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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.

 

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Fervor de Borges a 100 años de su primer libro

 

Este año se celebra el centenario de Fervor de Buenos Aires, el primer libro que publicó Jorge Luis Borges a sus 23 años. Quiero compartir este ensayo como un homenaje al que autor que está más vivo hoy que cuando murió en 1986.

Lo publiqué en La Nación de Costa Rica en 1999, cuando se cumplían 100 años de su nacimiento y su ciudad lo celebraba. Leyendo ahora esa elegía, pienso que no sólo extrañaba al gran escritor que tanto me había dado: extrañaba también mi ciudad. Y me recuerda los libros y autores que siempre viajan en mis valijas de mudanza desde esos tiempos sin Internet: Borges, Marguerite Yourcenar, E. M. Cioran, Umberto Eco, Néstor García Canclini.

* * *

En estos días Buenos Aires está pintada de Borges. Los adoquines amanecen fatigados de laboriosos adjetivos borgeanos, y en los zaguanes resuenan sus versos. En este crudo y áspero invierno austral de 1999 parece haberse revertido ese comienzo del célebre soneto de Borges:

           Y la ciudad ahora es como un plano
           de mis humillaciones y fracasos

Hoy Buenos Aires es un plano de su triunfo definitivo, como si su cara famosísima, endulzada por la vejez, la ceguera y la sabiduría, se superpusiera al mapa de la ciudad que amó con minuciosa devoción.
Pasado mañana Buenos Aires celebra el centenario de su nacimiento con centenares de conferencias, decenas de libros, miles de artículos periodísticos, obras de teatro y shows de tango en su honor, mientras los canales de televisión desempolvan imágenes de archivo, y todo el que sostuvo una charla de más de 10 minutos con él se apresura a sacar su libro “Conversaciones con Borges”. Los estudiantes de secundaria hacen videos sobre su obra, y un grupo de niños de primaria, que nacieron después de su muerte, están confeccionando laberintos borgeanos en la clase de actividades prácticas.
La pregunta es: ¿Por qué? ¿Por qué nos sigue apasionante un hombre que vivió entre libros, a la sombra de su madre, que trabajó casi toda su vida en la humedad de una biblioteca, que fue políticamente a contravía de su tiempo y que – máxima tragedia para quien moraba en el reino de las letras – se quedó ciego cuando aun le faltaban 30 años y tantas lecturas de vida? ¿Por qué no podemos dejar de leer a un autor fastidiosamente erudito, que escribió sobre oscuros filósofos alemanes, aventureros escandinavos con inquietudes metafísicas, temas tan “difíciles” como la naturaleza del tiempo y tan “antiguas” como el honor y el coraje? ¿Por qué este hombre está hoy mucho más actual que los modernos de su tiempo, los que lo acusaron de anticuado hace medio siglo?
Una respuesta escandalosamente corta apuntaría, por un lado, a las ideas que dejó clavadas en nuestra mente para siempre, y por otro, al dominio absoluto del idioma, la forma en que volvió más feliz, más puro, más preciso, más evocador al castellano (y, me atrevería a decir, a todos los idiomas a los que fue traducido). En Borges, estilo y obsesiones son uno, lo que escribió y la forma en que lo hizo están indisolublemente unidos. Ya era considerado un clásico, el más importante escritor latinoamericano del siglo, mucho antes de su muerte en 1986. Su obra es inmortal.

* * *

El hombre
Pero lo que se celebra en estos días no es sólo el autor de una obra fabulosa. También está Borges, el ciego de mirada implacable. El que siguen creando los millones que se acercan a sus libros atraídos por la fama y las anécdotas. Su cara, repetida en infinidad de afiches, libros, revistas y hasta camisetas, representa alrededor del mundo al personaje del poeta afable, el soñador de mundos. En Argentina, es nuestro pasaporte a la gloria literaria a escala mundial, algo que nos preocupa mucho.
En su ensayo Borges o el vidente, Marguerite Yourcenar comienza por ubicarlo en la categoría de mito. “En la leyenda de todos los pueblos podemos encontrar esa imagen llamada arquetípica: el poeta ciego.” Es una línea que la autora hace pasar por Valmiki de la India, legendario autor del Ramayana, y por Homero de Grecia, prototipo de los rapsodas griegos que compusieron La Ilíada. El mito del sabio de la tribu que culmina en Borges.
¿Quién fue Borges? Un poeta y autor de cuentos cortos y ensayos, traductor, profesor de literatura inglesa, estudioso de las lenguas germánicas antiguas. Las biografías se detienen en algunos episodios de su vida: su familia, proveniente de militares argentinos caídos en famosas batallas, sus ancestros ingleses y portugueses, y una posible gota de sangre judía. Su educación con una institutriz, en inglés; un bachillerato en Ginebra, en francés. Su paso en la adolescencia en España, donde comienza a publicar en revistas culturales.
De vuelta a Buenos Aires a los 21 años, se enamora de la ciudad y sus personajes míticos, los cuchilleros de ásperos suburbios. Fervor de Buenos Aires, su primer libro. Vive con su madre hasta que ella muere, a los 99 años. Se enamora de Estela Canto. No es correspondido. No será la única vez. Según su amigo y colaborador, el gran fabulista Adolfo Bioy Casares, es “enamoradizo”. A lo largo de una producción poética que no cesa, Borges vuelca en versos cuidadosamente apasionados los idilios que no vive.
Ficciones, El Aleph, Otras inquisiciones, El hacedor, obras fundamentales de la literatura del Siglo XX. Trabaja en varias bibliotecas, abomina del peronismo; aquí sí su sentimiento es correspondido. El régimen lo nombra inspector de aves. Se queda ciego y sigue escribiendo y dirigiendo la Biblioteca Nacional en Buenos Aires. Sufre un casamiento desastroso a instancias de su madre. En el final de su vida, conoce a María Kodama, se enamoran, viajan juntos por el mundo, se casan. En 1986, Borges muere en Ginebra.

* * *

La obra
Acercarse a la obra de Borges es sencillo. Basta con leerlo. Sus cuentos, ensayos y poemas son cortos, son magistrales, no les sobra una palabra (algo tan infrecuente en nuestro idioma) y apelan a la vez a la mente y al corazón.
¿De qué escribió Borges? En el prólogo de una “antología personal” de su obra anota que en las páginas del libro el lector encontrará “mis temas habituales, la perplejidad metafísica, los muertos que perduran en mí, la germanística, el lenguaje, la patria, la paradójica suerte de los poetas”.
En su mundo de libros, Borges se erige como compatriota y contemporáneo de Edgar Allen Poe, Robert Louis Stevenson, Franz Kafka, el Dante, Cervantes y el poeta de Buenos Aires de principios del siglo XX Evaristo Carriego. La obra de estos autores es un jardín donde Borges planta sus símbolos distintivos: el laberinto, el tigre, el espejo, Dios como creador a la imagen del novelista, el tiempo circular y maleable, las piezas del ajedrez.
En esta compañía, Borges es universal y profundamente argentino. Lanza la literatura latinoamericana a discutir de los temas eternos de la muerte, el amor obsesivo, el valor y la cobardía, sin sentirse nunca un autor de los márgenes. Incluso los críticos europeos dicen que no hay ningún escritor tan europeo como él: los hay ingleses, alemanes, franceses, españoles, cada uno fruto y víctima de la tradición nacional donde surgió. Sólo Borges puede tomar como propia toda la tradición literaria y filosófica europea. Porque viene de afuera y porque para él los países son provincias de la literatura.
Dice el ensayista Eduardo Tijeras: “la verdadera fascinación de Borges, aquella por la que resulta un escritor insustituible, consiste en haber conseguido escenificar, dramatizar, cotidianizar, sensualizar, personalizar… y fundir en una acción argumental creíble, determinadas nociones ya discriminadas por la filosofía y la metarísica a través del crudo y árido ensayo, el tratado o la exégesis”. Una literatura de la filosofía. Borges nos habla de nuestra identidad, de nuestro destino sobre la tierra y de nuestras más profundas angustias en fábulas pulidas y rimas luminosas.

          Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
          Dios, que salva el metal, salva la escoria
          y cifra en su profética memoria
          las lunas que serán y las que han sido.

Borges es un “seductor inigualable que llega a dotar a cualquier cosa, incluso al razonamiento más arduo, de un algo impalpable, aéreo, transparente”, según el aforista y pensador rumano E. M. Cioran. “Pues todo en él es transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y de sofismas deliciosos”. Cioran ve a Borges como un “sedentario sin patria espiritual, un aventurero inmóvil que se encuentra a gusto en varias civilizaciones y en varias literaturas, un monstruo magnífico y condenado.”

* * *

El lector
Ser lector de Borges no es poca cosa. Él mismo se consideraba, en su estudiada modestia, mucho mejor lector que escritor. En realidad, veía las dos actividades como la misma: con los grandes libros cada uno es Pierre Menard, que pasa la vida escribiendo el Quijote sin cambiar palabra alguna del original. “Todo gran libro proyecta sobre cada lector otras luces y otras sombras”, sentencia Marguerite Yourcenar. Borges era un lector omnívoro y muy discriminador al mismo tiempo. Cuenta la leyenda que cuando se divorció de su primera esposa, salió a la noche de Buenos Aires llevándose sólo la Enciclopedia Británica, que era su verdadera compañera, libro de libros e inagotable fuente de maravillas.
En sus obras, exige lectores que se avengan a jugar una partida de ajedrez con el texto. El semiólogo devenido novelista Umberto Eco, cuya teoría de que ningún texto está completo sin la participación del lector es tributaria de las historias fantásticas de Borges, lo homenajea de una manera curiosa: lo convierte en personaje de su exitosa novela policial El nombre de la rosa. El escritor ciego, que dedicó su vida a crear un mundo donde el mundo fuera un pálido remedo de la escritura es en el libro el monje erudito Jorge de Burgos, viejo y ciego, atrincherado en su isla de libros en un convento medieval, capaz de matar para defender una visión de la literatura.
Borges, por supuesto, no era capaz de matar una mosca. Aunque, claro, la única mosca que le hubiera importado es la que zumba dentro de la página del cuento. Pero no es extraño que Borges, que construyó una literatura sin personajes, haya terminado como personaje de otro. Él lo quiso así.
¿Sin personajes dije? Lo creo, aunque suene raro. Pese a que los cuentos de Borges están poblados de individuos exóticos y fascinantes, no es una literatura de personajes. Lo que le interesa son los temas que esos personajes encarnan como arquetipos. Sus obras conservan sólo dos grandes personajes: la literatura y el mismo Borges, que no es su persona sino su personaje. Todos los nombres que pueblan sus relatos y hasta las milongas que cantan las hazañas de malévolos orilleros (Nicanor Paredes, Jacinto Chiclana) no son más que sombras, excusas, ropajes ligeros cuya carne, sangre y piel es la literatura.

* * *

El personaje
Una desgracia se ha abatido sobre Borges, se lamenta Cioran. No es la de “no haber sido feliz”, como confesara el poeta poco después de la muerte de su madre. Es la desgracia de ser conocido. “Merecería algo mejor. Merecería haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber continuado siendo tan inasequible e impopular como es el matiz”.
Pero Cioran termina rindiéndose ante la aprobación general que suscita Borges. Todavía guarda esperanzas de que “pueda convertirse en símbolo de una humanidad sin dogmas ni sistemas y, si existe una utopía a la que yo me adheriría con gusto, sería aquella en la que todo el mundo le imitara a él, a uno de los espíritus menos graves que han existido, al ‘último delicado’.
En Culturas híbridas, el estudioso de las identidades culturales de nuestro tiempo Néstor García Canclini encara y compara las relaciones de Borges y Octavio Paz ante la masificación del mundo dominado por la televisión. “En sus últimos años, Borges fue más que una obra que se lee, una biografía que se divulga”, dice García Canclini. “Sus paradójicas declaraciones políticas, la relación con su madre, su casamiento con María Kodama y las noticias referidas a su muerte mostraron hasta la exasperación una tendencia de la cultura masiva al tratar con el arte culto: sustituir la obra por anécdotas, inducir un goce que consiste menos en la fruición de los textos que en el consumo de la imagen pública”.
En las ferias del libro de sus últimos años, las incesantes colas no esperaban a leer a Borges: querían verlo, tocarlo, y que el anciano invidente les trazara un garabato en la primera página. “He firmado tantos ejemplares de mis libros”, se quejaba jocosamente, “que el día que me mura va a tener gran valor uno que no lleve mi firma”. Borges no cortejó al gran público, pero cuando se convirtió en personaje mediático supo sacarle partido y crear todo un género en la entrevista periodística. “¿Cree usted en Dios?”, le preguntaba a uno de tantos reporteros desamparados. Y ante la respuesta afirmativa: “Lo felicito. Hace bien”. A otro: “¿En cuantos dioses cree usted?”. “En uno”, murmuraba la víctima. “Pero hombre, qué modesto”.
Esta celebridad no deseada puede transformar a Borges en un número de circo o traer nuevos lectores al conocimiento de su obra. Esperemos que este nuevo centenario (esta vez, de su primera obra publicada) sea propicio para que seamos cada día más quienes nos perdamos en sus laberintos.

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29 de junio de 2023
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El Premio Periodismo de Excelencia de Chile cumple 20 años

 

Este año, en medio de penurias económicas, dificultades para trabajar libremente en barrios tomados por el narco y ante el auge de la desinformación, los periodistas de Chile festejaron un hito: el Premio Periodismo de Excelencia, organizado por la Universidad Alberto Hurtado y que desde hace tres años tengo el privilegio de dirigir, cumple 20 años ininterrumpidos de premiar los trabajos escritos, audiovisuales, digitales y universitarios publicados en el país.
Como sucede desde 2003, desde el momento en que se reúnen en marzo los jurados escrito y universitario los editores de El mejor periodismo chileno (en estas últimas ediciones, la coordinadora del PPE Montserrat Martorell y yo) nos lanzamos a editar en 10 días los textos ganadores y finalistas, a aportar las introducciones a cada uno, y en mi caso, a escribir el prólogo que presenta y reflexiona sobre el contenido del libro y cómo este “mejor periodismo chileno” del año traza un mapa de cómo está el país y cuál es el estado de su periodismo.
Cuando en abril nos juntamos en la Ceremonia del PPE, los ejemplares de este libro ya estaban para entregar a los autores y jurados y listos para vender a los interesados.
Comparto aquí mi prólogo de El mejor periodismo chileno 2022. Espero que les ayude a entender cómo estamos, y tiente a varios para hacerse con el libro entero.

El año cuyo periodismo celebramos con este libro ha sido, como todos los años anteriores, difícil y peligroso para el ejercicio del periodismo libre y sin bozal. Lo saben bien los y sobre todo las colegas de México, de Palestina, de Cuba, de Bielorrusia, de Nicaragua y de las zonas remotas y desprotegidas de Sudamérica, donde los depredadores del ambiente y de los pueblos originarios amenazan con silenciar la investigación periodística y las voces críticas.
Tradicionalmente las peores noticias para nuestro gremio venían de fuera. Pero Chile también se está volviendo una sociedad más violenta: este año fue asesinada la colega Francisca Sandoval, con un disparo en la cara durante una marcha por el Día del Trabajo, el 1 de mayo.
Desde 1986, cuando agentes de la dictadura mataron a José “Pepe” Carrasco Tapia, no habían asesinado a un periodista en este país.
Y ese clima de miedo, de dolor, de muerte, siento que empapa los trabajos que premiamos. Como muestran las historias que merecieron el reconocimiento de los jurados de este año, creció el narcotráfico, los crímenes se volvieron más sangrientos y la vida tras la pandemia fue muy dura para los sectores más vulnerables de la sociedad – menores en abandono, adultas mayores en soledad, pobres sin salidas y desesperados que quieren terminar con todo.

Junto con la gracia y elegancia de la pluma y la creatividad de las estructuras, una nube de tristeza cubre los reportajes, crónicas, entrevistas e investigaciones de 2022, como si a las autoras y los autores de los textos recopilados en este vigésimo Mejor periodismo chileno las tristezas y dolores sobre los que investigaron y escribieron se les metiera debajo de la piel y se colara en sus pesadillas.
Los textos que leerán son producto del entrar en las vidas quebradas de tanta gente, para que, contándolo, nos enteremos y así se encuentren menos solos la polola de Elías, que nació con HIV, la familia de Waleska, que se tiró al vacío en el Costanera Center, Víctor Palape, que malvive a la orilla de un río que muere, Edgardo Hidalgo, que sufre noche y día el ruido de las aspas de molinos de viento.
Y también entremos en el dolor de dos madres: la de Paola Alvarado, asesinada y todavía sin aparecer, y la del adolescente Matías, que soñó con ser pandillero y ni a eso alcanzó a llegar.
Estos seres anónimos son rescatados por una cofradía de contadores de historias en su dignidad, su indignación, su forma de interpelar al poder y conectar con los miedos de una sociedad y con el espíritu de una época.
Algunos de los autores y medios son habituales en las páginas de estos libros: Arturo Galarce, Muriel Alarcón, Carola Solari y Estela Cabezas de Revista Sábado, Nicolás Alonso de La Tercera, Macarena Segovia, Benjamín Miranda y Nicolás Sepúlveda de CIPER Chile. Su experiencia muestra un continuo ejercicio de buscar nuevas historias y escuchar nuevas voces.
A su lado surgen medios digitales y autores con otros temas y entusiasmos. Por ejemplo, Jukas Jara y Javier Louit, de La Pública, traen una mirada sorprendente sobre la energía eólica; Amanda Marton de la flamante Anfibia Chile se interna en el dolor y las quejas de los que sobreviven a los suicidas; un río se seca, pero revive en las páginas de Mongabay LATAM por la pluma de Michelle Carrere y Gerardo Alvarez. Y en El Desconcierto, Francisca Varea y Javiera Mora dan voz a una madre que clama por justicia para su hija asesinada y para todas las víctimas de femicidio.
En la siempre fecunda sección de entrevistas, impresionó mucho al jurado la urdiembre de voces con que Carola Solari construyó el relato de la vulneración de derechos de las tres hijas de la jueza Atala. Lenka Carvallo interroga en La Segunda al historiador Gabriel Salazar, Estela Cabezas logra un perfil humano y muy claro de Enrique Paris en Sábado, y Joaquín Zúñiga se adentra en el cerebro del joven músico urbano Polimá Westcoast para El Desconcierto.
En la sección relativamente nueva en el PPE de Investigación, junto con el tradicional CIPER y su descubrimiento de datos incómodos sobre la Teletón, destacan Felipe Díaz y Nicolás Parra, del equipo de investigación de la radio Bio Bio Chile explicando la compleja trama de robo de madera que termina, sorprendentemente, en las mismas manos de algunas de las empresas robadas, y Rocío González Trujillo y Catalina Olate Hidalgo, de El Mostrador, que aportan datos valiosos y hacen preguntas precisas sobre el robo de armas por parte de carabineros retirados y en servicio, y que en muchas ocasiones terminan en poder de los delincuentes que sus compañeros de armas deben enfrentar.

No fue una decisión consciente, pero este año, el trabajo minucioso de los seis equipos de jurados preseleccionadores y de los dos jurados finales de estas categorías Escrita y Universitaria eligieron en su mayoría trabajos sobre los olvidados. Los que no salen en las portadas de los diarios y los resúmenes de los informativos. No encontrarán a la mayoría de estos nombres entre los hashtags de Twitter y las fotos de Instagram. Son las historias necesarias de los perdedores que se rindieron o que, pese a todo, siguen luchando.
También destacan este año las historias no contadas, las sombras, de instituciones o actividades con “buena prensa”, como para demostrar, como sabemos bien los periodistas que, si se investiga a fondo y sin prejuicios, casi nada es enteramente blanco o negro. Los males que puede traer la energía eólica o las cuentas opacas de un emprendimiento tan admirado como la Teletón – el ganador de la categoría de Investigación de este año y un tema inusual para su medio, CIPER – son ejemplo de ello.
Un caso distinto, y por eso especialmente destacable, es del del reportaje elegido como el gran ganador de 2022: La memoria de los fotógrafos presidenciales. Es sobre presidentes, hay también cuenta y trata de poner el dedo en dos injusticias.
Por un lado, la invisibilidad de los fotógrafos, los contadores en imágenes de la trayectoria de los 6 presidentes desde el regreso a la democracia en Chile. Esos fotógrafos y esas fotógrafas que supieron mirar, elegir los ángulos y los momentos y los lugares y los destellos de luz y los gestos en los que se congela y refleja la historia.
Y, por otro lado, que no exista un archivo, que con cada presidente se pierda el legado y la riqueza de las fotos del anterior, como en las estelas mayas, en las que cada nuevo rey ordenaba destruir las imágenes que glorificaban a su antecesor para que solo quede la propia gloria.
Este hermoso trabajo de Pedro Bahamondes, en el otrora admirado medio de investigación y crónicas vigorosas The Clinic, es una mirada al pasado en un año especial: se cumplen 50 años del golpe de estado que rasgó como un cuchillo la piel del país. Para recordarlo, la memoria de estos fotógrafos celebra el legado de los demócratas.
Y sobre los crímenes de la dictadura trata el ganador del Premio Universitario: Te recuerdo Luisa.
Como Víctor Jara recuerda a Amanda y sus cinco minutos de amor, las estudiantes de la Universidad de Chile Gabriela Acuña y Javiera Arias Domínguez relatan, analizan y honran la vida de Luisa Toledo, la emblemática madre coraje que luchó hasta su último aliento por verdad, justicia y reparación por las familias de los desaparecidos en Chile.

Para honrar los 20 años del premio, quiero mencionar dos contenidos muy especiales que hacen que este El mejor periodismo 2022 sea distinto a todos los anteriores.
En primer lugar, una Introducción que repasa la historia de esta categoría Escrita del PPE, por una de las principales estudiosas de la crónica y el periodismo literario en el país, la doctora Patricia Poblete Alday, profesora de la Universidad Finis Terrae. Una mirada conocedora e independiente que nos mira desde la academia.
Y, en segundo lugar, un listado de los ganadores en las dos categorías de estos 20 años, para que su registro, además de poder verse en la web del PPE, figure como corresponde en este libro celebratorio.
Luego, antes de los textos ganadores y finalistas figura, como de costumbre, los nombres y una breve biografía de nuestros jurados de este año.
Finalmente, quiero decirles que si cumplimos dos décadas es porque las y los periodistas de Chile, los medios, las universidades y la sociedad nos adoptó como su principal referente sobre la calidad de los productos periodísticos año por año, y como brújula ética que, si bien ha podido equivocarse en ocasiones, siempre deliberó y decidió con buena fe, con absoluta libertad de criterio y apelando a jurados conocedores, independientes, criteriosos y dispuestos a poner sus decisiones personales a discusión y dejarse convencer con buenos argumentos.

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21 de junio de 2023

Foto de Diego Figueroa (Migrar Photo)

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Mil palabras

Hace ocho años yo tenía una columna en la revista digital The Objective. Fue un ejercicio de mirada e imaginación que me gustaba mucho, un cotidiano reto en el que debía elegir una foto que aparecía ese día en el medio, que en esos tiempos hacía primar las fotografías. Yo debía construir una historia desde esa foto.

Y la primera semana de julio de 2015, la foto que me conmocionó era de Diego Figueroa (Migrar Foto). Ilustraba la celebración en Chile del prestigioso Salón del Fotoperiodismo, en su 37ª. edición.

Esta fue la foto, y esto escribí entonces:

 

Miren esta imagen y piensen en cada una de las posibilidades verbales: verán una foto distinta. Les provocará otros sentimientos, otras ideas, se relacionará con distintas memorias.
Sí: las fotos y sus textos pueden dirigir nuestras reacciones, pueden engañar, pueden usarse para manipular y provocar amores y odios.
¿Qué estamos viendo? Seis posibles pies para esta foto:
1.
En medio de las protestas de los estudiantes, un joven acaba de lanzar una bomba molotov en un edificio gubernamental en Santiago. El ataque produjo tres heridos, entre ellos una niña de 11 años.
2.
Una víctima escapa de un edificio en llamas en Antofagasta. No pudo salvar ninguna de sus pertenencias. “Perdí todos mis recuerdos”, dijo.
3.
Aprovechando un incendio fortuito, un preso escapa de una comisaría en Valparaíso. Tres horas más tarde fue capturado mientras tomaba un helado en la playa. “Valió la pena”, declaró.
4.
Un policía de civil corre para atrapar a un preso que escapó de una comisaría de Temuco aprovechando un incendio fortuito.
5.
Un manifestante de derecha huye tras lanzar octavillas en contra de los inmigrantes en la puerta de un edificio público en Lyon.
6.
Un manifestante de izquierda huye tras lanzar octavillas en contra de la Troika y a favor de Syriza frente a una oficina bancaria en Atenas.
Y ahora les pregunto: “¿Una imagen vale más que mil palabras?”.
Ese año yo estaba a cargo del Máster en Periodismo de IL3-Universidad de Barcelona, y cuando les pedí el primer día a los alumnos que se describieran con una frase, el estudiante peruano Pedro Gerardo Velarde dijo que era fotógrafo y que estaba en el Máster para aprender a escribir, porque sin palabras, las fotos no revelan sus secretos.
Y entonces Pedro me dijo una frase que no olvidé más y que rescato hoy, ocho años después: “Nada se entiende sin palabras. Incluso para explicar el concepto de que ‘una imagen vale más que mil palabras’ necesitamos de las palabras”.
Así es. Sin palabras no entendemos (o sea: no vemos) la imagen.

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4 de mayo de 2023
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El efecto de la pandemia en los infantes. Sobre La chica invisible, de Verónica López

En medio de la pandemia, una niña pinta una rosa de color negro.

Una psicóloga de niños inquietos corre de un lado a otro.

Un sociólogo explica que no es el estado sino las familias quienes tradicionalmente se ocupan de los niños.

Un psicólogo dice: “Sabemos lo que está pasando, pero nadie pregunta”.

Un estudio muestra que las otras pandemias, las de vulnerabilidad, desánimo e irritabilidad, van en aumento.

Una madre se angustia porque su hija llora todos los días por no poder ir al colegio y ver a sus amigas y profesores.

Un abogado afirma: “Los niños de la pandemia sienten una gran frustración”.

Un artículo de diario se presenta con el título: “Los niños dañados de la pandemia”.

Y en pleno naufragio, una abuela sabia, que es también la creadora de un puñado de grandes revistas y maestra del periodismo de alto impacto, y que es hoy la presidenta de la Asociación de Mujeres Periodistas de Chile, se interna en este mundo de niños encerrados y expertas a quien nadie parece escuchar para brindarnos un panorama exacto y una voz de alerta y esperanza sobre el efecto del largo año de COVID sobre la psiquis infantil.

* * *

Conocí a Verónica López en la Feria del Libro de Viña del Mar en 2019, en una de las presentaciones de “40 años de revistas (1974-2014)”, un precioso volumen editado por Catalonia, en el que repasa su carrera, una de las más fecundas y creativas en la creación y dirección de grandes revistas como Caras, Cosas, Sábado de El Mercurio y Antílope en Chile, y de la importantísima revista Semana en Colombia.

La escuché en una charla junto con las jóvenes periodistas Luz Farren y Carmen Sepúlveda, que hicieron el ingente trabajo de recolección y selección del material de cuatro décadas y colaboraron con López en su recorrido personal por la historia del periodismo y del continente.

Allí oí por primera vez la historia de cómo en el momento en que debía nacer bajo su mando la revista de la tarjeta de crédito Diners, la dictadura militar ordenó su veto: sus antecedentes de periodista independiente, con un fuerte sentido ético, hacedora de proyectos que denunciaban los crímenes de estado, no calzaba con los dictados de un régimen que quería plumas sumisas.

El gerente de Bancard y zar de las tarjetas de crédito le transmitió la prohibición personalmente, en su oficina.

Verónica contó la anécdota con una combinación que desde entonces supe reconocer y apreciar en sus charlas y escritos: por un lado, graciosa, incluso coqueta, y por otro seria, apasionada del oficio.

Su compromiso con el periodismo de calidad e independencia fue desde el comienzo inclaudicable. Dice Marta Cruz-Coke en el prólogo de “40 años de revistas”: “Fiel a su tarea de informar formando opinión, arriesgó su cargo y su persona en incontables casos, porque había que contribuir a hacer discernir al lector, ‘oportuna e inoportunamente’, la verdad de los hechos y, más allá de las apariencias, la propiedad cierta de la información”.

Al final de su presentación, Cruz-Coke destaca: “En este país polarizado al extremo (…) Verónica se ha dado el lujo de no poder ser clasificada, porque escapa a todos los estereotipos, a los estilos consagrados, y vive reinventándose, creando escuela con sencillez, con el espontáneo y natural procedimiento de permanecer igual a sí misma”.

Ese libro se convirtió para mí en un autorretrato de una líder del periodismo, a quien admiro desde entonces. En sus páginas no deja de reconocer y agradecer a los equipos con los que trabajó, pero se nota también el valor diferenciador de la mirada certera, la precisión para notar los cambios y tendencias en la sociedad en el momento en que se estaban produciendo… o incluso antes, y la capacidad para reconocer el mérito y el potencial de las periodistas (una gran mayoría de mujeres), que ella formó y empujó en sus caminos profesionales y vitales.

Con la modestia de los que realmente destacan, se describe a sí misma en sus páginas como “una artesana del mundo de las revisitas. Parte de las múltiples manos que colaboraron en tejer esta manta.”

* * *

Por eso fue una enorme alegría y un honor inesperado cuando me llamó con la intención de cursar como alumna el Diplomado en Escritura Narrativa de No Ficción que dirijo en el Departamento de Periodismo de la Universidad Alberto Hurtado.

¿Vero López alumna? ¡Si ella es la maestra de más de una generación de periodistas en las revistas que marcaron época, y no solo en su país!

En las clases fue un permanente aporte de sabiduría, sentido común, consejos prácticos y certeros a sus compañeros, y desde el momento en que tuvo que elegir tema para su texto narrativo, una certeza: que pese a lo mucho que podría aportar sobre el pasado del que fue testigo de excepción y protagonista, ella quería hablar del más rabioso presente.

Este retrato amoroso y lúcido de los problemas y la resiliencia de los niños en pandemia es el trabajo de una reportera joven y con hambre de saber. Los expertos (la mayoría mujeres, y no por cuota sino porque son las mejores fuentes en este tema) alumbran los temas esenciales de este encierro al que fueron condenados las niñas y niños que necesitaban jugar, encontrarse, estar con sus maestras, amigos y familia, aprender con las manos en la masa. Los que sufrieron más, como dice uno de los excelentes subtítulos de este relato, ese “hambre de piel” y la falta de contacto. En la presencialidad ya estaba haciendo estragos el sumergirse en las pantallas y pantallitas.

La pandemia del Coronavirus afectó a grandes y chicos, a estudiantes y profesores, trabajadoras y jubiladas, al personal de salud y a la comunidad entera, en Chile y en el mundo. Se ha escrito mucho sobre sus causas y consecuencias inmediatas, sobre los muertos y contagiados, sobre las vacunas y los negociados, sobre el desempleo y el teletrabajo. Pero recién ahora se está empezando a entender la dimensión de sus efectos a largo plazo.

Este libro es pionero en ese sentido: muestra el germen de lo que le sucede a la generación de “la chica del unicornio”. Y lo hace desde la más profunda humanidad unida a los estudios más avanzados explicados para el lector común.

Encuentro brillante la forma en que la autora teje su red de problemas y posibles salidas combinando el relato de su personal labor de abuela con los viajes y entrevistas en su labor de periodista.

Ya sería muy valioso si fuera producto de una nueva pluma en el mundo de la crónica periodística. Pero que venga de la fundadora de míticas revistas que vuelve al ruedo para contarnos la realidad de la niñez invisible de la pandemia me parece un verdadero milagro.

Este texto es el prólogo del libro La chica invisible, de la gran periodista, creadora de revistas y gestora de medios Verónica López, publicado por Editorial Cuarto Propio en 2022.

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12 de abril de 2023
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A 30 años del ‘choque de civilizaciones’ de Huntington: era un plan y triunfó

A comienzos de 1993, mientras los últimos pedacitos del Muro de Berlín eran vendidos a turistas mitómanos y la guerra fría terminaba de congelarse, Francis Fukuyama se animó a aventurar El Fin de la Historia: la guerra había terminado para siempre, con el triunfo del Primer Mundo, Occidente y el Capitalismo.

En medio de tanta euforia, en un modesto artículo de la revista Foreign Affairs (vol. 72, no. 4), el académico Samuel Huntington, un adusto y atildado profesor de Harvard, le aguó la fiesta: lanzó su teoría de que lo peor estaba aún por venir.

El mundo estaba en los albores de El Choque de Civilizaciones.

En ese ensayo provocador e influyente, Huntington presentaba un mundo aterrador y comprensible: todos los conflictos, matanzas y atropellos tenían su origen en el hecho de que “las diferencias entre civilizaciones son (...) básicas. Las civilizaciones se diferencias unas de otras por historia, lengua, cultura, tradición y – lo más importante – religión. Las gentes de diferentes civilizaciones tienen diferentes puntos de vista sobre las relaciones entre Dios y el hombre, entre el individuo y el grupo, entre el ciudadano y el estado, entre padres e hijos, entre maridos y mujeres, así como diferentes puntos de vista sobre la relativa importancia de derechos y deberes, libertad y autoridad, igualdad y jerarquía”.

Así seguía: “Estas diferencias son el producto de siglos. No desaparecerán pronto. Son mucho más fundamentales que las diferencias entre ideologías o regímenes políticos. Estas diferencias no necesariamente significan conflicto, y los conflictos no necesariamente significan violencia. Sin embargo, a lo largo de los siglos las diferencias entre civilizaciones han generado los más prolongados y los más violentos conflictos”.

Apoyaba el profesor Huntington estas ideas en copiosas citas de expertos, todos norteamericanos y europeos.

En el número siguiente de Foreign Affairs, siete analistas en relaciones internacionales e historia con nombres como Ajami, Binyan o Mahbubani le contestaron: unos cuestionaron su peculiar selección de “civilizaciones”, donde geografía y etnia se mezcla con religión y cultura (en la lista original estaban, en alegre cambalache, ‘civilizaciones’ como “la occidental, la confuciana, la japonesa, la islámica, la hindú, la eslava-ortodoxa, la latinoamericana y posiblemente la africana”).

Otros recordaron que históricamente los conflictos inter-occidentales y las guerras civiles interculturales provocaron más muertos (¡las dos Guerras Mundiales!) y duraron más (¡la Guerra de los Cien Años!) que los choques entre los bloques que Huntington presentaba.

La mayoría también deploró que el profesor mostrara como ontológicos e inmutables características que las sociedades cambiaban a lo largo de los años. ¿O no eran los valores “occidentales” de tolerancia religiosa y respeto a los derechos humanos de las otras “civilizaciones” fenómenos recientes que significaron enormes cambios en sólo cinco o seis generaciones, un lapso brevísimo para la historia de las ideas? ¿No había cambiado radicalmente Japón en el último medio siglo?

¿Dónde estaba entonces el germen del choque de civilizaciones?

Pues no estaba. A principios de los noventa la mayoría de las luchas que estaban a punto de comenzar en los territorios liberados del viejo imperio soviético eran económicas; las batallas entre Estados Unidos, Europa, China y Japón eran comerciales; Latinoamérica bregaba por la integración, no por el conflicto con el Tío Sam; y los movimientos que convulsionaban a los países árabes eran por el dominio a lo interno, no por la conquista del mundo.

Sin embargo, la idea-fuerza del choque de civilizaciones tuvo gran éxito. Foreign Affairs publicó un libro con el artículo original, sus respuestas y la contrarréplica de Huntington, el profesor extendió su ensayo a tamaño libro (publicado en español como El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial por Paidós en 1997) y Tecnos lo publicó en España junto con un meditado ensayo crítico de Pedro Martínez Montávez.

Desde su aparición hace tres décadas, el famoso “choque de civilizaciones” de Huntington ha recogido críticas y vituperios de medio mundo, desde la derecha recalcitrante (Jeanne Kirkpatrick) a la izquierda tradicional (Carlos Fuentes).

Con argumentos y desde puntos de vista variados y hasta antagónicos, los críticos postularon desde entonces que el mundo no era como Huntington lo describía. No veían un puñado de civilizaciones radicalmente inconciliables, luchando a muerte por la supremacía y el dominio.

Lo que los críticos no vieron era que el texto de Huntington no era una descripción. Era un plan.

Y en estos 30 años, el plan se está cumpliendo con precisión pavorosa.

Así estamos: Por un lado, un Estados Unidos en versión obtusa, anticientífica y agresiva (Trump) o atrofiada y reactiva (Biden). Por otro, la Rusia de Putin y la China de Xi despreciando la democracia “a la occidental” y añorando su pasada gloria. Y entre las grandes potencias, las emergentes BRICS con líderes enquistados en antiguos mitos religiosos para facilitar sus poderes que socavan la democracia: Modi en India, Bolsonaro en Brasil, Erdogan en Turquía.

En el comienzo del nuevo siglo el poderoso entramado industrial-militar de Estados Unidos, sus riquísimos ‘Think Tanks’ de la derecha y sus muy influyentes medios, con la cadena Fox de Rupert Murdoch a la cabeza, encontraron en el choque de civilizaciones la idea-fuerza para venderle al elector norteamericano su remedio para todos los miedos: nos atacan porque son civilizaciones que no comparten nuestros valores. Odian la libertad, son el mal personificado, están embarcados en un siniestro plan de dominación mundial desde hace siglos. Hacen falta la guerra permanente y la vigilancia interna para combatir a tan tremendo enemigo.

Los aparatos publicitarios de las otras potencias, sus medios estatales y las fake news desplegadas por las redes sociales difunden versiones del mismo discurso para diversas audiencias.

Con su apoyo irrestricto a la posición intransigente de Israel sobre Palestina, su guerra sin cuartel en Irak, su desprecio a las normas que rigen el trato a detenidos o prisioneros de guerra en Abu Graib y Guantánamo, y su inclusión del complejo Irán en el ‘Eje del Mal’, el actual gobierno estadounidense ha unificado un Islam antes desperdigado y le ha dado una causa común.

Por el lado del Islam, ahora sí estamos sumergidos en el choque de civilizaciones. El poder de conquistar territorios y almas de este genio salido de su lámpara se pudo ver en la fulminante conquista de Afganistán por los Talibanes apenas las tropas estadounidenses anunciaron su partida.

¿Vieron que tenía razón?, dijo Huntington ante el mundo post-11 de septiembre de 2001, y siguen repitiendo sus admiradores y discípulos después de su muerte en 2008. ¡Pues claro! Si le compraron la idea y cumplieron su plan al pie de la letra, ¿cómo no iba a tener razón?

Hitler tuvo a su intelectual, el teórico Karl Schmitt, autor de la teoría del espacio vital y de que todos los pueblos deben encontrar a su enemigo y vencerlo o perecer. Lenin siguió el plan de la lucha de clases del Manifiesto Comunista de Marx. Los luchadores contra el colonialismo en África tuvieron también su Biblia: The Wretched of the Earth (Los condenados de la tierra), de Frantz Fanon.

Huntington se convirtió el intelectual orgánico de la derecha norteamericana de los últimos 30 años, pero jugaba con una trampa y una ventaja: escondía sus cartas. Entendió que, en el mundo del marketing, los medios y las imágenes, no se puede presentar la lucha a muerte como un deseo ‘nuestro’, sino como una necesidad ante la intrínseca maldad y el radical deseo del otro de eliminarnos.

El miedo justifica el ataque disfrazándolo de defensa.

El gobierno de George W. Bush (el aparente necio que no tenía un pelo de zonzo) estiró la cuerda, haciendo estallar conflictos solapados y echando fuego a situaciones ya tensas. Pero sobre todo humilló a pueblos enteros, etnias, religiones e identidades.

Lamentablemente, ese camino no fue cambiado ni por Obama ni por Trump ni por Biden. En todos estos años ninguno de ellos consiguió (ni quiso) cerrar la escuela de tortura y humillación de Guantánamo ni pedir una pizca de moderación a su aliado israelí.

Poniendo en la mira la compleja civilización de los otros – sean los árabes o los mexicanos, a quienes ataca como vagos, corruptos e imposibles de integrar en Estados Unidos en su último libro, ¿Quiénes somos? (Paidós, 2004) – Samuel Huntington ha hecho mucho más que mostrar el camino a la perniciosa administración norteamericana. Ha trazado el mapa para que el territorio sea transitable por las huestes de la intolerancia y se cierren las vías del diálogo.

El éxito electoral del estrambótico Donald Trump, con su pintura de los mexicanos como asesinos y violadores y su propuesta de un muro para contenerlos, es la puesta en práctica de las ideas del sobrio profesor Huntington. Muchos piensan que, si no hubiera sido por la inesperada pandemia, probablemente hubiera ganado la reelección, y ahí sigue dando batalla con las mismas ideas y el mismo choque.

El mapa ha quedado por mucho tiempo minado, como los mares en la cartografía del Renacimiento, llenos de monstruos marinos que engullen a los barcos.

Allí dónde esté, profesor Huntington: ¡Felicitaciones! Las civilizaciones, cual virus enardecidos bajo el microscopio, ya se están comportando como usted había predicho.

 

Publicado en Ideas del diario La Nación de Buenos Aires en noviembre de 2022. 

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3 de marzo de 2023
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Pelé y Benedicto XVI: Dos funerales, dos vidas, dos legados

Comienza el año con los funerales de dos hombres aparentemente muy distintos, que pasarán a la historia, y que los curiosos designios de la muerte aunaron en las portadas de los diarios y los inicios de los noticieros.
Ambos eran ancianos, y estaban disminuidos en sus otrora asombrosas facultades, los dos enfermos, cercanos al final.
Ninguno de los dos había nacido destinado a la gloria (eran hijos de familias pobres del interior de sus países), pero lograron ascender en sus caminos por méritos propios.
Ambos fueron conocidos por un nombre elegido, un apodo, un seudónimo, no por sus nombres de bautizo.
Los dos fueron velados en los “templos” donde ejercieron su magisterio y donde habían mostrado sus mejores dotes. Largas filas los despidieron.
Con ellos se termina una época.
Imagino que los lectores ya habrán adivinado a quiénes me estoy refiriendo.
Uno es Edson Arantes do Nascimento, conocido como Pelé, uno de los más grandes y famosos futbolistas de todos los tiempos, ganador de tres copas del mundo (1958, 1962 y 1970), autor de más de mil goles, un deportista sin igual que lució en los estadios su belleza y potencia y su piel negra en tiempos en que el racismo era todavía ley en gran parte del mundo.
Pero no fue una estrella estridente, como su sucesor en el trono del fútbol, Diego Armando Maradona. Ni una voz punzante por el cambio en el mundo, como la otra gran estrella negra del deporte del siglo XX, Mohammed Alí.
Pelé fue una luz, un ejemplo cauteloso, que se fue apagando fuera de los focos y los micrófonos.
Mientras vivió, Pelé no usó su enorme prestigio para promover cambios sociales, ni siquiera se enfrentó a la dictadura militar de su país o a las causas del Tercer Mundo: ese quitarse de los temas políticos fue criticado por los que no entendían como alguien que provenía de la pobreza de un grupo desfavorecido no usaba la atención pública para exigir cambios.
Tras la muerte de Pelé el 29 de diciembre, escribió Sebastián Kohan Esquenazi en Ciper Chile: “Pelé es y será el paradigma del futbolista apolítico. Ese que siempre se mantuvo calladito, sin meterse en problemas. Ese que, durante más de veinte años, después de cada triunfo brasilero, se abrazó con Emilio Garrastazu Medici, el mismísimo dictador de la nación. Entiendo que los futbolistas son futbolistas, y que no se les puede pedir que sean activistas para darles valor. No es necesario que cada futbolista sea Sócrates para tenerle admiración. Pero también es cierto que algunos tienen sangre y otros no, y que algunos tienen unos principios que a otros les faltan. Pelé era «un hombre común que no sabía nada de política», como decía él. Tan común que se volvió sumiso.”
Y, sin embargo, este no meterse en temas candentes, que lo separan claramente de su principal rival al trono del balompié en el siglo XX, Maradona, es para muchos de sus admiradores una virtud. Tras su muerte, tomaron su silencio, que fue siempre parte de su personalidad y su visión de cuál debía ser su papel en Brasil y en el mundo, como una forma de representar una visión del ídolo deportivo como alguien que “opina con los pies”, como un atleta que no presenta ideas y afiliaciones políticas, sino que representa un ideal de talento, mérito, plasticidad deportiva y artística, en la que cada uno puede poner las ideas que quiera.
Sus defensores dirán que en esta prescindencia Pelé se convierte en patrimonio de todos. No el paladín de una causa, sino el guerrero en pantalón corto de todos los brasileños y un bello rostro negro en el que los oprimidos del mundo pueden identificarse, sin necesidad que les suelte un discurso.
Sus detractores piensan, por el contrario, que, en esta falta de jugársela por valores básicos como la democracia y los derechos humanos y contra el racismo hay una ausencia gravosa. El fútbol de Pelé sería el opio de los pueblos, que aleja a los aficionados de los problemas cotidianos y las decisiones esenciales en una sociedad democrática. Pelé es para ellos objeto de admiración, pero no sujeto de la historia.
El otro muerto ilustre es Joseph Ratzinger, quien adoptó el nombre de Benedicto XVI cuando fue elegido Papa en 2005, e impactó al mundo cuando renunció al papado ocho años después.
Respetado teólogo, admirado brazo derecho de su antecesor Juan Pablo II, temido jefe de la Congregación para la Doctrina de la Fe, antiguo Santo Oficio, inició cambios profundos y se enfrentó a desafíos de calado en la Iglesia. Su conservadurismo y ademán calmado lo diferencian de su carismático antecesor y su sorprendente sucesor.
También su ascenso fue una sorpresa: tranquilamente, en las sombras, había moldeado las políticas de su antecesor. Juan Pablo II fue una figura central, sin la cual no se entienden los grandes cambios de finales del siglo XX, como el auge y las crisis de la teología de la liberación en Latinoamérica o la caída del Muro de Berlín en Europa.
En su obituario, publicado tras su muerte el 31 de diciembre (dos días después de Pelé), Ian Fischer y Rachel Donadio del New York Times lo definen así: “Benedicto XVI, el papa emérito, un erudito silencioso de intelecto firme que pasó gran parte de su vida haciendo cumplir la doctrina de la Iglesia y defendiendo la tradición antes de conmocionar al mundo católico romano al convertirse en el primer papa en seis siglos en renunciar, murió el sábado. Tenía 95 años.”
¿Sería muy arriesgado comparar a su predecesor y su sucesor - Juan Pablo II y Francisco – con Maradona, tremendamente populares, innovadores en su trato con los medios, activos en debates actuales y partícipes de la política de su tiempo?
¿Y acaso emparejar a Benedicto como Pelé, un modelo más callado, conservador, atento a las normas en las que fue educado, deseoso de conservar un mundo en peligro de caerse en pedazos?
En los mismos días de comienzos del año en que Pelé era velado ante miles de admiradores en el estadio del Santos, el club en el que militó prácticamente toda su carrera (nunca jugó en un club de Europa), miles de fieles acudían al funeral de Benedicto en el Vaticano, la sede de la Iglesia a la que sirvió toda su vida y en la que ejerció un enorme poder, siempre en Europa (en Italia y su natal Alemania).
Ese apego a las instituciones donde fueron formados es algo poco común hoy en un futbolista y un líder religioso. Ese centrarse ambos en su rincón del mundo – una ciudad brasileña, un enclave católico en la vieja Europa – es hoy inusual.
La inmovilidad hizo a estos hombres figuras mundiales.
Y el no moverse en términos doctrinarios, defendiendo una forma tradicional de entender la vida, el deporte o las creencias, los transforma para sus nostálgicos en paladines de lo permanente en un mundo en constante movimiento.
No habrá un nuevo Pelé, no surgirá en el fútbol alguien como él. No solo por sus virtudes como jugador, sino por vida, alejada de lo que hoy son las estrellas. Tras dejar la práctica del fútbol no se convirtió en entrenador, ni dueño de clubes, ni estrella de la televisión. Tras su breve paso por el ministerio del deporte, Pelé se dedicó a ser el recuerdo de Pelé para sus compatriotas.
Y no habrá otro Papa como Benedicto, que anunció su dimisión (la noticia más asombrosa en la Iglesia desde 1415) en latín y de forma oblicua, como si el mundo fuera todavía el orbe católico que pudiera entender gestos de otra época. Sus citas y gestos que ofendieron a judíos, musulmanes y ortodoxos y por los que continuamente tenía que pedir perdón son, vistos desde su cerrado tradicionalismo, muestras de incomprensión de cómo un mundo que se aleja de sus dogmas lee a un personaje anticuado.
Incluso su elección de vestimenta se veía como extraña, en comparación con la imagen más actual de su sucesor.
Al final, la imposibilidad de lidiar con crisis actuales – los escándalos económicos y sexuales de su grey – hicieron al más tradicionalista tomar una decisión sorprendente.
El mundo de Pelé y de Benedicto ya no existe. Yo creo que es buena la apertura al cambio, la vitalidad de adaptarse a lo nuevo, el moverse, el mostrar distintas caras. Yo no quisiera volver al mundo de Edson y de Joseph.
Y, sin embargo, al recordar sus figuras señeras, queda un regusto a extrañar lo perdido, a lamentar la desaparición ineludible de lo que se resistía al cambio y creaba a su alrededor un campo de fuerza que uno siempre sabía dónde estaba.

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6 de febrero de 2023
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Con nuevos textos, se reedita el ya clásico ‘Mejor que ficción’, de Jorge Carrión

I

A comienzos de siglo, el gran viajero Martín Caparrós recorrió el mismo camino que había hecho cien años antes Henry Morton Stanley en busca del mítico explorador David Livingston, quien se había perdido en el corazón del África indómita. Entre Zanzíbar y Tanganika, entre los descendientes de quienes se salvaron de ser llevados a América como esclavos, Caparrós descubre la palabra-mantra para su crónica: “pole pole”
“Pole pole parece ser el concepto mágico del weltanshauung swahili: se podría traducir libremente como tranqui, para-qué-calentarse, take it easy. Se lo puede pensar como una manera de saber vivir sin apremios o resignarse a los ritmos posibles, o como una forma de resistencia pacífica”, dice Caparrós en medio de su recorrido, en el que termina escuchando de un desolado africano la idea espantosa de que los descendientes de los esclavos llevados a América les fue mejor que a ellos, los afortunados que se quedaron a hundirse en el drama del África actual.
El texto de Caparrós es puro “periodismo pole pole”. Tranquilo, lento, ajustado a sus propias necesidades, resistencia pacífica al periodismo rápido, de asuntos importantes y personas famosas. Así puede encontrarse a la sombra de un árbol en medio del calor africano con el descendiente de los que no fueron esclavizados, que al escuchar que su contertulio venía de América, pensó en la única América que conocía por la televisión y las películas, donde los negros son ricos y felices.
Esta crónica es la última de la antología Mejor que ficción, que Jorge Carrión publicó en 2012 en Anagrama y que este año rescata la flamante editorial mexicana Almadía. Con 25 textos, y autores de Argentina, Chile, Perú, Colombia, Ecuador, Venezuela y España, es muy variopinta, hasta desconcertantemente dispersa. Pero si algo tienen en común todos estos textos es el gozo y el dolor de la lentitud, el intentar seguir la ruta que pide el tema, los personajes, la sensibilidad y la propia voz de cada autor. No hay fórmulas aquí: hay pole pole.

II

En 2012, después de casi cuatro décadas de publicar libros de periodismo literario, la editorial Anagrama de Jorge Herralde publicó por fin una antología de crónicas de España y América Latina para demostrar la vitalidad y capacidad de asombro de un género en auge.
Por un lado, el libro extendía a todo el ámbito hispanohablante a cronistas latinoamericanos ya famosos en sus países. Estaban allí Leila Guerriero con su acuciosa historia del Equipo Argentino de Antropología Forense, que trajo luz y justicia a la investigación de violaciones a los derechos humanos; Juan Villoro, con ensayo narrativo sobre el Japón posmoderno y perenne; Alberto Salcedo Ramos con uno de sus hilarantes retratos costumbristas del interior profundo de Colombia; y Pedro Lemebel, con un ejemplo de su prosa popular y barroca, poética y punzante, delicada e inimitable.
También traía nuevas voces, que llegaban a la crónica no desde la ambición literaria sino desde los ojos enrojecidos de las salas de redacción. Ahí estaban la venezolana Maye Primera, con un retrato escalofriante de la miseria en Haití; Alberto Fuguet con una extraña entrevista al vendedor de películas copiadas ilegalmente que se veía como héroe cultural; el viajero Juan Pablo Meneses, a quien el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York pilla en un viaje en pareja a Estambul y se encierra a entender un mundo en llamas; Edgardo Cozarinsky, quien peregrina al Tánger de Paul Bowles y desentierra un fascinante ejército de fantasmas con un estilo sedoso, bruñido.
Pero había más: estaban los europeos. Mientras en la vereda de Alfaguara se publicaba una voluminosa Antología de crónica latinoamericana actual, en las cultas manos del poeta colombiano Darío Jaramillo, con muchos de estos mismos autores del Nuevo Mundo, el volumen de Carrión mezclaba estas voces americanas con plumas catalanas como Jordi Costa o Guillem Martínez. En ellas la mirada era hacia adentro: estos peninsulares hablaban de su propia infancia en la grisura franquista, se burlaban del auge económico de un país que se creía paladín de Europa, jugaban con la lengua de los diarios y la pedantería de los eruditos. Más que el “qué”, brillaba en esos textos el “cómo”.

III

Pasaron diez años, y la crónica creció. En primer lugar, el mismo Carrión se convirtió en adalid de nuevas formas de contar y en ejemplo egregio de esas narrativas vanguardistas: en esta década extendió su hacer al podcast (su serie Solaris ganó un Ondas), al cómic de no ficción (innovó con Los vagabundos de la chatarra) y se convirtió en maestro de la preservación de saberes viejos (Librerías) y la creación de nuevas narrativas (Teleshakespeare). Y continuó su serie de novelas con una obra maestra que pinta una distopia tecnológica que analiza y fabula el presente (Membrana).
Ahora que ahonda en la ficción, le pregunté si sigue pensando que las crónicas son “mejor que ficción”.
“Yo diría que vivimos en tiempos documentales”, me contestó. “La crónica en la literatura se ha canonizado (el Nobel de Svetlana Alexievich, el Cervantes de Elena Poniatowska), como lo ha hecho el documental en el cine (el reciente León de Oro de Venecia), mientras el público se ha acostumbrado a la no ficción digital (series, podcast, redes sociales) y a los reality shows y a los selfies. Me sigue pareciendo más difícil escribir crónica y ensayo que ficción. Y es que la realidad crea personajes que en una novela podrían parecer inverosímiles o mal construidos, como Vladimir Putin, sin ir más lejos”.
Desde esa atalaya de creador y observador, con la editorial mexicana Almadia, que aterriza en España con esta reedición, Jorge Carrión vuelve a su antología inicial y agrega cinco piezas nuevas.
Todas son de mujeres, que eran notable minoría en la primera colección (cinco de 20). Ahora son 10 de 25: se añadieron tres mexicanas (Marcela Turati, Cristina Rivera-Garza y Eillen Truax), una ecuatoriana (Sabrina Duque) y una cubana (Mónica Baró). Salvo Duque, que brilla con el precioso perfil de un artista sonoro que crea paisajes para escuchar y no soporta el ruido, las demás historias abrevan en los horrores de una Latinoamérica herida. Los desaparecidos y quienes los buscan, las mujeres asesinadas, los pobres obligados a demoler sus casas para gloria del poder (un tremendo retrato de Baró sobre la revolución fracasada en Santiago de Cuba).
Gustavo Cruz Cerna, el editor de Almadia, me explica: “La antología de Carrión condensa perfectamente nuestra concepción de esta tradición de la escritura en español, con los elementos comunes, pero conservando la enorme diversidad que hay entre los hablantes de esta lengua nuestra. Además, el mapeo realizado hace diez años, puesto en contraste con nuestro presente, revela mucho sobre la evolución del periodismo en un periodo de tiempo que, aunque breve, ha representado cambios radicales”. Tras las dos introducciones, que son toda una lección de erudición y síntesis, se desparraman los 25 textos. Los viejos con los nuevos, en amigable amasijo.
No busque la atenta lectora, el amable lector, ningún orden o emparejamiento. Viajamos de la anécdota personal a la explicación de un sistema económico perverso, de un estilo de “diario de referencia” al de un diario personal, de la explosión de una prosa poética alucinada a la austeridad verbal donde nada siente el autor y todo debe surgir en imaginación de sus destinatarios.
Si se recorren los textos en orden, pueden provocar un alegre mareo: no hay una tradición, ni una unidad de estilos o miradas, ni siquiera la vastedad armoniosa de lo que se encuentra en revistas como The New Yorker, Gatopardo, Etiqueta Negra, El Malpensante y la revista dominical de La Vanguardia. Así, en ese sorprenderse al encontrar lo que no estábamos buscando, está lo que creo que es la magia del “periodismo pole pole”: escapar de lo que hace la mayoría de los medios de hoy, que encuentran lo que iban a buscar, y caer en lo inesperado.
¿Mejor que ficción? Quién sabe… también la ficción ha extendido sus márgenes y dinamitado sus bordes, como bien sabe Carrión. Pero de lo que no hay duda es que, como en el mapa imposible de Borges, con esta antología ampliada las voces, los temas, los caminos y estilos de la crónica cubren una superficie tan amplia como su territorio.

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17 de enero de 2023

La final del Mundial en la residencia del embajador argentino.
Foto de Emilia Shabnam, Depto. de Prensa de la embajada

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El que no salta

Recuerdo perfectamente cuando escuché por primera vez el himno que desde entonces me representa.

Era adolescente, vivía bajo dictadura militar, se jugaba el Mundial de 1978 en mi país y todos saltaban felices por el triunfo. En la final y después, en las calles, entre banderas y cornetas, se cantaba “El que no salta es un holandés”.

Holanda era la selección a la que le habíamos ganado la final de ese mundial, en un estadio abarrotado a pocas cuadras de la Escuela de Mecánica de la Armada, donde se torturaba a los prisioneros políticos.

Y yo mientras escuchaba un casete grabado de otro casete que me pasó un amigo del colegio. Y ahí estaba. Mi himno, el de la patria común de los que no siguen las órdenes de la corneta militar ni las arengas pomposas de los que se escudan en el nacionalismo para ocultar sus intenciones oscuras.

Lo compuso y lo sigue cantando para los inconformes del mundo Georges Brassens, y se llama La mala reputación. Hay una versión gamberra y exacta que tradujo y canta Paco Ibáñez, otro juglar anarquista.

Cuando la fiesta nacional
Yo me quedo en la cama igual,
Que la música militar
Nunca me pudo levantar.
En el mundo pues no hay mayor pecado
Que el de no seguir al abanderado
Y a la gente no gusta que
Uno tenga su propia fe

Yo estaba escuchando ese casete en mi cama, y me vino la iluminación, como le viene a un adolescente que busca su propio camino, “su propia fe” y se convoca a sí mismo a una revolución pacífica y solitaria.

Desde entonces, supe cuál era mi lugar. Yo era el que no salta. El que no sigue al abanderado, el que no sigue la consigna de los que mandan. Mundial y Dictadura fueron para mí desde entonces la misma cosa. La estupidización de las masas, el cantar y saltar todos a una, no para expresar la propia alegría sino para censurar y basurear al que no se une a la alegría obligatoria, dictatorial.

Desde entonces, el que no salta soy yo.

Con Brassens y Paco Ibáñez, yo iba a estar siempre en el bando de los insumisos. Tres años más tarde, en el servicio militar obligatorio, a la mañana del primer domingo de la instrucción, el capellán naval, un cura con pistola al cinto, que venía de cumplir funciones en la Escuela de Mecánica de la Armada, convocó a todos los conscriptos a misa. Y ordenó que los que no fueran sufrieran un duro castigo.

Recuerdo esa mañana, y las siguientes mañanas de domingo durante la instrucción. Con silbatos y golpes corrimos hasta la extenuación, nos tiramos al barro, hicimos miles de flexiones, corrimos otra vez. Al que no podía levantarse, lo ponían al medio y los otros teníamos que pegarle, porque por su culpa debíamos seguir corriendo.

Nunca pensé que los católicos o los que fueron a misa para evitar el castigo fueran culpables de nada. ¿Quién puede juzgar al que cree o al que tiene miedo en el cuartel en dictadura? Pero los represaliados, los otros – ateos, judíos, musulmanes, testigos de jehová, hare krishna, quién sabe qué – los que no íbamos a la misa del capellán naval, esos eran mis hermanos.
Los míos. Los que no íbamos a misa. Los que no saltábamos.

Después me mandaron a la guerra de Malvinas (sí, yo soy uno de los “pibes de Malvinas que jamás olvidaré” de la canción de este Mundial). Volví más pacifista, más anarquista, menos seguidor de la corneta militar. Decidí entonces que mi patria iba a ser la humanidad y los valores humanistas.

Nunca seguí un Mundial. Me alegré por la victoria argentina en México 86, pero lo vi más como un borrar la vergüenza del triunfo sucio del 78. Y admiré a Maradona, un chico pobre que cumplía el sueño y traía la alegría a gente que yo quería. Eso era suficiente.

Después todos los mundiales me tocaron fuera del país. Viví en Costa Rica, en Nueva York, en Barcelona, ahora en Chile.

Y ahora, en este diciembre de 2022… ahora es distinto. Ahora me siento convocado. ¿Cambié?

Voy contento a ver todos los partidos de mi selección en los jardines de la residencia del embajador argentino en Chile, Rafael Bielsa, un hombre culto y abierto a escuchar, que decidió que sus compatriotas serían bienvenidos en su casa. Me mezclo con decenas de jóvenes con camisetas de la selección, gritamos, saltamos, cantamos el himno, nos angustiamos cuando ataca el otro equipo, nos admiramos por la destreza de Messi.
Saltamos y nos abrazamos. Me siento con Carmen y Laura, mi familia chilena, en casa. Ya no guardo la bronca de la dictadura. Detesto a los que la defienden, pero desde la calma, desde una paz lograda por años de trabajos y diálogos con los distintos. Y encontré mi identidad de argentino estilo Brassens, estilo Paco Ibáñez. Sin insultar a nadie, viviendo con alegría la fiesta popular.

Eso sí, cuando cantan “El que no salta es un inglés”, yo no salto, no canto.

Los que animan a los jugadores y celebran a Diego y a Lionel sí son los míos. Pero que cada uno salte si quiere. Jamás voy a ser de los que persiguen a los que no se paran a cantar el himno, a los que no siguen al abanderado. Mi patria es tanto la de los que respetuosamente se hacen a un costado, y quieren estar solos, como la de los que alegremente quieren pertenecer, el abrazo buscado y querido.
Por eso, aunque suene contradictorio, yo sigo siendo el que no salta.
Y soy también el que acá está, saltando, en este bello jardín, feliz y porque quiero.

Publicado en el medio digital argentino Infobae después de la semifinal del Mundial de Catar, el jueves 15 de diciembre de 2022.

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22 de diciembre de 2022

Ambiente en la final del Mundial en la residencia del embajador argentino en Santiago.
Foto: Carmen Sepúlveda

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Una final del mundo en la casa del embajador

Las embajadas y las residencias de los embajadores son legalmente territorio del país que representan, como si fuera una tierra fuera de lugar. Muchos no lo saben y para mí no significaba nada hasta ahora.
Pero algo extraño y maravilloso pasó en estos días en el centro de Santiago de Chile. En este mes mágico, los verdes jardines, poblados de árboles frondosos que lanzan florcitas amarillas de la residencia del embajador argentino se transformaron en suelo de la patria de los argentinos que vivimos en Chile.
Como argentino que vive y trabaja feliz en Santiago, como vecino de ese edificio señorial que lame la Zona Cero del Estallido, por Vicuña Mackenna a pasos de Plaza Italia, durante el mundial la casa de Rafael Bielsa fue también la mía y la de decenas de compatriotas.
Todo empezó cuando unos 300 argentinos recibimos la invitación a ver el segundo partido del Mundial, el Argentina-México, en el la casa del embajador. Yo pensaba que iba a ser una ceremonia de corbatas y sillones en el auditorio, y me encontré con una fiesta de pantallas gigantes en el jardín, con choripán y Cocacola.
Éramos unos 50, y me gustó tanto que decidí volver, aunque no soy futbolero y vi muy poco de los mundiales anteriores.
Para el duelo con Polonia ya éramos más de 100, y las pantallas se movieron al fondo del jardín. Rafael Bielsa, fanático del fútbol y de su Newell’s Old Boys, pasión que comparte con su hermano menor, Marcelo, el recordado entrenador de la Roja chilena, me dijo que su misión era abrir la casa a todos los argentinos. Los funcionarios de la embajada me confirmaron que estos festejos populares no se veían en tiempos de otros diplomáticos.
Vino el partido de octavos de final contra Australia y el jardín se llenó, aparecieron las medialunas con dulce de leche, y el perro del embajador, un majestuoso Golden que lucía orondo la camiseta de la selección, se adueñó del espacio y correteó con los perros que traían varios hinchas.
Y llegó la etapa de cuartos y semis, a todo o nada. El partido con Países Bajos tuvo un final de infarto que cimentó la relación de la hinchada argentina con su selección en todo el mundo, y en el jardín de Vicuña Mackenna provocó un estallido de bombos y platillos, con la esposa del embajador bailando feliz con la hinchada. En mis casi 30 años por el mundo, nunca había vivido una escena similar en las embajadas de mi país. En vez de tomar el micrófono y atribuirse el éxito del convite, Bielsa se paseaba tranquilo por el césped o, en los últimos partidos y aquejado de los efectos del Covid, veía el partido en su habitación, mientras una multitud vociferante saltaba en su jardín.
La semifinal ante Croacia, el partido más plácido de todos, fue una fiesta colectiva. Ya nos conocíamos: la señora con el penacho de plumas celeste y blanco en la cabeza, el muchacho con el bombo que combinaba el escudo del Racing Club de Avellaneda con el cóndor y el huemul de la enseña chilena, las chicas rubias que saltaban y prometían su amor a los jugadores de la pantalla, el ‘sacado’ que insultaba al árbitro, como si pudiera escucharlo.
Y minutos antes del intervalo, se esparcía de entre los árboles el invitante humo de los choripanes y empezaba a poblar las mesas del jardín los cuencos con el inimitable chimichurri de los asados rioplatenses.
Y llegó la gran final. Se tuvo que cerrar la inscripción online porque ya eran más de 800, y desde una hora antes del partido había colas en las afueras de la puerta de hierro del predio. Éramos casi mil. La esposa del embajador lucía una camiseta con la discutida y festejada frase de Leo Messi después del partido con Países Bajos: “Qué mirás, bobo”.
Los funcionarios de la delegación, con camisetas de la selección argentina, iban y venían con cajas (ya no bandejas) de choripanes. Cuando Francia empató al final del partido y otra vez al final del alargue, se sentía como si estuviéramos en el estadio: gritos, cantos, bombos, aplausos, lágrimas, sufrimiento.
Y ganamos, y se desató la danza colectiva, mucho más catártica por lo que sufrimos al final. Tres canales de televisión se acercaban a los festejantes, que no tenían palabras, después de 36 de esperar la copa del Mundial.
El último triunfo, en México 1986, había sido un año antes de que naciera Lionel Messi.
Y salimos a la calle, y ahí estaba la verdadera fiesta: cientos de argentinos habían inundado Vicuña Mackenna con más bombos, y banderas y camiseta de al menos cuatro equipos del país, más camisetas de Messi (casi todas) y de Di María y De Paul. Se hicieron las cuatro, las cinco, y seguían llegando de todos lados con banderines y ‘remeras’ celeste y blanca a bailar la canción de La Mosca (“Muchachos, ahora nos volvimo’ a ilusionar…”), y a gritar Argentina, Argentina, y hasta a desgañitarse cantando el Himno nacional.
Cuando pensé que esa alegría desatada frente a la residencia y el consulado eran el ojo del huracán de los festejos argentinos en Santiago, camino hacia la Plaza donde estaba la estatua de Baquedano… y ahí había más hinchas, más banderas, más bombos y más “Muchachos”. ¡La plaza estaba inundada!
En las redes me llegan celebraciones de todo el mundo, pero esta del epicentro de las protestas y los festejos de los chilenos, me dejaron turulato. Nunca pensé que había tantos argentinos en Santiago, ni que nuestra victoria querida y merecida fuera acompañada con tanta alegría por nuestros amigos trasandinos.
La adusta sede del embajador fue la casa de los argentinos en un enloquecido mundial que nos hermanó pese a tantas diferencias internas. Y por un día, la Plaza Dignidad fue la de nuestra alegría compartida con los chilenos y todos los latinoamericanos.
Hoy somos campeones. Y los argentinos de acá estamos doblemente en casa.

Esta crónica se publicó el domingo 18 de diciembre de 2022 en la revista digital chilena El Desconcierto

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19 de diciembre de 2022

Yago Hortal - Il Trittico. 2022. Acrílico sobre aluminio. Cuadro para el libro de Amics del Liceu. Temporada 2022-2023

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Muerte, sueños rotos y dinero: Temas eternos y contemporáneos en el Trittico de Puccini

 

Fue un gran honor: me invitaron a colaborar como uno de los escritores melómanos en el libro de la temporada 2022-2023 de los Amigos (Amics) del Gran Teatre del Liceu de Barcelona. Cada año, un gran artista (esta vez Yago Hortal) pinta los títulos de la temporada, y una pareja de ensayista-crítico musical escribe sobre cada espectáculo. A mí me tocó el grupo de tres óperas cortas de Giacomo Puccini, y me lancé sobre lo moderno y lo eterno en sus temas. Recuerdo cómo lloré y reí cuando lo vi por primera vez en el Met de Nueva York. Publico mi visión de Il trittico en mi blog, ahora que se levanta el telón en el Liceu para los dramas de Giorgetta y Angelica y los engaños de Gianni, el bribón.

Lo primero que llama la atención es el nombre. No es una trilogía, como El señor de los anillos. Giacomo Puccini quiso que sus tres óperas cortas llevaran el nombre pictórico de Tríptico. Como los retablos medievales, como El jardín de las delicias de El Bosco. Un espectáculo para apreciar como un conjunto. Y, sin embargo, no había pasado una década desde su estreno en 1918 en el Metropolitan de Nueva York, cuando ya la estaban despiezando.
La primera, Il tabarro (El abrigo), es un dramón verista donde el marido celoso termina asesinando al amante de su esposa, como en I Pagliacci y Cavalleria Rusticana. Habitualmente es programada junto con alguna de estas dos, para variar.
En la del medio, la tragedia ambientada en el siglo XVII Suor Angelica, una muchacha se embaraza fuera del matrimonio y su familia la encierra en un monasterio. Al recibir la cruel noticia de que su niño ha muerto, se suicida. En el Liceu se la vio por última vez en 2014 junto con Il prigioniero de Luigi Dallapiccola.
Y la tercera, Gianni Schicchi, es una comedia de enredos en que un pícaro arribista convence a los nobles familiares de un rico que había legado su fortuna a la Iglesia de hacerse pasar por el muerto para darles a ellos la fortuna… y termina legándose la parte principal a sí mismo. Está basada en un personaje de La divina comedia y ambientada en la Edad Media. La última vez que se la vio en el Teatro Real fue en una puesta de Woody Allen ambientada en la época de El padrino, y pareada con Goyescas de Enric Granados.
Puccini había conseguido un éxito tremendo con Tosca en 1900. Quiso desafiarse en algo nuevo, y eligió una estructura que remitiera a las tres partes de la obra maestra del Dante: Infierno, Purgatorio y Paraíso. Para la primera, se basó en la tragedia La Houppelande de Didier Gold, que había visto en París en 1912. Al año siguiente Giuseppe Adami ya había escrito el libreto y Puccini se puso a la obra. La terminó en 1917, pero le faltaban las otras dos partes. Fue el entusiasmo de otro libretista, el joven Giovacchino Forzano, que proveyó al maestro de los libretos del resto del Trittico.
A primera vista, estas historias no tienen punto de unión: ni de lugar (el París de los pobres, una abadía en las montañas, la Florencia de los ricos) ni de tiempo (van hacia atrás, desde la época de La bohéme a la de La traviata para terminar en la Edad Media). Pero encuentro tres temas centrales que atraviesan como estrellas fugaces los tres libretos y el espíritu cromático de las partituras, como golpes impresionistas de pincel, como si de verdad fuera este Trittico tres cuadros que dialogan ante la mirada del espectador.
El primer tema es el asunto eterno de la ópera: la muerte. Antes del comienzo de cada obra, hay una muerte que determina el desenlace: Giorgetta y Michele, los infelices esposos de Il tabarro, han perdido un hijo y desde entonces no tienen paz, ni alegría, ni forma de conectarse entre sí. Es el hecho determinante de su distanciamiento, que ninguno de los dos puede superar. Ella busca un amante y él lo mata. También Suor Angelica tiene una muerte antes de comenzar la acción, solo que la monja no lo sabe. Cuando la tía le dice con cruel frialdad que su hijo murió, antes de obligarla a renunciar a su herencia, a Angelica no le queda otra salida que el suicidio. Y en la comedia que cierra el trío, la muerte de Buoso Donati desencadena toda la trama. El hecho de que desde el comienzo de la acción el cadáver del rico florentino yazga en su cama, mientras sus deudos solo piensan en la tajada que les tocará, da un vuelco a la idea de la muerte como algo trágico que envenena a los vivos. Aquí es un grito de vida salvaje después de tanta tragedia.
El segundo tema son los sueños vanos, rotos, imposibles. Michele sueña con recuperar a su mujer, mientras ella sueña con escapar con su amante. Angelica sueña con volver a ver a su hijo. Los familiares de Buoso Donati sueñan con repartirse el palacio del viejo avaro. Son sueños condenados de antemano. Al final nadie se sale con la suya… excepto el personaje más cínico quien, sin embargo, como dictaminó el Dante Alighieri, termina peor que todos los demás: ardiendo en el infierno.
Y el tercero es el tema que hace a Puccini el primero compositor del siglo XX. En sus óperas brilla el dinero, o su ausencia. Pinkerton compra a Cio Sio San en el mercado de niñas de un país empobrecido. Los artistas de La boheme tienen que quemar las páginas de sus versos y partituras para no morirse de frío, y es la miseria la que mata a Mimí. Tosca pretende comprar la libertad de Mario con sus ganancias de cantante, hasta que entiende que Scarpia quiere otra cosa. Y en los tres argumentos del Trittico quien manda es el poderoso caballero. Michele condena a todos al ofrecer trabajo a Luigi, el amante de su esposa, para que no sufra hambre. La tía de Angélica la hunde en el abismo al ir a exigirle que ceda su herencia. Y es la herencia del difunto Buoso la que deja al aire la verdadera naturaleza, avariciosa y egoísta, de todos los personajes de Gianni Schicchi.
El Puccini que compone esta reflexión sobre los abismos del alma humana es el compositor más rico de su época. Ya no sufre penurias, pero quiere reflejar lo que lo rodeaba: la deshumanización de los sentimientos, el horror de Primera Guerra Mundial, el colonialismo feroz, el capitalismo salvaje que engulle niños pobres.
Los admiradores de las grandes historias de amor de Puccini suelen mirar en menos esta extraña trilogía sin aparente ilación. Sin embargo, es en los caminos de la muerte, la derrota de los sueños y el reinado del dinero que encuentro la solución del enigma y la razón de la importancia que daba el compositor a presentarlas juntas, como se verán esta temporada en el Liceu.
El Trittico es el preciso y aterrador Jardín de las delicias con el que el gran Puccini pintó los males de su tiempo. ¿Y el nuestro?

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12 de diciembre de 2022
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