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Escrito por

Roberto Herrscher

Roberto Herrscher es periodista, escritor, profesor de periodismo. Académico de planta de la Universidad Alberto Hurtado de Chile donde dirige el Diplomado de Escritura Narrativa de No Ficción. Es el director de la colección Periodismo Activo de la Editorial Universidad de Barcelona, en la que se publica Viajar sola, director del Premio Periodismo de Excelencia y editor de El Mejor Periodismo Chileno en la Universidad Alberto Hurtado y maestro de la Fundación Gabo. Herrscher es licenciado en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y Máster en Periodismo por Columbia University, Nueva York. Es autor de Los viajes del Penélope (Tusquets, 2007), publicado en inglés por Ed. Südpol en 2010 con el nombre de The Voyages of the Penelope; Periodismo narrativo, publicado en Argentina, España, Chile, Colombia y Costa Rica; y de El arte de escuchar (Editorial de la Universidad de Barcelona, 2015). En septiembre de 2021 publicó Crónicas bananeras (Tusquets) y su primer libro colectivo, Contar desde las cosas (Ed. Carena, España). Sus reportajes, crónicas, perfiles y ensayos han sido publicados The New York Times, The Harvard Review of Latin America, La Vanguardia, Clarín, El Periódico de Catalunya, Ajo Blanco, El Ciervo, Lateral, Gatopardo, Travesías, Etiqueta Negra, Página 12, Perfil, y Puentes, entre otros medios.

 

Fito Páez en el Movistar Arena de Santiago. 2-12-22 ©Bastián Cifuentes Araya

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Las tres edades de Fito Páez

 

Con electrizantes versiones de sus himnos más recordados y una comunión amorosa con el público chileno, el rockero argentino sacudió la noche de Santiago en un único concierto. Repasó en orden todas las canciones de El amor después del amor a 30 años del disco más vendido del rock trasandino, y viajó hacia atrás y adelante en su carrera con la potencia intacta.

Hace tres décadas, El amor después del amor confirmó al rosarino Rodolfo (Fito) Páez como el genuino heredero del gran Luis Alberto (el Flaco) Spinetta como exquisito creador de letras simbolistas y armonías complejas, y de su ídolo Carlos Alberto (Charly) García como creador de melodías indelebles y frases que se pegan en la memoria.
Pocos discos aguantan salir a rodar varias décadas después y que tenga sentido que se presenten sus temas en el orden que un público fiel guarda celosamente en la memoria. Pienso en la penúltima gira de Joan Manuel Serrat antes de su despedida, volviendo a la vida su Mediterráneo tal cual nació hace medio siglo.
Pero Fito no vino a jugar con la nostalgia: en sus juveniles 59 (sí, sabemos que es “del 63”), sino a “rodar su vida” con versiones que pusieron más potencia, más velocidad, más rock en sus viejos éxitos.

Blanco y negro serpiente de cascabel
Lo primero que me llamó la atención, apenas emergió micrófono en mano después de cantar tras bambalinas la primera estrofa del himno al amor que da nombre al disco, fueron los zapatos, en sinuosas franjas de blanco y negro, que se movían en el escenario como dos irónicas serpientes de cascabel.
Los zapatos iban a juego con las rayas de su camisa y el color crema de un elegante saco y un movedizo pantalón, y con los anteojos oscuros y redondos desde los que dirigía a la potente banda que tocaba casi todas las canciones como si fueran los últimos cinco minutos de una final del mundial.
El público que colmó el Movistar Arena tardó poco en levantarse de sus asientos y cantar a voz en cuello los himnos que casi todos se sabían de memoria (o de corazón, by heart, como dice la expresión tan certera en inglés).
En Tráfico por Katmandú todos bailaban, y sobre todo un padre en la primera fila, con una niñita ululante sobre sus hombros. En Pétalo de sal se prendieron miles de luces de celulares que se movían a ritmo, como un cielo invertido y musical. En A rodar mi vida, en cada fila se reboleaban camisetas, abrigos y pañuelos en una íntima y compartida comunión.
Desde una inusual posición, al costado y casi sobre el escenario, se veía a un Páez que cantaba con emoción, se paraba a bailar con sus fans de ahí abajo, se sentaba a tocar el piano arrebatado, dirigía a sus nueve músicos como un director sinfónico.
Con el bramido del trombón, trompeta y saxo, el incisivo maullido de la guitarra eléctrica, el estertor frenético de la batería al acercarse el final de las canciones, aleteaba sus largos brazos y movía las mariposas de sus dedos para marcar el último compás.
Su sabiduría musical se desplegó en los momentos lentos, como el guiño al folklore de Detrás del muro de los lamentos, y su sorprendente don melódico, en pegadizos rocanroles como La rueda mágica. El disco mantiene su sorpresa después de treinta años, y Fito y su público de siempre lo vivieron como si fuera la primera vez.

Verde loro
Tras una breve pausa, vinieron los destellos de otras vidas. El mago salió a escena todo de verde: verde el saco el pantalón, verde más oscura la camiseta, verdes las zapatillas que esta vez se movían como orugas bailarinas. Me costó ver la coronación de ese cambio de vestimenta: también habían cambiado los anteojos, de marco verde loro.
Se lanzó con furia a El diablo de tu corazón y otra vez todos de pie y coreando como si su ídolo hubiera metido un gol. Con 11 y 6, la multitud de la platea y los cerros de asientos se cantó la vida. Y en Circo Beat el carismático cantante, transformado en director de multitudes, dividió a los asistentes en los de su derecha, a los que instruyó para que cantaran un “woo hoo”, rollingsonesco según mi amigo y gran melómano Arturo Ledezma. A los de su izquierda nos tocaba el refrán “Circo Beat”.
Nos estábamos divirtiendo como colegiales. Se despidió, pero sabíamos que iba a volver.

Rojo frutisha
Y volvió, vestido de rojo frutisha, desde los zapatos y el pantalón movedizo hasta el saco flamígero y, por supuesto, los nuevos anteojos. Así, desatados todos, concluimos que Dar es dar, y terminó la comunión con Mariposa tecknicolor, en una versión potente, donde la sutileza del arreglo que permite entender la letra en el disco dio lugar a un gritado himno colectivo, que en su fuerza para sacudir los cuerpos representó el espíritu fiestero y transformador de todo el concierto.
Al final, las tres vestimentas se me hicieron un símbolo de las tres épocas del chico flaco que movía extrañamente su cuerpo, hoy rotundo en su piel al borde de sus sesenta. Primero fue el creador introspectivo y sutil, después el exitoso showman que llenaba estadios, y ahora, desde la madurez vital de mariposa danzante, las dos cosas en una.
El espectáculo de Fito Páez y su banda fue un bello reencuentro, una fiesta de arte y entrega. Cansados como él de tanto bailar, con todas las luces prendidas, sus fans le gritaban “gracias”.

Esta crónica fue publicada en Terra Chile el 3 de diciembre de 2022

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6 de diciembre de 2022

Il trovatore, puesta de Alex Ollé en el Liceu. Foto de Ruth Walz

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La Primera Guerra Mundial revive en los teatros de ópera y el cine

Trincheras. La espera interminable de una guerra absurda. Máscaras de gas, para no morir envenenados. Miles de cuerpos pudriéndose en el barro. Una generación exterminada. El fin de una era. La Gran Guerra.

Ya no queda ningún sobreviviente de la llamada Primera Guerra Mundial, que enfrentó a las principales potencias europeas y a millones de ciudadanos de sus colonias, enviados entre 1914 y 1918 a los frentes de batalla como carne de cañón. Fue la última guerra a caballo y con sables y mosquetes. Fue la primera con tanques y aviones. La primera cuyas fotos llenaban las páginas de los diarios. La gran guerra de la poesía pacifista, escrita por los soldados-poetas que caían como moscas después de reflejar el horror, como el gran poeta inglés Wilfred Owen, muerto en un ataque sin sentido en la última semana de la contienda.

Después vino la Segunda Guerra Mundial, Vietnam, las guerras de liberación de África, Afganistán… pero la memoria de la llamada Gran Guerra sigue viva y este año se tomará el Gran Teatre del Liceu en la puesta de Alex Ollé de una de las más populares óperas de Giuseppe Verdi: Il trovatore.

El trovador verdiano lucha contra un malvado conde en el Aragón del 1500. ¿Por qué ambientarlo en la década de 1910?

En 2017, cuando presentó esta producción en la Ópera de Roma (ya había sido estrenada en París y Ámsterdam), Ollé dijo a la agencia EFE que “el libreto es un tanto absurdo (...) porque hay situaciones de locura, muy al límite, que solo pueden suceder en un contexto de guerra”, y agregó que en la Primera Guerra Mundial “se generó un universo entre pasado y presente que nos pareció interesante (...) con un imaginario muy particular” gracias a la mezcla de “máscaras de gas, corazas y espadas, carros de combate y caballos”.

La escenografía de Alfons Flores juega con grandes placas sólidas que suben para convertirse en murallas y bajan para ser trincheras y tumbas: los soldados, con las típicas máscaras de gas que inmediatamente transportan a esa guerra, cantan, luchan y mueren como trasfondo del trío amoroso del trovador, el conde y la mujer de la que ambos están enamorados.

La acción de Il Trovatore es absurda (una madre intenta asesinar al hijo de su enemigo, pero arroja al fuego a su propio bebé), pero para Ollé esto se vuelve comprensible en un contexto de guerra. Y eligió la guerra que aún hoy es vista como ejemplo máximo de conflicto sin causas nobles, sin héroes, un aquelarre demencial que debía acabar con todas las guerras y que inició un siglo de horror.

Ya muchos directores de escena habían viajado al mismo escenario para ambientar óperas muy diversas. Hace una década, el director alemán Klaus Guth trajo al Liceu una versión del Parsifal de Richard Wagner ambientada en la misma guerra, aunque la acción transcurre en la Edad Media y Wagner murió a finales del siglo XIX. Los caballeros del Grial, en esa versión, eran heridos y alucinados de la guerra que trituró sus almas.

El año pasado, Wolfgang Tillmans trajo al teatro de la Rambla una versión del Réquiem de Guerra de Benjamin Britten (una misa de muertos en latín con poemas de Owen en homenaje a los caídos en la Segunda Guerra Mundial) ambientada en las trincheras de la Gran Guerra.

Y en 2006 el actor y director cinematográfico Kenneth Branagh produjo una ambiciosa película de La flauta mágica de Wolfgang Amadeus Mozart, que mueve la acción de un mítico Egipto antiguo a las cruentas batallas del Frente Occidental. En vez de representar a los bandos en pugna en aquel 1914, el ejército del bondadoso Sarastro era una cofradía subterránea de pacifistas que trataban de terminar con el bando pro-guerra de la Reina de la Noche, que incluía a todos los gobernantes de ambas facciones que enviaban al muere a sus pobres soldados.

¿Por qué en estos tiempos tantos directores de escena ubican historias soñadas en mundos mágicos o pasados remotos en las imágenes más reconocibles de la Primera Guerra Mundial?

Creo que en ese conflicto se concentran y condensan todos los males de “la guerra”. No es lo mismo denunciar los horrores bélicos en una lucha contra Hitler, o por la liberación de pueblos oprimidos, que los de esta guerra absurda. Los pomposos monarcas y generales de Prusia, del Imperio Austrohúngaro, de los imperios colonialistas de la Francia y la Gran Bretaña de la época no provocan hoy adhesiones: son el símbolo de las clases privilegiadas enviando a morir a los hijos de los pobres por un poco más de poder.

Y la estética de ese conflicto es ideal para un escenario: la trinchera como escenografía y metáfora, las montañas de cadáveres y las máscaras contra el letal gas mostaza, esa mezcla dramática de lo viejo y lo nuevo, la caballerosidad que fenece y la tecnología del horror que avanza. En su espanto detenido en el tiempo, la Gran Guerra esta viva como pesadilla y como anuncio de todos los horrores por venir.

En su crítica a esta versión de Il trovatore cuando se estrenó en 2015 en la Opera Nacional Holandesa, Nicolas Nguyen escribía en la revista especializada Bachtrack que los espectadores no verán ridículo el argumento en el contexto de la Primera Guerra Mundial, o de cualquier guerra. El horror individual se vuelve comprensible en el aquelarre que hunde una civilización. Lo oscuro, monocromático de la puesta en escena (alejado de la exuberancia de las típicas puestas ‘fureras’) combina con la gravedad de la historia que se cuenta.

Hace poco más de cien años, la humanidad se sumergía en un conflicto global, y no por valores como la vida, la libertad o la democracia, sino por lucro y poder. Tan espantoso fue el uso de armas químicas que desde entonces incluso en los peores conflictos la mayoría de los contendientes respetan su prohibición. Los poetas tuvieron que inventar un nuevo lenguaje para contar tal calamidad. Cuando se levante el telón este mes en el Liceu, las trincheras de Flandes volverán a teñirse de rojo para traer a nuestra conciencia una de esas historias míticas de las óperas tradicionales. Y volveremos al horror de las trincheras.

Ensayo publicado en octubre en Cultura/s de La Vanguardia

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28 de noviembre de 2022

Joan Manuel Serrat en Chile. Foto de Arturo Ledezma (Terra)

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Tras 53 años, Joan Manuel Serrat se despide de sus fans chilenos, que cantan con él la banda sonora de sus vidas

Plantado en medio del escenario del Movistar Arena, un Joan Manuel Serrat de 78 años, pura sonrisa y pocos vestigios de su antigua melena, dirige el micrófono al público y se produce el milagro. No importa en qué parte de Lucía, de Cantares, de Penélope, de Tu nombre me sabe a hierba el trovador pida la participación de sus incondicionales, el enorme pabellón se llena de voces que cantan los éxitos del catalán, que son la banda sonora de sus vidas.
En 1969, antes de las elecciones que llevaron al gobierno a Salvador Allende, Serrat ya llenaba el Teatro Municipal con su musicalización de los poemas de Antonio Machado. Desde entonces, sus presencias y sus ausencias marcaron a generaciones de chilenos. Volvió durante la Unidad Popular, se le impidió la entrada para el acto final del No en 1988, llenó estadios en la vuelta a la democracia, y presentó en Santiago casi todos sus discos desde entonces.
El público (desde veinteañeros hasta contemporáneos del cantante) llenaba el espacio desde temprano y recibió con mucha atención al joven pianista nacional Benjamín Pedemonte. Fue una excelente elección: no precedió al maestro una voz joven sino un instrumentista que desgranó temas reconocibles, desde Gracias a la vida hasta la movediza rumba catalana del protagonista de la noche Los fantasmas del Roxy.
Una ovación en la platea recibió a la ministra secretaria general de Gobierno Camila Vallejo, quien estaba del lado más joven del público, y que grabó momentos de las canciones más emblemáticas y las difundió luego en sus redes, como una fan más.
Como si fuera una declaración de principios, el concierto con que el trovador que se despedía empezó fuerte, con un llamado a la alegría: Dale que dale. Su aceitado grupo de siete músicos incluían a sus veteranos escuderos Ricard Miralles y José Mas, en piano y teclados, junto con jóvenes instrumentistas catalanes en guitarra, bajo, batería, vientos y viola.
Tomando éxitos de todas sus épocas, el maestro pareció haber seleccionado con sentido de autobiografía un repaso a su vida en canciones. Mi niñez, Romance de Curro el Palmo, Señora, Lucía, Hoy por ti, y en medio de la canción de amor maduro No hago otra cosa que pensar en ti, presentó con gracia a sus músicos.
Los que recordamos conciertos de Serrat en el siglo pasado sabemos que entonces su voz, su don melódico, la fina poesía de sus letras y los ricos arreglos lo llenaban todo. Ahora incluye proyecciones, y cada una hace reír, emociona, completa el sentido de la canción, le agrega una dimensión de arte.
Con la tremenda Para la libertad, sobre versos de Miguel Hernández, fueron murales de Banksy; con Hoy puede ser un gran día, divertidas Giocondas con guiños a raros peinados nuevos, poses feministas, mechones al viento y hasta una camiseta del club de sus amores, el Barça.
Y con su himno más perdurable, Mediterráneo, las olas que bañan la playa en la pantalla dejaban trazas de un homenaje a Paco de Lucía y una denuncia a la contaminación y el drama de los inmigrantes en pateras.
La pantalla sirvió también para los sobretítulos en castellano de sus infaltables canciones en catalán, como Pare y Por la mañana rocío, cuya letra antes recitaba traducida.
Tras dos horas de faena su voz lucía más lozana que en sus últimas apariciones, como si la gira de despedida le quitara años, o responsabilidad, o un peso de encima. Cantó a dúo la deliciosa balada de amor Es caprichoso el azar con la sorprendente voz de soprano de la violista Úrsula Amargós, y regaló a su público chileno una versión delicada, minimalista del clásico de Violeta Parra Gracias a la vida.
Para el final y los bises, canciones queridas que el público cantó afinado, ante la sonrisa complacida del autor de tanta memoria colectiva: Penélope, Esos locos bajitos y para el final, Fiesta.
“Se acabó, el sol nos dice que llegó el final…”, cantaba el músico que siempre estuvo ahí. El “¡Noooo!” del público nunca se sintió tan real, pero al mismo tiempo, gritado con la alegría que Serrat pidió al comienzo, para que la despedida no fuera triste.
Hasta siempre, maestro. Se merece este descanso en el otoño. Pero será tan extraño no saber que ya no vendrá otra visita, que ya nunca más habrá un próximo recital de Joan Manuel Serrat…

 

Esta crónica del concierto de Serrat en el Movistar Arena de Santiago el 12 de noviembre de 2022 fue publicado originalmente en terra.cl el 13 de noviembre. 

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16 de noviembre de 2022
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Mahler de principio a fin

 

Muerte o retorno. Ese es el tema que atraviesa la temporada 2022-2023 de la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Catalunya (OBC). Es el tercer nombre enigmático de una trilogía, que empezó con La Creación hace dos años y siguió con Amor y odio en la temporada pasada.
Sería lógico que esta se llamara “Muerte y retorno”. Algo así como agonía y resurrección. Después de las dificultades, la vuelta, la epifanía del reencuentro. Y, además, es el fin de una etapa para la orquesta de la ciudad, bajo la larga dirección del japonés Kazushi Ono, y el comienzo de una nueva era.
Para el flamante director titular de la OBC, el francés Ludovic Morlot, “el tema narrativo Muerte o retorno está íntimamente ligado a la obra de Gustav Mahler. Comenzando con la intimidad de la Cuarta sinfonía y las Canciones para los niños muertos, me permite empezar mi relación con la OBC en un nivel de intimidad: en la escucha, en trabajar juntos hacia la disciplina de la música de cámara, que es la que encuentro más cercana”.
Muerte o retorno. Esta dicotomía no resuelta hace pensar a muchos melómanos en la música de Mahler, en su sentido profundamente dramático de los temas musicales donde lo heroico da paso a una mirada paródica a las fanfarrias militares, y donde se suceden la alegría desbordante de bronces y maderas en éxtasis, la tragedia depresiva de cuerdas lacrimógenas, la risa y el llano, el hundimiento y la exaltación, como un eterno reflujo y circularidad de la filosofía oriental que tanto lo nutría.
En su juventud, en esa década de 1880 en la que brilló como admirado director de orquesta en Budapest, Hamburgo y Viena, Mahler fue un admirador de su contemporáneo Richard Strauss. Defendió desde el podio los bombásticos poemas sinfónicos de su rival, como la Sinfonía doméstica, Así hablaba Zaratustra y Muerte y transfiguración.
A la luz de sus nueve sinfonías y los fragmentos sobrevivientes de la décima, el camino del Mahler compositor podría ser una refutación de lo definitivo, rotundo, deliberadamente grandioso y autocomplaciente de las obras de Strauss.
¿Qué mejor que empezar esta temporada con la juguetona y melancólica Cuarta sinfonía de Mahler, terminarla con su desgarradora y vibrante Quinta? ¿Qué mejor que dedicar un concierto central a las Canciones de los niños muertos, uno de los ciclos que lo colocan como el gran maestro de la canción con orquesta, que es a la vez desolación y consuelo? En ese ciclo, en vez del habitual barítono, la voz será la de la gran mezzosoprano Sarah Connolly.
Es también un nuevo comienzo partiendo de donde acabó el ciclo anterior. El público habitual de la OBC recordará que la titularidad de Kazushi Ono terminó a fines de mayo con una interpretación muy emotiva de la Segunda sinfonía, Resurrección, de Mahler. Con el Mahler más cercano a la naturaleza, a un panteísmo a la vez elaborado y primitivo, se despedía el maestro japonés… y ahora el nuevo titular francés comienza con el Mahler de la Cuarta, cercano a la vida popular, a las canciones que escuchaba en su niñez.
Una de las experiencias que traerá Ludovic Morlot es su capacidad de acercarse a nuevos púbicos a través de videos, entrevistas públicas, redes sociales. En su largo período como director titular de la Sinfónica de Seattle, con la que ganó un Grammy y el premio Orquesta del Año de la Revista Grammophone, grababa frecuentemente charlas acercando las obras que iba a interpretar a públicos no acostumbrados a lo clásico. Están disponibles en Youtube sus divertidas respuestas a las preguntas de ciudadanos de a pie, bajo el nombre de “Ask Ludo”; por ejemplo, ante la pregunta de quién es el compositor más badass – rudo o malote – contestó sin titubear: “¡Mahler!”.
En muchas de esas ocasiones se refirió a sus sinfonías. Por ejemplo, en 2014, al presentar una interpretación de la Tercera de Mahler, recomendaba a los oyentes acercarse a la obra de Mahler a través de sus ciclos de canciones. “La estructura de las sinfonías es más compleja, pero muchas de las melodías y de los sentimientos que allí se expresan ya están en las canciones”, explicaba Morlot.
Ese mismo año, al inaugurar una de sus temporadas como director de la Sinfónica de Seattle, Morlot expresó en otro video que amaba la música de Mahler por la cantidad de capas y matices de su música.
Ante la pregunta de si Mahler ocupa un lugar importante en su repertorio, Morlot responde que sí, junto con muchos otros. “Todas sus sinfonías son tan distintas unas de otras que siempre encuentro en ellas las emociones que me dan consuelo en circunstancias diversas. Y como era un director excelso, estudiar sus partituras me permite aprender a balancear las distintas secciones de la orquesta, entre muchas otras cosas”.
El público de Barcelona está acostumbrado a la interpretación de las sinfonías de Mahler al más alto nivel, tanto en el Auditori como en el Palau de la Música y en el Liceu. De hecho, como parte de la relación del teatro de ópera de la Rambla con la Ópera de París y su director, el venezolano Gustavo Dudamel, en esta misma temporada acaban de tocar su apabullante Novena.
Hace una década, el profesor de la UAB y autor de “Com escoltar música” Joan Grimalt escribía que la obra de Mahler “es una síntesis del legado clásico y romántico, pero a la vez hace de portal a las novedades del siglo XX”. A caballo entre dos siglos, con una identidad que no termina de asentarse en una sola tradición (el mismo compositor se definió como “tres veces apátrida: bohemio para los austríacos, austríaco para los germanos, judío para todo el mundo”).
“Mahler es una continuación de las grandes tradiciones vienesas de Haydn, Beethoven, Schubert”, dice Morlot. “La naturaleza programática de su música hace atractivo programarlo junto con temas específicos u ocasiones especiales, y se aprende mucho tocándola con diferentes orquestas, así como la OBC aprende mucho tocando sus sinfonías con distintos directores. Este es solo el comienzo para mí: espero ayudar a que la orquesta crezca en repertorio, y yo también seguir creciendo como artista con ellos”.
¿Qué Mahler traerá a su nueva ciudad el maestro Ludovic Morlot? Falta muy poco para saberlo. En los conciertos de esta, su primera temporada, acechan en ambiguo hermanamiento las punzadas y caricias de la muerte y del retorno.

Este artículo fue publicado en Cultura/s de La Vanguardia el 3 de septiembre de 2022.

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30 de octubre de 2022
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El cuentista O. Henry, creador de la República Bananera

El 8 de septiembre, el experto en Big Data mexicano Alberto Escorcia remeció a la opinión pública de Suecia al declarar que ese país, considerado por muchos como un modelo de pulcritud democrática, es en realidad una “república bananera”. Lo decía por la manipulación burda de datos en la red social Twitter de cara a las elecciones suecas del 11 de septiembre. No importa que en Suecia haya mucho frío, no se cultiven bananas y sea un Reino. Todos entienden de qué se habla cuando se habla de “república bananera”.
Es fascinante el origen de esta expresión: la creó el gran maestro del cuento norteamericano Sydney Porter, conocido por su seudónimo O. Henry. Ninguna antología del cuento norteamericano está completa sin alguno de los suyos, y el principal premio de cuentos de EE.UU. se llama “O. Henry Prize”.
Antes de publicar su centenar largo de cuentos, O. Henry tuvo que huir, acusado de robar fondos en el banco de Texas donde trabajaba. En 1896 se instaló en Honduras, que no tenía tratado de extradición con su país. Allí fue testigo del nacimiento de las empresas bananeras que tres años más tarde se fusionaron en la United Fruit Company: los empresarios corrompían, chantajeaban y daban órdenes a los débiles gobiernos centroamericanos de la época.
O. Henry volvió a Estados Unidos y estuvo preso cinco años. Allí empezó a escribir su única novela, De repollos y reyes, en la que satiriza sobre el presidente de un país imaginario llamado Anchuria (un chiste sobre Honduras), que intenta enfrentarse a las demandas de la empresa frutera Vesubio. Al final, el gerente de la Vesubio financia el golpe de estado de un general pomposo. Dos veces en esa novela usa el término “república bananera”, que él inventó.
Faltaban dos décadas para que la United Fruit Company ordenara al ejército de Colombia asesinar a los trabajadores bananeros en huelga en el Caribe, una masacre que se convirtió en un episodio clave de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, quien nació en una plantación de la compañía. Y cinco décadas para que la empresa orquestara el golpe de estado de 1954 en Guatemala, contra un gobierno que pretendía comprar sus tierras por el precio que ella misma había fijado en sus mentirosas declaraciones de impuestos.
La multinacional todopoderosa hoy ya no es la productora de bananas. Pero el concepto político al que dio su nombre está más vivo que nunca. En Suecia, en Brasil, en Argentina, en Estados Unidos, la expresión “república bananera” se usa hoy para describir una relación tóxica entre el gran capital multinacional y el poder político.
El control que ejercen las grandes corporaciones financieras, tecnológicas y militares (las “bananeras” de hoy) sobre los gobiernos, tanto de derecha como de izquierda, que denuncian muchos economistas y politólogos de hoy, ya lo vio con su sagacidad de cuentista el gran O. Henry.

Este texto, ligado a mi investigación sobre los escritores “bananeros” en mi libro Crónicas bananeras, es una colaboración para el perfil de O. Henry publicado por Daniel Gigena en el suplemento Ideas de La Nación, Argentina, que fue publicado el 11 de septiembre de 2022.

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13 de septiembre de 2022

Islas Vírgenes Británicas

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Paraísos fiscales: el lapsus que revela qué pensamos de verdad sobre los impuestos

Hace unas semanas me tocó participar en una charla en la Universidad Diego Portales de Santiago sobre el Premio Periodismo de Excelencia de Chile, del que soy director. Fue un panel de lujo, con el influyente presentador de televisión y columnista Daniel Matamala, la valiente periodista de investigación y académica de esa universidad Alejandra Matus, la creativa periodista digital Belén Pellegrini y el acucioso periodista de datos Alberto Arellano.
Uno de los temas fue el de la sorprendente investigación de Arellano y Francisca Skoknic sobre los negocios del presidente Sebastián Piñera en paraísos fiscales, sobre todo las Islas Vírgenes Británicas. Skoknic y Arellano han participado en el desvelamiento de negociados del poder económico y político mundial hecho por el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación, primero con los llamados Panama Papers, y después con los Pandora Papers.
Preguntas iban y venían sobre el negociado del entonces presidente Piñera, que vendió a su amigo y vecino Carlos Alberto Délano los terrenos para construir una minera en un sitio de alta fragilidad ecológica. El negocio se formalizó en las Islas Vírgenes Británicas, lo que le permitió al dos veces presidente no pagar los impuestos que un negocio de esa envergadura hubiera tenido que devengar en el país que él gobernaba con el dinero de los contribuyentes... especialmente de los grandes contribuyentes, como él mismo.
Estaba defraudando a las arcas públicas con las que él mismo contaba para cumplir sus ambiciosos planes de gobierno.
El trabajo de Arellano, de la agencia de investigación CIPER, y Francisca Skoknic, de la plataforma digital LaBot, pudo demostrar algo más grave aún: una cláusula para el pago de la última cuota dependía de que el estado no declarara protección ambiental en la zona.
Y quien debía decidir sobre dicha declaratoria era el gobierno del mismo Piñera. Un escándalo en toda regla.
Mientras escuchaba la explicación de ese valioso trabajo periodístico, que muestra el gran nivel del periodismo de datos y documentos, y reflexionaba sobre por qué los textos con menos números y más vuelo literario no volaron tan alto en las últimas ediciones del premio, me acordé de lo primero que me vino a la cabeza cuando empezaron estas noticias en los medios en castellano sobre los “paraísos fiscales”.
Y aporté, pensando en voz alta, algo que quiero explicar aquí de manera más elaborada. Tiene que ver con una confusión lingüística, con el por qué pensar en palabras, en metáforas, en sueños y miedos expresados en comparaciones, puede también aportar al periodismo de hoy.
Quiero decir: por qué pienso que necesitamos también de las palabras y su sentido, no solo los números y datos, para entender algo profundo de lo que pasa en el mundo.
Resulta que el concepto de “paraíso fiscal”, que las agencias de noticias comenzaron a usar alrededor de las primeras investigaciones del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación, es un error de traducción.
En el periodismo anglosajón se usa desde hace años el concepto de “tax haven”, usando la expresión inglesa haven, que quiere decir refugio, guarida.
Los tesoros se esconden en un lugar seguro, secreto, oscuro. Piensen en la cueva de Alí Babá y los 40 ladrones. Eso es un haven.
Se escribe parecido a heaven, paraíso. No suenan igual en inglés, porque la primera se pronuncia algo así como “jéiven”, y la segunda, “jéven”. Quién sabe qué joven traductor de una agencia de noticias, trabajando a destajo, rápido y por dos pesos, habrá lanzado por primera vez la mala traducción, pero lo cierto es que quedó, prendió, explotó como metáfora, y ya no se fue más.
Paraíso fiscal es lo que tenemos.
¿Y por qué prendió como fuego en una pradera seca? Yo estoy convencido de que su rápida adopción tiene que ver con lo implantada que está en la mente de tantos españoles y latinoamericanos la idea de que los impuestos son un infierno de pagos sin sentido, que abultan los bolsillos de políticos corruptos, que llevan a la vagancia y la abulia a generaciones de pobres que viven de lo que pagan los laboriosos contribuyentes, un robo que no sirve para nada y que es dinero perdido.
Llevamos décadas de propaganda neoliberal y antiestatista, que se centra en la parte de los impuestos que se emplean en beneficiar a los pobres, y calla lo que se emplea a comprar armas, asesorías, favores, prebendas a los ricos amigos del poder. Los que más se benefician de las arcas públicas son los principales propagandistas de pagar menos impuestos.
En ese “sentido común” privatista, pagar impuestos es un infierno. Escapar de tener que pagarlos, un paraíso. ¡Quién pudiera disfrutar de lo que honestamente gana! ¿No leyeron esto en miles de columnas de opinión en diarios del poder, en redes sociales, en blogs, en discursos de candidatos populistas de derecha?
A esto contribuye la idea – que no tiene ninguna relación con el hecho de que abogados angurrientos arman negocios para sus clientes en zonas donde no se pagan impuestos – que los lugares físicos donde operan estos “paraísos fiscales” en las Américas son países y colonias tropicales con playas paradisíacas: Islas Vírgenes, Belice, Panamá.
Fíjense que esto no sucede en Europa: los “tax havens” de Luxemburgo, Irlanda, Holanda, incluso Mónaco, tienen lujo, bellos paisajes, pero no el “paraíso” que se suele relacionar con el trópico, la arena blanca, las aguas azules y los cocoteros.
No, la razón por la que nos quedamos con el error de los paraísos fiscales en vez del escondite o refugio es porque, a diferencia de los adustos, austeros ricos protestantes que esconden sus lujos, como explicaba Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, nuestros ricos y aspirantes al club son derrochones, totalmente desprovistos de un mínimo sentido ético que les haga al menos invertir en fundaciones y caridad y evitar exhibir su impúdica riqueza.
En un haven, un refugio, uno esconde su dinero, y se esconde de la mirada inquisidora de un pueblo trabajador que mira mal el engaño.
En un heaven, un paraíso fiscal, uno toma sol en traje de baño, con un daikiri en la mano, mientras disfruta del producto de negocios turbios sin siquiera tener que pagar la odiosa tajada para que el estado provea de salud, educación, caminos y policía a los trabajadores que no pueden escaparse a ningún paraíso.
En cada uno de nuestros países, el paraíso fiscal de unos es el infierno de falta de redes de apoyo social para la mayoría.
Dicho esto… ¡otro daikiri, por favor!

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10 de septiembre de 2022
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Un prólogo cándido para lúcidas crónicas patagónicas

 

La Fundación Periodismo Patagónico de Argentina publicó su primer libro, que incluye potentes textos de no ficción que vienen del fin ¿o será del comienzo? del mundo. Se llama 18 crónicas patagónicas. Tuve el privilegio y la alegría de escribir el prólogo. Es este.

Acabo de leer todas las crónicas de este libro sabio: se extienden en decenas de direcciones y todas convergen en una forma pausada, tranquila, lenta de contar las cosas. ¿Será la forma patagónica de revelar los secretos de la tierra y de su gente?
Sí, se suele decir que el periodismo narrativo, o literario, es lento. La académica vasca Udane Goikoetxea lo compara con la “slow food”, en contraposición a la “fast food” de las hamburgueserías para apurados. Mi amigo, el director de esta Fundación de Periodismo Patagónico Santiago Rey, usa la metáfora del curanto que se hace en el sur de Argentina y de Chile: cocina lenta, sabores que se mixturan en la cocción, suavidad y delicadeza, paciencia.
Pero siento que, del habitual tono pausado de la crónica, estas tienen algo más, algo propio: un sabor a viento entre los árboles, a vastedad de llanuras, a rumiar largo mientras se va suavizando el sorbo de mate con cada golpe de pava, mientras se termina el puchito y va bajando la luz en el horizonte.
No importa si muchas de estas historias no sean “patagónicas” en el sentido de estar ancladas al paisaje agreste, al frío, a la vastedad, a las soledades de indígenas y campesinos asentados en sus valles, costas y roquedales. Incluso las historias que podrían suceder en cualquier lado, como el escalofriante y tan bien investigado camino de los niños que buscan a sus padres biológicos, “¿Alguna vez encontraré a mi mamá?”, de Ángeles Alemandi, o la divertida, sensual y ácida crónica de la lucha por bajar de peso, “Cómo sobrevivir a una dieta low carb”, de Bruno Oliva, tienen ese acento tranquilón del sur, de la frontera donde no se sabe qué hay del otro lado.
Tienen esa búsqueda de una vida “deliberada”, como decía Henry David Thoreau que encontró en las montañas y el lago Walden. Vivir deliberadamente, buscar una autenticidad, buscarse a sí mismo en un mundo donde caen las caretas.
Muchos de estos textos ya los había leído. Yo fui jurado en la tercera edición de este premio, en 2021. Los dos textos que más nos gustaron, “Las chapuceadoras de la felicidad”, de Alicia Lazzaroni, y “Diecisiete parajes”, de Migue Roth, sí son explícitamente patagónicos. Uno centrado en las mujeres que desafían el frío y se sienten vivas en las aguas gélidas del Canal de Beagle: la épica de sumergirse. Y el otro, un viaje para entender a los que se quedaron cuando lo lógico era irse: la sublime belleza de la resistencia, de la dificultad como camino. En estos textos hay impactantes descripciones del paisaje del norte y el sur del territorio.
Pero ya sea que hablen “sobre” la Patagonia o sean relatos universales “desde” la Patagonia, transita por todas estas páginas el embrujo de una zona que nunca termina de domarse, como un caballo encabritado que sus habitantes siempre prefieren al manso arrullo de lo comprensible: el otro lado, la vorágine siempre igual de la gran ciudad o la plácida y repetida siesta del norte.
En el sur un día puede volverse tormentoso, ya sea de arena, de nieve, de lluvia torrencial, de volcanes o de insectos, y así es la escritura a la que invita: siempre al borde de la inundación o la estampida. Con secretos que en cualquier momento pueden desencadenar una catástrofe.
Fue una valiente y valiosa iniciativa empezar a pedir, llamar, recolectar estas historias. En un territorio tan extendido, muchos de estos relatos sonarán desconocidos para los de la otra punta de la Patagonia. Pero las voces, espero, les sonarán familiares aún en su variedad. Como los distintos miembros de una familia, cada uno con sus tics y muletillas y temas recurrentes, pero con un dejo unificador.
Hay escritura poética y recursos originales en “Hasta que llegaste vos”, de Martín Loynaz; hay sorpresa y garra en” Asalto comando a la publicidad”, de Ariel Adler; hay buena investigación y memoria histórica en “El candidato” de Emilio Rízoli; hay prosa luminosa y una estructura creativa en “El trueno puso su ruido luminoso” de Beatriz Muglia; hay una mirada lúcida y esperanzada en el estupendo perfil del nuevo presidente trasandino “Chile ¿alcanzarán los sueños?”, de Santiago Rey.
Hay mucho que admirar, que agradecer, que celebrar en este libro.
Yo, un porteño trasplantado a varios rincones del planeta y ahora viviendo en Santiago de Chile, agradezco la oportunidad de presentar y recomendar estas crónicas que crecen desde las raíces del mundo.

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28 de agosto de 2022
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La redundancia nunca vale

Lo escucho cada día. En la radio, en discursos políticos, en conferencias y clases, de parte de alumnos y sobre todo de profesores.
Después de usar dos veces la misma palabra o idéntica expresión, quien habla exclama sonriendo “valga la redundancia”. Y así, mágicamente, se perdona a sí mismo y nos explica que la redundancia que acaba de cometer es aceptable … porque quien la perpetró así lo determina.
Pero no. La redundancia no vale.
Si yo hubiera escrito en la frase anterior: “…que acaba de cometer es aceptable … porque quien la cometió así lo determina (valga la redundancia)” eso significaría que yo no tenía un sinónimo o una solución creativa a mano para el verbo “cometer”, que mi vocabulario es limitado, que no me di el tiempo o el esfuerzo de pensar en una palabra como “perpetró” para evitar caer en repeticiones.
Es verdad que al hablar cometemos muchos errores y repeticiones. Pero este es el único error que tiene su propia frase de autoindulgencia. Decimos “valga la redundancia” … y ya está. Mágicamente, la redundancia vale.
Y como hace tanto que existe y se celebra, ya ni siquiera se la entiende como un pedido de disculpa. No: “valga la redundancia” es un orgullo, una medalla de honor. Lo resaltamos para que a nadie se le pase. Es como decir “el ladrillo del castillo … ¡mira, hice un versito!”
No señor, es una cacofonía. Hay que volver atrás y arreglarlo. Suena feo.
A veces pienso que “valga la redundancia” es la marca de este universo de Youtubers, Instagramers, magos y hadas de la televisión 24 horas sin parar. La improvisación, la espontaneidad, son los valores máximos de este momento. Y nada más espontáneo que lo que se nota dicho a las apuradas, sin pensar antes de hablar, sin buscar la vuelta creativa para no caer en la redundancia. Muchas de las frases que se hacen virales, memes, repetidas millones de veces, valen por ese carácter impensado. No tienen ningún sentido gramatical. Por eso son verdaderas. No pudieron haber sido escritas de antemano ni planeadas.
Discúlpenme, pero yo soy de la vieja guardia. Mi maestro en el buen decir era el maestro peruano Víctor Hurtado Oviedo, el jefe cascarrabias y puntilloso que tuve el privilegio de tener en la agencia Inter Press Service en Costa Rica. Con la misma carcajada de desprecio contestaba don Tito Hurtado un elogio a su odiado Luis Miguel. Si uno osaba decir “valga la redundancia” en su presencia, él hubiera bufado con sorna: “Estás diciendo: valga mi mediocridad”.
Pero hoy hay pocos editores y pocos maestros como él.
En un viejo cuento de Hermann Hesse que le encantaba a mi papá, un editor de diario, que imagino con los rasgos magros cortados a cuchillo del mismo Hesse, siempre regañaba a los jóvenes reporteros cuando escribían que un hecho policial era triste, dantesco, horripilante, trágico, impensado. Se enojaba sobre todo con los cansados comienzos de “cuando se levantó en la mañana, el señor August no sospechaba que terminaría destrozado bajo las ruedas de un carruaje”.
Los jóvenes reporteros lo odiaban. Pero siempre le hacían caso y sabían que su poda de adjetivos y sentimentalismo mejoraba sus textos.
Un día el editor murió. Encargaron al más bisoño de los periodistas escribir el obituario. El aprendiz puso la hoja en su ruidosa máquina de escribir y tecleó: “Trágico deceso de un prestigioso periodista”.
De pronto, el joven sacó la hoja del carrete y con la vieja pluma del maestro tachó la palabra “trágico”.

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21 de julio de 2022
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¡Qué suerte que te despidieron, Lino Solís de Ovando!

Este es el prólogo que escribí para el exquisito, doloroso libro "Reportero sin cabeza", del periodista chileno Lino Solís de Ovando (Editorial Cinco Ases, 2022):

Sin la crisis del periodismo, sin el tsunami de la pandemia, sin los malos modos de empresarios sin escrúpulos y sus babosas serviles sin alma, no existiría este libro. Tampoco existiría sin la bronca, la frustración, el sentir que al despedirte te humillaron, al tener que comerse las lágrimas y aceptar una indemnización indigna.
Cuando Lino Solís de Ovando me llamó, a poco andar el encierro de la pandemia, me sonaba su nombre. Lo googlié. Es uno de los mejores periodistas y editores de negocios y finanzas de Chile. Un periodista por el que en la buena época se pelearían todos los medios escritos.
Todavía sentí el leve temblor en su voz cuando me contó cómo los habían echado a él y a todo su equipo de la otrora poderosa revista AméricaEconomía. Quería estudiar en el Diplomado en Escritura Narrativa de No Ficción, que yo dirijo. Quería escribir su historia. Después me pidió que yo fuera su tutor.
Trabajamos en el segundo semestre de 2020, mientras el coronavirus avanzaba por el mundo, crecía la desocupación, los parques santiaguinos se llenaban de carpas de los sin techo y las ollas comunes alimentaban a los trabajadores sin trabajo. Fue un enorme privilegio tener a este gran editor como alumno, discutir regularmente con él cómo entrevistar y tratar a los “personajes”, de qué manera usar la primera persona combinada con las voces de los otros, que fueron sus reporteros en la época de oro de la revista.
La historia que quería contar Lino, la que a ustedes les pegará y los acaricia, la que les divertirá e indignará en las páginas que siguen, es un relato de estos tiempos. Pero él la logró contar desde tres ángulos.
Por un lado, quería contar lo que le pasó, reflexionar al recordar su propio vía crucis. Por otro, quería poner este drama en contexto: como el avezado analista económicos que es, quería explicar por qué, cómo y cuándo se hunde el negocio de la prensa de calidad y en especial las revistas como AméricaEconomía, que en sus buenos tiempos fue bautizada como “el The Economist latinoamericano”.
Ese es el contexto, lo que cientos de periodistas en Chile y miles en el mundo están viviendo, y que afecta la calidad, veracidad y rigor de las noticias, sin las cuales no nos enteramos de qué pasa en el mundo.
Esto es lo que pasa: una revista deja de recibir los ingentes ingresos de cuando se compraban revistas y cuando las grandes y pequeñas empresas llenaban páginas con sus avisos publicitarios, y se reduce y manda a la mitad de la redacción a la calle.
O se convierte en un repetidor de boletines y manda a dos tercios de su plantilla a la calle.
O cierra y les pega a todos una patada en el culo.
Esta es una forma de entender el mundo de las empresas, de los medios y de la degradación laboral en estos tiempos.
En las charlas de nuestra tutoría, vimos juntos que para contar esta historia debía introducir un tercer elemento. Lino tenía muchas historias con sus antiguos compañeros de trabajo, los que fueron despedidos junto con él, y con los pocos que se quedaron a juntar los restos del estropicio. Los llamó, los entrevistó, le abrieron su mundo y sus miedos y esperanzas.
El camino de este libro es un sabio sumergirse en los recuerdos dolorosos del escritor, su orgullo que no lo deja quejarse y lo hace tratarse a sí mismo con ironía, con madura sorna, y también es un camino generoso hacia las historias de los demás.
Lo que resultó de sus entrevistas con los otros perdedores dignos de esta historia es un relato coral que supera en mucho el memorial de agravios. La puerta de entrada al mundo de estos periodistas despedidos es un prodigio de sensibilidad, porque Lino se sumerge en las historias y personajes que pueblan el imaginario de sus compañeros.
Uno encuentra paz en las sórdidas películas gore de terror, crímenes, sangre y vísceras; otro se refugia en la delicadeza de la cultura oriental; uno más se arrulla con la historia de lucha y exilio de sus padres revolucionarios. Lino mismo escribe cuentos donde personajes ficticios disparan contra los malos, mientras él mismo debe sortear la humillación de pedir la misericordia de una compensación justa a un empresario angurriento.
Por estas páginas desfilan novelas como Intimidad de Hanif Kureishi, personajes de películas, como el apesadumbrado experto en despedir empleados ajenos que interpreta George Clooney en Up in the Air, series como la fantasiosa Los caballeros del zodíaco, y hasta creaciones propias, como el personaje atildado y apuesto de Dandy McBull, el maravilloso invento de un reportero que necesita admirarse al espejo.
La mirada de periodista inquisitivo y narrador empático se unen para crear escenas inolvidables. Quedará para siempre en mi memoria el desalmado cuarto donde los empleados son despachados sin piedad por abogados autómatas, a los que muchos de los despedidos veían por primera vez.
Los jefes, aquellos que les exigían trabajar días y noches y fines de semana de horas extra sin retribución, nunca aparecieron para dar la cara.
Los escritores de raza tienen esta posibilidad de venganza poética: se alzan, lo cuentan, desnudan sus propios miedos y bajezas y revelan la miseria moral de los patanes.
No, no es venganza poética. Diría que es venganza narrativa: la capacidad que muestra Lino de transformar una derrota en triunfo contando magistralmente lo que le pasó, lo que sintió, pero también las causas y consecuencias de una tragedia colectiva. Y al hacerlo relato, darle un sentido y una función. La posibilidad de poner a cada uno en su lugar. La entereza de llamar a las cosas por su nombre y de revelar las debilidades propias y reconocer la humanidad de los otros, los hermanos en desgracia.
Reportero sin cabeza tiene cabeza, corazón, estómago y las criadillas bien puestas de un narrador exigente que no se contenta con contar su propio drama. En la historia de los otros encuentra un espejo en el que todos debemos mirarnos y contemplar la plaga de maltrato laboral que vino antes del Covid-19, un espejo en el que pueden reconocerse incluso muchas de las causas del estallido social.
Este libro puede leerse como una ilustración de lo que filósofos de hoy, como el esloveno Slavoj Žižek y el coreano-alemán Byung-Chul Han, analizan como la degradación del mundo laboral en el capitalismo tardío.
También como una inmersión en lo que el estudioso argentino de las nuevas literaturas del yo Julián Gorodischer llama “narrativas de lo íntimo” o lo que Jorge Carrión, experto catalán, distingue en los actuales relatos híbridos que combinan el ensayo con el periodismo literario: la combinación del analizar y el contar.
O como un ejemplo de la nueva crónica latinoamericana, comparable a los relatos de viaje para entender el mal de Martín Caparrós, Joseph Zárate, Marcela Turati o Rodrigo Fluxá.
Es todo esto y más. Entre una llamada telefónica del jefe que desencadena el drama y otra llamada, que cierra el relato, sé que los que se sumerjan en esta novela de hechos reales no podrá dejar de pasar las páginas y reconocerse en imágenes, gestos, escenas, reacciones. Fue para mí un gusto y un privilegio poder acompañar al autor, que ya era un periodista admirable, en este encuentro con su voz narrativa.
No puedo dejar de pensar, con culposo deleite: “qué suerte que te despidieron, Lino Solís de Ovando, así bajaste a los infiernos a regalarnos esta joya”.

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14 de julio de 2022

Jacqueline DuPré y Daniel Barenboim

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Parejas musicales: amores, pasiones y conflictos en el escenario

Estar enamorados y hacer música juntos. Nada parece ser más romántico. Los músicos profesionales que encontraron el amor en un escenario, una sala de ensayos, un conservatorio o un estudio de grabación tienen algo con lo que las demás parejas solo pueden soñar despiertos: volar juntos, crear, danzar con la voz, con instrumentos, juntando su arte y sus caminos vocacionales con la vida diaria, vivir con sus compañeros artísticos, estar siempre unidos.
A lo largo de la historia ha habido muchas parejas musicales. Por suerte se conservan grabaciones que testimonian estas uniones que van más allá de la partitura. Aunque en muchos casos la pasión y la intensidad de una personalidad artística también han llevado a peleas, envidias, traiciones y rupturas, el embrujo de escuchar en vivo a una pareja que comparte el arte que los inflama es inigualable.

Nuestro placer culposo
El 29 de junio actuarán en el Liceu la exquisita mezzosoprano checa Magdalena Kožená y su esposo, el célebre director Sir Simon Rattle, en su poco habitual faceta de pianista. Junto a ellos subirán al escenario seis ejecutantes de instrumentos de cuerdas y viento, para transitar por un abanico de obras de cámara de Strauss, Ravel, Brahms, Stravinsky y Chausson, para terminar con los grandes compositores de la tierra de Kožená: Antonin Dvorak y Leos Janacek.
En la web del teatro se lee: “Es un placer dar la bienvenida a estos artistas inmensos y tener la sensación de que, como público, estamos invitados a escuchar este concierto como si estuviéramos en el sofá de casa”.
No de la casa nuestra, apunto yo: la de ellos, como si nos metiéramos en su intimidad, su disfrute de hacer música juntos.
Este placer culposo de colarnos en lo que para una pareja de artistas es la máxima intimidad ha hecho a lo largo de las décadas que conservemos el recuerdo de conciertos memorables, y atesoremos discos que vuelven a la vida estas formas intensas de amarse en público.
En algunos casos, la alianza duró toda la vida. Fue, por ejemplo, el encuentro personal y artístico entre la soprano Joan Sutherland y el director Richard Bonynge, ambos australianos, que los llevó a incursionar durante 40 años en el repertorio del olvidado bel canto operístico en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, y reflotar juntos obras de Gaetano Donizetti y Vincenzo Bellini que no se ponían en escena desde hacía siglos. Como necesitaban un tenor… la mayoría de estos discos que registran la unión de Bonynge y Sutherland incluyen a un Luciano Pavarotti en su esplendor vocal.

Amor representado
Por supuesto, cuando la pareja representa a un amor escénico la impresión para el público es mayor. Una rutilante pareja de cantantes fue por dos décadas la del tenor francés Roberto Alagna y la soprano rumana Angela Gherogiu. Hasta su sonado divorcio, se sacaban chispas como apasionados y trágicos amantes en las óperas de Giuseppe Verdi y Giacomo Puccini.
A veces es la fama de uno de ellos la que empuja la carrera del otro, como sucedía hasta el congelamiento de sus carreras por la crisis ucraniana con la más famosa soprano de la actualidad, Anna Netrebko, y su segundo marido, el tenor Jusif Eyvazof, de menor “cachet”, a quien ella imponía en los elencos de las óperas que los grandes teatros que querían contratarla.
El caso de Netrebko es paradigmático en varios sentidos. Su marido anterior, el barítono uruguayo Erwin Schrott, también era cantante. Casi no compartieron escenario, pero la intensidad de Schrott en las tablas (es hipnótico en sus interpretaciones de Don Giovanni y Fígaro) le hizo protagonizar una bochornosa escena de celos en pleno recital con su esposa y el tenor Jonas Kaufman. Cuando en el final de un dúo de amor éste estampó un beso en los labios de la Netrebko, Schrott se acercó con un pañuelo a limpiarle el rouge, ante la mirada aterrada de su esposa.
Ese fue su última aparición pública como pareja.
Pero la intensidad de las relaciones entre músicos se suele expresar de forma más armónica. Y en sus memorias, muchas veces la admiración y el deleite al hacer música juntos es lo primero que surge, antes que la atracción física o la unión espiritual.

El sonido del amor

Una legendaria pareja de músicos, el cellista Mstislav Rostropovich y la soprano Galina Vishnevskaia, fueron modelo de comprensión y apoyo mutuo en los duros años del estalinismo. Él siempre decía en entrevistas que en el momento en que la vio por primera vez (cantando, por supuesto) se enamoró para siempre. Para acompañar a su esposa en recitales, Rostropovich tocaba el piano. Eran dos apasionados: en las interpretaciones de ambos la expresión extrema de los sentimientos primaba por sobre la belleza del timbre o la perfección técnica.
Juntos ayudaron a muchos perseguidos y exiliados, y fueron expulsados de la Unión Soviética cuando alojaron en su casa al escritor disidente Aleksandr Solzhenitsyn. Sin patria y sin pasaporte, la pareja deambuló por Europa y Estados Unidos hasta que pudieron regresar en 1990, tras la Perestroika. Cuando cada uno de ellos actuaba, era usual ver al otro, arrobado de emoción, en el palco.

A propósito de Rostropovich, es curioso que, al pensar en músicos enamorados, me viene a la memoria una gran cantidad de violoncelistas. ¿Qué tendrá este instrumento, que parece contener las penas y las alegrías y remedar la voz humana desde la placidez hasta la furia?
Es el caso de Pau Casals y su última esposa, la puertorriqueña Marta Montañez, 60 años menor que él. Ella, estudiante de cello, fue discípula del maestro, hicieron música juntos, fundaron festivales en Francia y Puerto Rico, y ella lo acompañó hasta sus últimos días y preside la Fundación Pau Casals. Tras la muerte su marido, Marta se casó con otro cellista, Eugene Istomin.
Y la pareja musical catalana más activa en los últimos años, la de Jordi Savall y Montserrat Figueres tiene en su eje un instrumento precursor del violoncello moderno: la viola da gamba, con la que Savall desempolvó partituras perdidas de una extraña belleza arcaica. Montserrat Figueres murió de cáncer en 2011, pero los discos que ambos grabaron siguen hablando de la paz, el diálogo intercultural y el legado musical de su tierra catalana.

Un volcán de emociones
Pero probablemente la cellista más apasionada, más trágica y más genial en que uno pueda pensar es la inglesa Jacqueline DuPré, que formó pareja artística y marital con el legendario pianista y director argentino-israelí Daniel Barenboim.
En su autobiografía Mi vida en la música, Barenboim cuenta que conoció a DuPré, en 1967 en una cena en casa de un pianista chino amigo de ambos. “Íbamos a pasar la velada tocando música de cámara. Jacqueline y yo sentimos de inmediato una fuerte atracción mutua, tanto en el sentido musical como en el personal. Alrededor de dos o tres meses después decidimos casarnos”.

Las cuatro páginas que escribe sobre su primera mujer se centran en ella como intérprete, y para un lector para quien la música no sea el centro de su vida, parecen frías y extrañas para hablar de la esposa de su juventud. “Le horrorizaba todo lo que fuera falso o insincero o artificial. Tenía algo que muy pocos intérpretes tienen, el don de hacer sentir a los demás que en realidad ella iba componiendo la música a medida que la interpretaba. (….) Había algo en su manera de tocar que era absoluta e inevitablemente correcto, en lo que respecta al tempo y la dinámica. Tocaba con mucho rubato, con gran libertad, pero resultaba tan convincente que uno se sentía como un pobre mortal frente a alguien que poseía algún tipo de dimensión etérea.”

Esto dice Barenboim en el último párrafo que le dedica: “Tenía una capacidad para imaginar el sonido que no encontré jamás en ningún otro músico. En realidad, era una criatura de la naturaleza, una música de la naturaleza con un instinto infalible”.

“Criatura de la naturaleza” es una expresión extraña para referirse a la esposa. El tormentoso final de la relación, con DuPré ya aquejada de esclerosis múltiple y Daniel ya instalado en su nueva relación con la pianista Yelena Bashkirova, dio pasto a las revistas del corazón. Una película de Hollywood, Hilary y Jackie, refleja la versión de Hilary, la hermana de menor de Jacqueline, muy negativa sobre el director y perturbadoramente reveladora de intimidades sobre la cellista.

Para los melómanos, quedan grabaciones míticas de Barenboim y DuPré tocando las sonatas para cello y piano de Beethoven, Chopin y Frank, él dirigiendo la obra en que ella descolló más que nadie, el Concierto para cello de Edward Elgar (la cara de arrobamiento de la ejecutante mientras su marido dirige la orquesta es impresionante) y sobre todo un documental sobre la grabación del quinteto La Trucha de Schubert, con sus amigos Itzak Perlman, Pinchas Zuckerman y Zubin Mehta, donde ambos están en estado de gracia.

El barítono Dietrich Fischer-Dieskau recuerda en sus memorias el impacto que le produjo haber visto a DuPré y Barenboim tocar juntos en Roma. “Se habían casado poco antes, en Israel durante la Guerra de los Seis Días (junio de 1967) y una energía, como un fuego brotaba de estos dos músicos brillantes. No era difícil ver en Jackie una intérprete superlativa. No había limitaciones artísticas en esta mujer que tocaba frente a mí, a veces de forma soñadora, otras tempestuosa”.

Enamorarse haciendo música
Es curioso que el gran amor del mismo Fischer-Dieskau, el mejor intérprete del Lied alemán, haya sido también una cellista. El cantante conoció a Irmgard (Irmel) Poppen en una clase de Historia de la música en el conservatorio en Berlín, en plena Segunda Guerra Mundial, en 1943. Ambos eran adolescentes. “Una chica hermosa se sentaba algunos bancos delante del mío. Mi corazón, que latía salvajemente, me empujó a hablarle”.

La invitó al teatro… y cuando escribió sus memorias, 60 años más tarde, todavía se acordaba de la obra que habían visto. Pero Dietrich fue llamado a filas por el estado nazi. En una de sus últimas noches antes de ser enviado a la guerra en Italia, hicieron música juntos. “Acompañándola al armonio, descubrí con gran placer que estaba ante una gran cellista. Esa noche el bombardeo fue duro, pero solo reparé marginalmente en el infierno de fuego y el humo ácido que me rodeaba mientras caminaba de vuelta a mi casa”.

Tras la guerra y luego de tres años de confinamiento como prisionero, Fischer-Dieskau pudo volver a casa. En la biografía que Hans Neunzig escribió sobre el músico, se relata una peligrosa y romántica huida: en la Alemania ocupada por los ganadores de la guerra, a Dietrich le correspondía vivir en la zona estadounidense y a Irmel en la francesa. Escapando de los guardias, pudieron juntarse e iniciar su vida común en una casa modesta, pero con un cuarto de música y un gran piano.

Con el nacimiento de dos hijos y el creciente éxito del cantante, Irmel fue relegando su propia carrera. En 1963 ella quedó embarazada otra vez, pero al nacer el bebé, murió de eclampsia. Solo y con tres hijos, fueron los amigos los que levantaron el ánimo del barítono, que soñaba con morir para estar con su esposa.

Una década después de la muerte de Irmel, y después de dos matrimonios que terminaron mal, el músico encontró nuevamente ese mismo sentimiento de amor completo (artístico y de atracción espiritual y física) durante un ensayo de Il Tabarro, de Giacomo Puccini.

Así cuenta en sus memorias cómo empezó su relación con la soprano Julia Varady: “Tenía un corazón cálido y una emoción a flor de piel, un estupendo sentido del humor; radiaba empatía. Cuando hablaba de su infancia en Rumania, sobre sus padres y las bromas con sus hermanos, la visión de una vida simple que yo creía haber perdido para siempre. Y por supuesto, quedé devastado por su voz inimitable, el sonido de la pasión tormentosa, el brillo triunfante de sus notas agudas que hacían que incluso la Reina de la Noche (de La flauta mágica de Mozart) pareciera fácil de cantar”.

La última frase de las memorias de Fischer-Dieskau es para su último amor, que vive la música como él. “Hoy Julia comparte todos mis miedos y mis alegrías”.

En 1990 tuve la dicha de ver y escuchar, por única vez, a estos dos grandes cantantes. Fue en la sala de la Filarmónica de Berlín. Eran solistas de la Misa Solemne de Beethoven. Cuando salí de la sala, abrumado por la emoción, me topé con ellos, altos, espléndidos, esperando un taxi en la noche de invierno berlinés. Noté que estaban tomados de la mano.

Componer para la voz del enamorado
En sus memorias, Fischer-Dieskau, dice que tras la muerte de Irmel la carta de condolencia que más lo emocionó fue la profunda misiva que recibió de una pareja de amigos queridos: Benjamin Britten y Peter Pears.

Britten fue el más grande compositor inglés después del barroco Henry Purcell. Su extraordinaria maestría se desplegó en obras sinfónicas, corales, de cámara, pero sobre todo en una serie de óperas (Peter Grimes, Billy Budd, Sueño de una noche de verano) que son a la vez innovadoras y profundamente teatrales y comprensibles para el gran público. Su pacifismo lo llevó a oponerse incluso al fervor militarista en la Segunda Guerra Mundial. Su homosexualidad, en un tiempo en que era inaceptable, lo llevó a plasmar en sus obras la tragedia del distinto, del perseguido, del paria de la sociedad.
El compositor vivió una relación de amor pleno y a la vista de todos con su pareja de toda la vida, el tenor Peter Pears, gran intérprete del papel del Evangelista en las Pasiones de Bach. Para Pears escribió Britten la mayoría de sus obras, y en 1962 le destinó el papel de tenor en su obra magna: el Réquiem de Guerra, un himno pacifista que combina la liturgia en latín con los versos del gran poeta Wilfred Owen, muerto en combate en la última semana de la Primera Guerra Mundial.
Britten quería que los versos de Owen fueran cantados por el inglés Pears y el alemán Fischer-Dieskau, y los melismas en latín por Vishnevskaia. La Unión Soviética no la dejó viajar para el estreno, pero sí pudo cantar en el disco; así unieron en sus voces a las naciones europeas que se enfrentaron en la guerra.
Esa grabación, dirigida por Britten, es escalofriante. Fue lo último que grabó Dietrich antes de la súbita muerte de su esposa. Lo primero que grabó Galina en el idioma que la acogería con Dmitri al huir juntos de su tierra. Y el proyecto común de una pareja de músicos ingleses a quienes la burla y la incomprensión nunca pudieron separar.
Quiero dar la última palabra de este recorrido por el amor en la música a la reina Isabel de Gran Bretaña. En diciembre de 1976, mientras la Iglesia de Inglaterra que ella presidía todavía condenaba la homosexualidad, Isabel se enteró de la muerte de Benjamin Britten. Como apunta con gran sensibilidad Alex Ross en el final del capítulo dedicado al compositor en El ruido eterno, la monarca envió un telegrama de condolencias a Peter Pears, su gran amor.

Este reportaje fue publicado como texto de apertura de la revista Cultura/s de La Vanguardia el sábado 28 de mayo de 2022

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9 de junio de 2022
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