Roberto Herrscher
Las embajadas y las residencias de los embajadores son legalmente territorio del país que representan, como si fuera una tierra fuera de lugar. Muchos no lo saben y para mí no significaba nada hasta ahora.
Pero algo extraño y maravilloso pasó en estos días en el centro de Santiago de Chile. En este mes mágico, los verdes jardines, poblados de árboles frondosos que lanzan florcitas amarillas de la residencia del embajador argentino se transformaron en suelo de la patria de los argentinos que vivimos en Chile.
Como argentino que vive y trabaja feliz en Santiago, como vecino de ese edificio señorial que lame la Zona Cero del Estallido, por Vicuña Mackenna a pasos de Plaza Italia, durante el mundial la casa de Rafael Bielsa fue también la mía y la de decenas de compatriotas.
Todo empezó cuando unos 300 argentinos recibimos la invitación a ver el segundo partido del Mundial, el Argentina-México, en el la casa del embajador. Yo pensaba que iba a ser una ceremonia de corbatas y sillones en el auditorio, y me encontré con una fiesta de pantallas gigantes en el jardín, con choripán y Cocacola.
Éramos unos 50, y me gustó tanto que decidí volver, aunque no soy futbolero y vi muy poco de los mundiales anteriores.
Para el duelo con Polonia ya éramos más de 100, y las pantallas se movieron al fondo del jardín. Rafael Bielsa, fanático del fútbol y de su Newell’s Old Boys, pasión que comparte con su hermano menor, Marcelo, el recordado entrenador de la Roja chilena, me dijo que su misión era abrir la casa a todos los argentinos. Los funcionarios de la embajada me confirmaron que estos festejos populares no se veían en tiempos de otros diplomáticos.
Vino el partido de octavos de final contra Australia y el jardín se llenó, aparecieron las medialunas con dulce de leche, y el perro del embajador, un majestuoso Golden que lucía orondo la camiseta de la selección, se adueñó del espacio y correteó con los perros que traían varios hinchas.
Y llegó la etapa de cuartos y semis, a todo o nada. El partido con Países Bajos tuvo un final de infarto que cimentó la relación de la hinchada argentina con su selección en todo el mundo, y en el jardín de Vicuña Mackenna provocó un estallido de bombos y platillos, con la esposa del embajador bailando feliz con la hinchada. En mis casi 30 años por el mundo, nunca había vivido una escena similar en las embajadas de mi país. En vez de tomar el micrófono y atribuirse el éxito del convite, Bielsa se paseaba tranquilo por el césped o, en los últimos partidos y aquejado de los efectos del Covid, veía el partido en su habitación, mientras una multitud vociferante saltaba en su jardín.
La semifinal ante Croacia, el partido más plácido de todos, fue una fiesta colectiva. Ya nos conocíamos: la señora con el penacho de plumas celeste y blanco en la cabeza, el muchacho con el bombo que combinaba el escudo del Racing Club de Avellaneda con el cóndor y el huemul de la enseña chilena, las chicas rubias que saltaban y prometían su amor a los jugadores de la pantalla, el ‘sacado’ que insultaba al árbitro, como si pudiera escucharlo.
Y minutos antes del intervalo, se esparcía de entre los árboles el invitante humo de los choripanes y empezaba a poblar las mesas del jardín los cuencos con el inimitable chimichurri de los asados rioplatenses.
Y llegó la gran final. Se tuvo que cerrar la inscripción online porque ya eran más de 800, y desde una hora antes del partido había colas en las afueras de la puerta de hierro del predio. Éramos casi mil. La esposa del embajador lucía una camiseta con la discutida y festejada frase de Leo Messi después del partido con Países Bajos: “Qué mirás, bobo”.
Los funcionarios de la delegación, con camisetas de la selección argentina, iban y venían con cajas (ya no bandejas) de choripanes. Cuando Francia empató al final del partido y otra vez al final del alargue, se sentía como si estuviéramos en el estadio: gritos, cantos, bombos, aplausos, lágrimas, sufrimiento.
Y ganamos, y se desató la danza colectiva, mucho más catártica por lo que sufrimos al final. Tres canales de televisión se acercaban a los festejantes, que no tenían palabras, después de 36 de esperar la copa del Mundial.
El último triunfo, en México 1986, había sido un año antes de que naciera Lionel Messi.
Y salimos a la calle, y ahí estaba la verdadera fiesta: cientos de argentinos habían inundado Vicuña Mackenna con más bombos, y banderas y camiseta de al menos cuatro equipos del país, más camisetas de Messi (casi todas) y de Di María y De Paul. Se hicieron las cuatro, las cinco, y seguían llegando de todos lados con banderines y ‘remeras’ celeste y blanca a bailar la canción de La Mosca (“Muchachos, ahora nos volvimo’ a ilusionar…”), y a gritar Argentina, Argentina, y hasta a desgañitarse cantando el Himno nacional.
Cuando pensé que esa alegría desatada frente a la residencia y el consulado eran el ojo del huracán de los festejos argentinos en Santiago, camino hacia la Plaza donde estaba la estatua de Baquedano… y ahí había más hinchas, más banderas, más bombos y más “Muchachos”. ¡La plaza estaba inundada!
En las redes me llegan celebraciones de todo el mundo, pero esta del epicentro de las protestas y los festejos de los chilenos, me dejaron turulato. Nunca pensé que había tantos argentinos en Santiago, ni que nuestra victoria querida y merecida fuera acompañada con tanta alegría por nuestros amigos trasandinos.
La adusta sede del embajador fue la casa de los argentinos en un enloquecido mundial que nos hermanó pese a tantas diferencias internas. Y por un día, la Plaza Dignidad fue la de nuestra alegría compartida con los chilenos y todos los latinoamericanos.
Hoy somos campeones. Y los argentinos de acá estamos doblemente en casa.
Esta crónica se publicó el domingo 18 de diciembre de 2022 en la revista digital chilena El Desconcierto