Víctor Gómez Pin
Aldea marítima en una zona de la costa africana que, por razones diversas está completamente vedada al turismo. Una docena de pequeñas viviendas y ocho o diez cayucos de pesca. Junto a su puerta, un vecino recoge en un cubo caracoles de mar, los extrae de su concha y los deposita en otro cubo. Perturba la escena la presencia a escasos metros de un amontonamiento de botellas de plástico, latas vacías de cerveza y restos de alimento. La vivienda mantiene las medidas y forma de la choza tradicional de la cultura del país, pero los retazos de latón y plástico, el techo de uralita, el destartalado ventanuco, con cartones mal encajados, la emparentan con las chabolas insalubres que se despliegan en las periferias marginadas de las ciudades europeas, y asimismo violentan el paisaje rural de muchos países del mundo.
La vida en esa aldea es posiblemente tan elemental como hace siglos: la pesca artesanal y la recolección de las frutas y vegetales, que en ese clima ecuatorial surgen sin necesidad de cultivo, bastan para el alimento cotidiano. Pero pasa por la cabeza que, siglos atrás, la vida era quizás mejor y más digna: la cabaña estaba hecha con materiales proporcionados por el propio entorno; para las necesidades fisiológicas había lugares prefijados en el espacio abierto; los utensilios, de madera horadada o tallada, se utilizaban durante años; con los restos de la alimentación propia se alimentaban animales útiles para la comunidad humana y, en suma, el insalubre montículo de latas, plásticos y desperdicios no perturbaba la imagen del lugar.
Sin duda los habitantes eran entonces víctimas de gravísimas enfermedades que hoy tienen remedio, pero dudo de que la sanidad pública esté presente en este lugar retirado, dado que brilla por su ausencia en la propia capital del lugar, dónde bajo el puente sobre el río que atraviesa un barrio popular, el agua se estanca entre inmundicias orgánicas y, también allí, los cúmulos de latas y plásticos.
Cambio de zona geográfica, pero no de asunto. El autobús que conduce de la capital de la República Dominicana a la capital de Haití, Puerto Príncipe, circula tras pasar la frontera por la orilla de un lago conocido en la parte haitiana como Étang Saumâtre, estanque salobre.
La zona es una suerte de tierra de nadie sin apenas vegetación ni habitantes. ¿Y cuál es el primer indicio de que estamos llegando a una zona poblada? Pues que la superficie del agua del lago, hasta entonces límpida, se va cubriendo de botellas de plástico que vierte sobre la orilla convertida progresivamente en basurero. En Haití, como en tantos otros lugares el agua envasada es el remedio para la parte de la población que puede acceder a ella, pues otra parte se ve abocada a beber en ríos como el que atraviesa un barrio popular de la evocada ciudad africana.
Hay decenas de millones de seres humanos para los cuales el poder (que no orden, palabra que supone armonía) económico y político hoy imperante en el mundo, desde luego no asegura la subsistencia, y aun cuando lo hace no siempre garantiza la decencia del entorno, empezando por lo más elemental, la salubridad. Pues ¿cómo ver el espejo del hombre ante imágenes de personas ancianas buscando un lugar furtivo para realizar sus necesidades, y de niños chapoteando en un río de excrementos, cuyas aguas sino les destruyen ciertamente les vacunan.