Ana Sainz (Anapurna)
Escribo constantemente sobre las ocasiones en las que me doy de bruces con la suerte de presenciar la transmigración de un alma genuina, contenedora de una idea penetrante, a un cuerpo narrativo distinto al suyo. Pero es que cuando ocurre -esto significa: leer y trasladarse a una película, a una representación, a una pintura, o viceversa, sin que tengan nada que ver, sin que se hayan conocido nunca- es como estar en una fiesta; una fiesta en la que, sin previo aviso y después de soportar varias horas de música anodina, se pusiera a los platos mi pinchadiscos favorita.
Algo que resulta tan común, tan prosaico, tan de cada fin de semana, se transmuta en el festival de la pirotecnia, en el abrir paquetes uno detrás del otro la mañana del día de Reyes. Que me haga tanta ilusión descubrir el diálogo secreto entre dos relatos morfológicamente distintos (tal vez no sea un hallazgo si no una invención inocente, la manifestación de mis obsesiones; tal vez si se encontrasen se llevarían fatal y no se dirigirían la palabra) solo responde al regalo de saberse rodeada de cristales en los que reconocerse, de reflejos en los que mirarse, con la certeza de que no te girarán la cara, de que siempre y absolutamente siempre van a devolverte el saludo.
Fui testigo de una reverencia de este estilo, de una leve y probablemente inconsciente inclinación de cabeza, al ver Kinds of kindness (Yorgos Lanthimos, 2024) en el cine Rívoli que está cruzando la calle opuesta a la librería: mi cerebro rebobinó a velocidad x2 hasta marzo, a cuando leí Ocàs i fascinació de Eva Baltasar. Quizás el detonante para este no-tan-obvio intercambio fuese la estructura familiarmente literaria de la película (un formato tríptico, como los anteriores Permagel, Boulder y Mamut; la nueva novela de Baltasar es, en cualquier caso, un díptico moderadamente distópico): sin embargo, a medida que avanzaba el metraje también lo hacía la vinculación anímica entre los dos artefactos, volviéndose cristalina hacia el final. Las tres historias del filme, interpretadas por las mismas actrices y actores en diferentes papeles, enlazan orgánicamente los espacios físicos y metafóricos de la extrañeza y el malestar, de la mística y de la muerte: una facultad que también encuentro en la última publicación de la escritora catalana. En ambas producciones permea la idea de la transacción; ¿Cuál es el precio a pagar por la libertad? ¿Acaso existe el libre albedrío? ¿Se puede decidir sin renuncia?
Los tres retratos de Lanthimos conectan a través de un personaje – bastante insustancial en apariencia, incluso si esperas a la escena postcréditos- de cuyo nombre sólo conocemos las iniciales (R. F. M.), y que morirá al principio y resucitará al final. Un trayecto de la muerte hacia la vida, una representación del arquetipo budista de la reencarnación. En Ocàs, primera parte y Fascinació, segunda, es una mujer con nombre de virgen la que hará el viaje en sentido contrario, pero que permanecerá en el mundo al ser convertida en una imagen, en un objeto de culto.
‘Una feina com una pallissa, que m’estovi el cos i em deixi el cap irreparable.’
‘Em meravello de com és de fàcil injectar en un cap aliè una idea insana.’
En estas frases del monólogo interior de una protagonista sin nombre (a mis ojos una especie de heroína contemporánea de la gentrificación), asoman los tres conceptos que vertebran el primer capítulo de Kinds of kindness: la autoridad, encarnada por la figura del jefe, la subordinación que supone el hecho simple de trabajar para alguien -correspondiente al empleado- y la imposibilidad de concebir un escenario donde no exista la tiranía de las necesidades inventadas. Richard (Jesse Plemons) es el sujeto en el cual Raymond (Willem Defoe), inyecta con facilidad el germen de los mecanismos de la dominación: come lo que su capo le indica, folla cuándo, cómo y con quien él le señala, y bebe el cóctel que, por cualquier razón, él le ha escogido. Hasta el momento, no debería resultarnos ni muy inquietante ni demasiado ajeno. Para la joven de la novela, en cambio, el sujeto aniquilante de la voluntad es la vida en la ciudad y su tiranía. Estos dos personajes, que pelotean entre papel y pantalla, no dejan de ser subordinados devotamente sometidos: en el caso de ella, incluso (y precisamente) hasta después de haber terminado con la vida de su patrona.
Las imágenes que describe Baltasar me trasladan a las atmósferas que graba Lanthimos; leerla es como ver a Emma Stone probarse unos zapatos en los que no le caben los pies, o tirada en una butaca con el cuerpo hecho marioneta y una herida sangrante donde debería estar el hígado. Es observar a Margaret Qualley saltando grácilmente hacia una piscina vacía, aterrizando con la cara, o directamente, a su cabeza atravesando la luna delantera de un coche -una de las seleccionadas escenas que, lejos de resultar perturbadoras, te arrancan una carcajada: marca de la casa-. En ambos ingenios el paisaje está decididamente atravesado por las dinámicas de poder y el cuento del sometimiento, y la violencia y la seducción son las columnas donde se apoyan las criaturas.
En el segundo capítulo, el director griego nos propone experimentar el juego endemoniado de la luz de gas: un marido espera a que su mujer, desaparecida durante una investigación en el océano, vuelva a casa. Aparentemente se cumple el anhelo, pero lo que recibe es una carcasa que, aunque luce igual que ella, ni calza la misma talla ni odia el chocolate; una copia, una doppelganger casi perfecta. Emma Stone interpreta así a una mujer exageradamente sumisa. Jesse Plemons, a un tirano déspota que continuamente pone a prueba la veracidad de quien dice ser su esposa. ¿Quién tiene la verdad, quién conoce lo que realmente ha sucedido? ¿Es siempre el narrador de la historia quién la controla?
Todos los intérpretes terminan boxeando contra su propia trivialidad, noqueados por la falta de sentido de su existencia: al igual que en la película, la cronista del libro también vive entre lo conocido y lo desconocido, el cobijo y el peligro -limpia y cuida una casa a la vez que la viola, vaciándole la nevera, sumergiéndose en su bañera-: ella es una farsante, igualmente una mentira, una máscara. Como la mujer de Daniel el Policía, sólo una copia.
Hacia el final de estas dos narrativas especulares -y con especial notoriedad en el tercer capítulo de Kinds of kindness- se da una simbología compartida: el agua, la sed y la muerte empapan las últimas partes de estas primas separadas por distintas latitudes. Una y otra nos dejan entrever el vagabundeo incesante de quienes buscan escapar de la normatividad, a la caza de algo más grande: Dios, burlar a la muerte, la trascendencia, la entrega definitiva del espíritu a un bien mayor. Total, la vida se te puede ir a la mierda con un solo gesto, y lo saben bien tanto la chica que huye de un marido violador para terminar siendo el utensilio implacable de una secta new age como la que, desalojada a golpes de su casa, se cobija por las noches en su lugar de trabajo. Las dos están entrelazadas por el dibujo infinito eros-thanatos: la madre abandonadora que tiene como misión encontrar a la mesías capaz de insuflar vida de nuevo en un cuerpo vacío y la asesina que, a base de sacralización y cuidados, tratará de mantener viva a su víctima, convirtiendo la habitación donde reposa en un templo. Comparten la hechura asfixiante del amor, el cuestionamiento de la norma y de aquéllo que deberíamos querer. Además, ambas son poseedoras de un conocimiento pretérito; saben que, detrás de lo mundanamente deseable, pueden esconderse montañas de horror, maltrato y abuso.