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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.

 

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A 30 años del ‘choque de civilizaciones’ de Huntington: era un plan y triunfó

A comienzos de 1993, mientras los últimos pedacitos del Muro de Berlín eran vendidos a turistas mitómanos y la guerra fría terminaba de congelarse, Francis Fukuyama se animó a aventurar El Fin de la Historia: la guerra había terminado para siempre, con el triunfo del Primer Mundo, Occidente y el Capitalismo.

En medio de tanta euforia, en un modesto artículo de la revista Foreign Affairs (vol. 72, no. 4), el académico Samuel Huntington, un adusto y atildado profesor de Harvard, le aguó la fiesta: lanzó su teoría de que lo peor estaba aún por venir.

El mundo estaba en los albores de El Choque de Civilizaciones.

En ese ensayo provocador e influyente, Huntington presentaba un mundo aterrador y comprensible: todos los conflictos, matanzas y atropellos tenían su origen en el hecho de que “las diferencias entre civilizaciones son (...) básicas. Las civilizaciones se diferencias unas de otras por historia, lengua, cultura, tradición y – lo más importante – religión. Las gentes de diferentes civilizaciones tienen diferentes puntos de vista sobre las relaciones entre Dios y el hombre, entre el individuo y el grupo, entre el ciudadano y el estado, entre padres e hijos, entre maridos y mujeres, así como diferentes puntos de vista sobre la relativa importancia de derechos y deberes, libertad y autoridad, igualdad y jerarquía”.

Así seguía: “Estas diferencias son el producto de siglos. No desaparecerán pronto. Son mucho más fundamentales que las diferencias entre ideologías o regímenes políticos. Estas diferencias no necesariamente significan conflicto, y los conflictos no necesariamente significan violencia. Sin embargo, a lo largo de los siglos las diferencias entre civilizaciones han generado los más prolongados y los más violentos conflictos”.

Apoyaba el profesor Huntington estas ideas en copiosas citas de expertos, todos norteamericanos y europeos.

En el número siguiente de Foreign Affairs, siete analistas en relaciones internacionales e historia con nombres como Ajami, Binyan o Mahbubani le contestaron: unos cuestionaron su peculiar selección de “civilizaciones”, donde geografía y etnia se mezcla con religión y cultura (en la lista original estaban, en alegre cambalache, ‘civilizaciones’ como “la occidental, la confuciana, la japonesa, la islámica, la hindú, la eslava-ortodoxa, la latinoamericana y posiblemente la africana”).

Otros recordaron que históricamente los conflictos inter-occidentales y las guerras civiles interculturales provocaron más muertos (¡las dos Guerras Mundiales!) y duraron más (¡la Guerra de los Cien Años!) que los choques entre los bloques que Huntington presentaba.

La mayoría también deploró que el profesor mostrara como ontológicos e inmutables características que las sociedades cambiaban a lo largo de los años. ¿O no eran los valores “occidentales” de tolerancia religiosa y respeto a los derechos humanos de las otras “civilizaciones” fenómenos recientes que significaron enormes cambios en sólo cinco o seis generaciones, un lapso brevísimo para la historia de las ideas? ¿No había cambiado radicalmente Japón en el último medio siglo?

¿Dónde estaba entonces el germen del choque de civilizaciones?

Pues no estaba. A principios de los noventa la mayoría de las luchas que estaban a punto de comenzar en los territorios liberados del viejo imperio soviético eran económicas; las batallas entre Estados Unidos, Europa, China y Japón eran comerciales; Latinoamérica bregaba por la integración, no por el conflicto con el Tío Sam; y los movimientos que convulsionaban a los países árabes eran por el dominio a lo interno, no por la conquista del mundo.

Sin embargo, la idea-fuerza del choque de civilizaciones tuvo gran éxito. Foreign Affairs publicó un libro con el artículo original, sus respuestas y la contrarréplica de Huntington, el profesor extendió su ensayo a tamaño libro (publicado en español como El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial por Paidós en 1997) y Tecnos lo publicó en España junto con un meditado ensayo crítico de Pedro Martínez Montávez.

Desde su aparición hace tres décadas, el famoso “choque de civilizaciones” de Huntington ha recogido críticas y vituperios de medio mundo, desde la derecha recalcitrante (Jeanne Kirkpatrick) a la izquierda tradicional (Carlos Fuentes).

Con argumentos y desde puntos de vista variados y hasta antagónicos, los críticos postularon desde entonces que el mundo no era como Huntington lo describía. No veían un puñado de civilizaciones radicalmente inconciliables, luchando a muerte por la supremacía y el dominio.

Lo que los críticos no vieron era que el texto de Huntington no era una descripción. Era un plan.

Y en estos 30 años, el plan se está cumpliendo con precisión pavorosa.

Así estamos: Por un lado, un Estados Unidos en versión obtusa, anticientífica y agresiva (Trump) o atrofiada y reactiva (Biden). Por otro, la Rusia de Putin y la China de Xi despreciando la democracia “a la occidental” y añorando su pasada gloria. Y entre las grandes potencias, las emergentes BRICS con líderes enquistados en antiguos mitos religiosos para facilitar sus poderes que socavan la democracia: Modi en India, Bolsonaro en Brasil, Erdogan en Turquía.

En el comienzo del nuevo siglo el poderoso entramado industrial-militar de Estados Unidos, sus riquísimos ‘Think Tanks’ de la derecha y sus muy influyentes medios, con la cadena Fox de Rupert Murdoch a la cabeza, encontraron en el choque de civilizaciones la idea-fuerza para venderle al elector norteamericano su remedio para todos los miedos: nos atacan porque son civilizaciones que no comparten nuestros valores. Odian la libertad, son el mal personificado, están embarcados en un siniestro plan de dominación mundial desde hace siglos. Hacen falta la guerra permanente y la vigilancia interna para combatir a tan tremendo enemigo.

Los aparatos publicitarios de las otras potencias, sus medios estatales y las fake news desplegadas por las redes sociales difunden versiones del mismo discurso para diversas audiencias.

Con su apoyo irrestricto a la posición intransigente de Israel sobre Palestina, su guerra sin cuartel en Irak, su desprecio a las normas que rigen el trato a detenidos o prisioneros de guerra en Abu Graib y Guantánamo, y su inclusión del complejo Irán en el ‘Eje del Mal’, el actual gobierno estadounidense ha unificado un Islam antes desperdigado y le ha dado una causa común.

Por el lado del Islam, ahora sí estamos sumergidos en el choque de civilizaciones. El poder de conquistar territorios y almas de este genio salido de su lámpara se pudo ver en la fulminante conquista de Afganistán por los Talibanes apenas las tropas estadounidenses anunciaron su partida.

¿Vieron que tenía razón?, dijo Huntington ante el mundo post-11 de septiembre de 2001, y siguen repitiendo sus admiradores y discípulos después de su muerte en 2008. ¡Pues claro! Si le compraron la idea y cumplieron su plan al pie de la letra, ¿cómo no iba a tener razón?

Hitler tuvo a su intelectual, el teórico Karl Schmitt, autor de la teoría del espacio vital y de que todos los pueblos deben encontrar a su enemigo y vencerlo o perecer. Lenin siguió el plan de la lucha de clases del Manifiesto Comunista de Marx. Los luchadores contra el colonialismo en África tuvieron también su Biblia: The Wretched of the Earth (Los condenados de la tierra), de Frantz Fanon.

Huntington se convirtió el intelectual orgánico de la derecha norteamericana de los últimos 30 años, pero jugaba con una trampa y una ventaja: escondía sus cartas. Entendió que, en el mundo del marketing, los medios y las imágenes, no se puede presentar la lucha a muerte como un deseo ‘nuestro’, sino como una necesidad ante la intrínseca maldad y el radical deseo del otro de eliminarnos.

El miedo justifica el ataque disfrazándolo de defensa.

El gobierno de George W. Bush (el aparente necio que no tenía un pelo de zonzo) estiró la cuerda, haciendo estallar conflictos solapados y echando fuego a situaciones ya tensas. Pero sobre todo humilló a pueblos enteros, etnias, religiones e identidades.

Lamentablemente, ese camino no fue cambiado ni por Obama ni por Trump ni por Biden. En todos estos años ninguno de ellos consiguió (ni quiso) cerrar la escuela de tortura y humillación de Guantánamo ni pedir una pizca de moderación a su aliado israelí.

Poniendo en la mira la compleja civilización de los otros – sean los árabes o los mexicanos, a quienes ataca como vagos, corruptos e imposibles de integrar en Estados Unidos en su último libro, ¿Quiénes somos? (Paidós, 2004) – Samuel Huntington ha hecho mucho más que mostrar el camino a la perniciosa administración norteamericana. Ha trazado el mapa para que el territorio sea transitable por las huestes de la intolerancia y se cierren las vías del diálogo.

El éxito electoral del estrambótico Donald Trump, con su pintura de los mexicanos como asesinos y violadores y su propuesta de un muro para contenerlos, es la puesta en práctica de las ideas del sobrio profesor Huntington. Muchos piensan que, si no hubiera sido por la inesperada pandemia, probablemente hubiera ganado la reelección, y ahí sigue dando batalla con las mismas ideas y el mismo choque.

El mapa ha quedado por mucho tiempo minado, como los mares en la cartografía del Renacimiento, llenos de monstruos marinos que engullen a los barcos.

Allí dónde esté, profesor Huntington: ¡Felicitaciones! Las civilizaciones, cual virus enardecidos bajo el microscopio, ya se están comportando como usted había predicho.

 

Publicado en Ideas del diario La Nación de Buenos Aires en noviembre de 2022. 

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3 de marzo de 2023
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Pelé y Benedicto XVI: Dos funerales, dos vidas, dos legados

Comienza el año con los funerales de dos hombres aparentemente muy distintos, que pasarán a la historia, y que los curiosos designios de la muerte aunaron en las portadas de los diarios y los inicios de los noticieros.
Ambos eran ancianos, y estaban disminuidos en sus otrora asombrosas facultades, los dos enfermos, cercanos al final.
Ninguno de los dos había nacido destinado a la gloria (eran hijos de familias pobres del interior de sus países), pero lograron ascender en sus caminos por méritos propios.
Ambos fueron conocidos por un nombre elegido, un apodo, un seudónimo, no por sus nombres de bautizo.
Los dos fueron velados en los “templos” donde ejercieron su magisterio y donde habían mostrado sus mejores dotes. Largas filas los despidieron.
Con ellos se termina una época.
Imagino que los lectores ya habrán adivinado a quiénes me estoy refiriendo.
Uno es Edson Arantes do Nascimento, conocido como Pelé, uno de los más grandes y famosos futbolistas de todos los tiempos, ganador de tres copas del mundo (1958, 1962 y 1970), autor de más de mil goles, un deportista sin igual que lució en los estadios su belleza y potencia y su piel negra en tiempos en que el racismo era todavía ley en gran parte del mundo.
Pero no fue una estrella estridente, como su sucesor en el trono del fútbol, Diego Armando Maradona. Ni una voz punzante por el cambio en el mundo, como la otra gran estrella negra del deporte del siglo XX, Mohammed Alí.
Pelé fue una luz, un ejemplo cauteloso, que se fue apagando fuera de los focos y los micrófonos.
Mientras vivió, Pelé no usó su enorme prestigio para promover cambios sociales, ni siquiera se enfrentó a la dictadura militar de su país o a las causas del Tercer Mundo: ese quitarse de los temas políticos fue criticado por los que no entendían como alguien que provenía de la pobreza de un grupo desfavorecido no usaba la atención pública para exigir cambios.
Tras la muerte de Pelé el 29 de diciembre, escribió Sebastián Kohan Esquenazi en Ciper Chile: “Pelé es y será el paradigma del futbolista apolítico. Ese que siempre se mantuvo calladito, sin meterse en problemas. Ese que, durante más de veinte años, después de cada triunfo brasilero, se abrazó con Emilio Garrastazu Medici, el mismísimo dictador de la nación. Entiendo que los futbolistas son futbolistas, y que no se les puede pedir que sean activistas para darles valor. No es necesario que cada futbolista sea Sócrates para tenerle admiración. Pero también es cierto que algunos tienen sangre y otros no, y que algunos tienen unos principios que a otros les faltan. Pelé era «un hombre común que no sabía nada de política», como decía él. Tan común que se volvió sumiso.”
Y, sin embargo, este no meterse en temas candentes, que lo separan claramente de su principal rival al trono del balompié en el siglo XX, Maradona, es para muchos de sus admiradores una virtud. Tras su muerte, tomaron su silencio, que fue siempre parte de su personalidad y su visión de cuál debía ser su papel en Brasil y en el mundo, como una forma de representar una visión del ídolo deportivo como alguien que “opina con los pies”, como un atleta que no presenta ideas y afiliaciones políticas, sino que representa un ideal de talento, mérito, plasticidad deportiva y artística, en la que cada uno puede poner las ideas que quiera.
Sus defensores dirán que en esta prescindencia Pelé se convierte en patrimonio de todos. No el paladín de una causa, sino el guerrero en pantalón corto de todos los brasileños y un bello rostro negro en el que los oprimidos del mundo pueden identificarse, sin necesidad que les suelte un discurso.
Sus detractores piensan, por el contrario, que, en esta falta de jugársela por valores básicos como la democracia y los derechos humanos y contra el racismo hay una ausencia gravosa. El fútbol de Pelé sería el opio de los pueblos, que aleja a los aficionados de los problemas cotidianos y las decisiones esenciales en una sociedad democrática. Pelé es para ellos objeto de admiración, pero no sujeto de la historia.
El otro muerto ilustre es Joseph Ratzinger, quien adoptó el nombre de Benedicto XVI cuando fue elegido Papa en 2005, e impactó al mundo cuando renunció al papado ocho años después.
Respetado teólogo, admirado brazo derecho de su antecesor Juan Pablo II, temido jefe de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antiguo Santo Oficio, inició cambios profundos y se enfrentó a desafíos de calado en la Iglesia. Su conservadurismo y ademán calmado lo diferencian de su carismático antecesor y su sorprendente sucesor.
También su ascenso fue una sorpresa: tranquilamente, en las sombras, había moldeado las políticas de su antecesor. Juan Pablo II fue una figura central, sin la cual no se entienden los grandes cambios de finales del siglo XX, como el auge y las crisis de la teología de la liberación en Latinoamérica o la caída del Muro de Berlín en Europa.
En su obituario, publicado tras su muerte el 31 de diciembre (dos días después de Pelé), Ian Fischer y Rachel Donadio del New York Times lo definen así: “Benedicto XVI, el papa emérito, un erudito silencioso de intelecto firme que pasó gran parte de su vida haciendo cumplir la doctrina de la Iglesia y defendiendo la tradición antes de conmocionar al mundo católico romano al convertirse en el primer papa en seis siglos en renunciar, murió el sábado. Tenía 95 años.”
¿Sería muy arriesgado comparar a su predecesor y su sucesor - Juan Pablo II y Francisco – con Maradona, tremendamente populares, innovadores en su trato con los medios, activos en debates actuales y partícipes de la política de su tiempo?
¿Y acaso emparejar a Benedicto como Pelé, un modelo más callado, conservador, atento a las normas en las que fue educado, deseoso de conservar un mundo en peligro de caerse en pedazos?
En los mismos días de comienzos del año en que Pelé era velado ante miles de admiradores en el estadio del Santos, el club en el que militó prácticamente toda su carrera (nunca jugó en un club de Europa), miles de fieles acudían al funeral de Benedicto en el Vaticano, la sede de la Iglesia a la que sirvió toda su vida y en la que ejerció un enorme poder, siempre en Europa (en Italia y su natal Alemania).
Ese apego a las instituciones donde fueron formados es algo poco común hoy en un futbolista y un líder religioso. Ese centrarse ambos en su rincón del mundo – una ciudad brasileña, un enclave católico en la vieja Europa – es hoy inusual.
La inmovilidad hizo a estos hombres figuras mundiales.
Y el no moverse en términos doctrinarios, defendiendo una forma tradicional de entender la vida, el deporte o las creencias, los transforma para sus nostálgicos en paladines de lo permanente en un mundo en constante movimiento.
No habrá un nuevo Pelé, no surgirá en el fútbol alguien como él. No solo por sus virtudes como jugador, sino por vida, alejada de lo que hoy son las estrellas. Tras dejar la práctica del fútbol no se convirtió en entrenador, ni dueño de clubes, ni estrella de la televisión. Tras su breve paso por el ministerio del deporte, Pelé se dedicó a ser el recuerdo de Pelé para sus compatriotas.
Y no habrá otro Papa como Benedicto, que anunció su dimisión (la noticia más asombrosa en la Iglesia desde 1415) en latín y de forma oblicua, como si el mundo fuera todavía el orbe católico que pudiera entender gestos de otra época. Sus citas y gestos que ofendieron a judíos, musulmanes y ortodoxos y por los que continuamente tenía que pedir perdón son, vistos desde su cerrado tradicionalismo, muestras de incomprensión de cómo un mundo que se aleja de sus dogmas lee a un personaje anticuado.
Incluso su elección de vestimenta se veía como extraña, en comparación con la imagen más actual de su sucesor.
Al final, la imposibilidad de lidiar con crisis actuales – los escándalos económicos y sexuales de su grey – hicieron al más tradicionalista tomar una decisión sorprendente.
El mundo de Pelé y de Benedicto ya no existe. Yo creo que es buena la apertura al cambio, la vitalidad de adaptarse a lo nuevo, el moverse, el mostrar distintas caras. Yo no quisiera volver al mundo de Edson y de Joseph.
Y, sin embargo, al recordar sus figuras señeras, queda un regusto a extrañar lo perdido, a lamentar la desaparición ineludible de lo que se resistía al cambio y creaba a su alrededor un campo de fuerza que uno siempre sabía dónde estaba.

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6 de febrero de 2023
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Con nuevos textos, se reedita el ya clásico ‘Mejor que ficción’, de Jorge Carrión

I

A comienzos de siglo, el gran viajero Martín Caparrós recorrió el mismo camino que había hecho cien años antes Henry Morton Stanley en busca del mítico explorador David Livingston, quien se había perdido en el corazón del África indómita. Entre Zanzíbar y Tanganika, entre los descendientes de quienes se salvaron de ser llevados a América como esclavos, Caparrós descubre la palabra-mantra para su crónica: “pole pole”
“Pole pole parece ser el concepto mágico del weltanshauung swahili: se podría traducir libremente como tranqui, para-qué-calentarse, take it easy. Se lo puede pensar como una manera de saber vivir sin apremios o resignarse a los ritmos posibles, o como una forma de resistencia pacífica”, dice Caparrós en medio de su recorrido, en el que termina escuchando de un desolado africano la idea espantosa de que los descendientes de los esclavos llevados a América les fue mejor que a ellos, los afortunados que se quedaron a hundirse en el drama del África actual.
El texto de Caparrós es puro “periodismo pole pole”. Tranquilo, lento, ajustado a sus propias necesidades, resistencia pacífica al periodismo rápido, de asuntos importantes y personas famosas. Así puede encontrarse a la sombra de un árbol en medio del calor africano con el descendiente de los que no fueron esclavizados, que al escuchar que su contertulio venía de América, pensó en la única América que conocía por la televisión y las películas, donde los negros son ricos y felices.
Esta crónica es la última de la antología Mejor que ficción, que Jorge Carrión publicó en 2012 en Anagrama y que este año rescata la flamante editorial mexicana Almadía. Con 25 textos, y autores de Argentina, Chile, Perú, Colombia, Ecuador, Venezuela y España, es muy variopinta, hasta desconcertantemente dispersa. Pero si algo tienen en común todos estos textos es el gozo y el dolor de la lentitud, el intentar seguir la ruta que pide el tema, los personajes, la sensibilidad y la propia voz de cada autor. No hay fórmulas aquí: hay pole pole.

II

En 2012, después de casi cuatro décadas de publicar libros de periodismo literario, la editorial Anagrama de Jorge Herralde publicó por fin una antología de crónicas de España y América Latina para demostrar la vitalidad y capacidad de asombro de un género en auge.
Por un lado, el libro extendía a todo el ámbito hispanohablante a cronistas latinoamericanos ya famosos en sus países. Estaban allí Leila Guerriero con su acuciosa historia del Equipo Argentino de Antropología Forense, que trajo luz y justicia a la investigación de violaciones a los derechos humanos; Juan Villoro, con ensayo narrativo sobre el Japón posmoderno y perenne; Alberto Salcedo Ramos con uno de sus hilarantes retratos costumbristas del interior profundo de Colombia; y Pedro Lemebel, con un ejemplo de su prosa popular y barroca, poética y punzante, delicada e inimitable.
También traía nuevas voces, que llegaban a la crónica no desde la ambición literaria sino desde los ojos enrojecidos de las salas de redacción. Ahí estaban la venezolana Maye Primera, con un retrato escalofriante de la miseria en Haití; Alberto Fuguet con una extraña entrevista al vendedor de películas copiadas ilegalmente que se veía como héroe cultural; el viajero Juan Pablo Meneses, a quien el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York pilla en un viaje en pareja a Estambul y se encierra a entender un mundo en llamas; Edgardo Cozarinsky, quien peregrina al Tánger de Paul Bowles y desentierra un fascinante ejército de fantasmas con un estilo sedoso, bruñido.
Pero había más: estaban los europeos. Mientras en la vereda de Alfaguara se publicaba una voluminosa Antología de crónica latinoamericana actual, en las cultas manos del poeta colombiano Darío Jaramillo, con muchos de estos mismos autores del Nuevo Mundo, el volumen de Carrión mezclaba estas voces americanas con plumas catalanas como Jordi Costa o Guillem Martínez. En ellas la mirada era hacia adentro: estos peninsulares hablaban de su propia infancia en la grisura franquista, se burlaban del auge económico de un país que se creía paladín de Europa, jugaban con la lengua de los diarios y la pedantería de los eruditos. Más que el “qué”, brillaba en esos textos el “cómo”.

III

Pasaron diez años, y la crónica creció. En primer lugar, el mismo Carrión se convirtió en adalid de nuevas formas de contar y en ejemplo egregio de esas narrativas vanguardistas: en esta década extendió su hacer al podcast (su serie Solaris ganó un Ondas), al cómic de no ficción (innovó con Los vagabundos de la chatarra) y se convirtió en maestro de la preservación de saberes viejos (Librerías) y la creación de nuevas narrativas (Teleshakespeare). Y continuó su serie de novelas con una obra maestra que pinta una distopia tecnológica que analiza y fabula el presente (Membrana).
Ahora que ahonda en la ficción, le pregunté si sigue pensando que las crónicas son “mejor que ficción”.
“Yo diría que vivimos en tiempos documentales”, me contestó. “La crónica en la literatura se ha canonizado (el Nobel de Svetlana Alexievich, el Cervantes de Elena Poniatowska), como lo ha hecho el documental en el cine (el reciente León de Oro de Venecia), mientras el público se ha acostumbrado a la no ficción digital (series, podcast, redes sociales) y a los reality shows y a los selfies. Me sigue pareciendo más difícil escribir crónica y ensayo que ficción. Y es que la realidad crea personajes que en una novela podrían parecer inverosímiles o mal construidos, como Vladimir Putin, sin ir más lejos”.
Desde esa atalaya de creador y observador, con la editorial mexicana Almadia, que aterriza en España con esta reedición, Jorge Carrión vuelve a su antología inicial y agrega cinco piezas nuevas.
Todas son de mujeres, que eran notable minoría en la primera colección (cinco de 20). Ahora son 10 de 25: se añadieron tres mexicanas (Marcela Turati, Cristina Rivera-Garza y Eillen Truax), una ecuatoriana (Sabrina Duque) y una cubana (Mónica Baró). Salvo Duque, que brilla con el precioso perfil de un artista sonoro que crea paisajes para escuchar y no soporta el ruido, las demás historias abrevan en los horrores de una Latinoamérica herida. Los desaparecidos y quienes los buscan, las mujeres asesinadas, los pobres obligados a demoler sus casas para gloria del poder (un tremendo retrato de Baró sobre la revolución fracasada en Santiago de Cuba).
Gustavo Cruz Cerna, el editor de Almadia, me explica: “La antología de Carrión condensa perfectamente nuestra concepción de esta tradición de la escritura en español, con los elementos comunes, pero conservando la enorme diversidad que hay entre los hablantes de esta lengua nuestra. Además, el mapeo realizado hace diez años, puesto en contraste con nuestro presente, revela mucho sobre la evolución del periodismo en un periodo de tiempo que, aunque breve, ha representado cambios radicales”. Tras las dos introducciones, que son toda una lección de erudición y síntesis, se desparraman los 25 textos. Los viejos con los nuevos, en amigable amasijo.
No busque la atenta lectora, el amable lector, ningún orden o emparejamiento. Viajamos de la anécdota personal a la explicación de un sistema económico perverso, de un estilo de “diario de referencia” al de un diario personal, de la explosión de una prosa poética alucinada a la austeridad verbal donde nada siente el autor y todo debe surgir en imaginación de sus destinatarios.
Si se recorren los textos en orden, pueden provocar un alegre mareo: no hay una tradición, ni una unidad de estilos o miradas, ni siquiera la vastedad armoniosa de lo que se encuentra en revistas como The New Yorker, Gatopardo, Etiqueta Negra, El Malpensante y la revista dominical de La Vanguardia. Así, en ese sorprenderse al encontrar lo que no estábamos buscando, está lo que creo que es la magia del “periodismo pole pole”: escapar de lo que hace la mayoría de los medios de hoy, que encuentran lo que iban a buscar, y caer en lo inesperado.
¿Mejor que ficción? Quién sabe… también la ficción ha extendido sus márgenes y dinamitado sus bordes, como bien sabe Carrión. Pero de lo que no hay duda es que, como en el mapa imposible de Borges, con esta antología ampliada las voces, los temas, los caminos y estilos de la crónica cubren una superficie tan amplia como su territorio.

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17 de enero de 2023

La final del Mundial en la residencia del embajador argentino.
Foto de Emilia Shabnam, Depto. de Prensa de la embajada

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El que no salta

Recuerdo perfectamente cuando escuché por primera vez el himno que desde entonces me representa.

Era adolescente, vivía bajo dictadura militar, se jugaba el Mundial de 1978 en mi país y todos saltaban felices por el triunfo. En la final y después, en las calles, entre banderas y cornetas, se cantaba “El que no salta es un holandés”.

Holanda era la selección a la que le habíamos ganado la final de ese mundial, en un estadio abarrotado a pocas cuadras de la Escuela de Mecánica de la Armada, donde se torturaba a los prisioneros políticos.

Y yo mientras escuchaba un casete grabado de otro casete que me pasó un amigo del colegio. Y ahí estaba. Mi himno, el de la patria común de los que no siguen las órdenes de la corneta militar ni las arengas pomposas de los que se escudan en el nacionalismo para ocultar sus intenciones oscuras.

Lo compuso y lo sigue cantando para los inconformes del mundo Georges Brassens, y se llama La mala reputación. Hay una versión gamberra y exacta que tradujo y canta Paco Ibáñez, otro juglar anarquista.

Cuando la fiesta nacional
Yo me quedo en la cama igual,
Que la música militar
Nunca me pudo levantar.
En el mundo pues no hay mayor pecado
Que el de no seguir al abanderado
Y a la gente no gusta que
Uno tenga su propia fe

Yo estaba escuchando ese casete en mi cama, y me vino la iluminación, como le viene a un adolescente que busca su propio camino, “su propia fe” y se convoca a sí mismo a una revolución pacífica y solitaria.

Desde entonces, supe cuál era mi lugar. Yo era el que no salta. El que no sigue al abanderado, el que no sigue la consigna de los que mandan. Mundial y Dictadura fueron para mí desde entonces la misma cosa. La estupidización de las masas, el cantar y saltar todos a una, no para expresar la propia alegría sino para censurar y basurear al que no se une a la alegría obligatoria, dictatorial.

Desde entonces, el que no salta soy yo.

Con Brassens y Paco Ibáñez, yo iba a estar siempre en el bando de los insumisos. Tres años más tarde, en el servicio militar obligatorio, a la mañana del primer domingo de la instrucción, el capellán naval, un cura con pistola al cinto, que venía de cumplir funciones en la Escuela de Mecánica de la Armada, convocó a todos los conscriptos a misa. Y ordenó que los que no fueran sufrieran un duro castigo.

Recuerdo esa mañana, y las siguientes mañanas de domingo durante la instrucción. Con silbatos y golpes corrimos hasta la extenuación, nos tiramos al barro, hicimos miles de flexiones, corrimos otra vez. Al que no podía levantarse, lo ponían al medio y los otros teníamos que pegarle, porque por su culpa debíamos seguir corriendo.

Nunca pensé que los católicos o los que fueron a misa para evitar el castigo fueran culpables de nada. ¿Quién puede juzgar al que cree o al que tiene miedo en el cuartel en dictadura? Pero los represaliados, los otros – ateos, judíos, musulmanes, testigos de jehová, hare krishna, quién sabe qué – los que no íbamos a la misa del capellán naval, esos eran mis hermanos.
Los míos. Los que no íbamos a misa. Los que no saltábamos.

Después me mandaron a la guerra de Malvinas (sí, yo soy uno de los “pibes de Malvinas que jamás olvidaré” de la canción de este Mundial). Volví más pacifista, más anarquista, menos seguidor de la corneta militar. Decidí entonces que mi patria iba a ser la humanidad y los valores humanistas.

Nunca seguí un Mundial. Me alegré por la victoria argentina en México 86, pero lo vi más como un borrar la vergüenza del triunfo sucio del 78. Y admiré a Maradona, un chico pobre que cumplía el sueño y traía la alegría a gente que yo quería. Eso era suficiente.

Después todos los mundiales me tocaron fuera del país. Viví en Costa Rica, en Nueva York, en Barcelona, ahora en Chile.

Y ahora, en este diciembre de 2022… ahora es distinto. Ahora me siento convocado. ¿Cambié?

Voy contento a ver todos los partidos de mi selección en los jardines de la residencia del embajador argentino en Chile, Rafael Bielsa, un hombre culto y abierto a escuchar, que decidió que sus compatriotas serían bienvenidos en su casa. Me mezclo con decenas de jóvenes con camisetas de la selección, gritamos, saltamos, cantamos el himno, nos angustiamos cuando ataca el otro equipo, nos admiramos por la destreza de Messi.
Saltamos y nos abrazamos. Me siento con Carmen y Laura, mi familia chilena, en casa. Ya no guardo la bronca de la dictadura. Detesto a los que la defienden, pero desde la calma, desde una paz lograda por años de trabajos y diálogos con los distintos. Y encontré mi identidad de argentino estilo Brassens, estilo Paco Ibáñez. Sin insultar a nadie, viviendo con alegría la fiesta popular.

Eso sí, cuando cantan “El que no salta es un inglés”, yo no salto, no canto.

Los que animan a los jugadores y celebran a Diego y a Lionel sí son los míos. Pero que cada uno salte si quiere. Jamás voy a ser de los que persiguen a los que no se paran a cantar el himno, a los que no siguen al abanderado. Mi patria es tanto la de los que respetuosamente se hacen a un costado, y quieren estar solos, como la de los que alegremente quieren pertenecer, el abrazo buscado y querido.
Por eso, aunque suene contradictorio, yo sigo siendo el que no salta.
Y soy también el que acá está, saltando, en este bello jardín, feliz y porque quiero.

Publicado en el medio digital argentino Infobae después de la semifinal del Mundial de Catar, el jueves 15 de diciembre de 2022.

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22 de diciembre de 2022

Ambiente en la final del Mundial en la residencia del embajador argentino en Santiago.
Foto: Carmen Sepúlveda

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Una final del mundo en la casa del embajador

Las embajadas y las residencias de los embajadores son legalmente territorio del país que representan, como si fuera una tierra fuera de lugar. Muchos no lo saben y para mí no significaba nada hasta ahora.
Pero algo extraño y maravilloso pasó en estos días en el centro de Santiago de Chile. En este mes mágico, los verdes jardines, poblados de árboles frondosos que lanzan florcitas amarillas de la residencia del embajador argentino se transformaron en suelo de la patria de los argentinos que vivimos en Chile.
Como argentino que vive y trabaja feliz en Santiago, como vecino de ese edificio señorial que lame la Zona Cero del Estallido, por Vicuña Mackenna a pasos de Plaza Italia, durante el mundial la casa de Rafael Bielsa fue también la mía y la de decenas de compatriotas.
Todo empezó cuando unos 300 argentinos recibimos la invitación a ver el segundo partido del Mundial, el Argentina-México, en el la casa del embajador. Yo pensaba que iba a ser una ceremonia de corbatas y sillones en el auditorio, y me encontré con una fiesta de pantallas gigantes en el jardín, con choripán y Cocacola.
Éramos unos 50, y me gustó tanto que decidí volver, aunque no soy futbolero y vi muy poco de los mundiales anteriores.
Para el duelo con Polonia ya éramos más de 100, y las pantallas se movieron al fondo del jardín. Rafael Bielsa, fanático del fútbol y de su Newell’s Old Boys, pasión que comparte con su hermano menor, Marcelo, el recordado entrenador de la Roja chilena, me dijo que su misión era abrir la casa a todos los argentinos. Los funcionarios de la embajada me confirmaron que estos festejos populares no se veían en tiempos de otros diplomáticos.
Vino el partido de octavos de final contra Australia y el jardín se llenó, aparecieron las medialunas con dulce de leche, y el perro del embajador, un majestuoso Golden que lucía orondo la camiseta de la selección, se adueñó del espacio y correteó con los perros que traían varios hinchas.
Y llegó la etapa de cuartos y semis, a todo o nada. El partido con Países Bajos tuvo un final de infarto que cimentó la relación de la hinchada argentina con su selección en todo el mundo, y en el jardín de Vicuña Mackenna provocó un estallido de bombos y platillos, con la esposa del embajador bailando feliz con la hinchada. En mis casi 30 años por el mundo, nunca había vivido una escena similar en las embajadas de mi país. En vez de tomar el micrófono y atribuirse el éxito del convite, Bielsa se paseaba tranquilo por el césped o, en los últimos partidos y aquejado de los efectos del Covid, veía el partido en su habitación, mientras una multitud vociferante saltaba en su jardín.
La semifinal ante Croacia, el partido más plácido de todos, fue una fiesta colectiva. Ya nos conocíamos: la señora con el penacho de plumas celeste y blanco en la cabeza, el muchacho con el bombo que combinaba el escudo del Racing Club de Avellaneda con el cóndor y el huemul de la enseña chilena, las chicas rubias que saltaban y prometían su amor a los jugadores de la pantalla, el ‘sacado’ que insultaba al árbitro, como si pudiera escucharlo.
Y minutos antes del intervalo, se esparcía de entre los árboles el invitante humo de los choripanes y empezaba a poblar las mesas del jardín los cuencos con el inimitable chimichurri de los asados rioplatenses.
Y llegó la gran final. Se tuvo que cerrar la inscripción online porque ya eran más de 800, y desde una hora antes del partido había colas en las afueras de la puerta de hierro del predio. Éramos casi mil. La esposa del embajador lucía una camiseta con la discutida y festejada frase de Leo Messi después del partido con Países Bajos: “Qué mirás, bobo”.
Los funcionarios de la delegación, con camisetas de la selección argentina, iban y venían con cajas (ya no bandejas) de choripanes. Cuando Francia empató al final del partido y otra vez al final del alargue, se sentía como si estuviéramos en el estadio: gritos, cantos, bombos, aplausos, lágrimas, sufrimiento.
Y ganamos, y se desató la danza colectiva, mucho más catártica por lo que sufrimos al final. Tres canales de televisión se acercaban a los festejantes, que no tenían palabras, después de 36 de esperar la copa del Mundial.
El último triunfo, en México 1986, había sido un año antes de que naciera Lionel Messi.
Y salimos a la calle, y ahí estaba la verdadera fiesta: cientos de argentinos habían inundado Vicuña Mackenna con más bombos, y banderas y camiseta de al menos cuatro equipos del país, más camisetas de Messi (casi todas) y de Di María y De Paul. Se hicieron las cuatro, las cinco, y seguían llegando de todos lados con banderines y ‘remeras’ celeste y blanca a bailar la canción de La Mosca (“Muchachos, ahora nos volvimo’ a ilusionar…”), y a gritar Argentina, Argentina, y hasta a desgañitarse cantando el Himno nacional.
Cuando pensé que esa alegría desatada frente a la residencia y el consulado eran el ojo del huracán de los festejos argentinos en Santiago, camino hacia la Plaza donde estaba la estatua de Baquedano… y ahí había más hinchas, más banderas, más bombos y más “Muchachos”. ¡La plaza estaba inundada!
En las redes me llegan celebraciones de todo el mundo, pero esta del epicentro de las protestas y los festejos de los chilenos, me dejaron turulato. Nunca pensé que había tantos argentinos en Santiago, ni que nuestra victoria querida y merecida fuera acompañada con tanta alegría por nuestros amigos trasandinos.
La adusta sede del embajador fue la casa de los argentinos en un enloquecido mundial que nos hermanó pese a tantas diferencias internas. Y por un día, la Plaza Dignidad fue la de nuestra alegría compartida con los chilenos y todos los latinoamericanos.
Hoy somos campeones. Y los argentinos de acá estamos doblemente en casa.

Esta crónica se publicó el domingo 18 de diciembre de 2022 en la revista digital chilena El Desconcierto

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19 de diciembre de 2022

Yago Hortal - Il Trittico. 2022. Acrílico sobre aluminio. Cuadro para el libro de Amics del Liceu. Temporada 2022-2023

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Muerte, sueños rotos y dinero: Temas eternos y contemporáneos en el Trittico de Puccini

 

Fue un gran honor: me invitaron a colaborar como uno de los escritores melómanos en el libro de la temporada 2022-2023 de los Amigos (Amics) del Gran Teatre del Liceu de Barcelona. Cada año, un gran artista (esta vez Yago Hortal) pinta los títulos de la temporada, y una pareja de ensayista-crítico musical escribe sobre cada espectáculo. A mí me tocó el grupo de tres óperas cortas de Giacomo Puccini, y me lancé sobre lo moderno y lo eterno en sus temas. Recuerdo cómo lloré y reí cuando lo vi por primera vez en el Met de Nueva York. Publico mi visión de Il trittico en mi blog, ahora que se levanta el telón en el Liceu para los dramas de Giorgetta y Angelica y los engaños de Gianni, el bribón.

Lo primero que llama la atención es el nombre. No es una trilogía, como El señor de los anillos. Giacomo Puccini quiso que sus tres óperas cortas llevaran el nombre pictórico de Tríptico. Como los retablos medievales, como El jardín de las delicias de El Bosco. Un espectáculo para apreciar como un conjunto. Y, sin embargo, no había pasado una década desde su estreno en 1918 en el Metropolitan de Nueva York, cuando ya la estaban despiezando.
La primera, Il tabarro (El abrigo), es un dramón verista donde el marido celoso termina asesinando al amante de su esposa, como en I Pagliacci y Cavalleria Rusticana. Habitualmente es programada junto con alguna de estas dos, para variar.
En la del medio, la tragedia ambientada en el siglo XVII Suor Angelica, una muchacha se embaraza fuera del matrimonio y su familia la encierra en un monasterio. Al recibir la cruel noticia de que su niño ha muerto, se suicida. En el Liceu se la vio por última vez en 2014 junto con Il prigioniero de Luigi Dallapiccola.
Y la tercera, Gianni Schicchi, es una comedia de enredos en que un pícaro arribista convence a los nobles familiares de un rico que había legado su fortuna a la Iglesia de hacerse pasar por el muerto para darles a ellos la fortuna… y termina legándose la parte principal a sí mismo. Está basada en un personaje de La divina comedia y ambientada en la Edad Media. La última vez que se la vio en el Teatro Real fue en una puesta de Woody Allen ambientada en la época de El padrino, y pareada con Goyescas de Enric Granados.
Puccini había conseguido un éxito tremendo con Tosca en 1900. Quiso desafiarse en algo nuevo, y eligió una estructura que remitiera a las tres partes de la obra maestra del Dante: Infierno, Purgatorio y Paraíso. Para la primera, se basó en la tragedia La Houppelande de Didier Gold, que había visto en París en 1912. Al año siguiente Giuseppe Adami ya había escrito el libreto y Puccini se puso a la obra. La terminó en 1917, pero le faltaban las otras dos partes. Fue el entusiasmo de otro libretista, el joven Giovacchino Forzano, que proveyó al maestro de los libretos del resto del Trittico.
A primera vista, estas historias no tienen punto de unión: ni de lugar (el París de los pobres, una abadía en las montañas, la Florencia de los ricos) ni de tiempo (van hacia atrás, desde la época de La bohéme a la de La traviata para terminar en la Edad Media). Pero encuentro tres temas centrales que atraviesan como estrellas fugaces los tres libretos y el espíritu cromático de las partituras, como golpes impresionistas de pincel, como si de verdad fuera este Trittico tres cuadros que dialogan ante la mirada del espectador.
El primer tema es el asunto eterno de la ópera: la muerte. Antes del comienzo de cada obra, hay una muerte que determina el desenlace: Giorgetta y Michele, los infelices esposos de Il tabarro, han perdido un hijo y desde entonces no tienen paz, ni alegría, ni forma de conectarse entre sí. Es el hecho determinante de su distanciamiento, que ninguno de los dos puede superar. Ella busca un amante y él lo mata. También Suor Angelica tiene una muerte antes de comenzar la acción, solo que la monja no lo sabe. Cuando la tía le dice con cruel frialdad que su hijo murió, antes de obligarla a renunciar a su herencia, a Angelica no le queda otra salida que el suicidio. Y en la comedia que cierra el trío, la muerte de Buoso Donati desencadena toda la trama. El hecho de que desde el comienzo de la acción el cadáver del rico florentino yazga en su cama, mientras sus deudos solo piensan en la tajada que les tocará, da un vuelco a la idea de la muerte como algo trágico que envenena a los vivos. Aquí es un grito de vida salvaje después de tanta tragedia.
El segundo tema son los sueños vanos, rotos, imposibles. Michele sueña con recuperar a su mujer, mientras ella sueña con escapar con su amante. Angelica sueña con volver a ver a su hijo. Los familiares de Buoso Donati sueñan con repartirse el palacio del viejo avaro. Son sueños condenados de antemano. Al final nadie se sale con la suya… excepto el personaje más cínico quien, sin embargo, como dictaminó el Dante Alighieri, termina peor que todos los demás: ardiendo en el infierno.
Y el tercero es el tema que hace a Puccini el primero compositor del siglo XX. En sus óperas brilla el dinero, o su ausencia. Pinkerton compra a Cio Sio San en el mercado de niñas de un país empobrecido. Los artistas de La boheme tienen que quemar las páginas de sus versos y partituras para no morirse de frío, y es la miseria la que mata a Mimí. Tosca pretende comprar la libertad de Mario con sus ganancias de cantante, hasta que entiende que Scarpia quiere otra cosa. Y en los tres argumentos del Trittico quien manda es el poderoso caballero. Michele condena a todos al ofrecer trabajo a Luigi, el amante de su esposa, para que no sufra hambre. La tía de Angélica la hunde en el abismo al ir a exigirle que ceda su herencia. Y es la herencia del difunto Buoso la que deja al aire la verdadera naturaleza, avariciosa y egoísta, de todos los personajes de Gianni Schicchi.
El Puccini que compone esta reflexión sobre los abismos del alma humana es el compositor más rico de su época. Ya no sufre penurias, pero quiere reflejar lo que lo rodeaba: la deshumanización de los sentimientos, el horror de Primera Guerra Mundial, el colonialismo feroz, el capitalismo salvaje que engulle niños pobres.
Los admiradores de las grandes historias de amor de Puccini suelen mirar en menos esta extraña trilogía sin aparente ilación. Sin embargo, es en los caminos de la muerte, la derrota de los sueños y el reinado del dinero que encuentro la solución del enigma y la razón de la importancia que daba el compositor a presentarlas juntas, como se verán esta temporada en el Liceu.
El Trittico es el preciso y aterrador Jardín de las delicias con el que el gran Puccini pintó los males de su tiempo. ¿Y el nuestro?

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12 de diciembre de 2022

Fito Páez en el Movistar Arena de Santiago. 2-12-22 ©Bastián Cifuentes Araya

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Las tres edades de Fito Páez

 

Con electrizantes versiones de sus himnos más recordados y una comunión amorosa con el público chileno, el rockero argentino sacudió la noche de Santiago en un único concierto. Repasó en orden todas las canciones de El amor después del amor a 30 años del disco más vendido del rock trasandino, y viajó hacia atrás y adelante en su carrera con la potencia intacta.

Hace tres décadas, El amor después del amor confirmó al rosarino Rodolfo (Fito) Páez como el genuino heredero del gran Luis Alberto (el Flaco) Spinetta como exquisito creador de letras simbolistas y armonías complejas, y de su ídolo Carlos Alberto (Charly) García como creador de melodías indelebles y frases que se pegan en la memoria.
Pocos discos aguantan salir a rodar varias décadas después y que tenga sentido que se presenten sus temas en el orden que un público fiel guarda celosamente en la memoria. Pienso en la penúltima gira de Joan Manuel Serrat antes de su despedida, volviendo a la vida su Mediterráneo tal cual nació hace medio siglo.
Pero Fito no vino a jugar con la nostalgia: en sus juveniles 59 (sí, sabemos que es “del 63”), sino a “rodar su vida” con versiones que pusieron más potencia, más velocidad, más rock en sus viejos éxitos.

Blanco y negro serpiente de cascabel
Lo primero que me llamó la atención, apenas emergió micrófono en mano después de cantar tras bambalinas la primera estrofa del himno al amor que da nombre al disco, fueron los zapatos, en sinuosas franjas de blanco y negro, que se movían en el escenario como dos irónicas serpientes de cascabel.
Los zapatos iban a juego con las rayas de su camisa y el color crema de un elegante saco y un movedizo pantalón, y con los anteojos oscuros y redondos desde los que dirigía a la potente banda que tocaba casi todas las canciones como si fueran los últimos cinco minutos de una final del mundial.
El público que colmó el Movistar Arena tardó poco en levantarse de sus asientos y cantar a voz en cuello los himnos que casi todos se sabían de memoria (o de corazón, by heart, como dice la expresión tan certera en inglés).
En Tráfico por Katmandú todos bailaban, y sobre todo un padre en la primera fila, con una niñita ululante sobre sus hombros. En Pétalo de sal se prendieron miles de luces de celulares que se movían a ritmo, como un cielo invertido y musical. En A rodar mi vida, en cada fila se reboleaban camisetas, abrigos y pañuelos en una íntima y compartida comunión.
Desde una inusual posición, al costado y casi sobre el escenario, se veía a un Páez que cantaba con emoción, se paraba a bailar con sus fans de ahí abajo, se sentaba a tocar el piano arrebatado, dirigía a sus nueve músicos como un director sinfónico.
Con el bramido del trombón, trompeta y saxo, el incisivo maullido de la guitarra eléctrica, el estertor frenético de la batería al acercarse el final de las canciones, aleteaba sus largos brazos y movía las mariposas de sus dedos para marcar el último compás.
Su sabiduría musical se desplegó en los momentos lentos, como el guiño al folklore de Detrás del muro de los lamentos, y su sorprendente don melódico, en pegadizos rocanroles como La rueda mágica. El disco mantiene su sorpresa después de treinta años, y Fito y su público de siempre lo vivieron como si fuera la primera vez.

Verde loro
Tras una breve pausa, vinieron los destellos de otras vidas. El mago salió a escena todo de verde: verde el saco el pantalón, verde más oscura la camiseta, verdes las zapatillas que esta vez se movían como orugas bailarinas. Me costó ver la coronación de ese cambio de vestimenta: también habían cambiado los anteojos, de marco verde loro.
Se lanzó con furia a El diablo de tu corazón y otra vez todos de pie y coreando como si su ídolo hubiera metido un gol. Con 11 y 6, la multitud de la platea y los cerros de asientos se cantó la vida. Y en Circo Beat el carismático cantante, transformado en director de multitudes, dividió a los asistentes en los de su derecha, a los que instruyó para que cantaran un “woo hoo”, rollingsonesco según mi amigo y gran melómano Arturo Ledezma. A los de su izquierda nos tocaba el refrán “Circo Beat”.
Nos estábamos divirtiendo como colegiales. Se despidió, pero sabíamos que iba a volver.

Rojo frutisha
Y volvió, vestido de rojo frutisha, desde los zapatos y el pantalón movedizo hasta el saco flamígero y, por supuesto, los nuevos anteojos. Así, desatados todos, concluimos que Dar es dar, y terminó la comunión con Mariposa tecknicolor, en una versión potente, donde la sutileza del arreglo que permite entender la letra en el disco dio lugar a un gritado himno colectivo, que en su fuerza para sacudir los cuerpos representó el espíritu fiestero y transformador de todo el concierto.
Al final, las tres vestimentas se me hicieron un símbolo de las tres épocas del chico flaco que movía extrañamente su cuerpo, hoy rotundo en su piel al borde de sus sesenta. Primero fue el creador introspectivo y sutil, después el exitoso showman que llenaba estadios, y ahora, desde la madurez vital de mariposa danzante, las dos cosas en una.
El espectáculo de Fito Páez y su banda fue un bello reencuentro, una fiesta de arte y entrega. Cansados como él de tanto bailar, con todas las luces prendidas, sus fans le gritaban “gracias”.

Esta crónica fue publicada en Terra Chile el 3 de diciembre de 2022

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6 de diciembre de 2022

Il trovatore, puesta de Alex Ollé en el Liceu. Foto de Ruth Walz

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La Primera Guerra Mundial revive en los teatros de ópera y el cine

Trincheras. La espera interminable de una guerra absurda. Máscaras de gas, para no morir envenenados. Miles de cuerpos pudriéndose en el barro. Una generación exterminada. El fin de una era. La Gran Guerra.

Ya no queda ningún sobreviviente de la llamada Primera Guerra Mundial, que enfrentó a las principales potencias europeas y a millones de ciudadanos de sus colonias, enviados entre 1914 y 1918 a los frentes de batalla como carne de cañón. Fue la última guerra a caballo y con sables y mosquetes. Fue la primera con tanques y aviones. La primera cuyas fotos llenaban las páginas de los diarios. La gran guerra de la poesía pacifista, escrita por los soldados-poetas que caían como moscas después de reflejar el horror, como el gran poeta inglés Wilfred Owen, muerto en un ataque sin sentido en la última semana de la contienda.

Después vino la Segunda Guerra Mundial, Vietnam, las guerras de liberación de África, Afganistán… pero la memoria de la llamada Gran Guerra sigue viva y este año se tomará el Gran Teatre del Liceu en la puesta de Alex Ollé de una de las más populares óperas de Giuseppe Verdi: Il trovatore.

El trovador verdiano lucha contra un malvado conde en el Aragón del 1500. ¿Por qué ambientarlo en la década de 1910?

En 2017, cuando presentó esta producción en la Ópera de Roma (ya había sido estrenada en París y Ámsterdam), Ollé dijo a la agencia EFE que “el libreto es un tanto absurdo (...) porque hay situaciones de locura, muy al límite, que solo pueden suceder en un contexto de guerra”, y agregó que en la Primera Guerra Mundial “se generó un universo entre pasado y presente que nos pareció interesante (...) con un imaginario muy particular” gracias a la mezcla de “máscaras de gas, corazas y espadas, carros de combate y caballos”.

La escenografía de Alfons Flores juega con grandes placas sólidas que suben para convertirse en murallas y bajan para ser trincheras y tumbas: los soldados, con las típicas máscaras de gas que inmediatamente transportan a esa guerra, cantan, luchan y mueren como trasfondo del trío amoroso del trovador, el conde y la mujer de la que ambos están enamorados.

La acción de Il Trovatore es absurda (una madre intenta asesinar al hijo de su enemigo, pero arroja al fuego a su propio bebé), pero para Ollé esto se vuelve comprensible en un contexto de guerra. Y eligió la guerra que aún hoy es vista como ejemplo máximo de conflicto sin causas nobles, sin héroes, un aquelarre demencial que debía acabar con todas las guerras y que inició un siglo de horror.

Ya muchos directores de escena habían viajado al mismo escenario para ambientar óperas muy diversas. Hace una década, el director alemán Klaus Guth trajo al Liceu una versión del Parsifal de Richard Wagner ambientada en la misma guerra, aunque la acción transcurre en la Edad Media y Wagner murió a finales del siglo XIX. Los caballeros del Grial, en esa versión, eran heridos y alucinados de la guerra que trituró sus almas.

El año pasado, Wolfgang Tillmans trajo al teatro de la Rambla una versión del Réquiem de Guerra de Benjamin Britten (una misa de muertos en latín con poemas de Owen en homenaje a los caídos en la Segunda Guerra Mundial) ambientada en las trincheras de la Gran Guerra.

Y en 2006 el actor y director cinematográfico Kenneth Branagh produjo una ambiciosa película de La flauta mágica de Wolfgang Amadeus Mozart, que mueve la acción de un mítico Egipto antiguo a las cruentas batallas del Frente Occidental. En vez de representar a los bandos en pugna en aquel 1914, el ejército del bondadoso Sarastro era una cofradía subterránea de pacifistas que trataban de terminar con el bando pro-guerra de la Reina de la Noche, que incluía a todos los gobernantes de ambas facciones que enviaban al muere a sus pobres soldados.

¿Por qué en estos tiempos tantos directores de escena ubican historias soñadas en mundos mágicos o pasados remotos en las imágenes más reconocibles de la Primera Guerra Mundial?

Creo que en ese conflicto se concentran y condensan todos los males de “la guerra”. No es lo mismo denunciar los horrores bélicos en una lucha contra Hitler, o por la liberación de pueblos oprimidos, que los de esta guerra absurda. Los pomposos monarcas y generales de Prusia, del Imperio Austrohúngaro, de los imperios colonialistas de la Francia y la Gran Bretaña de la época no provocan hoy adhesiones: son el símbolo de las clases privilegiadas enviando a morir a los hijos de los pobres por un poco más de poder.

Y la estética de ese conflicto es ideal para un escenario: la trinchera como escenografía y metáfora, las montañas de cadáveres y las máscaras contra el letal gas mostaza, esa mezcla dramática de lo viejo y lo nuevo, la caballerosidad que fenece y la tecnología del horror que avanza. En su espanto detenido en el tiempo, la Gran Guerra esta viva como pesadilla y como anuncio de todos los horrores por venir.

En su crítica a esta versión de Il trovatore cuando se estrenó en 2015 en la Opera Nacional Holandesa, Nicolas Nguyen escribía en la revista especializada Bachtrack que los espectadores no verán ridículo el argumento en el contexto de la Primera Guerra Mundial, o de cualquier guerra. El horror individual se vuelve comprensible en el aquelarre que hunde una civilización. Lo oscuro, monocromático de la puesta en escena (alejado de la exuberancia de las típicas puestas ‘fureras’) combina con la gravedad de la historia que se cuenta.

Hace poco más de cien años, la humanidad se sumergía en un conflicto global, y no por valores como la vida, la libertad o la democracia, sino por lucro y poder. Tan espantoso fue el uso de armas químicas que desde entonces incluso en los peores conflictos la mayoría de los contendientes respetan su prohibición. Los poetas tuvieron que inventar un nuevo lenguaje para contar tal calamidad. Cuando se levante el telón este mes en el Liceu, las trincheras de Flandes volverán a teñirse de rojo para traer a nuestra conciencia una de esas historias míticas de las óperas tradicionales. Y volveremos al horror de las trincheras.

Ensayo publicado en octubre en Cultura/s de La Vanguardia

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28 de noviembre de 2022

Joan Manuel Serrat en Chile. Foto de Arturo Ledezma (Terra)

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Tras 53 años, Joan Manuel Serrat se despide de sus fans chilenos, que cantan con él la banda sonora de sus vidas

Plantado en medio del escenario del Movistar Arena, un Joan Manuel Serrat de 78 años, pura sonrisa y pocos vestigios de su antigua melena, dirige el micrófono al público y se produce el milagro. No importa en qué parte de Lucía, de Cantares, de Penélope, de Tu nombre me sabe a hierba el trovador pida la participación de sus incondicionales, el enorme pabellón se llena de voces que cantan los éxitos del catalán, que son la banda sonora de sus vidas.
En 1969, antes de las elecciones que llevaron al gobierno a Salvador Allende, Serrat ya llenaba el Teatro Municipal con su musicalización de los poemas de Antonio Machado. Desde entonces, sus presencias y sus ausencias marcaron a generaciones de chilenos. Volvió durante la Unidad Popular, se le impidió la entrada para el acto final del No en 1988, llenó estadios en la vuelta a la democracia, y presentó en Santiago casi todos sus discos desde entonces.
El público (desde veinteañeros hasta contemporáneos del cantante) llenaba el espacio desde temprano y recibió con mucha atención al joven pianista nacional Benjamín Pedemonte. Fue una excelente elección: no precedió al maestro una voz joven sino un instrumentista que desgranó temas reconocibles, desde Gracias a la vida hasta la movediza rumba catalana del protagonista de la noche Los fantasmas del Roxy.
Una ovación en la platea recibió a la ministra secretaria general de Gobierno Camila Vallejo, quien estaba del lado más joven del público, y que grabó momentos de las canciones más emblemáticas y las difundió luego en sus redes, como una fan más.
Como si fuera una declaración de principios, el concierto con que el trovador que se despedía empezó fuerte, con un llamado a la alegría: Dale que dale. Su aceitado grupo de siete músicos incluían a sus veteranos escuderos Ricard Miralles y José Mas, en piano y teclados, junto con jóvenes instrumentistas catalanes en guitarra, bajo, batería, vientos y viola.
Tomando éxitos de todas sus épocas, el maestro pareció haber seleccionado con sentido de autobiografía un repaso a su vida en canciones. Mi niñez, Romance de Curro el Palmo, Señora, Lucía, Hoy por ti, y en medio de la canción de amor maduro No hago otra cosa que pensar en ti, presentó con gracia a sus músicos.
Los que recordamos conciertos de Serrat en el siglo pasado sabemos que entonces su voz, su don melódico, la fina poesía de sus letras y los ricos arreglos lo llenaban todo. Ahora incluye proyecciones, y cada una hace reír, emociona, completa el sentido de la canción, le agrega una dimensión de arte.
Con la tremenda Para la libertad, sobre versos de Miguel Hernández, fueron murales de Banksy; con Hoy puede ser un gran día, divertidas Giocondas con guiños a raros peinados nuevos, poses feministas, mechones al viento y hasta una camiseta del club de sus amores, el Barça.
Y con su himno más perdurable, Mediterráneo, las olas que bañan la playa en la pantalla dejaban trazas de un homenaje a Paco de Lucía y una denuncia a la contaminación y el drama de los inmigrantes en pateras.
La pantalla sirvió también para los sobretítulos en castellano de sus infaltables canciones en catalán, como Pare y Por la mañana rocío, cuya letra antes recitaba traducida.
Tras dos horas de faena su voz lucía más lozana que en sus últimas apariciones, como si la gira de despedida le quitara años, o responsabilidad, o un peso de encima. Cantó a dúo la deliciosa balada de amor Es caprichoso el azar con la sorprendente voz de soprano de la violista Úrsula Amargós, y regaló a su público chileno una versión delicada, minimalista del clásico de Violeta Parra Gracias a la vida.
Para el final y los bises, canciones queridas que el público cantó afinado, ante la sonrisa complacida del autor de tanta memoria colectiva: Penélope, Esos locos bajitos y para el final, Fiesta.
“Se acabó, el sol nos dice que llegó el final…”, cantaba el músico que siempre estuvo ahí. El “¡Noooo!” del público nunca se sintió tan real, pero al mismo tiempo, gritado con la alegría que Serrat pidió al comienzo, para que la despedida no fuera triste.
Hasta siempre, maestro. Se merece este descanso en el otoño. Pero será tan extraño no saber que ya no vendrá otra visita, que ya nunca más habrá un próximo recital de Joan Manuel Serrat…

 

Esta crónica del concierto de Serrat en el Movistar Arena de Santiago el 12 de noviembre de 2022 fue publicado originalmente en terra.cl el 13 de noviembre. 

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16 de noviembre de 2022
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Mahler de principio a fin

 

Muerte o retorno. Ese es el tema que atraviesa la temporada 2022-2023 de la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Catalunya (OBC). Es el tercer nombre enigmático de una trilogía, que empezó con La Creación hace dos años y siguió con Amor y odio en la temporada pasada.
Sería lógico que esta se llamara “Muerte y retorno”. Algo así como agonía y resurrección. Después de las dificultades, la vuelta, la epifanía del reencuentro. Y, además, es el fin de una etapa para la orquesta de la ciudad, bajo la larga dirección del japonés Kazushi Ono, y el comienzo de una nueva era.
Para el flamante director titular de la OBC, el francés Ludovic Morlot, “el tema narrativo Muerte o retorno está íntimamente ligado a la obra de Gustav Mahler. Comenzando con la intimidad de la Cuarta sinfonía y las Canciones para los niños muertos, me permite empezar mi relación con la OBC en un nivel de intimidad: en la escucha, en trabajar juntos hacia la disciplina de la música de cámara, que es la que encuentro más cercana”.
Muerte o retorno. Esta dicotomía no resuelta hace pensar a muchos melómanos en la música de Mahler, en su sentido profundamente dramático de los temas musicales donde lo heroico da paso a una mirada paródica a las fanfarrias militares, y donde se suceden la alegría desbordante de bronces y maderas en éxtasis, la tragedia depresiva de cuerdas lacrimógenas, la risa y el llano, el hundimiento y la exaltación, como un eterno reflujo y circularidad de la filosofía oriental que tanto lo nutría.
En su juventud, en esa década de 1880 en la que brilló como admirado director de orquesta en Budapest, Hamburgo y Viena, Mahler fue un admirador de su contemporáneo Richard Strauss. Defendió desde el podio los bombásticos poemas sinfónicos de su rival, como la Sinfonía doméstica, Así hablaba Zaratustra y Muerte y transfiguración.
A la luz de sus nueve sinfonías y los fragmentos sobrevivientes de la décima, el camino del Mahler compositor podría ser una refutación de lo definitivo, rotundo, deliberadamente grandioso y autocomplaciente de las obras de Strauss.
¿Qué mejor que empezar esta temporada con la juguetona y melancólica Cuarta sinfonía de Mahler, terminarla con su desgarradora y vibrante Quinta? ¿Qué mejor que dedicar un concierto central a las Canciones de los niños muertos, uno de los ciclos que lo colocan como el gran maestro de la canción con orquesta, que es a la vez desolación y consuelo? En ese ciclo, en vez del habitual barítono, la voz será la de la gran mezzosoprano Sarah Connolly.
Es también un nuevo comienzo partiendo de donde acabó el ciclo anterior. El público habitual de la OBC recordará que la titularidad de Kazushi Ono terminó a fines de mayo con una interpretación muy emotiva de la Segunda sinfonía, Resurrección, de Mahler. Con el Mahler más cercano a la naturaleza, a un panteísmo a la vez elaborado y primitivo, se despedía el maestro japonés… y ahora el nuevo titular francés comienza con el Mahler de la Cuarta, cercano a la vida popular, a las canciones que escuchaba en su niñez.
Una de las experiencias que traerá Ludovic Morlot es su capacidad de acercarse a nuevos púbicos a través de videos, entrevistas públicas, redes sociales. En su largo período como director titular de la Sinfónica de Seattle, con la que ganó un Grammy y el premio Orquesta del Año de la Revista Grammophone, grababa frecuentemente charlas acercando las obras que iba a interpretar a públicos no acostumbrados a lo clásico. Están disponibles en Youtube sus divertidas respuestas a las preguntas de ciudadanos de a pie, bajo el nombre de “Ask Ludo”; por ejemplo, ante la pregunta de quién es el compositor más badass – rudo o malote – contestó sin titubear: “¡Mahler!”.
En muchas de esas ocasiones se refirió a sus sinfonías. Por ejemplo, en 2014, al presentar una interpretación de la Tercera de Mahler, recomendaba a los oyentes acercarse a la obra de Mahler a través de sus ciclos de canciones. “La estructura de las sinfonías es más compleja, pero muchas de las melodías y de los sentimientos que allí se expresan ya están en las canciones”, explicaba Morlot.
Ese mismo año, al inaugurar una de sus temporadas como director de la Sinfónica de Seattle, Morlot expresó en otro video que amaba la música de Mahler por la cantidad de capas y matices de su música.
Ante la pregunta de si Mahler ocupa un lugar importante en su repertorio, Morlot responde que sí, junto con muchos otros. “Todas sus sinfonías son tan distintas unas de otras que siempre encuentro en ellas las emociones que me dan consuelo en circunstancias diversas. Y como era un director excelso, estudiar sus partituras me permite aprender a balancear las distintas secciones de la orquesta, entre muchas otras cosas”.
El público de Barcelona está acostumbrado a la interpretación de las sinfonías de Mahler al más alto nivel, tanto en el Auditori como en el Palau de la Música y en el Liceu. De hecho, como parte de la relación del teatro de ópera de la Rambla con la Ópera de París y su director, el venezolano Gustavo Dudamel, en esta misma temporada acaban de tocar su apabullante Novena.
Hace una década, el profesor de la UAB y autor de “Com escoltar música” Joan Grimalt escribía que la obra de Mahler “es una síntesis del legado clásico y romántico, pero a la vez hace de portal a las novedades del siglo XX”. A caballo entre dos siglos, con una identidad que no termina de asentarse en una sola tradición (el mismo compositor se definió como “tres veces apátrida: bohemio para los austríacos, austríaco para los germanos, judío para todo el mundo”).
“Mahler es una continuación de las grandes tradiciones vienesas de Haydn, Beethoven, Schubert”, dice Morlot. “La naturaleza programática de su música hace atractivo programarlo junto con temas específicos u ocasiones especiales, y se aprende mucho tocándola con diferentes orquestas, así como la OBC aprende mucho tocando sus sinfonías con distintos directores. Este es solo el comienzo para mí: espero ayudar a que la orquesta crezca en repertorio, y yo también seguir creciendo como artista con ellos”.
¿Qué Mahler traerá a su nueva ciudad el maestro Ludovic Morlot? Falta muy poco para saberlo. En los conciertos de esta, su primera temporada, acechan en ambiguo hermanamiento las punzadas y caricias de la muerte y del retorno.

Este artículo fue publicado en Cultura/s de La Vanguardia el 3 de septiembre de 2022.

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30 de octubre de 2022
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