Roberto Herrscher
Les cuento que empecé un Taller de Bolsillo con la experta en literatura y naturaleza Gabriela Jáuregui: nos habla de cómo nos relacionamos con los reinos animal y vegetal, cómo los poetas y narradores se acercan a ese íntimo “otro” salvaje, y cómo ese mundo ajeno nos podría mirar a nosotros. Ella se comunica por Zoom desde un rincón rupestre cerca de Ciudad de México, donde esperaba escuchar el canto de los pájaros, pero en medio de la primera sesión ella se alarmó porque se escuchaban balazos.
El taller es un recorrido por las escrituras que se adentran en la sensibilidad de los animales y las plantas. Me encantó una poesía de Emily Dickinson que es una carta de una mosca, y los inclasificables ensayos de Gloria Ansaldúa, que yo no conocía. Estos talleres online son una reliquia preciosa, tal vez lo más valioso, que nos queda de la vida en pandemia.
El primer día Gabriela nos asignó un ejercicio:
Ejercicio: Soy multitudes como dice Walt Whitman, Yo soy otro como dice el poeta Rimbaud, o como dice también el divulgador de la ciencia Ed Yong, contenemos multitudes. Piensa con qué seres vives enredadx de forma tentacular. ¿Cuáles son tus relaciones simbióticas/simbiopoéticas y con quienes? Describe tu relación con lx otrx, primero desde el punto de vista tuyo, personal, pero en tercera persona, y después describe exactamente la misma relación, pero de la perspectiva del otrx, y esta vez en primera persona. ¿Cómo se tejen estos dos relatos? Busca la particularidad de los detalles y escribe desde allí, desde los sentidos.
Esta es mi relación con mi perrito Franki visto desde una posible deidad que soy no soy yo, en peligroso equilibro en el techo de nuestro dormitorio:
Franki entró a la vida de Roberto por la ventana. O tal vez sería mejor decir que entró sin que él lo haya buscado. Cuando volvió de su primer viaje a Europa con Carmen, al inicio de su relación, la primera vez que hacían juntos un viaje largo, ahí estaba, minúsculo y desamparado. Con su pelambre hippie en distintos tonos de marrón, con esos ojazos asustados, con el rabito ya cortado, arrancado a edad demasiado tierna del amparo y la educación de su mamá.
Laurita tenía en ese momento nueve años. Durante el viaje de su madre con Roberto, se había quedado en el departamento de Plaza Italia con la abuela, la sabia y risueña doña Coquis. La abuela había encargado un perrito para ella, y este viaje la unió más con su nieta: Laura eligió de todos los minúsculos Yorkshire, el perrito que más le gustaba de la camada, que terminó siendo el Franki. Doña Coquis se quedó con su hermano Harry.
Pasaron cinco años y medio. En este momento Franki, ya un señor perro que vira, a veces sin transición y sin motivo, de gruñón a cariñoso y viceversa, duerme al sol sobre el abrigo recién lavado del colchón, mientras Roberto escribe y escucha música.
Si alguien los estuviera viendo en este momento probablemente sentiría que la escena es de plácida hermandad, de amorosa convivencia. Desde su escritorio, Roberto mira a su perrito y se alegra de que esté en su vida y que, de forma oblicua y perruna, haya cimentado en estos años la relación de familia entre él, su flamante esposa y la hija de ella, que ya tiene 14 años.
Pero si esto fuera una película y si la cámara se acercara al dorso de la mano derecha que escribe en el teclado, notaría la cicatriz carmesí de una herida: la mordida de hace un par de semanas, el recuerdo de que Franki es también una bestia salvaje, un animal. Un depredador. El atacante que hace que el otro día Roberto le comentase a Carmen que es una suerte de que sea tanto más pequeño que ellos.
Si tuviera el tamaño de un Velociraptor, le dijo con una risa nerviosa, los mataría de un mordisco.
La costra, que lleva muchos días de lento endurecimiento, también le recuerda a Roberto con minucioso horror, que él es también una presa a punto de ser cazada.
Y esto es lo que imagino que podría estar pensando Franki. Obviamente, habla de “tú”, como buen chileno, no de “vos” como yo.
Te estoy mirando, mi esclavo. No entiendo tus palabras, no entiendo las voces ampulosas de ópera que resuenan entremezclándose con el ritmo del repiqueteo de tu teclado. Sí sé que la música lenta, envolvente, que se escucha arriba, en tu altillo, es distinta del rock punzante y repetido que pone mi mamá Carmen en la cocina, del trap de disparo rápido de mi hermana Laura en sus parlantes, y muy distinta de las canciones románticas del teléfono que hacen suspirar a Úrsula mientras mueve por la alfombra a mi enemiga jurada, la diabólica aspiradora.
Y también entiendo cómo me miran, cómo me tratan, cómo interactúan conmigo. Es muy divertido. Yo actúo para ustedes, les hago fiestas cuando llegan y cuando me acarician la cabeza y sobre todo cuando me hacen cosquillas en mi panza peluda. Es todo teatro, simulacro. Lo saben, ¿no? El amo soy yo. Esta es mi casa. Ustedes son mis invitados, y los tolero mientras no me molesten demasiado. Por ejemplo, los dejo dormir en mi cama, pero si se ponen pesados ocupando parte de mi sitio al medio, de un certero mordisco les recuerdo quién manda.
Sí, a ti te hablo. Me estás viendo ahora, tirado al sol en el sofá, sobre el cobertor que acabas de lavar y pusiste a secar al sol porque lo oriné y lo dejé hediondo a mi pis. Claro, tengo que marcar todos los espacios y ámbitos, para que quede claro que son míos.
Estoy alerta, mirándote con cara de perrito bueno, con las orejas paradas porque sé que estás escribiendo sobre mí.
Sé que viviré pocos años; sé que, aunque para mí ustedes son instrumentales e intercambiables, para ustedes yo soy el corazón y el motor de esta casa, el amo y el líder de la manada, y que cuando no esté me van a extrañar horrores. Ese dolor postrero será mi venganza porque, aunque ustedes no decidieron que me tocara esta perezosa y repetitiva vida de perro, son lo que tengo más cerca para vengarme de mi mala suerte.
En otra vida, ojalá vez me toque convertirme en gato. Y ahí sí sentirán la profundidad de mi desprecio, sin trampa ni actuación.