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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.

 

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Homenaje a Mario Videla, evangelista de un dios humanista y musical

Era el frío otoño de 1976. Se llamaba Videla. Era flaco. Tenía el pelo corto, negro, prolijo; a lo lejos parecía engominado. Se sentaba con la espalda tiesa. Lucía serio, ensimismado.
Yo tenía 15 años cuando lo vi por primera vez. Iba con el uniforme del colegio, con mi corbata bordó. Se apagaron las luces en la sala y empezó a sonar la música. Su música. La música que me cambió la vida.
Sólo ahora, a 47 años de esa noche, cuando me entero de la noticia de su muerte, cuando vuelvo a escuchar sus discos y sus programas de radio, puedo poner en palabras lo mucho que el organista, clavecinista y director de coros y orquestas salteño Mario Videla me abrió las puertas al mundo del arte y el espíritu en el que sigo viviendo.
Es curioso cómo al crecer vamos construyendo hacia atrás unos antecedentes que se pegan a quienes quisimos ser, a aquellos en los que terminamos convirtiéndonos. Varias veces me han preguntado, a propósito de mis libros sobre periodismo narrativo y crónica y memoria, cuál es la banda sonora de mi adolescencia. Yo suelo decir que en los setenta escuchaba Sui Generis, los Beatles, Pink Floyd, Mercedes Sosa, el flaco Spinetta. Y todo eso es verdad. Me acerca a las experiencias comunes de mi generación. Eran los melenudos como yo con los que tenía que identificarme, con los que quería pertenecer a mi mundo. Pero este Videla de saco y corbata azabache y gestos parcos que ejecutaba música del siglo XVIII me estaba diciendo algo que tardé años en entender.
Ningún arte me conmovió tanto en la vida como ese primer Festival Bach que organizó Mario Videla en el Teatro Colón y sobre todo en el Auditorio de Belgrano, en la esquina de Virrey Loreto y Cabildo. Venían directores extranjeros de gran enjundia, como el alemán Helmuth Rilling, a quien Videla reconocía como su maestro. A lo largo de ese año, con estado de sitio y toque de queda y lo que después reconocería como un miedo vaporoso e indefinido que se extendía sobre la ciudad, yo tomaba trenes y colectivos para escuchar el Oratorio de Navidad y la Misa en sí menor y los Conciertos de Brandemburgo.
El maestro Videla se sentaba al clave, o dirigía el coro de niños, o recorría los pasillos preguntando a los adultos qué les había parecido. Yo lo veía como un predicador de Johann Sebastian Bach.
Ahora entiendo que parte de mi ensimismamiento, mi encerrarme en mi cuarto con los discos de Bach que compraba mi papá, con las interpretaciones del adusto Karl Richter y la Orquesta y Coro Bach de Munich era también una forma de escaparme de mi país, de las calles desiertas, de ese país-jardín-de-infantes que describió valientemente María Elena Walsh en un artículo en Clarín en 1979. Sí, escuchaba rock y folklore con mis amigos, pero en mi pieza y en mi espíritu, el que me hablaba era Bach. Era su dios melodioso, matemático, de infinitas combinaciones armónicas bajo reglas inflexibles, el que me hablaba.
En 1977 Mario Videla y sus Festivales Musicales nos presentaron obras del otro gran genio del barroco: Georg Friedrich Haendel. En el 78, por debajo de los bombos y matracas del Mundial, descubrí las bellezas de Claudio Monteverdi y Antonio Vivaldi. Vino la orquesta de cámara italiana I Musici. Yo iba a sus conferencias de prensa y conciertos como si fueran las presentaciones de un adorado equipo de futbol. Eran mis ídolos.
Una noche, desde mi butaca en el último piso, el gallinero, del Teatro Colón, en el coro inicial de La Pasión según San Mateo de Bach, con las dos orquestas, los dos coros, el director y los solistas en el escenario, de pronto irrumpió desde otro lado, desde arriba, envolvente, el canto blanco del coro de niños. Estaban a un costado del gallinero, acompañados y dirigidos por Mario Videla sentando frente a un órgano de cámara. Por inesperada, la experiencia fue lo más cercano a la voz de un dios benigno para un ateo como yo.
Las dos pasiones de Bach terminan con la muerte del mesías. En la de San Mateo, los cuatro solistas le dan las buenas noches, y en su deseo de descanso está el agradecimiento por las lecciones de bondad y humanidad, sus palabras, no sus milagros ni su suplicio, que es lo que un creador emotivamente racional como Bach valoraba. No hace falta que resucite a los tres días: en las obras del Kantor de Eisenach, el dios hecho hombre resucita en el alma de su grey, y en la de su artista fiel.
Desde mi incómodo asiento de madera del Colón o en el más mullido de felpa en el Auditorio de Belgrano, recibí del grupo comandado por Videla estas lecciones de amor al distinto, al rival, al caído, al otro.
En 1979 irrumpió en los Festivales la música del siglo XX: Videla convocó a los mayores genios de la música inglesa. Por un lado, Henry Purcell, cuyas obras barrocas para coro a capella me conmovieron profundamente. Y en el espectro opuesto, el compositor contemporáneo Benjamin Britten, quien había muerto solo tres años antes.
Yo ya tenía 17 años. Seguía entrando al Colón con el uniforme escolar, que era el único saco y corbata que tenía. Ya leía a Cortázar, a García Márquez, ya percibía que había un mundo de libertades tras los barrotes de la dictadura militar y cultural que nos mantenía fuera del orbe civilizado. Esas funciones de música clásica que con ambición y amor nos traía este Videla eran otra cara del mundo opresivo que me rodeaba.
No lo entendía en ese momento, pero ahora veo que los festivales donde compartían canapés y champán los ganadores de la dictadura eran para mí un callado acto de rebeldía.
Ese año 79 el Festival Purcell-Britten presentó el Requiem de Guerra que Britten compuso en memoria de un amigo querido que había muerto peleando en la Segunda Guerra Mundial. La partitura profunda, ácida, delicada, fastuosa, en el límite de la tonalidad y la mirada vuelta al canto gregoriano, combinaba la misa de difuntos con poemas del mártir de la Primera Guerra Mundial Wilfred Owen.
“Yo soy el enemigo que mataste, amigo mío”, recitaba el barítono. El pacifismo desde el arte me invadió para siempre; en el tren nocturno que salía de Retiro me aprendí de memoria ese poema transformado en dúo, en el que un soldado se encuentra en sueños con el enemigo al que mató y éste le cuenta los anhelos de vida que nunca podrá cumplir. Faltaban tres años para que me mandaran a pelear a la guerra de las Malvinas.
En las décadas siguientes seguí el rastro de la música de Bach por el mundo. En Nueva York, en Barcelona, en Berlín, donde estudié y viví, esta fue mi religión: una fe de músicos y elevación artística, no de sacerdotes ni de dogmas. Grandes directores como John Eliot Gardiner, Jordi Savall, Ton Koopman y Philippe Herrweghe fueron mis oficiantes.
En mis visitas a Buenos Aires, a veces buscaba un sábado libre para ir a los conciertos que el maestro Mario Videla seguía dando con su Academia Bach, que fundó en 1983. Acometió la ingente tarea de tocar todas las cantatas del genio en los días que la liturgia marcaba, y sostuvo durante décadas un programa semanal en Radio Nacional con la obra bachiana. Lo vi por última vez hace unos diez años. Ya tenía el pelo blanco (pero siempre peinado con rigor y esmero), y en vez de esos trajes con corbata fina, apareció con una camisa negra sin cuello, como el anciano oficiante de un culto de bondad y gozo espiritual. Los dos habíamos cambiado.
En sus más de 50 años de música tocó y grabó por primera vez la música para teclado del maestro del barroco latinoamericano Domenico Zipoli, formó a varias generaciones de músicos jóvenes en los conservatorios Nacional y Municipal, y dejó grabaciones para la posteridad, como el Pequeño libro de clave que escribió Bach para su esposa Anna Magdalena, y los conciertos para tres y cuatro claves del Maestro, donde toca con su mentor Helmuth Rilling.
En 2014 tuvo que terminar con los Festivales Musicales. Los mecenas y la publicidad ya no acompañaban este emprendimiento, que parecía tan lejos de los sones de estos tiempos y de las aspiraciones de ocio nocturno de las nuevas generaciones. Pero nunca dejó de hacer, pensar, soñar, difundir la música de una época en la que todo parecía poéticamente ordenado. Bach era un mundo como el que este debiera ser, y su profeta y evangelista Videla nos lo hizo vivo día tras día desde los años setenta.
Mario Videla había nacido en Salta en 1939, y murió el 16 de julio de 2023 en Buenos Aires. A él le debo mi amor por Bach y por la música como alimento y medicina para el alma en tiempos oscuros como este.

Publicado en Ideas del diario La Nación el 2 de septiembre de 2023

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4 de septiembre de 2023

San Mateo de El Greco

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La Biblia como texto mítico de valor narrativo

Les voy a contar una parábola. Las parábolas son lecciones para la vida a partir de historias, relatos, narraciones. Casi todas las religiones del mundo han enseñado sus valores y han forjado un “nosotros” entre sus creyentes a partir de parábolas.
La mía comienza así. Hijo de un padre judío y una madre católica, crecí creyendo en la bondad del género humano y el poder sanador del arte. Me pasé la infancia leyendo, escuchando música, aprovechando visitas a museos y en los libros de arte que tenían mis padres y mis tías.
No me acerqué a los libros sagrados de las religiones de mis mayores desde una búsqueda de pertenencia ni para mitigar la angustia de estar vivo y saber que yo y mis seres queridos moriríamos algún día. No era esa mi búsqueda. Yo quería entender la sociedad y la naturaleza que me rodeaban. El más acá.
Pero en la escuela me enseñaron las historias de la Biblia. Y esas historias me impresionaron por su poder narrativo. Las leíamos en español y en inglés, y en ambos idiomas, encontré un vocabulario rico y una sabiduría de siglos. Era la misma sabiduría que yo estaba descubriendo en los clásicos del Siglo de Oro, en las obras de Shakespeare, en las tragedias de los griegos. El poder de hacernos pensar en nuestra propia vida a partir de grandes historias del pasado.
Muchos años después, enseñando periodismo en una universidad, recordé algo que me había llamado la atención al leer el Nuevo Testamento: la extrañísima forma en que está estructurado el relato de la vida y muerte de Jesús: en cuatro textos parecidos pero distintos, con comienzos radicalmente divergentes y muchas de sus anécdotas iguales.
En los cuatro evangelios canónicos (se sabe que hubo otros, que fueron descartados por la ortodoxia católica) hay un Jesús hijo de Dios y de la Virgen María, que nace en condiciones miserables, como un refugiado en pleno éxodo, que manifiesta una gran inteligencia en la infancia, de quien se pierde su rastro hasta que, pocos años antes de su muerte a los 33 años, empieza a predicar, forma una cofradía de seguidores, es sentenciado por las autoridades romanas, crucificado y, en el relato de sus creyentes, resucita y en su nombre se funda una fe que perdura.
¿Pero por qué contar esta historia, con algunas variaciones, cuatro veces? Tal vez estas cuatro versiones de la misma historia podían parecerse a los que hacemos los periodistas: ir todos al mismo acontecimiento y contarlo cada uno a su manera. En la época de los diarios en papel, uno podía ver las tapas de los diarios en el quiosco y comparar en qué se había fijado uno, qué había sido más relevante para el otro, que frase o momento de un mismo acto había impresionado a este o aquel reportero.
En los relatos de manifestaciones, por ejemplo, era divertido para estudiantes de periodismo como yo comparar cuánta gente había acudido según el diario tal o cual. Usualmente, el que estaba de acuerdo con las razones de la manifestación, contaba más asistentes. Y el que no coincidía con sus convocantes había “visto” menos público.
Pensé entonces en que un texto considerado sagrado por los seguidores de una religión debía, lógicamente, contar la Verdad revelada de una vez y para siempre: así se contaba el génesis en la Torá de los judíos, que es el Viejo Testamento de los cristianos, en el Corán de los musulmanes, en el Popol Vuh, en el Bhagavad Gita, en los mitos y leyendas de los vikingos, los íberos y los francos, los polinesios, y las miles de religiones del sudeste asiático y las Américas precolombinas.
Me pareció extraño, pero a la vez síntoma de una fe plural y flexible el que se cuenten de distinta manera los hechos centrales de la vida del fundador de esta religión. Y noté que las mayores diferencias se producían precisamente en los comienzos. Cada uno de los cuatro evangelios tenía unos versos de introducción antes de lanzarse a contar la vida de su mesías. Estos comienzos tenían el propósito de guiar a los lectores (o escuchas durante los siglos en que las comunidades cristianas eran analfabetas y los textos bíblicos se leían en latín).
Así es como tomé esos textos y los empecé a usar en clase para mostrar las distintas formas de empezar a contar una historia, cualquier historia. Yo veía, y sigo viendo, estos textos considerados sagrados por los creyentes, como un camino de sabiduría en mi propia conciencia de no creyente.
Lo hacía como un no marxista lee con admiración los textos teóricos de Marx, o como alguien que no sigue las teorías de Freud lee con gusto y provecho sus libros. En ambos casos, además de pregonar una forma de entender la historia económica y política de los pueblos o la vida íntima y social de las personas, Marx y Freud, lo mismo que los autores de los evangelios cristianos, eran grandes narradores que explicaban sus convicciones y descubrimientos contando historias.
Poco a poco, en parte por más lecturas (me ayudó mucho, por ejemplo, la gran crónica de Emmanuel Carrère El reino), en parte por pensar en estos relatos y en parte por las movidas discusiones en clase, me fui dando cuenta que las diferencias entre los comienzos de Mateo, Lucas, Juan y Marcos iban mucho más allá de una técnica de cómo empezar a contar una historia.
Eran cuatro formas de entender el qué se debía contar, el por qué y el cómo. Tal como pueden leer ustedes en el capítulo que dediqué a estos textos en mi libro Periodismo narrativo (con ediciones en España, Argentina, Chile, Colombia y Costa Rica), fui formándome una idea de un propagandista de la fe, como un abogado que busca convencer (Mateo), un buceador en la historia entera, que intenta no dejar resquicios y convencernos de su diligencia al contarlo todo (Lucas), un poeta que admira y sigue la palabra más que la pasión de su Maestro (Juan) y un narrador similar a los cronistas, novelistas o guionistas de series y películas de hoy, que nos atrapa desde el relato trepidante de escenas cruciales (Mateo).
En octubre de 2022 fui a Bogotá invitado por el Festival Gabo, el gran encuentro de periodistas de toda Iberoamérica. Me propusieron que dé un taller, y elegí comenzar con este capítulo de mi libro, este camino de encuentros con cuatro grandes formas de contar una historia relevante.
Les pedí a los participantes del taller que piensen en qué periodistas y contadores de historias reales se parecen a cada uno de los evangelistas. ¿Quién es como Mateo, como Lucas, como Juan, como Marcos?
En esa variedad de visiones y caminos probablemente se pueda entender la vida larga y cambiante de las diversas congregaciones que partieron de los discípulos de Jesús. Hay quienes siguen el argumento de Mateo, otros se entusiasman con la historia detallada de Lucas, algunos más se inspiran en el verbo poético de Juan, y hay quienes se transportan a la época bíblica con las escenas casi cinematográficas de Marcos.
Hubo un tiempo en que yo “pregonaba” mi predilección por este último. Marcos cuenta con detalles, con mucho diálogo, con imágenes y transiciones efectivas. Es como un cronista.
Pero con el tiempo fui viendo también virtudes en los otros tres: es en la variedad de miradas y formas de empezar un mismo relato en lo que tantos cristianos de tan distintas clases sociales y lealtades políticas han encontrado su nido. En esa forma de contar una historia de cuatro maneras divergentes puede que esté esa apertura a gentes que vienen de distintos orígenes.
Yo sigo leyendo estos textos, como los de otras religiones, encontrando no a un dios que no es el mío, sino a un grupo humano que supo sintetizar sus creencias en textos de valor literario y narrativo. Y sigo aprendiendo de estos maestros del Verbo.

Publicado en Revista Hechos & Crónicas (Colombia) - Noviembre de 2022

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25 de agosto de 2023
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A quién agravian las hamburguesas Ana Frank

Fue un escándalo nacional en Argentina. En un local de comida rápida de Rafaela, provincia de Santa Fe, en julio de 2023 alguien se puso creativo y llamó a una suculenta hamburguesa completa con pepino encurtido, lechuga y tomate “Ana Frank”. Se la podía pedir acompañada de papas fritas con los nombres de Adolf, Benito, Gengis o Mao.
El repudio de todos los medios se hizo viral: como suelen hacer los periodistas, llamaron a dirigentes de entidades que representan a los agraviados por este macabro chiste marketinero: en radios, canales de televisión y diarios corrieron a consultar a dirigentes de la religión judía.
Los medios locales dieron la palabra a la agrupación de pequeña comunidad hebrea de Rafaela. Los nacionales, a la DAIA o a entidades como la Asociación Cultural y Deportiva Israelita IL Peretz, o incluso el Centro Ana Frank para América Latina (CAFA).
Con mayor o menor énfasis, todos hablaron de antisemitismo latente, de la historia de la adolescente Ana Frank, judía de Ámsterdam escondida en una buhardilla durante la Segunda Guerra Mundial, autora de un célebre diario que es símbolo de la persecución nazi y la creatividad de la autora, muerta de tifus a poco de llegar al campo de concentración de Bergen Belsen a los 15 años.
El nombre de la hamburguesa es, efectivamente, repugnante, y hace pensar en los macabros y horrendos chistes sobre los millones de judíos muertos en campos de concentración nazis, convertidos en jabón… o en carne picada.
Entonces, el local corrió a cambiar el nombre de su nefasto producto: en el cartel ahora la hamburguesa se llamaba “Ana Bolena”.
Pero pocos notaron que con este cambio el genial creativo de la hamburguesería demostraba no haber aprendido absolutamente nada.
¿Quién era esta otra Ana? La segunda esposa de Enrique VIII de Inglaterra, el que había fundado la religión anglicana para poder divorciarse de su anterior esposa y tener un heredero varón. Ana tampoco se lo dio, y en un caso que hoy caería derechamente en el concepto de femicidio, Enrique inventó pruebas falsas de adulterio y ordenó que le cortaran la cabeza.
Para protestar por este nuevo nombre gastronómico, les faltó presteza a los mismos medios para consultar a connotadas agrupaciones feministas, tanto en Rafaela como a nivel nacional y continental. Es una afrenta a los derechos de la mujer, un espantoso chiste sobre una esposa asesinada por su poderoso marido.
Pero ambas Anas son, en mi criterio, muestran de un problema mucho más extendido y pernicioso. Uno que se refleja en los carteles enormes que presiden la hamburguesería en cuestión. En letras mucho más grandes que los horrendos chistes de los platos, se lee cuatro veces la frase: “Why not?”.
¿Por qué no? Es con esta pregunta aparentemente inocua que debe entenderse el mezclar a Bob Marley y Elvis Presley (las otras hamburguesas) con Benito (Mussolini) y Adolf (Hitler). Es más que la Biblia y el calefón: es dar patente de aceptable a los genocidas al emparentarlos con músicos y artistas.
¿Por qué no?, dice el gran cartel del fast food. Este es el tiempo del “por qué no” aceptar que cualquier agravio debe ser permitido, porque el único valor es el animarse a decir lo “políticamente incorrecto”. Ser incorrecto es visto por muchos hoy – y usado por más de uno en campañas políticas – como sinónimo de ser rebelde, atrevido, valiente al desafiar las imposiciones del respeto al que piensa distinto, al que viene de otro país o profesa otra religión.
Por qué no pedir unas divertidas papas Adolf, entonces, o por qué no comerse una incorrecta hamburguesa Ana Frank, o Ana Bolena.
¿Y quién puede quejarse? Solamente el que es mencionado en el chiste de mal gusto. Una broma hiriente hacia los homosexuales es contestada por la comunidad que los agrupa. Un ataque a los ciegos, por su propia agrupación. “Insultaron a los tuyos: ¿cuál es la respuesta de ustedes?”
El acto reflejo de preguntar a los representantes de la comunidad a la que pertenecía Ana Frank si se siente agraviada muestra lo difícil que es escapar de la lógica del tribalismo. Llamar una hamburguesa como una víctima de una religión o un grupo étnico o religioso no es un ataque solamente contra esa comunidad. Es un agravio inaceptable a los derechos humanos. Humanos: de toda la humanidad.
En Alemania, llamar Adolf a una papa frita es delito. En un país admirado por su libertad de prensa y de opinión, el negacionismo sobre los crímenes de lesa humanidad está penado, y en su profundo trabajo de décadas sobre su pasado, casi todos los nietos y bisnietos de los antiguos nazis entienden que el horror no sólo fue contra judíos, gitanos, homosexuales, comunistas, los “otros”. Fue contra la humanidad.
Así, si llaman a la siguiente hamburguesa Martin Luther King, la respuesta no debería ser que los periodistas corran a pedir la frase de queja y denuncia de la asociación que nuclea a los afroamericanos.
Todos somos Martin Luther King.
Todas y todos somos Ana Frank, y Ana Bolena.
Porque en un país democrático y civilizado no todo vale.

Publicado originalmente en el diario La Nación de Buenos Aires el 12 de agosto de 2023

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14 de agosto de 2023
Imagen de La carrera del libertino en el Teatro Colón. Foto de Arnaldo Colombaroli
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La carrera del libertino: una sátira muy actual de Stravinsky en el Colón

El Teatro Colón de Buenos Aires presentó en julio una aparentemente ligera, divertidamente profunda ópera neoclásica de Igor Stravinsky. En mi crítica para la revista Opera News, que escribí en inglés y aquí traduzco y adapto, valoro la dirección de actores de Alfredo Arias, la alta calidad de los principales intérpretes y un desempeño notable de la Orquesta Estable del teatro bajo la batuta del gran director francés Charles Dutoit.
A más de 70 años de su estreno en 1951, aún sigue manteniendo su fresca inteligencia esta ácida farsa sobre un joven pueblerino del siglo XVIII, arrojado a los peligros de la gran ciudad (Londres) por un diablo canchero que tiene algo del Mefistófeles de Goethe y una pizca de Leporello, el sirviente del Don Giovanni de Mozart y su libretista Lorenzo Da Ponte.
La idea de The Rake’s Progress (el título original y la obra, en exquisito inglés, producto de la fecunda labor de Stravinsky en Estados Unidos) tiene dos orígenes: el más evidente es una serie de grabados del pintor inglés William Hogarth de 1734, que inspiraron el brillante libreto de W. H. Auden y Chester Kallman. Los grabados muestran el descenso de un joven emprendedor por caminos de vicio, juego y prostitución hasta acabar en el manicomio.
Pero el uso irónico de la palabra “progress” – que no es cualquier camino, sino uno de elevación espiritual – viene de la inmensamente popular The Pilgrim’s Progress, considerada la primera novela en inglés, escrita por John Bunyon en 1678. Este progreso del peregrino es una alegoría religiosa donde un hombre común llamado Christian sigue el camino de perfección cristiana que marca la Biblia y asciende los escalones con la ayuda de Evangelista y la oposición de Obstinado y – como Dante en La divina comedia – cuenta su viaje en primera persona.
Este viaje opuesto, hacia las delicias terrenales y la perdición, es a la vez una burla descarada a la fábula moral y una reafirmación de su denuncia a de los males del mundo y sobre todo de las grandes ciudades y la modernidad (el medio siglo que media entre la novela de Bunyon y los dibujos de Hogwarth son los de la revolución industrial y el crecimiento desenfrenado de la ciudad de Londres).
Stravinsky y sus geniales libretistas crean – como el Monteverdi de La coronación de Poppea, el Mozart de Las bodas de Fígaro y el Verdi de Rigoletto – una feroz crítica a la vida disipada de su propia época, regida por el dinero y el poder, usando un lugar lejano y un tiempo pasado.
En el Colón, esta sátira intemporal funcionó con transiciones rápidas y precisa vis cómica de los cantantes, como un perfecto juego teatral de relojería fina. Uno de los puntos altos del director de escena Alfredo Arias y la escenógrafa Julia Freid fue precisamente el lugar preponderante que dieron a un enorme reloj de pared, de madera clara como el resto de la caja escénica, que iba marcando inflexible el tiempo que se le escapaba al muchacho Tom Rockwell en sus aventuras y desvaríos, mientras se acercaba el plazo (un año y un día) en que debía cumplir el pacto con su diablo Nick Shadow.
En esta versión, las diez escenas de la tragicomedia se desarrollan en un mismo gigantesco escenario que es a la vez un teatro con sus gradas y escaleras a ambos lados y en el centro, una mesa alta, como la de La lección de anatomía de Rembrandt, donde en la primera, potente escena el coro examina a Tom como si fuera un espécimen digno de estudio, mientras Nick observa, burlón, desde lo alto de las gradas.
Las delicadas telas y brocados diseñados por Julio Suárez, con sus colores fuertes, que de hecho se parecían más a los coloridos óleos del primer Rembrandt que a los oscuros grabados de Hogarth.
El elemento menos convincente de la puesta de Arias fue el movimiento sin criterio ni rumbo de los coristas y unos actores secundarios que representaban a la multitud en las calles de Londres, los personajes de burdeles, fiestas y finalmente el manicomio donde es encerrado. El más atractivo fue la actuación de los cinco protagonistas, que ejecutaban una deliciosa coreografía de gestos y voces, y hacían mover la acción con ribetes absurdos o cómicos, hacia su fatal desenlace.
El tenor estadounidense Ben Bliss y el barítono británico Christopher Purves brillaron como la pareja de corrompido y corruptor. En la impecable interpretación de Purves, Nick es a la vez el diablo encarnado y la sombra (shadow) de su víctima.
La soprano guatemalteca-norteamericana Andrea Carroll trepó con soltura a las suaves notas altas y proyectó con gracia patética la determinación amorosa de Anne Trulove, la novia de Tom que lo siguió por los pasos de su caída hasta el psiquiátrico. Hernán Iturralde, como su padre sufrido y digno, se prodigó en su rotunda tesitura de bajo, y la mezzo irlandesa Patricia Bardon brilló en las escenas de la exótica Baba la Turca, la mujer barbuda del circo con la que se casó Tom a instancias de su macabro demonio burlón.
En un costado del foso, el clavecinista Manuel de Olaso ejecutó con cristalina precisión el complicado acompañamiento neobarroco de los recitativos, y para guiar a la Orquesta Estable y todos los artistas del escenario, el veterano especialista en música del Siglo XX Charles Dutoit combinó fiereza y suavidad en las cuerdas y las maderas, nunca tapando a los cantantes.
A propósito, Dutoit se está prodigando en estos días en Buenos Aires: participa también en el Festival Argerich con su exesposa Martha Argerich, y en la temporada de la Orquesta Sinfónica de la ciudad, dirigiendo el complejo oratorio Juana de Arco en la hoguera de Arthur Honegger, con la hija de ambos, Annie Dutoit Argerich, como narradora en francés.

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1 de agosto de 2023
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Fervor de Borges a 100 años de su primer libro

 

Este año se celebra el centenario de Fervor de Buenos Aires, el primer libro que publicó Jorge Luis Borges a sus 23 años. Quiero compartir este ensayo como un homenaje al que autor que está más vivo hoy que cuando murió en 1986.

Lo publiqué en La Nación de Costa Rica en 1999, cuando se cumplían 100 años de su nacimiento y su ciudad lo celebraba. Leyendo ahora esa elegía, pienso que no sólo extrañaba al gran escritor que tanto me había dado: extrañaba también mi ciudad. Y me recuerda los libros y autores que siempre viajan en mis valijas de mudanza desde esos tiempos sin Internet: Borges, Marguerite Yourcenar, E. M. Cioran, Umberto Eco, Néstor García Canclini.

* * *

En estos días Buenos Aires está pintada de Borges. Los adoquines amanecen fatigados de laboriosos adjetivos borgeanos, y en los zaguanes resuenan sus versos. En este crudo y áspero invierno austral de 1999 parece haberse revertido ese comienzo del célebre soneto de Borges:

           Y la ciudad ahora es como un plano
           de mis humillaciones y fracasos

Hoy Buenos Aires es un plano de su triunfo definitivo, como si su cara famosísima, endulzada por la vejez, la ceguera y la sabiduría, se superpusiera al mapa de la ciudad que amó con minuciosa devoción.
Pasado mañana Buenos Aires celebra el centenario de su nacimiento con centenares de conferencias, decenas de libros, miles de artículos periodísticos, obras de teatro y shows de tango en su honor, mientras los canales de televisión desempolvan imágenes de archivo, y todo el que sostuvo una charla de más de 10 minutos con él se apresura a sacar su libro “Conversaciones con Borges”. Los estudiantes de secundaria hacen videos sobre su obra, y un grupo de niños de primaria, que nacieron después de su muerte, están confeccionando laberintos borgeanos en la clase de actividades prácticas.
La pregunta es: ¿Por qué? ¿Por qué nos sigue apasionante un hombre que vivió entre libros, a la sombra de su madre, que trabajó casi toda su vida en la humedad de una biblioteca, que fue políticamente a contravía de su tiempo y que – máxima tragedia para quien moraba en el reino de las letras – se quedó ciego cuando aun le faltaban 30 años y tantas lecturas de vida? ¿Por qué no podemos dejar de leer a un autor fastidiosamente erudito, que escribió sobre oscuros filósofos alemanes, aventureros escandinavos con inquietudes metafísicas, temas tan “difíciles” como la naturaleza del tiempo y tan “antiguas” como el honor y el coraje? ¿Por qué este hombre está hoy mucho más actual que los modernos de su tiempo, los que lo acusaron de anticuado hace medio siglo?
Una respuesta escandalosamente corta apuntaría, por un lado, a las ideas que dejó clavadas en nuestra mente para siempre, y por otro, al dominio absoluto del idioma, la forma en que volvió más feliz, más puro, más preciso, más evocador al castellano (y, me atrevería a decir, a todos los idiomas a los que fue traducido). En Borges, estilo y obsesiones son uno, lo que escribió y la forma en que lo hizo están indisolublemente unidos. Ya era considerado un clásico, el más importante escritor latinoamericano del siglo, mucho antes de su muerte en 1986. Su obra es inmortal.

* * *

El hombre
Pero lo que se celebra en estos días no es sólo el autor de una obra fabulosa. También está Borges, el ciego de mirada implacable. El que siguen creando los millones que se acercan a sus libros atraídos por la fama y las anécdotas. Su cara, repetida en infinidad de afiches, libros, revistas y hasta camisetas, representa alrededor del mundo al personaje del poeta afable, el soñador de mundos. En Argentina, es nuestro pasaporte a la gloria literaria a escala mundial, algo que nos preocupa mucho.
En su ensayo Borges o el vidente, Marguerite Yourcenar comienza por ubicarlo en la categoría de mito. “En la leyenda de todos los pueblos podemos encontrar esa imagen llamada arquetípica: el poeta ciego.” Es una línea que la autora hace pasar por Valmiki de la India, legendario autor del Ramayana, y por Homero de Grecia, prototipo de los rapsodas griegos que compusieron La Ilíada. El mito del sabio de la tribu que culmina en Borges.
¿Quién fue Borges? Un poeta y autor de cuentos cortos y ensayos, traductor, profesor de literatura inglesa, estudioso de las lenguas germánicas antiguas. Las biografías se detienen en algunos episodios de su vida: su familia, proveniente de militares argentinos caídos en famosas batallas, sus ancestros ingleses y portugueses, y una posible gota de sangre judía. Su educación con una institutriz, en inglés; un bachillerato en Ginebra, en francés. Su paso en la adolescencia en España, donde comienza a publicar en revistas culturales.
De vuelta a Buenos Aires a los 21 años, se enamora de la ciudad y sus personajes míticos, los cuchilleros de ásperos suburbios. Fervor de Buenos Aires, su primer libro. Vive con su madre hasta que ella muere, a los 99 años. Se enamora de Estela Canto. No es correspondido. No será la única vez. Según su amigo y colaborador, el gran fabulista Adolfo Bioy Casares, es “enamoradizo”. A lo largo de una producción poética que no cesa, Borges vuelca en versos cuidadosamente apasionados los idilios que no vive.
Ficciones, El Aleph, Otras inquisiciones, El hacedor, obras fundamentales de la literatura del Siglo XX. Trabaja en varias bibliotecas, abomina del peronismo; aquí sí su sentimiento es correspondido. El régimen lo nombra inspector de aves. Se queda ciego y sigue escribiendo y dirigiendo la Biblioteca Nacional en Buenos Aires. Sufre un casamiento desastroso a instancias de su madre. En el final de su vida, conoce a María Kodama, se enamoran, viajan juntos por el mundo, se casan. En 1986, Borges muere en Ginebra.

* * *

La obra
Acercarse a la obra de Borges es sencillo. Basta con leerlo. Sus cuentos, ensayos y poemas son cortos, son magistrales, no les sobra una palabra (algo tan infrecuente en nuestro idioma) y apelan a la vez a la mente y al corazón.
¿De qué escribió Borges? En el prólogo de una “antología personal” de su obra anota que en las páginas del libro el lector encontrará “mis temas habituales, la perplejidad metafísica, los muertos que perduran en mí, la germanística, el lenguaje, la patria, la paradójica suerte de los poetas”.
En su mundo de libros, Borges se erige como compatriota y contemporáneo de Edgar Allen Poe, Robert Louis Stevenson, Franz Kafka, el Dante, Cervantes y el poeta de Buenos Aires de principios del siglo XX Evaristo Carriego. La obra de estos autores es un jardín donde Borges planta sus símbolos distintivos: el laberinto, el tigre, el espejo, Dios como creador a la imagen del novelista, el tiempo circular y maleable, las piezas del ajedrez.
En esta compañía, Borges es universal y profundamente argentino. Lanza la literatura latinoamericana a discutir de los temas eternos de la muerte, el amor obsesivo, el valor y la cobardía, sin sentirse nunca un autor de los márgenes. Incluso los críticos europeos dicen que no hay ningún escritor tan europeo como él: los hay ingleses, alemanes, franceses, españoles, cada uno fruto y víctima de la tradición nacional donde surgió. Sólo Borges puede tomar como propia toda la tradición literaria y filosófica europea. Porque viene de afuera y porque para él los países son provincias de la literatura.
Dice el ensayista Eduardo Tijeras: “la verdadera fascinación de Borges, aquella por la que resulta un escritor insustituible, consiste en haber conseguido escenificar, dramatizar, cotidianizar, sensualizar, personalizar… y fundir en una acción argumental creíble, determinadas nociones ya discriminadas por la filosofía y la metarísica a través del crudo y árido ensayo, el tratado o la exégesis”. Una literatura de la filosofía. Borges nos habla de nuestra identidad, de nuestro destino sobre la tierra y de nuestras más profundas angustias en fábulas pulidas y rimas luminosas.

          Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
          Dios, que salva el metal, salva la escoria
          y cifra en su profética memoria
          las lunas que serán y las que han sido.

Borges es un “seductor inigualable que llega a dotar a cualquier cosa, incluso al razonamiento más arduo, de un algo impalpable, aéreo, transparente”, según el aforista y pensador rumano E. M. Cioran. “Pues todo en él es transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y de sofismas deliciosos”. Cioran ve a Borges como un “sedentario sin patria espiritual, un aventurero inmóvil que se encuentra a gusto en varias civilizaciones y en varias literaturas, un monstruo magnífico y condenado.”

* * *

El lector
Ser lector de Borges no es poca cosa. Él mismo se consideraba, en su estudiada modestia, mucho mejor lector que escritor. En realidad, veía las dos actividades como la misma: con los grandes libros cada uno es Pierre Menard, que pasa la vida escribiendo el Quijote sin cambiar palabra alguna del original. “Todo gran libro proyecta sobre cada lector otras luces y otras sombras”, sentencia Marguerite Yourcenar. Borges era un lector omnívoro y muy discriminador al mismo tiempo. Cuenta la leyenda que cuando se divorció de su primera esposa, salió a la noche de Buenos Aires llevándose sólo la Enciclopedia Británica, que era su verdadera compañera, libro de libros e inagotable fuente de maravillas.
En sus obras, exige lectores que se avengan a jugar una partida de ajedrez con el texto. El semiólogo devenido novelista Umberto Eco, cuya teoría de que ningún texto está completo sin la participación del lector es tributaria de las historias fantásticas de Borges, lo homenajea de una manera curiosa: lo convierte en personaje de su exitosa novela policial El nombre de la rosa. El escritor ciego, que dedicó su vida a crear un mundo donde el mundo fuera un pálido remedo de la escritura es en el libro el monje erudito Jorge de Burgos, viejo y ciego, atrincherado en su isla de libros en un convento medieval, capaz de matar para defender una visión de la literatura.
Borges, por supuesto, no era capaz de matar una mosca. Aunque, claro, la única mosca que le hubiera importado es la que zumba dentro de la página del cuento. Pero no es extraño que Borges, que construyó una literatura sin personajes, haya terminado como personaje de otro. Él lo quiso así.
¿Sin personajes dije? Lo creo, aunque suene raro. Pese a que los cuentos de Borges están poblados de individuos exóticos y fascinantes, no es una literatura de personajes. Lo que le interesa son los temas que esos personajes encarnan como arquetipos. Sus obras conservan sólo dos grandes personajes: la literatura y el mismo Borges, que no es su persona sino su personaje. Todos los nombres que pueblan sus relatos y hasta las milongas que cantan las hazañas de malévolos orilleros (Nicanor Paredes, Jacinto Chiclana) no son más que sombras, excusas, ropajes ligeros cuya carne, sangre y piel es la literatura.

* * *

El personaje
Una desgracia se ha abatido sobre Borges, se lamenta Cioran. No es la de “no haber sido feliz”, como confesara el poeta poco después de la muerte de su madre. Es la desgracia de ser conocido. “Merecería algo mejor. Merecería haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber continuado siendo tan inasequible e impopular como es el matiz”.
Pero Cioran termina rindiéndose ante la aprobación general que suscita Borges. Todavía guarda esperanzas de que “pueda convertirse en símbolo de una humanidad sin dogmas ni sistemas y, si existe una utopía a la que yo me adheriría con gusto, sería aquella en la que todo el mundo le imitara a él, a uno de los espíritus menos graves que han existido, al ‘último delicado’.
En Culturas híbridas, el estudioso de las identidades culturales de nuestro tiempo Néstor García Canclini encara y compara las relaciones de Borges y Octavio Paz ante la masificación del mundo dominado por la televisión. “En sus últimos años, Borges fue más que una obra que se lee, una biografía que se divulga”, dice García Canclini. “Sus paradójicas declaraciones políticas, la relación con su madre, su casamiento con María Kodama y las noticias referidas a su muerte mostraron hasta la exasperación una tendencia de la cultura masiva al tratar con el arte culto: sustituir la obra por anécdotas, inducir un goce que consiste menos en la fruición de los textos que en el consumo de la imagen pública”.
En las ferias del libro de sus últimos años, las incesantes colas no esperaban a leer a Borges: querían verlo, tocarlo, y que el anciano invidente les trazara un garabato en la primera página. “He firmado tantos ejemplares de mis libros”, se quejaba jocosamente, “que el día que me mura va a tener gran valor uno que no lleve mi firma”. Borges no cortejó al gran público, pero cuando se convirtió en personaje mediático supo sacarle partido y crear todo un género en la entrevista periodística. “¿Cree usted en Dios?”, le preguntaba a uno de tantos reporteros desamparados. Y ante la respuesta afirmativa: “Lo felicito. Hace bien”. A otro: “¿En cuantos dioses cree usted?”. “En uno”, murmuraba la víctima. “Pero hombre, qué modesto”.
Esta celebridad no deseada puede transformar a Borges en un número de circo o traer nuevos lectores al conocimiento de su obra. Esperemos que este nuevo centenario (esta vez, de su primera obra publicada) sea propicio para que seamos cada día más quienes nos perdamos en sus laberintos.

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29 de junio de 2023
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El Premio Periodismo de Excelencia de Chile cumple 20 años

 

Este año, en medio de penurias económicas, dificultades para trabajar libremente en barrios tomados por el narco y ante el auge de la desinformación, los periodistas de Chile festejaron un hito: el Premio Periodismo de Excelencia, organizado por la Universidad Alberto Hurtado y que desde hace tres años tengo el privilegio de dirigir, cumple 20 años ininterrumpidos de premiar los trabajos escritos, audiovisuales, digitales y universitarios publicados en el país.
Como sucede desde 2003, desde el momento en que se reúnen en marzo los jurados escrito y universitario los editores de El mejor periodismo chileno (en estas últimas ediciones, la coordinadora del PPE Montserrat Martorell y yo) nos lanzamos a editar en 10 días los textos ganadores y finalistas, a aportar las introducciones a cada uno, y en mi caso, a escribir el prólogo que presenta y reflexiona sobre el contenido del libro y cómo este “mejor periodismo chileno” del año traza un mapa de cómo está el país y cuál es el estado de su periodismo.
Cuando en abril nos juntamos en la Ceremonia del PPE, los ejemplares de este libro ya estaban para entregar a los autores y jurados y listos para vender a los interesados.
Comparto aquí mi prólogo de El mejor periodismo chileno 2022. Espero que les ayude a entender cómo estamos, y tiente a varios para hacerse con el libro entero.

El año cuyo periodismo celebramos con este libro ha sido, como todos los años anteriores, difícil y peligroso para el ejercicio del periodismo libre y sin bozal. Lo saben bien los y sobre todo las colegas de México, de Palestina, de Cuba, de Bielorrusia, de Nicaragua y de las zonas remotas y desprotegidas de Sudamérica, donde los depredadores del ambiente y de los pueblos originarios amenazan con silenciar la investigación periodística y las voces críticas.
Tradicionalmente las peores noticias para nuestro gremio venían de fuera. Pero Chile también se está volviendo una sociedad más violenta: este año fue asesinada la colega Francisca Sandoval, con un disparo en la cara durante una marcha por el Día del Trabajo, el 1 de mayo.
Desde 1986, cuando agentes de la dictadura mataron a José “Pepe” Carrasco Tapia, no habían asesinado a un periodista en este país.
Y ese clima de miedo, de dolor, de muerte, siento que empapa los trabajos que premiamos. Como muestran las historias que merecieron el reconocimiento de los jurados de este año, creció el narcotráfico, los crímenes se volvieron más sangrientos y la vida tras la pandemia fue muy dura para los sectores más vulnerables de la sociedad – menores en abandono, adultas mayores en soledad, pobres sin salidas y desesperados que quieren terminar con todo.

Junto con la gracia y elegancia de la pluma y la creatividad de las estructuras, una nube de tristeza cubre los reportajes, crónicas, entrevistas e investigaciones de 2022, como si a las autoras y los autores de los textos recopilados en este vigésimo Mejor periodismo chileno las tristezas y dolores sobre los que investigaron y escribieron se les metiera debajo de la piel y se colara en sus pesadillas.
Los textos que leerán son producto del entrar en las vidas quebradas de tanta gente, para que, contándolo, nos enteremos y así se encuentren menos solos la polola de Elías, que nació con HIV, la familia de Waleska, que se tiró al vacío en el Costanera Center, Víctor Palape, que malvive a la orilla de un río que muere, Edgardo Hidalgo, que sufre noche y día el ruido de las aspas de molinos de viento.
Y también entremos en el dolor de dos madres: la de Paola Alvarado, asesinada y todavía sin aparecer, y la del adolescente Matías, que soñó con ser pandillero y ni a eso alcanzó a llegar.
Estos seres anónimos son rescatados por una cofradía de contadores de historias en su dignidad, su indignación, su forma de interpelar al poder y conectar con los miedos de una sociedad y con el espíritu de una época.
Algunos de los autores y medios son habituales en las páginas de estos libros: Arturo Galarce, Muriel Alarcón, Carola Solari y Estela Cabezas de Revista Sábado, Nicolás Alonso de La Tercera, Macarena Segovia, Benjamín Miranda y Nicolás Sepúlveda de CIPER Chile. Su experiencia muestra un continuo ejercicio de buscar nuevas historias y escuchar nuevas voces.
A su lado surgen medios digitales y autores con otros temas y entusiasmos. Por ejemplo, Jukas Jara y Javier Louit, de La Pública, traen una mirada sorprendente sobre la energía eólica; Amanda Marton de la flamante Anfibia Chile se interna en el dolor y las quejas de los que sobreviven a los suicidas; un río se seca, pero revive en las páginas de Mongabay LATAM por la pluma de Michelle Carrere y Gerardo Alvarez. Y en El Desconcierto, Francisca Varea y Javiera Mora dan voz a una madre que clama por justicia para su hija asesinada y para todas las víctimas de femicidio.
En la siempre fecunda sección de entrevistas, impresionó mucho al jurado la urdiembre de voces con que Carola Solari construyó el relato de la vulneración de derechos de las tres hijas de la jueza Atala. Lenka Carvallo interroga en La Segunda al historiador Gabriel Salazar, Estela Cabezas logra un perfil humano y muy claro de Enrique Paris en Sábado, y Joaquín Zúñiga se adentra en el cerebro del joven músico urbano Polimá Westcoast para El Desconcierto.
En la sección relativamente nueva en el PPE de Investigación, junto con el tradicional CIPER y su descubrimiento de datos incómodos sobre la Teletón, destacan Felipe Díaz y Nicolás Parra, del equipo de investigación de la radio Bio Bio Chile explicando la compleja trama de robo de madera que termina, sorprendentemente, en las mismas manos de algunas de las empresas robadas, y Rocío González Trujillo y Catalina Olate Hidalgo, de El Mostrador, que aportan datos valiosos y hacen preguntas precisas sobre el robo de armas por parte de carabineros retirados y en servicio, y que en muchas ocasiones terminan en poder de los delincuentes que sus compañeros de armas deben enfrentar.

No fue una decisión consciente, pero este año, el trabajo minucioso de los seis equipos de jurados preseleccionadores y de los dos jurados finales de estas categorías Escrita y Universitaria eligieron en su mayoría trabajos sobre los olvidados. Los que no salen en las portadas de los diarios y los resúmenes de los informativos. No encontrarán a la mayoría de estos nombres entre los hashtags de Twitter y las fotos de Instagram. Son las historias necesarias de los perdedores que se rindieron o que, pese a todo, siguen luchando.
También destacan este año las historias no contadas, las sombras, de instituciones o actividades con “buena prensa”, como para demostrar, como sabemos bien los periodistas que, si se investiga a fondo y sin prejuicios, casi nada es enteramente blanco o negro. Los males que puede traer la energía eólica o las cuentas opacas de un emprendimiento tan admirado como la Teletón – el ganador de la categoría de Investigación de este año y un tema inusual para su medio, CIPER – son ejemplo de ello.
Un caso distinto, y por eso especialmente destacable, es del del reportaje elegido como el gran ganador de 2022: La memoria de los fotógrafos presidenciales. Es sobre presidentes, hay también cuenta y trata de poner el dedo en dos injusticias.
Por un lado, la invisibilidad de los fotógrafos, los contadores en imágenes de la trayectoria de los 6 presidentes desde el regreso a la democracia en Chile. Esos fotógrafos y esas fotógrafas que supieron mirar, elegir los ángulos y los momentos y los lugares y los destellos de luz y los gestos en los que se congela y refleja la historia.
Y, por otro lado, que no exista un archivo, que con cada presidente se pierda el legado y la riqueza de las fotos del anterior, como en las estelas mayas, en las que cada nuevo rey ordenaba destruir las imágenes que glorificaban a su antecesor para que solo quede la propia gloria.
Este hermoso trabajo de Pedro Bahamondes, en el otrora admirado medio de investigación y crónicas vigorosas The Clinic, es una mirada al pasado en un año especial: se cumplen 50 años del golpe de estado que rasgó como un cuchillo la piel del país. Para recordarlo, la memoria de estos fotógrafos celebra el legado de los demócratas.
Y sobre los crímenes de la dictadura trata el ganador del Premio Universitario: Te recuerdo Luisa.
Como Víctor Jara recuerda a Amanda y sus cinco minutos de amor, las estudiantes de la Universidad de Chile Gabriela Acuña y Javiera Arias Domínguez relatan, analizan y honran la vida de Luisa Toledo, la emblemática madre coraje que luchó hasta su último aliento por verdad, justicia y reparación por las familias de los desaparecidos en Chile.

Para honrar los 20 años del premio, quiero mencionar dos contenidos muy especiales que hacen que este El mejor periodismo 2022 sea distinto a todos los anteriores.
En primer lugar, una Introducción que repasa la historia de esta categoría Escrita del PPE, por una de las principales estudiosas de la crónica y el periodismo literario en el país, la doctora Patricia Poblete Alday, profesora de la Universidad Finis Terrae. Una mirada conocedora e independiente que nos mira desde la academia.
Y, en segundo lugar, un listado de los ganadores en las dos categorías de estos 20 años, para que su registro, además de poder verse en la web del PPE, figure como corresponde en este libro celebratorio.
Luego, antes de los textos ganadores y finalistas figura, como de costumbre, los nombres y una breve biografía de nuestros jurados de este año.
Finalmente, quiero decirles que si cumplimos dos décadas es porque las y los periodistas de Chile, los medios, las universidades y la sociedad nos adoptó como su principal referente sobre la calidad de los productos periodísticos año por año, y como brújula ética que, si bien ha podido equivocarse en ocasiones, siempre deliberó y decidió con buena fe, con absoluta libertad de criterio y apelando a jurados conocedores, independientes, criteriosos y dispuestos a poner sus decisiones personales a discusión y dejarse convencer con buenos argumentos.

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21 de junio de 2023

Foto de Diego Figueroa (Migrar Photo)

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Mil palabras

Hace ocho años yo tenía una columna en la revista digital The Objective. Fue un ejercicio de mirada e imaginación que me gustaba mucho, un cotidiano reto en el que debía elegir una foto que aparecía ese día en el medio, que en esos tiempos hacía primar las fotografías. Yo debía construir una historia desde esa foto.

Y la primera semana de julio de 2015, la foto que me conmocionó era de Diego Figueroa (Migrar Foto). Ilustraba la celebración en Chile del prestigioso Salón del Fotoperiodismo, en su 37ª. edición.

Esta fue la foto, y esto escribí entonces:

 

Miren esta imagen y piensen en cada una de las posibilidades verbales: verán una foto distinta. Les provocará otros sentimientos, otras ideas, se relacionará con distintas memorias.
Sí: las fotos y sus textos pueden dirigir nuestras reacciones, pueden engañar, pueden usarse para manipular y provocar amores y odios.
¿Qué estamos viendo? Seis posibles pies para esta foto:
1.
En medio de las protestas de los estudiantes, un joven acaba de lanzar una bomba molotov en un edificio gubernamental en Santiago. El ataque produjo tres heridos, entre ellos una niña de 11 años.
2.
Una víctima escapa de un edificio en llamas en Antofagasta. No pudo salvar ninguna de sus pertenencias. “Perdí todos mis recuerdos”, dijo.
3.
Aprovechando un incendio fortuito, un preso escapa de una comisaría en Valparaíso. Tres horas más tarde fue capturado mientras tomaba un helado en la playa. “Valió la pena”, declaró.
4.
Un policía de civil corre para atrapar a un preso que escapó de una comisaría de Temuco aprovechando un incendio fortuito.
5.
Un manifestante de derecha huye tras lanzar octavillas en contra de los inmigrantes en la puerta de un edificio público en Lyon.
6.
Un manifestante de izquierda huye tras lanzar octavillas en contra de la Troika y a favor de Syriza frente a una oficina bancaria en Atenas.
Y ahora les pregunto: “¿Una imagen vale más que mil palabras?”.
Ese año yo estaba a cargo del Máster en Periodismo de IL3-Universidad de Barcelona, y cuando les pedí el primer día a los alumnos que se describieran con una frase, el estudiante peruano Pedro Gerardo Velarde dijo que era fotógrafo y que estaba en el Máster para aprender a escribir, porque sin palabras, las fotos no revelan sus secretos.
Y entonces Pedro me dijo una frase que no olvidé más y que rescato hoy, ocho años después: “Nada se entiende sin palabras. Incluso para explicar el concepto de que ‘una imagen vale más que mil palabras’ necesitamos de las palabras”.
Así es. Sin palabras no entendemos (o sea: no vemos) la imagen.

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4 de mayo de 2023
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El efecto de la pandemia en los infantes. Sobre La chica invisible, de Verónica López

En medio de la pandemia, una niña pinta una rosa de color negro.

Una psicóloga de niños inquietos corre de un lado a otro.

Un sociólogo explica que no es el estado sino las familias quienes tradicionalmente se ocupan de los niños.

Un psicólogo dice: “Sabemos lo que está pasando, pero nadie pregunta”.

Un estudio muestra que las otras pandemias, las de vulnerabilidad, desánimo e irritabilidad, van en aumento.

Una madre se angustia porque su hija llora todos los días por no poder ir al colegio y ver a sus amigas y profesores.

Un abogado afirma: “Los niños de la pandemia sienten una gran frustración”.

Un artículo de diario se presenta con el título: “Los niños dañados de la pandemia”.

Y en pleno naufragio, una abuela sabia, que es también la creadora de un puñado de grandes revistas y maestra del periodismo de alto impacto, y que es hoy la presidenta de la Asociación de Mujeres Periodistas de Chile, se interna en este mundo de niños encerrados y expertas a quien nadie parece escuchar para brindarnos un panorama exacto y una voz de alerta y esperanza sobre el efecto del largo año de COVID sobre la psiquis infantil.

* * *

Conocí a Verónica López en la Feria del Libro de Viña del Mar en 2019, en una de las presentaciones de “40 años de revistas (1974-2014)”, un precioso volumen editado por Catalonia, en el que repasa su carrera, una de las más fecundas y creativas en la creación y dirección de grandes revistas como Caras, Cosas, Sábado de El Mercurio y Antílope en Chile, y de la importantísima revista Semana en Colombia.

La escuché en una charla junto con las jóvenes periodistas Luz Farren y Carmen Sepúlveda, que hicieron el ingente trabajo de recolección y selección del material de cuatro décadas y colaboraron con López en su recorrido personal por la historia del periodismo y del continente.

Allí oí por primera vez la historia de cómo en el momento en que debía nacer bajo su mando la revista de la tarjeta de crédito Diners, la dictadura militar ordenó su veto: sus antecedentes de periodista independiente, con un fuerte sentido ético, hacedora de proyectos que denunciaban los crímenes de estado, no calzaba con los dictados de un régimen que quería plumas sumisas.

El gerente de Bancard y zar de las tarjetas de crédito le transmitió la prohibición personalmente, en su oficina.

Verónica contó la anécdota con una combinación que desde entonces supe reconocer y apreciar en sus charlas y escritos: por un lado, graciosa, incluso coqueta, y por otro seria, apasionada del oficio.

Su compromiso con el periodismo de calidad e independencia fue desde el comienzo inclaudicable. Dice Marta Cruz-Coke en el prólogo de “40 años de revistas”: “Fiel a su tarea de informar formando opinión, arriesgó su cargo y su persona en incontables casos, porque había que contribuir a hacer discernir al lector, ‘oportuna e inoportunamente’, la verdad de los hechos y, más allá de las apariencias, la propiedad cierta de la información”.

Al final de su presentación, Cruz-Coke destaca: “En este país polarizado al extremo (…) Verónica se ha dado el lujo de no poder ser clasificada, porque escapa a todos los estereotipos, a los estilos consagrados, y vive reinventándose, creando escuela con sencillez, con el espontáneo y natural procedimiento de permanecer igual a sí misma”.

Ese libro se convirtió para mí en un autorretrato de una líder del periodismo, a quien admiro desde entonces. En sus páginas no deja de reconocer y agradecer a los equipos con los que trabajó, pero se nota también el valor diferenciador de la mirada certera, la precisión para notar los cambios y tendencias en la sociedad en el momento en que se estaban produciendo… o incluso antes, y la capacidad para reconocer el mérito y el potencial de las periodistas (una gran mayoría de mujeres), que ella formó y empujó en sus caminos profesionales y vitales.

Con la modestia de los que realmente destacan, se describe a sí misma en sus páginas como “una artesana del mundo de las revisitas. Parte de las múltiples manos que colaboraron en tejer esta manta.”

* * *

Por eso fue una enorme alegría y un honor inesperado cuando me llamó con la intención de cursar como alumna el Diplomado en Escritura Narrativa de No Ficción que dirijo en el Departamento de Periodismo de la Universidad Alberto Hurtado.

¿Vero López alumna? ¡Si ella es la maestra de más de una generación de periodistas en las revistas que marcaron época, y no solo en su país!

En las clases fue un permanente aporte de sabiduría, sentido común, consejos prácticos y certeros a sus compañeros, y desde el momento en que tuvo que elegir tema para su texto narrativo, una certeza: que pese a lo mucho que podría aportar sobre el pasado del que fue testigo de excepción y protagonista, ella quería hablar del más rabioso presente.

Este retrato amoroso y lúcido de los problemas y la resiliencia de los niños en pandemia es el trabajo de una reportera joven y con hambre de saber. Los expertos (la mayoría mujeres, y no por cuota sino porque son las mejores fuentes en este tema) alumbran los temas esenciales de este encierro al que fueron condenados las niñas y niños que necesitaban jugar, encontrarse, estar con sus maestras, amigos y familia, aprender con las manos en la masa. Los que sufrieron más, como dice uno de los excelentes subtítulos de este relato, ese “hambre de piel” y la falta de contacto. En la presencialidad ya estaba haciendo estragos el sumergirse en las pantallas y pantallitas.

La pandemia del Coronavirus afectó a grandes y chicos, a estudiantes y profesores, trabajadoras y jubiladas, al personal de salud y a la comunidad entera, en Chile y en el mundo. Se ha escrito mucho sobre sus causas y consecuencias inmediatas, sobre los muertos y contagiados, sobre las vacunas y los negociados, sobre el desempleo y el teletrabajo. Pero recién ahora se está empezando a entender la dimensión de sus efectos a largo plazo.

Este libro es pionero en ese sentido: muestra el germen de lo que le sucede a la generación de “la chica del unicornio”. Y lo hace desde la más profunda humanidad unida a los estudios más avanzados explicados para el lector común.

Encuentro brillante la forma en que la autora teje su red de problemas y posibles salidas combinando el relato de su personal labor de abuela con los viajes y entrevistas en su labor de periodista.

Ya sería muy valioso si fuera producto de una nueva pluma en el mundo de la crónica periodística. Pero que venga de la fundadora de míticas revistas que vuelve al ruedo para contarnos la realidad de la niñez invisible de la pandemia me parece un verdadero milagro.

Este texto es el prólogo del libro La chica invisible, de la gran periodista, creadora de revistas y gestora de medios Verónica López, publicado por Editorial Cuarto Propio en 2022.

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12 de abril de 2023
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A 30 años del ‘choque de civilizaciones’ de Huntington: era un plan y triunfó

A comienzos de 1993, mientras los últimos pedacitos del Muro de Berlín eran vendidos a turistas mitómanos y la guerra fría terminaba de congelarse, Francis Fukuyama se animó a aventurar El Fin de la Historia: la guerra había terminado para siempre, con el triunfo del Primer Mundo, Occidente y el Capitalismo.

En medio de tanta euforia, en un modesto artículo de la revista Foreign Affairs (vol. 72, no. 4), el académico Samuel Huntington, un adusto y atildado profesor de Harvard, le aguó la fiesta: lanzó su teoría de que lo peor estaba aún por venir.

El mundo estaba en los albores de El Choque de Civilizaciones.

En ese ensayo provocador e influyente, Huntington presentaba un mundo aterrador y comprensible: todos los conflictos, matanzas y atropellos tenían su origen en el hecho de que “las diferencias entre civilizaciones son (...) básicas. Las civilizaciones se diferencias unas de otras por historia, lengua, cultura, tradición y – lo más importante – religión. Las gentes de diferentes civilizaciones tienen diferentes puntos de vista sobre las relaciones entre Dios y el hombre, entre el individuo y el grupo, entre el ciudadano y el estado, entre padres e hijos, entre maridos y mujeres, así como diferentes puntos de vista sobre la relativa importancia de derechos y deberes, libertad y autoridad, igualdad y jerarquía”.

Así seguía: “Estas diferencias son el producto de siglos. No desaparecerán pronto. Son mucho más fundamentales que las diferencias entre ideologías o regímenes políticos. Estas diferencias no necesariamente significan conflicto, y los conflictos no necesariamente significan violencia. Sin embargo, a lo largo de los siglos las diferencias entre civilizaciones han generado los más prolongados y los más violentos conflictos”.

Apoyaba el profesor Huntington estas ideas en copiosas citas de expertos, todos norteamericanos y europeos.

En el número siguiente de Foreign Affairs, siete analistas en relaciones internacionales e historia con nombres como Ajami, Binyan o Mahbubani le contestaron: unos cuestionaron su peculiar selección de “civilizaciones”, donde geografía y etnia se mezcla con religión y cultura (en la lista original estaban, en alegre cambalache, ‘civilizaciones’ como “la occidental, la confuciana, la japonesa, la islámica, la hindú, la eslava-ortodoxa, la latinoamericana y posiblemente la africana”).

Otros recordaron que históricamente los conflictos inter-occidentales y las guerras civiles interculturales provocaron más muertos (¡las dos Guerras Mundiales!) y duraron más (¡la Guerra de los Cien Años!) que los choques entre los bloques que Huntington presentaba.

La mayoría también deploró que el profesor mostrara como ontológicos e inmutables características que las sociedades cambiaban a lo largo de los años. ¿O no eran los valores “occidentales” de tolerancia religiosa y respeto a los derechos humanos de las otras “civilizaciones” fenómenos recientes que significaron enormes cambios en sólo cinco o seis generaciones, un lapso brevísimo para la historia de las ideas? ¿No había cambiado radicalmente Japón en el último medio siglo?

¿Dónde estaba entonces el germen del choque de civilizaciones?

Pues no estaba. A principios de los noventa la mayoría de las luchas que estaban a punto de comenzar en los territorios liberados del viejo imperio soviético eran económicas; las batallas entre Estados Unidos, Europa, China y Japón eran comerciales; Latinoamérica bregaba por la integración, no por el conflicto con el Tío Sam; y los movimientos que convulsionaban a los países árabes eran por el dominio a lo interno, no por la conquista del mundo.

Sin embargo, la idea-fuerza del choque de civilizaciones tuvo gran éxito. Foreign Affairs publicó un libro con el artículo original, sus respuestas y la contrarréplica de Huntington, el profesor extendió su ensayo a tamaño libro (publicado en español como El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial por Paidós en 1997) y Tecnos lo publicó en España junto con un meditado ensayo crítico de Pedro Martínez Montávez.

Desde su aparición hace tres décadas, el famoso “choque de civilizaciones” de Huntington ha recogido críticas y vituperios de medio mundo, desde la derecha recalcitrante (Jeanne Kirkpatrick) a la izquierda tradicional (Carlos Fuentes).

Con argumentos y desde puntos de vista variados y hasta antagónicos, los críticos postularon desde entonces que el mundo no era como Huntington lo describía. No veían un puñado de civilizaciones radicalmente inconciliables, luchando a muerte por la supremacía y el dominio.

Lo que los críticos no vieron era que el texto de Huntington no era una descripción. Era un plan.

Y en estos 30 años, el plan se está cumpliendo con precisión pavorosa.

Así estamos: Por un lado, un Estados Unidos en versión obtusa, anticientífica y agresiva (Trump) o atrofiada y reactiva (Biden). Por otro, la Rusia de Putin y la China de Xi despreciando la democracia “a la occidental” y añorando su pasada gloria. Y entre las grandes potencias, las emergentes BRICS con líderes enquistados en antiguos mitos religiosos para facilitar sus poderes que socavan la democracia: Modi en India, Bolsonaro en Brasil, Erdogan en Turquía.

En el comienzo del nuevo siglo el poderoso entramado industrial-militar de Estados Unidos, sus riquísimos ‘Think Tanks’ de la derecha y sus muy influyentes medios, con la cadena Fox de Rupert Murdoch a la cabeza, encontraron en el choque de civilizaciones la idea-fuerza para venderle al elector norteamericano su remedio para todos los miedos: nos atacan porque son civilizaciones que no comparten nuestros valores. Odian la libertad, son el mal personificado, están embarcados en un siniestro plan de dominación mundial desde hace siglos. Hacen falta la guerra permanente y la vigilancia interna para combatir a tan tremendo enemigo.

Los aparatos publicitarios de las otras potencias, sus medios estatales y las fake news desplegadas por las redes sociales difunden versiones del mismo discurso para diversas audiencias.

Con su apoyo irrestricto a la posición intransigente de Israel sobre Palestina, su guerra sin cuartel en Irak, su desprecio a las normas que rigen el trato a detenidos o prisioneros de guerra en Abu Graib y Guantánamo, y su inclusión del complejo Irán en el ‘Eje del Mal’, el actual gobierno estadounidense ha unificado un Islam antes desperdigado y le ha dado una causa común.

Por el lado del Islam, ahora sí estamos sumergidos en el choque de civilizaciones. El poder de conquistar territorios y almas de este genio salido de su lámpara se pudo ver en la fulminante conquista de Afganistán por los Talibanes apenas las tropas estadounidenses anunciaron su partida.

¿Vieron que tenía razón?, dijo Huntington ante el mundo post-11 de septiembre de 2001, y siguen repitiendo sus admiradores y discípulos después de su muerte en 2008. ¡Pues claro! Si le compraron la idea y cumplieron su plan al pie de la letra, ¿cómo no iba a tener razón?

Hitler tuvo a su intelectual, el teórico Karl Schmitt, autor de la teoría del espacio vital y de que todos los pueblos deben encontrar a su enemigo y vencerlo o perecer. Lenin siguió el plan de la lucha de clases del Manifiesto Comunista de Marx. Los luchadores contra el colonialismo en África tuvieron también su Biblia: The Wretched of the Earth (Los condenados de la tierra), de Frantz Fanon.

Huntington se convirtió el intelectual orgánico de la derecha norteamericana de los últimos 30 años, pero jugaba con una trampa y una ventaja: escondía sus cartas. Entendió que, en el mundo del marketing, los medios y las imágenes, no se puede presentar la lucha a muerte como un deseo ‘nuestro’, sino como una necesidad ante la intrínseca maldad y el radical deseo del otro de eliminarnos.

El miedo justifica el ataque disfrazándolo de defensa.

El gobierno de George W. Bush (el aparente necio que no tenía un pelo de zonzo) estiró la cuerda, haciendo estallar conflictos solapados y echando fuego a situaciones ya tensas. Pero sobre todo humilló a pueblos enteros, etnias, religiones e identidades.

Lamentablemente, ese camino no fue cambiado ni por Obama ni por Trump ni por Biden. En todos estos años ninguno de ellos consiguió (ni quiso) cerrar la escuela de tortura y humillación de Guantánamo ni pedir una pizca de moderación a su aliado israelí.

Poniendo en la mira la compleja civilización de los otros – sean los árabes o los mexicanos, a quienes ataca como vagos, corruptos e imposibles de integrar en Estados Unidos en su último libro, ¿Quiénes somos? (Paidós, 2004) – Samuel Huntington ha hecho mucho más que mostrar el camino a la perniciosa administración norteamericana. Ha trazado el mapa para que el territorio sea transitable por las huestes de la intolerancia y se cierren las vías del diálogo.

El éxito electoral del estrambótico Donald Trump, con su pintura de los mexicanos como asesinos y violadores y su propuesta de un muro para contenerlos, es la puesta en práctica de las ideas del sobrio profesor Huntington. Muchos piensan que, si no hubiera sido por la inesperada pandemia, probablemente hubiera ganado la reelección, y ahí sigue dando batalla con las mismas ideas y el mismo choque.

El mapa ha quedado por mucho tiempo minado, como los mares en la cartografía del Renacimiento, llenos de monstruos marinos que engullen a los barcos.

Allí dónde esté, profesor Huntington: ¡Felicitaciones! Las civilizaciones, cual virus enardecidos bajo el microscopio, ya se están comportando como usted había predicho.

 

Publicado en Ideas del diario La Nación de Buenos Aires en noviembre de 2022. 

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3 de marzo de 2023
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Pelé y Benedicto XVI: Dos funerales, dos vidas, dos legados

Comienza el año con los funerales de dos hombres aparentemente muy distintos, que pasarán a la historia, y que los curiosos designios de la muerte aunaron en las portadas de los diarios y los inicios de los noticieros.
Ambos eran ancianos, y estaban disminuidos en sus otrora asombrosas facultades, los dos enfermos, cercanos al final.
Ninguno de los dos había nacido destinado a la gloria (eran hijos de familias pobres del interior de sus países), pero lograron ascender en sus caminos por méritos propios.
Ambos fueron conocidos por un nombre elegido, un apodo, un seudónimo, no por sus nombres de bautizo.
Los dos fueron velados en los “templos” donde ejercieron su magisterio y donde habían mostrado sus mejores dotes. Largas filas los despidieron.
Con ellos se termina una época.
Imagino que los lectores ya habrán adivinado a quiénes me estoy refiriendo.
Uno es Edson Arantes do Nascimento, conocido como Pelé, uno de los más grandes y famosos futbolistas de todos los tiempos, ganador de tres copas del mundo (1958, 1962 y 1970), autor de más de mil goles, un deportista sin igual que lució en los estadios su belleza y potencia y su piel negra en tiempos en que el racismo era todavía ley en gran parte del mundo.
Pero no fue una estrella estridente, como su sucesor en el trono del fútbol, Diego Armando Maradona. Ni una voz punzante por el cambio en el mundo, como la otra gran estrella negra del deporte del siglo XX, Mohammed Alí.
Pelé fue una luz, un ejemplo cauteloso, que se fue apagando fuera de los focos y los micrófonos.
Mientras vivió, Pelé no usó su enorme prestigio para promover cambios sociales, ni siquiera se enfrentó a la dictadura militar de su país o a las causas del Tercer Mundo: ese quitarse de los temas políticos fue criticado por los que no entendían como alguien que provenía de la pobreza de un grupo desfavorecido no usaba la atención pública para exigir cambios.
Tras la muerte de Pelé el 29 de diciembre, escribió Sebastián Kohan Esquenazi en Ciper Chile: “Pelé es y será el paradigma del futbolista apolítico. Ese que siempre se mantuvo calladito, sin meterse en problemas. Ese que, durante más de veinte años, después de cada triunfo brasilero, se abrazó con Emilio Garrastazu Medici, el mismísimo dictador de la nación. Entiendo que los futbolistas son futbolistas, y que no se les puede pedir que sean activistas para darles valor. No es necesario que cada futbolista sea Sócrates para tenerle admiración. Pero también es cierto que algunos tienen sangre y otros no, y que algunos tienen unos principios que a otros les faltan. Pelé era «un hombre común que no sabía nada de política», como decía él. Tan común que se volvió sumiso.”
Y, sin embargo, este no meterse en temas candentes, que lo separan claramente de su principal rival al trono del balompié en el siglo XX, Maradona, es para muchos de sus admiradores una virtud. Tras su muerte, tomaron su silencio, que fue siempre parte de su personalidad y su visión de cuál debía ser su papel en Brasil y en el mundo, como una forma de representar una visión del ídolo deportivo como alguien que “opina con los pies”, como un atleta que no presenta ideas y afiliaciones políticas, sino que representa un ideal de talento, mérito, plasticidad deportiva y artística, en la que cada uno puede poner las ideas que quiera.
Sus defensores dirán que en esta prescindencia Pelé se convierte en patrimonio de todos. No el paladín de una causa, sino el guerrero en pantalón corto de todos los brasileños y un bello rostro negro en el que los oprimidos del mundo pueden identificarse, sin necesidad que les suelte un discurso.
Sus detractores piensan, por el contrario, que, en esta falta de jugársela por valores básicos como la democracia y los derechos humanos y contra el racismo hay una ausencia gravosa. El fútbol de Pelé sería el opio de los pueblos, que aleja a los aficionados de los problemas cotidianos y las decisiones esenciales en una sociedad democrática. Pelé es para ellos objeto de admiración, pero no sujeto de la historia.
El otro muerto ilustre es Joseph Ratzinger, quien adoptó el nombre de Benedicto XVI cuando fue elegido Papa en 2005, e impactó al mundo cuando renunció al papado ocho años después.
Respetado teólogo, admirado brazo derecho de su antecesor Juan Pablo II, temido jefe de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antiguo Santo Oficio, inició cambios profundos y se enfrentó a desafíos de calado en la Iglesia. Su conservadurismo y ademán calmado lo diferencian de su carismático antecesor y su sorprendente sucesor.
También su ascenso fue una sorpresa: tranquilamente, en las sombras, había moldeado las políticas de su antecesor. Juan Pablo II fue una figura central, sin la cual no se entienden los grandes cambios de finales del siglo XX, como el auge y las crisis de la teología de la liberación en Latinoamérica o la caída del Muro de Berlín en Europa.
En su obituario, publicado tras su muerte el 31 de diciembre (dos días después de Pelé), Ian Fischer y Rachel Donadio del New York Times lo definen así: “Benedicto XVI, el papa emérito, un erudito silencioso de intelecto firme que pasó gran parte de su vida haciendo cumplir la doctrina de la Iglesia y defendiendo la tradición antes de conmocionar al mundo católico romano al convertirse en el primer papa en seis siglos en renunciar, murió el sábado. Tenía 95 años.”
¿Sería muy arriesgado comparar a su predecesor y su sucesor - Juan Pablo II y Francisco – con Maradona, tremendamente populares, innovadores en su trato con los medios, activos en debates actuales y partícipes de la política de su tiempo?
¿Y acaso emparejar a Benedicto como Pelé, un modelo más callado, conservador, atento a las normas en las que fue educado, deseoso de conservar un mundo en peligro de caerse en pedazos?
En los mismos días de comienzos del año en que Pelé era velado ante miles de admiradores en el estadio del Santos, el club en el que militó prácticamente toda su carrera (nunca jugó en un club de Europa), miles de fieles acudían al funeral de Benedicto en el Vaticano, la sede de la Iglesia a la que sirvió toda su vida y en la que ejerció un enorme poder, siempre en Europa (en Italia y su natal Alemania).
Ese apego a las instituciones donde fueron formados es algo poco común hoy en un futbolista y un líder religioso. Ese centrarse ambos en su rincón del mundo – una ciudad brasileña, un enclave católico en la vieja Europa – es hoy inusual.
La inmovilidad hizo a estos hombres figuras mundiales.
Y el no moverse en términos doctrinarios, defendiendo una forma tradicional de entender la vida, el deporte o las creencias, los transforma para sus nostálgicos en paladines de lo permanente en un mundo en constante movimiento.
No habrá un nuevo Pelé, no surgirá en el fútbol alguien como él. No solo por sus virtudes como jugador, sino por vida, alejada de lo que hoy son las estrellas. Tras dejar la práctica del fútbol no se convirtió en entrenador, ni dueño de clubes, ni estrella de la televisión. Tras su breve paso por el ministerio del deporte, Pelé se dedicó a ser el recuerdo de Pelé para sus compatriotas.
Y no habrá otro Papa como Benedicto, que anunció su dimisión (la noticia más asombrosa en la Iglesia desde 1415) en latín y de forma oblicua, como si el mundo fuera todavía el orbe católico que pudiera entender gestos de otra época. Sus citas y gestos que ofendieron a judíos, musulmanes y ortodoxos y por los que continuamente tenía que pedir perdón son, vistos desde su cerrado tradicionalismo, muestras de incomprensión de cómo un mundo que se aleja de sus dogmas lee a un personaje anticuado.
Incluso su elección de vestimenta se veía como extraña, en comparación con la imagen más actual de su sucesor.
Al final, la imposibilidad de lidiar con crisis actuales – los escándalos económicos y sexuales de su grey – hicieron al más tradicionalista tomar una decisión sorprendente.
El mundo de Pelé y de Benedicto ya no existe. Yo creo que es buena la apertura al cambio, la vitalidad de adaptarse a lo nuevo, el moverse, el mostrar distintas caras. Yo no quisiera volver al mundo de Edson y de Joseph.
Y, sin embargo, al recordar sus figuras señeras, queda un regusto a extrañar lo perdido, a lamentar la desaparición ineludible de lo que se resistía al cambio y creaba a su alrededor un campo de fuerza que uno siempre sabía dónde estaba.

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6 de febrero de 2023
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