vez que pasé por París se me ocurrió volver al viejo hotel de mis años jóvenes y lo vi lleno de fotos de la generación Beat. El nuevo dueño valoraba ese momento de la historia del hotel, y lo utilizaba como gancho publicitario. Hablé con él, y mientras tomábamos bourbon, me contó que en la misma barra sobre la que reposaban nuestras copas, se había apoyado Kerouac cuando llegó a Francia para investigar sus orígenes familiares. En aquella feliz ocasión el escritor había tenido una iluminación que él mismo se encargaría de referirnos en Satori en Paris.

Kerouac tenía muchas iluminaciones, y le sobrevenían sobre todo cuando estaba borracho. Cuentan que en Nueva York tuvo más de cien iluminaciones, tanto en la Horatio Street, donde pasaba épocas junto a Gregory Corso y sus camellos y panteras, como en el Corner Bistro, uno de los bares con más solera de Nuevas York, donde sirven excelentes cervezas y todos los whiskys americanos que puedas imaginar. Todavía se nota que fue el bar de los beats. Sus camareros practican la buena filosofía de la tolerancia, y el ambiente siempre resulta tan bohemio como familiar. Enseguida te sientes como en casa, mientras miras desde la ventana la apacible Jane Street, como la miraba en otro tiempo Kerouac.

Me contó una vez un escritor que toda esa fiesta que describe Kerouac en Los vagabundos del dharma, se llevó a cabo en Nueva York, pero que la trasladó a San Francisco porque narrativamente funcionaba mejor. Me asombró esa revelación. Hasta los escritores más realistas buscan el efecto literario, y Kerouac lo buscó siempre.

Recuerdo haber leído Los vagabundos del dharma a los diecisiete años, a la sombra de una barca de pescadores en Vilanova i la Geltrú. Eran los años setenta del siglo pasado. No había turistas en Vilanova; estaba solo en aquella playa descuidada y llena de barcas, tras haber recorrido el norte de Italia. Leyendo Los vagabundos percibí que el orientalismo de la generación Beat había sido más profundo de lo que parecía. Kerouac manejaba muy bien el dialecto budista. No era ninguna broma, aunque llegaba a aburrir un poco con tanta jaculatoria. Dos partes de la novela me conmovieron especialmente: la visita a la casa de su familia, en la América profunda, y la etapa en la que el narrador sube a la montaña y se convierte en guardabosques. En ambos momentos llegas a escuchar la respiración del silencio, y la prosa de Kerouac se torna profunda y musical. Desde la intimidad de aquella playa de Vilanova era fácil viajar a los bosques de América con un guía tan fabuloso. El opio no hubiese tenido sobre mí un efecto tan narcótico.

Desde Vilanova, me traslado otra vez a Nueva York mucho más rápido que en un avión, a la velocidad del deseo, a esa vertiginosa velocidad llego a la Gran Manzana para reunirme con Jack, o con algunos de sus representantes en la tierra. Suele frecuentar el Corner Bistro un poeta español que a cambio de una copa te explica todo lo que hay que saber sobre la generación Beat y muy especialmente sobre Jack Kerouac.

Nuestro amigo piensa que Jack era un ingenuo con cierta vena lírica pero sin verdadera capacidad para crear una tragedia de nuestro tiempo, una verdadera tragedia. Fitzgerald había dicho: “Dadme un gran personaje y escribiré una gran tragedia”. Kerouac tenía buenos personajes pero, a diferencia de Henry Miller y del mismo Fitzgerald, ya no creía en los grandes relatos, y había empezado a deslizarse hacia la muerte sin darse cuenta. Sus últimos años fueron patéticos. Algunos periodistas televisivos conseguían que pareciese un payaso reaccionario y bobalicón. Era dueño de un estilo jazzístico y resultón, pero su pensamiento desfallecía, no era un verdadero pensamiento. Probablemente no lo necesitaba. Hay novelistas que no piensan, o que cuando piensan comienzan a hacerlo peor. Jack lo hacía peor cuando pensaba, mucho peor, y su buen amigo Corso le dio un consejo: “No pienses, Jack. Te perderás. Yo nunca pienso cuando escribo”.

Así que Jack ya no pensaba nunca, ni cuando escribía ni cuando no escribía, y eso acaba pasándote factura. Con ese proceder, acabas descuidándote, y te dan enseguida la medalla de oro de la estupidez. A Jack se la dieron. Antes que a él, ya se la habían dado a Fitzgerald, otro genio que pasaba por ser un perfecto idiota los últimos años de su vida.

Jack bebía mucho todos los días, con una avidez desbordantemente dionisíaca. La gente ignoraba que en realidad era la reencarnación de Dionisio en una tierra de promisión en la que nunca había faltado el alcohol, ni siquiera en los años más odiosos de la Ley Seca

Los periodistas esperaban a que Jack se embriagase para hablar con él. Kerouac era más divertido cuando se emborrachaba, pero también más estúpido. Una cosa no iba sin la otra. La famosa dialéctica de los opuestos que se juntan. Lo peor de Jack era eso, sus amigos lo comentaban en el Corner Bistro, lo peor de Jack era lo indisolublemente unidas que estaban en él la genialidad y la idiotez. Parte de su encanto emanaba de esa suerte de alquimia no tan rara en América.

Al principio, muy al principio, Kerouac soñó con ser un emisario de la América profunda, luego soñó con ser el emisario de su propia generación, moviéndose por el maravilloso triángulo de Paris, San Francisco y Nueva York. Los reyes del mambo guiados por él. Y en algún momento trágico quiso representar al patriota. Stella, su última esposa, se lo dijo bien claro: “Jack, cuando uno empieza a hablar de la patria está acabado”.

El núcleo duro de la generación Beat no era patriota. Se lo impedía su sentido del honor. Se trataba de ser dignos, nada más, y eso implicaba denunciar la indignidad de América. El patriotismo no formaba parte de la identidad Beat. Ya solo por eso, se ubicaban a miles de años luz de Whitman, aunque venerasen al poeta de las hojas de hierba y de las masas.

Los miembros más solventes y reflexivos de la pandilla Beat (porque, como la generación del 27, eran en realidad una pandilla), sentían que a veces Jack les traicionaba con sus peroratas insoportables, pero lamentaron su muerte mucho más que la prensa estadounidense, que siempre lo había tratado con desprecio y que hizo lo mismo al confirmarse que Kerouac había cambiado definitivamente de residencia.

Supongo que cuando se fue echaron en falta su calor, sus talento, su increíble sentido de la amistad. Había sabido retratar como nadie a su generación, y entre ágiles fraseos y turbulentos fracasos había conseguido darle a sus narraciones un aire levemente épico. Era lo suficientemente astuto como para saber que la novela o recurre periódicamente a la épica, o desaparece como género. En ese y otros aspectos, su aliento fue muy positivo, y yo se lo agradeceré siempre.

Acabo mi geográfica personal de Kerouac en Madrid. Era la época en que asistía el rodaje de Carne trémula de Almodóvar, y pasaba por una calle junto al rectángulo verde del canal de Isabel II. Allí se hallaba un bar llamado Jack Kerouac, en el que me detenía todos los días. Su dueño era un amante de toda la obra de Kerouac, y a deferencia del poeta del Corner Bistro, no le gustaba que hablasen mal de Jack. Conocía muchos momentos de la vida del escritor: su infancia en Lowel, la revelación divina que tuvo a los seis años, cuando oyó a Dios decirle que le esperaban décadas de desdicha, que moriría sumergido en dolores espantosos, pero que se salvaría. Y salvado está, por supuesto. Nadie va a poner en duda que Jack se ha salvado. Por eso puede inspirar a personas muy diferentes.

El dueño del bar acaricia los libros de Kerouac publicados por Anagrama y me dice: “Para mí ha sido siempre una estrella que hace más soportable esta puta negrura. Jack miraba como a mi me gusta mirar, con suave profundidad, como si tocase jazz. Qué quieres que te diga, tenía muy buen oído, conocía la materia que se traía entre manos, y se podía permitir el lujo de la bondad. ¿Te apetece otra copa del bourbon que más le gustaba a Jack?”

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28 de abril de 2024

Sembrando trozos de banano, División Costa Rica, circa 1920s. United Fruit Company photograph collection, Baker Library, Harvard Business School (UF54.046).

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‘Calufa’ y don Quincho: Dos visiones de la república bananera

En el corazón de la memoria, la historia y la literatura de Costa Rica se encuentra el camino de una empresa agrícola que cambió la forma de trabajar la tierra, plantar, cosechar, distribuir, mercadear y publicitar su producto. Y cambió la historia del país y de su región.
Cuando la United Fruit Company (UFCo) nació en Boston en 1899, su producto—que provenía de las plantaciones del norteamericano Minor Keith en las llanuras caribeñas de Costa Rica—era apenas conocido en Estados Unidos. Medio siglo más tarde, el banano había desplazado a la manzana y la naranja como la fruta preferida en el desayuno, y su consumo se había transformado en símbolo de prosperidad y exotismo en la mesa de las familias norteamericanas.
Pero en los países caribeños donde se cultivaba, las plantaciones bananeras adquirieron otra fuerza, otro significado. Fue en los bananales donde se destruyó la selva tropical y cientos de sitios arqueológicos, se formó la producción en masa y la inmigración transnacional en masa. En las plantaciones de la UFCo se fundaron los primeros sindicatos, al alero del incipiente Partido Comunista. En Costa Rica, la compañía bananera transformó el paisaje y la población en las dos costas: en el Caribe en la primera mitad del siglo XX, con la llegada de trabajadores de Jamaica, cuyos descendientes siguen siendo hoy una parte importante de esa zona, y en el Pacífico Sur, en los años siguientes, con la llegada campesinos del Valle Central, de Nicaragua y de Panamá. Eso sí: pese a que la UFCo se ufanaba de traer el desarrollo al país, estas regiones siguen siendo las más pobres y atrasadas.
De las penalidades de los trabajadores bananeros se escribieron las primeras, y muchas de las mejores novelas de realismo social y denuncia política la región. No hay ninguna otra empresa privada en el mundo sobre la que hayan escrito cuatro premios Nobel de literatura: le dedicaron novelas y poemas el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (quien lo ganó en 1967); Pablo Neruda (1971); Gabriel García Márquez (1982) y Mario Vargas Llosa (2010).
Las grandes novelas bananeras de Costa Rica, si bien no son tan conocidas a nivel mundial como las de estos titanes de las letras, forman la espina dorsal de dos caminos centrales en la literatura del país, y merecen ser mucho más apreciadas fuera de sus fronteras. También permiten entender lo específico de la literatura tica y su relación con la auto-percepción de los intelectuales costarricenses.

‘Calufa’, el zapatero autodidacta

Nací el 21 de enero de 1909, en un barrio humilde de la ciudad de Alajuela. Por parte de mi madre soy de extracción campesina. Cuando yo tenía cuatro a cinco años de edad, mi madre contrajo matrimonio con un obrero zapatero, muy pobre, con el que tuvo seis hijas. Me crié, pues, en un hogar proletario (…) Tuve que abandonar los estudios, fui aprendiz en los talleres de un ferrocarril y, a los dieciséis años, me trasladé a la provincia de Limón, en el litoral Atlántico de mi país, feudo de la United Fruit Company, el poderoso trust norteamericano que extiende su imperio bananero a lo largo de todos los países del Caribe.

Así comienza lo más parecido que hay a una autobiografía de Carlos Luis Fallas (Calufa, como le llamaban sus amigos). Lo escribió, como carta de presentación, cuando se publicó la edición mexicana de su obra maestra, Mamita Yunai, en 1957.
Calufa ya era un escritor consagrado, el libro ya había sido traducido a media docena de idiomas, y el autor ya había publicado con éxito tres novelas más. Sin embargo, explica que ‘tuvo’ que abandonar los estudios, como si se justificara ante los lectores por su abandono del colegio.

En Puerto Limón trabajé como cargador, en los muelles. Después me interné por las inmensas y sombrías bananeras de la United, en las que por años hice vida de peón, de ayudante de albañil, de dinamitero, de tractorista, etc. Y allí fui ultrajado por los capataces, atacado por las fiebres, vejado en el hospital.

Se presenta como protagonista, víctima y testigo. Por eso se siente con derecho a contar: sabe de lo que habla.
En 1931 volvió a Alajuela, aprendió y ejerció el oficio de zapatero, ingresó en el movimiento sindical, intervino en la organización de huelgas, recordando, “Fui a la cárcel varias veces; resulté herido en un sangriento choque de obreros con la policía, en 1933; y ese mismo año, con el pretexto de un discurso mío, los Tribunales me condenaron a un año de destierro”.
El destierro debía cumplirlo precisamente en Limón, en la zona bananera. Eso le permitió participar activamente en la gestación y sostenimiento de la gran huelga bananera de 1934.
De su experiencia como trabajador bananero (‘liniero’) y dirigente sindical, Carlos Luis Fallas saca el material de la novela Mamita Yunai, que se volvería célebre en su país y que resulta indispensable para entender el fondo, entre la fiesta y la tristeza, entre la rebeldía y la resignación, del alma tica.
La novela tiene como personaje central a Sibaja, un trabajador empeñoso y militante comunista, y sus entrañables amigos de desventura: el cabo Herminio, un inmigrante nicaragüense que se desloma trabajando para la Yunai y al final mastica con rabia el dolor de su juventud perdida, y Calero, un niño grande, inocente, solidario y perezoso quien, en la escena más dramática del libro, sucumbe aplastado bajo el arbolón que está cortando para abrir terreno al banano.
Luego de sus años bananeros, el escritor volvió al Llano de Alajuela, en el Valle Central, subsistiendo con el oficio que heredó de su padre: el de zapatero.
Tras Mamita Yunai, Fallas publicó Gentes y gentecillas, un relato costumbrista y amargo, en 1947, y luego se volcó al mundo de la infancia: publicó dos novelas de jóvenes traviesos que descubren entre travesuras y golpes el mundo de los adultos: Marcos Ramírez, de 1952, y Mi madrina, en 1954.
Y pese a lo exitoso de su obra, esto es lo que dice sobre sus quehaceres literarios:

En mi vida de militante obrero, obligado muchas veces a hacer actas, redactar informes y a escribir artículos para la prensa obrera, mejoré mi ortografía y poco a poco fui aprendiendo a expresar con más claridad mi pensamiento. Pero, para la labor literaria, a la que soy aficionado, tengo muy mala preparación; no domino siquiera las más elementales reglas gramaticales del español, que es el único idioma que conozco, ni tengo tiempo ahora para dedicarlo a superar más deficiencias.

Pero el mundo literario de izquierda, sobre todo sus camaradas comunistas, no compartían su visión tan crítica sobre su escritura: Pablo Neruda alabó Mamita Yunai, promovió su publicación y traducción en los países de la Europa socialista, e incluso introdujo a su personaje más dramático y memorable, el trabajador bananero puro corazón, indolente y sentimental Calero, en los versos sobre la UFCo en Canto general.
El último discípulo de Calufa, Víctor Manuel Arroyo, apunta en la breve biografía del zapatero devenido escritor (publicada en 1973 en la serie ¿Quién fue y qué hizo?, del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes de Costa Rica): “Dedicó su vida a luchar para que sus excompañeros de infortunio no bogaran, sin brújula y sin vela, en aquel horrible mar. Y esa actitud generosa”, culmina Arroyo, “cualquiera que sea la posición que se tome en las trincheras, merece el más profundo respeto”.
Hoy Mamita Yunai se lee y estudia en las escuelas de Costa Rica.
Este es el fragmento más citado de Mamita Yunai:

“Todo en el miserable caserío era monótono y desagradable. Las dos filas de campamentos, una frente a la otra a ambos lados de la línea, exactamente iguales todos: montados sobre basas altas; techados de zinc que chirriaban con el sol y sudaban gotillas heladas en la madrugada; construidos con maderas cresotadas que martirizan el olfato con su olorcillo repugnante, y pintados de amarillo desteñido. Al frente, los sucios corredorcillos en los que colgaban las hamacas de gangoche, lucias y deshilachadas por el uso constante. Arriba, colgando de los largos bejucos, tendido de punta a punta en los corredores, chuicas socios y sudados, casi deshaciéndose. Abajo, infestándolo todo, el suampo verdoso”.

En La casa paterna: escritura y nación en Costa Rica (1993), un ensayo de las investigadoras Margarita Rojas, Flora Ovares y María Elena Carballo y el investigador Carlos Santander, se define lo esencial de la “novela bananera”, de la cual Mamita Yunai es el ejemplo más claro y célebre.

El imperialismo resulta entonces un dato fundamental para comprender las relaciones hombre-naturaleza en la obra. No sólo explota a los hombres, sino que, además, el extranjero destruye el ambiente. Todas las calamidades, como el abandono de los trabajadores del Atlántico, la emigración de los negros, la miseria social y moral de los indios, la degradación individual de Herminio, Calero, cabo Lencho y otros personajes, tiene su origen en la Bananera.

Calufa era un narrador nato, un lector compulsivo, un contador y escuchador de historias impenitente. Escribió como un torrente, como le salía. Sus libros no son doctrinarios. Sus personajes no son acartonados. Una voz, desde adentro, escuchaba lo que él iba escribiendo. Y así encontró sin buscarlo el personaje del narrador y lo sacó como se saca un bagre del río, intacto con su vocabulario, su retórica, su ritmo y su respiración.
Recluido en su finca de Alajuela, escribiendo, militando y paseando por los bosques, con una mala salud de hierro que lo acompañó desde sus días bananeros, Carlos Luis Fallas murió el 7 de mayo de 1966, a los 57 años. Sus restos yacen en el Cementerio Obrero junto con 12 cuerpos más, en una bóveda prestada y sin lápida de identificación.

Don Quincho Gutiérrez, el dandi comunista

Joaquín Gutiérrez Manguel nació en 1918 en Limón, en el Caribe caliente, hijo de un finquero blanco. Era nueve años más joven que Calufa. Hoy es recordado especialmente por su cuento infantil Cocorí, que durante años fue lectura obligatoria en las escuelas ticas. Nació en un hogar burgués, en el que aprendió francés e inglés (sus traducciones de las obras de Shakespeare son celebradas y han sido usadas para puestas en escena en Costa Rica). Pero Joaquín Gutiérrez fue un militante comunista tan consecuente como Calufa, y la militancia social y política impregna su literatura en aún mayor medida que la de éste.
Su primera novela, Manglar, introdujo técnicas como el fluir de conciencia, las descripciones impresionistas del paisaje y el tema de la liberación de la mujer. Una maestra viaja de San José a Guanacaste, al rudo mundo rural del Pacífico norte, y en esa experiencia crece su conciencia social, se enfrenta a sus deseos sexuales, toma decisiones, madura, se transforma. Manglar ya fija la pauta de toda la literatura de Gutiérrez: sus protagonistas son adolescentes que crecen, cambian, descubren el mundo y el sexo de forma confusa, intensa. Así como las escenas clave en Calufa son a pleno sol, las de Gutiérrez pasan de noche: en las penumbras sus jóvenes se sorprenden de sus propios impulsos y decisiones.
En sus tres novelas centrales, los protagonistas se enfrentan a las injusticias y se rebelan. Pero no son pobres que encuentran su lugar de clase en el Partido Comunista y el Sindicato. Son hijos de pequeños burgueses, que abren los ojos a la injusticia que azota a los otros.
Puerto Limón es la contracara de Mamita Yunai: es el mundo de los desmanes de la compañía y las protestas de los linieros desde el punto de vista de un burgués: el sobrino de un pequeño productor que le vende sus racimos a la United Fruit.
Silvano es un joven idealista que vuelve a la casa de su tío en Limón desde San José tras terminar sus estudios secundarios. No sabe qué hacer con su vida, ni dónde encajar en el mundo de los grandes donde ha sido arrojado tras una adolescencia despreocupada en la capital.
Los personajes que representan las opciones que se le abren están bien dibujados: del lado de los “explotadores”, el tío de Silvano, un pequeño finquero pragmático pero de buen corazón, que cuida su negocio y que se opone por principio a las demandas de los trabajadores.
Y en el otro lado, un sagaz y deslenguado sindicalista nicaragüense a quien llaman Paragüita seduce a Silvano desde la culpa de clase y el desafío a su hombría.
Silvano se va separando del mundo del tío, pero tampoco entra de lleno en la propuesta revolucionaria y viril de Paragüita. Nunca formará parte del mundo extraño de los peones revoltosos, pero cada noche que pasa en los debates del cuadrante lo separa de un posible futuro de administrador de finca bananera. Se hunde en tierra de nadie.
En el final de Puerto Limón irrumpe la naturaleza incontrolable en la historia y en la prosa: una tormenta tropical de fin del mundo provoca un accidente mortal. Muere el tío y muere Paragüita. No queda claro si Silvano causó la tragedia, si pudo evitarla y no quiso, si no había nada que hacer y su confusión lo hace sentirse culpable, o si todo sucede en una pesadilla donde termina matando en sueños y en su conciencia a los dos polos de una decisión que no podía tomar.
Al final, el aturdido muchacho sube a un barco anclado en el puerto de Limón, y se aleja de su dilema irresoluble. Así hizo Gutiérrez: se embarcó con rumbo a Chile.
Así como el Sibaja de Mamita Yunai es un alter ego del mismo Calufa, exaltado y dramático pero basado en su experiencia en las plantaciones bananeras, el Silvano de Puerto Limón es una explosión literaria de Gutiérrez, el adolescente hijo de un pequeño finquero limonense, el campeón de ajedrez en San José, el militante del Partido Comunista. Como su personaje, en 1939, después de publicar su primer libro de poesía, Joaquín busca una puerta de salida.
Un campeonato mundial de ajedrez en Chile es su oportunidad. En Santiago publica, en 1947, Cocorí y Manglar. Tres años más tarde, Puerto Limón.
En 1973, lo sorprende el golpe de estado de Pinochet, y su mundo se viene abajo. Vuelve a Costa Rica 34 años después de su partida. Tras su vuelta, publica en San José sus novelas, que en su propio país adquieren cabal significado, y termina sus días como un titán de las letras ticas. Muere en San José en octubre del 2000. Hoy su estatua, con su alta y nervuda apostura patricia, se erige a un costado del Teatro Nacional de Costa Rica.

Encuentro desde lados opuestos de la brecha social

Es difícil imaginarse dos escritores y dos personajes más distintos que estos titanes costarricenses de la novela bananera: por un lado, Joaquín Gutiérrez, el dandi comunista a la europea, exquisito traductor de Shakespeare, que mira el mundo con seguridad desde su altísima y ondeante mata de pelo blanco; por otro, Carlos Luis Fallas, el campesino tosco que atisba siempre el mundo de los adultos desde la altura poética del niño pobre y por eso gran observador. Pese a sus diferencias, fueron grandes amigos: se frecuentaron en las montañas y llanos de su país y en las capitales de los países socialistas. En las memorias de Gutiérrez, Los azules días, se relatan varios de esos encuentros y las chanzas y pullas de su relación fraterna.
El mundo complejo y brutal inventado por la United Fruit Company desató la imaginación de estos grandes escritores. Cuando el viento de la historia haya terminado de borrar las gestas y tropelías de la compañía que implantó un nuevo mundo económico y nuevas preguntas sobre la identidad y la patria, estas novelas seguirán hablándonos de la fragilidad de los pobres, del significado de la amistad, de los compromisos ideológicos y de la búsqueda de un lugar en el mundo sibilino y cambiante de los intereses y los sentimientos. En definitiva, son grandes creaciones sobre la naturaleza humana. El banano es la excusa.
Pero en sus enormes diferencias, Calufa y don Quincho logran pintar, a cuatro manos, el panorama completo de la república bananera en su esplendor.

 

Publicado en el número especial de abril de 2024 sobre Costa Rica en la Harvard Review of Latin America en castellano e inglés. 

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26 de abril de 2024

El peón en el tablero de Irène Némirovksy (Salamandra, 2024)

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Irène Némirovsky y la historia de un desencanto en época de crisis

En 1934, cuando se publicó El peón en el tablero, Irène Némirovksy (Kiev, 1903-Auschwitz, 1942) explicó en una entrevista radiofónica que la inspiración de su obra, entonces ya reconocida en Francia, era el entorno que mejor conocía; esto es, el integrado "por desequilibrados que abandonaron el entorno en el que normalmente habrían vivido, y que no pueden adaptarse a una nueva vida sin conmoción y sufrimiento". Para esta su primera entrega en la editorial Albin Michel, siguió tirando del hilo -un arco que va de El malentendido (1926) a Los perros y los lobos (1940)— de su árbol genealógico, de cuyas ramas caían, una vez maduros, nouvelles y relatos.

En el presente título la autora se propuso, como apuntó en su diario, hacer un retrato del "hombre de 1933" o, dicho de otro modo, de la malaise existencial de ese momento. Para ella aquel fue un año de transición personal: cambio de editorial, muerte del padre y mayor estrechez económica, que la obligó a acelerar el ritmo de escritura. Con las futuras ventas en mente, Némirovsky optó por el naturalismo en detrimento de la experimentación, sin olvidar que al público "le entusiasma que le describan la vida de los "ricos".

Esto incluye su caída en desgracia, como es el caso del protagonista, Christophe Bohun, un oficinista veterano de guerra que odia la mediocridad de su oficio, herencia de los negocios mal llevados de su padre, un "David Golder" con ecos del progenitor de la propia Némirovsky, Leonid, otro empresario hecho a sí mismo para quien la acumulación de riqueza era un imperativo.

Aunque la obra parezca hablarnos de un momento concreto, Némirovsky, con este puente entre generaciones, describe un patrón histórico típico de los cambios de época -aquí la Primera Guerra Mundial y el Crack del 29, que arrasaron con el mundo de ayer-, en el que cada generación reacciona de manera distinta y a menudo contraria a las otras: aquí la de los emprendedores que conocieron la bonanza financiera (el abuelo reconoce: "quizá nosotros nos lo comimos todo antes de que llegaran ellos [la generación posterior]"), la desencantada (el padre, que ni siquiera es capaz, enfermo de nostalgia, de volver a experimentar amor) y la rebelde (el nieto, que no se siente culpable "de que todo por lo que merece la pena vivir cueste dinero").

El acercamiento estético es próximo al lenguaje cinematográfico, pues el narrador se intercala con las voces fragmentarias en off de los personajes. "¿De qué sirve quejarse? Hay que resignarse, cerrar los ojos y, sobre todo, no pensar, no pensar...", dice uno con aliento chéjoviano, ante tal páramo existencial.

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25 de abril de 2024

Cervantes

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Con los ojos abiertos

El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, canta Pablo Milanés en Años. Ahora que llega la fecha de la ceremonia de entrega del premio Cervantes que recibirá el gran Luis Mateo Diez, primer ciudadano de Celama, hago las cuentas y ya han pasado seis años desde que en un abril parecido subí las escalinatas del púlpito del paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares para decir mi propio discurso.

Y revisando la lista de premiados, que a medida que crece va alejándome en el tiempo, encuentro, con no poco gozo, que entre los últimos dominan los poetas, Ida Vitale, Joan Margarit, Francisco Brines, Cristina Peri Rossi, Rafael Cadenas, un justo reconocimiento de que la poesía está en la esencia de nuestra literatura. Sin ella, la prosa no existiría.

En aquel discurso de Alcalá en 2018, recordé lo que había ducho sobre la poesía otro premio Cervantes, José Manuel Caballero Bonald, al recibirlo en 2012; “esa emoción verbal, esas palabras que van más allá de sus propios límites expresivos y abren o entornan los pasadizos que conducen a la iluminación, a esas ‘profundas cavernas del sentido a que se refería San Juan de la Cruz’¨.

El 23 de abril es el día internacional del libro, cuando se conmemora la muerte de Cervantes, de Shakespeare y del Inca Garcilaso, y tiene lugar la ceremonia de entrega del premio Cervantes. El mes florido de la primavera boreal. Pero en Nicaragua abril es el mes más cruel, como enseña Elliot en La tierra baldía.

Lejos de la primavera, abril es en Nicaragua el mes ardiente de la estación seca que allá llamamos verano, el mes “del viento caliente, y el aire que huele a quemado”, como recuerda Ernesto Cardenal en Hora O, “los soles borrosos y rojos como sangre/y las lunas enormes y rajas como soles, /y las quemas lejanas, de noche, como estrellas…”

El miércoles 18 de abril, pocos días antes de que tuviera lugar la ceremonia del Cervantes aquel año de 2018, un grupo de jubilados que protestaba en las calles de la ciudad de León contra la decisión del régimen de elevar el monto de las cotizaciones del seguro social, al tiempo que cargaba un gravamen sobre las pensiones de los asegurados, habían sido agredidos por una turba oficialista, y las imágenes de los ancianos derribados y pateados en el suelo, transmitidas por los teléfonos móviles habían provocado nuevas manifestaciones de `protesta en Managua y otros lugares, que fueron creciendo en la medida en que eran reprimidas.

Los antimotines de la policía trataban de disolver por la fuerza bruta las manifestaciones, los estudiantes universitarios a la cabeza, y comenzaron a caer derribados los árboles de la vida, las extrañas armazones de fierro con poderes mágicos plantadas en calles y plazas, y la represión, ahora en manos de los paramilitares, empezaba ya a sumar muertos. El lunes 23 de abril, cuando subí al púlpito del paraninfo en Alcalá de Henares, el número de asesinados llegaba ya a veinte, y en los meses siguientes iría creciendo hasta alcanzar más de cuatrocientos, muchos de ellos víctimas de francotiradores.

Las protestas habían alcanzado a movilizar a la comunidad de nicaragüenses en Madrid, y el domingo, el día anterior a la ceremonia del premio, se celebró una demostración en la Puerta del Sol, a la que asistí junto con Gioconda Belli. Una muchacha prendió en mi camisa un lazo de luto, y esa noche, de regreso en el hotel, saqué de la carpeta el discurso que tenía preparado, y agregué a mano un párrafo inicial, que luego pasé al ordenador: “Permítanme dedicar este premio a la memoria de los nicaragüenses que en los últimos días han sido asesinados en las calles por reclamar justicia y democracia, y a los miles de jóvenes que siguen luchando sin más armas que sus ideales porque Nicaragua vuelva a ser república”.

No podía ser de otra manera. Tenía que dar congruencia a mi discurso, que era una alabanza de mi propia lengua cervantina, y dariana, y a la vez una declaración de fe en el poder de las palabras. Una literatura con los ojos abiertos: “Cerrar los ojos, apagar la luz, bajar la cortina, es traicionar el oficio…somos más bien testigos de cargo.”. Y el lazo de luto que me había dado la muchacha nicaragüense, lo llevé prendido a en la solapa. Un duelo aún vivo.

Tres años después, cuando volví a Madrid para presentar mi novela Tongolele no sabía bailar, venía ya a vivir aquí como desterrado. Después me quitarían la nacionalidad. El tiempo, implacable que pasa mientras nos hacemos más viejos, y Pablo Milanés en mi memoria, cuando, como si fuera ayer, nos abrazamos en la puerta de la librería Alberti de la calle del Tutor, donde se hizo la presentación, hasta donde había llegado él en silla de ruedas, un abrazo que sería un adiós porque ya nunca volvimos a vernos.

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23 de abril de 2024
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La chimera

Hacía tiempo que no veía algo que me gustara tanto. La chimera de Alice Rohrwacher es un tesoro cinematográfico en el que la nostalgia por lo analógico se convierte en el único hilo posible para garantizar algo de cordura. Dirigida con maestría por la cineasta italiana -también directora de Lazzaro Felice y Le meraviglie, imperdibles-, esta película es un testimonio de su habilidad innata para tejer historias que trascienden lo convencional. Desde Kraftwerk a Battiato agilizando la banda sonora, pasando por una Isabella Rossellini que cada vez se parece más a su madre, las tumbas de una Italia expoliada… Podría parecer que la belleza de lo roto no es más que un simple mito.

Ni siquiera puedo decir que me haya gustado por la suculenta puesta en escena, más bien me ha maravillado por todas las veces en las que rompe con lo convencional, se aleja de lo que pensamos que va a ocurrir; la disrupción del imaginario propio. Y ese final, qué dolor...

En el corazón de esa quimera late un amor imposible, una búsqueda desesperada que lleva al protagonista, Arthur, a terribles actos de perdición en su obsesión por encontrar a Benjamina, su amor, su vida, la que nunca estuvo hecha para los ojos del hombre. En su frenética huida hacia adelante, Arthur colisiona contra lo invisible, el enigma, mientras se cruza con una variada galería de personajes. Sin embargo, aquí lo importante es el telón de fondo, ese algo distinto, especial, la esencia del cine italiano se manifiesta en un certero esplendor: desde los personajes pícaros hasta las paredes desconchadas, la tierra que ensucia la ropa, el bullicio de los niños y sus piojos, los carabinieri, la red ferroviaria de un país en crisis total, la herencia de las narices griegas, el soniquete toscano... Cada detalle captura la esencia del neorrealismo italiano, y en las manos talentosas de Alice Rohrwacher, esta herencia cinematográfica queda revitalizada.

 



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21 de abril de 2024
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“Desterrado en la tierra”

He señalado aquí en múltiples ocasiones que (a diferencia de otras manifestaciones del espíritu humano como la música o la poesía), la filosofía no es un rasgo inherente a toda comunidad de seres de lenguaje, no es eso que se denomina un universal antropológico. Hubo grandísimas civilizaciones que no conocieron la filosofía, dado que la filosofía tiene lugar, fecha y lengua de nacimiento.  Pero desde su origen en Jonia, la filosofía ha sentido como casa propia toda lengua que estuvo dispuesta a acogerla, mostrando así ser patrimonio potencial de la entera humanidad. De ahí que, arraigada desde siglos en la cultura de Venecia, Friburgo o Salamanca, de Pekín a Puerto Príncipe, pasando por Malabo, se den hoy departamentos universitarios de filosofía, en algún caso creados y mantenidos de manera literalmente heroica.  En el caso de Puerto Príncipe este departamento funcionaba admirablemente hace sólo cinco años, en precarias edificaciones erigidas sobre las devastadas por el terremoto. Ignoro si consigue mantenerse en la calamitosa situación actual.

En lo referente a sus materiales de trabajo, la filosofía es poliédrica y puede ser relacionada con múltiples disciplinas, la matemática o la física, pero también la creación musical o literaria y desde luego las llamadas ciencias sociales. Pero en todos los casos la disposición con la que el filósofo se aproxima a una u otra materia de conocimiento, o simplemente a una u otra actividad humana, viene marcada por el rasgo que, en todas sus variedades, caracteriza a la filosofía, a saber, la exigencia de hurgar en la condición del ser de razón y acercarse a los límites de la misma. Por decirlo de una manera que, desde luego, no casa con nuestros tiempos: la filosofía es aspiración a una confrontación en los límites de lo incondicionado, voluntad de un doble y radical propósito.

Mueve al filósofo el deseo de retornar a la frontera en la que, por arrancar a hablar, se separó de su mera animalidad, convirtiéndose en animal de razón. Y ello no para retornar al otro lado, para identificarse a su mera animalidad, sino para venir a ser espejo de tal frontera y contemplar el desarraigo intrínseco respecto a la condición natural que la misma supone. Y aquí el segundo propósito.

Asumiendo que la razón y el lenguaje son el marco al que se adapta todo lo que acontece para el hombre y todo proyecto que este emprende, mueve al filósofo la exigencia de apurar las potencialidades de los mismos, aspirando a alcanza ese extremo simétrico  de lo que constituyó el origen en la animalidad: aspiración paradigmáticamente encarnada en el proyecto platónico de encontrar la matriz del campo eidético,  el soporte último  de la red de ideas que filtra nuestra existencia global: tanto nuestra percepción del entorno natural,  como el lazo con los otros seres de razón y el “diálogo consigo mismo” que da pie al sentimiento de subjetividad.

Esta segunda aspiración encierra quizás la misma dificultad que el proyecto de alcanzar el horizonte. Y ello por razones intrínsecas a las que se añade aquello que el mismo Platón denominaba “la cárcel del alma”, el hecho de que nuestra animalidad frena en la tarea, de que, por su origen en la carne “el verbo se despeña” y, en consecuencia, no ignorando ser tierra (de nuevo Octavio Paz) “saberse desterrado en la tierra”:

“Atónita en lo alto del minuto/la carne se hace verbo-y el verbo se despeña/

Saberse desterrado en la tierra, siendo tierra/ es saberse mortal. Secreto a voces/ y también secreto vacío sin nada adentro:/ no hay muertos, solo hay muerte madre nuestra/ Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:/ el agua es fuego y en su tránsito/ nosotros somos solo llamaradas”.

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19 de abril de 2024
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El banquete de los ignorantes

Hubo un tiempo en que me impresionaban las opiniones contundentes. Vinieran de un político, una escritora o un tertuliano, me decía: “¡Caramba, qué claras tiene las cosas!”. Cuando empecé a escribir columnas de opinión hace diecisiete años, buscaba conocimientos bajo las piedras aunque tuviera la misma conciencia de ignorancia que hoy. Entonces lo llevaba peor, ya que no había renunciado aún a aprender alguna más de las seis mil lenguas que se hablan en el mundo o a retomar las clases de piano y canto para poder imitar a Nina Simone. En aquella época me rondaban pesadillas nocturnas en las que barajaba asuntos que tratar en los artículos aunque todos me parecían lamentables. Y ya de buena mañana, tras escribir la pieza, me invadía una correosa duda con la que atacaba mentalmente mis propias tesis.

“Admite tu ignorancia”, me repito a menudo ante el vicio de dar las cosas por sabidas. ¿Cómo van a apoltronarse los pensamientos si el relato futurista nos tiene en constante estado de alarma? Mientras voy leyendo La ignorancia, una historia global (Alianza Editorial / Arcàdia), de Peter Burke, me siento reconfortada. El eminente historiador, de 87 años, recopila las distintas clases etiquetadas como tal –“una más de las 57 variedades de salsas Heinz”, bromea–, que van de la ignorancia activa a la virtuosa, pasando por la deliberada, la inconsciente o la selectiva. Una gran familia que en plena era de la información se extiende más que su antagonista, el conocimiento. Burke denomina “ignorancia corporativa” a la que hizo estallar Chernóbil, o la que emana de múltiples atentados terroristas cuyas alertas fueron acalladas por el asfixiante caudal de información recabada. Avisos ignorados en plena ostentación de una férrea seguridad.

Vivimos unos tiempos en los que el rodillo de palabras ensambladas a modo de artefactos ideológicos escapan a todo control de calidad. Hay bulos que acaban convirtiéndose en creencias, ante las que los más peregrinos esgrimen una ignorancia activa. Burke pone como ejemplo las resistencias, en sus épocas, a las teorías de Copérnico, Darwin, Pasteur o Mendel. Los negacionismos parecen aligerar la carga vital de aquellos que apuntalan su verdad con teorías conspiranoides. Montaigne lo resumió breve: “Y qué sé yo”. Según La Rochefoucauld existen tres clases de ignorancia: “No saber lo que debiera saberse, saber mal lo que se sabe, y saber lo que no debiera saberse”.

La verdad es un concepto cada vez más esquivo en un mundo que se maneja mejor con el fake que con la realidad. Aun así, los guardianes de la memoria desentierran nombres opacados por la inercia, como el de tantas mujeres eminentes. Hasta el siglo XIX no se reconocía la carta de colores que manejamos hoy en día; tan solo los llamados primarios eran identificados, y yo no me imagino cómo sería la vida sin el verde agua o el gris perla.

Asistimos a diario a banquetes de ignorantes no ilustrados muy a gusto en su piel, los que gritan mucho y nunca dudan. Sus formas, encendidas con la gasolina del dinero, seducen. El modelo de líder mundial inculto y arrebatado avanza impasible, acaso como síntoma de desesperanza, anteponiendo un falso orden al defenestrado bienestar. Abundan las medias verdades, que no son más que medias mentiras, mientras el ansia de conocimiento se vuelca en la inteligencia artificial. En la novela distópica de Olga Ravn, Los empleados (Anagrama), desde una nave sin retorno estos acaban preguntándose si son humanos o humanoides. Parece un aviso para ignorantes.

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18 de abril de 2024

Claribel Alegría, en un festival de poesía en Granada.

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Un tigre con alas

 

En mayo se cumplirá el centenario del nacimiento de la poeta nicaragüense Claribel Alegría, quien me escribía cartas en papel de seda color verde en los lejanos años sesenta del siglo pasado

Allá por los lejanos años sesenta del lejano siglo XX me escribía a menudo con Claribel Alegría, ella en Mallorca, yo en San José de Costa Rica. No nos habíamos visto nunca.

Existían entonces las cartas. Las de Claribel escritas en papel de seda color verde, con estampillas desde las que me miraba en sepia, verde, o gris, el rostro adusto de bigote recortado del generalísimo Francisco Franco.

Su dirección, C’an Blau Vell, Deià, llevaba hasta mi escritorio, en la penumbra de las eternas lluvias vespertinas del valle central de Costa Rica, el vago aliento de las islas Baleares del que hablaba Rubén Darío en su Epístola a Juana de Lugones.

Un pueblo encantado, donde el poeta Robert Graves era su vecino, y en los veranos, desde su ventana, Claribel podía divisar a Julio Cortázar en la suya.

Su casa quedaba a la vuelta de un estrecho callejón de lajas, construida en piedra hacía más de 300 años, y coronada por una terraza que entre tiestos de flores miraba a la mole del Puig des Teix, que desde allí parece cercana a la mano.

En junio de 1969, cuenta Claribel, se hallaba junto con Bud Flakoll, su marido, dedicados a remodelar la casa recién comprada: “Estábamos asomados a un boquete en el segundo piso, que sería la ventana de nuestro dormitorio. De pronto, vimos pasar por la calle a un viejo alto de largos cabellos blancos y con un sombrero de paja que le caía casi hasta los hombros. Vestía pantalones cortos y deshilachados y jugaba con una bolita de ping-pong”.

“¿Es usted Robert Graves?”, cuenta ella que preguntó desde arriba. “Él alzó entonces su mirada azul: ‘Sí, ¿y ustedes quiénes son?’ Lo invitamos a una copa de vino. Así nació esa gran amistad que duró hasta su muerte en 1985″.

El padre de Claribel, el doctor Daniel Alegría, un médico nicaragüense de Estelí, acérrimo partidario de Sandino, y por tanto acérrimo antiimperialista, se exilió en Santa Ana, El Salvador, por obra de la intervención militar en su patria, y allí se casó con la salvadoreña Ana María Vides. Hizo jurar a sus dos hijas que nunca se casarían con un gringo. Fue lo primero que ambas hicieron.

Tras el triunfo de la revolución en 1979, Bud y Claribel se trasladaron a Managua, después de una vida trashumante, y desde entonces fuimos vecinos en el barrio Pancasán, que era el barrio de los poetas, porque allí vivía también Ernesto Cardenal, y a la caída de la tarde nos sentábamos en la terraza de su casa bajo un frondoso mango, o en la mía, bajo las ramas de un marañón, ron en mano, a disfrutar de largas conversaciones.

Tuvo, solía ella decir, una matria, que era Nicaragua, y una patria, que era El Salvador. Nació en Estelí, en 1924, bautizada Clara Isabel, creció en Santa Ana, y murió en Managua en 2018.

Cuando apenas tenía seis años, apareció en Santa Ana José Vasconcelos, quien había llegado para dictar una conferencia en el Teatro Municipal. Fue él quien le profetizó que sería escritora, pero le advirtió que debía cambiarse el nombre: “Clara Isabel es muy hermoso, pero parece más el nombre de una abadesa. ¿Por qué no lo cambias a Claribel?”.

Diez años más tarde, Vasconcelos la llevaría en México delante de don Alfonso Reyes para que el sabio juzgara sus poemas, y en 1947 el mismo Vasconcelos pondría el prólogo a su primer libro, Anillo de silencio. Y los poemas de ese primer libro habían sido elegidos por Juan Ramón Jiménez, su mentor durante los años en que ella estudiaba en Washington, y quien una tarde del año de 1945 la llevó a conocer a Ezra Pound, recluido para entonces en el hospital St. Elizabeth.

Roque Dalton, que era un inventor profesional, contaba que Claribel le había enseñado a bailar rumba en Praga, donde ella nunca había estado; una pareja como Fred Astaire y Ginger Rogers girando en los infinitos escenarios cambiantes de los musicales de Hollywood a la luz de una falsa luna de papier mâché.

Merecedora del Premio Iberoamericano de Poesía Reina Sofía en 2017, Claribel fue asimismo una narradora excepcional, como se refleja en Cenizas de Izalco (1966), la novela escrita en colaboración con Bud, finalista del Premio Biblioteca Breve que ganó Vargas Llosa en 1964 con La ciudad y los perros.

En esta novela se cuenta la insurrección campesina de 1933 saldada con una feroz masacre que dejó 30.000 muertos en las aldeas indígenas de El Salvador, bajo la mano represora del dictador Maximiliano Hernández Martínez, uno de los personajes más siniestros del bestiario centroamericano.

En su poema Pandora dice Claribel: “Aún podemos hacernos la ilusión / de transformar al mundo / en un tigre con alas / en un tigre amarillo / de ariscas rayas negras / sobre el que todos podamos cabalgar”.

Celebremos en este centenario de su nacimiento al tigre con alas en el que cabalga Claribel Alegría.

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17 de abril de 2024
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Globosfera: la escisión del mundo y el manicomio universal

 

Cuando llegue la hora de hacer el diagnóstico de nuestros males, cuando se quiera saber en qué momento estalló en mil pedazos la bella imagen de la Europa ilustrada, cuando se haga urgente comprender el origen del disturbio contemporáneo, la causa de los desmanes que deshacen la ilusión del progreso, no será necesario consultar a los historiadores, sociólogos, economistas o politólogos. Más pertinente será entonces encargar un dictamen al psiquiatra de guardia.

La línea quebrada que dibuja el borde entre el antes y el ahora, la linde que separa la ordenada evolución de las sociedades dueñas de su destino, administradas por la conciencia política de la razón, aleccionadas por el escarmiento de la Segunda Guerra Mundial y advertidas por la tenebrosa Guerra Fría, la frontera entre el articulado control de las circunstancias y la desesperada impotencia de nuestros días, que es la marca de la escisión contemporánea, aparecerá grabada en el lóbulo cerebral del ciudadano que deambula hipnotizado por las calles de la ciudad.

La impetuosa innovación tecnológica asistida por los oligarcas californianos y excitada por el Partido Comunista de China —en feroz competencia bipolar—, el acelerado desarrollo de la digitalización social, el entusiasmo de los Gobiernos europeos difundiendo los productos de la factoría tecnológica, la compra y el alquiler público de los servicios prestados por los proveedores, el ejemplo pautado por las instituciones, las declaraciones optimistas de los ministros, catedráticos y profesores, el esnobismo de los líderes de opinión han consolidado en Europa, en estos últimos diez años, la conexión de la ciudadanía al cerebro electrónico que emite los estímulos programados por la inteligencia industrial.

Dada la masiva y sumisa complicidad con los dictados de la innovación, la invención, el avance que procura la ingeniería, se han cumplido los primeros objetivos: la población europea responde puntualmente a lo incitado por las pantallas. Gracias a la prótesis electrónica que lleva el usuario en su bolsillo, se ha instalado por doquier una refulgente mampara de plasma: a fin de mediatizar la relación del individuo con la realidad, interponer entre el ser humano y su entorno la proyección de un simulacro, levantar la ilusoria figura de una fantasía, la confusa fantasmada de un fingimiento. De tal modo que se vaya escindiendo la relación del ser humano con el mundo real y con su propia conciencia.

El exhibicionismo narcisista de los influencers, los vídeos de gatitos, los accidentes de tráfico, las palizas callejeras, la bofetadas, el porno, los videojuegos, las series de las plataformas, las peliculitas, que engendran insomnio y aburrimiento existencial, la propaganda sectaria, la retórica de los publicistas encubiertos, las instrucciones ideológicas camufladas y toda cuanta mercancía averiada se cuelga en la globosfera se acumula a ritmo frenético en la cabeza del espectador, en el estercolero de su polucionada imaginación. Lo singular de este gran canal de distribución masiva, millones de pantallazos en constante ebullición, no es el trivial argumento de sus estúpidos contenidos, sino el gancho hipnótico y adictivo que ensarta al usuario: a fin de succionar y exprimir sus jugos hormonales. El entramado de la cañería tecnológica ha impuesto con su programa conductista una traumática crisis cultural y moral: ha conseguido suprimir de la vida cotidiana la posibilidad del silencio, la soberanía moral, el momento del diálogo interior, el ensimismamiento que sustenta la salud mental de los seres humanos.

El individuo que padece brotes psicóticos, los conflictos cognitivos de su insondable dolor, la corrosión de su conciencia y la demoledora angustia vital, proporciona el modelo clínico que diagnosticará la actual escisión cultural. El tenaz sufrimiento del perturbado, el relato de sus delirios obsesivos, el curso de la alucinación que ha destruido su personalidad y alterado su conducta, servirá para entender la dramática perturbación contemporánea.

Según los informes que periódicamente van publicando las entidades expertas en la materia, casi un 40 % de los jóvenes declara «sentir estrés de forma regular, problemas de sueño, poco interés en hacer las cosas, bajo estado de ánimo, tristeza o decaimiento, nerviosismo, ansiedad o miedo, problemas para concentrarse, aislamiento…». En otras franjas de edad manifiestan en mayor proporción haber sufrido problemas de salud mental: depresión (56,2 %) y ansiedad prolongada (56,5 %). Los más jóvenes refieren tendencias suicidas (31,8 %) y autolesiones (30,7 %). El informe citado añade: «algo que según el personal sanitario resulta cada vez más frecuente en los servicios de urgencia de la salud mental».

No es extraño que las estadísticas registren el temblor mórbido de los vicios injertados en la población. La ciudadanía enchufada al ingenio artificial se ve apresada por la obsesiva fijación al caudaloso destello metálico: disminución de la concentración, aislamiento, privación del tacto, falta de motivación y creatividad, aumento del estrés, irritabilidad, insomnio, frustración… y la retahíla de efectos colaterales que todo ello ocasiona al cerebro humano. Justamente son estos los mismos síntomas que permiten a los médicos detectar la inminencia del colapso que amenaza a los enfermos mentales: tristeza, falta de concentración, pensamientos confusos, miedo, sentimientos de culpa, cansancio, insomnio…

Ángel Martín es un cómico, un locutor de televisión, un tipo simpático que amenizaba los programas en los que intervenía con alegre desparpajo. Hasta que un día se rompió: «Tuvieron que atarme a la cama de un hospital para evitar que pudiera hacerme daño».

Años después y mientras se prolongaba su tratamiento psiquiátrico, Ángel Martín escribió el descarnado relato de la locura que estalló en el centro de su cabeza. La convulsión de su brote psicótico, el espasmo de su angustia, el estremecimiento de su delirante ansiedad, quedó registrado en un libro revelador: Por si las voces vuelven (Planeta, 2021). El testimonio personal de la más perturbadora aflicción que puede sufrir un ser humano.

Lo que permite citar su libro como la pista que lleva al centro de la cuestión es el impacto que ha causado su publicación: más de quinientos mil lectores, más de veinte ediciones consecutivas, incesantemente renovadas en las librerías. Los actos de presentación de su libro se celebran sin parar dos años después de ser publicado y convocan en cada ciudad a centenares de personas, lectores que soportan largas horas de espera para conseguir la firma del autor. En estos breves encuentros con Ángel Martín, en la fugaz conversación que comparten, los lectores expresan un conmovedor agradecimiento por haber sacado a flote el dolor y el pánico que no se atrevían a confesar.

La ruptura padecida por Ángel Martín, la quiebra entre el yo que ayer vivía inconscientemente y el yo que hoy se duele tan consciente, la escisión que conocen los ciudadanos avergonzados por el estigma de la enfermedad mental, atemorizados por las voces que suenan en su cabeza, ha sido descrita por los estudios que exploran el laberinto del alma humana.

La escisión de la psique, el cisma declarado contra sí misma, la discordia dolosamente aceptada, la rivalidad entre la insoportable exigencia de la razón y el insufrible capricho de la emoción, conduce de repente al abrupto trauma del colapso mental. Desencadenados los demonios, liberados los fantasmas, convocados los espectros que camparán a sus anchas por la conciencia, el individuo se ve obligado a reconocer que no es el único habitante de su cuerpo.

La quiebra psicótica fragmentará al individuo y a la sociedad en la que vive: desatadas las fuerzas irracionales de la destrucción, estas no se detienen en la cápsula del cerebro y afectan por igual al organismo colectivo. El síndrome azuzará la enemistad sectaria que desbarata a la sociedad y le impide gobernarse, conducirse y comportarse con la sensatez de un equilibrio saludable. La escisión es contagiosa y epidémica.

Uno de los síntomas que delatan la irreparable inminencia de la crisis mental es la incapacidad del sujeto, o de la sociedad, de percibir el verdadero peligro, entender las acuciantes amenazas latentes. Su delirante enajenación le exige sustituir la realidad por fantasías paranoicas y riesgos imaginarios. Bajo su influencia tendrá lugar el amedrentamiento de la voluntad, la intimidación de la conciencia, la atrofia cognitiva de una inteligencia lesionada por su enloquecido trastorno.

La prensa nos ayuda a encontrar ejemplos que ilustran la magnitud del estropicio contemporáneo y la declinante deriva de la inteligencia colectiva. Aun pareciendo volanderas y fragmentarias, y dado el gran empeño que invierten las instituciones por hablar a la menguante opinión pública, las declaraciones vertidas en los medios de comunicación adquieren un doble valor: mientras confirman la instrucción de lo que se quiere difundir, delatan la necesidad de repetir lo que no todo el mundo acaba de entender.

La ministra de Educación de Letonia, Kristina Kallas, declara en su entrevista que para usar la inteligencia artificial en la educación es necesario introducir una enorme cantidad de datos personales del alumno en la máquina «y que, por lo tanto, el proceso de aprendizaje del niño es básicamente propiedad de la máquina». La ministra se pregunta sagazmente «¿quién poseerá finalmente estos datos?». Sin resolver el enigma, la ministra prosigue. A pesar de mostrarse consciente de los llamados «riesgos de la IA», la ministra no se arredra y declara: «perseguir la IA es inútil. Si comenzáramos con la regulación, mataríamos la innovación desde el principio». La ministra parece más interesada en la prosperidad de la industria tecnológica que en la salud de los alumnos puestos bajo su custodia, pero no por ello renuncia a confesar las tareas pendientes: «la digitalización del sistema educativo no puede basarse solo en la creencia ideológica de que es buena, debe hacerse con la participación de científicos, psicólogos, neurólogos, expertos en tecnología y desarrollo del cerebro (sic)». Mientras tanto, da a entender la ministra, tendremos que conformarnos con «la creencia ideológica de que la IA es buena». Nadie hasta ahora lo había declarado con tanta elocuencia. ¡La IA es una creencia ideológica!

Más adelante, y ya liberada su franqueza, la ministra letona reconoce que es un riesgo innegable el hecho de que la máquina «se convierta en guía del aprendizaje». En efecto, admite, «la máquina guiará el proceso de aprendizaje, pero será todavía parcial…». Todavía. La cursiva es nuestra.

Pocos días después se publican en la prensa las declaraciones de Mar España, directora de la Agencia Española de Protección de Datos. Afirma el autor de la entrevista que desde 2015 la directora se ha volcado en la protección de los menores en Internet y que ha convencido (sic) a las principales tecnológicas para que colaboren retirando los contenidos violentos o sexuales. La directora de la Agencia Española de Protección de Datos afirma que desde 2019 ha tramitado más de ciento treinta retiradas de contenidos homófobos, racistas, violentos, etc.

Sin aclarar cuántos de los ciento treinta «trámites» han sido ejecutados (aunque se han «sancionado tres webs porno con multas de quinientos veinticinco mil euros»), la directora declara que se debe «ser firme con la industria tecnológica». Cita entonces los datos que revelan la delirante dinámica del adictivo enganche anclado entre los jóvenes por Internet: «El 75 % de los adolescentes consume pornografía dura y eso está teniendo consecuencias graves en el desarrollo de la empatía. El 86 % del contenido pornográfico supone violencia física y agresión sexual. El porno es el 30 % del volumen de navegación en Internet».

La directora, que multa pero no cierra las webs del mercadeo pornográfico, anuncia también el nuevo proyecto de la Agencia: encargar a un grupo de médicos, psicólogos y pedagogos el plan de prevención de la «salud digital». Y pone un ejemplo: «cuando el bebé va al pediatra, no se le pregunta solo qué tal come, sino cuál es su comida digital».

A ver si lo entendemos: un bebé (se supone que en brazos de su madre), interrogado por el médico…, ¿tendrá acceso a una dieta digital en la nueva ley de protección integral del menor?

La directora se muestra partidaria de regular los cinco neuroderechos que difunde la Neurorights Foundation de la Universidad de Columbia (financiada por la Fundación Alfred P. Sloan). Un reglamento dispuesto a garantizar la identidad personal («prohibir a la tecnología que altere el sentido de uno mismo»), el libre albedrío («no ser manipulado por las tecnológicas»), la privacidad mental («protegerlas del uso de los datos recogidos durante la medición de su actividad»), acceso equitativo y protección de los sesgos («para evitar cualquier discriminación»).

El protocolo filantrópico que quiere aplicar la directora de la Agencia puede leerse también a la inversa: todos los ciudadanos son igualados por la tabla rasa de Internet, todos son medidos a todas horas y de todos son extraídos sus datos personales, a fin de saber a ciencia cierta en qué momento alguno de ellos pierde «el sentido de sí mismo». La polisemia conceptual que se repuja en estas instrucciones es algo habitual en la retórica de las instituciones y cargos públicos encargados de decir una cosa y hacer la contraria, hablar con firmeza ante las tecnológicas y no incurrir en el tabú de «frenar la innovación», expresar las reticencias que legitiman al aparato y proclamar los derechos del ciudadano sin estorbar por ello la estratégica expansión del producto digital.

La globosfera no solo instala en la rutina del usuario la prótesis que corroe su salud mental. También ha conseguido organizar la infantilización masiva de sus abonados. Su mecanismo viral, virtual y vírico va desactivando los recursos psicológicos de la edad adulta y conduciendo la dócil credulidad de un doncel. El usuario abducido por el destello de la pantalla se verá sometido a una convulsa regresión, empujado a una adulterada minoría de edad. Atraído por el guiño cómplice de los eslóganes publicitarios, extasiado por la meliflua y colorista imagen del diseño, seducido por la ilusa celebración de los dispositivos, por la facilidad con que la pantalla responde a su clic, por la comunidad de amigos cariñosos que consigue con una foto, por el perfil que solventa su ansia de identidad, por la destreza con que mueve los dedos en el teclado y en el tinglado digital… ¿Acaso no es esta globosfera una casita de chocolate repleta de juguetes? El ciudadano modélico de la globosfera es un infante incauto e ingenuo, impotente y recompensado con cebos y placebos, hipnóticos y adictivos. Y, al mismo tiempo, es el adulto sufriente que carga con el tormento de su transgresión, con el martirio del olvido de sí: depresión, obsesión, amargura, delirio, caos mental, tendencias suicidas y corrosiva angustia emocional. Y el miedo, claro, el miedo cerval a las voces que no dejan de sonar, dentro y fuera de la cabeza, dando órdenes y reproches, tentando y amonestando, incitando y advirtiendo. Las voces oscuras, terribles y blasfemas.

El ciudadano de la globosfera fue tiempo atrás un ser humano y ahora es un muñeco. Pobre desgraciado.

Este texto está publicado en Jot Down nº 46 «Rupturas»



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15 de abril de 2024
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