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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.

 

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Una ‘playlist’ de canciones de amor para el día de mi boda

 

La música de una pareja es siempre la combinación de la banda sonora de su propia relación, los sonidos “de los dos”, y lo que le gusta, le remueve, le provoca y recuerda y anima a cada uno, la historia sonora personal de cada cual. Es una extraña “playlist” que difícilmente entraría en un disco, porque cada uno suele tener una historia musical, emociones, gustos, compatibles pero distintos.
Eso nos pasó con Carmen cuando estábamos hablando con el músico y DJ Joaquín Vidal en el Castillo Forestal a finales de enero de este 2024. Nos íbamos a casar el sábado 3 de febrero, y Joaquín, a quien habíamos propuesto poner música a nuestra fiesta, quería saber qué canciones queríamos que sonaran en cada momento. ¿Cuáles son las bandas sonoras de nuestras vidas, que pronto estarán entrelazadas en una vida en común? ¿Cuáles son las armonías, las melodías, los ritmos de nuestras sensibilidades en el momento de unirnos en matrimonio?
Lo primero que decidimos es qué iba a sonar cuando ella entrara, del brazo de su hija Laura, mientras en mesa con mantel blanco yo la esté esperando junto a nuestra maravillosa oficiante, druida y contadora de nuestra historia, la amiga novelista, actriz y dramaturga Nona Fernandez.
Sonaría Un vestido y un amor, del disco preferido por ambos, El amor después del amor, de Fito Páez.
“Te vi…”
Cuando nos pusiéramos los anillos, empezaría a cantar mi elegido, Joan Manuel Serrat, en catalán: “Paraules d’amor”, que tras un par de minutos pasaría al elegido de Carmen, el rock potente, desembozado, de Pulp y su carismático Jarvis: “Common people”.
Después vendrían las fotos, el champán, los abrazos…
Y antes del baile, que abriríamos ambos con el vals El Danubio azul de Johann Strauss hijo, la alternancia de canciones de ambos.
Unos días antes de la boda, me senté en la computadora a tratar de recordar canciones. No sólo canciones que me gustaran, sino canciones que hablaran de amor. Hay muchas canciones bellísimas de tristeza, de soledad, de desamor, incluso de amargura y rencor. Hay muchas de amistad, de sueños políticos, de pasados nostálgicos y futuros anhelados. Pero estas debían ser de amor: ojalá que celebren un momento como el nuestro, el amor en su momento de plenitud. Amor encontrado.
Esta es la ecléctica lista de mis canciones de amor. Hay arias de ópera (con la indicación de cuáles versiones, qué cantantes y directores), hay fado optimista (sí, lo hay), samba brasileña y zamba argentina, jazz y rock, y un tango-canción (obviamente El día que me quieras – ¿qué otro tango existe que le cante al amor que viene y no al que se fue?).
Se cuelan amores por hijos, por compañeros de infancia, a la naturaleza, pero la mayoría son de amor romántico entre un hombre y una mujer. Con una excepción: la hermosa y desafiante Puerto Pollensa de la gran artista Marilina Ross. Esta es la banda sonora de mi vida hasta este momento. Cuando le expliqué la lista, Laura, con el desparpajo de sus 13 años, me dijo: “No es sólo que no haya nada de ahora. ¡Es que no hay nada del siglo XXI!
¿Dirá esto algo de la edad de mi sensibilidad musical?
Aquí van. Están en el orden en que se me fueron ocurriendo.
Amalia Rodrigues: Boa nova
Chico Buarque: A banda
Daniel Viglietti: Gurisito
María Elena Walsh: Sábana y mantel
Carlos Gardel: El día que me quieras
Joan Baez: Sad eyed lady of the Lowlands
Leonard Cohen: Suzanne
Peter, Paul and Mary: Puff, the magic dragon
Mozart: La flauta mágica. Dúo de Papageno (Dietrich Fischer-Dieskau) y Papagena (Lisa Otto). Dir. Karl Bohm.
Queen: Love of my life
The Beatles: Love me do
The Beatles: I wanna hold your hand
The Beatles: I saw her standing there
M. E. Walsh: Como la cigarra, por Mercedes Sosa
Violeta Parra: Gracias a la vida, por Mercedes Sosa
Georges Bizet: Carmen. L’amour. Canta Maria Callas
Silvio Rodríguez: ¿Adónde van?
Sui Generis: Necesito
Sui Generis: Quizás porque
Tim Rice y Andrew Lloyd Weber: Jesucristo Superstar: I don´t know how to love him
Bee Gees: Melody Fair, de la película “Melody”
The Carpenters: A song for you
Marilina Ross: Puerto Pollensa
María Elena Walsh: Canción del jardinero
Giuseppe Verdi: Brindis de La traviata (Ileana Cotrubas, Plácido Domingo, Dir: Carlos Kleiber)
Víctor Manuel: Soy un corazón tendido al sol
Obviamente, esta no es una propuesta de “las mejores canciones de amor”, ni siquiera mi propia lista de mejores. Estos 26 temas son una muy personal lista de lo que a mí me emociona, lo que me hacen pensar en el amor, en la unión de dos almas, cuerpos, sensibilidades.
Dicen que la música llega al corazón casi sin pasar por la cabeza, que provoca que unas cuerdas internas vibren al unísono con lo que surge de la voz y los instrumentos de los intérpretes. Cada tanto, pongo en CD o en Spotify alguna de estas y se me desparrama una sonrisa alada.

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28 de marzo de 2024

María Paz Santibáñez. Foto de Jerónimo Berg.

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¿Quién la puede detener? Pachi Santibáñez y el Municipal, drama en 6 escenas

La pianista y activista cultural María Paz Santibáñez vino a Santiago en diciembre, invitada por la alcaldesa comunista Irací Hassler, para dar en el Teatro Municipal y en el Día de los Derechos Humanos, su espectáculo para piano y cacerolas. Estaba prevista, además, la declamación Resistencia femenina, que aunaba lucha contra la dictadura y el patriarcado con la épica del estallido social de 2019 en el mismo lugar donde la artista fue baleada en la cabeza en 1987. Pero todo salió muy distinto a lo planeado.

1. 5 de diciembre de 2023. Notas tomadas en el ensayo en San Miguel
Sentada al piano, rodeada de cacerolas, María Paz Santibáñez larga una bocanada de vapor gris de su cigarro electrónico. El vapor avanza hacia la luz de una proyección que muestra, en blanco y negro, la escena de ella misma, hace 36 años, tirada en las baldosas al frente del Teatro Municipal. En la imagen granulosa la gente se arremolina a su alrededor. La cámara se mueve, un carabinero, el que acaba de dispararle en la cabeza, levanta el arma para alejar a los manifestantes.
María Paz, Pachi para su equipo artístico y sus amigos, fuma su cigarrillo de fantasía y el vapor nubla la imagen, creando un ambiente turbio en la sala de ensayo, como de un sótano bohemio, neblinoso parisino.
Pachi sonríe entre otra bocanada intensa de vapor: el ensayo está saliendo bien. En cinco días el espectáculo llenará la sala grande del Teatro Municipal.
Una hora antes yo había llegado a la hora convenida, y en la puerta de una típica casa de clase media en San Miguel había un cuidacoches de chaleco amarillo tocando insistentemente el timbre: me explica que se va, que cambia el turno, y que tiene que cobrar.
Pachi sale murmurando algo, ofuscada por la interrupción; tarda en entender el mensaje, le paga, y me hace entrar como si yo fuera uno más en el ensayo, como si nos conociéramos de toda la vida. Eso me gusta. Me dice que me siente en un taburete de otro de los pianos, en un rincón, y no haga ruido. Así la veo: empoderada, dando dulces órdenes, enfocada en Resistencia femenina, el espectáculo que dará en el Teatro Municipal de Santiago el domingo 10 de diciembre.
Me presenta al equipo, sus aliados: Pablo Herrera, el técnico audiovisual, Ítalo Pedrotti, el técnico de sonido, y Glyslein Lefever: “franco-chilena”, me dice, con la sonrisa suave y el apretón de manos enérgico. “Partimos ayer, tenemos cinco días de ensayo hasta el domingo. No tenemos tiempo que perder”.
Dos cosas llaman mi atención en el garaje transformado en sala de ensayos: la primera son los pianos. Cuento al menos 14, la mayoría verticales, algunos muy viejos y aporreados, otros nuevos pero cubiertos de polvo. Los hay humildes, de batalla, y también alguno más aristocrático, con volutas rococó. El más pinturero es el imponente piano de cola que toca Pachi. Un Steinway, prestado por la familia Guerrero, que la conoce desde pequeña.
Pero alrededor de su instrumento y sobre la repisa a su espalda y colgando de unos típicos soportes de percusión en orquestas sinfónicas, se despliega un ejército de cacerolas. La más elegante, marrón amarillo, cuelga frente al piano y a primera vista parece virgen de guisos. Hay otra muy grande, azul petróleo, gastada, poceada, con su cucharón de madera; una chiquita, color metal, con asa, como para calentar agua, huevos o sopa. Una muy casera, bordó. Pachi me las irá presentando: la azul se la dieron en México, la pequeña es de la compositora de la pieza que la requiere, la bordó es de ella, de su propia cocina. Las ha ido escogiendo entre varias otras, según su sonido y según la obra en que participan las ollas.
Detrás del gran piano y sobre la tapa cerrada de uno vertical cuelgan decenas de partituras. Frente a Pachi se sienta Pablo, en una silla pequeña, y a su lado Guislein lo observa todo desde la punta de un sillón. Ítalo pone y saca micrófonos desde su banquito y se arrastra con cables por abajo del piano.
En este momento Pablo mira en su computadora una performance de El violador eres tú, de Las Tesis, en griego mientras los otros tres discuten detalles del guion.
“Antes de Reportaje toqué Ojos”, dice Pachi. “Página 7, número 23”.
Yo pienso en lo que venía leyendo en el metro, un ensayo de Luigi Nono sobre la relación entre arte y política. Todo arte, toda música, es política.
“Perdón, estai puro hueviando”, se carcajea Pachi, como si no hubiera pasado los últimos 30 años en París. “¿Hagamos el último de Ojos?”
Ojos es una pieza difícil, austera, atonal, para piano y cacerola, del argentino Esteban Benzecry. Pachi toca con la izquierda el piano y con la derecha aporrea la cacerola, primero muy fuerte, después se van adelgazando los golpes hasta el silencio, mientras que en la pantalla de la pared se proyecta la coreografía de Un violador en tu camino en griego desde la computadora de Pablo.
De pronto me congelo: en la pantalla comienza a proyectarse una escena que ya había visto en Youtube: una mancha difuminada, la María Paz Santibáñez de 19 años, una de las estudiantes de música de la Universidad de Chile que se estaba manifestando en la puerta del Municipal contra la designación por la dictadura de un rector afín a Pinochet, recibe un balazo en la cabeza y cae desplomada. Se ve la cara del carabinero que le disparó. Caos. Algunos se acercan a ella, otros se alejan, el carabinero empuña su pistola, la Pachi de 2023 empuña su cacerola, como si siguiera la manifestación interrumpida de 1987.
Empieza la siguiente obra, del griego Nicolás Tzortzis, Reportaje. Una nueva cacerola, de sonido más estridente, con la mano derecha, mientras la izquierda toca el piano y su voz recita, cada vez más fuerte: “el carabinero me pesca del pelo y me arrastra hasta la camioneta. Apuntan directamente a tu cara y te disparan. Apuntan directamente a tu cara y te disparan. Apuntan directamente a tu cara y te disparan”.
Todo se mezcla: el ataque, el homicidio frustrado contra la joven Santibáñez, uno de los recuerdos más nítidos de la dictadura para dos generaciones de chilenos, la revuelta feminista que nació en Valparaíso y dio la vuelta al mundo, las imágenes y los testimonios de los manifestantes de 2019 agredidos por los herederos de esos policías dictatoriales.
Glyslein dice: “Cerrar micro, apagar la luz”.
Pachi me dirá después: “Tzortis me dijo que debía tocar la cacerola cada vez de forma más desagradable, para que la gente sienta la molestia en carne propia”.
Pablo lee: “Los pueblos indígenas son los mejores protectores de la selva amazónica”.
Pachi detiene la acción, da otra bocanada a su cigarrillo artificial. “Ítalo, probemos el micrófono de solapa, es más sutil. Queremos evitar que tome el sonido de otras cosas”.
Ítalo: “¿Como la cacerola?”
Glyslein: “Pero igual le pega bastante, la señora”.
Ítalo: “Toma este micro, no hace nada de ruido y está hiper direccionado”.
Pachi toma el micrófono y de inmediato se pone en personaje, cambia la voz, retrocede 36 años.
“El carabinero me pesca del pelo y me arrastra hasta la camioneta”.
Paran. Fuman. Reparten aguas. Hay una para mí: Glyslein me pregunta si quiero con o sin gas. Me siento incluido.
Pachi se sienta en el sofá entre Glys y Pablo, y les muestra en su teléfono una escena de bengala verde y violeta.
Pablo: “¡Me lo llevo al tiro!”
Pachi: “Está todo ahí, todas esas imágenes yo las seleccioné”.
Pablo cambia la imagen en la pantalla. Vuelve una y otra vez la escena de Pachi tirada en el piso a la entrada del Municipal, el caos, el horror. Anoto en mi cuaderno: “Para ellos es natural; para mí es tremendamente dramático”.
La artista empieza a tocar. El piano suena colérico, astringente, tan persuasivo como la cacerola. El texto que lee pasa del yo al tú.
“Me apuntaba a la cara. Apuntan directamente a tu cara y te disparan.”
Lo repite cuatro veces.
Pablo vuelve a leer: “Los pueblos indígenas son los mejores protectores de la naturaleza…”
Sube una luna por la pantalla.
Pachi toca notas muy agudas, después muy graves. Las notas chocan contra la superficie marfilina, y un efecto digital martilla como gotas de lluvia, en círculos, y se expande por la pantalla.
“Sono i migliori protettore della foresta”... en italiano, en francés, en español. Las notas que caen se van haciendo de colores y de estrellas y golpean cada vez más rápido.
Y ahora lentas. Las gotas, las palabras, las notas.

2. 24 de septiembre de 1987. El disparo en la cabeza
Empieza el video de Teleanálisis con sonido de pitos y matracas y gritos de “Chi Chi Chi le le le viva Chile” y la imagen en los mustios colores de la televisión de la época de estudiantes marchando frente a la entrada del Teatro Municipal. Los suéteres azul cielo y naranja ladrillo, las camisas blancas, los pelos largos ondeando. De pronto, en medio de la grabación, un disparo. La cámara se dirige a la estampa de un carabinero levantando su pistola y baja a una joven de pelo corto y camisa blanca, su cabeza rodeada de sangre espesa.
Las imágenes se ralentizan. Los manifestantes se acercan a la figura caída en cámara lenta.
Locutor: El día 24 de septiembre durante una manifestación universitaria, resultó gravemente herida la estudiante de piano María Paz Santibáñez.
Las imágenes del reportaje muestran una foto de María Paz sentada al piano.
Locutor: La joven se encontraba participando en una jornada por la defensa de su universidad cuando recibió un impacto de bala en la cabeza. El disparo fue realizado por el carabinero del tránsito Orlando Sotomayor Zúñiga.
Se muestra la foto carnet del funcionario.
Locutor: Decenas de manifestantes intentaron alcanzar al carabinero, quien se refugió en el interior del teatro, ayudado por guardias de seguridad.
Se muestran fotos de disturbios, bancos rotos, fuego, gente corriendo
Locutor: Quince minutos más tarde se hicieron presentes fuerzas especiales de Carabineros para dispersar a los manifestantes. El autor del disparo fue sacado del teatro vestido de civil y fuertemente escoltado. A continuación, fue llevado al hospital de Carabineros debido a lesiones causadas por los propios músicos del Municipal. La universitaria fue recibida en el Instituto de Neurocirugía en estado grave, con la mitad de su cuerpo paralizado. De inmediato fue sometida a una intervención de urgencia en la que se comprobó que el proyectil rozó el cerebro, por lo que se procedió a limpiar el trayecto de la bala retirando esquirlas metálicas.
Se acompañan estas palabras con imágenes de gente entrando y saliendo de la clínica, muchos con bata blanca de personal sanitario.
Locutor: La estudiante fue acusada de agredir al carabinero, por lo que quedó detenida bajo vigilancia policial.
Sigue un testimonio de Edgardo Santibáñez, flaco, de tupida barba negra, uno de los seis hermanos de María Paz: “Ella lleva once años estudiando piano, cursa segundo superior y se destaca en su carrera como una alumna aventajada. Es tremendo imaginarse a la Pachi sin su alegría y su música que nos acompaña desde que tenía cinco años. Porque es muy probable que a la Pachi ya no la podamos ver realizada como una gran concertista en piano y estamos conscientes de que esto nadie podrá devolvérselo”.
La imagen y el sonido muestran a la concertista tocando la Polonesa opus 26 número 1 de Frederic Chopin. La imagen la toma desde abajo, enfocando las teclas. Las manos se levantan del teclado. Unos segundos de silencio.
Locutor: A solo dos horas de lo ocurrido la jefatura de zona de Carabineros emitió un comunicado oficial afirmando que un grupo de unas 200 personas habría atacado injustificadamente al policía y que, ante la persistencia de la agresión, el carabinero hizo unos disparos al aire. Sin embargo, unos sujetos habrían tratado de arrebatarle el arma, y en el forcejeo, un disparo hirió accidentalmente a la estudiante María Paz Santibáñez. Por su parte, los familiares entregaron a la prensa su versión de los hechos.
Se muestra a los familiares, unidos, abrazados, con caras compungidas. Habla el hermano Edgardo: “Un carabinero de tránsito le disparó por la espalda y a corta distancia sin que mediara provocación alguna, hiriendo gravemente a nuestra hermana e hija en la cabeza”.
Música dramática, unos violines agudos. Imágenes de Pachi tendida, auxiliada por manifestantes.
Habla el estudiante Rodrigo Paz, testigo: “Creo que hay dos cosas que yo estoy dispuesto a testificar en cualquier parte. Primero, en el momento en que yo me doy vuelta después del primer disparo este carabinero está solo. Segunda cosa, que los disparos posteriores son posteriores al que hirió a la Pachi”.
Locutor: Diversos testigos contradijeron la versión oficial entregada por Carabineros. Además, las imágenes captadas por Teleanálisis en el momento de los disparos aportaron antecedentes decisivos en el esclarecimiento de los hechos. A continuación, se presentan tal como fueron grabadas, sin cortes ni cambios.
Se reproduce el material en bruto de la cámara de este emprendimiento que copiaba en VHS noticieros que no se veían en la televisión de la dictadura, y repartían las copias a los valientes que querían enterarse de lo que estaba pasando.
Se ve la plaza frente al Municipal llena de manifestantes, antes y después del ataque. En ningún momento se los ve atacar a Sotomayor, ni a ningún otro carabinero. Sí gritan: Asesinos, malditos, y se acercan a Pachi para socorrerla.
Se ve a una testigo anónima que mira las imágenes. “Yo alcancé a ver cómo el carabinero la tomó del hombro, y le dispara. Le digo Pachi, Pachi, le hago cariño, miro para todos lados. En realidad no la quería creer”.
El primer testigo, Rodrigo Paz, dice: “Insisto, los disparos al aire son después de que disparó a la Pachi, y su objetivo es en primer lugar impedir que la gente se acerque a la Pachi. De hecho, tuve que sacar mi delantal agitándolo casi como una bandera blanca para que me permitiera acercarme”.
La siguiente imagen es de estudiantes marchando: “Aquí está, aquí fue, el fascismo otra vez”.
Locutor: El baleo de la universitaria provocó una fuerte conmoción pública.
A consecuencia del video de Teleanálisis, las autoridades cambiaron su versión: ahora dicen que el disparo fue accidental. Y se retiró la denuncia contra la estudiante y la guardia de carabineros en la puerta de su habitación de la clínica. Ya no estaba detenida ni acusada.
El reportaje termina con el testimonio de Pachi, con la cabeza vendada, el ojo derecho impregnado de sangre. Habla rápido, fuerte, claro, como desde entonces habló siempre.
Pachi: “En lo inmediato, rehabilitarme, recuperar el movimiento fino, a caminar, porque todas esas cosas no las puedo hacer todavía. Son secuelas que tienen que ser superadas. Eso en lo inmediato (sonríe con amargura). Y para después, como te digo, la música, y si no es posible, otra cosa”.
Locutor: Los médicos afirman que María Paz corre el riesgo de no poder recuperar los movimientos finos de su mano izquierda. Esto podría llegar a interrumpir definitivamente su carrera de concertista en piano.
Dice Pachi: “No quiero que el día de mañana tener un hijo y que a mi hijo le pase lo mismo, ¿me entendís? Ahora, hay que terminar con esto y hay que empezar a tener vida. Eso”.
El reportaje termina con las imágenes de Pachi tocando Chopin, su sonrisa enfundada en vendas la cama hospitalaria, y ella tirada en las baldosas fuera del Teatro Municipal, y Rodrigo Paz atendiéndola y gritando algo que no se escucha pero que seguro es que llamen a la ambulancia.
Y el listado del equipo de Teleanálisis que hizo el trabajo, presidido por el director, Augusto Góngora y el productor periodístico Cristian Galaz.

3. 23 de noviembre de 2021. Entrevista por Whatsapp. Pachi en su casa en París
La primera vez que hablé con ella fue en medio de la pandemia, por Whatsapp.
En 2021 yo estaba haciendo un perfil de Cecilia Bolocco para el libro Ídolos (Colección Vidas Ajenas, Ediciones Universidad Diego Portales), editado por Leila Guerriero. Durante un año hablé con decenas de personas que tuvieron relación en un momento u otro con la Miss Universo, la musa de los cochambrosos ochenta, la reina de los shows nocturnos de la tele en los oropelados noventa, la estrella de la farándula y la vida privada en las revistas papel cuché.
Uno de los episodios más recordados, y tal vez el más vergonzoso de la diva platinada, fue una conferencia de prensa, al volver a Chile después de ganar su corona de Miss en 1987. Le preguntaron por un tema de actualidad: un carabinero había baleado a la estudiante María Paz Santibáñez en cabeza. La estudiante de piano se debatía entre la vida y la muerte, y la acusaban a ella de atacar a las fuerzas del orden. Escuché varias versiones de las palabras de Bolocco, que tenía la misma edad que la manifestante baleada. En todas repite las razones y ataques del régimen: que para qué protesta si sabe que hay peligro, que por qué no se dedica a estudiar, que ella se lo buscó.
Ahí tengo en claro que quiero hablar con María Paz Santibáñez.
Me contacto con ella por mail. Le digo que quiero entrevistarla. En el mensaje no pongo para qué. Me dice inmediatamente que la llame tal día a tal hora. La llamo. En ese momento le explico de qué quiero que hablemos, y por su reacción estoy seguro de que ahí nomás termina la entrevista. Que no hay entrevista.
“No tengo nada que decir de esa señora”, me corta en seco.
Me dice que todo lo que tenía para decir, lo dijo en ese momento, en una carta que mandó desde el hospital a la revista satírica de oposición Fortín Mapocho.
Encuentro la carta. Dice que ojalá la reina de belleza fuera tan bella por dentro como es por fuera. Treinta y seis años más tarde, no tiene nada más que agregar.
Pero hablamos una hora más.
Y empieza a contarme cómo las imágenes que le llegaron en octubre de 2019 del estallido social, de videos caseros de ataques de los carabineros a manifestantes, de los gases lacrimógenos, le trajeron de vuelta las imágenes de 1987.
“Entre las particularidades de mi historia,” me dice, “es que mi ataque fue filmado. Ahora hay registo de todo, pero entonces de muy poco había imágenes. En esos años me liberó de la prisión política. Cuando me balearon en la cabeza, yo fui acusada de atacar al carabinero. Estaba presa en el hospital. Estuve tres semanas en el hospital y varios días en calidad de detenida. Cuando llegué al hospital debatiéndome entre la vida y la muerte, vinieron a detenerme y las enfermeras me pusieron en un box”.
“No sé por qué quieres meterme el dedo en la llaga”, me dice al teléfono, desde París.
“Dirígete a la gente que corresponde”.
Pero me sigue contando. Me cuenta que trataron una vez que hablara con el policía que le había disparado, y que todavía decía que él era la víctima. “Los mandé a la mierda”. Entiendo que me dice sin decirme que yo me vaya a la mierda.
Y me empieza a contar del proyecto Resistencia femenina.
Me dice que lanzó el proyecto para combinar feminismo, derechos humanos, el estallido de 2019 en Chile, la dictadura, música clásica contemporánea y sonido de cacerolas. “Me invitaron al Municipal”, me dice, “y ahora me contactan compositores de distintas latitudes para participar. Trabajo con una coreógrafa de la Comedie Francaise (Glyslein), vamos a hacer varios conciertos y en cada concierto habrá un estreno”.
Me cuenta que está trabajando sobre Un violador en tu camino de Las Tesis, que hay compositores de Francia, España, Chile, Japón… como una gran suite para cacerolas y piano hecha por varias manos. “Ya tengo 7 movimientos de 12. Me gusta mucho, puede funcionar en pequeñas salas comunitarias y grandes teatros. Es una obra performática que apela a todos los sentidos”.
La escucho y siento que está pensando en voz alta, para sí misma. Estaba todo en plan, todo en gran ilusión.
“Hay un compositor griego”, me dijo entonces. “Compuso de las obras para piano y cacerola que encomendé, mi derecha toca el piano mientras que con la izquierda toco la cacerola y empiezo a decir el relato de una víctima".
El compositor encontró tremendo el relato de una víctima
Yo toco el piano, la cacerola con ritmo infernal, integrado en la partitura
Y tengo que decir el relato de la víctima
Y luego disparan
Acorde y cacerola
Y termina la obra
La tocamos acá en París
Había un crítico en el público y estaba el presidente del sindicato de compositores,
Quedaron p’adentro
Una señora se paró, me dijo: me dolió todo
Un crítico que odia el ruido me dijo que ese era el objetivo: que se sintiera el dolor
Y me sigue contando que Esteban Benzecry, un gran compositor argentino “me dirige, ahí más despacito, de a poco, se apropió de la cacerola, porque no era un instrumento”.
La cacerola, con cucharas, cada uno ha hecho lo que siente, les di libertad total
Pero que la obra pueda funcionar en pequeños y grandes escenarios
Hay una cinta que corre cuando yo toco
Se escucha un discurso de Piñera
Algo sobre los palestinos
Gabriela Ortiz, mexicana, compositora muy conocida, su padre fue amigo de Víctor Jara
“No sabes lo que me emociona que me lo pidas a mi”, me dijo
Ella no ve la luz del día componiendo para muchas orquestas
Las Tesis me mandaron una carta de apoyo para el proyecto
Es salir de la pandemia con renueve
Y entonces me cuenta que el proyecto empezó antes, que se programó en el teatro municipal de París, Le Chatelet, y que del teatro de Biobío la llamaron, y que quiere que participen feministas de la región, escolares, la comunidad, me habla de su “extremado entusiasmo”, y que Chile – independientemente de sus problemas – es un país señero, que pone una línea en temas de camino al socialismo, de defensa de los derechos humanos, que dio un primer paso con Salvador Allende, que vino una dictadura feroz y se convirtió en el país más neoliberal, pero que en 2019 tuvo una revuelta social ejemplar y que nuevamente va dando esperanzas al mundo. En Colombia, en Brasil, en Turquía…
“¿Y qué te pasó cuando en 2019 vino el estallido social?”, le pregunto.
Terrible
En un minuto apareció Gustavo Gatica, cegado, diciendo hay que seguir en la calle
A mí me quedó la cagada
Fui al psicólogo
Perdí cuatro kilos
Volví a sentir lo que me pasó a mí
Todo eso está en la obra
El compositor griego me hizo leer lo que dice una víctima
¿Qué hago yo?
Yo fui una víctima, ya no lo soy, pero me removió hasta el último pelo….
Cuando llegué a la consulta del psicólogo argentino
Entonces me hizo reordenar toda esa parte traumática
Entré y le dije: no, porque no tengo nada que ver, no soy más la víctima
soy una artista militante
Me dice: eso, siéntese…
Fueron dos semanas que no fui capaz de tocar la obra. No podía
Cuando la toqué, me atravesó las entrañas.
Estoy para comunicar
Soy el puente
Me callo. La escucho. Al otro lado del teléfono, María Paz Santibáñez me habla, se interna en su proceso de diez años para salir del trauma desde que llegó a Europa herida en la cabeza, por dentro, por todos lados. La persona que me habla en ese momento es inimaginable para mí. No sé qué hacer cuando me habla en segunda persona, como si el balazo me lo hubieran pegado a mí. A los 19 años. En las baldosas frente al Teatro Municipal.
Cuando fuiste víctima de algo hay una zona de confort
Siempre está la posibilidad de quedarme llorando
O levantarte – pero no quiere decir que no tengas el trauma
Puedes sentirte seducido por esa calidad de víctima
Yo quise salir. Estaba en algo creativo
Soy yo la antigua víctima, o como artista tomo la voz por la víctima
Todo te constituye, como el niño que fuiste y el viejo que serás
Esa guerra eres tú
Lo delicado es que te actualiza, haber sido víctima
Haber sentido todo eso, cómo trabajas
Desde una parte sana aquello que es tan malsano
Como lo enfrentas y lo elaboras en lo que viene
Es jodido
La Carmen Gloria (Quintana la víctima sobreviviente del Caso Quemados, la joven de la edad de Santibáñez que fue quemada viva por militares el 2 de julio de 1986, un año antes de su balazo)
Me dijo: ‘lo que pasa, Pachi, es que por algo hay crímenes que son de lesa humanidad
Y otros son permanentes”
Y, por más que quieras estar al otro lado,
Siguen, todo sigue
Cuando llegué, si yo veía un choque decía: ‘uy chocaron’ y huía, no quería ver
No era capaz de asimilar la violencia
Durante 10 años me puse de pie
Y cuando ya estaba de pie encontré que acá era una primavera en Francia
Mi hijo ya estaba grande
Y de pronto me doy cuenta de que sigo peleando contra algo
Que todo vaya, que todo funcione y no me pregunten huevadas
Tenía que desarmar un mecanismo
Y ya se había acabado la pelea
Ahí es cuando empecé a ir al psicólogo
Lo más importante fue nombrar al agresor y reconocerme víctima
Esto me hicieron y me dolió
El postrauma es una maravilla
Impide que tú te quedes en eso
Y salgas y avances y te brindes a los demás

4. 8 de marzo de 2018. Informe de gestión de María Paz Santibáñez, agregada cultural de Chile en Francia
En su nutrida página web, Santibáñez incluye la Memoria de su período de cuatro años (2014-2018) como agregada cultural de Chile en Francia, nombrada por la presidenta Michelle Bachelet.
Detalla los numerosos conciertos, exposiciones y actos por el centenario del nacimiento de Violeta Parra, visitas y exposiciones de fotógrafos, actuaciones de músicos, bailarines y actores, la proyección del cine y la literatura chilena, incluidas varias traducciones de obras clásicas y recientes al francés. Presta especial atención a la interpretación de obras chilenas por artistas franceses. Todo bajo el lema: “Memoria y futuro”.
Al final, una nota personal sobre lo que ella entiende por cultura:
“Hacer acción cultural no lo entiendo sólo como hacer eventos, sino también como proyección e influencia desde una propuesta. Entiendo Cultura como identidad, como patrimonio, participación, creatividad y otros, que son aporte a la economía, al fomento, al crecimiento. También como interdisciplina: acción, reflejo y entrecruce de visiones, saberes, experiencias y expectativas. Así, no creo en el consumo cultural, sino más bien en el acceso, en el cultivo y entrecruce con la vida de la gente, que está haciendo cultura en cada acción.”

5. 6 de diciembre de 2023. La cancelación
Salí del ensayo del martes 5 de diciembre emocionado. Había visto en acción a una concertista de fuste y a una artista comprometida, que usaba la música para transmitir valores, para luchar por cambios, que volvía a sus recuerdos más dolorosos para hacernos reflexionar sobre el presente. Al día siguiente, miércoles 6, me preparaba para ir al siguiente ensayo, cuando recibí un mensaje demoledor: Pachi me decía que no habría ensayo ni concierto, que le habían cancelado la función.
Querido Roberto, si vienes a las tres ya no haremos ensayo, pues el concierto se suspendió, ya te comentaré por qué.
Estaba furiosa. Me pedía que difunda la airada protesta. Cinco días antes del concierto, le anunciaron que se cancelaba, sin nueva fecha ni lugar alternativo. Habían venido de Francia, además de Pachi, Glyslaine y una de las compositoras de las obras. Llevaban meses preparándolo.
Una hora más tarde, me envía el comunicado:
Artistas indignados.
Resistencia femenina es un proyecto de creación de obras musicales, visuales y poéticas que invitan a la performance. Somos más de 20 artistas visuales, compositores, técnicos y escritores que hemos llevado adelante el proyecto, liderado por la pianista María Paz Santibáñez, quien aparece sola en el escenario, donde también se ubica el artista visual que proyecta videos artísticos en coordinación con la pianista. Este concierto multidisciplinario, reúne dos ejes de la vida y de la trayectoria artística de Maria Paz, quien concibió y dirige el proyecto.
En ocasión de la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado, como equipo decidimos realizar un homenaje a Salvador Allende, creando especialmente un capítulo dedicado al extinto presidente. El municipio de Santiago, en coordinación con la Universidad tecnológica metropolitana, la Corporación para el desarrollo municipal y el Teatro Municipal nos invitaron a presentar este espectáculo el 10 de diciembre en el Teatro Municipal de Santiago.
Estábamos felices de compartir nuestra creación con nuestro querido público, que creemos merece apreciar, emocionarse y conmocionarse con nuestro trabajo.
Cinco días antes de la representación, el municipio nos comunicó que el concierto se cancelaba. Al público que asistiría y que había reservado invitaciones se le entregaron razones de fuerza mayor, pero de acuerdo a lo que se nos indicó extraoficialmente, la realidad es que esta decisión unilateral se basó en razones que nos parecen arbitrarias e injustificables.
Atentamente,
Resistencia femenina
El 13 de diciembre, el periodista cultural Pedro Bahamondes publicó en The Clinic una larga entrevista con Santibáñez.
Se titulaba: María Paz Santibáñez desclasifica la “injustificada” cancelación de su concierto en el Teatro Municipal de Santiago: “La decisión fue tomada por la alcaldesa”
La pianista chilena y ex agregada cultural radicada en París, se presentaba el domingo 10 de diciembre pasado en el teatro de calle Agustinas con Resistencia Femenina, un concierto para piano y cacerolas en homenaje a Salvador Allende y en defensa de los derechos humanos. El show estaba planificado desde hace un año junto a la Municipalidad de Santiago, la edil Irací Hassler (PC) y otras instituciones. Sin embargo, cinco días antes, la artista —quien fue baleada en 1987, afuera del mismo Municipal— fue informada de que se cancelaba por motivos de fuerza mayor. Santibáñez hace sus descargos a The Clinic: "Aquí la decisión fue tomada por la alcaldesa, según ella misma me dijo ayer, y responde a que nuestro espectáculo podría poner en peligro una parte del financiamiento del teatro, y también a temas delicados de la agenda nacional, que a nosotros nos parece absolutamente raro".
En el artículo queda claro que la alcaldesa conocía perfectamente la obra: el 10 de octubre, en una visita a París, había presenciado Resistencia femenina y le había hecho la invitación a presentarla en el Municipal el Día de los Derechos Humanos. Y que en el anuncio de la cancelación no dio la cara: envió a un abogado a una cafetería a reunirse con la arista para decirle que se cancelaba.
“A la reunión llegó el abogado Santiago Trincado acompañado de la misma encargada de proyectos del municipio, quien en realidad solo nos presentó, porque fue él quien me comunicó de la decisión del municipio de anular el concierto”, cuenta Santibáñez.
–¿Le propusieron buscar otra fecha para el concierto?, le pregunta Bahamondes.
–La alcaldesa insinuó que el concierto podía posponerse. Yo le dije que, a nombre de todo el equipo de artistas, nosotros podríamos pensar en reponer el espectáculo en el templo de las artes y de la música, que es el Teatro Municipal de Santiago, solo una vez que esto esté solucionado. No queremos hacer negociaciones que se puedan diluir de nuevo. Estamos indignados. Esto es una falta de respeto mayor y en dictadura tenía otro nombre.
–¿Cómo califica lo sucedido?
—Para mí es una anulación arbitraria, unilateral e injustificada por parte del municipio. La alcaldesa me llamó ayer lunes. El espectáculo era antes de ayer, domingo. Qué más se puede decir.
“A mí ese teatro me toca como persona y como artista”, continúa Santibáñez: “Fui víctima de una agresión brutal durante la dictadura frente a ese teatro y no es un detalle menor porque tengo esa historia y mi indignación, digamos, se mezcla con ese recuerdo. En esa época hubo mucha gente que opinaba que yo no debería haber hecho lo que estaba haciendo. Esta vez me encuentro nuevamente con gente que opina que yo no debo hacer lo que estoy haciendo. Aquí siguen pensando de esa manera”.
El 21 de diciembre, el medio de investigación periodística CIPER publicaba el ensayo ‘Resistencia femenina’: una performance musical subversiva, de Daniela Fugellie, directora del Instituto de Música de la Universidad Alberto Hurtado.
Su texto comienza con el famoso inicio de Un violador en tu camino, de Las Tesis:
«Y la culpa no era mía…». La culpa no fue de la joven estudiante de piano María Paz Santibáñez cuando, el 24 de septiembre de 1987, recibió frente al Teatro Municipal de Santiago un balazo en la cabeza, mientras participaba en una manifestación estudiantil pacífica contra el rector designado de la Universidad de Chile, José Luis Federici. La culpa tampoco fue suya cuando, a inicios de este mes, la Municipalidad de Santiago le comunicó a la pianista la decisión de cancelar un concierto solista suyo en la sala grande del mismo recinto, el que había sido previamente planificado, confirmado y anunciado públicamente para el domingo 10 de diciembre, Día Internacional de los Derechos Humanos.
Tras informar de la cancelación, la musicóloga apunta:
Para quienes estudiamos la música chilena como parte de la sociedad actual, resulta elocuente observar que un evento que involucra a una única mujer concertista, sin más armamentos que un piano de cola, una cacerola, una serie de piezas de música contemporánea y una pantalla de videoarte con imágenes alusivas a recientes movimientos feministas y ciudadanos, pueda representar una herramienta poderosa, al punto de llevar a alguien a tomarse la molestia de cancelarlo.
Después de destacar los méritos de la obra y la posición de las mujeres en la creación musical contemporánea, Fugellie concluye:
María Paz Santibáñez no es compositora, sino pianista. Sin embargo, la performance de “Resistencia Femenina” constituye en su totalidad una composición; una obra creativa, en la que se nos transmite un discurso político que también es femenino, y que ofrece una nueva figura de referencia para jóvenes creadoras de las nuevas generaciones. Se trata de una performance femenina, porque el momento político que la motivó tiene como hilo conductor manifestaciones de mujeres chilenas, desde las cacerolas como símbolo de reclamo hasta la denuncia del colectivo Las Tesis. Pero su voz también se escucha femenina en su forma de abordar las demandas de los pueblos originarios y su preocupación por la Pachamama. De esta forma, Santibáñez es capaz de romper con un cierto estereotipo que ubicaría a lo femenino en una posición conciliadora y no crudamente política.
Llamo a Pachi a su casa en París, unas semanas después de su regreso desde Chile.
Da el asunto por zanjado, me cuenta que la alcaldesa Hassler había visto la obra entera, que se había desviado a París en un viaje oficial, pidiendo permiso al consejo municipal, para ver Resistencia femenina. Que todavía no entiende por qué se canceló pero que al final todos los participantes cobraron por su trabajo.
Pero me cuenta una cosa más: “Yo sé que hubo presión y hubo censura. Obviamente no se dieron cuenta del contenido del espectáculo cinco días antes. Pero creo, como siempre creí, que todo arte es ideológico, y ahora veo que esta es una generación que cuando la derecha les hace ‘¡boo!’ se asustan.
Y cierra con esto: “Yo le recordé a la alcaldesa que cuando tenía 19 años, recién baleada, dije en una entrevista: ‘Valiente es el que vence el miedo, no el que no lo tiene’”.
Le pregunto qué viene ahora.
“No paro de trabajar en Resistencia femenina. Ahora estamos retrabajando la parte visual. Tengo piezas nuevas, toda la parte del caceroleo viene también con el tema del hambre de la guerra. Quiero poner volcanes y geiseres. La gente no lo está pasando bien. La obra ha evolucionado muchísimo. Estoy pensando en poner a las mujeres que lucharon en la Guerra Civil de España, La Pasionaria, la idea de la mujer capaz de levantarse, rebelarse, mujeres iraníes contra el velo, Madres de Plaza de Mayo. Hay una nueva pieza que habla del cambio climático. Incluimos imágenes de palestinos e israelíes en marchas por la paz. En una guerra todos sufren, sobre todo los niños. Es un proyecto que evoluciona con los tiempos”.
Al final, me cuenta que Pablo Herrera, el técnico visual, vio online el espectáculo completo que se mostró en el Municipio de París, que está en su página web.
“‘Pucha, la que nos perdimos…’, me dijo el otro día. Y yo le digo: ‘No, si lo vamos a volver a hacer. Lo vamos a hacer en Chile, vas a ver. Y este episodio va a quedar como parte de la memoria de este espectáculo.”

6. 10 de diciembre de 2023. En la puerta del Teatro Municipal
Falta media hora para el momento en que debía empezar el concierto Resistencia femenina. Llego a la esquina del Teatro Municipal. Allí está María Paz Santibáñez, con un traje verde claro y un collar de cinco grandes esferas tejidas. Las puertas están cerradas a cal y canto. No hay ni un guardia, ni un funcionario. Alrededor de Pachi, su familia, el equipo de producción de la obra, amigos y cuatro señoras que vinieron de lejos a ver el espectáculo y nadie les avisó que se había cancelado.
Plantada en el mismo lugar donde fue baleada hace 36 años, graba un video. “Nos dicen que esto no se hace por razones de fuerza mayor. Nosotros estamos aquí, el teatro está aquí, y no tenemos ninguna comunicación formal del Municipio ni de los organizadores que nos hubiese permitido saber que el espectáculo no se realizaría. Quiero abrazar a mi público, a todas las personas que tuvieron la ilusión de asistir…” y en ese momento suena estridente la sirena de una ambulancia.
Pachi se sobresalta. Todo parece mentira.
Empieza a hablar Glyslein Lefever: “Soy la directora escénica, vinimos a la función, pero el teatro está cerrado. Estamos todo el equipo, y nos vamos a presentar”. Ante las cámaras, todos se presentan, empezando por María Paz.
En un costado, veo a un hombre profundamente conmovido. Es Edgardo, el hermano de Pachi, el mismo que representó a la familia en el reportaje de Teleanálisis en 1987. Vinieron dos hermanas más.
Edgardo me cuenta que pocos minutos después del ataque, a su casa, a pocas cuadras del Municipal, llegaron corriendo unos amigos a decirles que la habían baleado. Que fueron a la clínica, que desde entonces sufren cada vez que piensan que puede pasarle algo malo.
Los hermanos la abrazan. Están en silencio. Un documentalista está registrando la escena para un trabajo de memoria sobre los crímenes de la dictadura. Caminamos en silencio, alejándonos del teatro por Agustinas hacia Lastarria. El equipo se va a reunir a discutir cómo seguir desde ahora.
Pachi marcha adelante, hablando y gesticulando, con paso y voz firme. ¿Quién la puede detener?

Publicado en la revista digital Anfibia Chile el 31 de enero de 2024

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5 de febrero de 2024
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El sueño de la tortuga inmóvil: Viaje a la Isla del Coco

 

El editor de la revista Lento, mi amigo uruguayo Roberto López Belloso, me pidió una crónica porque estaba armando un número especial sobre islas en tan bella y prestigiosa publicación. Y yo me acordé de un viaje inolvidable a la Isla del Coco, a 400 km de la costa pacífica de Costa Rica, donde pasé una semana intensa en 1994. Este es el texto, hasta ahora inédito, que escribí sobre ese viaje. En Lento se publicó en diciembre una versión más corta, editada con mimo por mi tocayo.

UNO: APERITIVO

No hay como pararse en la cubierta de un barco que está por zarpar para tener la certeza de que uno no existe. Los oficiales y marineros corren frenéticos, se gritan órdenes, se cuentan y recuentan cosas, se pasan listas, se atan y desatan nudos. El observador se siente como un visitante del mundo de los pelícanos, que se posan tranquilos en el agua sucia del puerto, con el enorme pico doblado hacia abajo, perdidos en sus pensamientos, ajenos al ajetreo del barco que está por partir.
Cruzando la calle de tierra que bordea el muelle de Puntarenas, el principal puerto del Pacífico costarricense, hay un galpón con cinco hombres de amplio torso marrón, que se espantan las moscas y el calor mientras destripan pescado. Los pelícanos se mecen sobre las olas negras, la policía naval da la señal de partida, las últimas órdenes provocan las últimas corridas, los últimos nudos se desatan y el muelle inundado de sol, con sus destripadores de pescado y sus pájaros gordos, va quedando atrás.
Adelante hay un punto verde en medio del océano, a 36 horas de navegación del puerto más cercano. Es una isla poblada por unos pocos hombres y mujeres valientes, llena de leyendas, historias, literaturas, animales extraños y plantas únicas. Es la última frontera. La Isla del Coco. La Isla del Tesoro.

DOS: CAMINO A LA ISLA

Lunes 14 de noviembre
De la tarde del sábado a la madrugada del lunes recuerdo todo como una película cómica del cine mudo de 1920. Todo pasó con rapidez, torpemente y en blanco y negro. Recibir el llamado de Joaquín Alvarado, director del Parque Nacional Isla del Coco, salir corriendo a comprar repelentes de insectos, velas y libretas, pedir prestado mosquitero, patas de rana, visor y snorkel, armar la mochila con libros de aventura, muchas camisetas y botas de hule y romper todos mis compromisos por dos semanas. Pasar casi toda la noche del domingo escribiendo notas, cartas, propuestas y respuestas para llenar el bache de la desaparición temporaria del mundo, y finalmente partir, a la hora en que las brujas vuelven a sus cuevas.
Había llamado a don Joaquín Alvarado hacía dos semanas porque se me había metido en la cabeza la extraña idea de que quería visitar ese punto verde que aparece en un rincón de los mapas costarricenses como una burbuja adentro de un cuadrado. Le había explicado al director mi red de colaboraciones y la idea del libro sobre ecoturismo sobre la que cavilaba en aquella época. "Nunca se sabe. Por ahí en tres meses sale algo", me dijo.
No habían pasado dos semanas y don Joaquín estaba del otro lado del teléfono, ofreciéndome ir a la isla con los guardaparques. Saldríamos en 37 horas. Fue uno de los "sí" más entusiastas que di en mi vida.
* * *
Cuando llegué a la puerta de Parques Nacionales, Walter Madriz y Wilfrido Cordero estaban terminando de amarrar dos grandes refrigeradoras, tres baterías y una colección de cajas de cartón en la generosa cajuela de un pick-up blanco. Wilfrido, que parece rondar los 20 años y luce un bigotito incipiente sobre su cara soleada, viajará en el mismo barco a tomar su puesto de flamante guardaparque.
Hijo de un veterano de la institución -cada dos frases menta con orgullo a "mi tata"- el joven Wilfrido (el tata porta el mismo nombre) no parece tener ni temor ni nervios frente a la nueva experiencia. Callado, acaso tímido, se acomoda para el viaje hacia Puntarenas por curvas y baches entre Walter al volante y yo en el otro extremo. Walter le da consejos y él asiente. Está abierto y ávido. Nació para ese trabajo y quiere hacerlo lo mejor posible.
A primera vista, Walter Madriz es el ideal platónico del guardaparque: Alto, flaco y con rayas de experiencia surcándole con cariño lo que en su cara escapa a una barba espesa y ensortijada. El paisaje se completa con un sombrero de fieltro verde sombra que nunca abandona su cabeza y un eterno uniforme con mucho bolsillo y mucho sapo, el símbolo de Parques Nacionales. Walter es además ecologista de alma, vegetariano por vocación, amante de las puestas de sol sobre el mar, el agua de coco y las canciones tristes. Pero de todos los integrantes del elenco de Joaquín Alvarado, Walter era el único que nunca había ido a la isla.
"Es mi sueño", me confiesa en la cubierta del Okeanos minutos antes de mi partida. Dos meses más tarde, apenas arribado de su primera breve visita al Coco, me encontré con Walter, apuradísimo como siempre a bordo de su pick-up blanco. "¿Y? ¿Qué te pareció la isla?". Su respuesta fue un movimiento lento de cabeza de izquierda a derecha en plena sonrisa con los ojos hacia arriba, unos giros con las manos -como si quisiera asir algo poco asible- y una confesión innecesaria: "Vos me entendés. Yo siempre fui malo para las palabras. Ya tengo donde ir a soñar".
* * *

Los dos barcos que llevan buzos a la Isla del Coco -el Okeanos Aggressor y el Undersea Hunter- no pagan derecho de fondeo en el parque nacional a cambio de llevar a guardaparques y voluntarios y transportar combustible, gas, herramientas y comida para el destacamento.
Yo haría de voluntario en la semana que durara mi misión exploratoria. Las órdenes de Luis, el primer oficial de a bordo, eran amistosas pero claras: Wilfrido y yo dormiríamos en cubierta las dos noches que dura la travesía, y comeríamos la comida de los turistas, pero sirviéndonos al final. Tampoco debíamos molestar a quienes habían pagado 2.500 dólares por esa semana de buceo.
El Okeanos tiene 110 pies de largo, ocho tripulantes y capacidad para 21 pasajeros. El espacio está muy bien aprovechado en sus tres pisos de lustrosa madera salpicada con carteles en inglés en sobrio plástico negro, todo unido por empinadas escaleras con barandas que cada mañana lustra algún grumete de short blanco y plaquita con su nombre.
Según Luis, el barco vino de México hace seis años con el exclusivo propósito de servir la ruta Puntarenas-Coco con amantes del buceo de la línea "Aggressor", que tiene otros similares en Belice, Galápagos, el Océano Indico y en la Polinesia, Melanesia y Micronesia. El propósito declarado es pacífico y ecológico: molestar lo menos posible la vida natural. Sin embargo, esta línea de barcos aventureros se llama "agresor" y la alternativa lleva el nombre de "cazador submarino".
* * *
Saludamos a Walter, que agita su sombrero bajo el sol del mediodía, y salimos a bahía a esperar a los turistas, que vendrán a las siete de la tarde. Los preparativos de la partida siguen su ritmo febril. Se controla cada tubo de oxígeno, se cuentan las provisiones, se inspecciona la limpieza de los camarotes. El capitán Francisco Marín sube y baja por las empinadas escaleras sin perder la sonrisa ni dejar de dar órdenes.
Muy lentamente atardece sobre el Pacífico. Las nubes despliegan infinitos tonos de gris. En el horizonte, sobre el mar sereno, comienza a dibujarse un rosado pálido. ¿Influirá en el ánimo de los norteamericanos el hecho de vivir en un país que mira a un mar donde el sol nace (el Atlántico) o donde el sol se pone (el Pacífico)? Ese tipo de pensamientos me tienen ocupado lo que queda de luz. Mientras tanto, las olas negras se van poblando de pelícanos, garzas y patos aguja.
A las ocho de la noche se produce el abordaje. Llega un barco casi tan grande como el Okeanos. Los potentes faros iluminan un costado donde bailan decenas de incrustaciones en madera con caballitos de mar. De a uno en fondo, 18 oficinistas a ambos lados de la jubilación toman por asalto la nave, aprehendiendo cada instante con la intensidad de un Tigre de la Malasia. Se ríen como si hubiera que llenar el silencio de un teatro de ópera, estrujan manos como tuvieran que romperlas, miran cada rincón como si hubiera una espesa niebla que vencer.
Primera sorpresa: la edad promedio ronda los 50 años. Con el tiempo me iré enterando que dos de cada tres son abuelos.
"Hello, I'm Jim Church!", exclama un gordito morrocotudo, compacto y blanquecino de pelo corto a lo marine y cara inflada y cachetuda. "Hello, I'm Jim Church!", y aprieta mano por mano con la derecha, mientras con su izquierda dirige la oreja hacia la cara de su saludante, esperando escuchar el nombre. Cuando le digo el mío se queda perplejo, y, al alejarse hacia su nueva víctima, se da vuelta para mirarme. Al rato vuelve a la carga: "Hello, I'm Jim Church!" A la tercera vez que lo hizo me empecé a inquietar.
Para ese entonces yo ya sabía que él no era (o no era sólo) el pesado-que-nunca-falta, sino el mismísimo gurú de los fotógrafos y videastas submarinos, Señor de la Nykonos, Emperador de las Profundidades, Maestro del Strobe y la Lente, Supremo Sacerdote de la Orden de los Tiburones. Y Jim Church sabía quién era quién en el barco, qué hacía cada uno, cuánto le habían pagado y qué esperaban.
Tenía un fichero donde encajaban todos. Menos yo.
En ese momento me percaté de lo extraño de mi presencia en ese barco. No era tripulación ni funcionario de Parques Nacionales. Tampoco era turista. La pregunta directísima de Jim Church ("What are you doing here?") me recordó la primera sensación en el Okeanos: el curioso descubrimiento de que uno no existe.
Con (o a pesar de) su sonrisa sacada del "Cómo ganar amigos", Jim Church despierta fanatismos religiosos en la grey de fotógrafos amateurs que viajan en el Okeanos. A juzgar por las solapas de los siete libros que Church escribió tanto solo como con su ex-mujer Catherine, en el ambiente se lo considera los cuatro evangelistas en uno: Todos los volúmenes parecen ser "la Biblia" de algo. ¡A qué niveles de especialización hemos llegado si ya hay Biblias del Nykonos VI!
El Okeanos se mueve decidido bajo un cielo tremendamente estrellado. Es increíble la cantidad de cosas que pueden pasar en un barco rodeado de mar y horizonte. Las conversaciones, el respeto por costumbres de la ciudad, los libros y las películas, mientras el viento y el silencio y las olas y la profundidad del océano son tan grandes afuera. Ajeno a la ebriedad de cielo de los que nos recostamos en las reposeras de la última cubierta, los atentos alumnos escuchan la primera lección de Jim Church, que parece una clase de zen: equilibrio y espera. Traten de encontrar un balance en medio del agua, muévanse lo menos posible, dejen la fuente de luz fija, no persigan a los peces, esperen que ellos se acerquen, tómenlos de abajo hacia arriba, para que su silueta se recorte contra la superficie clara del mar.
Mario, el dive-master (la plaquita negra en su camisa dice: "Mario. Dive-master") muestra diapositivas de las especies que van a ver. La criatura más extraña es el pez martillo, como si un tiburón standard se hubiera tragado una tabla de planchar y la tuviera clavada, a todo lo ancho, en la cabeza. En las puntas de lo que sería la parte metálica del martillo, este pez lleva los ojos saltones, a un tiempo cómicos y amenazantes.
En el video de Mario el mar está superpoblado. Hay tiburones aleta blanca y martillo, rayas, ídolos moros, delfines, tortugas, el gracioso pez trompeta y decenas de peces tropicales en fuertes amarillos y naranjas y azules luminosos. En el video de demostración que muestra Jim el premio de gracia y elegancia se lo lleva la manta raya, que avanza moviendo alternativamente un aletón, después el otro, en un ballet incesante y lógico.
El primer personaje que adquiere nombre en el grupo es Randy. Gordo, pesado, de rasgos fuertes y refunfuñón, no hay mucho que destaque a Randy, salvo las constantes burlas y comentarios de Jim Church. Cariñosamente, pero con implacable puntualidad, el maestro no deja pasar hora sin intentar la risa de su auditorio a costa del pobre Randy. "¿Qué fue ese ruido? ¿Dónde está Randy?", "Estos peces se mueven con delicadeza, no como Randy", "Randy, ¿no ves que esa remera te queda dos números más chica?".
El último video de la noche muestra unos buzos entrando con cautela (reforzada por los chelos y contrabajos de la banda sonora) en los restos de decenas de barcos de la Segunda Guerra Mundial hundidos por la prueba atómica en el Atolón de las Bikini. "Aunque su poder ha decaído mucho con el tiempo, las bombas todavía son peligrosas", recita el engolado narrador. "Igualito que Randy", salta Jim apenas se hace un silencio. "Su poder ha decaído mucho con el tiempo, pero igual es peligroso". Randy sonríe y sufre.
El barco parecía grande, pero al buscar refugio para pasar la noche los recovecos se muestran por demás limitados. En el comedor, donde reina el aire acondicionado, un grupo juega a las cartas; en la otra sala, donde están los sofás, los libros y el video, un par de yanquis quiere seguir viendo películas, y en la cubierta detrás del puente de mando, la única protegida del viento, los alemanes beben siempre otra cerveza mientras la música retumba.
Me muero de sueño. No sé dónde se metió Wilfrido. Subo a la última cubierta. Me balanceo en la hamaca tratando de seguir la danza de las estrellas que iluminan la estela blanca del barco. Finalmente, como a las dos de la mañana, me acurruco debajo de la pequeña mesa de la sala del video. Hace frío y todo se mueve. Empiezan las náuseas que no me abandonarán hasta tocar tierra. Me duermo abrazado a la pata de la mesa.

TRES: EL MAREO

Martes 15 de noviembre
En una cocina mínima que es también lugar de paso para los camarotes de la tripulación y para el único baño de los laburantes, Memo y Willy hacen maravillas de sabor y variedad. Este desayuno ofrece una decena de posibilidades, a cual más apetitosa. Los turistas toman mucho jugo de naranja, cereal y té. Yo lleno una taza de café con leche, abarroto un plato con "porridge" y apilo en otro unas rodajas de piña, papaya y sandía. El problema empieza apenas me siento y miro con atención los manjares que me aguardan. De pronto siento que nadie en el mundo puede obligarme a comer esas porquerías.
Hay pocas cosas más difíciles de describir que un clásico mareo náutico. Abrazado al inodoro, con el amargo sabor de la humillación en la boca, uno nunca tiene ganas de andar describiendo lo que le pasa. De cualquier manera, no es algo que le tendría que pasar a uno. El mareo es para los flojos y los que nunca pisaron un barco. Y una vez pasada la pesadilla, lo que se busca es olvidarla lo más pronto posible y disfrutar por todos los poros de esa sensación de bienestar que sólo ataca a los que acaban de salir de un desperfecto corporal.
Por lo tanto, ni comer ni leer, ni pensar ni escribir. Esto lo estoy escribiendo el miércoles a la tarde, pocos minutos después de que el piso de la casa en la isla por fin se termina de balancear. Me costó cuatro horas sentir la tierra firme bajo mis pies.
Pero es el martes al mediodía y todavía falta mucho para que se detenga el mundo. Desde mi puesto de combate, con todo el universo moviéndose dentro de mi estómago, contemplo a los buzos. El grupo es heterogéneo. Hay dos ingleses documentalistas de la BBC, una pareja de luxemburgueses, dos abuelos alemanes, un canadiense, un gordito francés, y los yanquis, que además de ser mayoría trabajan con denuedo para que no se los ignore. Ah, y Christian, por supuesto.
Christian no para de hablar desde el primer minuto. Celebra a las carcajadas todos los chistes de Jim y sacude de gusto su cuerpo cerúleo y flaquísimo como un fósforo rubio. Es alemán pero habla bien el francés y el inglés, y se defiende (en términos lingüísticos, en la política de las conversaciones ataca) en español. La primera noche intentó sin éxito acabar con las reservas de cerveza del barco. El segundo día se pasea tropezando a cada sacudón, aún más pálido que antes. Pero así enfermo es tolerable. Piensa al hablar y escucha a los demás. Christian empezó a bucear hace cuatro años, en Malta. Desde entonces no se pierde el placer de las profundidades en ningún viaje de negocios o paseo. Puede recordar al menos 200 excursiones de zambullidas, del Mar Rojo a la Polinesia, de Florida a Belice y Filipinas. En la vida civil es vendedor de seguros para equipos electrónicos.
Una conversación sobre las profundidades bien puede ser superficial. La mayoría de estos privilegiados, que han recorrido los cinco continentes por sus bordes más impactantes, no suelen levantar la cabeza del nivel del agua. Al salir de la extrema especialización de sus trabajos, se zambullen en un hobby con ojeras. No viajan a países, a culturas ni a formas distintas de vivir, vestir, comer y divertirse. Viajan a mares donde el agujero de la escafandra les muestra sólo la sombra de sus compañeros y la presencia reconfortante de los peces.
Cindy es una esbelta y bronceada señorita de Phoenix, Arizona. Profesión: quiropráctica. Desde que un buen amigo le canjeó la salvación de su espalda por clases de buceo en una piscina, se hizo tan adicta como Christian. Lo que la lleva a recorrer el mundo como el Capitán Nemo no es la tenacidad alemana del fósforo teutón, sino una filosofía de vida basada en su profesión: No quedarse en tentativas ni sutilezas, ir directo al hueso.
Mientras el sol dora su piel ya cocinada, me entero que trabaja sin descanso desfaciendo huesos y toma una semana de vacaciones por año cuando mucho. Esta es la primera vez en diez años que deja su casa por dos semanas, y lo que la preocupa no son los pacientes ni la familia: es su pobre monito Macho.
Cindy ama a los animales. No encuentra incoherencias entre su apoyo decidido a la pena de muerte y su fervor por la protección de la vida animal. Aunque sabe que su mona es mucho más inteligente y ladina, todo su amor es para Macho, y tiene miedo de que él la repudie por haberlo dejado tanto tiempo con los siete monos de los padres de Cindy. Dos monos y un revólver es todo lo que necesita esta chica moderna para sobrevivir en sociedad. "El revolver es para matar al que intente entrar a mi casa. Prefiero matarlo, porque si lo hiero por ahí me hace juicio por el daño y me gana".
“Ajá”, comento. No le pregunto a quién votó.
Se pone el sol y desde la cubierta superior del Okeanos se aprecia el horizonte entero y la mitad del cielo. Descubro que el mareo baja mucho cuando estoy mirando el mar. Después de dorarse generosamente al sol, Cindy me pregunta cuál es mi camarote. No tengo, le confieso. Me invita al suyo y no puedo dejar de pensar que su tranquilidad se debe en parte a que debe andar armada.
Antes de arrojarme en la cama sin haber probado bocado en todo el día, converso brevemente con el capitán Francisco Marín, baqueano de tormentas y temporales. Las olas no lo afectan, y se pasea por el puente de mando sonriente y seguro, como si estuviera en un bar del centro. Wilfrido está a su lado, aprovechando cada momento para aprender de los que saben. Los dos se encaraman sobre el radar. Marín hace un comentario sobre el radar interno que tienen las grullas y patos para encontrar la isla en medio del océano, sin perderse nunca. De las aventuras con pájaros se pasa a las historias de tiburones, pero para ese entonces mi radar interno indica el claro norte del camarote y el colchón.
En el pasaje bamboleante desde el baño de la tropa hacia el camarote de Cindy alcanzo a ver una, después dos, al fin seis ballenas piloto pasando delante de la quilla, en perfecta formación contra las olas iluminadas por la luna. Marea ver tanta agua.

CUATRO: EL DESEMBARCO

Miércoles 16 de noviembre
El mareo no se fue, el mar sigue ahí, el barco es el mismo, pero hay algo nuevo y maravilloso. Al asomarme a cubierta, la veo por primera vez.
Estamos frente a la Isla del Coco.
Es muy pequeña, con una forma redondeada con punta, como un casco alemán de la Primera Guerra Mundial. Muevo la cabeza y la puedo admirar entera, verde e inmensamente viva. Primero son las garzas blancas volando sobre los acantilados. Después las cascadas, los túneles en la piedra, los árboles que se pierden en valles y cañadones.
En la cubierta, termina el tiempo lento de la noche y las cosas vuelven a pasar con rapidez. Un señor moreno y regordete y un muchacho sonriente se acercan en una lanchita a motor mientras Mario dispara sus instrucciones para el primer buceo y los turistas controlan el equipo, cargan las cámaras de video o se prueban los trajes de goma. Wilfrido me indica que tenemos que sacar nuestros bolsos y bajar a la panga. Sin despedirme de nadie, ya estoy en otro mundo, el de los dueños de la isla.
El Okeanos se va perdiendo en el mar. Nos alejamos entre escupidas de agua salada. Abandonamos Bahía Chatham, donde había anclado el barco de buceo, pasamos entre la isla y el Islote Manuelita, refugio de los pájaros, y al dar la vuelta a la Península Presidio se ve la playita de Bahía Wafer, los cocoteros, la desembocadura del Río Genio, la casa, el caminito de piedras y las tres glorietas con hamacas de siesta. (Los nombres los iría aprendiendo después; en ese momento lo único que ví fue tierra firme y el fin de la licuadora interior).
* * *
Pero la llegada no es nada fácil. La marea está baja y hay que tirarse al agua con las olas subiendo desde la altura del ombligo hasta los hombros. Llevo la mochila sobre la cabeza y el bolsito en una mano levantada. Me acerco a la isla de la misma manera que deben haberlo hecho piratas, balleneros y buscadores de tesoros durante cuatro siglos: puteando las piedras puntiagudas del fondo.
Wilfrido ya está como en casa. Desde ese momento, y ávido por demostrar que se ganó el puesto, levantará más pesos que nadie, hará más viajes, "breteará" más que ninguno, meterá mano en el motor averiado, buscará maneras de llenar más eficientemente los tambores de gasolina.
Todos se alegran de verlo.
Todos son, a saber:
Felipe Avilés: Macizo y retacón, piel curtida y endurecida por generaciones, dotado de la profunda sabiduría de la risa, trabajador incansable, gorrito blanco de campesino arrojado al mar, generosidad incorruptible y una sola avaricia: el puesto de honor en la hamaca de la glorieta, a la hora de la siesta. En cada salida con la lancha encuentra una excusa para acercarse al Okeanos a pedir "combustible". El truco siempre resulta; no termina de amarrarse cuando ya están volando las latas de cerveza.
Leonardo (Max) Aguilar: Risotada de payaso por vocación y seriedad del país profundo, agilidad de gato montés, amor por los espacios abiertos y la independencia, y todos los sentidos abiertos ante las historias que capturan su imaginación. En la pangüita, en una de las inolvidables recorridas alrededor de la Isla, me pide que le cuente la historia de su camiseta, regalo de una tripulación griega. Es la batalla entre Aquiles y Paris frente a las murallas de Troya, altas como los acantilados del Coco. Sus oídos, su boca y sus ojos oscuros se abren en éxtasis ante las hazañas de las huestes de Agamenón, las veleidades de Helena y los arduos viajes de Ulises y Eneas.
Hugo Figueroa: "¿Quién me va a interpretar cuando hagan una película con tu libro?", pregunta "Huguito" desde su personaje de loco lindo escapado del mundo de la ciudad, al que nunca deja de pertenecer. En el bote donde siempre pasan las cosas, Hugo pone cara de galán en apuros mientras se bambolea a fuerza de muecas. Él quiere ser Antonio Banderas. Yo pienso más bien en un joven José Sacristán, un trasplantado de los setenta que intenta seducir con su conversación porque descree de las posibilidades de su imagen (y del poder de la imagen en general). Por supuesto, es el más consciente de su imagen. Su juego es la inteligencia disfrazada de simpatía.
María Blanco: Es imposible no notar la sensibilidad sin murallas de María. Matar una araña, calcular las idas al continente o recibir elogios por su comida son momentos de extrema felicidad o intenso sufrimiento, y María los vive como dentro de su propia telenovela. Orgullosa en su uniforme de parques, coqueta y feroz al dominó, eternamente protestando porque no la dejan salir de la cocina, fuerte y débil a la vez. La sensación es curiosa: parece que al menor contratiempo María se puede desarmar como un castillo de naipes, para volver a armarse siempre enseguida.
Francisco Vargas: El voluntario del mes. Los más viejos ya no se acuerdan de tantos voluntarios que pasan, dejan canciones, anécdotas y manías y renuevan siempre la maravilla del primer descubrimiento. Francisco es conductor de bus en la línea San Isidro el General-Quepos, un camino espantoso de largas curvas y grandes huecos. Alto, pelo claro, barba rala, cabeza y cuello sólidos, levemente inseguro, le faltan 20 días y no quiere abandonar la isla. A la noche nos sentamos en una de las glorietas frente al mar. Francisco toca muy bien la guitarra, canta suave y melodioso canciones folclóricas costarricenses y tristísimas rancheras. En todas las canciones las mujeres se van y los hombres las esperan, aunque no haya esperanza.
* * *
Después del abundante almuerzo -carne picada con arracache, arroz, frijoles, ensalada- nos tiramos en las hamacas bajo el toldito, casi al borde de la playa. La brisa marina es suave y olorosa.
El descanso de mediodía es el tiempo de las historias. Esta vez le toca a las borracheras. Los personajes son Joaquín, un director atípico que siempre está haciendo y diciendo cosas extrañas pero que todos admiran y respetan, un Felipe que rie con toda la panza al recordar sus aventuras etílicas, y el viejo Wilfrido. Después Wilfrido junior muestra a todos un pequeño album de fotos que contiene tres retratos de una adolescente de cachetes rozagantes: su novia.
A la tarde, mientras Felipe, Willy y Max vuelven al barco a buscar cajas y cilindros de gas, yo camino por la playa descalzo y ligero. Hay una franja estrecha de arena cubierta de troncos, con la selva cayéndose encima como una ola inmóvil. Llueve delicadamente y el mar está calmo. Atardece muy pronto. Lo anuncian las chicharras y el ruido del generador de la casa.
Cuando vuelvo, iluminado por la luna, María está terminando una conversación por radio y baja a la cocina peleando con el llanto. "Vamos a viajar juntos", me dice con una maqueta de sonrisa. "Yo no creía que fuera tan pronto". Mientras corta finas rebanadas de carne, le bajan dos lágrimas por las mejillas. Irse ahora significa quedarse en la isla para las fiestas de fin de año. María tenía otros planes, pero así es la vida del guardaparque.

CINCO: LOS PESCADORES

Jueves 17 de noviembre
Desayuno a las seis, por supuesto arroz y frijoles, café con leche, jugo de fruta y algún fiambre frito para despertar al hígado. A las siete ya estamos camino a la cascada, chapoteando en el barro con nuestras botas de goma. La tarea es despejar el sendero, y cada guardaparque blande con orgullo su machete. En medio de la selva les saco una foto: Wilfrido, Max y Francisco acercándose entre la maleza con cara de malo y machete en alto. Créanme que estaba buena, porque fue robada en Puntarenas, junto con la máquina y todas las fotos que saqué de ahí en más.
El camino es barroso y empinado, con cruces de ríos y arroyos pisando piedras resbaladizas. Hay que trepar agarrándose de las raíces y bajar de culo, mirando bien donde se pisa. En esta parte de la isla abundan los helechos, los musgos y las copas cerradas de árboles donde conviven pájaros, insectos y mariposas. Luego de trepar y destrepar una serie de piedras grandes, llegamos a la cascada: una caída de agua cristalina de casi 50 metros de alto. La piscina natural es
honda, pero debajo de la cascada el agua llega a la rodilla y por la cortina de agua se ve a los muchachos nadando en calzoncillos, tirándose agua y gritando de alegría. "Esta es
la vida dura del guardaparque", dice Max. Pero aclara: "En realidad es el premio. Si no trabajáramos duro, el premio no sería tan bueno".
A la vuelta, Willy propone contribuir a la eliminación del problema del chancho, que amenaza con comerse todas las plantas y huevos que encuentren a su paso. Nadie sabe cuántos miles hay, pero en cada expedición se los ve escurrirse con un rebuzno de fastidio. Y nos largamos a bosque traviesa. Sigo a los guardaparques con una mezcla de excitación y pánico. ¿A qué cronista no le gustaría poder describir una escena fuerte, salvaje, dramática como la matanza de un chancho a machetazos? Sin embargo, en el fondo más hondo de mi ánimo esperaba que no lograran atrapar ninguno.
Estoy en el que ya es mi puesto de trabajo - el balcón del piso alto, con una mecedora y un escritorio, dominando toda la bahía, los peñascos y el horizonte - dispuesto a narrar las aventuras de la mañana, que por suerte no incluyeron ninguna matanza de chancho. A pesar de la media hora de holganza en la cascada, volvimos tan embarrados y sudorosos como cuando nos zambullimos en el agua fría. Dejo de escribir en este instante antes que me coman los mosquitos.
* * *
En medio del almuerzo llega Hugo desde el otro puesto de guardaparques en Bahía Chatham, como dos kilómetros al sur, con un nuevo ayudante. Hugo, Revelación Cómica 1993, fue un mes como voluntario para alejarse de una compleja separación. Joaquín Alvarado le ofreció quedarse como cocinero y él prolongó su alejamiento.
Pero Hugo todavía se presenta como "actor de la compañía El Angel", un grupo formado en San José por exiliados chilenos. También actuó con Alfredo Catania, el argentino director de la Compañía Nacional de Teatro. Argentinos, chilenos y uruguayos influyeron en más de una generación de artistas y público ticos. A Hugo lo influyeron en varios sentidos: entre chistes de argentinos e imitaciones del acento chileno, arremete con los grandes éxitos de Sui Generis con la misma facilidad con la que se las agarra con oscuras cuecas de Violeta Parra. Su pequeña caseteca en Chatham es una verdadera embajada cultural del Cono Sur en medio del Pacífico.
Marco, el encargado de Chatham, está en el continente, y Hugo se las arregla con un curioso compañero: Luisito. Alto y larguirucho, casi desnutrido, de buen humor y nariz importante, el muchacho proviene de una tradicional familia de pescadores de Puntarenas. Este era su viaje de iniciación en el barco capitaneado por su hermano mayor. La familia confiaba en que en esta expedición nacería otro buen pescador para continuar el linaje. Cuán equivocados estaban. El flaco no paró de vomitar en toda la travesía, y el mareo lo ponía cada vez más esquelético y pálido. Finalmente, optaron por dejar a Luis de ayudante de Hugo mientras duraban las jornadas de pesca, para después llevarlo de vuelta a Puntarenas - viaje que le producía, según confesaba avergonzado, recurrentes pesadillas. Cuando vuelva al continente, Luisito tendrá que reevaluar su futuro laboral.
Pasar por el estrecho entre la Isla del Coco y el Islote Manuelita siempre es difícil. El mar vive picado y la lanchita se zarandea con el oleaje. Traemos a Hugo y Luisito, Felipe se propone hacer andar la nevera que trajo el Okeanos desde San José, y además hay que controlar los papeles y anotar los datos de los barcos pesqueros anclados en Chatham. Hay seis, hamacándose dulcemente al amparo de la bahía, los marineros durmiendo la siesta luego de una ardua noche de pesca. Los barcos suelen abandonar su fondeadero entre 9 y 10 de la noche, colocan sus redes (supuestamente fuera de los 12 kilómetros de la zona de protección del Parque) y a la madrugada recogen la captura, reparan y guardan el equipo y vuelven a Chatham. Así hasta llengar la bodega, que les toma un promedio de dos semanas.
Nos acercamos a uno de los barcos, llamado Hipocampo. La primera impresión, que luego aprenderé a reconocer en todos los barcos, me ayuda a entender el "problema" del flaco Luis: entre la suciedad, el hacinamiento y las cubiertas descascaradas llenas de redes y anzuelos, la sensación más fuerte es la náusea. Por más que cubran su cacería diaria con metros de hielo molido, el tufo a pescado muerto apesta aún antes de abordar el barco.
* * *
En el camarote, dos hombretones curtidos se desperezan en mínimas cuchetas, una radio a pilas apenas deja adivinar los éxitos de la semana y el capitán comenta las vicisitudes climáticas con Felipe. Debajo de la cubierta, 180 cadáveres de tiburón se apilan en el hielo. Dos pescadores cortan los últimos aleta blanca: las vísceras son una sorpresiva venganza que cae por la borda, ante la que se arremolinan los peces pequeños. Las preciadas aletas van en una bolsa de plástico, las cabezas en un compartimento y el resto del cuerpo directamente bajo cubierta. El cortador y un compañero arrojan los cuerpos y el más grande de los marineros, puro botas, traje de baño y músculos, apalea nieve sobre las víctimas, con la cara sudando a mares y las manos congeladas. En una tragedia alegórica del Siglo de Oro, yo lo usaría para representar El Invierno (¿o tal vez El Infierno?).
El último tiburón es un martillo, con los ojos saltones a los costados. La semana que viene, un californiano tomará con mano temblorosa su pastilla hecha con el cartílago de este pez, esperando curarse el reuma; mientras tanto, un funcionario chino disfrutará una sopa hecha con la extraña cabeza; en su rascacielos de Tokio, un viejo verde japonés tragará su polvo hecho con la aleta disecada, rogando porque esta noche sí se le pare, y en su comedor en penumbra y bajo un poster de Jesús rubio, una modesta familia de Puntarenas masticará con brío lo que quedó de su pobre cuerpo tiburonesco. Entre todos, están acabando con los vertebrados más antiguos del mundo.
"Hoy agarramos 15 tiburones", me dice uno de los marineros. Hugo comenta que hay más de 50 barcos, y los que se ven acá son de los pequeños.
"El otro día decomisamos uno grande, colombiano, que tenía más de mil kilos de aleta ya secos. ¿Te imaginás la cantidad de tiburones que hay que matar para sacar mil kilos de aleta?", pondera Hugo para que lo oigan los pescadores. "Como sigamos así, en pocos años no va a quedar ni uno".
Los hombretones se encogen de hombros y siguen con su trabajo.
* * *
Del Hipocampo volvemos -yo al menos con alivio- a la panga. Pero ni una lanchita con motor fuera de borda puede llegar a la playa de Chatham. Max ata nuestra embarcación a una boya ubicada a 200 metros de la costa y nos subimos a una chalupita de madera, minúscula, inestable y llena de agua. Pero todo es material para bromas y risa, aún en medio de la adversidad náutica. Hugo y Max reman como posesos, yo me ocupo del tarrito y saco agua como un autómata. Con la última ola nos hundimos. Estamos tan cerca de la playa que terminamos sentados en el bote, con el agua hasta el cuello, llorando de la risa. Con esfuerzo mancomunado sacamos el bote a la arena.
El puesto de Chatham, escondido entre las palmeras, es mucho más adecuado que el de Wafer a los menesteres de un parque nacional. Mientras la casona principal fue construida por los guardias navales hace 20 años siguiendo el modelo de las oficinas administrativas de fuerzas policiales y militares, Chatham es producto de la colaboración reciente (1992) de guardaparques daneses, que crearon espacios habitables con mucha madera y mucha luz, aleros con viento, elegantes lineas diagonales y una sala de grandes dimensiones donde inclusive caben un par de hamacas.
Hugo muestra sus aposentos con orgullo. "Me cansé del teatro, del ambiente, de San José". Pero tanto se cansó que hasta los siete moradores de Wafer le parecían una multitud. Su único contacto con el mundo es una radio que alcanza hasta el otro puesto, y el botecito de remo. La caminata de un puesto a otro lleva menos de dos horas. Por las noches, Hugo escucha Serú Girán y Eric Clapton, lee la obra completa de Cortázar, mira largamente el mar y las estrellas, y está todo lo lejos del mundo que se puede estar.
* * *
Operación "refri": se supone que la novedad cambiará la vida de Hugo en su desolada comarca. El blanco monumento a la modernidad ya está puesto en la cocina, pero no funciona. Hay una válvula atrás que no cierra, y cada vez que intenta hacerla andar se escapa el gas. Revisamos el folleto técnico de instrucciones. En la parte de pérdidas de gas, el texto dice con la mayor seriedad: "Consulte al servicio técnico más cercano". Felipe se seca el sudor de la frente y mira por la ventana. La mar océano, curva y majestuosa. ¿Se imaginará quien escribió eso una situación como la nuestra? ¿Habrá algún lugar en el mundo donde el servicio técnico esté más lejos? Probablemente en la Antártida. Pero ahí nadie lleva refrigeradoras.
Felipe opina que hay que montarla de vuelta en el Okeanos y llevarla a Puntarenas. En eso aparece un grupo de okeaneros. Francisco Marín, el capitán, pregunta por qué no la probaron antes de embarcarla. A Felipe le entra el bichito del orgullo y decide hacer un último intento. Abren el gas, aprietan los botones correspondientes, encienden el yesquero y empieza una serie de explosiones. Antes de la última y en menos de tres segundos estamos todos escondidos entre las piedras de la playa. Pero no viene el temido ¡BUM! Apenas un PLOP que nos deja perplejos y humillados.
Cindy, el francés y los luxemburgueses comentan en la playa las maravillas submarinas que vieron la tarde del miércoles y esa mañana. Los demás no sintieron ni la curiosidad de bajar a tierra. Cuatro zambullidas diarias durante siete días es lo único que les atrae de la Isla del Coco.
La radio sigue sonando -ruido a lluvia y carraspeo- todo el tiempo. Es un recuerdo de la permanente comunicación con el mundo que molesta a Hugo. Nos despedimos, remamos hasta la panga y partimos hacia el Okeanos. Felipe está seguro de que se merece unas cervezas, y nadie lo va a contradecir. Jim Church hace morisquetas desde la cubierta.
Nos lanzamos al abordaje para que Marín asesore a Felipe en el uso del radar de la panga. En la cubierta están todos ocupadísimos. Jim Church y dos de las señoras con la nariz contra el visor de diapositivas, los ingleses limpiando el equipo, un americano alto y huesudo bufando frente a la pantalla que refleja sus movimientos inconexos con la cámara.
En la popa, cuatro turistas siguen encantados la travesura de Mario, que pende un gancho con medio pescado de una soga a medio metro del agua. Los tiburones saltan y pegan el mordiscón. Desde esta distancia se oye el rechinar de los dientes y se ve con claridad el brillo de esos ojitos fríos. ¿Cómo pueden disfrutar nadando entre estos depredadores prehistóricos?
* * *
Regresamos a Wafer, pero no se puede entrar al Río Genio con la panga, porque está muy baja la marea. La dejamos en la boya y seguimos viaje en un bote de madera apenas más confiable que el de Chatham. Aprovecho a hojear revistas hasta la cena.
En Estados Unidos hasta la manía más infantil tiene cuatro revistas. En la sala de radio hay ejemplos de al menos siete revistas de buceo. En una, "Skin Diver" (número de julio del 93) hay un aviso a dos páginas sobre la línea Aggressor: "Eat, sleep and dive" (coma, duerma y bucee):
"La línea Aggressor lo lleva a los mejores destinos de buceo. Nuestros lujosos hoteles flotantes le ofrecen excelente comida, buceo de primera y facilidades aduaneras en nueve países. Nuestra tripulación amistosa se ocupará de todos los detalles. Todo lo que tiene que hacer es... ¡COMER, DORMIR Y BUCEAR!
"Nuestro destino especial este mes es Isla del Coco, Costa Rica. Para el buceador experimentado, este ambiente fascinante le ofrece la excitación de bucear entre grandes grupos de tiburones martillo y aleta blanca, delfines, atunes y rayas. Nuestra excursión de diez días a bordo del Okeanos Aggressor transformará su viaje a la Isla del Coco en una extraordinaria experiencia de buceo y vida en el barco.
"La flota Aggressor incluye Bay Island, Belice; Islas Caimán; Isla del Coco; Galápagos; Kona en Hawaii; Palau y Laguna Truk en Turcos & Caicos".
* * *
Seis de la tarde del jueves. Iluminados por la luna y tras una opípara cena, Felipe, Willy, Max y yo salimos de patrulla nocturna. Primero casi nos hundimos en el botecito que nos transporta, entre olas amenazantes, hasta la boya. Max y Willy reman y yo achico. Felipe intenta salvar del agua una vieja escopeta del tiempo de matusalén. Espero que no haya oportunidad para comprobar lo que todos sospechamos sobre su efectividad.
Creía que el patrullaje nocturno sería corto. Son seis horas de frio y sueño, cada vez más lejos de la isla y más cerca de lucecitas en el mar que presumiblemente son los barcos. Max lucha con una radio que escanea frecuencias hasta dar con alguna que estén usando los pescadores. Cuando nos acercamos lo suficiente, Felipe prende el radar para comprobar que estén a más de cinco millas de la isla.
En medio de la llovizna y muy lentamente, nos acercamos a tres barcos (nos lleva una hora cada uno) hasta comprobar que efectivamente esta noche salieron de la plataforma protegida. "La semana pasada salimos tres noches, y las tres agarramos pesqueros ilegales", dice Felipe.
Apenas nos alejamos lo suficiente de la costa, por sobre las montañas de árboles aparece una luna llena tan brillante que cuesta mirarla a los ojos. La sombra de la luna se proyecta sobre el agua y podemos ver la brújula sin necesidad de linterna.
A medianoche empezamos a volver. Las piernas están entumecidas, y las gotas de la llovizna se mezclan con el agua que nos salpica desde el mar. El silencio es tan absoluto que se escucha aún sobre el ruido del motor fuera de borda. Cada tanto me doy vuelta para comprobar que la Isla del Coco sigue ahí. Dia por medio, año tras año y con medios ridículos, los guardaparques tienen que emplear la mitad de su noche en estos controles. Cansados y tambaleantes, se deslizan en sus catres en la penumbra, tratando de no acordarse de que en cuatro horas empieza otro día de trabajo en la isla.

SEIS: CASCADAS Y CABRILLA

Viernes 18 de noviembre
Son las cinco de la tarde, llueve a cántaros y los cuatro hombres están abajo, en las hamacas de la glorieta, sacando de la memoria siempre nuevas anécdotas. Francisco y Willy hablan de su ciudad, Pérez Zeledón, unos 100 kilómetros al sur de San José. Felipe recuerda cuando empezó todo y junto con Wilfrido padre prácticamente estuvieron a cargo del parque -bajo las barbudas órdenes de Joaquín Alvarado.
Cada siesta, bajo la glorieta separada del mundo por una cortina de agua, reviven hombres y mujeres que se bajan y suben de los barcos, compañeros borrachos, perezosos, tercos, laboriosos, ocurrentes o nostálgicos, decenas de accidentes, fiestas, visitas inesperadas y partidas tristes.
Ahora, en la voz de Max, se corporiza la saga de Kim la americana, Miguel el mexicano y la tica Yolanda, que acamparon ocho meses detrás del puesto para completar un laborioso estudio de biología. La aventura más festejada fue el día que navegaban por el estrecho entre la isla y el Islote Manuelita con un bote inflable y un tiburón, en loca cacería de un pececillo, les mordió la goma. Por suerte llegaron a la playa antes de que se les terminara de desinflara el navío.
Cuando me uno al grupo ya están con los daneses que el año pasado construyeron la casa de Bahía Chatham. Felipe cuenta la peripecia del esbelto Nils, que se clavó un palo puntiagudo en la pierna y tuvieron que coserlo sin anestesia. Felipe es un artista del cuento. Primero representa la cara de dolor del danés, después el apuro de los guardaparques, y por último se personifica a sí mismo cose que te cose.
Hoy amaneció lloviendo. Felipe, Max y Willy salieron de patrullaje y yo me quedé leyendo documentos y libros sobre la isla. Cada vez me apasiona más la mezcla de piratas, balleneros, buscadores de tesoros, maravillas botánicas, náufragos y la intensa vida del fondo del mar.
* * *
Después del almuerzo salimos a dar una vuelta en lancha. María nunca había circunnavegado su isla. Tampoco había hecho inspecciones, pese a ser tan guardaparque como el que más. Su compañero es Freddy, que ahora está en el continente.
- ¿Por qué no te lleva nunca tu marido?, dice Felipe.
- Idiay, no sé. Cosas d'él.
- Miedo a que se vaya con un marinero, dice Willy.
Así es como nos vamos Felipe, María, Francisco, Doris y yo. Hace un sol espléndido, que en poco más de una hora se convierte en lluvia torrencial.
Lo que anoche eran siluetas negras contra el cielo azul y estrellado, hoy son decenas de cascadas entre las rocas, mil tonos de verde, palmeras meciéndose en las playas y árboles escalando las paredes más escarpadas, gaviotas volando al ras del agua, zambulléndose sin miedo y a veces saliendo victoriosas con un pez retorciéndose en su pico. Desde la lancha también vemos tiburones, delfines y hasta una tortuga que alarga la cabeza fuera del agua mientras su enorme caparazón se adivina moviéndose bajo las olas.
Cerca de los barcos pesqueros, muchos peces de colores, azules o negros con rayas amarillas, o con pintas rojas, se arremolinan esperando la limosna. Hay cinco pesqueros en la bahía. Casi todos están en plena siesta descansando de una larga noche de faena. En realidad, todos menos el coreano Kim.
Detengo la escritura. Levanto la cabeza. Una enorme araña peluda se acerca por la pared que separa el cuarto de la radio de la baranda ventosa donde mi lapicera hace esfuerzos por adueñarse del inmenso paisaje. La araña se dirige sigilosa hacia el rincón. Ahora se detiene. La lluvia amainó un poco. A través de la ventana, la radio sigue sonando datos en sordina, y por la vigas del piso se cuela el olor a pescado frito, pleno y picante, como el aroma sólido de algo blando y sabroso. Hoy hay un manjar especial: cabrillo.
¿Cómo conseguimos esta exquisitez (del tamaño del dorado y la consistencia de la merluza), cuando quedan muy pocos y no se permite pescarlos en la zona de protección? Ese es el secreto y la estrategia del coreano Kim.
* * *
En este recorrido la parte de control de pesqueros es corta. En los otros barcos se baja Felipe con Francisco y conmigo, los capitanes somnolientos contestan las preguntas, se llenaba la planilla, se entabla alguna conversación intrascendente. Pero Kim no se va a perder la oportunidad de quedar bien. Aún antes de amarrar la lancha, el coreano -que Felipe está seguro que pesca dentro de la zona, pero nunca lo pudo agarrar- se acerca obsequioso con un plato, una servilleta y dos deliciosos pedazos de cabrilla empanizada. Cuando nos vamos nos da una bolsa plástica con dos cabrillas enteras.
- Este esconde algo, pero es muy vivo, dice Felipe.
- Los que no están muy vivos son los marineros, comenta María. ¿No vieron lo flacos que están? Todos los demás barcos tienen marineros barrigones. A los de Kim se le ven todos los huesos.
- El otro mes vine a la isla en el barco del chino, dice Felipe cuando amainan las carcajadas.
- Dos días más tarde le saqué una línea tendida dentro de la zona de protección. Me di cuenta que era de él porque a la mañana pusimos la radio y lo escuchamos insultando a los otros pescadores, preguntando quién le había robado las líneas; pero a la tarde vino de visita y vió sus aparejos en el galpón, y ya no se quejó más.
Parqueamos junto al Okeanos. El maquinista nos trae seis gaseosas heladas. Todo está tranquilo. Desde una reposera, Christian agita la mano en un saludo mientras mordisquea su pipa. Jim Church, como un director de escuela solo en medio del patio, hace una reverencia y una venia cómicamente militar.
- ¿Dónde están los demás?, pregunta Doris.
- Exactamente debajo de ustedes.
* * *
Las garzas blancas vienen a morir a la Isla del Coco. Se las ve caminando por el pasto con mucha dificultad. Hoy vimos una en medio del río Genio. Se le mojaban las alas extendidas y no podía ni volar ni caminar. A veces se quedan paradas y con la cabeza hundida en el pecho. Otras veces se acercan a la playa y miran el horizonte como un viejo marino que nunca más se hará a la mar.
* * *
Arroz, frijoles y exquisita cabrilla. Cansados y con frío, Felipe, Wilfrido y Max salen de patrullaje después de la cena. María, Doris, Francisco y yo nos quedamos jugando dominó. Trato de variar el repertorio musical con un casete de Anibal Troilo que traje para la ocasión, pero Doris está muy nerviosa con la tormenta, y a cada rato le parece oír a su marido llamándola por la radio. Al final apagamos la música y salimos con Francisco a mirar el mar desde la glorieta. Cada noche, Francisco lee la Biblia.
- No soy de ningún grupo religioso, pero la Biblia guía mi vida. Busco una relación personal con lo que dice.
A los 29 años tiene una variada experiencia amorosa pero sólo una larga convivencia con una chica que terminó cuando "un día se hizo evangélica". Ahora vive con la mamá. Maneja un bus destartalado ocho horas todos los días, por un camino de montaña imposible, mitad asfalto poceado como un gruyere y mitad ripio y piedras. No tiene ninguna gana de volver.
El mar está picado y negro. Desde la glorieta no se ve ninguna luz en el agua. Las nubes tapan casi todas las estrellas. Nos vamos al cuarto. Max y Wilfrido duermen en unas cuchetas inestables, Francisco y yo en la otra. María duerme en el cuarto de la radio y Felipe y Doris en la pieza del fondo. Como hay una sola vela, yo me acuesto en el suelo al lado de la cama de Francisco. El lee la Biblia, yo "Congo" de Michael Crichton. Me quiero escapar por un rato de la vida siguiendo la aventura selvática de un científico que habla con su mona, un mercenario africano y una buscadora de diamantes, y me encuentro con la realidad de la devastación: cada minuto se extingue una especie en el bosque tropical. Encima, el libro se escribió en 1980.
* * *
Mientras nosotros nos perdíamos por los vericuetos de nuestros best-sellers, los guardaparques tuvieron una noche terrible en alta mar. Los agarró un aguacero de temer y cuando ya estaban por volver, descubrieron una línea dentro de la zona de exclusión. A la mañana nos muestran su pesca con orgullo. Sacaron 17 millas de línea, docenas de anzuelos, dos palos con bandera y boya grande y unas diez boyas más pequeñas, anaranjadas, redondas y nuevas.
- Seguro que son del chino, dice Felipe.
En los anzuelos encontró carnada de cabrillo, igual a la que acabábamos de comer. Las líneas de nylon grueso cubren todo el piso de la panga hasta medio metro. Estaban desplegadas cubriendo más de un cuarto de la costa de la isla, desde la bahía hacia el este. A la mañana del sábado los tres andan tambaleándose, pero contentos. Quieren salir lo antes posible para verle la cara a Kim.

SIETE: LA SELVA Y EL BOMBARDERO

Sábado 19 de noviembre
Día de la gran caminata. Vamos a tratar de escalar el cerro Yglesias, la elevación más alta de la isla. El clima parece propicio. A las seis tomamos un desayuno tremendo -gallopinto, huevos, jamón, dos jarras de café con leche. Francisco, mi compañero de viaje, parece prever una jornada de hambre: porta una mochila con dos latas de frutas en almíbar, una lata de atún, un plátano machucado, un litro de agua, un sobre de granola y la radio por si nos pasa algo.
Casi al comienzo hay una de las pendientes más pronunciadas y largas. Como salmones de vuelta a casa, pero sin su destreza ni su resistencia, subimos por algo que parece el lecho seco de un río vertical, con piedras inestables y plantas espinosas por todo apoyo. Nos agarra en plena digestión y casi damos la vuelta. Con la cara roja y tragando aire por toda la boca, nos miramos para darnos ánimo.
Después el sendero mejora y cruzamos la selva más lluviosa y virgen de la isla, con árboles forrados de musgo y cubiertos de bromelias donde anidan oscuros pájaros entre florcitas blancas y líquenes acuosos. En medio del viaje, ya totalmente empapados de sudor, ni nos asustan los cuatro chanchos salvajes que graznan a nuestro paso. A pesar de que los libros cuentan que estos chanchos son descendientes de los domésticos que los balleneros trajeron en 1796, no se les ve nada casero; tienen filosos colmillos que les suben de la quijada y que les ayudan a arrancar las raíces.
A las tres horas de subir y bajar por el barro y entre cañas y lianas, llegamos a la cúspide del cerro Pelón, desde el que se divisa el mar hacia el norte y hacia el sur. Al oeste la ladera baja abrupta, y vuelve a subir aún más empinada para terminar en un cerro más alto.
Según Francisco, en este punto la mayoría de los caminadores emprende la retirada. Lejos de amedrentarnos, ese dato nos infunde nuevos bríos. Decidimos dejar la mochila con las latas escondidas no muy lejos del sendero y seguimos viaje. La ladera del cerro Yglesias está cubierta de un follaje denso y húmedo. Cuando ya nos estamos desanimando, los árboles se abren como por arte de magia y una señal en madera indica que hemos llegado.
"Desde la punta del cerro van a ver toda la isla y el mar por todo lado", nos había entusiasmado Max. Pero estamos en medio de una nube, y todo lo que se ve es blanco y esponjoso. Empieza a llover. Nos guarecemos debajo del árbol más grande, donde descubrimos una lata que alberga un cuaderno y un lápiz.
En el cuaderno hay anotaciones de Kim y Yolanda donde dicen que vinieron a estudiar el comportamiento de los delfines. También hay un serio mensaje de Wilfrido, con una caligrafía de escolar aplicado, donde dice que tiene 21 años, que vino con su padre y que se acuerda de su hijo.
Aguardamos media hora, pero la nube no se va. Nos terminamos el agua y empezamos a bajar. Desviándonos un kilómetro por una senda en una ladera muy empinada, apenas adivinada entre los árboles, tratamos de llegar hasta los restos de un avión de la Segunda Guerra Mundial.
* * *
Esperaba encontrarme con un espectáculo de terror, de muerte y desolación, hierros retorcidos y alguna calavera sonriente. Nada de eso. Lo impresionante es el avance de la selva, que está en pleno proceso de tragarse a este intruso como una ola vegetal que avanza lentísima.
Hace 50 años esto era un avión de combate. Hoy son planchuelas de metal cubiertas de musgo, una cabina donde crecen hojas y prosperan los insectos, son pedazos de vidrio y goma que van adquiriendo el color verdoso grisáceo del conjunto. Sólo los restos de la estrella blanca, el círculo rojo y el rectángulo azul de la US Air Force parecen extraños y fuera de lugar en la Isla del Coco. En 50 años más no quedará nada.
Ana María Tato, la jefa legal de Parques Nacionales, fue parte de la delegación que, en 1989, cuando descubrieron el avión, vino a levantar el acta y sacar los cuerpos. "Caminamos dos días hasta el avión. Los huesos estaban vestidos y en sus puestos. Dos tenían puñales dentro de las botas, que era lo que mejor se conservaba".
Las viudas de los aviadores llegaron en un barco de la Armada estadounidense para una emotiva ceremonia de despedida. Una de las ancianas se alegró de que su marido haya descansado todos estos años en un lugar tan bello y tan lejos de la guerra a la que no le vio el final.
En su pequeña oficina de San José, la señora Tato recuerda la aventura con una sonrisa nostalgiosa. "Había tanta paz en esos muertos. Sólo me inquieta una duda. Todos los relojes estaban parados en las diez. ¿Serían las diez de la mañana o de la noche?" En la oficinita de la ciudad la pregunta no tiene mucha importancia. Pero ahí, en lo profundo de la selva, me parece vital saber si el avión en llamas, los ojos desorbitados, los últimos llantos, la sorpresa de los pájaros y los chanchos de la isla, fueron bajo el sol de la mañana, a la vista del agua resplandeciente, o sobre la oscuridad que vuelve al mundo aún más desconocido.
Hay una lagartija parada en lo que supo ser un ala. Me acerco para sacarle una foto; me acerco más, casi la toco y ella ni se mueve. Evidentemente los humanos no la asustamos. El avión es suyo.
- No lo pudimos hacer arrancar, le digo a Felipe en la cena. Felipe siempre bromea que cuando logre hacerlo arrancar, se va a ir de la isla volando.
- Es que yo tengo la llave, retruca con una de sus características carcajadas.
* * *
A la vuelta ya estamos demasiado cansados para pensar en otra cosa que en el fin de la travesía. Los pies nos llevan solos, comemos sólo las frutas en almíbar -para no llevar tanto peso- y matamos a los chanchos con la indiferencia. La última parte del trayecto ya la sé casi de memoria. Es la misma que hicimos ida y vuelta para la cascada. Tiene un árbol hueco tan grande que el sendero pasa por el medio.
Además de las pisadas y la senda abierta a machete, hay cintas rojas cada tanto para guiar al caminante. Sin embargo, Wilfrido dice que hay que desconfiar de las cintas, porque las hay muy viejas que son marcas que dejaban los buscadores de tesoros para no perderse.
Estamos de vuelta en casa, y yo acabo de tomar nuevamente posesión de mi atalaya. Vemos como natural el hecho de no habernos encontrado con nadie en todo el trayecto. Hay que caminar horas y horas para tener conciencia física del hecho de estar en una isla habitada sólo por seis personas en dos ínfimas bahías. Y no hay en todo el país un lugar más costarricense. Felipe, Doris, Max, Wilfrido, María y Francisco parecen ser un extracto de su tierra, ejerciendo soberanía a fuerza de jerga, acento y carácter. ¿Quién puede cuestionar la pertenencia de una isla donde hay una sola cocinera que sirve mañana, tarde y noche arroz y frijoles?
* * *
Es sábado, son las ocho de la noche y todos están durmiendo. Solo en la cocina, con la única compañía de los grillos, busco lectura para antes de subir a la cama. Sobre la nevera hay un libro: "Nuestras recetas favoritas", editado en 1986 por el Club de Damas Leonas de Moravia.
¿1986? Parece cuando mucho de los años 40. En la tapa amarillenta hay una señora parada en un comedor, con vestido, moño y cara levemente leoninos, pasándole un pedazo de pastel a un león de espaldas, cuya larga cola escapa por un agujero en el pantalón.
La presentación del sobrio libro de recetas cierra con unos versos de un tal Owen Meredith:
"Nosotros podemos vivir sin poesía, sin música y sin arte;
podemos vivir sin conciencia y sin corazón;
podemos vivir sin amigos y podemos vivir sin libros.
Pero no podemos vivir sin comer."
Es demasiado. Me voy a dormir.

OCHO: DONDE MUEREN LAS GARZAS

Domingo 20 de noviembre
Esta lujuria vegetal y la cantidad de plantas endémicas se debe a que la Isla del Coco es la única isla oceánica de América que alberga un bosque lluvioso. A veces el conocimiento es un consuelo. Hoy amaneció lloviendo a baldazos. Una espesa cortina de agua se levanta (o más bien se baja) a nuestro alrededor mientras comemos otra vez gallopinto con jamón y café con leche.
Max es un profundo admirador del gallopinto, y en especial de los frijoles. No recuerda un día de su vida donde no los haya comido al menos una vez. Le gustan mezclados con arroz y mucho culantro por la mañana, acompañando carnes o pescados y hasta solos y a cualquier hora, enteros o molidos untando crocantes tortillas de maíz. Se sirve otro plato y pone cara de deleite de película muda al llenar su enésimo tenedor.
* * *
Al lado del "quiosco" donde colgué la ropa ayer se murió una garza. Al acercarme veo a otras dos encaramadas sobre los restos, picoteando. Cuando paso a su lado hacia la glorieta, se alejan con un laborioso y corto vuelo, pero al ver que me quedo sin moverme, vuelven. Entonces puedo ver que lo que comen son insectos. El cadáver de su compañera está cubierto de bichitos.
Una garza más cerca de la muerte que de la vida, sin fuerzas ni para levantar el cuello y toda sucia de barro, se para sobre las alas muertas y picotea. Casi siempre levanta la cabeza sin nada en el pico y el corazón le late visiblemente en el pecho. Mientras escribo esto un pajarito marrón, el Pinzón de la Isla del Coco, que no existe en ningún otro lugar del mundo, pega saltitos por la mesa, a 30 centímetros de mi mano, como si supiera que estoy hablando de sus congéneres.
* * *
En esta isla no hay domingos ni feriados ni nada. Esta mañana hay que hacer mediciones para un futuro depósito de gasolina. Con estacas, cuerdas y escuadras, Felipe, Wilfrido y Max discuten los ángulos y medidas.
Max fue antes cartógrafo en el Instituto Geográfico Nacional; ero se cansó de la ciudad y el escritorio y hace ocho meses que es uno de los custodios de la isla deshabitada más grande del mundo. Su última "entrada" (viaje desde el continente) fue hace ocho meses. Saldrá en el Undersea Hunter el primero de diciembre, para volver el 23 y pasar aquí las fiestas.
Ahora se escucha el sonido estridente de la motosierra. Wilfrido está cortando un almendro que quedó dentro de la zona del futuro depósito. Lástima. Sus hojas se juntaban con las de los almendros vecinos para formar un techo vegetal entre verde y ocre que se podía percibir desde la boya a la salida de la bahía. Me vuelvo a asomar y lo están troceando. Requiem para un árbol viejo.
* * *
Almorzamos temprano y rápido y salimos con la panga blanca rumbo al Okeanos. Hay que tomar nombres y número de pasaporte de todos los pasajeros, y tratar de venderles camisetas, gorros y bonos de contribución al parque. Yo hago de vendedor y traductor. Cuando llegué era un periodista que quería ver la isla. En sólo cinco días la estoy representando frente a mis antiguos compañeros de viaje, a quienes cuento de los peligros inminentes y la historia fabulosa de este punto verde en medio del mar.
Los buceadores no están muy interesados en las camisetas. Tres norteamericanos dicen que ya compraron las del Okeanos.
- Al Okeanos ustedes le pagaron 2.500 dólares para traerlos a nadar entre tiburones. Hay tiburones porque con fondos mínimos los guardaparques no dejan a los pescadores salirse con la suya, les digo.
No obtengo mucha respuesta. Pruebo con la truculencia.
- ¿Saben lo que hay en esos barquitos?, les pregunto, señalando hacia los cuatro pesqueros que se bambolean en la costa sur de Chatham.
Nadie tiene idea. Entonces les hablo de los cientos de cabezas de tiburón, de las aletas disecadas que venden en Puntarenas por tonelada, de la panga y sus patrullajes nocturnos, de los 300 dólares mensuales que cobran los muchachos.
El francés pide entonces escuditos, que es lo que colecciona. No hay escuditos. Una alemana lamenta que falten talles XXL y Christian quiere que lo dejemos en paz. Finalmente, la única que compra es Cindy, cuya sonrisa resalta más porque está quemada como un camarón a la plancha.
Los ingleses de la BBC comentan entre bostezos que finalmente no van a hacer el programa de televisión. La fauna submarina de la isla no da para 30 minutos de documental. Sin contar otros gastos en el continente, entre los dos habrán invertido al menos 10.000 dólares. ¡Y no lo van a hacer! Con 10.000 dólares Joaquín y sus muchachos podrían tener un buen radar instalado en el cerro Yglesias para controlar a los barcos pesqueros desde la isla. Vuelvo a la panga con la carga casi intacta de souvenirs y sin sonrisa.
* * *
El siguiente punto en el itinerario es la versión pobre del buceo "legal" en traje de Batman y tanque de astronauta: el nuestro es el pataleo a ras de la superficie con snorkel, visor y patas de rana. Dejamos a Felipe y Max en Chatham y recogemos a Hugo. Wilfrido -de lejos el más joven- será nuestro capitán, y Hugo su contramaestre. Francisco y yo bajaremos cerca del islote Manuelita para ver un fondo del mar cercano y tercermundista.
Miro a Wilfrido dando órdenes y moviéndose con la elegancia que da la precisión. Es y no es el mismo muchacho tímido y retraído que me dio la mano en la puerta de Parques Nacionales y que hizo el viaje en la pickup escuchando a Walter mientras se atusaba el bigotito incipiente.
Me cuesta acomodarme el equipo de buceo. Entre el bote y la isla, maniobro con el visor que me aprisiona la nariz, y el snorkel que me inmoviliza la boca como un protector de boxeo. No me acostumbro a respirar soplando y aspirando bocanadas con gusto a plástico. A la primera sumergida largo aire por la nariz y se me llena el visor de agua. A la segunda, me hundo persiguiendo un pececito y me entra agua en el tubo. Cuando por fin logro poner todo en orden, desaparece la panga con Wilfrido y Hugo, Francisco se desvanece en su pataleo y el resto del mundo de arriba pierde relevancia.
De pronto todo es grácil y liviano. La vida en el mar es perfecta armonía de peces moviéndose en cualquier dirección con exquisita delicadeza. Un mundo azul y silencioso donde no existe la gravedad y no parece tener lugar la muerte. Un par de tiburones reposan en el fondo, una raya se aleja, decenas de peces con brillantes franjas blancas se mueven en manada alrededor de una piedra, un par de criaturas casi transparentes nadan muy cerca de mi mano y en el suelo arenoso del mar se pasea un "ídolo moro", un bicho tropical de un amarillo intenso surcado por dos rayas negras, con enormes aletas arriba y abajo que lo hacen más alto que largo. Estaría dispuesto a adorar a un ídolo así.
Pasa el tiempo de una forma distinta. No tengo frío ni calor ni problemas mientras sigo a ese pez hermoso en su apacible discurrir bordeando valles y montes del fondo del mar. Pero todo termina. Empiezo a entender a los buzos, aunque creo que con cuatro zambullidas por día durante una semana terminaría convertido en una estatua de sal.
* * *
Traemos a Hugo a hablar por teléfono (conectado a la radio) con su familia. Estamos en la lancha entrando a bahía Wafer y este es el momento en el que Hugo me pregunta por lo que estoy escribiendo y quién va a interpretarlo cuando estas notas sean una película de Hollywood.
En realidad, espero que nunca llegue a eso. La lancha tendría que explotar, los tiburones comerse a dos o tres, Jim Church (Mickey Rooney, por supuesto), sería un malo con dos pistolas -seguramente narcotraficante o islámico, los tipos de malos que le quedan a Hollywood- y al final descubriríamos el tesoro del capitán Morgan con la ayuda de Schwarzenegger.
Prefiero seguir sentado en el banco de madera de la casita de Wafer con una jarra enlozada llena de café, escuchando a Hugo que se acompaña en la guitarra en una cabalgata nostálgica por todos los éxitos de Sui Géneris.
María y Doris cocinan, Felipe llena la bitácora, y Willy y Max le dan de comer a los chanchos cautivos que no saben lo que les espera en Navidad. A falta de Hollywood, el que quiera imaginárselo tendrá que recurrir al antiguo, mágico y difícil arte de la palabra escrita.
* * *
Durante la cena tempranísima (cinco y media), Felipe me sigue explicando el sistema de control. Casi nunca se puede identificar a los propietarios de las líneas de pesca decomisadas dentro de la zona de protección. A veces ellos vienen a buscar sus líneas. Suelen decir que ellos las pusieron afuera, pero la corriente las corrió. Los guardaparques les proponen un arreglo: se les devuelve el material, pero ellos se comprometen a no volver a la isla.
Hace cinco meses Felipe encontró a uno de los barcos que firmó ese compromiso, La Foca, pescando directamente adentro de la zona. Presentó la denuncia, pero todavía no empezó el juicio. Hoy vimos al barco anclado en la bahía.
En un viaje a Puntarenas con Walter varios meses después, nos enteramos del resultado del juicio. El capitán fue sentenciado a pagar 4.000 colones (unos 25 dólares de la época), casi el máximo de lo que establece la vetusta ley, y allí terminó todo. Para eso, Felipe y otro guardaparque tuvieron que viajar para declarar, y se movilizó a la asesoría legal del ministerio.
Con infinito cansancio, los cuatro se calzan nuevamente sus capas negras y salen a la lluvia a patrullar. Seguramente bajará la marea, y tendrán que esperar a que baje, a las dos o tres de la mañana.
* * *
María y yo nos acostamos en las hamacas entre garzas curiosas mientras las nubes se van oscureciendo detrás de la selva enmarañada que rodea la bahía.
Ella estuvo de voluntaria en otros parques y se presentó enseguida al saber que había una plaza vacante en el Coco. Un jueves de febrero llamó, el viernes la entrevistó Joaquín y el domingo ya estaba navegando.
¿Cuál fue su reacción al llegar a la isla? Hoy le hice la misma pregunta a Felipe y se le iluminaron los ojillos. Abarcando con sus manazas las laderas verdes, las 200 cascadas y los patos aguja, me dijo: "Me deslumbró".
María en cambio estuvo una semana llorando. Se puso enferma, quería volver, se sentía demasiado lejos y demasiado sola. Poco a poco se fue acostumbrando y ahora está como en su casa. "Necesitaba alejarme de mi familia; es demasiado unida. Pero me encariño con la gente y hago familia fácil. Lo más triste es cuando se van. Es que soy muy sentimental."
Entramos a la cocina. En la grabadora suena una canción de amor eterno a alguna María. María suspira, arregla platos y sartenes y me implora que no aplaste las arañotas que trepan por las cuatro paredes. "Son buenas, no molestan y además matan a los zancudos". En la puerta me guiña un ojo y me confiesa: "Cuando nadie me ve, yo a veces les doy un zapatazo".
La cocinera se va a dormir y me deja solo con todo el bicherío, escribiendo los últimos garabatos del día en este cuaderno donde justo en este instante se está trepando un zanguango de seis patas flacas.
Ya está. Lo maté. A la cama.

NUEVE: LA SELVA OSCURA

Lunes 21 de noviembre
Día histórico. No porque vaya a pasar a la historia sino porque es mi primer contacto serio con la historia fascinante de los piratas, balleneros y buscadores de tesoros que pasaron por la Isla del Coco, dejaron su huella y siguieron su camino.
Después del desayuno de las seis leo un poco de la tesis de Historia de Raúl Arias Sánchez, uno de los libros y manuscritos que sucesivos investigadores y entusiastas dejaron en la oficinita de Wafer. Arias arremete contra todas las leyendas de tesoros enterrados menos la del gigantesco Tesoro de Lima, pero ese solo fue suficiente para hacer soñar a cientos de aventureros y llevó al alemán Gissler a vivir 36 años en la isla, buscando loca e infructuosamente un tesoro del que había oido en su juventud.
Arias dice también que el diario de uno de los piratas que anduvieron por el Coco, William Dampier (en cuyo honor se bautizó un cabo al sur de la isla), inspiró un libro que inventa una isla similar al Coco por su tamaño, vegetación y lejanía de las rutas usuales: el libro se llama "La Isla del Tesoro", de Robert Louis Stevenson, simplemente la mejor historia de aventuras que se haya escrito jamás.
Con fuertes recuerdos de tardes enteras sufriendo con Jim Hawkins y la fascinante ambiguedad de Long John Silver, abordo el "dingui", el botecito de remo que siempre se llena de agua antes de llegar a la boya. Son las nueve.
Pasamos a la panga y nos vamos para Chatham. Ahí Max y Wilfrido me llevan a ver inscripciones en las piedras. Hay grabados superpuestos, unos tan erosionados por las olas que apenas se leen, otros recientes. El más viejo es de fines del siglo XVIII. Las más visibles son, a la derecha de la casa, el elegante trazo en grandes caracteres que dejó la tripulación del ballenero Morgan en 1847, y a la izquierda, un elaborado dibujo que recuerda inscripciones griegas, dejado por la Expedición Cousteau en 1987. Arias Sánchez estudió todos los mensajes y comparó los nombres de los barcos con los registros del almirantazgo inglés. Su conclusión es que la gran mayoría son balleneros.
* * *
Me quedo a preparar espaguetis con salsa de tomate en la cabaña de Hugo. Max y Wilfrido vuelven a seguir con la construcción del depósito. En este rincón del mundo, la banda sonora combina viejo rock argentino con el ballenato pop del colombiano Carlos Vives. En plena digestión bajan a tierra cinco marineros de La Foca. Descansan, juegan al futbol en la playa antes que suba la marea, se duchan.
Fulvio Moncada, el capitán de La Foca, es ancho y moreno. Tiene la piel dura y curtida, y con diez años más de pescador puede que le empiecen a salir escamas. "La pesca bajó mucho en los últimos 10 años", dice don Fulvio. "Antes nos quedábamos cerca de Puntarenas, donde había para todos los gustos. Pero con la cantidad de barcos, cada vez tenemos que salir más lejos. Ahora vienen los japoneses y los coreanos con barcos grandes, y están acabando con el camarón". La Foca es pequeña, vieja, despintada y de apariencia frágil. Sin embargo, cada mes se aventura hasta el Coco, captura entre 120 y 150 tiburones en dos o tres semanas, y vuelve.
Goyo, uno de los marineros, dice que la pesca es uno de los pocos trabajos que van quedando para la población del puerto. "Nos estamos repartiendo entre nosotros el 40 por ciento de lo que sacamos. El resto es para el dueño. Vamos sacando unos 60.000 colones (350 dólares) por mes. Pero en tierra, los pocos que tienen trabajo ganan 40.000, no más."
"Nosotros ganamos entre 30.000 y 40.000", dice Hugo. "Muchas veces el sueldo nos llega tarde, estamos lejos de la familia, siempre en peligro, y nos piden que sepamos buceo, inglés, ecología, historia, manejo de armas, primeros auxilios y quien sabe cuantas cosas más. Un guardaparques sabía todas esas cosas pero lo contrataron del Undersea Hunter con 1.000 dólares por mes además de las propinas de los gringos".
Hugo revuelve pensativo los últimos espaguetis aguachentos, apenas coloreados por el tomate de lata. "¿Quién va a querer venir a trabajar acá? Esto es por un tiempo, nomás. No hay posibilidades de progreso. En cualquier momento te echan. Y encima hay que pelearse con ustedes, que están acabando con todos los peces".
"Cuando se acaben todos ya no nos vamos a pelear más", bromea Fulvio Moncada. Goyo no se ríe.
* * *
Baja la tripulación del Okeanos. Se trenzan en una encarnizada "mejenga" (futbol de potrero, en este caso de playa) con los pescadores. Hugo, que ya recuperó su humor, deleita a todos con una desopilante interpretación del coreano Kim: "¡¡¿Quién me lobalon linea, singüegüenza?!! ¡¡Fue usté, neglo feo!! ¡¡Me las van a pagal, singüegüenza!!"
Así pasa el tiempo, y cuando me quiero acordar, son las tres y media. Les dije a los de Wafer que volvería caminando y estaría de vuelta después del mediodía. Según todas las crónicas, la picada entre las bahías dura una hora y media, por lo que me apuro a despedirme de los muchachos y emprendo el regreso con mi camiseta, mis botas de hule, mi pantaloneta (remera, botas de goma y malla en mi idioma argentino), cámara de fotos, papel higiénico y anteojos de sol.
La media hora inicial es un gran disfrute. Por primera vez estoy totalmente solo en la isla. Subo y subo en zigzag, siguiendo las claras indicaciones, y en cada vuelta la vista de la bahía es más impresionante. Al tope de la cuesta hay un árbol orgulloso y extenso, desde donde se domina Chatham, el Okeanos, los pescadores, Manuelita, la costa rocosa de Bahía Weston. Otra foto perdida para siempre con el robo en Puntarenas. Esta juro que era para un afiche.
* * *
Aquí arriba el bosque es muy distinto al de la picada al cerro Yglesias. Parece inclusive seco, con coníferas, hadas, elfos y zorros de casaca roja. Un cuento de hadas europeo, donde el horror sólo ataca a los niños traviesos. Me recuerda a los bosques de la cordillera patagónica. Del otro lado de la isla había imaginado faunos tropicales danzando al ritmo de tambores africanos. ¡Tanta diversidad en una superficie tan pequeña! Perdido en estos divagues, avanzo cantando, contento de no subir más y dispuesto a atravesar una pradera en flor.
Pero arriba la senda no está muy bien marcada y las señales escasean. En un punto, casi a las cuatro y media, pierdo el sendero, dejo unas piedras y salgo a recorrer los alrededores. Encuentro cintillos de plástico atados a árboles y tenues marcas de pisadas. Continúo en esa dirección y cada tanto me confortan las marcas rojas. Con la satisfacción y el orgullo de saber manejarme solo en la selva, voy pensando en ideas para este cuaderno.

Hace tiempo discutíamos con un grupo de amigos un texto particularmente jocoso de Cortázar ("Lucas, sus divagues ecológicos" en "Un tal Lucas"), donde dice, si mal no recuerdo, que la naturaleza es aburrida, que lo interesante son los mitos, leyendas, historias, palabras, músicas e imágenes que le ponemos los hombres. Algo así como que escuchar por horas el canto del cucú, la tormenta en el campo y la calma que le sucede sin sorpresa no tienen ningún sentido. Lo fascinante es, por ejemplo, escuchar cómo Beethoven reinventó la lluvia, la tempestad y la calma en su inmortal Sexta Sinfonía.

Es difícil escribir de la naturaleza. El verde prado, el árbol altivo, el grácil pajarillo. ¿Y? Al menos los baqueanos y los biólogos pueden contar la estrategia del árbol, la vida íntima de los pájaros, la tozudez del pasto. Les dan personalidad, tiempo, sentido. En la literatura de ficción la naturaleza vive, palpita, habla, pese a que sea pura invención. Porque el bosque es, en última instancia, los miedos, los sueños, los anhelos del autor, y a través de la voz del poeta escuchamos la voz que murmura con el viento entre las hojas.

En ese momento me paro en seco. Me detiene como un mazazo el recuerdo de lo que me había dicho Wilfrido: los buscadores de tesoros han dejado muchas señales en los árboles y huellas, y los pasos de chanchos a veces se asemejan a senderos. Ahora lo entiendo todo. La débil senda que seguí la última media hora, punteada aquí y allá por pozos de esperanzados buscatesoros, no conduce más que a un nuevo pozo y una nueva frustración. El camino no sigue ni para adelante ni para atrás. Estoy en medio de la selva que ya empieza a cumplir su naturaleza de lluviosa, en plena montaña, oyendo levemente el mar por todas partes y sin la menor idea de dónde están las bahías. Estoy sin linterna, sin cortaplumas, sin agua, sin radio y casi sin ropa. Y se está haciendo de noche.
* * *
Durante dos horas busco la salida. Trato de encontrar el camino por donde vine. Creo ver promisorios senderos donde el pasto está aplastado por pisadas, pero no llevan a ningún lado. Me cruzo con más cintas en los árboles, pero éstas son sospechosamente viejas y de varios colores. Por todos lados me topo con paredes verdes que bajan abruptas, quién sabe si hacia algún desfiladero que castiga el mar o hacia un valle interior al que nadie ha bajado. En todas direcciones siento un rumor que puede ser el batir de las olas pero también el roce del viento sobre las copas de los árboles.
Por primera vez siento lo inhóspita que es la isla. Estoy en medio de un territorio profundamente desconocido, donde los árboles empinados y frondosos detienen el paisaje a unos pocos metros, y ayudan a la noche a descender más rápido sobre la selva.
Sin embargo, no tengo miedo. Me concentro. El bosque de la Isla del Coco no es peligroso, me repito. No hay felinos ni serpientes ni arañas venenosas, ni siquiera hormigas de las grandes. Hay sólo aves y chanchos asustadizos. Por si las moscas, corto una rama fuerte y flexible, le arranco las hojas y ramitas y con la última penumbra castigo pastos y hojas grandes a mi alrededor con mi nueva arma, para infundirme ánimo. Después me siento en una piedra a esperar. Probablemente hasta el amanecer. Confío en que durante la mañana alguien me encuentre.
La última vez que miré el reloj eran las seis. Desde entonces ennegreció tanto como sólo ocurre en la ciudad dentro de una habitación con las persianas bajas. Salvo cuando nos encerramos, los citadinos nunca experimentamos esta oscuridad absoluta. Pero la selva vírgen, con el suave rumor del viento y el canto rítmico de las chicharras, con las estrellas que se van adivinando entre las copas de los árboles, con su piso blando de hojas húmedas debajo de las cuales se siente la roca firme, con su aire cálido y maternal, no me asusta.
Pasar aquí toda la noche no es tan terrible. Hay barrios mucho más peligrosos en más de una ciudad que conozco. Me ayuda en mi espera sentarme a fabricar teorías. El otro día, en el Okeanos, hablábamos con Susan, la inglesa, sobre la forma que tienen los personajes de las novelas de Michael Crichton (Parque Jurásico, Congo, El Anillo de Andrómeda, El Sol Naciente) para salir de problemas más graves que éste. Antes que nada, ningún best-sellerista exige tanto currículum a sus héroes. Hay que tener por lo menos un doctorado en alguna rama nueva y promisoria, haber sido niño prodigio, no pasar de los 35 años y presentar un estado atlético envidiable.
Estos científicos brillantes encuentran sorprendentes usos para sus conocimientos teóricos en los momentos de mayor desamparo y peligro. Alan Grant salva a su grupo del ataque de un descomunal Tiranosaurus Rex por sus áridos estudios de paleontología, mientras que Peter Elliot evita que su comitiva sea destrozada por una horda de gorilas asesinos echando mano a sus avanzados trabajos en semiótica y comunicación animal. Ellos sabrían que hacer en mi situación.
* * *
Punzando el silencio sonoro de la selva, empiezan a oírse gritos de búsqueda como alfileres en la noche. Al principio los oigo lejos y no sé de dónde vienen. Pego un alarido y espero la respuesta. Grito otra vez. Se mueve entre árboles lejanos un tenue resplandor de linterna. Los gritos todavía parecen venir de todas las direcciones, pero tres luces comienzan a iluminar las copas verdes desde una cuesta que había descartado como posible salida. Ya se acercan.
- ¿Quién es? ¿Amigo o enemigo?, inquiero.
- Enemigo.
- Cuidado, que ando armado.
Levanto mi palo con punta en gesto de cazador bantú, me iluminan las linternas y Wilfrido y Max largan la carcajada. Me pasan una linterna. Entonces miro el reloj. Son menos de las diez. Tardaron apenas una hora en encontrarme.
Los muchachos avisan por radio la buena nueva, descansan un poco y emprendemos la vuelta. Parecen conocer el camino de memoria. A poco andar comienza uns bajada furiosa por piedras mojadas y hojas resbaladizas. Pierdo el equilibrio y doy tres vueltas en redondo hasta frenar contra un árbol. Siento que estoy alimentando historias para varias siestas de hamaca.
* * *
Al fin vemos, abajo y por un agujero en la maraña, la débil luz de la casa. Suena la bomba. Alguien pega los últimos martillazos del día. Emociona descubrir un enclave de civilización tan pequeño y desolado en medio de tanta naturaleza. Jamás hubiera llegado solo. María y Felipe me reciben riendo y me confiesan que estaban un poco preocupados.
Me baño largamente, considero los magullones y rasguños como si fueran medallas, degluto una sopa antológica y cuando todos se van a dormir, ocupo solo la hamaca de la glorieta grande. No quiero cerrar los ojos. Acabo de experimentar una gota del mar de soledad y contacto con el mundo natural a que estuvo acostumbrado el hombre durante casi toda su historia, y que los citadinos difícilmente encontramos hoy. Por una vez en la vida, por unas pocas horas, fui un animal más. Pero falta tanto para Tarzán...
Ya salió la luna y la montaña donde me perdí se vé como un manchón oscuro bajo las estrellas, tan lejano que parece cuento.

DIEZ: SIEMPRE LLUEVE EN LA PARTIDA

Martes 22 de noviembre
Me levanto a las cinco y media, con los sonidos afelpados de la selva y la humedad disipándose en la madrugada, pero los demás ya se fueron a sacar la lancha de patrulla hacia la boya, antes que baje la marea.
Hoy llegó el Undersea Hunter, el otro barco que trae buzos a la isla. Con la lancha Felipe, Wifrido y Max traen del barco grandes heladeras con carne y verduras, seis estañones de gasolina, cartas, periódicos, cajas con herramientas... Francisco y yo ayudamos a bajar todo a tierra. Los tachos de gasolina pesan muchísimo. Traen una soga amarrada a la manija de arriba. Hugo y yo pasamos una barra de hierro por la soga y llevamos un estañón entre los dos, cada extremo de la barra sobre nuestros hombres. Casi nos rompemos la espalda, para hilaridad de los demás. Mientras tanto, Wilfrido logra avanzar unos pasos llevando un estañón él solo. Su hombría está ratificada.
Los diarios, de hace casi una semana, traen noticias del continente. Parece todo tan alejado y banal. Creo que en diez días logré alejarme lo suficiente del mundo como para leer estas páginas manchosas con desapasionado cinismo. En sus cinco meses de estadía, Hugo no llegó a perfeccionar ese delicioso estado anarco-zen. Sufre como una madre por los avatares de su querida escuadra, la Liga Deportiva Alajuelense, que según parece perdió el domingo con Saprissa a más de 800 kilómetros de aquí.
El último viaje es para llevar la nueva refrigeradora del Undersea Hunter a Bahía Chatham. Hugo reza para que funcione mejor que la anterior, que casi vuela la isla.
- Es que Max dejó escapar demasiado gas, dice Felipe.
- Felipe corrió como en los dibujitos animados, casi rompe el récord de 100 metros planos, dice Hugo.
* * *
Es una mañana horrible, llueve a baldes y las olas levantan la superficie del agua como picos puntiagudos. Las gotas nos castigan la espalda con furia mientras bajamos la heladera a la plataforma en popa que usan los del Hunter para subir a los botes inflables. Tras un intenso trabajo con sogas y músculos, Felipe, Hugo, Max y Wilfredo se van a Chatham, mientras yo me quedo una hora entrevistando a la tripulación y pasajeros del barco.
El Undersea Hunter es más pequeño que el Okeanos, y el sistema de viajes hace que sólo compartan la isla el primero y el último día de cada estadía. Están una semana uno, la siguiente el otro, y se tratan con la amable y elegante competencia de dos caballeros que saben que hay Coco suficiente para ambos.
El capitán, un inglés cuya patria es el mar, menciona la pesca desmedida como el principal problema para su negocio. Sin embargo, comenta que desde que Parques Nacionales se hizo cargo de la protección, la población de peces aumentó.
Después de años paseando buzos por el Mar Rojo y de incontables experiencias bajo el agua en todos los continentes, el capitán piensa que la Isla del Coco es el último santuario virgen con gran cantidad y variedad de especies de agua salada, el último gran sitio que queda para la gran aventura submarina.
Ann, que trabaja para la empresa estadounidense que hace las reservaciones para unos 20 cruceros de buceo y vida-a-bordo (incluyendo México, Belice y Costa Rica en América Latina), agrega que ésta es una de las pocas rutas para las que hay que reservar con más de un año de anticipación.
También el Hunter cobra 2.500 dólares por el viaje, y su público son, igual que en el Okeanos, buzos aficionados que escucharon de las maravillas del Coco por amigos que ya vinieron.
Yo pensaba que la gente del Okeanos era vieja, pero éstos les ganan. Sentado en una banca de madera bajo la lluvia, con el torso desnudo poblado de largos pelos blancos, Chris está concentrado en inspeccionar su equipo. Tiene 74 años, y piensa seguir buceando "al menos diez años más". Después de años de responsabilidades y desafíos empresariales, Chris ha puesto sus últimas energías en este deporte que parece rejuvenecer el cuerpo macizo y orangutanesco, de brazos largos y piernas flacas, con la forma extraña que adquieren los cuerpos de muchos altos ejecutivos en shortcitos.
Según el capitán, los sueños de bucear en mares remotos vienen de la juventud de esta gente. Sólo pueden hacerlo ahora, que cuentan con el tiempo y el dinero necesarios. La edad promedio son 50 años, y no es necesario estar en gran forma. Para Jim Church, justamente el secreto está en gastar poca energía, moverse poco y aprovechar las corrientes, mientras los tiburones hacen todo el trabajo.
* * *
Entre anécdotas de pescadores tremendos que con buques-factoría vacían el mar de camarones, cabrillas y tiburones, el cocinero enciende el televisor y suenan los acordes de algún poema sinfónico del gigantismo orquestal ruso. Es la respuesta "culta" de Avi Kapfler, el fotógrafo y videasta israelí dueño del Undersea Hunter, a los ritmos computarizados de la música New Age que usaba Mario para el video submarino del Okeanos.
No sé si es por la paciencia de Avi, por su reconocido profesionalismo o por la magia de la orquesta inflamada, pero parecen haber muchos más peces en este mar que en el del video rival. Docenas de mantas se mueven simétricas sobre el fondo lunar, cardúmenes de tiburones giran alrededor de las rocas buscando presas y, en una última escena, antológica, la cámara toma desde el centro del mundo submarino a decenas de patos que se zambullen en picada para pescar su bocado en una inmensa bola de pececillos moviéndose en círculo, mientras los tiburones aleta blanca y los delfines esperan su almuerzo más abajo. Como respondiendo a las órdenes de algún coreógrafo o impulsados por el frenético aleteo de los violines, el movimiento constante se vuelve cada vez más rápido y enloquecido.
En medio del furor submarino viene Felipe a buscarme. Salgo del comedor del Hunter y sigue lloviendo a mares. Me despido de los recién venidos y vuelvo al terreno conocido de la lancha patrullera. La panga se bambolea entre dos masas de agua. Al pasar frente al Islote Manuelita, vemos a los buzos de los dos barcos confraternizando a las carcajadas. Hasta Randy, que con su traje de goma a rayas amarillas resulta inconfundible a un kilómetro, viene saludando en el dingui del Hunter. Al llegar al Okeanos, explica que salió a la superficie lejos de su bote de goma, y pidió un "aventón" en la lanchita blanca del otro barco.
* * *
El último almuerzo es una sopa de pollo y verdura "para levantar muertos", como diría mi abuela. Para que la extrañen, María se esmeró en hacer un plato espeso, caliente, sabroso. Justo lo que necesitamos después de tanta mojadura. Empaco la ropa embarrada en la mochila, junto todo (menos la capa impermeable, que queda detrás de la puerta de entrada), garabateo los últimos recuerdos en esta libreta y salgo a compartir el tiempo de descuento con los muchachos.
Debajo del toldito del depósito, están cortando un grueso tubo de plástico para la base del nuevo almacén de gasolina. Pruebo cortar un trozo (no demasiado mal pero muy lento) y escucho con nostalgia profética la última serie de cuentos sobre la gente que pasó por la isla. Mañana ya estarán contando mi extravío en la montaña.
La lluvia amainó un poco. Subimos mis cosas y las de María a la lancha, junto con un cilindro de gas y un estañón de gasolina vacíos. Una docena de bolsas de basura -lo no degradable- subirá al barco dependiendo de la buena voluntad de la gente del Okeanos. El capitán Marín dice que sí, que por supuesto. La basura hará todo el camino hasta Puntarenas para demostrar el afan ecologista de los guardaparques.
Cuando todo está a bordo, Felipe, Francisco, Max y Wilfrido vuelven a la panga y desatan las cuerdas. La despedida es breve, práctica y simple. Se aleja la lancha, tan pequeña entre tanta agua, y me pregunto a cuáles de ellos volveré a ver algún día. Poco antes de oscurecer y mientras el barco empieza los ademanes de la partida, el cielo se despeja por completo y la Isla del Coco se ve entera, viva, con sus pájaros y sus cataratas. Después es una mole verde, cada vez más grisácea, como una piedra que se achica, como la caparazón de una tortuga inmóvil en medio del Pacífico, desapareciendo entre las brumas.
Así se alejaron de ella los piratas y los balleneros, los buscadores de tesoros, los aventureros y los pescadores, los modernos turistas y un puñado de voluntarios llenos de nostalgia. Acodado en la baranda, en la cubierta de un barco que se aleja, todos somos un poco Gardel cantando "Volver", sabiendo que veinte años son mucho y que nunca se vuelve.
* * *
Deambulo por los pasillos; ya conozco todos los recovecos de este pequeño planeta y a cada uno de los turistas y personal. En la cena, Jorg Hoffman opina que el viaje que están a punto de completar no es eco-turismo ni nada que se le parezca.
"Se abusa de palabras que empiezan con eco-", alega mientras corta una deliciosa porción de Filet Mignon. "Lo ecológico debe implicar un intento de cambiar el mundo y sus formas dispendiosas e irresponsables de progresar", agrega tras un buen trago de vino blanco. "Es tratar de lograr que todos puedan vivir bien, que haya naturaleza para todos y para la preservación de los ecosistemas. En cambio, este viaje es a un lugar natural pero no cambia nada. Es un viaje de placer, de aventura, una mezcla aceptable de lujo sin destruir lo que visitamos, una forma de sacarle plata a los ricos, pero de eco, nada".
Después de la cena, los turistas juegan a las cartas, estudian sus últimos videos, intercambian direcciones y cervezas. Sentados en las reposeras de proa, con todo el viento salado en la cara, Mauricio, jefe de máquinas, me cuenta de su hermano, que trabaja en un barco pesquero. Dice que gana tres veces más que él. "Yo estudié en Brasil, tres años con una beca que no alcanzaba para nada, y gano menos. Muchos marineros no tienen estudios ni preparación, no les gusta la vida en tierra, pero estando siempre embarcados no tienen posibilidad de cambiar de oficio".
Mauricio piensa que la represión de la pesca ilegal debe ir unida a una política de creación de trabajo en tierra, para darle alternativas a la gente. "Se van a dar cuenta de lo que hicieron cuando no haya más peces para pescar, y ahí ya va a ser demasiado tarde". "Crear trabajo en Puntarenas, eso sí que sería eco", digo, pensando en el discurso de Jorg Hoffman.
* * *
Cedo el lugar que me vuelve a ofrecer Cindy en su camarote a María, pero la chica de los monos dice que hay sitio para los tres. Las dos duermen en la cama grande de abajo y yo me acuesto en la cucheta de arriba, mirando por el ojo de buey la cambiante frontera entre el mar y las estrellas, sintiendo el arrullo de las olas.

ONCE: TIERRA FIRME

Miércoles 23 de noviembre
Salgo a la cubierta nublada y la primera imagen es la ya familiar figura de la joven inglesa doblada sobre el libro de turno. Susan McMillan es un portento de lectora. ¡La productora de la BBC terminó de leer "Congo" en un día y ya va por la mitad de otro Crichton! Cindy dice que Susan es simpática pero tímida, come sola en cubierta, sin dejar de leer, y hasta la descubrió leyendo en el dingui de goma, entre bajada y bajada a bucear.
Susan comparte mi idea de que los finales de Crichton son débiles y me advierte que "The Andromeda Strain", que voy promediando, es el peor de los que cayeron en sus manos. "Leo porque no hay nada mejor que hacer", dice. Pero a cada libro le encuentra más defectos que virtudes.
Contemplo el mar con alegría, en una plácida digestión al aire libre. Ya me curé de los mareos y pude disfrutar de la exquisita comida del chef Memo. María viene contenta a acostarse en una reposera. Christian no deja de darle charla en un indefinible castellano, pero ella parece no molestarse. Además, encontró un buen refugio en la cocina de Memo y William, donde aprende nuevos platos.
De a poco, los turistas van emergiendo de la siesta. George, un norteamericano de larguísimas patas flacas, pelo blanco y dientes para afuera, se pasea con "A Case of Need", suspenso médico del primer Crichton, de 1968. Evidentemente, no consultó con Susan McMillan. George es contador público especializado en impuestos. Cuando puede, se escapa en los Aggressor.
"Qué rápido pasó la semana", se despereza George. "Pero por un mes vamos a seguir en este mundo, con las fotos, los videos y los recuerdos". Ese es el truco. Tomar las vacaciones como un chicle y procurar mantener el sabor dulzón por el mayor tiempo posible. Para los que no trajeron costosos aparatos, Mario provee el video del viaje, acompañada por los repetidos acordes de su música preferida, una machacona melodía tecno que persigue a los peces como un tiburón hambriento. Cindy no duda en pagar los 20 dólares del video.
* * *
Pasa Randy, con unos pantalones anchos a cuadritos escoceses. Parece ya vestido para su próxima vacación, sumergido en el verde de un campo de golf. Todos están ocupados guardando aparatos fotográficos, trajes de goma, equipos de buceo, chistes y recuerdos. Es el momento propicio para sentarse a conversar con Jim Church.
Jim se queja de que cada vez la gente quiere ir a sitios más remotos y a escenarios más naturales, pero exigen las mismas comodidades que en el Sheraton. Son miles y miles que pretenden visitar lugares desolados sin molestar a los peces ni perturbar el ambiente. "Sin embargo, no se preocupan por lo que hace el barco, el uso de energía, las fuentes de agua, el tratamiento de la basura. Tampoco se preocupan por conocer culturas locales. Llegan al aeropuerto, los recoge el bus que los lleva hasta el barco, bucean y otra vez al avión. No estoy seguro que todos aquí sepan en qué país están", reflexiona.
Para él, la conducta de los pasajeros de este viaje -sólo cuatro bajaron a la isla una tarde, ninguno se internó en un sendero - es típico de estos paseos de buceo. "En Guam, en México o en Belice las culturas locales son fascinantes. En algunos lados los nativos hablan inglés. Pero lo único que les interesa a estos turistas es bucear. Probablemente ven demasiada gente el resto del año".
Church tiene un trato con la línea Aggressor. Por un precio extra, brinda su curso de fotografía y video submarino en un viaje al año en cada uno de los siete barcos (tres en las islas del Pacífico, tres en el Caribe y éste). "La fotografía submarina amateur va siguiendo el desarrollo de la tecnología. Casi nadie que no fuera profesional se animaba a meterse al agua con una cámara en los años 60. En 1972 dimos el primer curso con Cathy".
Desde entonces, y a pesar de su divorcio de la mujer con la cual escribió siete libros y más de 200 artículos especializados, el negocio sigue floreciente. "Ahora hay más instructores que los alumnos que había cuando empezamos". Pero la sofisticación de "lo último" necesario para no hacer papelones hace que los desarrollos de la técnica no abaraten la práctica del deporte submarino, sino todo lo contrario.
"Sigue siendo un deporte para ricos", dice Jim Church. "Lo que pasa es que ahora los ricos son más". A su lado, Randy termina de guardar strobes, lentes, cámaras y accesorios. Cierra con mucho cuidado el maletín de aluminio. Lo que hay adentro vale más de diez mil dólares.
* * *
Los pelícanos que se reflejan contra el sol del atardecer muestran que la tierra no está lejos. El barco llegará frente a las costas de Puntarenas en mitad de la noche, pero esperará a que todos disfruten del último desayuno con abundancia de cereales, frutas y jugos. Entonces van a desembarcar, van a caminar diez pasos y se van a sumergir en el bus que los llevará al aeropuerto y hoteles de paso.
A la noche vuelven a aparecer fotos de familia, tarjetas de presentación y discursos en voz alta sobre cómo estará la perra, si la nieta se habrá curado el catarro, la pereza de reincorporarse a la oficina, la infaltable mención de la nieve en Chicago, Portland o Dusseldorff. ¡Qué ganas de quedarse en el sol tropical!, suspiran todos, sabiendo que nunca lo harán.
Todavía están disfrazados de turistas, pero ya van adoptando la cara doméstica; a alguno le va creciendo la corbata; otro se va encorvando en la mecedora de su edad; a aquella señora se le va llenando la cada de hijos. Es hora de volver a casa.
* * *
Siete de la mañana del jueves 24. El muelle se acerca, los destripadores de pescado a un lado, el bus que espera a los turistas a la derecha, el pick-up blanco y puntual de Walter sobre el piso de tierra. Walter Madriz saluda con el sombrero. Es un viejo amigo con el que ya compartimos un secreto: el sueño de la tortuga inmóvil.
María toma el autobús a San José. Va de prisa. Walter tiene que hacer "unas vueltas", poner denuncias por pesca ilegal que no llegarán a nada, invitar a faneadores de aleta de tiburón y fabricantes de píldoras de cartílago a una reunión más, interesar al ejecutivo municipal en el nuevo Plan de Manejo. Lo acompaño.
Almorzamos frente al mar. Un pescado entero, frito y reluciente, de esos que todavía tienen ojos redondos de asombro. Tomamos pipa fría. Hablamos de mujeres, de futuros, de los años que pasan y los momentos que se escurren como granos de arena. El mar brilla con la luz del mediodía. Sopla una suave brisa. Nos quedamos en silencio. El horizonte es azul y perfecto. Un botecito se pierde entre las olas. Pagamos la cuenta y emprendemos el regreso.
Miro el mar por un instante antes de meterme al carro. Debajo del quiosco de palmas en Wafer, Felipe se debe estar sacudiendo de risa en su hamaca preferida.

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15 de enero de 2024
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Adiós Opera News

El correo electrónico me tomó de sorpresa. Era el editor de la principal revista de ópera de Estados Unidos, Opera News. F. Paul Driscoll, con la elegancia verbal que siempre acompañó su exquisito gusto en el vestir y su asombroso dominio de las voces y las historias del arte lírico, me decía que la revista cerraba. Que el directorio de la Metropolitan Opera Guild, la organización que maneja las actividades de los teatros del Lincoln Center en Nueva York, las temporadas del MET, las transmisiones en cines de medio mundo, las grabaciones, el templo de los melómanos de Estados Unidos, había decidido dejar de publicar una revista en la que yo llevaba colaborando más de dos décadas.
La crisis económica, la falta de auspicios públicos, la preferencia de los millonarios por otros espectáculos y diversiones, el desplome de las ventas de discos y videos, el envejecimiento de los públicos… la cosa es que mi amada revista desaparecía. Este mes salió el último número.
Los miembros de esta cofradía cultural, amante de una de las más antiguas bellas artes y de una disciplina que aúna canto sin micrófono, música orquestal y de cámara, teatro, escenografía, vestuario, y cada vez más video, proyecciones en vivo y las más variadas y actuales expresiones visuales, ya no tendrán su revista. A partir de ahora recibirán la pequeña revista Opera, la que durante muchos años fue la rival inglesa de Opera News.
A lo largo de más de 30 años de carrera periodística escribí en más de diez medios de cuatro continentes, en cinco idiomas, y de infinidad de temas. Pero Opera News era mi secreto, mi orgullo y mi refugio en tiempos oscuros. En sus páginas escribí regularmente durante 16 años, cuando vivía en España. Para pensar, armar, pulir y lustrar breves críticas en inglés me volví habitué de las creativas temporadas del Liceu y el Palau de la Música de Barcelona. Y me volví estudioso de la pluma de los grandes críticos del pasado, como George Bernard Shaw y Hector Berlioz, y los del presente, como Alex Ross, Anthony Tommasini, Pablo L. Rodríguez y Federico Monjeau.
Como corresponsal en España de “la Rolling Stone de la ópera” viajé infinidad de veces a Madrid – a veladas inolvidables en los hermosos teatros Real, La Zarzuela, Del Canal, y otras muchas veces tomé trenes y aviones a Valencia, Sevilla, Bilbao, A Coruña y el Festival de Parellada.
Desde mi mudanza al Cono Sur tuve el gusto de escribir sobre las funciones del Teatro Colón de Buenos Aires, donde nació mi amor por este género, y del Teatro Municipal de Santiago, una joya de arquitectura y una orquesta de primer nivel en la ciudad donde vivo.
Para Opera News cubrí los estrenos mundiales de Brokeback Mountain de Charles Wuorinen y The Perfect American de Philip Glass, y los estrenos en España de Doctor Atomic de John Adams y de Dead Man Walking de Jake Heggie, además de puestas en escena alucinantes de Robert Carsen, David McVicar, Stefan Herheim, Lluís Pasqual, Calixto Bieito, La Fura dels Baus, Michael Haneke, Herbert Wernicke, muchos de los más grandes directores de escena del teatro y la ópera de vanguardia.
Con la revista ocupé las plateas de legendarios teatros para sumergirme en el sonido de grandes orquestas bajo las batutas de Daniel Barenboim, Zubin Mehta, Lorin Maazel, Josep Pons, Sylvain Cambreling, Teodor Currentzis, Pablo Heras Casado y tantos otros.
¡Y los cantantes! La emoción profunda de escuchar por primera vez a Natalie Dessay, a Juan Diego Flórez, a René Pape, a Carlos Álvarez, a Ewa Podlés, a Matti Salminen…
Recuerdo cómo empezó todo: yo era un estudiante del Máster en Periodismo en la Universidad de Columbia en Nueva York, y decidí tomar una asignatura electiva que juntaba dos de mis mayores pasiones: la cultura y la radio. Para el trabajo final, se me ocurrió hacer un reportaje sonoro (era 1998, todavía no existía la palabra “podcast”), y jugando con las palabras que en inglés definen a la ópera y a las telenovelas (soap opera, porque según la leyenda, las primeras en Estados Unidos estaban patrocinadas por una marca de soap, jabón).
Mi idea era comparar estas dos artes cuyos públicos estaban en sitios opuestos en la escala social y de la distinción del gusto, como lo definía uno de los autores que yo transitaba en esos momentos, el sociólogo francés Pierre Bourdieu.
En mi programa de radio, yo mezclaba escenas de amor arrebatado, de peleas entre machos, de gritos destemplados y llanto inconsolable, que sacaba de CDs de ópera que encontraba en la biblioteca de la universidad y del sonido directo de telenovelas mexicanas que veía en el televisor de mi residencia universitaria.
Entraban y salían de mi consola las voces de Plácido Domingo y de los galanes de soap opera del momento, de Renata Scotto y de las divas millonarias que se disfrazaban de sirvientas enamoradas del patrón en la novela de la tarde. Y como eje de la narración, entrevisté a la directora de la principal revista de estos éxitos televisivos, Soap Opera Digest (una revista chiquita, de bolsillo, del tamaño del Reader’s Digest), y al director de Opera News, el atildado F. Paul Driscoll.
Las oficinas de ambos no podían ser más disímiles: un orden inmaculado de CDs y Long Plays hasta el techo y una cafetera bruñida y reluciente en el despacho de Driscoll, con vista al MET, y un cuarto lleno de humo, revistas por el piso, y reporteros que entraban y salían gritando las últimas novedades de la vida privada de sus estrellas en la oficina de la directora de Soap Opera Digest. Recuerdo cómo los presenté: a ella, con collares y brazaletes de colores; a él, con smoking azul petróleo y un corbatín de lunares – seguramente estaba a punto de cruzar la calle para ir al estreno de una ópera.
Para mi sorpresa, Driscoll vino a la presentación de mi trabajo, en la Lecture Hall (el aula magna de la Escuela de Periodismo de Columbia), se divirtió mucho, me dijo que nunca había notado cuán ridículo sonaba fuera de su ámbito estrecho de melómanos, y me preguntó qué pensaba hacer cuando me graduara. Le dije que Columbia me había contratado para abrir una escuela de periodismo similar a la suya en Barcelona, para enseñar periodismo práctico en español.
Unos meses más tarde, ya instalado en España, me escribió para proponerme cubrir el Festival Mozart de La Coruña, en Galicia. Todavía recuerdo la primera ópera que vi allá: una de las rarezas juveniles del genial compositor de Salzburgo, Zaida.
A la distancia, ahora pienso que esa era la prueba. La debo haber aprobado, porque desde entonces me convertí en el corresponsal en España. Era el verano de 1999.
Varias veces a lo largo de los 18 años que escribí para Opera News desde España, Driscoll me confiaba que algún importante crítico norteamericano o un millonario con veleidades líricas le decía que viajaba a Madrid o Barcelona, y que le ofrecía escribir sobre las óperas que allí se daban. Mi editor fue siempre leal conmigo y defendió mi posición: a todos les decía que no, que ya tenía a alguien allí.
En mayo o junio, cuando los principales teatros anunciaban sus temporadas, yo hacía una lista con las óperas que le proponía a Driscoll. Buscaba escapar de lo trillado: nuevas obras o el rescate de joyas olvidadas del pasado, la participación de directores de teatro o de cine que entraban en este nuevo mundo, el estreno de un papel por una cantante famosa, una apuesta arriesgada, algo especial. Intentaba que mi lista fuera acotada: no quería que perdiera tiempo considerando una nueva versión de lo de siempre sin riesgo ni lustre.
La época de oro de nuestra relación fueron los años en que el belga Gerard Mortier fue director artístico del Teatro Real de Madrid. Sus temporadas estaban plagadas de estrenos, sorpresas, desafíos, fue un actor cultural importante en la vida de la capital de España.
Cada mes la revista llegaba a mi casa: era una delicia ver mis críticas y mi firma en la preciosa revista, un derroche de papel cuché, entre fotos dignas de Vogue o Vanity Fair y ensayos que comparaban las historias de los músicos y los argumentos operísticos con la cultura, la política y la filosofía de los tiempos en que las obras fueron creadas o de ahora, cuando se montan puestas en escena para que estos clásicos nos digan algo a los públicos actuales.
Todo eso se terminó. No más Opera News.
Comparado con otros medios que se pierden en la profunda crisis económica y de lectores y de relevancia del periodismo, sobre todo el cultural, esta puede ser vista como una pérdida menor. ¿Cuántos somos los que perdemos esta revista de nicho, de un grupo cada vez más pequeño que se nutre y necesita el arte de Giuseppe Verdi, de Wolfgang Amadeus Mozart, de Claudio Monteverdi, de Richard, Wagner, de Gaetano Donizetti, de Georg Friedrich Haendel, de compositores actuales como Jake Heggie, John Adams o Philip Glass? Seguramente pocos. En Spotify y en Youtube, la música clásica cada vez ocupa un espacio más minúsculo.
Y, sin embargo, no puedo dejar de entristecerme. No sólo porque en Opera News trabajaban, además del aristócrata Driscoll, el irónico y erudito Brian Kellow, un Oscar Wilde de nuestros tiempos, la gran editora de fotos Elizabeth Dribben, de mirada certera para elegir siempre la mejor imagen, el joven reportero y solucionador de problemas de todo tipo Adam Wasserman. Una redacción aceitada como un coche de carreras, para producir una revista mensual en la que nunca encontré ningún error y sí mucho para aprender: de periodismo, de música, del arte de contar historias, de la vida.
Un adiós compungido a mi vicio secreto, a mi revista querida. Hasta siempre, Opera News.

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23 de diciembre de 2023

Editorial Siglo XXI (2013)

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Pasión y pertenencia: el extraño mundo de los fanáticos de la ópera

 

“¿Por qué ustedes los sociólogos siempre me preguntan si vamos a la ópera para que nos vean, para conocer gente, para ver amigos, para alcanzar un estatus profesional más alto y nunca se les ocurre preguntarme si voy a la ópera porque me gusta o simplemente porque la amo?”, dice José Luis, una de las fuentes de la tesis doctoral de Claudio Benzecry.
A partir de esta tesis en sociología en New York University, la primera sobre los amantes de la ópera en América Latina, Benzecry armó el delicioso libro “El fanático de la ópera: etnografía de una obsesión”, publicada en 2011 por University of Chicago Press y por Siglo XXI Editores en castellano un año después.
José Luis es uno de los casi cien operómanos, la mayoría argentinos, con los que el sociólogo construyó su teoría. Como fanático de la ópera que soy, este libro es mi biblia para internarme en el extraño mundo de los forofos, hoolingans, hinchas de la más erudita de las pasiones.
Benzecry, hijo de un connotado director de orquesta, estaba en realidad hurgando en una realidad en la que estuvo metido desde niño. Creció rodeado de músicos (en éstos, es evidente de dónde viene su enfermedad: es como el amor a la pelota por los futbolistas) pero también de amigos de sus padres, esos que sin cantar ni tocar ningún instrumento, esperan con ansia la próxima función, la visita de un divo, el surgimiento de una nueva soprano, la magia de una puesta en escena que les presente una obra que se sabe de memoria como si fuera nueva.
¿Por qué van a la ópera y no a un recital del cantante de moda que suena en las radios, o a una discoteca, o a la cancha de su club de fútbol, o al asado con amigos?
Algo debe andar mal, algo debe ser distinto y raro para que alguien quiera ir a la ópera. Como escribe Benzecry, la mayoría de los estudios académicos sobre los seguidores de este arte parten del concepto de “distinción” de Pierre Bourdieu. Esta gente debe ir al MET de Nueva York, el Covent Garden de Londres, al Palais Garnier en París o al Colón de Buenos Aires a juntarse con los de “su clase”, o acercarse a los de las clases altas.
De hecho, fue es en los palcos y los salones dorados de estos templos aristocráticos que se hacían negocios y se arreglaban matrimonios en el siglo XIX y la primera mitad del XX.
Ahí se entiende: esas etnografías las han escrito aquellos a quienes no les cabe en la cabeza que alguien vaya a la ópera porque le gusta pasarse cinco horas (a veces de pie, en las entradas más baratas) escuchando a señoras pasadas de kilos gritando su amor adolescente a un señor al que muchas veces le llevan una cabeza de altura.
La ridiculización de la ópera es uno de los chistes más repetidos entre los que nunca se pararon a escucharla. Decía Woody Allen que tras varias horas de escuchar una obra de Richard Wagner le entraban ganas de invadir Polonia.
El mismo Allen, con un gusto exquisito por el jazz, demostró su nulo conocimiento de la ópera al poner en una escena de Match Point a la familia millonaria a la que el joven arribista quería pertenecer en el palco de la ópera en Londres mientras la soprano canta un aria acompañada por un piano. La ópera que interpretaba era con orquesta en el foso. Solo hay un arreglo para piano cuando es un recital, no en las óperas escenificadas.
Cuando vi esa escena, pensé: este nunca fue a la ópera.
Pero no son así los fanáticos de Benzecry, y tampoco los de mi memoria y mis noches en la actual temporada del Teatro Municipal de Santiago. Nosotros no vamos por dinero, ni para lucirnos, ni para encontrarnos con los que pueden darnos beneficios y “contactos.”
Entonces surge otra posible respuesta de los no-operómanos: una sensibilidad extrema, edulcorada, propia de ese grupo que la mirada homofóbica identifica con los gays.
Les cuento una sorprendente casualidad cinematográfica: en 1993, sin que los equipos de producción lo supieran, en Cuba y en Estados Unidos se estrenaban dos películas en las que ambos protagonistas eran fanáticos de la misma aria de ópera, interpretada por la misma soprano.
En Fresa y chocolate, el profesor gay interpretado por Jorge Perugorria introduce a su joven discípulo en la rebeldía y el pensamiento independiente ante la uniformidad que imponía el régimen cubano, y por ser gay, debía escuchar una música que para el público cubano se identificara con el romanticismo extremo. En su viejo tocadiscos, le pone al joven la grabación de María Callas del aria La mamma morta, de la ópera Andrea Chénier, de Umberto Giordano. Callas canta en el extremo del desgarro y Diego, el profesor, sufre como si la madre se le hubiera muerto a él.
En Filadelfia, el abogado Andrew Beckett, interpretado por Tom Hanks, tiene SIDA, es despedido de su trabajo y contrata a su colega, Joseph Miller (Denzel Washington) para que consiga que se haga justicia. Bickett tiene un joven amante latino, Miguel (Antonio Banderas), y en el departamento burgués que comparten, escuchan la misma aria, en la voz de la misma María Callas, en la escena en la que el público debe entender que escuchan eso porque son gays.
Pero ¿hay que ser gay para que La mamma morta te rompa el corazón?
¿No es esta aria una expresión – más allá de las estéticas - de la tristeza más absoluta? ¿No es la voz milagrosa de la Callas la expresión de ese desamparo de la orfandad, cantada de una manera a la vez desbordada y cuidadosa al detalle de la precisión de una partitura? ¿No es eso una lección de arte para todos los amantes de las artes, de cualquier arte?
Recuerdo haber visto ambas películas en esa época. Seguramente fui el único en la función de la segunda que notó que estaban ilustrando el amor entre dos hombres con la misma música. Ahí pensé en la cantidad de colegas con los que hablo de ópera, con los que compartimos veladas en los pisos altos de los teatros y sesiones de escucha (primero en Long Plays, después en cassettes, luego en CDs y DVDs y ahora en streaming) que son homosexuales.
Tal vez el “salir del armario” haya llevado a los gays a vivir una conexión con su propia sensibilidad que a los heterosexuales nos cuesta, que a los hombres nos han podado en la infancia.
Por suerte hay muchos otros, como yo, que somos “hetero” y que, sin embargo, nos entregamos con fiera pasión a esta forma extrema de contar historias de amor, de odio, de poder y miseria, de angustia y alegría desbordante, de traiciones y lealtades. Historias que son como la vida pero que son contadas con música, con voces bellísimas que llegan lejos sin amplificación, con orquestas que mueven las butacas como un terremoto e instrumentos que suspiran con la suavidad de un felino en la alfombra. Con escenografías, vestuarios, diseños de luces que te llevan al corazón de la historia y te impactan directo en el alma cansada de la lucha diaria.
Por supuesto que esto no pasa siempre, sino en los mejores casos, como todo arte. Tampoco todos los partidos de fútbol ni los conciertos de tu banda favorita son memorables.
José Luis tiene razón: vamos por amor. Vamos para ser felices. Vamos para entrar en un mundo mejor que este.
¿Y quiénes somos?
Benzecry hace un estudio que le brinda resultados sorprendentes: los verdaderos fanáticos, los de los pisos altos y las entradas baratas, no pertenecen a la aristocracia del dinero, sino a una cofradía del gusto, de estar ligados al arte del pasado y las maneras en que artistas del presente lo preservan, lo reinterpretan, lo hacen vivo. Y se juntan para celebrar una ceremonia cultural que tiene bastante de religiosa. Algunos vienen de lejos (tengo una amiga que vive en pleno campo, en la Cataluña profunda, y viaja al centro de Barcelona para vivir su bocanada de aire fresco en el Gran Teatre del Liceu; otra que viaja desde una ciudad alejada de Santiago y se queda en casa de su hijo para poder disfrutar las funciones del Municipal). Otros caminamos al teatro, tarareando felices las arias que disfrutaremos en las voces que admiramos.
Algunos son académicos, empresarias, médicos, abogadas, otros – muchos – profesores de enseñanza secundaria; hay funcionarios públicos, pequeños comerciantes. La mayoría, sobre todo en América Latina, vienen de familias inmigrantes cuyos padres y abuelos tenían la ópera entre sus aficiones. Pero no todos: también hay quienes entraron en esta afición por amigos y colegas.
Y muchas son mujeres que van solas o acompañadas a vivir el arte que les llegó por su propia experiencia de escuchar y ver esta maravilla. Han tenido muchas barreras en este mundo machista, pero en los teatros han tenido más permiso para llorar.
En mi caso, todos estos orígenes son ciertos: mi abuelo Heinrich Herrscher, a quien no conocí, era un culto comerciante judío de Berlín que emigró a Argentina tras el auge del nazismo en su país. En el paraíso o gallinero del Teatro Colón, el último piso, de pie (las entradas más baratas), durante la guerra, escuchaba sus amadas óperas de Wagner con un sándwich en el bolsillo, para no desfallecer en los intervalos.
Para él escuchar a Wagner era no dejar que su arte sublime sobre la vida, la muerte y el amor fuera devorado por los nazis. Wagner era la vida cultural de Berlín que tuvo que dejar atrás.
En el colegio público al que fui en los 70, un profesor de música nos llevaba un lunes al mes en colectivo hasta la sala de ensayos del Colón, donde el erudito periodista cultural Juan Pedro Franze daba unas clases entrevistando al director, el pianista de ensayos y algunos de los solistas de la ópera de ese mes. Luego ilustraban las lecciones con fragmentos de la obra que tocaba.
Recuerdo vivamente cómo Franze y mi compañero Darío Eskenazi, hoy pianista y profesor en Nueva York, me enseñaron a apreciar una de las óperas más hermosas y complejas del repertorio, Pelleás y Melisande, de Claude Debussy. Después de esos lunes, las tardes de domingo íbamos con Darío a ver la ópera con más conocimiento y disfrute. Como no podíamos entrar sin traje y corbata, íbamos ataviados con los uniformes del colegio.
En la adolescencia seguí internándome en la ópera con mi compañero de servicio militar Jerry Brignone, otro melómano impenitente. En los tocadiscos de nuestras pequeñas habitaciones en las casas de nuestros padres nos sentábamos con los libretos de las óperas que venían en las cajas de los discos y discutíamos las voces, las versiones, y cómo nos imaginábamos poner en escena óperas que nunca habíamos visto. Nos recuerdo descubriendo los profundos temas del deseo y la traición amorosa en Così fan tutte, la jovial y amarga joya de Mozart.
En el libro de Benzecry hay muchas historias como la mía, y también las claves que permiten entender los lazos que se anudan entre los que mes a mes, durante años, coinciden en los pisos altos de los templos de la ópera, o que se juntan para ir en peregrinación a escuchar las voces y los acordes que los saquen de la monotonía de los trabajos rutinarios, las vidas insulsas y el bullicio del presente. También los hay que, como yo, tenemos trabajos satisfactorios y familias y amigos que nos alegran la vida. Pero cuando se apagan las luces y entra el director al foso, siempre hay más. La ópera es siempre una elevación.
Y también es una vuelta a un paraíso perdido. Un tiempo, el de los grandes compositores, donde con tragedias y enredos picarescos se llegaba a las cimas de la belleza, y el tiempo la de la propia infancia o el mundo de un pasado mítico, ya sea de la familia de uno o del país que perdió el rumbo.
No importa que ni el pasado personal ni el colectivo hayan sido como queremos recordarlos. Ver las mismas óperas en nuevos ropajes es revivir la dicha vivida o imaginada.
Los amantes de este arte se han juntado desde hace siglos en cofradías. Fueron los amigos del Duque de Mantua los que a finales del siglo XVI inventaron un arte en el que se juntaban las historias de las tragedias griegas con la música instrumental, el canto, el baile, los disfraces y los decorados. De esa época todavía disfrutamos las tres óperas sobrevivientes del genial pionero Claudio Monteverdi (el Orfeo, El regreso de Ulises a la patria y su modernísima visión satírica del poder, La coronación de Popea).
En la Europa burguesa del siglo XIX la ópera era el guiño de la nueva aristocracia de la cultura. Con la clase trabajadora educada y los precios accesibles en los pisos altos de los teatros, se formó una modesta aristocracia del espíritu, que poco a poco fue reconociéndose en sociedades, clubes de disfrute y en estos tiempos, grupos de Facebook y Whatsapp. Y desde el comienzo hubo clubes, bandos, rivalidades. Los de Rossini contra los de Beethoven; los de Wagner contra los de Verdi; los de las óperas nuevas y poco conocidas contra los del canon eterno; los de las puestas suntuosas de siempre contra los de nuevas propuestas escénicas.
Una noche en el Liceu de Barcelona se agarraron a grito pelado los partidarios y los detractores de una nueva producción de Un baile de máscaras de Verdi. El iconoclasta director Calixto Bieito ponía en escena la lucha de demócratas contra fascistas en la Guerra Civil Española. ¿Para qué, para quién es el arte? ¿Qué contamos, en qué pensamos, qué discutimos cuando se pone en escena un clásico de hace 150 años?
Yo recibo mensajes cotidianos de la tertulia de los abonados del cuarto y quinto piso del Liceu de Barcelona, que añoran los tiempos idos, y de los Amigos del Teatro Colón de Buenos Aires, siempre furiosos con el uso comercial y político de su templo, convertido en un bazar.
En cada función nos miramos con simpatía y reconocimiento. Cuando voy a la platea como crítico, no me reconozco en mis compañeros de asiento. Es arriba, con los del proletariado del disfrute lírico, los que no van a ser vistos sino a ver, escuchar y sumergirse cuatro o cinco horas en el océano de la creación, donde soy feliz.
Ojalá haya un teatro de ópera y un asiento estrecho pero mullido en el cuarto piso para pasarme la eternidad disfrutando de Boris Godunov, de Parisfal, de Falstaff, de Las bodas de Fígaro, en las puestas en escena y con los cantantes con los que toqué el cielo en veladas que guardo en la memoria.
Tal vez allí, en el Walhalla, el Olimpo o el Edén dantesco, en un entreacto de charla con mis compañeros de pasión, me encuentre con mi abuelo Heinrich masticando con deleite el sándwich lirico de su paraíso perdido.

Publicado en el número de otoño de 2023 de la revista Dossier de la Universidad Diego Portales

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30 de octubre de 2023

Anteojos rotos de Salvador Allende frente al Palacio de La Moneda

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Otras voces a 50 años del Golpe de Estado en Chile

Las librerías, las páginas de los diarios, las noches de la televisión y los sitios web periodísticos de Chile se han llenado este mes con recuerdos, opiniones, nuevas revelaciones y ficciones sobre el gobierno de Salvador Allende, la dictadura de Augusto Pinochet y el Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, que dividió las aguas y la historia del país trasandino.
Un hecho relevante para la discusión sosegada y a la distancia: los dos libros más vendidos en estos días provienen de voces que son críticas con la situación antes del golpe, sin por eso justificar la barbarie de la dictadura.
Son foco de discusión en ámbitos académicos, políticos y periodísticos el ensayo Allende, la izquierda chilena y la Unidad Popular, del filósofo y habitual comentaristas y divulgador de derecha Daniel Mansuy, que se centra en los discursos y debates previos al golpe, y el libro póstumo del primer presidente de la transición, el demócrata cristiano Patricio Aylwin, La experiencia política de la Unidad Popular, donde relata el quiebre de la democracia desde su posición de líder de la oposición centrista y reflexiona con autocrítica sobre lo que la clase política no pudo hacer para evitar el levantamiento militar.
Como sucede desde que se recuperó la democracia en 1990, muchos relatos son sobre las víctimas, los desaparecidos, fusilados y torturados, y las búsquedas de sus familias. Unos días antes del aniversario, el joven cronista Richard Sandoval presentó en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos Amor, te sigo buscando, que rescata este recorrido de familiares.
Esta última contribución a la voz de las víctimas va en la línea de las recientes biografías de algunos de los muertos más conocidos: Víctor Jara: La vida es eterna, de Mario Amorós; Batuta rebelde, sobre el músico Jorge Peña Hen, asesinado en La Serena en la llamada “caravana de la muerte”, de Patricia Politzer; y Rodrigo Rojas Denegri, hijo del exilio, donde Pascale Bonnefoy reconstruye la vida del joven de 19 años quemado vivo por militares en 1986.
Pero en este nuevo aniversario surgieron y tomaron fuerza otras voces, otras investigaciones y relatos que hacen más complejo y otorgan otras capas de comprensión a los hechos de hace medio siglo, que todavía dividen a los chilenos.
Estos son cuatro caminos donde las voces y miradas de los “otros” nos ayudan a entender un tiempo doloroso y ayudan a la sociedad chilena a enfrentar su pasado y las formas en que sigue vivo en el presente.

Desde Estados Unidos: las investigaciones de John Dinges y los documentos desclasificados de Peter Kornbluh
El director del Centro de Documentación de Chile del National Security Archive en Washington Peter Kornbluh trajo a Santiago su último libro: Pinochet desclasificado. Allí revela, explica y analiza los últimos documentos desclasificados por el gobierno de Estados Unidos a pedido de las autoridades chilenas. Son miles de mensajes intercambiados entre la CIA, la embajada de Washington en Santiago, las distintas oficinas del gobierno de Richard Nixon y, sobre todo, la transcripción de conversaciones entre Nixon y su Asesor de Seguridad Nacional, Henry Kissinger.
Al mismo tiempo, vino al país el periodista de investigación John Dinges, autor del libro clave para entender el intercambio de información y prisioneros ilegales entre las dictaduras del Cono Sur Operación Cóndor y la investigación central sobre el asesinato que la dictadura de Pinochet realizó en la capital de Estados Unidos en 1976 a Orlando Letelier, ex canciller de Salvador Allende (Asesinato en Washington). Su último libro, Chile en el corazón, indaga en el secuestro y homicidio de dos estadounidenses por las fuerzas de Pinochet en los primeros días de la dictadura, y sobre qué sabían y cómo reaccionaron los funcionarios de su país a estos crímenes.
En sus libros y en numerosas conferencias y entrevistas en Santiago, Kornbluh y Dinges revelaron el “otro lado” del golpe: las conversaciones entre altos funcionarios, políticos poderosos y empresarios con intereses en la zona. Lo más interesante es la forma en que Kissinger convence a Nixon de que deben actuar para evitar la subida al gobierno de Allende en 1970, después de su triunfo electoral, y la forma muy distinta en que, en la época de Ronald Reagan, en 1988, Estados Unidos interviene para asegurarse de que Pinochet respetará los resultados del plebiscito, que termina por certificar el fin de su régimen.
Presencié la charla que ambos investigadores dieron para funcionarios del Instituto Nacional de Derechos Humanos. Fue impactante escuchar cómo en el excelente castellano con fuerte acento “gringo” de estos veteranos hurgadores de la verdad, cobraban vida antiguos documentos que certificaban la participación - pero no el protagonismo - de Estados Unidos en la campaña contra Allende en el contexto de la Guerra Fría, y el interesante debate con especialistas chilenos.
Dinges les dijo que, para él, como acucioso investigador, es importante buscar y considerar los datos que pueden echar por tierra sus propias teorías y sus datos anteriores.
Una de las conclusiones centrales de esta visión desde Estados Unidos es por qué era tan importante para Kissinger y sus colaboradores el que no triunfara la vía democrática al socialismo en Chile: en plena guerra ideológica con la Unión Soviética, este ejemplo podía cundir en el resto de Latinoamérica y en Europa, sobre todo en Italia y Francia.

Cómo se veían: Juan Cristóbal Peña y Juan Pablo Figueroa revelan las miradas de un Rasputín de la dictadura y un torturador
Álvaro Puga fue un intelectual en las sombras al servicio de Pinochet desde el mismo momento en que se planificó el Golpe. Redactó comunicados, planificó actos de apoyo al régimen, sugirió y escribió mentiras en los medios adictos al gobierno militar, como el inexistente Plan Z, un supuesto plan de la Unidad Popular de Allende para desatar una guerra bacteriológica, o las noticias falsas que aseguraban que los muertos habían sido víctimas de sus propios camaradas. Es de inspiración suya un infausto título del diario La Segunda: Exterminados como ratones.
El periodista Juan Cristóbal Peña, autor de La secreta vida literaria de Augusto Pinochet y Los fusileros, sobre el comando que intentó sin éxito matar al dictador en 1987, publicó en Anfibia Chile un trabajo sobre Puga, El primer civil de la dictadura, que contiene su perfil, relatos, análisis, documentos liberados, fotos, videos, podcast, historietas con la colaboración de su colega Francisca Skoknic. En su presentación, el actor Rodolfo Pulgar interpretó el “personaje” de Puga, una voz extraída de las entrevistas que le hizo Peña antes de su muerte y de numerosos papeles, documentos y cartas con los que el colaborador de Pinochet pretendía ser reconocido por sus servicios.
En la reivindicación de su trabajo para lograr convencer a la población de la maldad de Allende y sus seguidores, Puga deja al descubierto una labor en las sombras que permite entender la otra cara de la dictadura.
Por los mismos días, el reportero de investigación y director de la carrera de Periodismo de la Universidad Alberto Hurtado Juan Pablo Figueroa publicó en la revista digital CIPER la voz de otro colaborador en las sombras en la cara más tétrica y violenta de la dictadura: Los cuadernos inéditos de Osvaldo “El Guatón” Romo, uno de los más activos torturadores de los setenta. Romo fue sentenciado y cumplió su pena en la cárcel especial para violadores de los derechos humanos, Punta Peuco.
Allí Romo redactó en 2.500 páginas de confusos y auto-justificativos cuadernos, relatos en los que cuenta las operaciones de secuestro y lo que se hizo a los detenidos. No dice lo que hizo él, pero entre líneas se entiende. De este fárrago de anécdotas que pasan de míseros conflictos de poder entre los represores a expresiones de admiración por la valentía de enemigos que aún están desaparecidos, Figueroa rescata la voz más tosca de Romo.
Pasado el disgusto que pueda causar la lectura de sus miradas sobre sus propios actos, las voces de Romo y Puga surgen en estas páginas como los necesarios contrapuntos a los relatos de sus víctimas.

La mirada de la niña: el diario de Francisca Márquez
Otra voz, otra mirada: la hoy antropóloga y autora de numerosos estudios sobre urbanismo desde un punto de vista social en Latinoamérica Francisca Márquez tenía 12 años en 1973, y llevaba un diario donde minuciosamente reflejaba lo que le iba pasando a su familia de clase media, lo que escuchaba que sucedía durante la convulsa época de la Unidad Popular y el miedo en las calles, en la escuela y en su casa tras el Golpe de Estado.
La editorial Hueders publicó el facsímil y la transcripción de El diario de Francisca, y una serie de artículos académicos que analizan esta mirada infantil y la forma en que los hechos históricos son vividos y recordados: cómo los chicos escuchan y se apropian de lo que se habla en la radio, entre sus padres, con sus compañeras y compañeros.
En la comuna de Recoleta un grupo aficionado de teatro montó El diario de Francisca como una obra sobre la memoria; la revista The New Yorker publicó extractos del texto en inglés; y copias de sus páginas son hoy exhibidas en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en Santiago.
En paralelo a esta novedosa idea de “usar” este diario para reflexionar sobre el pasado (se lo ha comparado con el de Ana Frank, aunque a Márquez no le gusta esta vinculación, entre otras razones porque ella no fue en ningún sentido víctima), surgieron en Chile otros relatos desde este punto de vista: la dramaturga y novelista Nona Fernández publicó y transformó en vibrante obra teatral Space Invaders, basado en recuerdos de su período escolar en dictadura.
También la directora argentina Lola Arias estrenó con éxito en Chile El año en que nací, que como su proyecto similar en Argentina, Mi vida después, junta en el escenario a jóvenes que eran niños en distintos lados de la grieta que supuso la dictadura en cada país.

Los jóvenes de hoy: estudiantes de primer año de Periodismo van a sitios de memoria
La última de estas miradas tiene que ver con un trabajo realizado en el aula, con estudiantes de Periodismo que nacieron en el siglo XXI, para quienes el Golpe de 1973 puede sonar tan lejano como la Primera Guerra Mundial, la Independencia de América o la Revolución Francesa. Y tiene que ver conmigo: es parte de mi trabajo como profesor de Introducción al Periodismo en la Universidad Alberto Hurtado.
En plena pandemia, organizamos con los alumnos un especial en la revista de nuestra carrera, Puroperiodismo, en el que cada estudiante entrevistaba a sus padres, abuelos, tíos, familiares cercanos que hubieran vivido el Golpe y tuvieran recuerdos personales. Escribieron los testimonios de sus “mayores”, en primera persona, como les mostré que hacían las escritoras Svetlana Alexiévich en Bielorrusia o Elena Poniatowska en México.
Se acercaron así a historias de miedo, de valentía, de traición, de dolor, de una época oscura de la que muchos nunca habían preguntado.
Con la generación de este año hicimos una visita en micros por Sitios de memoria, lugares donde sucedieron los eventos principales de esa época, organizado por el Instituto Nacional de Derechos Humanos para el día del Patrimonio. Y a partir de allí, volvieron en grupos a Villa Grimaldi, Londres 38, Venda Sexy, Clínica Santa Lucía, los lugares de tortura que hoy preserva el Estado. Y al Museo de la Memoria, Centro Gabriela Mistral, el Cementerio General, el Estadio Nacional y el que hoy lleva el nombre de una de las víctimas más célebres, el cantautor Víctor Jara.
La mayoría de estos jóvenes nunca habían visitado estos lugares que guardan la memoria de las atrocidades ilegales de la dictadura. Algunos sí, y en un par de casos, me sorprendió dolorosamente y también me reafirmó en la decisión de usar las aulas para hablar con tranquilidad y con datos fidedignos de los que pasó.
Al centro de detención y hoy museo de Villa Grimaldi fueron los estudiantes Emilio y Dominique. Emilio fue con su abuelo, que había sido torturado allí, y Dominique, con la memoria del suyo, desde hace años sin contacto con la familia, quien había sido parte del aparato del terror.
Desde esas memorias familiares dispares, ambos se encontraron con las imágenes y las voces de un pasado que en estos días se piensa y se recuerda en Chile.

Publicado en Ideas del diario La Nación de Argentina el 16 de septiembre de 2023

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29 de septiembre de 2023
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Homenaje a Mario Videla, evangelista de un dios humanista y musical

Era el frío otoño de 1976. Se llamaba Videla. Era flaco. Tenía el pelo corto, negro, prolijo; a lo lejos parecía engominado. Se sentaba con la espalda tiesa. Lucía serio, ensimismado.
Yo tenía 15 años cuando lo vi por primera vez. Iba con el uniforme del colegio, con mi corbata bordó. Se apagaron las luces en la sala y empezó a sonar la música. Su música. La música que me cambió la vida.
Sólo ahora, a 47 años de esa noche, cuando me entero de la noticia de su muerte, cuando vuelvo a escuchar sus discos y sus programas de radio, puedo poner en palabras lo mucho que el organista, clavecinista y director de coros y orquestas salteño Mario Videla me abrió las puertas al mundo del arte y el espíritu en el que sigo viviendo.
Es curioso cómo al crecer vamos construyendo hacia atrás unos antecedentes que se pegan a quienes quisimos ser, a aquellos en los que terminamos convirtiéndonos. Varias veces me han preguntado, a propósito de mis libros sobre periodismo narrativo y crónica y memoria, cuál es la banda sonora de mi adolescencia. Yo suelo decir que en los setenta escuchaba Sui Generis, los Beatles, Pink Floyd, Mercedes Sosa, el flaco Spinetta. Y todo eso es verdad. Me acerca a las experiencias comunes de mi generación. Eran los melenudos como yo con los que tenía que identificarme, con los que quería pertenecer a mi mundo. Pero este Videla de saco y corbata azabache y gestos parcos que ejecutaba música del siglo XVIII me estaba diciendo algo que tardé años en entender.
Ningún arte me conmovió tanto en la vida como ese primer Festival Bach que organizó Mario Videla en el Teatro Colón y sobre todo en el Auditorio de Belgrano, en la esquina de Virrey Loreto y Cabildo. Venían directores extranjeros de gran enjundia, como el alemán Helmuth Rilling, a quien Videla reconocía como su maestro. A lo largo de ese año, con estado de sitio y toque de queda y lo que después reconocería como un miedo vaporoso e indefinido que se extendía sobre la ciudad, yo tomaba trenes y colectivos para escuchar el Oratorio de Navidad y la Misa en sí menor y los Conciertos de Brandemburgo.
El maestro Videla se sentaba al clave, o dirigía el coro de niños, o recorría los pasillos preguntando a los adultos qué les había parecido. Yo lo veía como un predicador de Johann Sebastian Bach.
Ahora entiendo que parte de mi ensimismamiento, mi encerrarme en mi cuarto con los discos de Bach que compraba mi papá, con las interpretaciones del adusto Karl Richter y la Orquesta y Coro Bach de Munich era también una forma de escaparme de mi país, de las calles desiertas, de ese país-jardín-de-infantes que describió valientemente María Elena Walsh en un artículo en Clarín en 1979. Sí, escuchaba rock y folklore con mis amigos, pero en mi pieza y en mi espíritu, el que me hablaba era Bach. Era su dios melodioso, matemático, de infinitas combinaciones armónicas bajo reglas inflexibles, el que me hablaba.
En 1977 Mario Videla y sus Festivales Musicales nos presentaron obras del otro gran genio del barroco: Georg Friedrich Haendel. En el 78, por debajo de los bombos y matracas del Mundial, descubrí las bellezas de Claudio Monteverdi y Antonio Vivaldi. Vino la orquesta de cámara italiana I Musici. Yo iba a sus conferencias de prensa y conciertos como si fueran las presentaciones de un adorado equipo de futbol. Eran mis ídolos.
Una noche, desde mi butaca en el último piso, el gallinero, del Teatro Colón, en el coro inicial de La Pasión según San Mateo de Bach, con las dos orquestas, los dos coros, el director y los solistas en el escenario, de pronto irrumpió desde otro lado, desde arriba, envolvente, el canto blanco del coro de niños. Estaban a un costado del gallinero, acompañados y dirigidos por Mario Videla sentando frente a un órgano de cámara. Por inesperada, la experiencia fue lo más cercano a la voz de un dios benigno para un ateo como yo.
Las dos pasiones de Bach terminan con la muerte del mesías. En la de San Mateo, los cuatro solistas le dan las buenas noches, y en su deseo de descanso está el agradecimiento por las lecciones de bondad y humanidad, sus palabras, no sus milagros ni su suplicio, que es lo que un creador emotivamente racional como Bach valoraba. No hace falta que resucite a los tres días: en las obras del Kantor de Eisenach, el dios hecho hombre resucita en el alma de su grey, y en la de su artista fiel.
Desde mi incómodo asiento de madera del Colón o en el más mullido de felpa en el Auditorio de Belgrano, recibí del grupo comandado por Videla estas lecciones de amor al distinto, al rival, al caído, al otro.
En 1979 irrumpió en los Festivales la música del siglo XX: Videla convocó a los mayores genios de la música inglesa. Por un lado, Henry Purcell, cuyas obras barrocas para coro a capella me conmovieron profundamente. Y en el espectro opuesto, el compositor contemporáneo Benjamin Britten, quien había muerto solo tres años antes.
Yo ya tenía 17 años. Seguía entrando al Colón con el uniforme escolar, que era el único saco y corbata que tenía. Ya leía a Cortázar, a García Márquez, ya percibía que había un mundo de libertades tras los barrotes de la dictadura militar y cultural que nos mantenía fuera del orbe civilizado. Esas funciones de música clásica que con ambición y amor nos traía este Videla eran otra cara del mundo opresivo que me rodeaba.
No lo entendía en ese momento, pero ahora veo que los festivales donde compartían canapés y champán los ganadores de la dictadura eran para mí un callado acto de rebeldía.
Ese año 79 el Festival Purcell-Britten presentó el Requiem de Guerra que Britten compuso en memoria de un amigo querido que había muerto peleando en la Segunda Guerra Mundial. La partitura profunda, ácida, delicada, fastuosa, en el límite de la tonalidad y la mirada vuelta al canto gregoriano, combinaba la misa de difuntos con poemas del mártir de la Primera Guerra Mundial Wilfred Owen.
“Yo soy el enemigo que mataste, amigo mío”, recitaba el barítono. El pacifismo desde el arte me invadió para siempre; en el tren nocturno que salía de Retiro me aprendí de memoria ese poema transformado en dúo, en el que un soldado se encuentra en sueños con el enemigo al que mató y éste le cuenta los anhelos de vida que nunca podrá cumplir. Faltaban tres años para que me mandaran a pelear a la guerra de las Malvinas.
En las décadas siguientes seguí el rastro de la música de Bach por el mundo. En Nueva York, en Barcelona, en Berlín, donde estudié y viví, esta fue mi religión: una fe de músicos y elevación artística, no de sacerdotes ni de dogmas. Grandes directores como John Eliot Gardiner, Jordi Savall, Ton Koopman y Philippe Herrweghe fueron mis oficiantes.
En mis visitas a Buenos Aires, a veces buscaba un sábado libre para ir a los conciertos que el maestro Mario Videla seguía dando con su Academia Bach, que fundó en 1983. Acometió la ingente tarea de tocar todas las cantatas del genio en los días que la liturgia marcaba, y sostuvo durante décadas un programa semanal en Radio Nacional con la obra bachiana. Lo vi por última vez hace unos diez años. Ya tenía el pelo blanco (pero siempre peinado con rigor y esmero), y en vez de esos trajes con corbata fina, apareció con una camisa negra sin cuello, como el anciano oficiante de un culto de bondad y gozo espiritual. Los dos habíamos cambiado.
En sus más de 50 años de música tocó y grabó por primera vez la música para teclado del maestro del barroco latinoamericano Domenico Zipoli, formó a varias generaciones de músicos jóvenes en los conservatorios Nacional y Municipal, y dejó grabaciones para la posteridad, como el Pequeño libro de clave que escribió Bach para su esposa Anna Magdalena, y los conciertos para tres y cuatro claves del Maestro, donde toca con su mentor Helmuth Rilling.
En 2014 tuvo que terminar con los Festivales Musicales. Los mecenas y la publicidad ya no acompañaban este emprendimiento, que parecía tan lejos de los sones de estos tiempos y de las aspiraciones de ocio nocturno de las nuevas generaciones. Pero nunca dejó de hacer, pensar, soñar, difundir la música de una época en la que todo parecía poéticamente ordenado. Bach era un mundo como el que este debiera ser, y su profeta y evangelista Videla nos lo hizo vivo día tras día desde los años setenta.
Mario Videla había nacido en Salta en 1939, y murió el 16 de julio de 2023 en Buenos Aires. A él le debo mi amor por Bach y por la música como alimento y medicina para el alma en tiempos oscuros como este.

Publicado en Ideas del diario La Nación el 2 de septiembre de 2023

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4 de septiembre de 2023

San Mateo de El Greco

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La Biblia como texto mítico de valor narrativo

Les voy a contar una parábola. Las parábolas son lecciones para la vida a partir de historias, relatos, narraciones. Casi todas las religiones del mundo han enseñado sus valores y han forjado un “nosotros” entre sus creyentes a partir de parábolas.
La mía comienza así. Hijo de un padre judío y una madre católica, crecí creyendo en la bondad del género humano y el poder sanador del arte. Me pasé la infancia leyendo, escuchando música, aprovechando visitas a museos y en los libros de arte que tenían mis padres y mis tías.
No me acerqué a los libros sagrados de las religiones de mis mayores desde una búsqueda de pertenencia ni para mitigar la angustia de estar vivo y saber que yo y mis seres queridos moriríamos algún día. No era esa mi búsqueda. Yo quería entender la sociedad y la naturaleza que me rodeaban. El más acá.
Pero en la escuela me enseñaron las historias de la Biblia. Y esas historias me impresionaron por su poder narrativo. Las leíamos en español y en inglés, y en ambos idiomas, encontré un vocabulario rico y una sabiduría de siglos. Era la misma sabiduría que yo estaba descubriendo en los clásicos del Siglo de Oro, en las obras de Shakespeare, en las tragedias de los griegos. El poder de hacernos pensar en nuestra propia vida a partir de grandes historias del pasado.
Muchos años después, enseñando periodismo en una universidad, recordé algo que me había llamado la atención al leer el Nuevo Testamento: la extrañísima forma en que está estructurado el relato de la vida y muerte de Jesús: en cuatro textos parecidos pero distintos, con comienzos radicalmente divergentes y muchas de sus anécdotas iguales.
En los cuatro evangelios canónicos (se sabe que hubo otros, que fueron descartados por la ortodoxia católica) hay un Jesús hijo de Dios y de la Virgen María, que nace en condiciones miserables, como un refugiado en pleno éxodo, que manifiesta una gran inteligencia en la infancia, de quien se pierde su rastro hasta que, pocos años antes de su muerte a los 33 años, empieza a predicar, forma una cofradía de seguidores, es sentenciado por las autoridades romanas, crucificado y, en el relato de sus creyentes, resucita y en su nombre se funda una fe que perdura.
¿Pero por qué contar esta historia, con algunas variaciones, cuatro veces? Tal vez estas cuatro versiones de la misma historia podían parecerse a los que hacemos los periodistas: ir todos al mismo acontecimiento y contarlo cada uno a su manera. En la época de los diarios en papel, uno podía ver las tapas de los diarios en el quiosco y comparar en qué se había fijado uno, qué había sido más relevante para el otro, que frase o momento de un mismo acto había impresionado a este o aquel reportero.
En los relatos de manifestaciones, por ejemplo, era divertido para estudiantes de periodismo como yo comparar cuánta gente había acudido según el diario tal o cual. Usualmente, el que estaba de acuerdo con las razones de la manifestación, contaba más asistentes. Y el que no coincidía con sus convocantes había “visto” menos público.
Pensé entonces en que un texto considerado sagrado por los seguidores de una religión debía, lógicamente, contar la Verdad revelada de una vez y para siempre: así se contaba el génesis en la Torá de los judíos, que es el Viejo Testamento de los cristianos, en el Corán de los musulmanes, en el Popol Vuh, en el Bhagavad Gita, en los mitos y leyendas de los vikingos, los íberos y los francos, los polinesios, y las miles de religiones del sudeste asiático y las Américas precolombinas.
Me pareció extraño, pero a la vez síntoma de una fe plural y flexible el que se cuenten de distinta manera los hechos centrales de la vida del fundador de esta religión. Y noté que las mayores diferencias se producían precisamente en los comienzos. Cada uno de los cuatro evangelios tenía unos versos de introducción antes de lanzarse a contar la vida de su mesías. Estos comienzos tenían el propósito de guiar a los lectores (o escuchas durante los siglos en que las comunidades cristianas eran analfabetas y los textos bíblicos se leían en latín).
Así es como tomé esos textos y los empecé a usar en clase para mostrar las distintas formas de empezar a contar una historia, cualquier historia. Yo veía, y sigo viendo, estos textos considerados sagrados por los creyentes, como un camino de sabiduría en mi propia conciencia de no creyente.
Lo hacía como un no marxista lee con admiración los textos teóricos de Marx, o como alguien que no sigue las teorías de Freud lee con gusto y provecho sus libros. En ambos casos, además de pregonar una forma de entender la historia económica y política de los pueblos o la vida íntima y social de las personas, Marx y Freud, lo mismo que los autores de los evangelios cristianos, eran grandes narradores que explicaban sus convicciones y descubrimientos contando historias.
Poco a poco, en parte por más lecturas (me ayudó mucho, por ejemplo, la gran crónica de Emmanuel Carrère El reino), en parte por pensar en estos relatos y en parte por las movidas discusiones en clase, me fui dando cuenta que las diferencias entre los comienzos de Mateo, Lucas, Juan y Marcos iban mucho más allá de una técnica de cómo empezar a contar una historia.
Eran cuatro formas de entender el qué se debía contar, el por qué y el cómo. Tal como pueden leer ustedes en el capítulo que dediqué a estos textos en mi libro Periodismo narrativo (con ediciones en España, Argentina, Chile, Colombia y Costa Rica), fui formándome una idea de un propagandista de la fe, como un abogado que busca convencer (Mateo), un buceador en la historia entera, que intenta no dejar resquicios y convencernos de su diligencia al contarlo todo (Lucas), un poeta que admira y sigue la palabra más que la pasión de su Maestro (Juan) y un narrador similar a los cronistas, novelistas o guionistas de series y películas de hoy, que nos atrapa desde el relato trepidante de escenas cruciales (Mateo).
En octubre de 2022 fui a Bogotá invitado por el Festival Gabo, el gran encuentro de periodistas de toda Iberoamérica. Me propusieron que dé un taller, y elegí comenzar con este capítulo de mi libro, este camino de encuentros con cuatro grandes formas de contar una historia relevante.
Les pedí a los participantes del taller que piensen en qué periodistas y contadores de historias reales se parecen a cada uno de los evangelistas. ¿Quién es como Mateo, como Lucas, como Juan, como Marcos?
En esa variedad de visiones y caminos probablemente se pueda entender la vida larga y cambiante de las diversas congregaciones que partieron de los discípulos de Jesús. Hay quienes siguen el argumento de Mateo, otros se entusiasman con la historia detallada de Lucas, algunos más se inspiran en el verbo poético de Juan, y hay quienes se transportan a la época bíblica con las escenas casi cinematográficas de Marcos.
Hubo un tiempo en que yo “pregonaba” mi predilección por este último. Marcos cuenta con detalles, con mucho diálogo, con imágenes y transiciones efectivas. Es como un cronista.
Pero con el tiempo fui viendo también virtudes en los otros tres: es en la variedad de miradas y formas de empezar un mismo relato en lo que tantos cristianos de tan distintas clases sociales y lealtades políticas han encontrado su nido. En esa forma de contar una historia de cuatro maneras divergentes puede que esté esa apertura a gentes que vienen de distintos orígenes.
Yo sigo leyendo estos textos, como los de otras religiones, encontrando no a un dios que no es el mío, sino a un grupo humano que supo sintetizar sus creencias en textos de valor literario y narrativo. Y sigo aprendiendo de estos maestros del Verbo.

Publicado en Revista Hechos & Crónicas (Colombia) - Noviembre de 2022

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25 de agosto de 2023
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A quién agravian las hamburguesas Ana Frank

Fue un escándalo nacional en Argentina. En un local de comida rápida de Rafaela, provincia de Santa Fe, en julio de 2023 alguien se puso creativo y llamó a una suculenta hamburguesa completa con pepino encurtido, lechuga y tomate “Ana Frank”. Se la podía pedir acompañada de papas fritas con los nombres de Adolf, Benito, Gengis o Mao.
El repudio de todos los medios se hizo viral: como suelen hacer los periodistas, llamaron a dirigentes de entidades que representan a los agraviados por este macabro chiste marketinero: en radios, canales de televisión y diarios corrieron a consultar a dirigentes de la religión judía.
Los medios locales dieron la palabra a la agrupación de pequeña comunidad hebrea de Rafaela. Los nacionales, a la DAIA o a entidades como la Asociación Cultural y Deportiva Israelita IL Peretz, o incluso el Centro Ana Frank para América Latina (CAFA).
Con mayor o menor énfasis, todos hablaron de antisemitismo latente, de la historia de la adolescente Ana Frank, judía de Ámsterdam escondida en una buhardilla durante la Segunda Guerra Mundial, autora de un célebre diario que es símbolo de la persecución nazi y la creatividad de la autora, muerta de tifus a poco de llegar al campo de concentración de Bergen Belsen a los 15 años.
El nombre de la hamburguesa es, efectivamente, repugnante, y hace pensar en los macabros y horrendos chistes sobre los millones de judíos muertos en campos de concentración nazis, convertidos en jabón… o en carne picada.
Entonces, el local corrió a cambiar el nombre de su nefasto producto: en el cartel ahora la hamburguesa se llamaba “Ana Bolena”.
Pero pocos notaron que con este cambio el genial creativo de la hamburguesería demostraba no haber aprendido absolutamente nada.
¿Quién era esta otra Ana? La segunda esposa de Enrique VIII de Inglaterra, el que había fundado la religión anglicana para poder divorciarse de su anterior esposa y tener un heredero varón. Ana tampoco se lo dio, y en un caso que hoy caería derechamente en el concepto de femicidio, Enrique inventó pruebas falsas de adulterio y ordenó que le cortaran la cabeza.
Para protestar por este nuevo nombre gastronómico, les faltó presteza a los mismos medios para consultar a connotadas agrupaciones feministas, tanto en Rafaela como a nivel nacional y continental. Es una afrenta a los derechos de la mujer, un espantoso chiste sobre una esposa asesinada por su poderoso marido.
Pero ambas Anas son, en mi criterio, muestran de un problema mucho más extendido y pernicioso. Uno que se refleja en los carteles enormes que presiden la hamburguesería en cuestión. En letras mucho más grandes que los horrendos chistes de los platos, se lee cuatro veces la frase: “Why not?”.
¿Por qué no? Es con esta pregunta aparentemente inocua que debe entenderse el mezclar a Bob Marley y Elvis Presley (las otras hamburguesas) con Benito (Mussolini) y Adolf (Hitler). Es más que la Biblia y el calefón: es dar patente de aceptable a los genocidas al emparentarlos con músicos y artistas.
¿Por qué no?, dice el gran cartel del fast food. Este es el tiempo del “por qué no” aceptar que cualquier agravio debe ser permitido, porque el único valor es el animarse a decir lo “políticamente incorrecto”. Ser incorrecto es visto por muchos hoy – y usado por más de uno en campañas políticas – como sinónimo de ser rebelde, atrevido, valiente al desafiar las imposiciones del respeto al que piensa distinto, al que viene de otro país o profesa otra religión.
Por qué no pedir unas divertidas papas Adolf, entonces, o por qué no comerse una incorrecta hamburguesa Ana Frank, o Ana Bolena.
¿Y quién puede quejarse? Solamente el que es mencionado en el chiste de mal gusto. Una broma hiriente hacia los homosexuales es contestada por la comunidad que los agrupa. Un ataque a los ciegos, por su propia agrupación. “Insultaron a los tuyos: ¿cuál es la respuesta de ustedes?”
El acto reflejo de preguntar a los representantes de la comunidad a la que pertenecía Ana Frank si se siente agraviada muestra lo difícil que es escapar de la lógica del tribalismo. Llamar una hamburguesa como una víctima de una religión o un grupo étnico o religioso no es un ataque solamente contra esa comunidad. Es un agravio inaceptable a los derechos humanos. Humanos: de toda la humanidad.
En Alemania, llamar Adolf a una papa frita es delito. En un país admirado por su libertad de prensa y de opinión, el negacionismo sobre los crímenes de lesa humanidad está penado, y en su profundo trabajo de décadas sobre su pasado, casi todos los nietos y bisnietos de los antiguos nazis entienden que el horror no sólo fue contra judíos, gitanos, homosexuales, comunistas, los “otros”. Fue contra la humanidad.
Así, si llaman a la siguiente hamburguesa Martin Luther King, la respuesta no debería ser que los periodistas corran a pedir la frase de queja y denuncia de la asociación que nuclea a los afroamericanos.
Todos somos Martin Luther King.
Todas y todos somos Ana Frank, y Ana Bolena.
Porque en un país democrático y civilizado no todo vale.

Publicado originalmente en el diario La Nación de Buenos Aires el 12 de agosto de 2023

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14 de agosto de 2023
Imagen de La carrera del libertino en el Teatro Colón. Foto de Arnaldo Colombaroli
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La carrera del libertino: una sátira muy actual de Stravinsky en el Colón

El Teatro Colón de Buenos Aires presentó en julio una aparentemente ligera, divertidamente profunda ópera neoclásica de Igor Stravinsky. En mi crítica para la revista Opera News, que escribí en inglés y aquí traduzco y adapto, valoro la dirección de actores de Alfredo Arias, la alta calidad de los principales intérpretes y un desempeño notable de la Orquesta Estable del teatro bajo la batuta del gran director francés Charles Dutoit.
A más de 70 años de su estreno en 1951, aún sigue manteniendo su fresca inteligencia esta ácida farsa sobre un joven pueblerino del siglo XVIII, arrojado a los peligros de la gran ciudad (Londres) por un diablo canchero que tiene algo del Mefistófeles de Goethe y una pizca de Leporello, el sirviente del Don Giovanni de Mozart y su libretista Lorenzo Da Ponte.
La idea de The Rake’s Progress (el título original y la obra, en exquisito inglés, producto de la fecunda labor de Stravinsky en Estados Unidos) tiene dos orígenes: el más evidente es una serie de grabados del pintor inglés William Hogarth de 1734, que inspiraron el brillante libreto de W. H. Auden y Chester Kallman. Los grabados muestran el descenso de un joven emprendedor por caminos de vicio, juego y prostitución hasta acabar en el manicomio.
Pero el uso irónico de la palabra “progress” – que no es cualquier camino, sino uno de elevación espiritual – viene de la inmensamente popular The Pilgrim’s Progress, considerada la primera novela en inglés, escrita por John Bunyon en 1678. Este progreso del peregrino es una alegoría religiosa donde un hombre común llamado Christian sigue el camino de perfección cristiana que marca la Biblia y asciende los escalones con la ayuda de Evangelista y la oposición de Obstinado y – como Dante en La divina comedia – cuenta su viaje en primera persona.
Este viaje opuesto, hacia las delicias terrenales y la perdición, es a la vez una burla descarada a la fábula moral y una reafirmación de su denuncia a de los males del mundo y sobre todo de las grandes ciudades y la modernidad (el medio siglo que media entre la novela de Bunyon y los dibujos de Hogwarth son los de la revolución industrial y el crecimiento desenfrenado de la ciudad de Londres).
Stravinsky y sus geniales libretistas crean – como el Monteverdi de La coronación de Poppea, el Mozart de Las bodas de Fígaro y el Verdi de Rigoletto – una feroz crítica a la vida disipada de su propia época, regida por el dinero y el poder, usando un lugar lejano y un tiempo pasado.
En el Colón, esta sátira intemporal funcionó con transiciones rápidas y precisa vis cómica de los cantantes, como un perfecto juego teatral de relojería fina. Uno de los puntos altos del director de escena Alfredo Arias y la escenógrafa Julia Freid fue precisamente el lugar preponderante que dieron a un enorme reloj de pared, de madera clara como el resto de la caja escénica, que iba marcando inflexible el tiempo que se le escapaba al muchacho Tom Rockwell en sus aventuras y desvaríos, mientras se acercaba el plazo (un año y un día) en que debía cumplir el pacto con su diablo Nick Shadow.
En esta versión, las diez escenas de la tragicomedia se desarrollan en un mismo gigantesco escenario que es a la vez un teatro con sus gradas y escaleras a ambos lados y en el centro, una mesa alta, como la de La lección de anatomía de Rembrandt, donde en la primera, potente escena el coro examina a Tom como si fuera un espécimen digno de estudio, mientras Nick observa, burlón, desde lo alto de las gradas.
Las delicadas telas y brocados diseñados por Julio Suárez, con sus colores fuertes, que de hecho se parecían más a los coloridos óleos del primer Rembrandt que a los oscuros grabados de Hogarth.
El elemento menos convincente de la puesta de Arias fue el movimiento sin criterio ni rumbo de los coristas y unos actores secundarios que representaban a la multitud en las calles de Londres, los personajes de burdeles, fiestas y finalmente el manicomio donde es encerrado. El más atractivo fue la actuación de los cinco protagonistas, que ejecutaban una deliciosa coreografía de gestos y voces, y hacían mover la acción con ribetes absurdos o cómicos, hacia su fatal desenlace.
El tenor estadounidense Ben Bliss y el barítono británico Christopher Purves brillaron como la pareja de corrompido y corruptor. En la impecable interpretación de Purves, Nick es a la vez el diablo encarnado y la sombra (shadow) de su víctima.
La soprano guatemalteca-norteamericana Andrea Carroll trepó con soltura a las suaves notas altas y proyectó con gracia patética la determinación amorosa de Anne Trulove, la novia de Tom que lo siguió por los pasos de su caída hasta el psiquiátrico. Hernán Iturralde, como su padre sufrido y digno, se prodigó en su rotunda tesitura de bajo, y la mezzo irlandesa Patricia Bardon brilló en las escenas de la exótica Baba la Turca, la mujer barbuda del circo con la que se casó Tom a instancias de su macabro demonio burlón.
En un costado del foso, el clavecinista Manuel de Olaso ejecutó con cristalina precisión el complicado acompañamiento neobarroco de los recitativos, y para guiar a la Orquesta Estable y todos los artistas del escenario, el veterano especialista en música del Siglo XX Charles Dutoit combinó fiereza y suavidad en las cuerdas y las maderas, nunca tapando a los cantantes.
A propósito, Dutoit se está prodigando en estos días en Buenos Aires: participa también en el Festival Argerich con su exesposa Martha Argerich, y en la temporada de la Orquesta Sinfónica de la ciudad, dirigiendo el complejo oratorio Juana de Arco en la hoguera de Arthur Honegger, con la hija de ambos, Annie Dutoit Argerich, como narradora en francés.

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1 de agosto de 2023
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