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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.  

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El lado salvaje. Mi perrito y yo a dos voces

Les cuento que empecé un Taller de Bolsillo con la experta en literatura y naturaleza Gabriela Jáuregui: nos habla de cómo nos relacionamos con los reinos animal y vegetal, cómo los poetas y narradores se acercan a ese íntimo “otro” salvaje, y cómo ese mundo ajeno nos podría mirar a nosotros. Ella se comunica por Zoom desde un rincón rupestre cerca de Ciudad de México, donde esperaba escuchar el canto de los pájaros, pero en medio de la primera sesión ella se alarmó porque se escuchaban balazos.
El taller es un recorrido por las escrituras que se adentran en la sensibilidad de los animales y las plantas. Me encantó una poesía de Emily Dickinson que es una carta de una mosca, y los inclasificables ensayos de Gloria Ansaldúa, que yo no conocía. Estos talleres online son una reliquia preciosa, tal vez lo más valioso, que nos queda de la vida en pandemia.
El primer día Gabriela nos asignó un ejercicio:

Ejercicio: Soy multitudes como dice Walt Whitman, Yo soy otro como dice el poeta Rimbaud, o como dice también el divulgador de la ciencia Ed Yong, contenemos multitudes. Piensa con qué seres vives enredadx de forma tentacular. ¿Cuáles son tus relaciones simbióticas/simbiopoéticas y con quienes? Describe tu relación con lx otrx, primero desde el punto de vista tuyo, personal, pero en tercera persona, y después describe exactamente la misma relación, pero de la perspectiva del otrx, y esta vez en primera persona. ¿Cómo se tejen estos dos relatos? Busca la particularidad de los detalles y escribe desde allí, desde los sentidos.

Esta es mi relación con mi perrito Franki visto desde una posible deidad que soy no soy yo, en peligroso equilibro en el techo de nuestro dormitorio:

Franki entró a la vida de Roberto por la ventana. O tal vez sería mejor decir que entró sin que él lo haya buscado. Cuando volvió de su primer viaje a Europa con Carmen, al inicio de su relación, la primera vez que hacían juntos un viaje largo, ahí estaba, minúsculo y desamparado. Con su pelambre hippie en distintos tonos de marrón, con esos ojazos asustados, con el rabito ya cortado, arrancado a edad demasiado tierna del amparo y la educación de su mamá.
Laurita tenía en ese momento nueve años. Durante el viaje de su madre con Roberto, se había quedado en el departamento de Plaza Italia con la abuela, la sabia y risueña doña Coquis. La abuela había encargado un perrito para ella, y este viaje la unió más con su nieta: Laura eligió de todos los minúsculos Yorkshire, el perrito que más le gustaba de la camada, que terminó siendo el Franki. Doña Coquis se quedó con su hermano Harry.
Pasaron cinco años y medio. En este momento Franki, ya un señor perro que vira, a veces sin transición y sin motivo, de gruñón a cariñoso y viceversa, duerme al sol sobre el abrigo recién lavado del colchón, mientras Roberto escribe y escucha música.
Si alguien los estuviera viendo en este momento probablemente sentiría que la escena es de plácida hermandad, de amorosa convivencia. Desde su escritorio, Roberto mira a su perrito y se alegra de que esté en su vida y que, de forma oblicua y perruna, haya cimentado en estos años la relación de familia entre él, su flamante esposa y la hija de ella, que ya tiene 14 años.
Pero si esto fuera una película y si la cámara se acercara al dorso de la mano derecha que escribe en el teclado, notaría la cicatriz carmesí de una herida: la mordida de hace un par de semanas, el recuerdo de que Franki es también una bestia salvaje, un animal. Un depredador. El atacante que hace que el otro día Roberto le comentase a Carmen que es una suerte de que sea tanto más pequeño que ellos.
Si tuviera el tamaño de un Velociraptor, le dijo con una risa nerviosa, los mataría de un mordisco.
La costra, que lleva muchos días de lento endurecimiento, también le recuerda a Roberto con minucioso horror, que él es también una presa a punto de ser cazada.

Y esto es lo que imagino que podría estar pensando Franki. Obviamente, habla de “tú”, como buen chileno, no de “vos” como yo.

Te estoy mirando, mi esclavo. No entiendo tus palabras, no entiendo las voces ampulosas de ópera que resuenan entremezclándose con el ritmo del repiqueteo de tu teclado. Sí sé que la música lenta, envolvente, que se escucha arriba, en tu altillo, es distinta del rock punzante y repetido que pone mi mamá Carmen en la cocina, del trap de disparo rápido de mi hermana Laura en sus parlantes, y muy distinta de las canciones románticas del teléfono que hacen suspirar a Úrsula mientras mueve por la alfombra a mi enemiga jurada, la diabólica aspiradora.
Y también entiendo cómo me miran, cómo me tratan, cómo interactúan conmigo. Es muy divertido. Yo actúo para ustedes, les hago fiestas cuando llegan y cuando me acarician la cabeza y sobre todo cuando me hacen cosquillas en mi panza peluda. Es todo teatro, simulacro. Lo saben, ¿no? El amo soy yo. Esta es mi casa. Ustedes son mis invitados, y los tolero mientras no me molesten demasiado. Por ejemplo, los dejo dormir en mi cama, pero si se ponen pesados ocupando parte de mi sitio al medio, de un certero mordisco les recuerdo quién manda.
Sí, a ti te hablo. Me estás viendo ahora, tirado al sol en el sofá, sobre el cobertor que acabas de lavar y pusiste a secar al sol porque lo oriné y lo dejé hediondo a mi pis. Claro, tengo que marcar todos los espacios y ámbitos, para que quede claro que son míos.
Estoy alerta, mirándote con cara de perrito bueno, con las orejas paradas porque sé que estás escribiendo sobre mí.
Sé que viviré pocos años; sé que, aunque para mí ustedes son instrumentales e intercambiables, para ustedes yo soy el corazón y el motor de esta casa, el amo y el líder de la manada, y que cuando no esté me van a extrañar horrores. Ese dolor postrero será mi venganza porque, aunque ustedes no decidieron que me tocara esta perezosa y repetitiva vida de perro, son lo que tengo más cerca para vengarme de mi mala suerte.
En otra vida, ojalá vez me toque convertirme en gato. Y ahí sí sentirán la profundidad de mi desprecio, sin trampa ni actuación.

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6 de septiembre de 2024
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Alegato contra el servicio militar

1. Hoy se sortea la clase 1970
El 31 de mayo de 1988, en la página 9 del Buenos Aires Herald apareció un artículo sobre una extraña ruleta que ese día decidiría la suerte de miles de varones argentinos de 18 años, “La lotería más excitante”.
“Los números redondos y brillantes que decidirán qué ciudadanos nacidos en 1970 tendrán que cumplir con el Servicio Militar Obligatorio el año que viene están empezando a dar vueltas en el momento en que usted lee este artículo con el café o el mate de la mañana. Hoy, martes 31 de mayo, a las 8 de la mañana, el futuro de miles de compatriotas se decide en una lotería.
“Cuando digo ‘el futuro’”, prosigue el artículo, “no sólo me refiero al año en que los jóvenes aprenden a matar, a obedecer órdenes sin pararse a pensar en sus consecuencias, a sufrir cualquier humillación que se le ocurra al oficial o suboficial en cuyas manos la lotería los haya arrojado. No hablo de los deberes ‘normales’ del colimba (corre, limpia, barre), servicios fundamentales a la patria”.
¿A qué se refería entonces el autor de este texto escrito y publicado en inglés hace 34 años cuando decía que el servicio militar podía tener efectos mucho más graves que las típicas humillaciones y castigos que se veían en la comedia de Carlitos Balá Canuto Cañete, conscripto del Siete?
Comienza con dos datos: En 1986, la revista El Periodista publicó un informe oficial que determina que entre 1983 y 1985, más de cien conscriptos murieron en “extrañas circunstancias” mientras hacían el servicio militar; y en 1987, el Frente de Oposición al Servicio Militar (FOSMO), dirigido por Eduardo Pimentel, “recogió docenas de historias de jóvenes torturados con electricidad, encontrados muertos o abandonados sin cuidado médico, como un soldado informado como ‘suicidio’ cuya familia descubrió en su cadáver una herida de fusil y ninguna muestra de pólvora en sus manos o su pelo”.
Y termina con el caso del conscripto Mario Palacio, quien murió en Campo de mayo el 24 de abril de 1983, “luego de ser salvajemente golpeado por un grupo de oficiales y suboficiales y abandonado hasta que su condición fue irreversible. Dos conscriptos que servían con él testificaron sobre lo que vieron y fueron amenazados de muerte. Ambos desertaron y ahora viven en Brasil. Las Naciones Unidas los considera refugiados.”
Todavía me impacta una frase al final de ese artículo de 1988, que conservo en su página original amarillenta:
“Hoy ningún padre o madre sabe si su hijo adolescente va a salir vivo del servicio militar. Si sobrevive, de seguro no va a volver siendo el mismo. ¿Nos hemos preguntado si este cambio es para mejor o peor, o si nosotros los civiles tenemos la misma definición de ‘hacerse hombre’ que quienes manejan hoy nuestras fuerzas armadas? Tal vez muchas de las pesadillas que ocurrieron en este país desde 1905, el año en que se introdujo el Servicio Militar, tienen algo que ver con esta educación militar autoritaria.”
Ese artículo lo escribí yo, en el comienzo de mi carrera como periodista.
Trabajé mis primeros cinco años como reportero y después editor de Política y responsable de la sección de Medio Ambiente del Herald, y ahí aprendí mucho de lo que hoy enseño como profesor de periodismo.
Recuerdo bien la tarde en que escribí ese artículo. Sentía que estaba diciendo algo para mí importante. Algo para lo que había decidido dedicarme a este oficio.
Seis años antes, como conscripto de la Armada Argentina, yo había luchado en la Guerra de las Malvinas. Durante los ochenta todavía me acosaban las pesadillas de la guerra, no soportaba los petardos y fuegos artificiales de año nuevo, mi corazón dejaba de latir cuando escuchaba un estruendo inesperado. Me reunía con mis camaradas del Apostadero Naval Malvinas para contarnos las historias que ya nadie quería escuchar. Estábamos empezando a ser veteranos de guerra.
Y me acerqué al FOSMO: no sólo por mis compañeros muertos y heridos y las historias de suicidio de veteranos que desde el mismo 1982 empezamos a contarnos, como dolores propios. Sentía que había algo intrínsecamente perverso en la colimba, desde la experiencia de la instrucción, en mi caso en Puerto Belgrano en abril y mayo de 1981, hasta que llegamos a Buenos Aires y juramos la bandera en el patio de la Escuela de Mecánica de la Armada, el 25 de mayo de ese año.
Hoy voy a ese lugar, muy cerca del Casino de Oficiales, donde se torturó y asesinó a tantos, y me impresiona recordar lo chicos, lo ignorantes que éramos nosotros.
“¿Juráis defender la Patria hasta perder la vida?”, aulló el almirante.
“Sí, juro”, gritamos al unísono.
Exactamente un año después perdía la vida en medio de un bombardeo nocturno uno de mis compañeros, en Malvinas.

2. Recuerdos amargos de autoritarismo cotidiano
La literatura, lo sabemos, encierra y refleja destellos de las verdades más profundas de la experiencia humana, muchas veces más potentes y certeras que las investigaciones científicas y periodísticas. Para mí, dos textos narrativos, uno argentino y el otro español, me llevan al corazón del servicio militar como modelo educativo: la educación de los jóvenes como soldados, para que sigan pensando como soldados cuando vuelvan a la vida civil y contribuyan a un país-cuartel, una sociedad de silencio y obediencia, de seguir órdenes y cultivar la crueldad como forma de relación.
Guillermo Saccomano hizo el servicio militar en un regimiento de la Patagonia en 1969. En 1990 publicó Bajo bandera, el primero de sus luminosos libros que leí con deleite y dolor. Ahí estaba condensadas mi propia experiencia de colimba. El libro es una sucesión de cuentos crueles, que se entrelazan al final en un nudo donde se juntan los personajes, como si los cuentos buscaran anudarse en novela. Las historias están basadas en los recuerdos del Saccomanno soldado.
Al final, una escena escalofriante. Una docena de cuarentones que se reunían cada año para recordar su tiempo bajo bandera, visita el regimiento y el teniente coronel hace formar a los colimbas para escuchar su hueca arenga sobre cómo la experiencia militar templa los espíritus de patria y hombría.
Nos dio rabia pensar que cada uno de nosotros, con los años, contaría sus historias del cuartel como los tramos de una épica personal y excluyente que magnificaría con el deshojamiento de los almanaques. Cada uno contaría sus historias con embriaguez, exaltado, sobrando al auditorio, reinstalándose frente a sus defecciones cotidianas en una dimensión heroica. Quizá también algún día contrataríamos un micro para hacer una excursión al pasado, a este cuartelito que, mirado desde una ventanilla, era más insignificante de lo que uno podía recordar y pensaríamos, como esos doce tipos, en el tiempo ido, melancólicos, con nuestras barrigas, nuestras canas y nuestras calvicies.
-La verdadera colimba es el matrimonio, pibe- dijo uno.
Y otro:
-La verdadera colimba es el laburo.
Y otro más:
-La verdadera es todo lo que pasa después.
Y quizá también, algún día, olvidaríamos que alguna vez, precisamente en ese año, habíamos prometido:
-El día que tenga un hijo voy a hacer todo lo posible para salvarlo de la colimba.
En una reseña de Bajo bandera, publicada en su potente blog Resistirse es fútil en mayo de 2017, el escritor y cineasta Alejandro Schonfeld destaca que, además de la maestría que ya mostraba el joven Saccomanno, este libro inclasificable es pionero en poner esa experiencia tan extendida entre los varones argentinos del siglo XX en el reino de la literatura.
Es asombroso, pero por el momento me parece que Saccomanno, y recién a comienzos de los '90, fue el primero en gestar una verdadera oposición desde el arte a la existencia del Servicio Militar Obligatorio (SMO). Si bien Los pichiciegos de Fogwill también puede ser entendida como oposición al SMO (…) todos sabemos que es más bien una novela sobre Malvinas, y Malvinas es un tema aparte, mucho más profusamente tratado desde todas las artes que el tema de la colimba a secas. Y antes de eso, ¿qué había? ¿Cómo se problematizaba la existencia de la colimba antes de los '90? No se la problematizaba.
Schonfeld enumera conflictos donde murieron conscriptos antes de Malvinas: “en el enfrentamiento entre azules y colorados, en el levantamiento de Valle y en algunos episodios más, como el Operativo Independencia), los conscriptos muertos "de a uno" en cumplimiento del SMO, que venían muriendo desde siempre en situaciones como la del soldado Carrasco -por accidentes en las prácticas, por abuso de autoridad, por sadismo puro de sus superiores, por negligencia...-, fueron leídos hasta los '80s como "cosas que pasan", y no recibieron un trato especial desde la cultura. Y lo más importante, ni los conscriptos muertos en lote ni los conscriptos muertos sueltos generaron en la sociedad la condena del SMO en sí, hasta Malvinas.
Y concluye con algo esencial: “Se hablaba de que la colimba tenía que ser más humanitaria, más digna, más profesional, más corta, más útil, pero no se hablaba de que no tenía que existir. El sentido común indicaba que la colimba SÍ tenía que existir, pero estaba mal planteada”.
Tan natural era que pasar un año en un regimiento o buque de guerra era una experiencia formativa necesaria para terminar de educar a los argentinos, que recién con la muerte del soldado Omar Carrasco en Zapala, Neuquén, el 6 de marzo de 1994, después de ser salvajemente golpeado y luego ocultado más de un mes en el regimiento, la sociedad miró a los ojos el horror de la colimba y aceptó su abolición, aunque en esa época muchos estudiosos de temas militares concluyeron que el Caso Carrasco fue el detonante pero que el fin del servicio militar tuvo más causas económicas y logísticas que humanas.
Pero como dice Schonfeld, Carrascos había habido muchos, y en los últimos años, gracias al tesón de centros de excombatientes de Malvinas como el CECIM de La Plata, salieron a la luz torturas y malos tratos incluso en medio de las montañas de Malvinas.
En 1997, la película Bajo bandera, dirigida por Juan José Jusid, con Miguel Ángel Solá y Federico Luppi, combina episodios del libro de Saccomanno con el caso Carrasco. La acción transcurre en 1969, la época del libro.
En el film se ensamblan de tal manera que el relato de ficción verdadera del gran escritor parece como si hubiera sido escrito después, no antes, del hecho que sacudió la conciencia nacional hace 30 años.
El miedo, la crueldad, la soberbia cerril de los oficiales, la obediencia bovina de la tropa, la deshumanización de los conscriptos, la colimba como educación para un país en eterna dictadura.

3. La mili: en España el franquismo sobrevive a Franco en los cuarteles
Antonio Muñoz Molina, andaluz de Úbeda, hizo el servicio militar español en 1979-1980, y en el convulso País Vasco, en plena transición de los 40 años de dictadura franquista a la frágil democracia. En 1995 publicó sus memorias de “la mili”, Ardor guerrero.
Como Bajo bandera, Ardor guerrero es un libro juvenil de un autor hoy consolidado, que luego transitará por muchos otros temas y territorios, y que fuera galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2013.
La “mili” de Muñoz Molina se parece mucho a la colimba de su colega argentino, y es interesante cómo ambos usan las herramientas de la literatura, desde la narrativa de ficción hasta el ensayo literario, para recrear un mundo cerrado, de masculinidades en formación, donde el modelo militar de “hacerse hombre” lleva a estos machitos a despreciar a las mujeres, a los débiles, a los distintos, a los intelectuales y al intelecto, y a perder en la identidad colectiva del soldado obediente todo atisbo de singularidad y pensamiento crítico.
Esta era la tarea de la instrucción, los primeros meses de la mili, según Muñoz Molina:
“Había que aprenderlo todo y olvidarlo todo: había que aprender otra geografía, otra Historia, casi un nuevo idioma en el que las palabras habituales significaban cosas desconocidas hasta entonces y en el que a veces se perdía el uso de la misma articulación inteligible; había que familiarizarse con un universo infinitamente detallado de valores y gestos, de signos, de códigos morales, de tareas y ritos que modulaban y cuadriculaban las horas del día, de nombres propios que más allá de las alambradas no conocía nadie y que en aquel reino donde acabábamos de entrar se pronunciaban con reverencia idólatra; había que retroceder ideológicamente en el tiempo no solo hasta los años aún recientes del franquismo, sino mucho más atrás, hasta una arqueología polvorienta del heroísmo y el sacrificio y el todo por la patria, había que olvidarse de lo que uno sabía cuando llegaba al campamento y que inscribir en ese espacio borrado las nuevas normas y las nuevas costumbres, todo, desde lo más grandioso a lo más ínfimo, desde la manera de atarse los cordones de las botas hasta el principio físico en virtud del cual la deflagración de los gases en la recámara del fusil producía el disparo (…)”.
En un artículo académicos sobre Ardor Guerrero, el profesor Aleix Romero Peña destaca en las memorias cuarteleras de Muñoz Molina el tema esencial de la perdida de la individualidad y su reemplazo por un ‘yo’ colectivo sometido al arbitrio cruel del jefe.
“El paso por la mili implica, tal y como puede leerse en Ardor guerrero, una constante alienación que pone en suspenso la preexistente identidad civil de los reclutas –arrebatándoles incluso su nombre, sustituido por un sistema de matrículas: «yo me llamaba J-54», recuerda Muñoz Molina –. El fin último es la pérdida del yo individual, sacrificio imprescindible para entrar en un nuevo mundo dominado por la jerarquía, la brutalidad y la arbitrariedad”, dice Romero Peña.
La novela de no ficción de Muñoz Molina tiene muchas otras aristas interesantes. Como andaluz, de la España profunda, enviado a un regimiento en el País Vasco en plena transición, el soldado se transforma en ariete de lo más casposo, cerril y anticuado del “ser español” ante el sospechoso vasco. En sus horas libres fuera del cuartel, los soldados se encuentran con otro desprecio, distinto al del sargento: el de una población que los ve como enemigos, como representantes jóvenes del viejo franquismo, en retirada pero no vencido.
Como fuerza de ocupación dentro de su propio país, este recluta vive con miedo a un ataque de ETA y desarrolla un odio duradero hacia “el enemigo interno”.
Nosotros también tuvimos colimbas arrojados a lo bruto a una guerra contra un enemigo interno. ¿Quién estudió o transformó en novela en Argentina la tragedia de los conscriptos de la generación anterior a la de Malvinas, los que fueron al monte en Tucumán con el General Antonio Bussi, los que sirvieron en el casino de oficiales de la ESMA o de Trelew?

4. Obediencia debida: conscriptos en la larga dictadura chilena
En la época en que escribí ese artículo sobre la ‘lotería de la colimba’ en el Herald, entrevisté a un miembro de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) presidida por Ernesto Sábato. Le pregunté qué habían escuchado en los testimonios y habían decidido no poner en el informe y en el Nunca más.
Me pidió que no lo publicara en mi artículo y que no citara su nombre. No publiqué sus palabras entonces, y no revelaré quién es ahora, pero diré aquí, cuando esta persona ya no está, lo que me dijo y que me atormenta desde el momento en que lo escuché.
Me dijo que un ex conscripto declaró ante la CONADEP que en un regimiento del interior los oficiales los obligaron a violar en grupo a una detenida, uno tras otro, hasta que esta mujer murió. A los autores del informe les pareció demasiado espantoso. Y no se pusieron de acuerdo sobre qué decir sobre estos soldados. ¿Eran víctimas, eran victimarios, eran las dos cosas?
Ese es el tema central de un libro fundamental sobre la experiencia del servicio militar en la dictadura chilena: Las guerras dentro de los cuarteles, del historiador Leith Passmore.
Fue publicado en inglés en 2017 y el año pasado la Editorial Universidad Alberto Hurtado lo publicó en castellano. En la presentación (en el aula magna de la universidad, donde yo trabajo) dieron su testimonio dos representantes de uno de los muchos grupos de ex conscriptos que en Chile luchan por sus derechos: una pensión, beneficios médicos y psicológicos, y reconocimiento por parte del Estado del daño que les hicieron en nombre de la patria.
Hablé con ellos. Eran hombres tristes, heridos por dentro: ni siquiera tenían el costado heroico y orgulloso que caracteriza a muchos de mis compañeros de Malvinas.
Las guerras dentro de los cuarteles es un libro doloroso. Combina entrevistas en profundidad con decenas de ex conscriptos de los 17 años que duró la dictadura chilena (más de 370.000 vistieron uniforme, la casi totalidad de las clases bajas), con testimonios escritos y grabados, algunos inéditos, otros presentados a las comisiones de la memoria de los crímenes del pinochetismo.
“Esta experiencia”, relata el libro, “representa una ruptura fundamental en sus vidas y la recuerdan en términos de un patriotismo traicionado, las ambiciones frustradas y una masculinidad quebrantada por la confesión, la culpa, los castigos arbitrarios, la tortura sufrida y el trabajo forzoso. Además, rememoran este pasado desde su precariedad económica y problemas de salud del presente, y a menudo con referencia a las cicatrices físicas, emocionales y psicológicas que atribuyen a su período de conscripción”.
El 6 de mayo de 2023, la periodista Lisette Fossa, del medio digital chileno Interferencia, entrevistó a Passmore, y entre otras preguntas sobre su investigación, inquirió:
- Una de las cosas que se hablaba incluso en los años noventa es que en el servicio militar “te lavaban el cerebro”, sobre el enemigo, las rutinas, etc… Según su investigación ¿se instalan ideas en los jóvenes que hacían el servicio militar? ¿Y qué ideas se les trataba de inculcar?
- Claro, veo un intento en la formación de romper los vínculos con la sociedad civil. Porque supuestamente el enemigo estaba dentro de la sociedad civil, fuera de los cuarteles, el enemigo interno; por lo tanto, había un intento de romper los vínculos con la sociedad civil y formar unos nuevos, con los compañeros, la institución, para generar lealtad, más que la lealtad al pueblo o la familia. Y algunos de los ex conscriptos hablan de ese “lavado de cerebro” y dicen que salieron “pinochetificados”, como uno dice.
Eso pasa porque la narrativa del momento tenía que ver con una “guerra interna”. Muchos entraron con una ignorancia política o indiferencia política importante, y en algunos casos salieron con esa perspectiva, que en algunos casos quedó y en otros no duró. Pero ese proceso de romper vínculos no es único en el mundo, se da en los ejércitos del mundo, es bastante normal.

5. La muerte del conscripto Franco Vargas
El sábado 27 de abril murió durante una marcha en Putre, a 2.160 km al norte de Santiago, el conscripto chileno Franco Vargas, de 19 años. El servicio militar es voluntario hoy en Chile, pero muchos jóvenes de clase baja lo hacen como vía para una carrera como suboficiales, por vocación militar o de servicio público o recomendados por sus familias como forma de adquirir hábitos de disciplina.
Según un comunicado del ejército, el soldado “presentó problemas respiratorios durante un descanso en medio de una marcha de instrucción desde el Campo de Entrenamiento Pacollo hacia el Cuartel Militar de Putre. El soldado conscripto fue inicialmente estabilizado por los equipos de la enfermería del regimiento y luego fue enviado a un centro de salud local, en donde se confirmó su muerte”.

Pero en el mismo comunicado la fuerza armada informó que otros 45 soldados conscriptos de la misma unidad sufrieron un cuadro infeccioso de origen respiratorio, y que dos de los afectados fueron trasladados hasta el Hospital Militar de Santiago, mientras que cinco —de los cuales dos están en estado grave— se encuentran internados en el Hospital Juan Noé de Arica”. El diario El País dio cuenta de que los 38 efectivos restantes se encuentran aislados en la unidad militar, y en noticias de diarios, radios e informativos de televisión del país, numerosos padres y madres de los conscriptos dijeron que no podía ver ni comunicarse con sus hijos.

Una semana más tarde, el noticiero de Tele13 difundió un audio en el que un compañero de Vargas decía a su familia que el soldado “avisó que no iba a volver si iba, no lo pescaron (no le hicieron caso). Después, él, a gritos, pidió que por favor pararan, que se iba a morir. No lo pescaron de nuevo. No le dieron mayor atención”.
En el audio se escucha: “Y ahí él se desplomó. Quedó lejos de cualquier parte que se pudiera evacuar. Lo llevaron arrastrándolo con un brazo en el hombro. Arrastrándolo hasta un punto en cual lo pudieran evacuar”, aseguró en uno de los audios. “Ahí cerca de la autopista, cuando llegó el camión, pero ya era tarde, no tenía signos vitales, no se movía. Yo mismo lo vi a él estaba desplomado en el suelo”.
Desde el momento en que se supo la noticia, muchos la relacionaron con la mayor tragedia en el ejército chileno en tiempos de paz: en 2005, 44 conscriptos y un suboficial murieron congelados en un ejercicio de montaña en Antuco. La madre de Vargas y las de sus compañeros internados o aislados relatan en medios chilenos las condiciones paupérrimas de salud, vestimenta e instrucción, y los malos tratos y castigos corporales a los que son sometidos.

6. La lección de una gorra blanca
La primera lección que yo aprendí en el servicio militar es que si no robas, te castigan. La segunda: que para salvarte, te tienen que dejar de importar los demás.
La escena aparece en el libro de Passmore, en los relatos de Saccomanno y de Muñoz Molina, y en mis propios recuerdos y en un objeto valioso que guardo en mi armario.
El objeto es una gorra marinera, blanca (ahora gris pálido) con los bordes hacia arriba, como el gorrito de Coquito, el del Capitán Piluso. Tiene en el borde un nombre marcado con birome, sobre el que está sobreimpreso otro, el mío. Fue la primera noche, en Puerto Belgrano, mi lugar de instrucción naval. Alguien perdió el gorro. Lo robó a otro, éste a otro más, hasta que alguno me robó el mío. Yo aprendí rápidamente la lección: en un descuido le saqué el gorro a un compañero que había ido al baño. No iba a ser yo el castigado.
El castigado fue, obviamente, el único que, al ser robado, no siguió la cadena. Fue honrado y honesto. Dijo que se lo habían robado. Todos respiramos aliviados cuando este conscripto fue castigado. Varios se rieron. Habíamos aprendido la primera lección: a robar.
El gorro en mi armario me recuerda esa importante lección de la colimba.

7. La lección del Martín Fierro
El gran novelista y ensayista Carlos Gamerro funda el nacimiento de la literatura argentina en dos relatos antagónicos: Facundo o Martín Fierro. Los dos son violentos, crueles, apasionados, y representan cosas opuestas. Para Sarmiento su Facundo era la “barbarie” contra la que quería erigir su país de “civilización”. Para José Hernández, el gaucho matrero es la rebelión del de abajo.
Y Martín Fierro, nuestro poema nacional, es la épica del desertor al servicio militar.
El gaucho Fierro se escapa de la leva forzosa, que lo quiere llevar a los fortines para fajarse con los indios en nombre de una patria de latifundistas que estaba borrando de la pampa a gauchos como él. La patrulla lo encuentra y en el combate desigual donde quieren llevarlo a la fuerza al servicio militar, el bravo sargento Cruz se pone de su lado.
Cruz comete un crimen todavía mayor que el de Fierro: se pone a combatir del lado del enemigo. Por decencia, por justicia, porque no soporta que maten a un valiente. Para cualquier lector del Martín Fierro, ese es nuestro lado.
También por Fierro y por Cruz, estoy en contra de la colimba.

Publicado en Revista Anfibia el 15 de mayo de 2024

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26 de julio de 2024
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¿Qué hay en un nombre? Buscando el secreto de la obra póstuma de García Márquez

1. Anna Magdalena Bach

Los dos volúmenes del Pequeño libro para Anna Magdalena Bach están entre las obras musicales más emotivas y generosas que se conozcan.
Son un regalo de Johann Sebastian Bach a su segunda esposa, Anna Magdalena, poco después de su boda en 1721. El primero es un cuaderno en el que Bach, con primorosa notación musical, transcribe algunas de sus propias obras: delicados minuets, polonesas, y rondós y los combina con algunas de sus melodías más queridas, como el aria inicial de las Variaciones Goldberg y el aria central de su cantata para bajo “Ich habe genug” (Tengo suficiente), una emotiva reflexión sobre el final de la vida.
En el segundo cuaderno, descubrieron musicólogos recientes, hay partituras trazadas por ambos esposos. La propia Anna Magdalena copió, además de obras de Bach, también las de otros compositores contemporáneos, como François Couperin, Gottfried Stölzel, Johann Adolf Haase y Carl Phillip Emmanuel Bach, hijo del primer matrimonio del compositor.
Un tercio de las obras son para teclado y soprano solista.
Se sabe que Anna Magdalena era una apreciada soprano profesional, buena ejecutante del teclado, fina conocedora de las plantas y aves y eficaz administradora de un hogar donde crecían los 13 hijos del matrimonio y los cuatro que Bach tenía de su primera esposa, su prima Anna Barbara, que murió joven.
Albert Schweitzer, el abnegado médico en África, Premio Nobel de la Paz, organista y erudito musical, dice en su influyente libro dedicado a Bach (J. S. Bach, el músico poeta), que esta joven de 21 años, independiente económicamente e hija de un trompetista, probablemente se casó con Johann Sebastian, 15 años mayor que ella, con un puesto poco brillante en la modesta corte de Cöthen, viudo y con cuatro hijos, por razones que no tenían que ver con el estatus o la comodidad económica.
Anna Magdalena Bach es un personaje misterioso, pero los pocos datos conocidos dan a los biógrafos la idea de que era un matrimonio de artistas, que celebraban veladas con amigos en su casa, que trabajaban en lo que ambos amaban y que se mantuvieron unidos hasta la muerte del compositor en 1750.
En su libro sobre Bach, Música en el castillo del cielo, dice el gran director de orquesta John Eliot Gardiner: “Anna Magdalena Wicke era una cantante profesional empleada en la corte de Saxe-Weissenfels y venía de una familia musical. Su boda fue en su casa ‘por orden del príncipe’, a mitad de semana en diciembre de 1721, para permitir que los músicos invitados lleguen a tiempo a sus tareas en los servicios del domingo después de beber el copioso vino que Bach compró al costo de casi dos meses de su salario”.
En su biografía, Gardiner apunta: “Aparte del dato de que Anna Magdalena era aficionada a la jardinería (especialmente los claveles amarillos) y los pájaros (especialmente los pardillos), sabemos dolorosamente poco de ella”.
Dolorosamente poco. Qué forma delicada de decirlo.
En un programa de Radio Nacional de España sobre Anna Magdalena, el erudito divulgador musical Sergio Pagana, brinda algunos datos más: desde los 17 años, Anna Magdalena fue alumna de la gran soprano operística de tiempo, Christiane Pauline Kellner. Como tal, seguramente escuchó a su maestra ejecutar las partes de soprano en los oratorios y cantatas de su futuro esposo. Y cuando se casó con Johann Sebastian, ella era una profesional con el segundo mejor sueldo de los músicos de la corte, sólo más bajo que el de su marido.
“Esta unión fue singularmente feliz”, continúa Schweitzer, “y Anna Magdalena, que poseía una bella voz de soprano y era buena música, supo comprender a su marido y animarlo en todos sus trabajos. Bach la conoció probablemente en la corte, donde ella se desempeñaba como cantante, y se encargó de desarrollar sus notables habilidades musicales.”.
Durante toda su vida juntos, Anna Magdalena copió numerosas partituras de su marido y de otros que ambos admiraban, como el mucho más exitoso Georg Friedrich Haendel, y con los años su grafía en el pentagrama cada vez se fue pareciendo más a la de su esposo. Por eso los estudiosos tardaron en reconocer su letra en muchas de las obras de Bach. Los esposos hicieron numerosos viajes juntos, entre ellos uno para visitar a Carl Phillip, hijo del primer matrimonio del compositor, que triunfaba como músico de la corte prusiana.
Dice Gardiner que según los recuerdos del hijo Carl Phillip, “con Anna Magdalena, Bach mantuvo una ‘casa abierta’: no permitía que ningún músico relevante pasara por la ciudad sin hacer buenas migas con mi padre y ser escuchado por él”.
Los visitantes incluyeron a luminarias de la época como Jan Dismas Zelenka, Johann Quantz y el mismo Johann Adolph Haase, una de cuyas obras copió Bach en el ‘librito’ para su esposa. Y también los hijos de su primer matrimonio, tres de los cuales ya brillaban en el mundo musical germánico.
El primer biógrafo del genio, Johann Nickolaus Forkel, el único que pudo entrevistar a sus hijos, colegas y amigos, relata que Willhelm Friedemann, el hijo mayor, se quedó con ellos cuatro semanas en 1739 “y tocó varias veces en la casa”.
Pero a la muerte del gran Johann Sebastian, la suerte cambió drásticamente para Anna Magdalena.
Según cuenta Schweitzer, “Anna Magdalena sobrevivió diez años a su marido, en la más completa indigencia. Los hijos del primer matrimonio la desampararon por completo y la sola manera en que se repartieron los manuscritos de su padre antes del inventario testimonia el escaso afecto que sentían por su segunda madre. En 1752, dos años después de la muerte de Bach, la viuda del maestro y sus tres hijas tuvieron que solicitar una ayuda en dinero al Concejo (municipal) para sobrevivir. Y más adelante la miseria fue peor. Tuvo que vivir de limosnas y falleció en una pobre casa en la Hainstrasse, sin que nadie sepa dónde fue enterrada.”
Yo tengo dos versiones del Pequeño libro de Anna Magdalena: una de 1999, del tecladista Pieter-Jan Velder y la soprano Johannette Zomer y otro más reciente, de 2021, donde el pianista de vanguardia Giovanni Mazzocchin interpreta las obras para teclado solamente. Éste tuvo un gran éxito, con más de cinco millones de reproducciones en Spotify.
Lo estoy escuchando mientras escribo este artículo, y me tiene hipnotizado. Si bien está grabado en un gran piano de cola, cuya sonoridad era imposible de imaginar en la época de los Bach, la fluidez, la alegría tranquila contenida en el pulso rítmico y la lógica impecable y juguetona de las construcciones armónicas me transportan a un ambiente doméstico de arte compartido a la luz de las velas.

2. Ana Magdalena Bach

En marzo de 2024, el mundillo literario de habla hispana se sacudió con una aparición sorprendente: Random House publicaba la novela póstuma de Gabriel García Márquez, En agosto nos vemos.
Hacía diez años que el autor había muerto, dejando dicho que no la consideraba digna de publicarse. En el prólogo los hijos Rodrigo y Gonzalo explican que, al releerla años después, la encontraron mejor de lo que recordaban, y que no querían privar a los devotos del Nobel colombiano de un libro más de su pluma.
Pero muchos críticos reaccionaron con sorna o acritud. Primero salieron las diatribas y críticas ácidas: la filósofa mediática Carolina Sanín lideró los ataques con un video donde considera la novela indigna de Gabo y a sus hijos y editores, peseteros sin piedad por el legado del padre. En un artículo más mesurado, Álvaro Santana-Acuña, estudioso de Cien años de soledad, califica En agosto nos vemos como “la obra sin pulir de un maestro anciano”, aunque defiende que se hubiera publicado.
Después vinieron las defensas. En Anfibia, la profesora de literatura Gabriela Polit, quien trabaja en la universidad de Austin, donde se conservan los manuscritos del escritor, planteó un punto poco tocado por los adustos críticos: al leerle en voz alta la novela a su madre, pertinaz lectora, ambas constataron que el libro es una delicia y un sorprendente vuelco feminista del autor.
A esta visión contribuyó un artículo en The New York Review of Books del novelista y dramaturgo chileno Ariel Dorfman, quien constató con admiración la maestría que el colombiano todavía tenía para derramar luminosos adjetivos y detalles precisos. Y otra cosa: que este libro es el único del autor donde la sensibilidad, el punto de vista, el protagonismo es de una mujer. Y una mujer dueña de su destino, moderna, desprovista de las ataduras de la tradición.
En agosto nos vemos cuenta la historia de una mujer a punto de cumplir los 50 que viaja todos los veranos a una bella isla donde está enterrada su madre, para dejarle unos gladiolos en su tumba.
La mujer está casada con un hombre a quien ama, con quien comparten el amor por la música clásica y las artes. De hecho, la música es importante en su vida y en la de su familia: su marido es director de un conservatorio, uno de sus hijos es director de orquesta; la otra tiene de novio a un trompetista de jazz.
A lo largo de la breve novela desfilan los nombres de muchos músicos: Mstislav Rostropovich, Claude Debussy, Edvard Grieg, Sergei Rachmaninov, Frederic Chopin, Antonin Dvorak, Wolfgang Amadeus Mozart, Ernest Chausson y Franz Schubert.
En los sucesivos viajes a la isla, la mujer va entablando relaciones efímeras, sexuales, peligrosas, algunas deliciosas, otras dolorosas, con hombres que pasan pero que dejan un poso en su ánimo, hasta que en la última visita a la tumba de su madre descubre algo que la deja alelada y la hace comprender algo esencial de la vida de su progenitora y de la suya propia.
La mujer se llama Ana Magdalena Bach.
¿Por qué?
Los nombres tienen su significado y su valor en las novelas de García Márquez, desde los Buendía de Cien años de soledad hasta Florentino Ariza y Fermina Daza en El amor en los tiempos del cólera e incluso los cambiados de los originales, como Santiago Nazar y Ángela Vicario en Crónica de una muerte anunciada.
¿Era García Márquez un amante de la música de Bach? El compositor no está entre los artistas mencionados en En agosto nos vemos, pero en su otro libro invernal, Memoria de mis putas tristes, sí aparece una obra bachiana.
Es la obra que escucha el protagonista y narrador, un antiguo periodista, para calmar su ansiedad la tarde anterior a su 90 cumpleaños, en el que decide regalarse una noche con una virgen adolescente.
El anciano está esperando la llamada de la celestina que le conseguirá a la niña. “A las cuatro de la tarde traté de apaciguarme con las seis suites para celo solo de Juan Sebastián Bach, en la versión definitiva de don Pablo Casals. Las tengo como lo más sabio de toda la música, pero en vez de apaciguarme como de sólito, me dejaron en un estado de la peor postración. Me dormí con la segunda, que me parece un poco remolona, y en el sueño revolví la quejumbre del chelo con la de un buque triste que se fue. Casi al instante me despertó el teléfono y la voz oxidada de Rosa Cabarcas me devolvió a la vida. Tienes una suerte de bobo, me dijo. Encontré una pavita mejor de la que quería, pero tiene un percance: anda apenas por los catorce años.”
La forma en que se cuenta la historia hizo que esta novela fuera criticada por unos como inmoral, y por otros como banal e innecesaria. Pero es allí, en el momento clave de la aparición del anhelo asqueroso e ilegal del viejo, cuando aparece la única referencia que encontré a la obra de Bach en la novelística de García Márquez.
Busqué el nombre de Bach en la copiosa biografía de Gerald Martin. En 27 páginas repletas de nombres, sólo aparece un Bach: es Caleb Bach, un fotógrafo que lo retrató y lo entrevistó en su casa en México y con quien habló de la foto de la portada de Vivir para contarla, con él de bebé.
Nada más.

3. Mercedes Barcha

Y, sin embargo, se me hace totalmente lógica la inclusión de este nombre en su obra final. Aunque Bach no esté en el panteón del novelista, su Ana Magdalena es, como su homónima del siglo XVIII, una mujer libre para elegir, inteligente, enamorada de las artes, observadora de la naturaleza, danzando al borde del abismo.
A medida que García Márquez se recluía en su casa definitiva en Ciudad de México y crecía en años y en tranquilidad, sabemos que cambiaba la música que sonaba en su tocadiscos. Los amigos que lo visitaban cuentan que escuchaba cada vez más música clásica.
¿Había indagado en la historia de Bach? ¿Se pasó por su cabeza la historia de su segunda y más influyente esposa, Anna Magdalena Bach, al momento de poner nombre a su último personaje?
Nunca lo sabremos.
Pero hay algo más. Pienso que la historia de Anna Magdalena que cuentan los libros se parece un poco a la de su personaje, pero mucho más a de su propia mujer. Mercedes Barcha, su esposa de toda la vida, fue el apoyo, la compañía, la socia, la organizadora de la vida en común y de su escritura. Es a su lado que el genial escritor suelta las amarras del mundo y hace volar su pluma.
Dice el biógrafo Gerald Martin que Mercedes “otorgaría a su vida serenidad y método. De manera gradual, a medida que creciera su confianza en sí misma – o, mejor, a medida que hallara el modo de exteriorizar su confianza interior –, empezó a imponer su ahora legendario sentido del orden en el muy cultivado caos de García Márquez. Organizó sus artículos y recortes de prensa, sus documentos, relatos, los textos mecanografiados de ‘La casa’ y El coronel no tiene quien le escriba.”
Como no lo sabremos nunca, quiero creer que el nombre de su último personaje es un homenaje secreto a la mujer que lo acompañó y le dio el amor, la confianza, el don de no sentirse nunca solo y la libertad para producir su gran obra que aquí se cierra.
Por eso creo que, en su propio “pequeño libro” de esta otra Ana Magdalena Bach, García Márquez nos lega, como en los dos cuadernos de la soprano y clavecinista, un puñado de imágenes refulgentes, algo desordenadas, no del todo pulidas, pero que nos quedan en la memoria y vencerán el juicio del tiempo.

Publicado en la web del Centro Gabo el 14 de mayo de 2024.

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10 de junio de 2024

La pianista francesa Hélène Grimaud

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Hélène Grimaud, la pianista que corre con lobos

 

En 2011, la pianista francesa Hélène Grimaud cometió un acto de rebeldía de los que se suelen pagar caro en el cerrado cortijo de la música clásica.
Había grabado con el poderoso director Claudio Abbado dos conciertos de Mozart, y en uno de ellos, el Nro. 23, había usado la cadenza del compositor romántico Ferruccio Busoni. En los conciertos de la época de Mozart, antes del estallido final de la orquesta, había espacio para que el pianista mostrara su destreza técnica en unos minutos de ejecución solista, usualmente variaciones sobre los temas centrales del movimiento.
El gran patriarca Abbado había pedido a Grimaud que tocara también la cadenza del propio Mozart, que en ocasiones se usa en este concierto. La pianista dice que lo tocó en deferencia al maestro. Cuando cada uno partió, la pianista recibió la noticia de que Abbado había elegido la cadenza de Mozart, y había ordenado a los técnicos que insertaran esa grabación en lugar de la de Busoni.
La joven intérprete se negó. Alegó que ella tenía el derecho de elegir la cadenza. Sabía perfectamente que Abbado había impulsado su carrera y la había elegido para grabar con él algunos de los conciertos más populares. Su grabación en video del segundo concierto de Rachmaninoff los muestra en estado de compenetración total, como un viejo maestro y su mejor discípula.
Pero Grimaud ya no era una joven promesa, y ante el estupor de funcionarios de la discográfica y críticos, no dio el brazo a torcer. Abbado decidió desinvitarla al Festival de Lucerna, que él dirigía, y a un concierto en Londres, para el que contactó rápidamente a otra pianista.
La menuda artista francesa no se quedó de brazos cruzados: pidió a los músicos de una orquesta cooperativa, que tocaba sin director, que grabaran con ella, entre otras piezas de Mozart, el concierto de la disputa. Esta vez, con la cadencia que ella quería, la que había tocado desde su infancia, la que representaba su propia visión de la obra.
No era la primera ni sería la última vez que Hélène Grimaud mostrara un espíritu indómito y lo que ella misma califica en su autobiografía como una incapacidad para la componenda: cuando está segura de algo, sus decisiones son inalterables. Ya como estudiante de 16 años en el Conservatorio de París, se negó a ejecutar el programa de fin de curso que su profesor le había indicado, lleno de piezas delicadas de sensibilidad francesa, un repertorio apropiado para la típica debutante gala, una muchacha rubia y apocada como ella.
En cambio, tomó el tren a su ciudad natal, Aix-en-Provence, y tocó con fuego y vigor romántico el segundo concierto de Chopin con sus antiguos compañeros del conservatorio de la ciudad. Cuando su profesor vio el resultado en un video, dejó pasar su falta y cambió su repertorio.
Desde entonces, y sobre todo desde que comenzó a grabar en sellos pequeños a los 17 años y en Deutsche Grammophon desde 2002, sus interpretaciones volcánicas, a la vez personales y en búsqueda profunda de la voz y presencia del compositor, jamás pasaron desapercibidas. Su primer álbum conceptual, Credo, en 2004, ya mostraba un camino propio: un recorrido por la espiritualidad del piano combinando obras de Mozart con piezas místicas de compositores contemporáneos.
En conciertos y grabaciones, el centro de su universo sonoro fue siempre el romanticismo alemán, y sobre todo las obras de Johannes Brahms. Brahms estará de hecho en el centro del programa que Grimaud presentará en el Palau de la Música el 27 de mayo. Tras la Sonata No. 30 de Beethoven, y antes de la Chacona del a Partita No. 2 de Bach, se adentrará en intermezzos y fantasías del genio romántico.
Hélène Grimaud combina desde hace un cuarto de siglo dos pasiones y actividades centrales, aparentemente incompatibles: las alfombras y candelabros de las salas de concierto, y el barro y las piedras de su refugio en la montaña, donde aúllan los lobos.
Por un lado, su carrera como concertista, la intensidad hipnótica de sus ejecuciones y la alegría palpable en sus encuentros con orquestas sinfónicas: en la memoria de los melómanos barceloneses se encuentran interpretaciones memorables, sacándose chispas con grandes formaciones orquestales, una sorpresa para quienes la ven por primera vez, con su andar tranquilo, su sonrisa modesta y sus vestidos blancos o negros, de telas amplias y flotantes.
Y, en su otra faceta, es la creadora de un refugio para lobos en peligro de extinción en Westchester County, en el Estado de Nueva York, con los que pasa muchos meses al año, que la reconocen como su madre humana, y a los que, en las fotos de su madurez, con el rostro afilado y el pelo suelto, cada vez se parece más.
En un largo perfil de T. D. Max para la revista The New Yorker titulado Her Way, el periodista la acompaña mientras acompaña de noche a su manada de lobos, y el jefe de la manada comienza a aullar a la luna amarillenta.
“Es un sí bemol”, dice la pianista, con un oído absoluto para la naturaleza salvaje de los animales indómitos y para la música, a la que entregó su alma y su inmenso talento.

Publicado en Cultura/s de La Vanguardia el 25 de mayo de 2024.

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27 de mayo de 2024

Sembrando trozos de banano, División Costa Rica, circa 1920s. United Fruit Company photograph collection, Baker Library, Harvard Business School (UF54.046).

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‘Calufa’ y don Quincho: Dos visiones de la república bananera

En el corazón de la memoria, la historia y la literatura de Costa Rica se encuentra el camino de una empresa agrícola que cambió la forma de trabajar la tierra, plantar, cosechar, distribuir, mercadear y publicitar su producto. Y cambió la historia del país y de su región.
Cuando la United Fruit Company (UFCo) nació en Boston en 1899, su producto—que provenía de las plantaciones del norteamericano Minor Keith en las llanuras caribeñas de Costa Rica—era apenas conocido en Estados Unidos. Medio siglo más tarde, el banano había desplazado a la manzana y la naranja como la fruta preferida en el desayuno, y su consumo se había transformado en símbolo de prosperidad y exotismo en la mesa de las familias norteamericanas.
Pero en los países caribeños donde se cultivaba, las plantaciones bananeras adquirieron otra fuerza, otro significado. Fue en los bananales donde se destruyó la selva tropical y cientos de sitios arqueológicos, se formó la producción en masa y la inmigración transnacional en masa. En las plantaciones de la UFCo se fundaron los primeros sindicatos, al alero del incipiente Partido Comunista. En Costa Rica, la compañía bananera transformó el paisaje y la población en las dos costas: en el Caribe en la primera mitad del siglo XX, con la llegada de trabajadores de Jamaica, cuyos descendientes siguen siendo hoy una parte importante de esa zona, y en el Pacífico Sur, en los años siguientes, con la llegada campesinos del Valle Central, de Nicaragua y de Panamá. Eso sí: pese a que la UFCo se ufanaba de traer el desarrollo al país, estas regiones siguen siendo las más pobres y atrasadas.
De las penalidades de los trabajadores bananeros se escribieron las primeras, y muchas de las mejores novelas de realismo social y denuncia política la región. No hay ninguna otra empresa privada en el mundo sobre la que hayan escrito cuatro premios Nobel de literatura: le dedicaron novelas y poemas el guatemalteco Miguel Ángel Asturias (quien lo ganó en 1967); Pablo Neruda (1971); Gabriel García Márquez (1982) y Mario Vargas Llosa (2010).
Las grandes novelas bananeras de Costa Rica, si bien no son tan conocidas a nivel mundial como las de estos titanes de las letras, forman la espina dorsal de dos caminos centrales en la literatura del país, y merecen ser mucho más apreciadas fuera de sus fronteras. También permiten entender lo específico de la literatura tica y su relación con la auto-percepción de los intelectuales costarricenses.

‘Calufa’, el zapatero autodidacta

Nací el 21 de enero de 1909, en un barrio humilde de la ciudad de Alajuela. Por parte de mi madre soy de extracción campesina. Cuando yo tenía cuatro a cinco años de edad, mi madre contrajo matrimonio con un obrero zapatero, muy pobre, con el que tuvo seis hijas. Me crié, pues, en un hogar proletario (…) Tuve que abandonar los estudios, fui aprendiz en los talleres de un ferrocarril y, a los dieciséis años, me trasladé a la provincia de Limón, en el litoral Atlántico de mi país, feudo de la United Fruit Company, el poderoso trust norteamericano que extiende su imperio bananero a lo largo de todos los países del Caribe.

Así comienza lo más parecido que hay a una autobiografía de Carlos Luis Fallas (Calufa, como le llamaban sus amigos). Lo escribió, como carta de presentación, cuando se publicó la edición mexicana de su obra maestra, Mamita Yunai, en 1957.
Calufa ya era un escritor consagrado, el libro ya había sido traducido a media docena de idiomas, y el autor ya había publicado con éxito tres novelas más. Sin embargo, explica que ‘tuvo’ que abandonar los estudios, como si se justificara ante los lectores por su abandono del colegio.

En Puerto Limón trabajé como cargador, en los muelles. Después me interné por las inmensas y sombrías bananeras de la United, en las que por años hice vida de peón, de ayudante de albañil, de dinamitero, de tractorista, etc. Y allí fui ultrajado por los capataces, atacado por las fiebres, vejado en el hospital.

Se presenta como protagonista, víctima y testigo. Por eso se siente con derecho a contar: sabe de lo que habla.
En 1931 volvió a Alajuela, aprendió y ejerció el oficio de zapatero, ingresó en el movimiento sindical, intervino en la organización de huelgas, recordando, “Fui a la cárcel varias veces; resulté herido en un sangriento choque de obreros con la policía, en 1933; y ese mismo año, con el pretexto de un discurso mío, los Tribunales me condenaron a un año de destierro”.
El destierro debía cumplirlo precisamente en Limón, en la zona bananera. Eso le permitió participar activamente en la gestación y sostenimiento de la gran huelga bananera de 1934.
De su experiencia como trabajador bananero (‘liniero’) y dirigente sindical, Carlos Luis Fallas saca el material de la novela Mamita Yunai, que se volvería célebre en su país y que resulta indispensable para entender el fondo, entre la fiesta y la tristeza, entre la rebeldía y la resignación, del alma tica.
La novela tiene como personaje central a Sibaja, un trabajador empeñoso y militante comunista, y sus entrañables amigos de desventura: el cabo Herminio, un inmigrante nicaragüense que se desloma trabajando para la Yunai y al final mastica con rabia el dolor de su juventud perdida, y Calero, un niño grande, inocente, solidario y perezoso quien, en la escena más dramática del libro, sucumbe aplastado bajo el arbolón que está cortando para abrir terreno al banano.
Luego de sus años bananeros, el escritor volvió al Llano de Alajuela, en el Valle Central, subsistiendo con el oficio que heredó de su padre: el de zapatero.
Tras Mamita Yunai, Fallas publicó Gentes y gentecillas, un relato costumbrista y amargo, en 1947, y luego se volcó al mundo de la infancia: publicó dos novelas de jóvenes traviesos que descubren entre travesuras y golpes el mundo de los adultos: Marcos Ramírez, de 1952, y Mi madrina, en 1954.
Y pese a lo exitoso de su obra, esto es lo que dice sobre sus quehaceres literarios:

En mi vida de militante obrero, obligado muchas veces a hacer actas, redactar informes y a escribir artículos para la prensa obrera, mejoré mi ortografía y poco a poco fui aprendiendo a expresar con más claridad mi pensamiento. Pero, para la labor literaria, a la que soy aficionado, tengo muy mala preparación; no domino siquiera las más elementales reglas gramaticales del español, que es el único idioma que conozco, ni tengo tiempo ahora para dedicarlo a superar más deficiencias.

Pero el mundo literario de izquierda, sobre todo sus camaradas comunistas, no compartían su visión tan crítica sobre su escritura: Pablo Neruda alabó Mamita Yunai, promovió su publicación y traducción en los países de la Europa socialista, e incluso introdujo a su personaje más dramático y memorable, el trabajador bananero puro corazón, indolente y sentimental Calero, en los versos sobre la UFCo en Canto general.
El último discípulo de Calufa, Víctor Manuel Arroyo, apunta en la breve biografía del zapatero devenido escritor (publicada en 1973 en la serie ¿Quién fue y qué hizo?, del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes de Costa Rica): “Dedicó su vida a luchar para que sus excompañeros de infortunio no bogaran, sin brújula y sin vela, en aquel horrible mar. Y esa actitud generosa”, culmina Arroyo, “cualquiera que sea la posición que se tome en las trincheras, merece el más profundo respeto”.
Hoy Mamita Yunai se lee y estudia en las escuelas de Costa Rica.
Este es el fragmento más citado de Mamita Yunai:

“Todo en el miserable caserío era monótono y desagradable. Las dos filas de campamentos, una frente a la otra a ambos lados de la línea, exactamente iguales todos: montados sobre basas altas; techados de zinc que chirriaban con el sol y sudaban gotillas heladas en la madrugada; construidos con maderas cresotadas que martirizan el olfato con su olorcillo repugnante, y pintados de amarillo desteñido. Al frente, los sucios corredorcillos en los que colgaban las hamacas de gangoche, lucias y deshilachadas por el uso constante. Arriba, colgando de los largos bejucos, tendido de punta a punta en los corredores, chuicas socios y sudados, casi deshaciéndose. Abajo, infestándolo todo, el suampo verdoso”.

En La casa paterna: escritura y nación en Costa Rica (1993), un ensayo de las investigadoras Margarita Rojas, Flora Ovares y María Elena Carballo y el investigador Carlos Santander, se define lo esencial de la “novela bananera”, de la cual Mamita Yunai es el ejemplo más claro y célebre.

El imperialismo resulta entonces un dato fundamental para comprender las relaciones hombre-naturaleza en la obra. No sólo explota a los hombres, sino que, además, el extranjero destruye el ambiente. Todas las calamidades, como el abandono de los trabajadores del Atlántico, la emigración de los negros, la miseria social y moral de los indios, la degradación individual de Herminio, Calero, cabo Lencho y otros personajes, tiene su origen en la Bananera.

Calufa era un narrador nato, un lector compulsivo, un contador y escuchador de historias impenitente. Escribió como un torrente, como le salía. Sus libros no son doctrinarios. Sus personajes no son acartonados. Una voz, desde adentro, escuchaba lo que él iba escribiendo. Y así encontró sin buscarlo el personaje del narrador y lo sacó como se saca un bagre del río, intacto con su vocabulario, su retórica, su ritmo y su respiración.
Recluido en su finca de Alajuela, escribiendo, militando y paseando por los bosques, con una mala salud de hierro que lo acompañó desde sus días bananeros, Carlos Luis Fallas murió el 7 de mayo de 1966, a los 57 años. Sus restos yacen en el Cementerio Obrero junto con 12 cuerpos más, en una bóveda prestada y sin lápida de identificación.

Don Quincho Gutiérrez, el dandi comunista

Joaquín Gutiérrez Manguel nació en 1918 en Limón, en el Caribe caliente, hijo de un finquero blanco. Era nueve años más joven que Calufa. Hoy es recordado especialmente por su cuento infantil Cocorí, que durante años fue lectura obligatoria en las escuelas ticas. Nació en un hogar burgués, en el que aprendió francés e inglés (sus traducciones de las obras de Shakespeare son celebradas y han sido usadas para puestas en escena en Costa Rica). Pero Joaquín Gutiérrez fue un militante comunista tan consecuente como Calufa, y la militancia social y política impregna su literatura en aún mayor medida que la de éste.
Su primera novela, Manglar, introdujo técnicas como el fluir de conciencia, las descripciones impresionistas del paisaje y el tema de la liberación de la mujer. Una maestra viaja de San José a Guanacaste, al rudo mundo rural del Pacífico norte, y en esa experiencia crece su conciencia social, se enfrenta a sus deseos sexuales, toma decisiones, madura, se transforma. Manglar ya fija la pauta de toda la literatura de Gutiérrez: sus protagonistas son adolescentes que crecen, cambian, descubren el mundo y el sexo de forma confusa, intensa. Así como las escenas clave en Calufa son a pleno sol, las de Gutiérrez pasan de noche: en las penumbras sus jóvenes se sorprenden de sus propios impulsos y decisiones.
En sus tres novelas centrales, los protagonistas se enfrentan a las injusticias y se rebelan. Pero no son pobres que encuentran su lugar de clase en el Partido Comunista y el Sindicato. Son hijos de pequeños burgueses, que abren los ojos a la injusticia que azota a los otros.
Puerto Limón es la contracara de Mamita Yunai: es el mundo de los desmanes de la compañía y las protestas de los linieros desde el punto de vista de un burgués: el sobrino de un pequeño productor que le vende sus racimos a la United Fruit.
Silvano es un joven idealista que vuelve a la casa de su tío en Limón desde San José tras terminar sus estudios secundarios. No sabe qué hacer con su vida, ni dónde encajar en el mundo de los grandes donde ha sido arrojado tras una adolescencia despreocupada en la capital.
Los personajes que representan las opciones que se le abren están bien dibujados: del lado de los “explotadores”, el tío de Silvano, un pequeño finquero pragmático pero de buen corazón, que cuida su negocio y que se opone por principio a las demandas de los trabajadores.
Y en el otro lado, un sagaz y deslenguado sindicalista nicaragüense a quien llaman Paragüita seduce a Silvano desde la culpa de clase y el desafío a su hombría.
Silvano se va separando del mundo del tío, pero tampoco entra de lleno en la propuesta revolucionaria y viril de Paragüita. Nunca formará parte del mundo extraño de los peones revoltosos, pero cada noche que pasa en los debates del cuadrante lo separa de un posible futuro de administrador de finca bananera. Se hunde en tierra de nadie.
En el final de Puerto Limón irrumpe la naturaleza incontrolable en la historia y en la prosa: una tormenta tropical de fin del mundo provoca un accidente mortal. Muere el tío y muere Paragüita. No queda claro si Silvano causó la tragedia, si pudo evitarla y no quiso, si no había nada que hacer y su confusión lo hace sentirse culpable, o si todo sucede en una pesadilla donde termina matando en sueños y en su conciencia a los dos polos de una decisión que no podía tomar.
Al final, el aturdido muchacho sube a un barco anclado en el puerto de Limón, y se aleja de su dilema irresoluble. Así hizo Gutiérrez: se embarcó con rumbo a Chile.
Así como el Sibaja de Mamita Yunai es un alter ego del mismo Calufa, exaltado y dramático pero basado en su experiencia en las plantaciones bananeras, el Silvano de Puerto Limón es una explosión literaria de Gutiérrez, el adolescente hijo de un pequeño finquero limonense, el campeón de ajedrez en San José, el militante del Partido Comunista. Como su personaje, en 1939, después de publicar su primer libro de poesía, Joaquín busca una puerta de salida.
Un campeonato mundial de ajedrez en Chile es su oportunidad. En Santiago publica, en 1947, Cocorí y Manglar. Tres años más tarde, Puerto Limón.
En 1973, lo sorprende el golpe de estado de Pinochet, y su mundo se viene abajo. Vuelve a Costa Rica 34 años después de su partida. Tras su vuelta, publica en San José sus novelas, que en su propio país adquieren cabal significado, y termina sus días como un titán de las letras ticas. Muere en San José en octubre del 2000. Hoy su estatua, con su alta y nervuda apostura patricia, se erige a un costado del Teatro Nacional de Costa Rica.

Encuentro desde lados opuestos de la brecha social

Es difícil imaginarse dos escritores y dos personajes más distintos que estos titanes costarricenses de la novela bananera: por un lado, Joaquín Gutiérrez, el dandi comunista a la europea, exquisito traductor de Shakespeare, que mira el mundo con seguridad desde su altísima y ondeante mata de pelo blanco; por otro, Carlos Luis Fallas, el campesino tosco que atisba siempre el mundo de los adultos desde la altura poética del niño pobre y por eso gran observador. Pese a sus diferencias, fueron grandes amigos: se frecuentaron en las montañas y llanos de su país y en las capitales de los países socialistas. En las memorias de Gutiérrez, Los azules días, se relatan varios de esos encuentros y las chanzas y pullas de su relación fraterna.
El mundo complejo y brutal inventado por la United Fruit Company desató la imaginación de estos grandes escritores. Cuando el viento de la historia haya terminado de borrar las gestas y tropelías de la compañía que implantó un nuevo mundo económico y nuevas preguntas sobre la identidad y la patria, estas novelas seguirán hablándonos de la fragilidad de los pobres, del significado de la amistad, de los compromisos ideológicos y de la búsqueda de un lugar en el mundo sibilino y cambiante de los intereses y los sentimientos. En definitiva, son grandes creaciones sobre la naturaleza humana. El banano es la excusa.
Pero en sus enormes diferencias, Calufa y don Quincho logran pintar, a cuatro manos, el panorama completo de la república bananera en su esplendor.

 

Publicado en el número especial de abril de 2024 sobre Costa Rica en la Harvard Review of Latin America en castellano e inglés. 

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26 de abril de 2024
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Una ‘playlist’ de canciones de amor para el día de mi boda

 

La música de una pareja es siempre la combinación de la banda sonora de su propia relación, los sonidos “de los dos”, y lo que le gusta, le remueve, le provoca y recuerda y anima a cada uno, la historia sonora personal de cada cual. Es una extraña “playlist” que difícilmente entraría en un disco, porque cada uno suele tener una historia musical, emociones, gustos, compatibles pero distintos.
Eso nos pasó con Carmen cuando estábamos hablando con el músico y DJ Joaquín Vidal en el Castillo Forestal a finales de enero de este 2024. Nos íbamos a casar el sábado 3 de febrero, y Joaquín, a quien habíamos propuesto poner música a nuestra fiesta, quería saber qué canciones queríamos que sonaran en cada momento. ¿Cuáles son las bandas sonoras de nuestras vidas, que pronto estarán entrelazadas en una vida en común? ¿Cuáles son las armonías, las melodías, los ritmos de nuestras sensibilidades en el momento de unirnos en matrimonio?
Lo primero que decidimos es qué iba a sonar cuando ella entrara, del brazo de su hija Laura, mientras en mesa con mantel blanco yo la esté esperando junto a nuestra maravillosa oficiante, druida y contadora de nuestra historia, la amiga novelista, actriz y dramaturga Nona Fernandez.
Sonaría Un vestido y un amor, del disco preferido por ambos, El amor después del amor, de Fito Páez.
“Te vi…”
Cuando nos pusiéramos los anillos, empezaría a cantar mi elegido, Joan Manuel Serrat, en catalán: “Paraules d’amor”, que tras un par de minutos pasaría al elegido de Carmen, el rock potente, desembozado, de Pulp y su carismático Jarvis: “Common people”.
Después vendrían las fotos, el champán, los abrazos…
Y antes del baile, que abriríamos ambos con el vals El Danubio azul de Johann Strauss hijo, la alternancia de canciones de ambos.
Unos días antes de la boda, me senté en la computadora a tratar de recordar canciones. No sólo canciones que me gustaran, sino canciones que hablaran de amor. Hay muchas canciones bellísimas de tristeza, de soledad, de desamor, incluso de amargura y rencor. Hay muchas de amistad, de sueños políticos, de pasados nostálgicos y futuros anhelados. Pero estas debían ser de amor: ojalá que celebren un momento como el nuestro, el amor en su momento de plenitud. Amor encontrado.
Esta es la ecléctica lista de mis canciones de amor. Hay arias de ópera (con la indicación de cuáles versiones, qué cantantes y directores), hay fado optimista (sí, lo hay), samba brasileña y zamba argentina, jazz y rock, y un tango-canción (obviamente El día que me quieras – ¿qué otro tango existe que le cante al amor que viene y no al que se fue?).
Se cuelan amores por hijos, por compañeros de infancia, a la naturaleza, pero la mayoría son de amor romántico entre un hombre y una mujer. Con una excepción: la hermosa y desafiante Puerto Pollensa de la gran artista Marilina Ross. Esta es la banda sonora de mi vida hasta este momento. Cuando le expliqué la lista, Laura, con el desparpajo de sus 13 años, me dijo: “No es sólo que no haya nada de ahora. ¡Es que no hay nada del siglo XXI!
¿Dirá esto algo de la edad de mi sensibilidad musical?
Aquí van. Están en el orden en que se me fueron ocurriendo.
Amalia Rodrigues: Boa nova
Chico Buarque: A banda
Daniel Viglietti: Gurisito
María Elena Walsh: Sábana y mantel
Carlos Gardel: El día que me quieras
Joan Baez: Sad eyed lady of the Lowlands
Leonard Cohen: Suzanne
Peter, Paul and Mary: Puff, the magic dragon
Mozart: La flauta mágica. Dúo de Papageno (Dietrich Fischer-Dieskau) y Papagena (Lisa Otto). Dir. Karl Bohm.
Queen: Love of my life
The Beatles: Love me do
The Beatles: I wanna hold your hand
The Beatles: I saw her standing there
M. E. Walsh: Como la cigarra, por Mercedes Sosa
Violeta Parra: Gracias a la vida, por Mercedes Sosa
Georges Bizet: Carmen. L’amour. Canta Maria Callas
Silvio Rodríguez: ¿Adónde van?
Sui Generis: Necesito
Sui Generis: Quizás porque
Tim Rice y Andrew Lloyd Weber: Jesucristo Superstar: I don´t know how to love him
Bee Gees: Melody Fair, de la película “Melody”
The Carpenters: A song for you
Marilina Ross: Puerto Pollensa
María Elena Walsh: Canción del jardinero
Giuseppe Verdi: Brindis de La traviata (Ileana Cotrubas, Plácido Domingo, Dir: Carlos Kleiber)
Víctor Manuel: Soy un corazón tendido al sol
Obviamente, esta no es una propuesta de “las mejores canciones de amor”, ni siquiera mi propia lista de mejores. Estos 26 temas son una muy personal lista de lo que a mí me emociona, lo que me hacen pensar en el amor, en la unión de dos almas, cuerpos, sensibilidades.
Dicen que la música llega al corazón casi sin pasar por la cabeza, que provoca que unas cuerdas internas vibren al unísono con lo que surge de la voz y los instrumentos de los intérpretes. Cada tanto, pongo en CD o en Spotify alguna de estas y se me desparrama una sonrisa alada.

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28 de marzo de 2024

María Paz Santibáñez. Foto de Jerónimo Berg.

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¿Quién la puede detener? Pachi Santibáñez y el Municipal, drama en 6 escenas

La pianista y activista cultural María Paz Santibáñez vino a Santiago en diciembre, invitada por la alcaldesa comunista Irací Hassler, para dar en el Teatro Municipal y en el Día de los Derechos Humanos, su espectáculo para piano y cacerolas. Estaba prevista, además, la declamación Resistencia femenina, que aunaba lucha contra la dictadura y el patriarcado con la épica del estallido social de 2019 en el mismo lugar donde la artista fue baleada en la cabeza en 1987. Pero todo salió muy distinto a lo planeado.

1. 5 de diciembre de 2023. Notas tomadas en el ensayo en San Miguel
Sentada al piano, rodeada de cacerolas, María Paz Santibáñez larga una bocanada de vapor gris de su cigarro electrónico. El vapor avanza hacia la luz de una proyección que muestra, en blanco y negro, la escena de ella misma, hace 36 años, tirada en las baldosas al frente del Teatro Municipal. En la imagen granulosa la gente se arremolina a su alrededor. La cámara se mueve, un carabinero, el que acaba de dispararle en la cabeza, levanta el arma para alejar a los manifestantes.
María Paz, Pachi para su equipo artístico y sus amigos, fuma su cigarrillo de fantasía y el vapor nubla la imagen, creando un ambiente turbio en la sala de ensayo, como de un sótano bohemio, neblinoso parisino.
Pachi sonríe entre otra bocanada intensa de vapor: el ensayo está saliendo bien. En cinco días el espectáculo llenará la sala grande del Teatro Municipal.
Una hora antes yo había llegado a la hora convenida, y en la puerta de una típica casa de clase media en San Miguel había un cuidacoches de chaleco amarillo tocando insistentemente el timbre: me explica que se va, que cambia el turno, y que tiene que cobrar.
Pachi sale murmurando algo, ofuscada por la interrupción; tarda en entender el mensaje, le paga, y me hace entrar como si yo fuera uno más en el ensayo, como si nos conociéramos de toda la vida. Eso me gusta. Me dice que me siente en un taburete de otro de los pianos, en un rincón, y no haga ruido. Así la veo: empoderada, dando dulces órdenes, enfocada en Resistencia femenina, el espectáculo que dará en el Teatro Municipal de Santiago el domingo 10 de diciembre.
Me presenta al equipo, sus aliados: Pablo Herrera, el técnico audiovisual, Ítalo Pedrotti, el técnico de sonido, y Glyslein Lefever: “franco-chilena”, me dice, con la sonrisa suave y el apretón de manos enérgico. “Partimos ayer, tenemos cinco días de ensayo hasta el domingo. No tenemos tiempo que perder”.
Dos cosas llaman mi atención en el garaje transformado en sala de ensayos: la primera son los pianos. Cuento al menos 14, la mayoría verticales, algunos muy viejos y aporreados, otros nuevos pero cubiertos de polvo. Los hay humildes, de batalla, y también alguno más aristocrático, con volutas rococó. El más pinturero es el imponente piano de cola que toca Pachi. Un Steinway, prestado por la familia Guerrero, que la conoce desde pequeña.
Pero alrededor de su instrumento y sobre la repisa a su espalda y colgando de unos típicos soportes de percusión en orquestas sinfónicas, se despliega un ejército de cacerolas. La más elegante, marrón amarillo, cuelga frente al piano y a primera vista parece virgen de guisos. Hay otra muy grande, azul petróleo, gastada, poceada, con su cucharón de madera; una chiquita, color metal, con asa, como para calentar agua, huevos o sopa. Una muy casera, bordó. Pachi me las irá presentando: la azul se la dieron en México, la pequeña es de la compositora de la pieza que la requiere, la bordó es de ella, de su propia cocina. Las ha ido escogiendo entre varias otras, según su sonido y según la obra en que participan las ollas.
Detrás del gran piano y sobre la tapa cerrada de uno vertical cuelgan decenas de partituras. Frente a Pachi se sienta Pablo, en una silla pequeña, y a su lado Guislein lo observa todo desde la punta de un sillón. Ítalo pone y saca micrófonos desde su banquito y se arrastra con cables por abajo del piano.
En este momento Pablo mira en su computadora una performance de El violador eres tú, de Las Tesis, en griego mientras los otros tres discuten detalles del guion.
“Antes de Reportaje toqué Ojos”, dice Pachi. “Página 7, número 23”.
Yo pienso en lo que venía leyendo en el metro, un ensayo de Luigi Nono sobre la relación entre arte y política. Todo arte, toda música, es política.
“Perdón, estai puro hueviando”, se carcajea Pachi, como si no hubiera pasado los últimos 30 años en París. “¿Hagamos el último de Ojos?”
Ojos es una pieza difícil, austera, atonal, para piano y cacerola, del argentino Esteban Benzecry. Pachi toca con la izquierda el piano y con la derecha aporrea la cacerola, primero muy fuerte, después se van adelgazando los golpes hasta el silencio, mientras que en la pantalla de la pared se proyecta la coreografía de Un violador en tu camino en griego desde la computadora de Pablo.
De pronto me congelo: en la pantalla comienza a proyectarse una escena que ya había visto en Youtube: una mancha difuminada, la María Paz Santibáñez de 19 años, una de las estudiantes de música de la Universidad de Chile que se estaba manifestando en la puerta del Municipal contra la designación por la dictadura de un rector afín a Pinochet, recibe un balazo en la cabeza y cae desplomada. Se ve la cara del carabinero que le disparó. Caos. Algunos se acercan a ella, otros se alejan, el carabinero empuña su pistola, la Pachi de 2023 empuña su cacerola, como si siguiera la manifestación interrumpida de 1987.
Empieza la siguiente obra, del griego Nicolás Tzortzis, Reportaje. Una nueva cacerola, de sonido más estridente, con la mano derecha, mientras la izquierda toca el piano y su voz recita, cada vez más fuerte: “el carabinero me pesca del pelo y me arrastra hasta la camioneta. Apuntan directamente a tu cara y te disparan. Apuntan directamente a tu cara y te disparan. Apuntan directamente a tu cara y te disparan”.
Todo se mezcla: el ataque, el homicidio frustrado contra la joven Santibáñez, uno de los recuerdos más nítidos de la dictadura para dos generaciones de chilenos, la revuelta feminista que nació en Valparaíso y dio la vuelta al mundo, las imágenes y los testimonios de los manifestantes de 2019 agredidos por los herederos de esos policías dictatoriales.
Glyslein dice: “Cerrar micro, apagar la luz”.
Pachi me dirá después: “Tzortis me dijo que debía tocar la cacerola cada vez de forma más desagradable, para que la gente sienta la molestia en carne propia”.
Pablo lee: “Los pueblos indígenas son los mejores protectores de la selva amazónica”.
Pachi detiene la acción, da otra bocanada a su cigarrillo artificial. “Ítalo, probemos el micrófono de solapa, es más sutil. Queremos evitar que tome el sonido de otras cosas”.
Ítalo: “¿Como la cacerola?”
Glyslein: “Pero igual le pega bastante, la señora”.
Ítalo: “Toma este micro, no hace nada de ruido y está hiper direccionado”.
Pachi toma el micrófono y de inmediato se pone en personaje, cambia la voz, retrocede 36 años.
“El carabinero me pesca del pelo y me arrastra hasta la camioneta”.
Paran. Fuman. Reparten aguas. Hay una para mí: Glyslein me pregunta si quiero con o sin gas. Me siento incluido.
Pachi se sienta en el sofá entre Glys y Pablo, y les muestra en su teléfono una escena de bengala verde y violeta.
Pablo: “¡Me lo llevo al tiro!”
Pachi: “Está todo ahí, todas esas imágenes yo las seleccioné”.
Pablo cambia la imagen en la pantalla. Vuelve una y otra vez la escena de Pachi tirada en el piso a la entrada del Municipal, el caos, el horror. Anoto en mi cuaderno: “Para ellos es natural; para mí es tremendamente dramático”.
La artista empieza a tocar. El piano suena colérico, astringente, tan persuasivo como la cacerola. El texto que lee pasa del yo al tú.
“Me apuntaba a la cara. Apuntan directamente a tu cara y te disparan.”
Lo repite cuatro veces.
Pablo vuelve a leer: “Los pueblos indígenas son los mejores protectores de la naturaleza…”
Sube una luna por la pantalla.
Pachi toca notas muy agudas, después muy graves. Las notas chocan contra la superficie marfilina, y un efecto digital martilla como gotas de lluvia, en círculos, y se expande por la pantalla.
“Sono i migliori protettore della foresta”... en italiano, en francés, en español. Las notas que caen se van haciendo de colores y de estrellas y golpean cada vez más rápido.
Y ahora lentas. Las gotas, las palabras, las notas.

2. 24 de septiembre de 1987. El disparo en la cabeza
Empieza el video de Teleanálisis con sonido de pitos y matracas y gritos de “Chi Chi Chi le le le viva Chile” y la imagen en los mustios colores de la televisión de la época de estudiantes marchando frente a la entrada del Teatro Municipal. Los suéteres azul cielo y naranja ladrillo, las camisas blancas, los pelos largos ondeando. De pronto, en medio de la grabación, un disparo. La cámara se dirige a la estampa de un carabinero levantando su pistola y baja a una joven de pelo corto y camisa blanca, su cabeza rodeada de sangre espesa.
Las imágenes se ralentizan. Los manifestantes se acercan a la figura caída en cámara lenta.
Locutor: El día 24 de septiembre durante una manifestación universitaria, resultó gravemente herida la estudiante de piano María Paz Santibáñez.
Las imágenes del reportaje muestran una foto de María Paz sentada al piano.
Locutor: La joven se encontraba participando en una jornada por la defensa de su universidad cuando recibió un impacto de bala en la cabeza. El disparo fue realizado por el carabinero del tránsito Orlando Sotomayor Zúñiga.
Se muestra la foto carnet del funcionario.
Locutor: Decenas de manifestantes intentaron alcanzar al carabinero, quien se refugió en el interior del teatro, ayudado por guardias de seguridad.
Se muestran fotos de disturbios, bancos rotos, fuego, gente corriendo
Locutor: Quince minutos más tarde se hicieron presentes fuerzas especiales de Carabineros para dispersar a los manifestantes. El autor del disparo fue sacado del teatro vestido de civil y fuertemente escoltado. A continuación, fue llevado al hospital de Carabineros debido a lesiones causadas por los propios músicos del Municipal. La universitaria fue recibida en el Instituto de Neurocirugía en estado grave, con la mitad de su cuerpo paralizado. De inmediato fue sometida a una intervención de urgencia en la que se comprobó que el proyectil rozó el cerebro, por lo que se procedió a limpiar el trayecto de la bala retirando esquirlas metálicas.
Se acompañan estas palabras con imágenes de gente entrando y saliendo de la clínica, muchos con bata blanca de personal sanitario.
Locutor: La estudiante fue acusada de agredir al carabinero, por lo que quedó detenida bajo vigilancia policial.
Sigue un testimonio de Edgardo Santibáñez, flaco, de tupida barba negra, uno de los seis hermanos de María Paz: “Ella lleva once años estudiando piano, cursa segundo superior y se destaca en su carrera como una alumna aventajada. Es tremendo imaginarse a la Pachi sin su alegría y su música que nos acompaña desde que tenía cinco años. Porque es muy probable que a la Pachi ya no la podamos ver realizada como una gran concertista en piano y estamos conscientes de que esto nadie podrá devolvérselo”.
La imagen y el sonido muestran a la concertista tocando la Polonesa opus 26 número 1 de Frederic Chopin. La imagen la toma desde abajo, enfocando las teclas. Las manos se levantan del teclado. Unos segundos de silencio.
Locutor: A solo dos horas de lo ocurrido la jefatura de zona de Carabineros emitió un comunicado oficial afirmando que un grupo de unas 200 personas habría atacado injustificadamente al policía y que, ante la persistencia de la agresión, el carabinero hizo unos disparos al aire. Sin embargo, unos sujetos habrían tratado de arrebatarle el arma, y en el forcejeo, un disparo hirió accidentalmente a la estudiante María Paz Santibáñez. Por su parte, los familiares entregaron a la prensa su versión de los hechos.
Se muestra a los familiares, unidos, abrazados, con caras compungidas. Habla el hermano Edgardo: “Un carabinero de tránsito le disparó por la espalda y a corta distancia sin que mediara provocación alguna, hiriendo gravemente a nuestra hermana e hija en la cabeza”.
Música dramática, unos violines agudos. Imágenes de Pachi tendida, auxiliada por manifestantes.
Habla el estudiante Rodrigo Paz, testigo: “Creo que hay dos cosas que yo estoy dispuesto a testificar en cualquier parte. Primero, en el momento en que yo me doy vuelta después del primer disparo este carabinero está solo. Segunda cosa, que los disparos posteriores son posteriores al que hirió a la Pachi”.
Locutor: Diversos testigos contradijeron la versión oficial entregada por Carabineros. Además, las imágenes captadas por Teleanálisis en el momento de los disparos aportaron antecedentes decisivos en el esclarecimiento de los hechos. A continuación, se presentan tal como fueron grabadas, sin cortes ni cambios.
Se reproduce el material en bruto de la cámara de este emprendimiento que copiaba en VHS noticieros que no se veían en la televisión de la dictadura, y repartían las copias a los valientes que querían enterarse de lo que estaba pasando.
Se ve la plaza frente al Municipal llena de manifestantes, antes y después del ataque. En ningún momento se los ve atacar a Sotomayor, ni a ningún otro carabinero. Sí gritan: Asesinos, malditos, y se acercan a Pachi para socorrerla.
Se ve a una testigo anónima que mira las imágenes. “Yo alcancé a ver cómo el carabinero la tomó del hombro, y le dispara. Le digo Pachi, Pachi, le hago cariño, miro para todos lados. En realidad no la quería creer”.
El primer testigo, Rodrigo Paz, dice: “Insisto, los disparos al aire son después de que disparó a la Pachi, y su objetivo es en primer lugar impedir que la gente se acerque a la Pachi. De hecho, tuve que sacar mi delantal agitándolo casi como una bandera blanca para que me permitiera acercarme”.
La siguiente imagen es de estudiantes marchando: “Aquí está, aquí fue, el fascismo otra vez”.
Locutor: El baleo de la universitaria provocó una fuerte conmoción pública.
A consecuencia del video de Teleanálisis, las autoridades cambiaron su versión: ahora dicen que el disparo fue accidental. Y se retiró la denuncia contra la estudiante y la guardia de carabineros en la puerta de su habitación de la clínica. Ya no estaba detenida ni acusada.
El reportaje termina con el testimonio de Pachi, con la cabeza vendada, el ojo derecho impregnado de sangre. Habla rápido, fuerte, claro, como desde entonces habló siempre.
Pachi: “En lo inmediato, rehabilitarme, recuperar el movimiento fino, a caminar, porque todas esas cosas no las puedo hacer todavía. Son secuelas que tienen que ser superadas. Eso en lo inmediato (sonríe con amargura). Y para después, como te digo, la música, y si no es posible, otra cosa”.
Locutor: Los médicos afirman que María Paz corre el riesgo de no poder recuperar los movimientos finos de su mano izquierda. Esto podría llegar a interrumpir definitivamente su carrera de concertista en piano.
Dice Pachi: “No quiero que el día de mañana tener un hijo y que a mi hijo le pase lo mismo, ¿me entendís? Ahora, hay que terminar con esto y hay que empezar a tener vida. Eso”.
El reportaje termina con las imágenes de Pachi tocando Chopin, su sonrisa enfundada en vendas la cama hospitalaria, y ella tirada en las baldosas fuera del Teatro Municipal, y Rodrigo Paz atendiéndola y gritando algo que no se escucha pero que seguro es que llamen a la ambulancia.
Y el listado del equipo de Teleanálisis que hizo el trabajo, presidido por el director, Augusto Góngora y el productor periodístico Cristian Galaz.

3. 23 de noviembre de 2021. Entrevista por Whatsapp. Pachi en su casa en París
La primera vez que hablé con ella fue en medio de la pandemia, por Whatsapp.
En 2021 yo estaba haciendo un perfil de Cecilia Bolocco para el libro Ídolos (Colección Vidas Ajenas, Ediciones Universidad Diego Portales), editado por Leila Guerriero. Durante un año hablé con decenas de personas que tuvieron relación en un momento u otro con la Miss Universo, la musa de los cochambrosos ochenta, la reina de los shows nocturnos de la tele en los oropelados noventa, la estrella de la farándula y la vida privada en las revistas papel cuché.
Uno de los episodios más recordados, y tal vez el más vergonzoso de la diva platinada, fue una conferencia de prensa, al volver a Chile después de ganar su corona de Miss en 1987. Le preguntaron por un tema de actualidad: un carabinero había baleado a la estudiante María Paz Santibáñez en cabeza. La estudiante de piano se debatía entre la vida y la muerte, y la acusaban a ella de atacar a las fuerzas del orden. Escuché varias versiones de las palabras de Bolocco, que tenía la misma edad que la manifestante baleada. En todas repite las razones y ataques del régimen: que para qué protesta si sabe que hay peligro, que por qué no se dedica a estudiar, que ella se lo buscó.
Ahí tengo en claro que quiero hablar con María Paz Santibáñez.
Me contacto con ella por mail. Le digo que quiero entrevistarla. En el mensaje no pongo para qué. Me dice inmediatamente que la llame tal día a tal hora. La llamo. En ese momento le explico de qué quiero que hablemos, y por su reacción estoy seguro de que ahí nomás termina la entrevista. Que no hay entrevista.
“No tengo nada que decir de esa señora”, me corta en seco.
Me dice que todo lo que tenía para decir, lo dijo en ese momento, en una carta que mandó desde el hospital a la revista satírica de oposición Fortín Mapocho.
Encuentro la carta. Dice que ojalá la reina de belleza fuera tan bella por dentro como es por fuera. Treinta y seis años más tarde, no tiene nada más que agregar.
Pero hablamos una hora más.
Y empieza a contarme cómo las imágenes que le llegaron en octubre de 2019 del estallido social, de videos caseros de ataques de los carabineros a manifestantes, de los gases lacrimógenos, le trajeron de vuelta las imágenes de 1987.
“Entre las particularidades de mi historia,” me dice, “es que mi ataque fue filmado. Ahora hay registo de todo, pero entonces de muy poco había imágenes. En esos años me liberó de la prisión política. Cuando me balearon en la cabeza, yo fui acusada de atacar al carabinero. Estaba presa en el hospital. Estuve tres semanas en el hospital y varios días en calidad de detenida. Cuando llegué al hospital debatiéndome entre la vida y la muerte, vinieron a detenerme y las enfermeras me pusieron en un box”.
“No sé por qué quieres meterme el dedo en la llaga”, me dice al teléfono, desde París.
“Dirígete a la gente que corresponde”.
Pero me sigue contando. Me cuenta que trataron una vez que hablara con el policía que le había disparado, y que todavía decía que él era la víctima. “Los mandé a la mierda”. Entiendo que me dice sin decirme que yo me vaya a la mierda.
Y me empieza a contar del proyecto Resistencia femenina.
Me dice que lanzó el proyecto para combinar feminismo, derechos humanos, el estallido de 2019 en Chile, la dictadura, música clásica contemporánea y sonido de cacerolas. “Me invitaron al Municipal”, me dice, “y ahora me contactan compositores de distintas latitudes para participar. Trabajo con una coreógrafa de la Comedie Francaise (Glyslein), vamos a hacer varios conciertos y en cada concierto habrá un estreno”.
Me cuenta que está trabajando sobre Un violador en tu camino de Las Tesis, que hay compositores de Francia, España, Chile, Japón… como una gran suite para cacerolas y piano hecha por varias manos. “Ya tengo 7 movimientos de 12. Me gusta mucho, puede funcionar en pequeñas salas comunitarias y grandes teatros. Es una obra performática que apela a todos los sentidos”.
La escucho y siento que está pensando en voz alta, para sí misma. Estaba todo en plan, todo en gran ilusión.
“Hay un compositor griego”, me dijo entonces. “Compuso de las obras para piano y cacerola que encomendé, mi derecha toca el piano mientras que con la izquierda toco la cacerola y empiezo a decir el relato de una víctima".
El compositor encontró tremendo el relato de una víctima
Yo toco el piano, la cacerola con ritmo infernal, integrado en la partitura
Y tengo que decir el relato de la víctima
Y luego disparan
Acorde y cacerola
Y termina la obra
La tocamos acá en París
Había un crítico en el público y estaba el presidente del sindicato de compositores,
Quedaron p’adentro
Una señora se paró, me dijo: me dolió todo
Un crítico que odia el ruido me dijo que ese era el objetivo: que se sintiera el dolor
Y me sigue contando que Esteban Benzecry, un gran compositor argentino “me dirige, ahí más despacito, de a poco, se apropió de la cacerola, porque no era un instrumento”.
La cacerola, con cucharas, cada uno ha hecho lo que siente, les di libertad total
Pero que la obra pueda funcionar en pequeños y grandes escenarios
Hay una cinta que corre cuando yo toco
Se escucha un discurso de Piñera
Algo sobre los palestinos
Gabriela Ortiz, mexicana, compositora muy conocida, su padre fue amigo de Víctor Jara
“No sabes lo que me emociona que me lo pidas a mi”, me dijo
Ella no ve la luz del día componiendo para muchas orquestas
Las Tesis me mandaron una carta de apoyo para el proyecto
Es salir de la pandemia con renueve
Y entonces me cuenta que el proyecto empezó antes, que se programó en el teatro municipal de París, Le Chatelet, y que del teatro de Biobío la llamaron, y que quiere que participen feministas de la región, escolares, la comunidad, me habla de su “extremado entusiasmo”, y que Chile – independientemente de sus problemas – es un país señero, que pone una línea en temas de camino al socialismo, de defensa de los derechos humanos, que dio un primer paso con Salvador Allende, que vino una dictadura feroz y se convirtió en el país más neoliberal, pero que en 2019 tuvo una revuelta social ejemplar y que nuevamente va dando esperanzas al mundo. En Colombia, en Brasil, en Turquía…
“¿Y qué te pasó cuando en 2019 vino el estallido social?”, le pregunto.
Terrible
En un minuto apareció Gustavo Gatica, cegado, diciendo hay que seguir en la calle
A mí me quedó la cagada
Fui al psicólogo
Perdí cuatro kilos
Volví a sentir lo que me pasó a mí
Todo eso está en la obra
El compositor griego me hizo leer lo que dice una víctima
¿Qué hago yo?
Yo fui una víctima, ya no lo soy, pero me removió hasta el último pelo….
Cuando llegué a la consulta del psicólogo argentino
Entonces me hizo reordenar toda esa parte traumática
Entré y le dije: no, porque no tengo nada que ver, no soy más la víctima
soy una artista militante
Me dice: eso, siéntese…
Fueron dos semanas que no fui capaz de tocar la obra. No podía
Cuando la toqué, me atravesó las entrañas.
Estoy para comunicar
Soy el puente
Me callo. La escucho. Al otro lado del teléfono, María Paz Santibáñez me habla, se interna en su proceso de diez años para salir del trauma desde que llegó a Europa herida en la cabeza, por dentro, por todos lados. La persona que me habla en ese momento es inimaginable para mí. No sé qué hacer cuando me habla en segunda persona, como si el balazo me lo hubieran pegado a mí. A los 19 años. En las baldosas frente al Teatro Municipal.
Cuando fuiste víctima de algo hay una zona de confort
Siempre está la posibilidad de quedarme llorando
O levantarte – pero no quiere decir que no tengas el trauma
Puedes sentirte seducido por esa calidad de víctima
Yo quise salir. Estaba en algo creativo
Soy yo la antigua víctima, o como artista tomo la voz por la víctima
Todo te constituye, como el niño que fuiste y el viejo que serás
Esa guerra eres tú
Lo delicado es que te actualiza, haber sido víctima
Haber sentido todo eso, cómo trabajas
Desde una parte sana aquello que es tan malsano
Como lo enfrentas y lo elaboras en lo que viene
Es jodido
La Carmen Gloria (Quintana la víctima sobreviviente del Caso Quemados, la joven de la edad de Santibáñez que fue quemada viva por militares el 2 de julio de 1986, un año antes de su balazo)
Me dijo: ‘lo que pasa, Pachi, es que por algo hay crímenes que son de lesa humanidad
Y otros son permanentes”
Y, por más que quieras estar al otro lado,
Siguen, todo sigue
Cuando llegué, si yo veía un choque decía: ‘uy chocaron’ y huía, no quería ver
No era capaz de asimilar la violencia
Durante 10 años me puse de pie
Y cuando ya estaba de pie encontré que acá era una primavera en Francia
Mi hijo ya estaba grande
Y de pronto me doy cuenta de que sigo peleando contra algo
Que todo vaya, que todo funcione y no me pregunten huevadas
Tenía que desarmar un mecanismo
Y ya se había acabado la pelea
Ahí es cuando empecé a ir al psicólogo
Lo más importante fue nombrar al agresor y reconocerme víctima
Esto me hicieron y me dolió
El postrauma es una maravilla
Impide que tú te quedes en eso
Y salgas y avances y te brindes a los demás

4. 8 de marzo de 2018. Informe de gestión de María Paz Santibáñez, agregada cultural de Chile en Francia
En su nutrida página web, Santibáñez incluye la Memoria de su período de cuatro años (2014-2018) como agregada cultural de Chile en Francia, nombrada por la presidenta Michelle Bachelet.
Detalla los numerosos conciertos, exposiciones y actos por el centenario del nacimiento de Violeta Parra, visitas y exposiciones de fotógrafos, actuaciones de músicos, bailarines y actores, la proyección del cine y la literatura chilena, incluidas varias traducciones de obras clásicas y recientes al francés. Presta especial atención a la interpretación de obras chilenas por artistas franceses. Todo bajo el lema: “Memoria y futuro”.
Al final, una nota personal sobre lo que ella entiende por cultura:
“Hacer acción cultural no lo entiendo sólo como hacer eventos, sino también como proyección e influencia desde una propuesta. Entiendo Cultura como identidad, como patrimonio, participación, creatividad y otros, que son aporte a la economía, al fomento, al crecimiento. También como interdisciplina: acción, reflejo y entrecruce de visiones, saberes, experiencias y expectativas. Así, no creo en el consumo cultural, sino más bien en el acceso, en el cultivo y entrecruce con la vida de la gente, que está haciendo cultura en cada acción.”

5. 6 de diciembre de 2023. La cancelación
Salí del ensayo del martes 5 de diciembre emocionado. Había visto en acción a una concertista de fuste y a una artista comprometida, que usaba la música para transmitir valores, para luchar por cambios, que volvía a sus recuerdos más dolorosos para hacernos reflexionar sobre el presente. Al día siguiente, miércoles 6, me preparaba para ir al siguiente ensayo, cuando recibí un mensaje demoledor: Pachi me decía que no habría ensayo ni concierto, que le habían cancelado la función.
Querido Roberto, si vienes a las tres ya no haremos ensayo, pues el concierto se suspendió, ya te comentaré por qué.
Estaba furiosa. Me pedía que difunda la airada protesta. Cinco días antes del concierto, le anunciaron que se cancelaba, sin nueva fecha ni lugar alternativo. Habían venido de Francia, además de Pachi, Glyslaine y una de las compositoras de las obras. Llevaban meses preparándolo.
Una hora más tarde, me envía el comunicado:
Artistas indignados.
Resistencia femenina es un proyecto de creación de obras musicales, visuales y poéticas que invitan a la performance. Somos más de 20 artistas visuales, compositores, técnicos y escritores que hemos llevado adelante el proyecto, liderado por la pianista María Paz Santibáñez, quien aparece sola en el escenario, donde también se ubica el artista visual que proyecta videos artísticos en coordinación con la pianista. Este concierto multidisciplinario, reúne dos ejes de la vida y de la trayectoria artística de Maria Paz, quien concibió y dirige el proyecto.
En ocasión de la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado, como equipo decidimos realizar un homenaje a Salvador Allende, creando especialmente un capítulo dedicado al extinto presidente. El municipio de Santiago, en coordinación con la Universidad tecnológica metropolitana, la Corporación para el desarrollo municipal y el Teatro Municipal nos invitaron a presentar este espectáculo el 10 de diciembre en el Teatro Municipal de Santiago.
Estábamos felices de compartir nuestra creación con nuestro querido público, que creemos merece apreciar, emocionarse y conmocionarse con nuestro trabajo.
Cinco días antes de la representación, el municipio nos comunicó que el concierto se cancelaba. Al público que asistiría y que había reservado invitaciones se le entregaron razones de fuerza mayor, pero de acuerdo a lo que se nos indicó extraoficialmente, la realidad es que esta decisión unilateral se basó en razones que nos parecen arbitrarias e injustificables.
Atentamente,
Resistencia femenina
El 13 de diciembre, el periodista cultural Pedro Bahamondes publicó en The Clinic una larga entrevista con Santibáñez.
Se titulaba: María Paz Santibáñez desclasifica la “injustificada” cancelación de su concierto en el Teatro Municipal de Santiago: “La decisión fue tomada por la alcaldesa”
La pianista chilena y ex agregada cultural radicada en París, se presentaba el domingo 10 de diciembre pasado en el teatro de calle Agustinas con Resistencia Femenina, un concierto para piano y cacerolas en homenaje a Salvador Allende y en defensa de los derechos humanos. El show estaba planificado desde hace un año junto a la Municipalidad de Santiago, la edil Irací Hassler (PC) y otras instituciones. Sin embargo, cinco días antes, la artista —quien fue baleada en 1987, afuera del mismo Municipal— fue informada de que se cancelaba por motivos de fuerza mayor. Santibáñez hace sus descargos a The Clinic: "Aquí la decisión fue tomada por la alcaldesa, según ella misma me dijo ayer, y responde a que nuestro espectáculo podría poner en peligro una parte del financiamiento del teatro, y también a temas delicados de la agenda nacional, que a nosotros nos parece absolutamente raro".
En el artículo queda claro que la alcaldesa conocía perfectamente la obra: el 10 de octubre, en una visita a París, había presenciado Resistencia femenina y le había hecho la invitación a presentarla en el Municipal el Día de los Derechos Humanos. Y que en el anuncio de la cancelación no dio la cara: envió a un abogado a una cafetería a reunirse con la arista para decirle que se cancelaba.
“A la reunión llegó el abogado Santiago Trincado acompañado de la misma encargada de proyectos del municipio, quien en realidad solo nos presentó, porque fue él quien me comunicó de la decisión del municipio de anular el concierto”, cuenta Santibáñez.
–¿Le propusieron buscar otra fecha para el concierto?, le pregunta Bahamondes.
–La alcaldesa insinuó que el concierto podía posponerse. Yo le dije que, a nombre de todo el equipo de artistas, nosotros podríamos pensar en reponer el espectáculo en el templo de las artes y de la música, que es el Teatro Municipal de Santiago, solo una vez que esto esté solucionado. No queremos hacer negociaciones que se puedan diluir de nuevo. Estamos indignados. Esto es una falta de respeto mayor y en dictadura tenía otro nombre.
–¿Cómo califica lo sucedido?
—Para mí es una anulación arbitraria, unilateral e injustificada por parte del municipio. La alcaldesa me llamó ayer lunes. El espectáculo era antes de ayer, domingo. Qué más se puede decir.
“A mí ese teatro me toca como persona y como artista”, continúa Santibáñez: “Fui víctima de una agresión brutal durante la dictadura frente a ese teatro y no es un detalle menor porque tengo esa historia y mi indignación, digamos, se mezcla con ese recuerdo. En esa época hubo mucha gente que opinaba que yo no debería haber hecho lo que estaba haciendo. Esta vez me encuentro nuevamente con gente que opina que yo no debo hacer lo que estoy haciendo. Aquí siguen pensando de esa manera”.
El 21 de diciembre, el medio de investigación periodística CIPER publicaba el ensayo ‘Resistencia femenina’: una performance musical subversiva, de Daniela Fugellie, directora del Instituto de Música de la Universidad Alberto Hurtado.
Su texto comienza con el famoso inicio de Un violador en tu camino, de Las Tesis:
«Y la culpa no era mía…». La culpa no fue de la joven estudiante de piano María Paz Santibáñez cuando, el 24 de septiembre de 1987, recibió frente al Teatro Municipal de Santiago un balazo en la cabeza, mientras participaba en una manifestación estudiantil pacífica contra el rector designado de la Universidad de Chile, José Luis Federici. La culpa tampoco fue suya cuando, a inicios de este mes, la Municipalidad de Santiago le comunicó a la pianista la decisión de cancelar un concierto solista suyo en la sala grande del mismo recinto, el que había sido previamente planificado, confirmado y anunciado públicamente para el domingo 10 de diciembre, Día Internacional de los Derechos Humanos.
Tras informar de la cancelación, la musicóloga apunta:
Para quienes estudiamos la música chilena como parte de la sociedad actual, resulta elocuente observar que un evento que involucra a una única mujer concertista, sin más armamentos que un piano de cola, una cacerola, una serie de piezas de música contemporánea y una pantalla de videoarte con imágenes alusivas a recientes movimientos feministas y ciudadanos, pueda representar una herramienta poderosa, al punto de llevar a alguien a tomarse la molestia de cancelarlo.
Después de destacar los méritos de la obra y la posición de las mujeres en la creación musical contemporánea, Fugellie concluye:
María Paz Santibáñez no es compositora, sino pianista. Sin embargo, la performance de “Resistencia Femenina” constituye en su totalidad una composición; una obra creativa, en la que se nos transmite un discurso político que también es femenino, y que ofrece una nueva figura de referencia para jóvenes creadoras de las nuevas generaciones. Se trata de una performance femenina, porque el momento político que la motivó tiene como hilo conductor manifestaciones de mujeres chilenas, desde las cacerolas como símbolo de reclamo hasta la denuncia del colectivo Las Tesis. Pero su voz también se escucha femenina en su forma de abordar las demandas de los pueblos originarios y su preocupación por la Pachamama. De esta forma, Santibáñez es capaz de romper con un cierto estereotipo que ubicaría a lo femenino en una posición conciliadora y no crudamente política.
Llamo a Pachi a su casa en París, unas semanas después de su regreso desde Chile.
Da el asunto por zanjado, me cuenta que la alcaldesa Hassler había visto la obra entera, que se había desviado a París en un viaje oficial, pidiendo permiso al consejo municipal, para ver Resistencia femenina. Que todavía no entiende por qué se canceló pero que al final todos los participantes cobraron por su trabajo.
Pero me cuenta una cosa más: “Yo sé que hubo presión y hubo censura. Obviamente no se dieron cuenta del contenido del espectáculo cinco días antes. Pero creo, como siempre creí, que todo arte es ideológico, y ahora veo que esta es una generación que cuando la derecha les hace ‘¡boo!’ se asustan.
Y cierra con esto: “Yo le recordé a la alcaldesa que cuando tenía 19 años, recién baleada, dije en una entrevista: ‘Valiente es el que vence el miedo, no el que no lo tiene’”.
Le pregunto qué viene ahora.
“No paro de trabajar en Resistencia femenina. Ahora estamos retrabajando la parte visual. Tengo piezas nuevas, toda la parte del caceroleo viene también con el tema del hambre de la guerra. Quiero poner volcanes y geiseres. La gente no lo está pasando bien. La obra ha evolucionado muchísimo. Estoy pensando en poner a las mujeres que lucharon en la Guerra Civil de España, La Pasionaria, la idea de la mujer capaz de levantarse, rebelarse, mujeres iraníes contra el velo, Madres de Plaza de Mayo. Hay una nueva pieza que habla del cambio climático. Incluimos imágenes de palestinos e israelíes en marchas por la paz. En una guerra todos sufren, sobre todo los niños. Es un proyecto que evoluciona con los tiempos”.
Al final, me cuenta que Pablo Herrera, el técnico visual, vio online el espectáculo completo que se mostró en el Municipio de París, que está en su página web.
“‘Pucha, la que nos perdimos…’, me dijo el otro día. Y yo le digo: ‘No, si lo vamos a volver a hacer. Lo vamos a hacer en Chile, vas a ver. Y este episodio va a quedar como parte de la memoria de este espectáculo.”

6. 10 de diciembre de 2023. En la puerta del Teatro Municipal
Falta media hora para el momento en que debía empezar el concierto Resistencia femenina. Llego a la esquina del Teatro Municipal. Allí está María Paz Santibáñez, con un traje verde claro y un collar de cinco grandes esferas tejidas. Las puertas están cerradas a cal y canto. No hay ni un guardia, ni un funcionario. Alrededor de Pachi, su familia, el equipo de producción de la obra, amigos y cuatro señoras que vinieron de lejos a ver el espectáculo y nadie les avisó que se había cancelado.
Plantada en el mismo lugar donde fue baleada hace 36 años, graba un video. “Nos dicen que esto no se hace por razones de fuerza mayor. Nosotros estamos aquí, el teatro está aquí, y no tenemos ninguna comunicación formal del Municipio ni de los organizadores que nos hubiese permitido saber que el espectáculo no se realizaría. Quiero abrazar a mi público, a todas las personas que tuvieron la ilusión de asistir…” y en ese momento suena estridente la sirena de una ambulancia.
Pachi se sobresalta. Todo parece mentira.
Empieza a hablar Glyslein Lefever: “Soy la directora escénica, vinimos a la función, pero el teatro está cerrado. Estamos todo el equipo, y nos vamos a presentar”. Ante las cámaras, todos se presentan, empezando por María Paz.
En un costado, veo a un hombre profundamente conmovido. Es Edgardo, el hermano de Pachi, el mismo que representó a la familia en el reportaje de Teleanálisis en 1987. Vinieron dos hermanas más.
Edgardo me cuenta que pocos minutos después del ataque, a su casa, a pocas cuadras del Municipal, llegaron corriendo unos amigos a decirles que la habían baleado. Que fueron a la clínica, que desde entonces sufren cada vez que piensan que puede pasarle algo malo.
Los hermanos la abrazan. Están en silencio. Un documentalista está registrando la escena para un trabajo de memoria sobre los crímenes de la dictadura. Caminamos en silencio, alejándonos del teatro por Agustinas hacia Lastarria. El equipo se va a reunir a discutir cómo seguir desde ahora.
Pachi marcha adelante, hablando y gesticulando, con paso y voz firme. ¿Quién la puede detener?

Publicado en la revista digital Anfibia Chile el 31 de enero de 2024

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5 de febrero de 2024
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El sueño de la tortuga inmóvil: Viaje a la Isla del Coco

 

El editor de la revista Lento, mi amigo uruguayo Roberto López Belloso, me pidió una crónica porque estaba armando un número especial sobre islas en tan bella y prestigiosa publicación. Y yo me acordé de un viaje inolvidable a la Isla del Coco, a 400 km de la costa pacífica de Costa Rica, donde pasé una semana intensa en 1994. Este es el texto, hasta ahora inédito, que escribí sobre ese viaje. En Lento se publicó en diciembre una versión más corta, editada con mimo por mi tocayo.

UNO: APERITIVO

No hay como pararse en la cubierta de un barco que está por zarpar para tener la certeza de que uno no existe. Los oficiales y marineros corren frenéticos, se gritan órdenes, se cuentan y recuentan cosas, se pasan listas, se atan y desatan nudos. El observador se siente como un visitante del mundo de los pelícanos, que se posan tranquilos en el agua sucia del puerto, con el enorme pico doblado hacia abajo, perdidos en sus pensamientos, ajenos al ajetreo del barco que está por partir.
Cruzando la calle de tierra que bordea el muelle de Puntarenas, el principal puerto del Pacífico costarricense, hay un galpón con cinco hombres de amplio torso marrón, que se espantan las moscas y el calor mientras destripan pescado. Los pelícanos se mecen sobre las olas negras, la policía naval da la señal de partida, las últimas órdenes provocan las últimas corridas, los últimos nudos se desatan y el muelle inundado de sol, con sus destripadores de pescado y sus pájaros gordos, va quedando atrás.
Adelante hay un punto verde en medio del océano, a 36 horas de navegación del puerto más cercano. Es una isla poblada por unos pocos hombres y mujeres valientes, llena de leyendas, historias, literaturas, animales extraños y plantas únicas. Es la última frontera. La Isla del Coco. La Isla del Tesoro.

DOS: CAMINO A LA ISLA

Lunes 14 de noviembre
De la tarde del sábado a la madrugada del lunes recuerdo todo como una película cómica del cine mudo de 1920. Todo pasó con rapidez, torpemente y en blanco y negro. Recibir el llamado de Joaquín Alvarado, director del Parque Nacional Isla del Coco, salir corriendo a comprar repelentes de insectos, velas y libretas, pedir prestado mosquitero, patas de rana, visor y snorkel, armar la mochila con libros de aventura, muchas camisetas y botas de hule y romper todos mis compromisos por dos semanas. Pasar casi toda la noche del domingo escribiendo notas, cartas, propuestas y respuestas para llenar el bache de la desaparición temporaria del mundo, y finalmente partir, a la hora en que las brujas vuelven a sus cuevas.
Había llamado a don Joaquín Alvarado hacía dos semanas porque se me había metido en la cabeza la extraña idea de que quería visitar ese punto verde que aparece en un rincón de los mapas costarricenses como una burbuja adentro de un cuadrado. Le había explicado al director mi red de colaboraciones y la idea del libro sobre ecoturismo sobre la que cavilaba en aquella época. "Nunca se sabe. Por ahí en tres meses sale algo", me dijo.
No habían pasado dos semanas y don Joaquín estaba del otro lado del teléfono, ofreciéndome ir a la isla con los guardaparques. Saldríamos en 37 horas. Fue uno de los "sí" más entusiastas que di en mi vida.
* * *
Cuando llegué a la puerta de Parques Nacionales, Walter Madriz y Wilfrido Cordero estaban terminando de amarrar dos grandes refrigeradoras, tres baterías y una colección de cajas de cartón en la generosa cajuela de un pick-up blanco. Wilfrido, que parece rondar los 20 años y luce un bigotito incipiente sobre su cara soleada, viajará en el mismo barco a tomar su puesto de flamante guardaparque.
Hijo de un veterano de la institución -cada dos frases menta con orgullo a "mi tata"- el joven Wilfrido (el tata porta el mismo nombre) no parece tener ni temor ni nervios frente a la nueva experiencia. Callado, acaso tímido, se acomoda para el viaje hacia Puntarenas por curvas y baches entre Walter al volante y yo en el otro extremo. Walter le da consejos y él asiente. Está abierto y ávido. Nació para ese trabajo y quiere hacerlo lo mejor posible.
A primera vista, Walter Madriz es el ideal platónico del guardaparque: Alto, flaco y con rayas de experiencia surcándole con cariño lo que en su cara escapa a una barba espesa y ensortijada. El paisaje se completa con un sombrero de fieltro verde sombra que nunca abandona su cabeza y un eterno uniforme con mucho bolsillo y mucho sapo, el símbolo de Parques Nacionales. Walter es además ecologista de alma, vegetariano por vocación, amante de las puestas de sol sobre el mar, el agua de coco y las canciones tristes. Pero de todos los integrantes del elenco de Joaquín Alvarado, Walter era el único que nunca había ido a la isla.
"Es mi sueño", me confiesa en la cubierta del Okeanos minutos antes de mi partida. Dos meses más tarde, apenas arribado de su primera breve visita al Coco, me encontré con Walter, apuradísimo como siempre a bordo de su pick-up blanco. "¿Y? ¿Qué te pareció la isla?". Su respuesta fue un movimiento lento de cabeza de izquierda a derecha en plena sonrisa con los ojos hacia arriba, unos giros con las manos -como si quisiera asir algo poco asible- y una confesión innecesaria: "Vos me entendés. Yo siempre fui malo para las palabras. Ya tengo donde ir a soñar".
* * *

Los dos barcos que llevan buzos a la Isla del Coco -el Okeanos Aggressor y el Undersea Hunter- no pagan derecho de fondeo en el parque nacional a cambio de llevar a guardaparques y voluntarios y transportar combustible, gas, herramientas y comida para el destacamento.
Yo haría de voluntario en la semana que durara mi misión exploratoria. Las órdenes de Luis, el primer oficial de a bordo, eran amistosas pero claras: Wilfrido y yo dormiríamos en cubierta las dos noches que dura la travesía, y comeríamos la comida de los turistas, pero sirviéndonos al final. Tampoco debíamos molestar a quienes habían pagado 2.500 dólares por esa semana de buceo.
El Okeanos tiene 110 pies de largo, ocho tripulantes y capacidad para 21 pasajeros. El espacio está muy bien aprovechado en sus tres pisos de lustrosa madera salpicada con carteles en inglés en sobrio plástico negro, todo unido por empinadas escaleras con barandas que cada mañana lustra algún grumete de short blanco y plaquita con su nombre.
Según Luis, el barco vino de México hace seis años con el exclusivo propósito de servir la ruta Puntarenas-Coco con amantes del buceo de la línea "Aggressor", que tiene otros similares en Belice, Galápagos, el Océano Indico y en la Polinesia, Melanesia y Micronesia. El propósito declarado es pacífico y ecológico: molestar lo menos posible la vida natural. Sin embargo, esta línea de barcos aventureros se llama "agresor" y la alternativa lleva el nombre de "cazador submarino".
* * *
Saludamos a Walter, que agita su sombrero bajo el sol del mediodía, y salimos a bahía a esperar a los turistas, que vendrán a las siete de la tarde. Los preparativos de la partida siguen su ritmo febril. Se controla cada tubo de oxígeno, se cuentan las provisiones, se inspecciona la limpieza de los camarotes. El capitán Francisco Marín sube y baja por las empinadas escaleras sin perder la sonrisa ni dejar de dar órdenes.
Muy lentamente atardece sobre el Pacífico. Las nubes despliegan infinitos tonos de gris. En el horizonte, sobre el mar sereno, comienza a dibujarse un rosado pálido. ¿Influirá en el ánimo de los norteamericanos el hecho de vivir en un país que mira a un mar donde el sol nace (el Atlántico) o donde el sol se pone (el Pacífico)? Ese tipo de pensamientos me tienen ocupado lo que queda de luz. Mientras tanto, las olas negras se van poblando de pelícanos, garzas y patos aguja.
A las ocho de la noche se produce el abordaje. Llega un barco casi tan grande como el Okeanos. Los potentes faros iluminan un costado donde bailan decenas de incrustaciones en madera con caballitos de mar. De a uno en fondo, 18 oficinistas a ambos lados de la jubilación toman por asalto la nave, aprehendiendo cada instante con la intensidad de un Tigre de la Malasia. Se ríen como si hubiera que llenar el silencio de un teatro de ópera, estrujan manos como tuvieran que romperlas, miran cada rincón como si hubiera una espesa niebla que vencer.
Primera sorpresa: la edad promedio ronda los 50 años. Con el tiempo me iré enterando que dos de cada tres son abuelos.
"Hello, I'm Jim Church!", exclama un gordito morrocotudo, compacto y blanquecino de pelo corto a lo marine y cara inflada y cachetuda. "Hello, I'm Jim Church!", y aprieta mano por mano con la derecha, mientras con su izquierda dirige la oreja hacia la cara de su saludante, esperando escuchar el nombre. Cuando le digo el mío se queda perplejo, y, al alejarse hacia su nueva víctima, se da vuelta para mirarme. Al rato vuelve a la carga: "Hello, I'm Jim Church!" A la tercera vez que lo hizo me empecé a inquietar.
Para ese entonces yo ya sabía que él no era (o no era sólo) el pesado-que-nunca-falta, sino el mismísimo gurú de los fotógrafos y videastas submarinos, Señor de la Nykonos, Emperador de las Profundidades, Maestro del Strobe y la Lente, Supremo Sacerdote de la Orden de los Tiburones. Y Jim Church sabía quién era quién en el barco, qué hacía cada uno, cuánto le habían pagado y qué esperaban.
Tenía un fichero donde encajaban todos. Menos yo.
En ese momento me percaté de lo extraño de mi presencia en ese barco. No era tripulación ni funcionario de Parques Nacionales. Tampoco era turista. La pregunta directísima de Jim Church ("What are you doing here?") me recordó la primera sensación en el Okeanos: el curioso descubrimiento de que uno no existe.
Con (o a pesar de) su sonrisa sacada del "Cómo ganar amigos", Jim Church despierta fanatismos religiosos en la grey de fotógrafos amateurs que viajan en el Okeanos. A juzgar por las solapas de los siete libros que Church escribió tanto solo como con su ex-mujer Catherine, en el ambiente se lo considera los cuatro evangelistas en uno: Todos los volúmenes parecen ser "la Biblia" de algo. ¡A qué niveles de especialización hemos llegado si ya hay Biblias del Nykonos VI!
El Okeanos se mueve decidido bajo un cielo tremendamente estrellado. Es increíble la cantidad de cosas que pueden pasar en un barco rodeado de mar y horizonte. Las conversaciones, el respeto por costumbres de la ciudad, los libros y las películas, mientras el viento y el silencio y las olas y la profundidad del océano son tan grandes afuera. Ajeno a la ebriedad de cielo de los que nos recostamos en las reposeras de la última cubierta, los atentos alumnos escuchan la primera lección de Jim Church, que parece una clase de zen: equilibrio y espera. Traten de encontrar un balance en medio del agua, muévanse lo menos posible, dejen la fuente de luz fija, no persigan a los peces, esperen que ellos se acerquen, tómenlos de abajo hacia arriba, para que su silueta se recorte contra la superficie clara del mar.
Mario, el dive-master (la plaquita negra en su camisa dice: "Mario. Dive-master") muestra diapositivas de las especies que van a ver. La criatura más extraña es el pez martillo, como si un tiburón standard se hubiera tragado una tabla de planchar y la tuviera clavada, a todo lo ancho, en la cabeza. En las puntas de lo que sería la parte metálica del martillo, este pez lleva los ojos saltones, a un tiempo cómicos y amenazantes.
En el video de Mario el mar está superpoblado. Hay tiburones aleta blanca y martillo, rayas, ídolos moros, delfines, tortugas, el gracioso pez trompeta y decenas de peces tropicales en fuertes amarillos y naranjas y azules luminosos. En el video de demostración que muestra Jim el premio de gracia y elegancia se lo lleva la manta raya, que avanza moviendo alternativamente un aletón, después el otro, en un ballet incesante y lógico.
El primer personaje que adquiere nombre en el grupo es Randy. Gordo, pesado, de rasgos fuertes y refunfuñón, no hay mucho que destaque a Randy, salvo las constantes burlas y comentarios de Jim Church. Cariñosamente, pero con implacable puntualidad, el maestro no deja pasar hora sin intentar la risa de su auditorio a costa del pobre Randy. "¿Qué fue ese ruido? ¿Dónde está Randy?", "Estos peces se mueven con delicadeza, no como Randy", "Randy, ¿no ves que esa remera te queda dos números más chica?".
El último video de la noche muestra unos buzos entrando con cautela (reforzada por los chelos y contrabajos de la banda sonora) en los restos de decenas de barcos de la Segunda Guerra Mundial hundidos por la prueba atómica en el Atolón de las Bikini. "Aunque su poder ha decaído mucho con el tiempo, las bombas todavía son peligrosas", recita el engolado narrador. "Igualito que Randy", salta Jim apenas se hace un silencio. "Su poder ha decaído mucho con el tiempo, pero igual es peligroso". Randy sonríe y sufre.
El barco parecía grande, pero al buscar refugio para pasar la noche los recovecos se muestran por demás limitados. En el comedor, donde reina el aire acondicionado, un grupo juega a las cartas; en la otra sala, donde están los sofás, los libros y el video, un par de yanquis quiere seguir viendo películas, y en la cubierta detrás del puente de mando, la única protegida del viento, los alemanes beben siempre otra cerveza mientras la música retumba.
Me muero de sueño. No sé dónde se metió Wilfrido. Subo a la última cubierta. Me balanceo en la hamaca tratando de seguir la danza de las estrellas que iluminan la estela blanca del barco. Finalmente, como a las dos de la mañana, me acurruco debajo de la pequeña mesa de la sala del video. Hace frío y todo se mueve. Empiezan las náuseas que no me abandonarán hasta tocar tierra. Me duermo abrazado a la pata de la mesa.

TRES: EL MAREO

Martes 15 de noviembre
En una cocina mínima que es también lugar de paso para los camarotes de la tripulación y para el único baño de los laburantes, Memo y Willy hacen maravillas de sabor y variedad. Este desayuno ofrece una decena de posibilidades, a cual más apetitosa. Los turistas toman mucho jugo de naranja, cereal y té. Yo lleno una taza de café con leche, abarroto un plato con "porridge" y apilo en otro unas rodajas de piña, papaya y sandía. El problema empieza apenas me siento y miro con atención los manjares que me aguardan. De pronto siento que nadie en el mundo puede obligarme a comer esas porquerías.
Hay pocas cosas más difíciles de describir que un clásico mareo náutico. Abrazado al inodoro, con el amargo sabor de la humillación en la boca, uno nunca tiene ganas de andar describiendo lo que le pasa. De cualquier manera, no es algo que le tendría que pasar a uno. El mareo es para los flojos y los que nunca pisaron un barco. Y una vez pasada la pesadilla, lo que se busca es olvidarla lo más pronto posible y disfrutar por todos los poros de esa sensación de bienestar que sólo ataca a los que acaban de salir de un desperfecto corporal.
Por lo tanto, ni comer ni leer, ni pensar ni escribir. Esto lo estoy escribiendo el miércoles a la tarde, pocos minutos después de que el piso de la casa en la isla por fin se termina de balancear. Me costó cuatro horas sentir la tierra firme bajo mis pies.
Pero es el martes al mediodía y todavía falta mucho para que se detenga el mundo. Desde mi puesto de combate, con todo el universo moviéndose dentro de mi estómago, contemplo a los buzos. El grupo es heterogéneo. Hay dos ingleses documentalistas de la BBC, una pareja de luxemburgueses, dos abuelos alemanes, un canadiense, un gordito francés, y los yanquis, que además de ser mayoría trabajan con denuedo para que no se los ignore. Ah, y Christian, por supuesto.
Christian no para de hablar desde el primer minuto. Celebra a las carcajadas todos los chistes de Jim y sacude de gusto su cuerpo cerúleo y flaquísimo como un fósforo rubio. Es alemán pero habla bien el francés y el inglés, y se defiende (en términos lingüísticos, en la política de las conversaciones ataca) en español. La primera noche intentó sin éxito acabar con las reservas de cerveza del barco. El segundo día se pasea tropezando a cada sacudón, aún más pálido que antes. Pero así enfermo es tolerable. Piensa al hablar y escucha a los demás. Christian empezó a bucear hace cuatro años, en Malta. Desde entonces no se pierde el placer de las profundidades en ningún viaje de negocios o paseo. Puede recordar al menos 200 excursiones de zambullidas, del Mar Rojo a la Polinesia, de Florida a Belice y Filipinas. En la vida civil es vendedor de seguros para equipos electrónicos.
Una conversación sobre las profundidades bien puede ser superficial. La mayoría de estos privilegiados, que han recorrido los cinco continentes por sus bordes más impactantes, no suelen levantar la cabeza del nivel del agua. Al salir de la extrema especialización de sus trabajos, se zambullen en un hobby con ojeras. No viajan a países, a culturas ni a formas distintas de vivir, vestir, comer y divertirse. Viajan a mares donde el agujero de la escafandra les muestra sólo la sombra de sus compañeros y la presencia reconfortante de los peces.
Cindy es una esbelta y bronceada señorita de Phoenix, Arizona. Profesión: quiropráctica. Desde que un buen amigo le canjeó la salvación de su espalda por clases de buceo en una piscina, se hizo tan adicta como Christian. Lo que la lleva a recorrer el mundo como el Capitán Nemo no es la tenacidad alemana del fósforo teutón, sino una filosofía de vida basada en su profesión: No quedarse en tentativas ni sutilezas, ir directo al hueso.
Mientras el sol dora su piel ya cocinada, me entero que trabaja sin descanso desfaciendo huesos y toma una semana de vacaciones por año cuando mucho. Esta es la primera vez en diez años que deja su casa por dos semanas, y lo que la preocupa no son los pacientes ni la familia: es su pobre monito Macho.
Cindy ama a los animales. No encuentra incoherencias entre su apoyo decidido a la pena de muerte y su fervor por la protección de la vida animal. Aunque sabe que su mona es mucho más inteligente y ladina, todo su amor es para Macho, y tiene miedo de que él la repudie por haberlo dejado tanto tiempo con los siete monos de los padres de Cindy. Dos monos y un revólver es todo lo que necesita esta chica moderna para sobrevivir en sociedad. "El revolver es para matar al que intente entrar a mi casa. Prefiero matarlo, porque si lo hiero por ahí me hace juicio por el daño y me gana".
“Ajá”, comento. No le pregunto a quién votó.
Se pone el sol y desde la cubierta superior del Okeanos se aprecia el horizonte entero y la mitad del cielo. Descubro que el mareo baja mucho cuando estoy mirando el mar. Después de dorarse generosamente al sol, Cindy me pregunta cuál es mi camarote. No tengo, le confieso. Me invita al suyo y no puedo dejar de pensar que su tranquilidad se debe en parte a que debe andar armada.
Antes de arrojarme en la cama sin haber probado bocado en todo el día, converso brevemente con el capitán Francisco Marín, baqueano de tormentas y temporales. Las olas no lo afectan, y se pasea por el puente de mando sonriente y seguro, como si estuviera en un bar del centro. Wilfrido está a su lado, aprovechando cada momento para aprender de los que saben. Los dos se encaraman sobre el radar. Marín hace un comentario sobre el radar interno que tienen las grullas y patos para encontrar la isla en medio del océano, sin perderse nunca. De las aventuras con pájaros se pasa a las historias de tiburones, pero para ese entonces mi radar interno indica el claro norte del camarote y el colchón.
En el pasaje bamboleante desde el baño de la tropa hacia el camarote de Cindy alcanzo a ver una, después dos, al fin seis ballenas piloto pasando delante de la quilla, en perfecta formación contra las olas iluminadas por la luna. Marea ver tanta agua.

CUATRO: EL DESEMBARCO

Miércoles 16 de noviembre
El mareo no se fue, el mar sigue ahí, el barco es el mismo, pero hay algo nuevo y maravilloso. Al asomarme a cubierta, la veo por primera vez.
Estamos frente a la Isla del Coco.
Es muy pequeña, con una forma redondeada con punta, como un casco alemán de la Primera Guerra Mundial. Muevo la cabeza y la puedo admirar entera, verde e inmensamente viva. Primero son las garzas blancas volando sobre los acantilados. Después las cascadas, los túneles en la piedra, los árboles que se pierden en valles y cañadones.
En la cubierta, termina el tiempo lento de la noche y las cosas vuelven a pasar con rapidez. Un señor moreno y regordete y un muchacho sonriente se acercan en una lanchita a motor mientras Mario dispara sus instrucciones para el primer buceo y los turistas controlan el equipo, cargan las cámaras de video o se prueban los trajes de goma. Wilfrido me indica que tenemos que sacar nuestros bolsos y bajar a la panga. Sin despedirme de nadie, ya estoy en otro mundo, el de los dueños de la isla.
El Okeanos se va perdiendo en el mar. Nos alejamos entre escupidas de agua salada. Abandonamos Bahía Chatham, donde había anclado el barco de buceo, pasamos entre la isla y el Islote Manuelita, refugio de los pájaros, y al dar la vuelta a la Península Presidio se ve la playita de Bahía Wafer, los cocoteros, la desembocadura del Río Genio, la casa, el caminito de piedras y las tres glorietas con hamacas de siesta. (Los nombres los iría aprendiendo después; en ese momento lo único que ví fue tierra firme y el fin de la licuadora interior).
* * *
Pero la llegada no es nada fácil. La marea está baja y hay que tirarse al agua con las olas subiendo desde la altura del ombligo hasta los hombros. Llevo la mochila sobre la cabeza y el bolsito en una mano levantada. Me acerco a la isla de la misma manera que deben haberlo hecho piratas, balleneros y buscadores de tesoros durante cuatro siglos: puteando las piedras puntiagudas del fondo.
Wilfrido ya está como en casa. Desde ese momento, y ávido por demostrar que se ganó el puesto, levantará más pesos que nadie, hará más viajes, "breteará" más que ninguno, meterá mano en el motor averiado, buscará maneras de llenar más eficientemente los tambores de gasolina.
Todos se alegran de verlo.
Todos son, a saber:
Felipe Avilés: Macizo y retacón, piel curtida y endurecida por generaciones, dotado de la profunda sabiduría de la risa, trabajador incansable, gorrito blanco de campesino arrojado al mar, generosidad incorruptible y una sola avaricia: el puesto de honor en la hamaca de la glorieta, a la hora de la siesta. En cada salida con la lancha encuentra una excusa para acercarse al Okeanos a pedir "combustible". El truco siempre resulta; no termina de amarrarse cuando ya están volando las latas de cerveza.
Leonardo (Max) Aguilar: Risotada de payaso por vocación y seriedad del país profundo, agilidad de gato montés, amor por los espacios abiertos y la independencia, y todos los sentidos abiertos ante las historias que capturan su imaginación. En la pangüita, en una de las inolvidables recorridas alrededor de la Isla, me pide que le cuente la historia de su camiseta, regalo de una tripulación griega. Es la batalla entre Aquiles y Paris frente a las murallas de Troya, altas como los acantilados del Coco. Sus oídos, su boca y sus ojos oscuros se abren en éxtasis ante las hazañas de las huestes de Agamenón, las veleidades de Helena y los arduos viajes de Ulises y Eneas.
Hugo Figueroa: "¿Quién me va a interpretar cuando hagan una película con tu libro?", pregunta "Huguito" desde su personaje de loco lindo escapado del mundo de la ciudad, al que nunca deja de pertenecer. En el bote donde siempre pasan las cosas, Hugo pone cara de galán en apuros mientras se bambolea a fuerza de muecas. Él quiere ser Antonio Banderas. Yo pienso más bien en un joven José Sacristán, un trasplantado de los setenta que intenta seducir con su conversación porque descree de las posibilidades de su imagen (y del poder de la imagen en general). Por supuesto, es el más consciente de su imagen. Su juego es la inteligencia disfrazada de simpatía.
María Blanco: Es imposible no notar la sensibilidad sin murallas de María. Matar una araña, calcular las idas al continente o recibir elogios por su comida son momentos de extrema felicidad o intenso sufrimiento, y María los vive como dentro de su propia telenovela. Orgullosa en su uniforme de parques, coqueta y feroz al dominó, eternamente protestando porque no la dejan salir de la cocina, fuerte y débil a la vez. La sensación es curiosa: parece que al menor contratiempo María se puede desarmar como un castillo de naipes, para volver a armarse siempre enseguida.
Francisco Vargas: El voluntario del mes. Los más viejos ya no se acuerdan de tantos voluntarios que pasan, dejan canciones, anécdotas y manías y renuevan siempre la maravilla del primer descubrimiento. Francisco es conductor de bus en la línea San Isidro el General-Quepos, un camino espantoso de largas curvas y grandes huecos. Alto, pelo claro, barba rala, cabeza y cuello sólidos, levemente inseguro, le faltan 20 días y no quiere abandonar la isla. A la noche nos sentamos en una de las glorietas frente al mar. Francisco toca muy bien la guitarra, canta suave y melodioso canciones folclóricas costarricenses y tristísimas rancheras. En todas las canciones las mujeres se van y los hombres las esperan, aunque no haya esperanza.
* * *
Después del abundante almuerzo -carne picada con arracache, arroz, frijoles, ensalada- nos tiramos en las hamacas bajo el toldito, casi al borde de la playa. La brisa marina es suave y olorosa.
El descanso de mediodía es el tiempo de las historias. Esta vez le toca a las borracheras. Los personajes son Joaquín, un director atípico que siempre está haciendo y diciendo cosas extrañas pero que todos admiran y respetan, un Felipe que rie con toda la panza al recordar sus aventuras etílicas, y el viejo Wilfrido. Después Wilfrido junior muestra a todos un pequeño album de fotos que contiene tres retratos de una adolescente de cachetes rozagantes: su novia.
A la tarde, mientras Felipe, Willy y Max vuelven al barco a buscar cajas y cilindros de gas, yo camino por la playa descalzo y ligero. Hay una franja estrecha de arena cubierta de troncos, con la selva cayéndose encima como una ola inmóvil. Llueve delicadamente y el mar está calmo. Atardece muy pronto. Lo anuncian las chicharras y el ruido del generador de la casa.
Cuando vuelvo, iluminado por la luna, María está terminando una conversación por radio y baja a la cocina peleando con el llanto. "Vamos a viajar juntos", me dice con una maqueta de sonrisa. "Yo no creía que fuera tan pronto". Mientras corta finas rebanadas de carne, le bajan dos lágrimas por las mejillas. Irse ahora significa quedarse en la isla para las fiestas de fin de año. María tenía otros planes, pero así es la vida del guardaparque.

CINCO: LOS PESCADORES

Jueves 17 de noviembre
Desayuno a las seis, por supuesto arroz y frijoles, café con leche, jugo de fruta y algún fiambre frito para despertar al hígado. A las siete ya estamos camino a la cascada, chapoteando en el barro con nuestras botas de goma. La tarea es despejar el sendero, y cada guardaparque blande con orgullo su machete. En medio de la selva les saco una foto: Wilfrido, Max y Francisco acercándose entre la maleza con cara de malo y machete en alto. Créanme que estaba buena, porque fue robada en Puntarenas, junto con la máquina y todas las fotos que saqué de ahí en más.
El camino es barroso y empinado, con cruces de ríos y arroyos pisando piedras resbaladizas. Hay que trepar agarrándose de las raíces y bajar de culo, mirando bien donde se pisa. En esta parte de la isla abundan los helechos, los musgos y las copas cerradas de árboles donde conviven pájaros, insectos y mariposas. Luego de trepar y destrepar una serie de piedras grandes, llegamos a la cascada: una caída de agua cristalina de casi 50 metros de alto. La piscina natural es
honda, pero debajo de la cascada el agua llega a la rodilla y por la cortina de agua se ve a los muchachos nadando en calzoncillos, tirándose agua y gritando de alegría. "Esta es
la vida dura del guardaparque", dice Max. Pero aclara: "En realidad es el premio. Si no trabajáramos duro, el premio no sería tan bueno".
A la vuelta, Willy propone contribuir a la eliminación del problema del chancho, que amenaza con comerse todas las plantas y huevos que encuentren a su paso. Nadie sabe cuántos miles hay, pero en cada expedición se los ve escurrirse con un rebuzno de fastidio. Y nos largamos a bosque traviesa. Sigo a los guardaparques con una mezcla de excitación y pánico. ¿A qué cronista no le gustaría poder describir una escena fuerte, salvaje, dramática como la matanza de un chancho a machetazos? Sin embargo, en el fondo más hondo de mi ánimo esperaba que no lograran atrapar ninguno.
Estoy en el que ya es mi puesto de trabajo - el balcón del piso alto, con una mecedora y un escritorio, dominando toda la bahía, los peñascos y el horizonte - dispuesto a narrar las aventuras de la mañana, que por suerte no incluyeron ninguna matanza de chancho. A pesar de la media hora de holganza en la cascada, volvimos tan embarrados y sudorosos como cuando nos zambullimos en el agua fría. Dejo de escribir en este instante antes que me coman los mosquitos.
* * *
En medio del almuerzo llega Hugo desde el otro puesto de guardaparques en Bahía Chatham, como dos kilómetros al sur, con un nuevo ayudante. Hugo, Revelación Cómica 1993, fue un mes como voluntario para alejarse de una compleja separación. Joaquín Alvarado le ofreció quedarse como cocinero y él prolongó su alejamiento.
Pero Hugo todavía se presenta como "actor de la compañía El Angel", un grupo formado en San José por exiliados chilenos. También actuó con Alfredo Catania, el argentino director de la Compañía Nacional de Teatro. Argentinos, chilenos y uruguayos influyeron en más de una generación de artistas y público ticos. A Hugo lo influyeron en varios sentidos: entre chistes de argentinos e imitaciones del acento chileno, arremete con los grandes éxitos de Sui Generis con la misma facilidad con la que se las agarra con oscuras cuecas de Violeta Parra. Su pequeña caseteca en Chatham es una verdadera embajada cultural del Cono Sur en medio del Pacífico.
Marco, el encargado de Chatham, está en el continente, y Hugo se las arregla con un curioso compañero: Luisito. Alto y larguirucho, casi desnutrido, de buen humor y nariz importante, el muchacho proviene de una tradicional familia de pescadores de Puntarenas. Este era su viaje de iniciación en el barco capitaneado por su hermano mayor. La familia confiaba en que en esta expedición nacería otro buen pescador para continuar el linaje. Cuán equivocados estaban. El flaco no paró de vomitar en toda la travesía, y el mareo lo ponía cada vez más esquelético y pálido. Finalmente, optaron por dejar a Luis de ayudante de Hugo mientras duraban las jornadas de pesca, para después llevarlo de vuelta a Puntarenas - viaje que le producía, según confesaba avergonzado, recurrentes pesadillas. Cuando vuelva al continente, Luisito tendrá que reevaluar su futuro laboral.
Pasar por el estrecho entre la Isla del Coco y el Islote Manuelita siempre es difícil. El mar vive picado y la lanchita se zarandea con el oleaje. Traemos a Hugo y Luisito, Felipe se propone hacer andar la nevera que trajo el Okeanos desde San José, y además hay que controlar los papeles y anotar los datos de los barcos pesqueros anclados en Chatham. Hay seis, hamacándose dulcemente al amparo de la bahía, los marineros durmiendo la siesta luego de una ardua noche de pesca. Los barcos suelen abandonar su fondeadero entre 9 y 10 de la noche, colocan sus redes (supuestamente fuera de los 12 kilómetros de la zona de protección del Parque) y a la madrugada recogen la captura, reparan y guardan el equipo y vuelven a Chatham. Así hasta llengar la bodega, que les toma un promedio de dos semanas.
Nos acercamos a uno de los barcos, llamado Hipocampo. La primera impresión, que luego aprenderé a reconocer en todos los barcos, me ayuda a entender el "problema" del flaco Luis: entre la suciedad, el hacinamiento y las cubiertas descascaradas llenas de redes y anzuelos, la sensación más fuerte es la náusea. Por más que cubran su cacería diaria con metros de hielo molido, el tufo a pescado muerto apesta aún antes de abordar el barco.
* * *
En el camarote, dos hombretones curtidos se desperezan en mínimas cuchetas, una radio a pilas apenas deja adivinar los éxitos de la semana y el capitán comenta las vicisitudes climáticas con Felipe. Debajo de la cubierta, 180 cadáveres de tiburón se apilan en el hielo. Dos pescadores cortan los últimos aleta blanca: las vísceras son una sorpresiva venganza que cae por la borda, ante la que se arremolinan los peces pequeños. Las preciadas aletas van en una bolsa de plástico, las cabezas en un compartimento y el resto del cuerpo directamente bajo cubierta. El cortador y un compañero arrojan los cuerpos y el más grande de los marineros, puro botas, traje de baño y músculos, apalea nieve sobre las víctimas, con la cara sudando a mares y las manos congeladas. En una tragedia alegórica del Siglo de Oro, yo lo usaría para representar El Invierno (¿o tal vez El Infierno?).
El último tiburón es un martillo, con los ojos saltones a los costados. La semana que viene, un californiano tomará con mano temblorosa su pastilla hecha con el cartílago de este pez, esperando curarse el reuma; mientras tanto, un funcionario chino disfrutará una sopa hecha con la extraña cabeza; en su rascacielos de Tokio, un viejo verde japonés tragará su polvo hecho con la aleta disecada, rogando porque esta noche sí se le pare, y en su comedor en penumbra y bajo un poster de Jesús rubio, una modesta familia de Puntarenas masticará con brío lo que quedó de su pobre cuerpo tiburonesco. Entre todos, están acabando con los vertebrados más antiguos del mundo.
"Hoy agarramos 15 tiburones", me dice uno de los marineros. Hugo comenta que hay más de 50 barcos, y los que se ven acá son de los pequeños.
"El otro día decomisamos uno grande, colombiano, que tenía más de mil kilos de aleta ya secos. ¿Te imaginás la cantidad de tiburones que hay que matar para sacar mil kilos de aleta?", pondera Hugo para que lo oigan los pescadores. "Como sigamos así, en pocos años no va a quedar ni uno".
Los hombretones se encogen de hombros y siguen con su trabajo.
* * *
Del Hipocampo volvemos -yo al menos con alivio- a la panga. Pero ni una lanchita con motor fuera de borda puede llegar a la playa de Chatham. Max ata nuestra embarcación a una boya ubicada a 200 metros de la costa y nos subimos a una chalupita de madera, minúscula, inestable y llena de agua. Pero todo es material para bromas y risa, aún en medio de la adversidad náutica. Hugo y Max reman como posesos, yo me ocupo del tarrito y saco agua como un autómata. Con la última ola nos hundimos. Estamos tan cerca de la playa que terminamos sentados en el bote, con el agua hasta el cuello, llorando de la risa. Con esfuerzo mancomunado sacamos el bote a la arena.
El puesto de Chatham, escondido entre las palmeras, es mucho más adecuado que el de Wafer a los menesteres de un parque nacional. Mientras la casona principal fue construida por los guardias navales hace 20 años siguiendo el modelo de las oficinas administrativas de fuerzas policiales y militares, Chatham es producto de la colaboración reciente (1992) de guardaparques daneses, que crearon espacios habitables con mucha madera y mucha luz, aleros con viento, elegantes lineas diagonales y una sala de grandes dimensiones donde inclusive caben un par de hamacas.
Hugo muestra sus aposentos con orgullo. "Me cansé del teatro, del ambiente, de San José". Pero tanto se cansó que hasta los siete moradores de Wafer le parecían una multitud. Su único contacto con el mundo es una radio que alcanza hasta el otro puesto, y el botecito de remo. La caminata de un puesto a otro lleva menos de dos horas. Por las noches, Hugo escucha Serú Girán y Eric Clapton, lee la obra completa de Cortázar, mira largamente el mar y las estrellas, y está todo lo lejos del mundo que se puede estar.
* * *
Operación "refri": se supone que la novedad cambiará la vida de Hugo en su desolada comarca. El blanco monumento a la modernidad ya está puesto en la cocina, pero no funciona. Hay una válvula atrás que no cierra, y cada vez que intenta hacerla andar se escapa el gas. Revisamos el folleto técnico de instrucciones. En la parte de pérdidas de gas, el texto dice con la mayor seriedad: "Consulte al servicio técnico más cercano". Felipe se seca el sudor de la frente y mira por la ventana. La mar océano, curva y majestuosa. ¿Se imaginará quien escribió eso una situación como la nuestra? ¿Habrá algún lugar en el mundo donde el servicio técnico esté más lejos? Probablemente en la Antártida. Pero ahí nadie lleva refrigeradoras.
Felipe opina que hay que montarla de vuelta en el Okeanos y llevarla a Puntarenas. En eso aparece un grupo de okeaneros. Francisco Marín, el capitán, pregunta por qué no la probaron antes de embarcarla. A Felipe le entra el bichito del orgullo y decide hacer un último intento. Abren el gas, aprietan los botones correspondientes, encienden el yesquero y empieza una serie de explosiones. Antes de la última y en menos de tres segundos estamos todos escondidos entre las piedras de la playa. Pero no viene el temido ¡BUM! Apenas un PLOP que nos deja perplejos y humillados.
Cindy, el francés y los luxemburgueses comentan en la playa las maravillas submarinas que vieron la tarde del miércoles y esa mañana. Los demás no sintieron ni la curiosidad de bajar a tierra. Cuatro zambullidas diarias durante siete días es lo único que les atrae de la Isla del Coco.
La radio sigue sonando -ruido a lluvia y carraspeo- todo el tiempo. Es un recuerdo de la permanente comunicación con el mundo que molesta a Hugo. Nos despedimos, remamos hasta la panga y partimos hacia el Okeanos. Felipe está seguro de que se merece unas cervezas, y nadie lo va a contradecir. Jim Church hace morisquetas desde la cubierta.
Nos lanzamos al abordaje para que Marín asesore a Felipe en el uso del radar de la panga. En la cubierta están todos ocupadísimos. Jim Church y dos de las señoras con la nariz contra el visor de diapositivas, los ingleses limpiando el equipo, un americano alto y huesudo bufando frente a la pantalla que refleja sus movimientos inconexos con la cámara.
En la popa, cuatro turistas siguen encantados la travesura de Mario, que pende un gancho con medio pescado de una soga a medio metro del agua. Los tiburones saltan y pegan el mordiscón. Desde esta distancia se oye el rechinar de los dientes y se ve con claridad el brillo de esos ojitos fríos. ¿Cómo pueden disfrutar nadando entre estos depredadores prehistóricos?
* * *
Regresamos a Wafer, pero no se puede entrar al Río Genio con la panga, porque está muy baja la marea. La dejamos en la boya y seguimos viaje en un bote de madera apenas más confiable que el de Chatham. Aprovecho a hojear revistas hasta la cena.
En Estados Unidos hasta la manía más infantil tiene cuatro revistas. En la sala de radio hay ejemplos de al menos siete revistas de buceo. En una, "Skin Diver" (número de julio del 93) hay un aviso a dos páginas sobre la línea Aggressor: "Eat, sleep and dive" (coma, duerma y bucee):
"La línea Aggressor lo lleva a los mejores destinos de buceo. Nuestros lujosos hoteles flotantes le ofrecen excelente comida, buceo de primera y facilidades aduaneras en nueve países. Nuestra tripulación amistosa se ocupará de todos los detalles. Todo lo que tiene que hacer es... ¡COMER, DORMIR Y BUCEAR!
"Nuestro destino especial este mes es Isla del Coco, Costa Rica. Para el buceador experimentado, este ambiente fascinante le ofrece la excitación de bucear entre grandes grupos de tiburones martillo y aleta blanca, delfines, atunes y rayas. Nuestra excursión de diez días a bordo del Okeanos Aggressor transformará su viaje a la Isla del Coco en una extraordinaria experiencia de buceo y vida en el barco.
"La flota Aggressor incluye Bay Island, Belice; Islas Caimán; Isla del Coco; Galápagos; Kona en Hawaii; Palau y Laguna Truk en Turcos & Caicos".
* * *
Seis de la tarde del jueves. Iluminados por la luna y tras una opípara cena, Felipe, Willy, Max y yo salimos de patrulla nocturna. Primero casi nos hundimos en el botecito que nos transporta, entre olas amenazantes, hasta la boya. Max y Willy reman y yo achico. Felipe intenta salvar del agua una vieja escopeta del tiempo de matusalén. Espero que no haya oportunidad para comprobar lo que todos sospechamos sobre su efectividad.
Creía que el patrullaje nocturno sería corto. Son seis horas de frio y sueño, cada vez más lejos de la isla y más cerca de lucecitas en el mar que presumiblemente son los barcos. Max lucha con una radio que escanea frecuencias hasta dar con alguna que estén usando los pescadores. Cuando nos acercamos lo suficiente, Felipe prende el radar para comprobar que estén a más de cinco millas de la isla.
En medio de la llovizna y muy lentamente, nos acercamos a tres barcos (nos lleva una hora cada uno) hasta comprobar que efectivamente esta noche salieron de la plataforma protegida. "La semana pasada salimos tres noches, y las tres agarramos pesqueros ilegales", dice Felipe.
Apenas nos alejamos lo suficiente de la costa, por sobre las montañas de árboles aparece una luna llena tan brillante que cuesta mirarla a los ojos. La sombra de la luna se proyecta sobre el agua y podemos ver la brújula sin necesidad de linterna.
A medianoche empezamos a volver. Las piernas están entumecidas, y las gotas de la llovizna se mezclan con el agua que nos salpica desde el mar. El silencio es tan absoluto que se escucha aún sobre el ruido del motor fuera de borda. Cada tanto me doy vuelta para comprobar que la Isla del Coco sigue ahí. Dia por medio, año tras año y con medios ridículos, los guardaparques tienen que emplear la mitad de su noche en estos controles. Cansados y tambaleantes, se deslizan en sus catres en la penumbra, tratando de no acordarse de que en cuatro horas empieza otro día de trabajo en la isla.

SEIS: CASCADAS Y CABRILLA

Viernes 18 de noviembre
Son las cinco de la tarde, llueve a cántaros y los cuatro hombres están abajo, en las hamacas de la glorieta, sacando de la memoria siempre nuevas anécdotas. Francisco y Willy hablan de su ciudad, Pérez Zeledón, unos 100 kilómetros al sur de San José. Felipe recuerda cuando empezó todo y junto con Wilfrido padre prácticamente estuvieron a cargo del parque -bajo las barbudas órdenes de Joaquín Alvarado.
Cada siesta, bajo la glorieta separada del mundo por una cortina de agua, reviven hombres y mujeres que se bajan y suben de los barcos, compañeros borrachos, perezosos, tercos, laboriosos, ocurrentes o nostálgicos, decenas de accidentes, fiestas, visitas inesperadas y partidas tristes.
Ahora, en la voz de Max, se corporiza la saga de Kim la americana, Miguel el mexicano y la tica Yolanda, que acamparon ocho meses detrás del puesto para completar un laborioso estudio de biología. La aventura más festejada fue el día que navegaban por el estrecho entre la isla y el Islote Manuelita con un bote inflable y un tiburón, en loca cacería de un pececillo, les mordió la goma. Por suerte llegaron a la playa antes de que se les terminara de desinflara el navío.
Cuando me uno al grupo ya están con los daneses que el año pasado construyeron la casa de Bahía Chatham. Felipe cuenta la peripecia del esbelto Nils, que se clavó un palo puntiagudo en la pierna y tuvieron que coserlo sin anestesia. Felipe es un artista del cuento. Primero representa la cara de dolor del danés, después el apuro de los guardaparques, y por último se personifica a sí mismo cose que te cose.
Hoy amaneció lloviendo. Felipe, Max y Willy salieron de patrullaje y yo me quedé leyendo documentos y libros sobre la isla. Cada vez me apasiona más la mezcla de piratas, balleneros, buscadores de tesoros, maravillas botánicas, náufragos y la intensa vida del fondo del mar.
* * *
Después del almuerzo salimos a dar una vuelta en lancha. María nunca había circunnavegado su isla. Tampoco había hecho inspecciones, pese a ser tan guardaparque como el que más. Su compañero es Freddy, que ahora está en el continente.
- ¿Por qué no te lleva nunca tu marido?, dice Felipe.
- Idiay, no sé. Cosas d'él.
- Miedo a que se vaya con un marinero, dice Willy.
Así es como nos vamos Felipe, María, Francisco, Doris y yo. Hace un sol espléndido, que en poco más de una hora se convierte en lluvia torrencial.
Lo que anoche eran siluetas negras contra el cielo azul y estrellado, hoy son decenas de cascadas entre las rocas, mil tonos de verde, palmeras meciéndose en las playas y árboles escalando las paredes más escarpadas, gaviotas volando al ras del agua, zambulléndose sin miedo y a veces saliendo victoriosas con un pez retorciéndose en su pico. Desde la lancha también vemos tiburones, delfines y hasta una tortuga que alarga la cabeza fuera del agua mientras su enorme caparazón se adivina moviéndose bajo las olas.
Cerca de los barcos pesqueros, muchos peces de colores, azules o negros con rayas amarillas, o con pintas rojas, se arremolinan esperando la limosna. Hay cinco pesqueros en la bahía. Casi todos están en plena siesta descansando de una larga noche de faena. En realidad, todos menos el coreano Kim.
Detengo la escritura. Levanto la cabeza. Una enorme araña peluda se acerca por la pared que separa el cuarto de la radio de la baranda ventosa donde mi lapicera hace esfuerzos por adueñarse del inmenso paisaje. La araña se dirige sigilosa hacia el rincón. Ahora se detiene. La lluvia amainó un poco. A través de la ventana, la radio sigue sonando datos en sordina, y por la vigas del piso se cuela el olor a pescado frito, pleno y picante, como el aroma sólido de algo blando y sabroso. Hoy hay un manjar especial: cabrillo.
¿Cómo conseguimos esta exquisitez (del tamaño del dorado y la consistencia de la merluza), cuando quedan muy pocos y no se permite pescarlos en la zona de protección? Ese es el secreto y la estrategia del coreano Kim.
* * *
En este recorrido la parte de control de pesqueros es corta. En los otros barcos se baja Felipe con Francisco y conmigo, los capitanes somnolientos contestan las preguntas, se llenaba la planilla, se entabla alguna conversación intrascendente. Pero Kim no se va a perder la oportunidad de quedar bien. Aún antes de amarrar la lancha, el coreano -que Felipe está seguro que pesca dentro de la zona, pero nunca lo pudo agarrar- se acerca obsequioso con un plato, una servilleta y dos deliciosos pedazos de cabrilla empanizada. Cuando nos vamos nos da una bolsa plástica con dos cabrillas enteras.
- Este esconde algo, pero es muy vivo, dice Felipe.
- Los que no están muy vivos son los marineros, comenta María. ¿No vieron lo flacos que están? Todos los demás barcos tienen marineros barrigones. A los de Kim se le ven todos los huesos.
- El otro mes vine a la isla en el barco del chino, dice Felipe cuando amainan las carcajadas.
- Dos días más tarde le saqué una línea tendida dentro de la zona de protección. Me di cuenta que era de él porque a la mañana pusimos la radio y lo escuchamos insultando a los otros pescadores, preguntando quién le había robado las líneas; pero a la tarde vino de visita y vió sus aparejos en el galpón, y ya no se quejó más.
Parqueamos junto al Okeanos. El maquinista nos trae seis gaseosas heladas. Todo está tranquilo. Desde una reposera, Christian agita la mano en un saludo mientras mordisquea su pipa. Jim Church, como un director de escuela solo en medio del patio, hace una reverencia y una venia cómicamente militar.
- ¿Dónde están los demás?, pregunta Doris.
- Exactamente debajo de ustedes.
* * *
Las garzas blancas vienen a morir a la Isla del Coco. Se las ve caminando por el pasto con mucha dificultad. Hoy vimos una en medio del río Genio. Se le mojaban las alas extendidas y no podía ni volar ni caminar. A veces se quedan paradas y con la cabeza hundida en el pecho. Otras veces se acercan a la playa y miran el horizonte como un viejo marino que nunca más se hará a la mar.
* * *
Arroz, frijoles y exquisita cabrilla. Cansados y con frío, Felipe, Wilfrido y Max salen de patrullaje después de la cena. María, Doris, Francisco y yo nos quedamos jugando dominó. Trato de variar el repertorio musical con un casete de Anibal Troilo que traje para la ocasión, pero Doris está muy nerviosa con la tormenta, y a cada rato le parece oír a su marido llamándola por la radio. Al final apagamos la música y salimos con Francisco a mirar el mar desde la glorieta. Cada noche, Francisco lee la Biblia.
- No soy de ningún grupo religioso, pero la Biblia guía mi vida. Busco una relación personal con lo que dice.
A los 29 años tiene una variada experiencia amorosa pero sólo una larga convivencia con una chica que terminó cuando "un día se hizo evangélica". Ahora vive con la mamá. Maneja un bus destartalado ocho horas todos los días, por un camino de montaña imposible, mitad asfalto poceado como un gruyere y mitad ripio y piedras. No tiene ninguna gana de volver.
El mar está picado y negro. Desde la glorieta no se ve ninguna luz en el agua. Las nubes tapan casi todas las estrellas. Nos vamos al cuarto. Max y Wilfrido duermen en unas cuchetas inestables, Francisco y yo en la otra. María duerme en el cuarto de la radio y Felipe y Doris en la pieza del fondo. Como hay una sola vela, yo me acuesto en el suelo al lado de la cama de Francisco. El lee la Biblia, yo "Congo" de Michael Crichton. Me quiero escapar por un rato de la vida siguiendo la aventura selvática de un científico que habla con su mona, un mercenario africano y una buscadora de diamantes, y me encuentro con la realidad de la devastación: cada minuto se extingue una especie en el bosque tropical. Encima, el libro se escribió en 1980.
* * *
Mientras nosotros nos perdíamos por los vericuetos de nuestros best-sellers, los guardaparques tuvieron una noche terrible en alta mar. Los agarró un aguacero de temer y cuando ya estaban por volver, descubrieron una línea dentro de la zona de exclusión. A la mañana nos muestran su pesca con orgullo. Sacaron 17 millas de línea, docenas de anzuelos, dos palos con bandera y boya grande y unas diez boyas más pequeñas, anaranjadas, redondas y nuevas.
- Seguro que son del chino, dice Felipe.
En los anzuelos encontró carnada de cabrillo, igual a la que acabábamos de comer. Las líneas de nylon grueso cubren todo el piso de la panga hasta medio metro. Estaban desplegadas cubriendo más de un cuarto de la costa de la isla, desde la bahía hacia el este. A la mañana del sábado los tres andan tambaleándose, pero contentos. Quieren salir lo antes posible para verle la cara a Kim.

SIETE: LA SELVA Y EL BOMBARDERO

Sábado 19 de noviembre
Día de la gran caminata. Vamos a tratar de escalar el cerro Yglesias, la elevación más alta de la isla. El clima parece propicio. A las seis tomamos un desayuno tremendo -gallopinto, huevos, jamón, dos jarras de café con leche. Francisco, mi compañero de viaje, parece prever una jornada de hambre: porta una mochila con dos latas de frutas en almíbar, una lata de atún, un plátano machucado, un litro de agua, un sobre de granola y la radio por si nos pasa algo.
Casi al comienzo hay una de las pendientes más pronunciadas y largas. Como salmones de vuelta a casa, pero sin su destreza ni su resistencia, subimos por algo que parece el lecho seco de un río vertical, con piedras inestables y plantas espinosas por todo apoyo. Nos agarra en plena digestión y casi damos la vuelta. Con la cara roja y tragando aire por toda la boca, nos miramos para darnos ánimo.
Después el sendero mejora y cruzamos la selva más lluviosa y virgen de la isla, con árboles forrados de musgo y cubiertos de bromelias donde anidan oscuros pájaros entre florcitas blancas y líquenes acuosos. En medio del viaje, ya totalmente empapados de sudor, ni nos asustan los cuatro chanchos salvajes que graznan a nuestro paso. A pesar de que los libros cuentan que estos chanchos son descendientes de los domésticos que los balleneros trajeron en 1796, no se les ve nada casero; tienen filosos colmillos que les suben de la quijada y que les ayudan a arrancar las raíces.
A las tres horas de subir y bajar por el barro y entre cañas y lianas, llegamos a la cúspide del cerro Pelón, desde el que se divisa el mar hacia el norte y hacia el sur. Al oeste la ladera baja abrupta, y vuelve a subir aún más empinada para terminar en un cerro más alto.
Según Francisco, en este punto la mayoría de los caminadores emprende la retirada. Lejos de amedrentarnos, ese dato nos infunde nuevos bríos. Decidimos dejar la mochila con las latas escondidas no muy lejos del sendero y seguimos viaje. La ladera del cerro Yglesias está cubierta de un follaje denso y húmedo. Cuando ya nos estamos desanimando, los árboles se abren como por arte de magia y una señal en madera indica que hemos llegado.
"Desde la punta del cerro van a ver toda la isla y el mar por todo lado", nos había entusiasmado Max. Pero estamos en medio de una nube, y todo lo que se ve es blanco y esponjoso. Empieza a llover. Nos guarecemos debajo del árbol más grande, donde descubrimos una lata que alberga un cuaderno y un lápiz.
En el cuaderno hay anotaciones de Kim y Yolanda donde dicen que vinieron a estudiar el comportamiento de los delfines. También hay un serio mensaje de Wilfrido, con una caligrafía de escolar aplicado, donde dice que tiene 21 años, que vino con su padre y que se acuerda de su hijo.
Aguardamos media hora, pero la nube no se va. Nos terminamos el agua y empezamos a bajar. Desviándonos un kilómetro por una senda en una ladera muy empinada, apenas adivinada entre los árboles, tratamos de llegar hasta los restos de un avión de la Segunda Guerra Mundial.
* * *
Esperaba encontrarme con un espectáculo de terror, de muerte y desolación, hierros retorcidos y alguna calavera sonriente. Nada de eso. Lo impresionante es el avance de la selva, que está en pleno proceso de tragarse a este intruso como una ola vegetal que avanza lentísima.
Hace 50 años esto era un avión de combate. Hoy son planchuelas de metal cubiertas de musgo, una cabina donde crecen hojas y prosperan los insectos, son pedazos de vidrio y goma que van adquiriendo el color verdoso grisáceo del conjunto. Sólo los restos de la estrella blanca, el círculo rojo y el rectángulo azul de la US Air Force parecen extraños y fuera de lugar en la Isla del Coco. En 50 años más no quedará nada.
Ana María Tato, la jefa legal de Parques Nacionales, fue parte de la delegación que, en 1989, cuando descubrieron el avión, vino a levantar el acta y sacar los cuerpos. "Caminamos dos días hasta el avión. Los huesos estaban vestidos y en sus puestos. Dos tenían puñales dentro de las botas, que era lo que mejor se conservaba".
Las viudas de los aviadores llegaron en un barco de la Armada estadounidense para una emotiva ceremonia de despedida. Una de las ancianas se alegró de que su marido haya descansado todos estos años en un lugar tan bello y tan lejos de la guerra a la que no le vio el final.
En su pequeña oficina de San José, la señora Tato recuerda la aventura con una sonrisa nostalgiosa. "Había tanta paz en esos muertos. Sólo me inquieta una duda. Todos los relojes estaban parados en las diez. ¿Serían las diez de la mañana o de la noche?" En la oficinita de la ciudad la pregunta no tiene mucha importancia. Pero ahí, en lo profundo de la selva, me parece vital saber si el avión en llamas, los ojos desorbitados, los últimos llantos, la sorpresa de los pájaros y los chanchos de la isla, fueron bajo el sol de la mañana, a la vista del agua resplandeciente, o sobre la oscuridad que vuelve al mundo aún más desconocido.
Hay una lagartija parada en lo que supo ser un ala. Me acerco para sacarle una foto; me acerco más, casi la toco y ella ni se mueve. Evidentemente los humanos no la asustamos. El avión es suyo.
- No lo pudimos hacer arrancar, le digo a Felipe en la cena. Felipe siempre bromea que cuando logre hacerlo arrancar, se va a ir de la isla volando.
- Es que yo tengo la llave, retruca con una de sus características carcajadas.
* * *
A la vuelta ya estamos demasiado cansados para pensar en otra cosa que en el fin de la travesía. Los pies nos llevan solos, comemos sólo las frutas en almíbar -para no llevar tanto peso- y matamos a los chanchos con la indiferencia. La última parte del trayecto ya la sé casi de memoria. Es la misma que hicimos ida y vuelta para la cascada. Tiene un árbol hueco tan grande que el sendero pasa por el medio.
Además de las pisadas y la senda abierta a machete, hay cintas rojas cada tanto para guiar al caminante. Sin embargo, Wilfrido dice que hay que desconfiar de las cintas, porque las hay muy viejas que son marcas que dejaban los buscadores de tesoros para no perderse.
Estamos de vuelta en casa, y yo acabo de tomar nuevamente posesión de mi atalaya. Vemos como natural el hecho de no habernos encontrado con nadie en todo el trayecto. Hay que caminar horas y horas para tener conciencia física del hecho de estar en una isla habitada sólo por seis personas en dos ínfimas bahías. Y no hay en todo el país un lugar más costarricense. Felipe, Doris, Max, Wilfrido, María y Francisco parecen ser un extracto de su tierra, ejerciendo soberanía a fuerza de jerga, acento y carácter. ¿Quién puede cuestionar la pertenencia de una isla donde hay una sola cocinera que sirve mañana, tarde y noche arroz y frijoles?
* * *
Es sábado, son las ocho de la noche y todos están durmiendo. Solo en la cocina, con la única compañía de los grillos, busco lectura para antes de subir a la cama. Sobre la nevera hay un libro: "Nuestras recetas favoritas", editado en 1986 por el Club de Damas Leonas de Moravia.
¿1986? Parece cuando mucho de los años 40. En la tapa amarillenta hay una señora parada en un comedor, con vestido, moño y cara levemente leoninos, pasándole un pedazo de pastel a un león de espaldas, cuya larga cola escapa por un agujero en el pantalón.
La presentación del sobrio libro de recetas cierra con unos versos de un tal Owen Meredith:
"Nosotros podemos vivir sin poesía, sin música y sin arte;
podemos vivir sin conciencia y sin corazón;
podemos vivir sin amigos y podemos vivir sin libros.
Pero no podemos vivir sin comer."
Es demasiado. Me voy a dormir.

OCHO: DONDE MUEREN LAS GARZAS

Domingo 20 de noviembre
Esta lujuria vegetal y la cantidad de plantas endémicas se debe a que la Isla del Coco es la única isla oceánica de América que alberga un bosque lluvioso. A veces el conocimiento es un consuelo. Hoy amaneció lloviendo a baldazos. Una espesa cortina de agua se levanta (o más bien se baja) a nuestro alrededor mientras comemos otra vez gallopinto con jamón y café con leche.
Max es un profundo admirador del gallopinto, y en especial de los frijoles. No recuerda un día de su vida donde no los haya comido al menos una vez. Le gustan mezclados con arroz y mucho culantro por la mañana, acompañando carnes o pescados y hasta solos y a cualquier hora, enteros o molidos untando crocantes tortillas de maíz. Se sirve otro plato y pone cara de deleite de película muda al llenar su enésimo tenedor.
* * *
Al lado del "quiosco" donde colgué la ropa ayer se murió una garza. Al acercarme veo a otras dos encaramadas sobre los restos, picoteando. Cuando paso a su lado hacia la glorieta, se alejan con un laborioso y corto vuelo, pero al ver que me quedo sin moverme, vuelven. Entonces puedo ver que lo que comen son insectos. El cadáver de su compañera está cubierto de bichitos.
Una garza más cerca de la muerte que de la vida, sin fuerzas ni para levantar el cuello y toda sucia de barro, se para sobre las alas muertas y picotea. Casi siempre levanta la cabeza sin nada en el pico y el corazón le late visiblemente en el pecho. Mientras escribo esto un pajarito marrón, el Pinzón de la Isla del Coco, que no existe en ningún otro lugar del mundo, pega saltitos por la mesa, a 30 centímetros de mi mano, como si supiera que estoy hablando de sus congéneres.
* * *
En esta isla no hay domingos ni feriados ni nada. Esta mañana hay que hacer mediciones para un futuro depósito de gasolina. Con estacas, cuerdas y escuadras, Felipe, Wilfrido y Max discuten los ángulos y medidas.
Max fue antes cartógrafo en el Instituto Geográfico Nacional; ero se cansó de la ciudad y el escritorio y hace ocho meses que es uno de los custodios de la isla deshabitada más grande del mundo. Su última "entrada" (viaje desde el continente) fue hace ocho meses. Saldrá en el Undersea Hunter el primero de diciembre, para volver el 23 y pasar aquí las fiestas.
Ahora se escucha el sonido estridente de la motosierra. Wilfrido está cortando un almendro que quedó dentro de la zona del futuro depósito. Lástima. Sus hojas se juntaban con las de los almendros vecinos para formar un techo vegetal entre verde y ocre que se podía percibir desde la boya a la salida de la bahía. Me vuelvo a asomar y lo están troceando. Requiem para un árbol viejo.
* * *
Almorzamos temprano y rápido y salimos con la panga blanca rumbo al Okeanos. Hay que tomar nombres y número de pasaporte de todos los pasajeros, y tratar de venderles camisetas, gorros y bonos de contribución al parque. Yo hago de vendedor y traductor. Cuando llegué era un periodista que quería ver la isla. En sólo cinco días la estoy representando frente a mis antiguos compañeros de viaje, a quienes cuento de los peligros inminentes y la historia fabulosa de este punto verde en medio del mar.
Los buceadores no están muy interesados en las camisetas. Tres norteamericanos dicen que ya compraron las del Okeanos.
- Al Okeanos ustedes le pagaron 2.500 dólares para traerlos a nadar entre tiburones. Hay tiburones porque con fondos mínimos los guardaparques no dejan a los pescadores salirse con la suya, les digo.
No obtengo mucha respuesta. Pruebo con la truculencia.
- ¿Saben lo que hay en esos barquitos?, les pregunto, señalando hacia los cuatro pesqueros que se bambolean en la costa sur de Chatham.
Nadie tiene idea. Entonces les hablo de los cientos de cabezas de tiburón, de las aletas disecadas que venden en Puntarenas por tonelada, de la panga y sus patrullajes nocturnos, de los 300 dólares mensuales que cobran los muchachos.
El francés pide entonces escuditos, que es lo que colecciona. No hay escuditos. Una alemana lamenta que falten talles XXL y Christian quiere que lo dejemos en paz. Finalmente, la única que compra es Cindy, cuya sonrisa resalta más porque está quemada como un camarón a la plancha.
Los ingleses de la BBC comentan entre bostezos que finalmente no van a hacer el programa de televisión. La fauna submarina de la isla no da para 30 minutos de documental. Sin contar otros gastos en el continente, entre los dos habrán invertido al menos 10.000 dólares. ¡Y no lo van a hacer! Con 10.000 dólares Joaquín y sus muchachos podrían tener un buen radar instalado en el cerro Yglesias para controlar a los barcos pesqueros desde la isla. Vuelvo a la panga con la carga casi intacta de souvenirs y sin sonrisa.
* * *
El siguiente punto en el itinerario es la versión pobre del buceo "legal" en traje de Batman y tanque de astronauta: el nuestro es el pataleo a ras de la superficie con snorkel, visor y patas de rana. Dejamos a Felipe y Max en Chatham y recogemos a Hugo. Wilfrido -de lejos el más joven- será nuestro capitán, y Hugo su contramaestre. Francisco y yo bajaremos cerca del islote Manuelita para ver un fondo del mar cercano y tercermundista.
Miro a Wilfrido dando órdenes y moviéndose con la elegancia que da la precisión. Es y no es el mismo muchacho tímido y retraído que me dio la mano en la puerta de Parques Nacionales y que hizo el viaje en la pickup escuchando a Walter mientras se atusaba el bigotito incipiente.
Me cuesta acomodarme el equipo de buceo. Entre el bote y la isla, maniobro con el visor que me aprisiona la nariz, y el snorkel que me inmoviliza la boca como un protector de boxeo. No me acostumbro a respirar soplando y aspirando bocanadas con gusto a plástico. A la primera sumergida largo aire por la nariz y se me llena el visor de agua. A la segunda, me hundo persiguiendo un pececito y me entra agua en el tubo. Cuando por fin logro poner todo en orden, desaparece la panga con Wilfrido y Hugo, Francisco se desvanece en su pataleo y el resto del mundo de arriba pierde relevancia.
De pronto todo es grácil y liviano. La vida en el mar es perfecta armonía de peces moviéndose en cualquier dirección con exquisita delicadeza. Un mundo azul y silencioso donde no existe la gravedad y no parece tener lugar la muerte. Un par de tiburones reposan en el fondo, una raya se aleja, decenas de peces con brillantes franjas blancas se mueven en manada alrededor de una piedra, un par de criaturas casi transparentes nadan muy cerca de mi mano y en el suelo arenoso del mar se pasea un "ídolo moro", un bicho tropical de un amarillo intenso surcado por dos rayas negras, con enormes aletas arriba y abajo que lo hacen más alto que largo. Estaría dispuesto a adorar a un ídolo así.
Pasa el tiempo de una forma distinta. No tengo frío ni calor ni problemas mientras sigo a ese pez hermoso en su apacible discurrir bordeando valles y montes del fondo del mar. Pero todo termina. Empiezo a entender a los buzos, aunque creo que con cuatro zambullidas por día durante una semana terminaría convertido en una estatua de sal.
* * *
Traemos a Hugo a hablar por teléfono (conectado a la radio) con su familia. Estamos en la lancha entrando a bahía Wafer y este es el momento en el que Hugo me pregunta por lo que estoy escribiendo y quién va a interpretarlo cuando estas notas sean una película de Hollywood.
En realidad, espero que nunca llegue a eso. La lancha tendría que explotar, los tiburones comerse a dos o tres, Jim Church (Mickey Rooney, por supuesto), sería un malo con dos pistolas -seguramente narcotraficante o islámico, los tipos de malos que le quedan a Hollywood- y al final descubriríamos el tesoro del capitán Morgan con la ayuda de Schwarzenegger.
Prefiero seguir sentado en el banco de madera de la casita de Wafer con una jarra enlozada llena de café, escuchando a Hugo que se acompaña en la guitarra en una cabalgata nostálgica por todos los éxitos de Sui Géneris.
María y Doris cocinan, Felipe llena la bitácora, y Willy y Max le dan de comer a los chanchos cautivos que no saben lo que les espera en Navidad. A falta de Hollywood, el que quiera imaginárselo tendrá que recurrir al antiguo, mágico y difícil arte de la palabra escrita.
* * *
Durante la cena tempranísima (cinco y media), Felipe me sigue explicando el sistema de control. Casi nunca se puede identificar a los propietarios de las líneas de pesca decomisadas dentro de la zona de protección. A veces ellos vienen a buscar sus líneas. Suelen decir que ellos las pusieron afuera, pero la corriente las corrió. Los guardaparques les proponen un arreglo: se les devuelve el material, pero ellos se comprometen a no volver a la isla.
Hace cinco meses Felipe encontró a uno de los barcos que firmó ese compromiso, La Foca, pescando directamente adentro de la zona. Presentó la denuncia, pero todavía no empezó el juicio. Hoy vimos al barco anclado en la bahía.
En un viaje a Puntarenas con Walter varios meses después, nos enteramos del resultado del juicio. El capitán fue sentenciado a pagar 4.000 colones (unos 25 dólares de la época), casi el máximo de lo que establece la vetusta ley, y allí terminó todo. Para eso, Felipe y otro guardaparque tuvieron que viajar para declarar, y se movilizó a la asesoría legal del ministerio.
Con infinito cansancio, los cuatro se calzan nuevamente sus capas negras y salen a la lluvia a patrullar. Seguramente bajará la marea, y tendrán que esperar a que baje, a las dos o tres de la mañana.
* * *
María y yo nos acostamos en las hamacas entre garzas curiosas mientras las nubes se van oscureciendo detrás de la selva enmarañada que rodea la bahía.
Ella estuvo de voluntaria en otros parques y se presentó enseguida al saber que había una plaza vacante en el Coco. Un jueves de febrero llamó, el viernes la entrevistó Joaquín y el domingo ya estaba navegando.
¿Cuál fue su reacción al llegar a la isla? Hoy le hice la misma pregunta a Felipe y se le iluminaron los ojillos. Abarcando con sus manazas las laderas verdes, las 200 cascadas y los patos aguja, me dijo: "Me deslumbró".
María en cambio estuvo una semana llorando. Se puso enferma, quería volver, se sentía demasiado lejos y demasiado sola. Poco a poco se fue acostumbrando y ahora está como en su casa. "Necesitaba alejarme de mi familia; es demasiado unida. Pero me encariño con la gente y hago familia fácil. Lo más triste es cuando se van. Es que soy muy sentimental."
Entramos a la cocina. En la grabadora suena una canción de amor eterno a alguna María. María suspira, arregla platos y sartenes y me implora que no aplaste las arañotas que trepan por las cuatro paredes. "Son buenas, no molestan y además matan a los zancudos". En la puerta me guiña un ojo y me confiesa: "Cuando nadie me ve, yo a veces les doy un zapatazo".
La cocinera se va a dormir y me deja solo con todo el bicherío, escribiendo los últimos garabatos del día en este cuaderno donde justo en este instante se está trepando un zanguango de seis patas flacas.
Ya está. Lo maté. A la cama.

NUEVE: LA SELVA OSCURA

Lunes 21 de noviembre
Día histórico. No porque vaya a pasar a la historia sino porque es mi primer contacto serio con la historia fascinante de los piratas, balleneros y buscadores de tesoros que pasaron por la Isla del Coco, dejaron su huella y siguieron su camino.
Después del desayuno de las seis leo un poco de la tesis de Historia de Raúl Arias Sánchez, uno de los libros y manuscritos que sucesivos investigadores y entusiastas dejaron en la oficinita de Wafer. Arias arremete contra todas las leyendas de tesoros enterrados menos la del gigantesco Tesoro de Lima, pero ese solo fue suficiente para hacer soñar a cientos de aventureros y llevó al alemán Gissler a vivir 36 años en la isla, buscando loca e infructuosamente un tesoro del que había oido en su juventud.
Arias dice también que el diario de uno de los piratas que anduvieron por el Coco, William Dampier (en cuyo honor se bautizó un cabo al sur de la isla), inspiró un libro que inventa una isla similar al Coco por su tamaño, vegetación y lejanía de las rutas usuales: el libro se llama "La Isla del Tesoro", de Robert Louis Stevenson, simplemente la mejor historia de aventuras que se haya escrito jamás.
Con fuertes recuerdos de tardes enteras sufriendo con Jim Hawkins y la fascinante ambiguedad de Long John Silver, abordo el "dingui", el botecito de remo que siempre se llena de agua antes de llegar a la boya. Son las nueve.
Pasamos a la panga y nos vamos para Chatham. Ahí Max y Wilfrido me llevan a ver inscripciones en las piedras. Hay grabados superpuestos, unos tan erosionados por las olas que apenas se leen, otros recientes. El más viejo es de fines del siglo XVIII. Las más visibles son, a la derecha de la casa, el elegante trazo en grandes caracteres que dejó la tripulación del ballenero Morgan en 1847, y a la izquierda, un elaborado dibujo que recuerda inscripciones griegas, dejado por la Expedición Cousteau en 1987. Arias Sánchez estudió todos los mensajes y comparó los nombres de los barcos con los registros del almirantazgo inglés. Su conclusión es que la gran mayoría son balleneros.
* * *
Me quedo a preparar espaguetis con salsa de tomate en la cabaña de Hugo. Max y Wilfrido vuelven a seguir con la construcción del depósito. En este rincón del mundo, la banda sonora combina viejo rock argentino con el ballenato pop del colombiano Carlos Vives. En plena digestión bajan a tierra cinco marineros de La Foca. Descansan, juegan al futbol en la playa antes que suba la marea, se duchan.
Fulvio Moncada, el capitán de La Foca, es ancho y moreno. Tiene la piel dura y curtida, y con diez años más de pescador puede que le empiecen a salir escamas. "La pesca bajó mucho en los últimos 10 años", dice don Fulvio. "Antes nos quedábamos cerca de Puntarenas, donde había para todos los gustos. Pero con la cantidad de barcos, cada vez tenemos que salir más lejos. Ahora vienen los japoneses y los coreanos con barcos grandes, y están acabando con el camarón". La Foca es pequeña, vieja, despintada y de apariencia frágil. Sin embargo, cada mes se aventura hasta el Coco, captura entre 120 y 150 tiburones en dos o tres semanas, y vuelve.
Goyo, uno de los marineros, dice que la pesca es uno de los pocos trabajos que van quedando para la población del puerto. "Nos estamos repartiendo entre nosotros el 40 por ciento de lo que sacamos. El resto es para el dueño. Vamos sacando unos 60.000 colones (350 dólares) por mes. Pero en tierra, los pocos que tienen trabajo ganan 40.000, no más."
"Nosotros ganamos entre 30.000 y 40.000", dice Hugo. "Muchas veces el sueldo nos llega tarde, estamos lejos de la familia, siempre en peligro, y nos piden que sepamos buceo, inglés, ecología, historia, manejo de armas, primeros auxilios y quien sabe cuantas cosas más. Un guardaparques sabía todas esas cosas pero lo contrataron del Undersea Hunter con 1.000 dólares por mes además de las propinas de los gringos".
Hugo revuelve pensativo los últimos espaguetis aguachentos, apenas coloreados por el tomate de lata. "¿Quién va a querer venir a trabajar acá? Esto es por un tiempo, nomás. No hay posibilidades de progreso. En cualquier momento te echan. Y encima hay que pelearse con ustedes, que están acabando con todos los peces".
"Cuando se acaben todos ya no nos vamos a pelear más", bromea Fulvio Moncada. Goyo no se ríe.
* * *
Baja la tripulación del Okeanos. Se trenzan en una encarnizada "mejenga" (futbol de potrero, en este caso de playa) con los pescadores. Hugo, que ya recuperó su humor, deleita a todos con una desopilante interpretación del coreano Kim: "¡¡¿Quién me lobalon linea, singüegüenza?!! ¡¡Fue usté, neglo feo!! ¡¡Me las van a pagal, singüegüenza!!"
Así pasa el tiempo, y cuando me quiero acordar, son las tres y media. Les dije a los de Wafer que volvería caminando y estaría de vuelta después del mediodía. Según todas las crónicas, la picada entre las bahías dura una hora y media, por lo que me apuro a despedirme de los muchachos y emprendo el regreso con mi camiseta, mis botas de hule, mi pantaloneta (remera, botas de goma y malla en mi idioma argentino), cámara de fotos, papel higiénico y anteojos de sol.
La media hora inicial es un gran disfrute. Por primera vez estoy totalmente solo en la isla. Subo y subo en zigzag, siguiendo las claras indicaciones, y en cada vuelta la vista de la bahía es más impresionante. Al tope de la cuesta hay un árbol orgulloso y extenso, desde donde se domina Chatham, el Okeanos, los pescadores, Manuelita, la costa rocosa de Bahía Weston. Otra foto perdida para siempre con el robo en Puntarenas. Esta juro que era para un afiche.
* * *
Aquí arriba el bosque es muy distinto al de la picada al cerro Yglesias. Parece inclusive seco, con coníferas, hadas, elfos y zorros de casaca roja. Un cuento de hadas europeo, donde el horror sólo ataca a los niños traviesos. Me recuerda a los bosques de la cordillera patagónica. Del otro lado de la isla había imaginado faunos tropicales danzando al ritmo de tambores africanos. ¡Tanta diversidad en una superficie tan pequeña! Perdido en estos divagues, avanzo cantando, contento de no subir más y dispuesto a atravesar una pradera en flor.
Pero arriba la senda no está muy bien marcada y las señales escasean. En un punto, casi a las cuatro y media, pierdo el sendero, dejo unas piedras y salgo a recorrer los alrededores. Encuentro cintillos de plástico atados a árboles y tenues marcas de pisadas. Continúo en esa dirección y cada tanto me confortan las marcas rojas. Con la satisfacción y el orgullo de saber manejarme solo en la selva, voy pensando en ideas para este cuaderno.

Hace tiempo discutíamos con un grupo de amigos un texto particularmente jocoso de Cortázar ("Lucas, sus divagues ecológicos" en "Un tal Lucas"), donde dice, si mal no recuerdo, que la naturaleza es aburrida, que lo interesante son los mitos, leyendas, historias, palabras, músicas e imágenes que le ponemos los hombres. Algo así como que escuchar por horas el canto del cucú, la tormenta en el campo y la calma que le sucede sin sorpresa no tienen ningún sentido. Lo fascinante es, por ejemplo, escuchar cómo Beethoven reinventó la lluvia, la tempestad y la calma en su inmortal Sexta Sinfonía.

Es difícil escribir de la naturaleza. El verde prado, el árbol altivo, el grácil pajarillo. ¿Y? Al menos los baqueanos y los biólogos pueden contar la estrategia del árbol, la vida íntima de los pájaros, la tozudez del pasto. Les dan personalidad, tiempo, sentido. En la literatura de ficción la naturaleza vive, palpita, habla, pese a que sea pura invención. Porque el bosque es, en última instancia, los miedos, los sueños, los anhelos del autor, y a través de la voz del poeta escuchamos la voz que murmura con el viento entre las hojas.

En ese momento me paro en seco. Me detiene como un mazazo el recuerdo de lo que me había dicho Wilfrido: los buscadores de tesoros han dejado muchas señales en los árboles y huellas, y los pasos de chanchos a veces se asemejan a senderos. Ahora lo entiendo todo. La débil senda que seguí la última media hora, punteada aquí y allá por pozos de esperanzados buscatesoros, no conduce más que a un nuevo pozo y una nueva frustración. El camino no sigue ni para adelante ni para atrás. Estoy en medio de la selva que ya empieza a cumplir su naturaleza de lluviosa, en plena montaña, oyendo levemente el mar por todas partes y sin la menor idea de dónde están las bahías. Estoy sin linterna, sin cortaplumas, sin agua, sin radio y casi sin ropa. Y se está haciendo de noche.
* * *
Durante dos horas busco la salida. Trato de encontrar el camino por donde vine. Creo ver promisorios senderos donde el pasto está aplastado por pisadas, pero no llevan a ningún lado. Me cruzo con más cintas en los árboles, pero éstas son sospechosamente viejas y de varios colores. Por todos lados me topo con paredes verdes que bajan abruptas, quién sabe si hacia algún desfiladero que castiga el mar o hacia un valle interior al que nadie ha bajado. En todas direcciones siento un rumor que puede ser el batir de las olas pero también el roce del viento sobre las copas de los árboles.
Por primera vez siento lo inhóspita que es la isla. Estoy en medio de un territorio profundamente desconocido, donde los árboles empinados y frondosos detienen el paisaje a unos pocos metros, y ayudan a la noche a descender más rápido sobre la selva.
Sin embargo, no tengo miedo. Me concentro. El bosque de la Isla del Coco no es peligroso, me repito. No hay felinos ni serpientes ni arañas venenosas, ni siquiera hormigas de las grandes. Hay sólo aves y chanchos asustadizos. Por si las moscas, corto una rama fuerte y flexible, le arranco las hojas y ramitas y con la última penumbra castigo pastos y hojas grandes a mi alrededor con mi nueva arma, para infundirme ánimo. Después me siento en una piedra a esperar. Probablemente hasta el amanecer. Confío en que durante la mañana alguien me encuentre.
La última vez que miré el reloj eran las seis. Desde entonces ennegreció tanto como sólo ocurre en la ciudad dentro de una habitación con las persianas bajas. Salvo cuando nos encerramos, los citadinos nunca experimentamos esta oscuridad absoluta. Pero la selva vírgen, con el suave rumor del viento y el canto rítmico de las chicharras, con las estrellas que se van adivinando entre las copas de los árboles, con su piso blando de hojas húmedas debajo de las cuales se siente la roca firme, con su aire cálido y maternal, no me asusta.
Pasar aquí toda la noche no es tan terrible. Hay barrios mucho más peligrosos en más de una ciudad que conozco. Me ayuda en mi espera sentarme a fabricar teorías. El otro día, en el Okeanos, hablábamos con Susan, la inglesa, sobre la forma que tienen los personajes de las novelas de Michael Crichton (Parque Jurásico, Congo, El Anillo de Andrómeda, El Sol Naciente) para salir de problemas más graves que éste. Antes que nada, ningún best-sellerista exige tanto currículum a sus héroes. Hay que tener por lo menos un doctorado en alguna rama nueva y promisoria, haber sido niño prodigio, no pasar de los 35 años y presentar un estado atlético envidiable.
Estos científicos brillantes encuentran sorprendentes usos para sus conocimientos teóricos en los momentos de mayor desamparo y peligro. Alan Grant salva a su grupo del ataque de un descomunal Tiranosaurus Rex por sus áridos estudios de paleontología, mientras que Peter Elliot evita que su comitiva sea destrozada por una horda de gorilas asesinos echando mano a sus avanzados trabajos en semiótica y comunicación animal. Ellos sabrían que hacer en mi situación.
* * *
Punzando el silencio sonoro de la selva, empiezan a oírse gritos de búsqueda como alfileres en la noche. Al principio los oigo lejos y no sé de dónde vienen. Pego un alarido y espero la respuesta. Grito otra vez. Se mueve entre árboles lejanos un tenue resplandor de linterna. Los gritos todavía parecen venir de todas las direcciones, pero tres luces comienzan a iluminar las copas verdes desde una cuesta que había descartado como posible salida. Ya se acercan.
- ¿Quién es? ¿Amigo o enemigo?, inquiero.
- Enemigo.
- Cuidado, que ando armado.
Levanto mi palo con punta en gesto de cazador bantú, me iluminan las linternas y Wilfrido y Max largan la carcajada. Me pasan una linterna. Entonces miro el reloj. Son menos de las diez. Tardaron apenas una hora en encontrarme.
Los muchachos avisan por radio la buena nueva, descansan un poco y emprendemos la vuelta. Parecen conocer el camino de memoria. A poco andar comienza uns bajada furiosa por piedras mojadas y hojas resbaladizas. Pierdo el equilibrio y doy tres vueltas en redondo hasta frenar contra un árbol. Siento que estoy alimentando historias para varias siestas de hamaca.
* * *
Al fin vemos, abajo y por un agujero en la maraña, la débil luz de la casa. Suena la bomba. Alguien pega los últimos martillazos del día. Emociona descubrir un enclave de civilización tan pequeño y desolado en medio de tanta naturaleza. Jamás hubiera llegado solo. María y Felipe me reciben riendo y me confiesan que estaban un poco preocupados.
Me baño largamente, considero los magullones y rasguños como si fueran medallas, degluto una sopa antológica y cuando todos se van a dormir, ocupo solo la hamaca de la glorieta grande. No quiero cerrar los ojos. Acabo de experimentar una gota del mar de soledad y contacto con el mundo natural a que estuvo acostumbrado el hombre durante casi toda su historia, y que los citadinos difícilmente encontramos hoy. Por una vez en la vida, por unas pocas horas, fui un animal más. Pero falta tanto para Tarzán...
Ya salió la luna y la montaña donde me perdí se vé como un manchón oscuro bajo las estrellas, tan lejano que parece cuento.

DIEZ: SIEMPRE LLUEVE EN LA PARTIDA

Martes 22 de noviembre
Me levanto a las cinco y media, con los sonidos afelpados de la selva y la humedad disipándose en la madrugada, pero los demás ya se fueron a sacar la lancha de patrulla hacia la boya, antes que baje la marea.
Hoy llegó el Undersea Hunter, el otro barco que trae buzos a la isla. Con la lancha Felipe, Wifrido y Max traen del barco grandes heladeras con carne y verduras, seis estañones de gasolina, cartas, periódicos, cajas con herramientas... Francisco y yo ayudamos a bajar todo a tierra. Los tachos de gasolina pesan muchísimo. Traen una soga amarrada a la manija de arriba. Hugo y yo pasamos una barra de hierro por la soga y llevamos un estañón entre los dos, cada extremo de la barra sobre nuestros hombres. Casi nos rompemos la espalda, para hilaridad de los demás. Mientras tanto, Wilfrido logra avanzar unos pasos llevando un estañón él solo. Su hombría está ratificada.
Los diarios, de hace casi una semana, traen noticias del continente. Parece todo tan alejado y banal. Creo que en diez días logré alejarme lo suficiente del mundo como para leer estas páginas manchosas con desapasionado cinismo. En sus cinco meses de estadía, Hugo no llegó a perfeccionar ese delicioso estado anarco-zen. Sufre como una madre por los avatares de su querida escuadra, la Liga Deportiva Alajuelense, que según parece perdió el domingo con Saprissa a más de 800 kilómetros de aquí.
El último viaje es para llevar la nueva refrigeradora del Undersea Hunter a Bahía Chatham. Hugo reza para que funcione mejor que la anterior, que casi vuela la isla.
- Es que Max dejó escapar demasiado gas, dice Felipe.
- Felipe corrió como en los dibujitos animados, casi rompe el récord de 100 metros planos, dice Hugo.
* * *
Es una mañana horrible, llueve a baldes y las olas levantan la superficie del agua como picos puntiagudos. Las gotas nos castigan la espalda con furia mientras bajamos la heladera a la plataforma en popa que usan los del Hunter para subir a los botes inflables. Tras un intenso trabajo con sogas y músculos, Felipe, Hugo, Max y Wilfredo se van a Chatham, mientras yo me quedo una hora entrevistando a la tripulación y pasajeros del barco.
El Undersea Hunter es más pequeño que el Okeanos, y el sistema de viajes hace que sólo compartan la isla el primero y el último día de cada estadía. Están una semana uno, la siguiente el otro, y se tratan con la amable y elegante competencia de dos caballeros que saben que hay Coco suficiente para ambos.
El capitán, un inglés cuya patria es el mar, menciona la pesca desmedida como el principal problema para su negocio. Sin embargo, comenta que desde que Parques Nacionales se hizo cargo de la protección, la población de peces aumentó.
Después de años paseando buzos por el Mar Rojo y de incontables experiencias bajo el agua en todos los continentes, el capitán piensa que la Isla del Coco es el último santuario virgen con gran cantidad y variedad de especies de agua salada, el último gran sitio que queda para la gran aventura submarina.
Ann, que trabaja para la empresa estadounidense que hace las reservaciones para unos 20 cruceros de buceo y vida-a-bordo (incluyendo México, Belice y Costa Rica en América Latina), agrega que ésta es una de las pocas rutas para las que hay que reservar con más de un año de anticipación.
También el Hunter cobra 2.500 dólares por el viaje, y su público son, igual que en el Okeanos, buzos aficionados que escucharon de las maravillas del Coco por amigos que ya vinieron.
Yo pensaba que la gente del Okeanos era vieja, pero éstos les ganan. Sentado en una banca de madera bajo la lluvia, con el torso desnudo poblado de largos pelos blancos, Chris está concentrado en inspeccionar su equipo. Tiene 74 años, y piensa seguir buceando "al menos diez años más". Después de años de responsabilidades y desafíos empresariales, Chris ha puesto sus últimas energías en este deporte que parece rejuvenecer el cuerpo macizo y orangutanesco, de brazos largos y piernas flacas, con la forma extraña que adquieren los cuerpos de muchos altos ejecutivos en shortcitos.
Según el capitán, los sueños de bucear en mares remotos vienen de la juventud de esta gente. Sólo pueden hacerlo ahora, que cuentan con el tiempo y el dinero necesarios. La edad promedio son 50 años, y no es necesario estar en gran forma. Para Jim Church, justamente el secreto está en gastar poca energía, moverse poco y aprovechar las corrientes, mientras los tiburones hacen todo el trabajo.
* * *
Entre anécdotas de pescadores tremendos que con buques-factoría vacían el mar de camarones, cabrillas y tiburones, el cocinero enciende el televisor y suenan los acordes de algún poema sinfónico del gigantismo orquestal ruso. Es la respuesta "culta" de Avi Kapfler, el fotógrafo y videasta israelí dueño del Undersea Hunter, a los ritmos computarizados de la música New Age que usaba Mario para el video submarino del Okeanos.
No sé si es por la paciencia de Avi, por su reconocido profesionalismo o por la magia de la orquesta inflamada, pero parecen haber muchos más peces en este mar que en el del video rival. Docenas de mantas se mueven simétricas sobre el fondo lunar, cardúmenes de tiburones giran alrededor de las rocas buscando presas y, en una última escena, antológica, la cámara toma desde el centro del mundo submarino a decenas de patos que se zambullen en picada para pescar su bocado en una inmensa bola de pececillos moviéndose en círculo, mientras los tiburones aleta blanca y los delfines esperan su almuerzo más abajo. Como respondiendo a las órdenes de algún coreógrafo o impulsados por el frenético aleteo de los violines, el movimiento constante se vuelve cada vez más rápido y enloquecido.
En medio del furor submarino viene Felipe a buscarme. Salgo del comedor del Hunter y sigue lloviendo a mares. Me despido de los recién venidos y vuelvo al terreno conocido de la lancha patrullera. La panga se bambolea entre dos masas de agua. Al pasar frente al Islote Manuelita, vemos a los buzos de los dos barcos confraternizando a las carcajadas. Hasta Randy, que con su traje de goma a rayas amarillas resulta inconfundible a un kilómetro, viene saludando en el dingui del Hunter. Al llegar al Okeanos, explica que salió a la superficie lejos de su bote de goma, y pidió un "aventón" en la lanchita blanca del otro barco.
* * *
El último almuerzo es una sopa de pollo y verdura "para levantar muertos", como diría mi abuela. Para que la extrañen, María se esmeró en hacer un plato espeso, caliente, sabroso. Justo lo que necesitamos después de tanta mojadura. Empaco la ropa embarrada en la mochila, junto todo (menos la capa impermeable, que queda detrás de la puerta de entrada), garabateo los últimos recuerdos en esta libreta y salgo a compartir el tiempo de descuento con los muchachos.
Debajo del toldito del depósito, están cortando un grueso tubo de plástico para la base del nuevo almacén de gasolina. Pruebo cortar un trozo (no demasiado mal pero muy lento) y escucho con nostalgia profética la última serie de cuentos sobre la gente que pasó por la isla. Mañana ya estarán contando mi extravío en la montaña.
La lluvia amainó un poco. Subimos mis cosas y las de María a la lancha, junto con un cilindro de gas y un estañón de gasolina vacíos. Una docena de bolsas de basura -lo no degradable- subirá al barco dependiendo de la buena voluntad de la gente del Okeanos. El capitán Marín dice que sí, que por supuesto. La basura hará todo el camino hasta Puntarenas para demostrar el afan ecologista de los guardaparques.
Cuando todo está a bordo, Felipe, Francisco, Max y Wilfrido vuelven a la panga y desatan las cuerdas. La despedida es breve, práctica y simple. Se aleja la lancha, tan pequeña entre tanta agua, y me pregunto a cuáles de ellos volveré a ver algún día. Poco antes de oscurecer y mientras el barco empieza los ademanes de la partida, el cielo se despeja por completo y la Isla del Coco se ve entera, viva, con sus pájaros y sus cataratas. Después es una mole verde, cada vez más grisácea, como una piedra que se achica, como la caparazón de una tortuga inmóvil en medio del Pacífico, desapareciendo entre las brumas.
Así se alejaron de ella los piratas y los balleneros, los buscadores de tesoros, los aventureros y los pescadores, los modernos turistas y un puñado de voluntarios llenos de nostalgia. Acodado en la baranda, en la cubierta de un barco que se aleja, todos somos un poco Gardel cantando "Volver", sabiendo que veinte años son mucho y que nunca se vuelve.
* * *
Deambulo por los pasillos; ya conozco todos los recovecos de este pequeño planeta y a cada uno de los turistas y personal. En la cena, Jorg Hoffman opina que el viaje que están a punto de completar no es eco-turismo ni nada que se le parezca.
"Se abusa de palabras que empiezan con eco-", alega mientras corta una deliciosa porción de Filet Mignon. "Lo ecológico debe implicar un intento de cambiar el mundo y sus formas dispendiosas e irresponsables de progresar", agrega tras un buen trago de vino blanco. "Es tratar de lograr que todos puedan vivir bien, que haya naturaleza para todos y para la preservación de los ecosistemas. En cambio, este viaje es a un lugar natural pero no cambia nada. Es un viaje de placer, de aventura, una mezcla aceptable de lujo sin destruir lo que visitamos, una forma de sacarle plata a los ricos, pero de eco, nada".
Después de la cena, los turistas juegan a las cartas, estudian sus últimos videos, intercambian direcciones y cervezas. Sentados en las reposeras de proa, con todo el viento salado en la cara, Mauricio, jefe de máquinas, me cuenta de su hermano, que trabaja en un barco pesquero. Dice que gana tres veces más que él. "Yo estudié en Brasil, tres años con una beca que no alcanzaba para nada, y gano menos. Muchos marineros no tienen estudios ni preparación, no les gusta la vida en tierra, pero estando siempre embarcados no tienen posibilidad de cambiar de oficio".
Mauricio piensa que la represión de la pesca ilegal debe ir unida a una política de creación de trabajo en tierra, para darle alternativas a la gente. "Se van a dar cuenta de lo que hicieron cuando no haya más peces para pescar, y ahí ya va a ser demasiado tarde". "Crear trabajo en Puntarenas, eso sí que sería eco", digo, pensando en el discurso de Jorg Hoffman.
* * *
Cedo el lugar que me vuelve a ofrecer Cindy en su camarote a María, pero la chica de los monos dice que hay sitio para los tres. Las dos duermen en la cama grande de abajo y yo me acuesto en la cucheta de arriba, mirando por el ojo de buey la cambiante frontera entre el mar y las estrellas, sintiendo el arrullo de las olas.

ONCE: TIERRA FIRME

Miércoles 23 de noviembre
Salgo a la cubierta nublada y la primera imagen es la ya familiar figura de la joven inglesa doblada sobre el libro de turno. Susan McMillan es un portento de lectora. ¡La productora de la BBC terminó de leer "Congo" en un día y ya va por la mitad de otro Crichton! Cindy dice que Susan es simpática pero tímida, come sola en cubierta, sin dejar de leer, y hasta la descubrió leyendo en el dingui de goma, entre bajada y bajada a bucear.
Susan comparte mi idea de que los finales de Crichton son débiles y me advierte que "The Andromeda Strain", que voy promediando, es el peor de los que cayeron en sus manos. "Leo porque no hay nada mejor que hacer", dice. Pero a cada libro le encuentra más defectos que virtudes.
Contemplo el mar con alegría, en una plácida digestión al aire libre. Ya me curé de los mareos y pude disfrutar de la exquisita comida del chef Memo. María viene contenta a acostarse en una reposera. Christian no deja de darle charla en un indefinible castellano, pero ella parece no molestarse. Además, encontró un buen refugio en la cocina de Memo y William, donde aprende nuevos platos.
De a poco, los turistas van emergiendo de la siesta. George, un norteamericano de larguísimas patas flacas, pelo blanco y dientes para afuera, se pasea con "A Case of Need", suspenso médico del primer Crichton, de 1968. Evidentemente, no consultó con Susan McMillan. George es contador público especializado en impuestos. Cuando puede, se escapa en los Aggressor.
"Qué rápido pasó la semana", se despereza George. "Pero por un mes vamos a seguir en este mundo, con las fotos, los videos y los recuerdos". Ese es el truco. Tomar las vacaciones como un chicle y procurar mantener el sabor dulzón por el mayor tiempo posible. Para los que no trajeron costosos aparatos, Mario provee el video del viaje, acompañada por los repetidos acordes de su música preferida, una machacona melodía tecno que persigue a los peces como un tiburón hambriento. Cindy no duda en pagar los 20 dólares del video.
* * *
Pasa Randy, con unos pantalones anchos a cuadritos escoceses. Parece ya vestido para su próxima vacación, sumergido en el verde de un campo de golf. Todos están ocupados guardando aparatos fotográficos, trajes de goma, equipos de buceo, chistes y recuerdos. Es el momento propicio para sentarse a conversar con Jim Church.
Jim se queja de que cada vez la gente quiere ir a sitios más remotos y a escenarios más naturales, pero exigen las mismas comodidades que en el Sheraton. Son miles y miles que pretenden visitar lugares desolados sin molestar a los peces ni perturbar el ambiente. "Sin embargo, no se preocupan por lo que hace el barco, el uso de energía, las fuentes de agua, el tratamiento de la basura. Tampoco se preocupan por conocer culturas locales. Llegan al aeropuerto, los recoge el bus que los lleva hasta el barco, bucean y otra vez al avión. No estoy seguro que todos aquí sepan en qué país están", reflexiona.
Para él, la conducta de los pasajeros de este viaje -sólo cuatro bajaron a la isla una tarde, ninguno se internó en un sendero - es típico de estos paseos de buceo. "En Guam, en México o en Belice las culturas locales son fascinantes. En algunos lados los nativos hablan inglés. Pero lo único que les interesa a estos turistas es bucear. Probablemente ven demasiada gente el resto del año".
Church tiene un trato con la línea Aggressor. Por un precio extra, brinda su curso de fotografía y video submarino en un viaje al año en cada uno de los siete barcos (tres en las islas del Pacífico, tres en el Caribe y éste). "La fotografía submarina amateur va siguiendo el desarrollo de la tecnología. Casi nadie que no fuera profesional se animaba a meterse al agua con una cámara en los años 60. En 1972 dimos el primer curso con Cathy".
Desde entonces, y a pesar de su divorcio de la mujer con la cual escribió siete libros y más de 200 artículos especializados, el negocio sigue floreciente. "Ahora hay más instructores que los alumnos que había cuando empezamos". Pero la sofisticación de "lo último" necesario para no hacer papelones hace que los desarrollos de la técnica no abaraten la práctica del deporte submarino, sino todo lo contrario.
"Sigue siendo un deporte para ricos", dice Jim Church. "Lo que pasa es que ahora los ricos son más". A su lado, Randy termina de guardar strobes, lentes, cámaras y accesorios. Cierra con mucho cuidado el maletín de aluminio. Lo que hay adentro vale más de diez mil dólares.
* * *
Los pelícanos que se reflejan contra el sol del atardecer muestran que la tierra no está lejos. El barco llegará frente a las costas de Puntarenas en mitad de la noche, pero esperará a que todos disfruten del último desayuno con abundancia de cereales, frutas y jugos. Entonces van a desembarcar, van a caminar diez pasos y se van a sumergir en el bus que los llevará al aeropuerto y hoteles de paso.
A la noche vuelven a aparecer fotos de familia, tarjetas de presentación y discursos en voz alta sobre cómo estará la perra, si la nieta se habrá curado el catarro, la pereza de reincorporarse a la oficina, la infaltable mención de la nieve en Chicago, Portland o Dusseldorff. ¡Qué ganas de quedarse en el sol tropical!, suspiran todos, sabiendo que nunca lo harán.
Todavía están disfrazados de turistas, pero ya van adoptando la cara doméstica; a alguno le va creciendo la corbata; otro se va encorvando en la mecedora de su edad; a aquella señora se le va llenando la cada de hijos. Es hora de volver a casa.
* * *
Siete de la mañana del jueves 24. El muelle se acerca, los destripadores de pescado a un lado, el bus que espera a los turistas a la derecha, el pick-up blanco y puntual de Walter sobre el piso de tierra. Walter Madriz saluda con el sombrero. Es un viejo amigo con el que ya compartimos un secreto: el sueño de la tortuga inmóvil.
María toma el autobús a San José. Va de prisa. Walter tiene que hacer "unas vueltas", poner denuncias por pesca ilegal que no llegarán a nada, invitar a faneadores de aleta de tiburón y fabricantes de píldoras de cartílago a una reunión más, interesar al ejecutivo municipal en el nuevo Plan de Manejo. Lo acompaño.
Almorzamos frente al mar. Un pescado entero, frito y reluciente, de esos que todavía tienen ojos redondos de asombro. Tomamos pipa fría. Hablamos de mujeres, de futuros, de los años que pasan y los momentos que se escurren como granos de arena. El mar brilla con la luz del mediodía. Sopla una suave brisa. Nos quedamos en silencio. El horizonte es azul y perfecto. Un botecito se pierde entre las olas. Pagamos la cuenta y emprendemos el regreso.
Miro el mar por un instante antes de meterme al carro. Debajo del quiosco de palmas en Wafer, Felipe se debe estar sacudiendo de risa en su hamaca preferida.

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15 de enero de 2024
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Adiós Opera News

El correo electrónico me tomó de sorpresa. Era el editor de la principal revista de ópera de Estados Unidos, Opera News. F. Paul Driscoll, con la elegancia verbal que siempre acompañó su exquisito gusto en el vestir y su asombroso dominio de las voces y las historias del arte lírico, me decía que la revista cerraba. Que el directorio de la Metropolitan Opera Guild, la organización que maneja las actividades de los teatros del Lincoln Center en Nueva York, las temporadas del MET, las transmisiones en cines de medio mundo, las grabaciones, el templo de los melómanos de Estados Unidos, había decidido dejar de publicar una revista en la que yo llevaba colaborando más de dos décadas.
La crisis económica, la falta de auspicios públicos, la preferencia de los millonarios por otros espectáculos y diversiones, el desplome de las ventas de discos y videos, el envejecimiento de los públicos… la cosa es que mi amada revista desaparecía. Este mes salió el último número.
Los miembros de esta cofradía cultural, amante de una de las más antiguas bellas artes y de una disciplina que aúna canto sin micrófono, música orquestal y de cámara, teatro, escenografía, vestuario, y cada vez más video, proyecciones en vivo y las más variadas y actuales expresiones visuales, ya no tendrán su revista. A partir de ahora recibirán la pequeña revista Opera, la que durante muchos años fue la rival inglesa de Opera News.
A lo largo de más de 30 años de carrera periodística escribí en más de diez medios de cuatro continentes, en cinco idiomas, y de infinidad de temas. Pero Opera News era mi secreto, mi orgullo y mi refugio en tiempos oscuros. En sus páginas escribí regularmente durante 16 años, cuando vivía en España. Para pensar, armar, pulir y lustrar breves críticas en inglés me volví habitué de las creativas temporadas del Liceu y el Palau de la Música de Barcelona. Y me volví estudioso de la pluma de los grandes críticos del pasado, como George Bernard Shaw y Hector Berlioz, y los del presente, como Alex Ross, Anthony Tommasini, Pablo L. Rodríguez y Federico Monjeau.
Como corresponsal en España de “la Rolling Stone de la ópera” viajé infinidad de veces a Madrid – a veladas inolvidables en los hermosos teatros Real, La Zarzuela, Del Canal, y otras muchas veces tomé trenes y aviones a Valencia, Sevilla, Bilbao, A Coruña y el Festival de Parellada.
Desde mi mudanza al Cono Sur tuve el gusto de escribir sobre las funciones del Teatro Colón de Buenos Aires, donde nació mi amor por este género, y del Teatro Municipal de Santiago, una joya de arquitectura y una orquesta de primer nivel en la ciudad donde vivo.
Para Opera News cubrí los estrenos mundiales de Brokeback Mountain de Charles Wuorinen y The Perfect American de Philip Glass, y los estrenos en España de Doctor Atomic de John Adams y de Dead Man Walking de Jake Heggie, además de puestas en escena alucinantes de Robert Carsen, David McVicar, Stefan Herheim, Lluís Pasqual, Calixto Bieito, La Fura dels Baus, Michael Haneke, Herbert Wernicke, muchos de los más grandes directores de escena del teatro y la ópera de vanguardia.
Con la revista ocupé las plateas de legendarios teatros para sumergirme en el sonido de grandes orquestas bajo las batutas de Daniel Barenboim, Zubin Mehta, Lorin Maazel, Josep Pons, Sylvain Cambreling, Teodor Currentzis, Pablo Heras Casado y tantos otros.
¡Y los cantantes! La emoción profunda de escuchar por primera vez a Natalie Dessay, a Juan Diego Flórez, a René Pape, a Carlos Álvarez, a Ewa Podlés, a Matti Salminen…
Recuerdo cómo empezó todo: yo era un estudiante del Máster en Periodismo en la Universidad de Columbia en Nueva York, y decidí tomar una asignatura electiva que juntaba dos de mis mayores pasiones: la cultura y la radio. Para el trabajo final, se me ocurrió hacer un reportaje sonoro (era 1998, todavía no existía la palabra “podcast”), y jugando con las palabras que en inglés definen a la ópera y a las telenovelas (soap opera, porque según la leyenda, las primeras en Estados Unidos estaban patrocinadas por una marca de soap, jabón).
Mi idea era comparar estas dos artes cuyos públicos estaban en sitios opuestos en la escala social y de la distinción del gusto, como lo definía uno de los autores que yo transitaba en esos momentos, el sociólogo francés Pierre Bourdieu.
En mi programa de radio, yo mezclaba escenas de amor arrebatado, de peleas entre machos, de gritos destemplados y llanto inconsolable, que sacaba de CDs de ópera que encontraba en la biblioteca de la universidad y del sonido directo de telenovelas mexicanas que veía en el televisor de mi residencia universitaria.
Entraban y salían de mi consola las voces de Plácido Domingo y de los galanes de soap opera del momento, de Renata Scotto y de las divas millonarias que se disfrazaban de sirvientas enamoradas del patrón en la novela de la tarde. Y como eje de la narración, entrevisté a la directora de la principal revista de estos éxitos televisivos, Soap Opera Digest (una revista chiquita, de bolsillo, del tamaño del Reader’s Digest), y al director de Opera News, el atildado F. Paul Driscoll.
Las oficinas de ambos no podían ser más disímiles: un orden inmaculado de CDs y Long Plays hasta el techo y una cafetera bruñida y reluciente en el despacho de Driscoll, con vista al MET, y un cuarto lleno de humo, revistas por el piso, y reporteros que entraban y salían gritando las últimas novedades de la vida privada de sus estrellas en la oficina de la directora de Soap Opera Digest. Recuerdo cómo los presenté: a ella, con collares y brazaletes de colores; a él, con smoking azul petróleo y un corbatín de lunares – seguramente estaba a punto de cruzar la calle para ir al estreno de una ópera.
Para mi sorpresa, Driscoll vino a la presentación de mi trabajo, en la Lecture Hall (el aula magna de la Escuela de Periodismo de Columbia), se divirtió mucho, me dijo que nunca había notado cuán ridículo sonaba fuera de su ámbito estrecho de melómanos, y me preguntó qué pensaba hacer cuando me graduara. Le dije que Columbia me había contratado para abrir una escuela de periodismo similar a la suya en Barcelona, para enseñar periodismo práctico en español.
Unos meses más tarde, ya instalado en España, me escribió para proponerme cubrir el Festival Mozart de La Coruña, en Galicia. Todavía recuerdo la primera ópera que vi allá: una de las rarezas juveniles del genial compositor de Salzburgo, Zaida.
A la distancia, ahora pienso que esa era la prueba. La debo haber aprobado, porque desde entonces me convertí en el corresponsal en España. Era el verano de 1999.
Varias veces a lo largo de los 18 años que escribí para Opera News desde España, Driscoll me confiaba que algún importante crítico norteamericano o un millonario con veleidades líricas le decía que viajaba a Madrid o Barcelona, y que le ofrecía escribir sobre las óperas que allí se daban. Mi editor fue siempre leal conmigo y defendió mi posición: a todos les decía que no, que ya tenía a alguien allí.
En mayo o junio, cuando los principales teatros anunciaban sus temporadas, yo hacía una lista con las óperas que le proponía a Driscoll. Buscaba escapar de lo trillado: nuevas obras o el rescate de joyas olvidadas del pasado, la participación de directores de teatro o de cine que entraban en este nuevo mundo, el estreno de un papel por una cantante famosa, una apuesta arriesgada, algo especial. Intentaba que mi lista fuera acotada: no quería que perdiera tiempo considerando una nueva versión de lo de siempre sin riesgo ni lustre.
La época de oro de nuestra relación fueron los años en que el belga Gerard Mortier fue director artístico del Teatro Real de Madrid. Sus temporadas estaban plagadas de estrenos, sorpresas, desafíos, fue un actor cultural importante en la vida de la capital de España.
Cada mes la revista llegaba a mi casa: era una delicia ver mis críticas y mi firma en la preciosa revista, un derroche de papel cuché, entre fotos dignas de Vogue o Vanity Fair y ensayos que comparaban las historias de los músicos y los argumentos operísticos con la cultura, la política y la filosofía de los tiempos en que las obras fueron creadas o de ahora, cuando se montan puestas en escena para que estos clásicos nos digan algo a los públicos actuales.
Todo eso se terminó. No más Opera News.
Comparado con otros medios que se pierden en la profunda crisis económica y de lectores y de relevancia del periodismo, sobre todo el cultural, esta puede ser vista como una pérdida menor. ¿Cuántos somos los que perdemos esta revista de nicho, de un grupo cada vez más pequeño que se nutre y necesita el arte de Giuseppe Verdi, de Wolfgang Amadeus Mozart, de Claudio Monteverdi, de Richard, Wagner, de Gaetano Donizetti, de Georg Friedrich Haendel, de compositores actuales como Jake Heggie, John Adams o Philip Glass? Seguramente pocos. En Spotify y en Youtube, la música clásica cada vez ocupa un espacio más minúsculo.
Y, sin embargo, no puedo dejar de entristecerme. No sólo porque en Opera News trabajaban, además del aristócrata Driscoll, el irónico y erudito Brian Kellow, un Oscar Wilde de nuestros tiempos, la gran editora de fotos Elizabeth Dribben, de mirada certera para elegir siempre la mejor imagen, el joven reportero y solucionador de problemas de todo tipo Adam Wasserman. Una redacción aceitada como un coche de carreras, para producir una revista mensual en la que nunca encontré ningún error y sí mucho para aprender: de periodismo, de música, del arte de contar historias, de la vida.
Un adiós compungido a mi vicio secreto, a mi revista querida. Hasta siempre, Opera News.

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23 de diciembre de 2023

Editorial Siglo XXI (2013)

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Pasión y pertenencia: el extraño mundo de los fanáticos de la ópera

 

“¿Por qué ustedes los sociólogos siempre me preguntan si vamos a la ópera para que nos vean, para conocer gente, para ver amigos, para alcanzar un estatus profesional más alto y nunca se les ocurre preguntarme si voy a la ópera porque me gusta o simplemente porque la amo?”, dice José Luis, una de las fuentes de la tesis doctoral de Claudio Benzecry.
A partir de esta tesis en sociología en New York University, la primera sobre los amantes de la ópera en América Latina, Benzecry armó el delicioso libro “El fanático de la ópera: etnografía de una obsesión”, publicada en 2011 por University of Chicago Press y por Siglo XXI Editores en castellano un año después.
José Luis es uno de los casi cien operómanos, la mayoría argentinos, con los que el sociólogo construyó su teoría. Como fanático de la ópera que soy, este libro es mi biblia para internarme en el extraño mundo de los forofos, hoolingans, hinchas de la más erudita de las pasiones.
Benzecry, hijo de un connotado director de orquesta, estaba en realidad hurgando en una realidad en la que estuvo metido desde niño. Creció rodeado de músicos (en éstos, es evidente de dónde viene su enfermedad: es como el amor a la pelota por los futbolistas) pero también de amigos de sus padres, esos que sin cantar ni tocar ningún instrumento, esperan con ansia la próxima función, la visita de un divo, el surgimiento de una nueva soprano, la magia de una puesta en escena que les presente una obra que se sabe de memoria como si fuera nueva.
¿Por qué van a la ópera y no a un recital del cantante de moda que suena en las radios, o a una discoteca, o a la cancha de su club de fútbol, o al asado con amigos?
Algo debe andar mal, algo debe ser distinto y raro para que alguien quiera ir a la ópera. Como escribe Benzecry, la mayoría de los estudios académicos sobre los seguidores de este arte parten del concepto de “distinción” de Pierre Bourdieu. Esta gente debe ir al MET de Nueva York, el Covent Garden de Londres, al Palais Garnier en París o al Colón de Buenos Aires a juntarse con los de “su clase”, o acercarse a los de las clases altas.
De hecho, fue es en los palcos y los salones dorados de estos templos aristocráticos que se hacían negocios y se arreglaban matrimonios en el siglo XIX y la primera mitad del XX.
Ahí se entiende: esas etnografías las han escrito aquellos a quienes no les cabe en la cabeza que alguien vaya a la ópera porque le gusta pasarse cinco horas (a veces de pie, en las entradas más baratas) escuchando a señoras pasadas de kilos gritando su amor adolescente a un señor al que muchas veces le llevan una cabeza de altura.
La ridiculización de la ópera es uno de los chistes más repetidos entre los que nunca se pararon a escucharla. Decía Woody Allen que tras varias horas de escuchar una obra de Richard Wagner le entraban ganas de invadir Polonia.
El mismo Allen, con un gusto exquisito por el jazz, demostró su nulo conocimiento de la ópera al poner en una escena de Match Point a la familia millonaria a la que el joven arribista quería pertenecer en el palco de la ópera en Londres mientras la soprano canta un aria acompañada por un piano. La ópera que interpretaba era con orquesta en el foso. Solo hay un arreglo para piano cuando es un recital, no en las óperas escenificadas.
Cuando vi esa escena, pensé: este nunca fue a la ópera.
Pero no son así los fanáticos de Benzecry, y tampoco los de mi memoria y mis noches en la actual temporada del Teatro Municipal de Santiago. Nosotros no vamos por dinero, ni para lucirnos, ni para encontrarnos con los que pueden darnos beneficios y “contactos.”
Entonces surge otra posible respuesta de los no-operómanos: una sensibilidad extrema, edulcorada, propia de ese grupo que la mirada homofóbica identifica con los gays.
Les cuento una sorprendente casualidad cinematográfica: en 1993, sin que los equipos de producción lo supieran, en Cuba y en Estados Unidos se estrenaban dos películas en las que ambos protagonistas eran fanáticos de la misma aria de ópera, interpretada por la misma soprano.
En Fresa y chocolate, el profesor gay interpretado por Jorge Perugorria introduce a su joven discípulo en la rebeldía y el pensamiento independiente ante la uniformidad que imponía el régimen cubano, y por ser gay, debía escuchar una música que para el público cubano se identificara con el romanticismo extremo. En su viejo tocadiscos, le pone al joven la grabación de María Callas del aria La mamma morta, de la ópera Andrea Chénier, de Umberto Giordano. Callas canta en el extremo del desgarro y Diego, el profesor, sufre como si la madre se le hubiera muerto a él.
En Filadelfia, el abogado Andrew Beckett, interpretado por Tom Hanks, tiene SIDA, es despedido de su trabajo y contrata a su colega, Joseph Miller (Denzel Washington) para que consiga que se haga justicia. Bickett tiene un joven amante latino, Miguel (Antonio Banderas), y en el departamento burgués que comparten, escuchan la misma aria, en la voz de la misma María Callas, en la escena en la que el público debe entender que escuchan eso porque son gays.
Pero ¿hay que ser gay para que La mamma morta te rompa el corazón?
¿No es esta aria una expresión – más allá de las estéticas - de la tristeza más absoluta? ¿No es la voz milagrosa de la Callas la expresión de ese desamparo de la orfandad, cantada de una manera a la vez desbordada y cuidadosa al detalle de la precisión de una partitura? ¿No es eso una lección de arte para todos los amantes de las artes, de cualquier arte?
Recuerdo haber visto ambas películas en esa época. Seguramente fui el único en la función de la segunda que notó que estaban ilustrando el amor entre dos hombres con la misma música. Ahí pensé en la cantidad de colegas con los que hablo de ópera, con los que compartimos veladas en los pisos altos de los teatros y sesiones de escucha (primero en Long Plays, después en cassettes, luego en CDs y DVDs y ahora en streaming) que son homosexuales.
Tal vez el “salir del armario” haya llevado a los gays a vivir una conexión con su propia sensibilidad que a los heterosexuales nos cuesta, que a los hombres nos han podado en la infancia.
Por suerte hay muchos otros, como yo, que somos “hetero” y que, sin embargo, nos entregamos con fiera pasión a esta forma extrema de contar historias de amor, de odio, de poder y miseria, de angustia y alegría desbordante, de traiciones y lealtades. Historias que son como la vida pero que son contadas con música, con voces bellísimas que llegan lejos sin amplificación, con orquestas que mueven las butacas como un terremoto e instrumentos que suspiran con la suavidad de un felino en la alfombra. Con escenografías, vestuarios, diseños de luces que te llevan al corazón de la historia y te impactan directo en el alma cansada de la lucha diaria.
Por supuesto que esto no pasa siempre, sino en los mejores casos, como todo arte. Tampoco todos los partidos de fútbol ni los conciertos de tu banda favorita son memorables.
José Luis tiene razón: vamos por amor. Vamos para ser felices. Vamos para entrar en un mundo mejor que este.
¿Y quiénes somos?
Benzecry hace un estudio que le brinda resultados sorprendentes: los verdaderos fanáticos, los de los pisos altos y las entradas baratas, no pertenecen a la aristocracia del dinero, sino a una cofradía del gusto, de estar ligados al arte del pasado y las maneras en que artistas del presente lo preservan, lo reinterpretan, lo hacen vivo. Y se juntan para celebrar una ceremonia cultural que tiene bastante de religiosa. Algunos vienen de lejos (tengo una amiga que vive en pleno campo, en la Cataluña profunda, y viaja al centro de Barcelona para vivir su bocanada de aire fresco en el Gran Teatre del Liceu; otra que viaja desde una ciudad alejada de Santiago y se queda en casa de su hijo para poder disfrutar las funciones del Municipal). Otros caminamos al teatro, tarareando felices las arias que disfrutaremos en las voces que admiramos.
Algunos son académicos, empresarias, médicos, abogadas, otros – muchos – profesores de enseñanza secundaria; hay funcionarios públicos, pequeños comerciantes. La mayoría, sobre todo en América Latina, vienen de familias inmigrantes cuyos padres y abuelos tenían la ópera entre sus aficiones. Pero no todos: también hay quienes entraron en esta afición por amigos y colegas.
Y muchas son mujeres que van solas o acompañadas a vivir el arte que les llegó por su propia experiencia de escuchar y ver esta maravilla. Han tenido muchas barreras en este mundo machista, pero en los teatros han tenido más permiso para llorar.
En mi caso, todos estos orígenes son ciertos: mi abuelo Heinrich Herrscher, a quien no conocí, era un culto comerciante judío de Berlín que emigró a Argentina tras el auge del nazismo en su país. En el paraíso o gallinero del Teatro Colón, el último piso, de pie (las entradas más baratas), durante la guerra, escuchaba sus amadas óperas de Wagner con un sándwich en el bolsillo, para no desfallecer en los intervalos.
Para él escuchar a Wagner era no dejar que su arte sublime sobre la vida, la muerte y el amor fuera devorado por los nazis. Wagner era la vida cultural de Berlín que tuvo que dejar atrás.
En el colegio público al que fui en los 70, un profesor de música nos llevaba un lunes al mes en colectivo hasta la sala de ensayos del Colón, donde el erudito periodista cultural Juan Pedro Franze daba unas clases entrevistando al director, el pianista de ensayos y algunos de los solistas de la ópera de ese mes. Luego ilustraban las lecciones con fragmentos de la obra que tocaba.
Recuerdo vivamente cómo Franze y mi compañero Darío Eskenazi, hoy pianista y profesor en Nueva York, me enseñaron a apreciar una de las óperas más hermosas y complejas del repertorio, Pelleás y Melisande, de Claude Debussy. Después de esos lunes, las tardes de domingo íbamos con Darío a ver la ópera con más conocimiento y disfrute. Como no podíamos entrar sin traje y corbata, íbamos ataviados con los uniformes del colegio.
En la adolescencia seguí internándome en la ópera con mi compañero de servicio militar Jerry Brignone, otro melómano impenitente. En los tocadiscos de nuestras pequeñas habitaciones en las casas de nuestros padres nos sentábamos con los libretos de las óperas que venían en las cajas de los discos y discutíamos las voces, las versiones, y cómo nos imaginábamos poner en escena óperas que nunca habíamos visto. Nos recuerdo descubriendo los profundos temas del deseo y la traición amorosa en Così fan tutte, la jovial y amarga joya de Mozart.
En el libro de Benzecry hay muchas historias como la mía, y también las claves que permiten entender los lazos que se anudan entre los que mes a mes, durante años, coinciden en los pisos altos de los templos de la ópera, o que se juntan para ir en peregrinación a escuchar las voces y los acordes que los saquen de la monotonía de los trabajos rutinarios, las vidas insulsas y el bullicio del presente. También los hay que, como yo, tenemos trabajos satisfactorios y familias y amigos que nos alegran la vida. Pero cuando se apagan las luces y entra el director al foso, siempre hay más. La ópera es siempre una elevación.
Y también es una vuelta a un paraíso perdido. Un tiempo, el de los grandes compositores, donde con tragedias y enredos picarescos se llegaba a las cimas de la belleza, y el tiempo la de la propia infancia o el mundo de un pasado mítico, ya sea de la familia de uno o del país que perdió el rumbo.
No importa que ni el pasado personal ni el colectivo hayan sido como queremos recordarlos. Ver las mismas óperas en nuevos ropajes es revivir la dicha vivida o imaginada.
Los amantes de este arte se han juntado desde hace siglos en cofradías. Fueron los amigos del Duque de Mantua los que a finales del siglo XVI inventaron un arte en el que se juntaban las historias de las tragedias griegas con la música instrumental, el canto, el baile, los disfraces y los decorados. De esa época todavía disfrutamos las tres óperas sobrevivientes del genial pionero Claudio Monteverdi (el Orfeo, El regreso de Ulises a la patria y su modernísima visión satírica del poder, La coronación de Popea).
En la Europa burguesa del siglo XIX la ópera era el guiño de la nueva aristocracia de la cultura. Con la clase trabajadora educada y los precios accesibles en los pisos altos de los teatros, se formó una modesta aristocracia del espíritu, que poco a poco fue reconociéndose en sociedades, clubes de disfrute y en estos tiempos, grupos de Facebook y Whatsapp. Y desde el comienzo hubo clubes, bandos, rivalidades. Los de Rossini contra los de Beethoven; los de Wagner contra los de Verdi; los de las óperas nuevas y poco conocidas contra los del canon eterno; los de las puestas suntuosas de siempre contra los de nuevas propuestas escénicas.
Una noche en el Liceu de Barcelona se agarraron a grito pelado los partidarios y los detractores de una nueva producción de Un baile de máscaras de Verdi. El iconoclasta director Calixto Bieito ponía en escena la lucha de demócratas contra fascistas en la Guerra Civil Española. ¿Para qué, para quién es el arte? ¿Qué contamos, en qué pensamos, qué discutimos cuando se pone en escena un clásico de hace 150 años?
Yo recibo mensajes cotidianos de la tertulia de los abonados del cuarto y quinto piso del Liceu de Barcelona, que añoran los tiempos idos, y de los Amigos del Teatro Colón de Buenos Aires, siempre furiosos con el uso comercial y político de su templo, convertido en un bazar.
En cada función nos miramos con simpatía y reconocimiento. Cuando voy a la platea como crítico, no me reconozco en mis compañeros de asiento. Es arriba, con los del proletariado del disfrute lírico, los que no van a ser vistos sino a ver, escuchar y sumergirse cuatro o cinco horas en el océano de la creación, donde soy feliz.
Ojalá haya un teatro de ópera y un asiento estrecho pero mullido en el cuarto piso para pasarme la eternidad disfrutando de Boris Godunov, de Parisfal, de Falstaff, de Las bodas de Fígaro, en las puestas en escena y con los cantantes con los que toqué el cielo en veladas que guardo en la memoria.
Tal vez allí, en el Walhalla, el Olimpo o el Edén dantesco, en un entreacto de charla con mis compañeros de pasión, me encuentre con mi abuelo Heinrich masticando con deleite el sándwich lirico de su paraíso perdido.

Publicado en el número de otoño de 2023 de la revista Dossier de la Universidad Diego Portales

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30 de octubre de 2023
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